Historia de la Iluminación de Gualeguaychú

Primera Parte

Entre Velas y Faroles

Los años y los años pasaban lentamente. La vibración de algún tañido esporádico de la minúscula campana en la pobre capilla, recortaba el silencio de la villa. El ladrido de los abundantes perros cimarrones o el acompasado galope de caballos desbocados, rompían la monotonía en que se desenvolvía la vida de los escasos pobladores de la villa de San José de Gualeguaychú, que don tomás de Rocamora pusiera en orden por 1783.

Por Leticia Mascheroni Especial para Semanario

“De sol a sol” era la rutina diaria. En pobres ranchos con pobre gente, en calles polvorientas o fangosas, transcurría la vida de los pobladores de estancia permanente o de circunstancial estada. Cualquier actividad, de la índole que fuera, rendía sus mejores frutos a la luz del adorado sol que ponía luz en la acción y en el espíritu. Al caer la tarde, la penumbra avanzaba lentamente hasta cubrir con un manto oscuro las escasas cuadras en que se aglutinaban las familias hacia el este, junto al río.

Tenebroso panorama que obligaba a recluirse al calor de algún brasero encendido en invierno o de una vela conseguida al azar en alguna de las seis pulperías que existían en el pueblo. 

Se estima que las velas aparecieron alrededor del 3.000 AC. 

Fabricadas con cera por los árabes y traídas a Europa por los venecianos hacia el siglo VII, alcanzaron su máxima expresión hacia el siglo XVIII, circunstancia que no escapó a su uso en el desarrollo de las poblaciones americanas.

Al principio la iluminación era muy rústica: trapos retorcidos empapados en aceite de potro o grasa vacuna, eran colocados en improvisados recipientes de metal, encendiéndose la punta que apenas alcanzaba a iluminar el recinto. En la sesión del cabildo del diecinueve de setiembre de 1794, se resolvió para la festividad de Nuestra Señora del Rosario “que se celebra en la primera domínica de octubre”, se hiciera la limosna correspondiente a todo el partido y que se invirtiera en cera, misa y sermón. Se comenzaba con una novena en el templo “que se adornaba con muchas velas y palmas de flores artificiales”. 

Todos eran pobres en sus pertenencias, desde el rancho hasta su vestimenta y enseres de uso cotidiano. Aunque algunos provenían de un linaje envidiable de la vieja Europa y poseían grandes extensiones de tierras y ganado, no se diferenciaban del resto de los pobladores. Con el tiempo, los escasos artesanos que se arrimaban a la villa, pudieron dar forma a nuevos aparatos que servían de soporte a las velas. Candelabros o candeleros “alojaban”  la vela o candela, dándole un aspecto más elegante y seguro.

Hacia el interior de las viviendas era un recurso necesario y bien cuidado pues, a la menor distracción, podía producir una catástrofe por la fácil combustión del material del rancho de adobe y paja.

Afuera…la luna  y las estrellas brillantes dejaban al descubierto el villorrio. Difícil que alguien se aventurara por las tenebrosas calles, tal vez preocupado por la “luz mala”, con arraigo en la creencia popular. 

Las pulperías debían permanecer cerradas “al caer la noche”, por orden del cabildo. 

Se evitaba así el consumo de anís, ron o ginebra que embriagaba los espíritus y propendía a los excesos en la conducta. 

“Gualeguaychú se iluminó al principio con candiles y luego faroles en sus calles, alimentados con aceite de potro. La autoridad del pueblo determinaba el circuito a alumbrar, al igual que las plazas.” 

Un nuevo personaje pasaría a formar parte de la vida cotidiana: el farolero. Con su escalera al hombro, mecha encendida y al trote, iba prendiendo los faroles ubicados estratégicamente en algunas esquinas. Algunos niños traviesos, se ocupaban de apagarlos cuando la autoridad escapaba a su vista, tarea que no era única, ya que en el puerto hurtaban rollos de pabilo para improvisar una pelota.

El sebo se traía generalmente de Europa, pues, si bien aquí no escaseaba, su uso era preferido para fabricar jabón. En el Museo de la Ciudad se conservan tubos de latón en serie, con el que se fabricaban las velas. 

Las construcciones de ladrillos, más sólidas y seguras, empezaron a contar con artefactos para la iluminación más rebuscados, como los elegantes quinqués, lámparas de aceite con un tubo de vidrio. Los artesanos residentes, daban delicadas formas al metal, aunque algunos venían en las bodegas de los barcos junto con muebles, vajillas telas, que poco a poco fueron cambiando la fisonomía de las viviendas tanto hacia afuera como hacia adentro.

Finas mesas de madera buena con mármol blanco, servían de apoyo a los delicados candelabros y era costumbre, en familias de mayores recursos económicos, contar con ellos en cada una de las habitaciones. En las tertulias- reuniones en casa de familia para conversar- se servía mate, aunque fuera de noche y también chocolate. Se pasaba de la penumbra de la habitación a la oscuridad reinante en las calles silenciosas. Muchas veces, un negrito portaba un farol en su mano, precediendo el paso de sus amos.

