Por Andrea Sameghini
Con algo de fortaleza y de casa solariega, enclavada en la agreste Gualeyán, mirando hacia el norte, como adentrándose aun más entre los montes de talas y espinillos, emerge la vieja Azotea de los Aguilar.
Entre sus muros centenarios guarda acontecimientos que conmovieron la tranquila villa de San José de Gualeguaychú.
El señor de esas tierras fue el Capitán don Juan Aguilar, valiente soldado de Urquiza que mandó construir la casa habitación y la pulpería, donde fue asesinado allá por el año 1878.
El patio del parral, el pozo de primitivo brocal, los árboles frutales, el balconcito del torreón, todo ha llegado a nuestros días conservado con devoción, casi religiosa, por sus actuales dueños; bisnietos del Capitán criollo que han heredado de sus mayores el amor a las más nobles tradiciones.
La hospitalidad de los Aguilar de hoy es ya famosa. Lo que llegan a ella no pueden olvidar esa casona de anchas paredes y grandes ventanas de rejas, en la que pareciera que el tiempo se hubiera detenido. Tal es el respeto por sus antepasados, que con su vida, un poco heroica y otro poco romántica, legaron a Gualeguaychú un trocito de su historia.
En lo profundo de las cuchillas que ondulan como versos antiguos por el paisaje de Gualeguaychú, se alza una casona que parece resistir el paso del tiempo con la tozudez de los mitos: La Azotea de Aguilar. Su fachada sobria, su ubicación estratégica sobre una ladera, y su misterioso silencio documental han hecho de ella una figura casi espectral dentro de la historia local.
Origen incierto, alma decimonónica
Las piedras de su estructura murmuran fechas que los archivos no confirman. Según un estudio del hermano benedictino Jorge Martínez, el estilo constructivo de esta azotea se remonta a algún punto entre las décadas de 1830 y 1860. No hay planos, actas ni testimonios oficiales; sólo ecos recogidos por la tradición oral.
Uno de ellos, el más persistente, es el del entrañable vecino Domingo Merlo Lara, quien recordaba cómo, siendo niño a fines del siglo XIX, su maestro rural hablaba de que fue el propio general Justo José de Urquiza —gobernador y caudillo de Entre Ríos— quien mandó construir tanto esta azotea como la del Regimiento. Así lo ratificaba la revista Bristol en su número de 1905, donde describía la Azotea de Aguilar como un cuartel de avanzada.
Arquitectura de defensa
La disposición del edificio delata su vocación militar. Parapetos en los cuatro costados brindaban cobertura contra ataques. Una pequeña pieza occidental conectada por escalera fija parece haber funcionado como cuarto de armas, coronada por una segunda azotea aún más alta, desde la cual los defensores obtenían un ángulo de tiro superior.
Una señal inquietante del pasado bélico de la construcción apareció en 1974, cuando albañiles encontraron clavadas en una pared dos bayonetas del siglo XIX, ocultas durante décadas como si alguien hubiese querido sellar en el muro un secreto personal o institucional.
Entorno y mito
La Azotea se alza hoy rodeada por un jardín de flores vibrantes, espinillos criollos y memorias vegetales que susurran añoranzas: el aljibe que ya no está, el laurel arrancado, el horno de barro perdido. El paisaje es parte del relato, como lo fue también la gente que en el siglo XIX habitaba los montes del arroyo Gualeyán—malevos, pendencieros y prófugos, que entre dagas, ginebras y duelos pagaban con sangre el precio de su temeraria hombría.
El arroyo Gualeyán, con su lento discurrir poético, ha sido testigo de todo. Desde los mates espumosos hasta los trágicos entreveros, desde las charlas en ronda hasta los silencios cargados de historia.
Artículo publicado en el Diario "El Argentino" en fecha 24 de Febrero de 1974
Serie "Casa y Caserones" por Andrea Sameghini
Azotea de Aguilar