 

CASA DE HAEDO

Cuando Gualeguaychú fue elevada a la categoría de ciudad por un decreto del general Urquiza en 1851, adquirió nueva fisonomía en algunos aspectos. Se puso nombre a las calles, se mejoraron algunos edificios públicos y se construyeron otros, como la Comandancia, la Escuela Pública, la Capitanía del Puerto, el Cementerio del oeste, el teatro 1º de Mayo, el Hospital Militar, entre otros. Desde el 1º de marzo de 1849, circulaba el primer periódico por iniciativa de don Isidoro de María, “El Progreso de Entre-Ríos”, recurso importantísimo como fuente documental de la época. De su lectura rescatamos los sucesos más importantes que convocaban a la población a participar de los festejos patrios del 25 de Mayo y del 9 de Julio, además, de las solemnidades religiosas. 

Las actividades se organizaban durante el día, ya fueran representaciones teatrales, kermeses, domas, carreras, desfiles, procesiones y si se prolongaban hasta que caía la noche, era porque se esperaban los fuegos artificiales. Eran muy frecuentes y producían un efecto luminoso y sonoro para el asombro, de otra forma era imposible obtener una fogosidad tan imponente que cortara la oscuridad, aunque sumamente peligrosos, sobre todo cuando “aterrizaban” en los techos de paja. Las fogatas de San Juan también “encendían” la noche.

Cuando se inauguró el nuevo cementerio del oeste -actual emplazamiento del hospital “Centenario”- el 29 de noviembre de 1850, la ornamentación consistió en cuatro candelabros cincelados en plata y dos floreros, una araña de doce luces y diversos cuadros con palmatorias, por iniciativa del señor Valls. La nueva capilla con techo en bóveda cáscara, quedó engalanada con una iluminación acorde a la festividad.

El decreto de Libre Navegación de los Puertos de 1852, abrió un nuevo panorama en las actividades comerciales que venían muy sujetas al centralismo del puerto de Buenos Aires. No solo entraron mercaderías diversas y en grandes cantidades, también inmigrantes europeos que provenían de una cultura superior pues vivían y vestían con mejores ropas y usaban mobiliario de mejor calidad y diseño.

“Para 1853 se comenzó a fabricar, en el saladero de Juan Iriarte (Juan Grande) a orillas del Gualeguaychú, la vela en gran escala. Don José Benítez, fuerte financista asociado a Iriarte desde hacía más de diez años, había comprado los elementos de grasería de Juan Landereche y siguieron la explotación con máquina de vapor y prensa para obtención de grasa al sur de la villa y orillas del Gualeguaychú.” 

Enterado Urquiza, Director Provisorio de la Confederación Argentina, solicitó al jefe de Policía don Rafael Furque, que informara si la nueva fábrica perjudicaba la producción de velas caseras con las que muchos pobres se beneficiaban. En realidad, además de las velas, se fabricaban sus propias casas, el calzado, la ropa, el pan. Eran pequeñas unidades de producción. 

En cumplimiento de la nueva constitución de 1853 que propiciaba la instalación de toda industria lícita, la fábrica de Iriarte debió registrar su patente. 

Las herramientas utilizadas eran ruedas, tachos, hornos, moldes de plomo o estaño, bancos para cortar pabilo, tendales para colgar velas. Al principio, éstas eran negruzcas y poco consistentes “que abrumaban más de lo que iluminaban”. Tan era así que en el teatro se prohibió fumar, ya que se enrarecía más el ambiente, de por sí alterado por la mala combustión de las velas y faroles.

Por entonces, y mediante contrato, se ejercía el acto de enseñar y aprender entre artesanos y aprendices. Para 1847, figuraban como Plateros, los señores Braulio Saraví, Benito Sosa, Hilario Mosqueira y Luis Marquini; como Herreros, los señores Roberto Bazzán y José Mármol. 

Para asegurar el encendido, el vapor “Courriere” trajo de Hamburgo, entre otras mercaderías, 44 cajones de fósforos. 

Había que engalanar la Comandancia para el ocho de octubre de 1858, a fin de conmemorar un nuevo aniversario del combate de El Pantanoso. 

Magnífica fue la iluminación dentro y fuera del edificio; para dar más realce al festejo, la Filarmónica Italiana, dirigida por el maestro Luis Giuffra, ejecutó un selecto repertorio. El público, como pocas veces, pudo gozar del maravilloso espectáculo de 20 a 24.

SE IMPORTA KEROSENE

En 1863, al inaugurarse el pequeño muelle de piedra, por iniciativa del capitán del puerto don Mariano Manzano, los franceses José Lefevre y Augusto Poitevin -fabricante de bombas, cohetes y luces de bengala- donaron el primer farol a kerosene que hubo en la ciudad y que fue emplazado en un extremo del mismo. Este nuevo producto, importado de Estados Unidos, mejoraría las condiciones de la iluminación de las calles. 

En 1867 se alumbró a kerosene la calle Urquiza. 

Es importante destacar que los distintos elementos utilizados en la iluminación, ya fueran candiles con grasa de potro, velas, faroles a kerosene, a gas y por último, la electricidad, convivieron durante muchos años, debido a que las innovaciones solo se aplicaban en el radio céntrico de la ciudad y muchas veces demoraba años en extenderse al resto de los barrios. Prueba de ello, es que en 1872 los hermanos José y David Puccio, se instalaron con una fábrica de jabones y de velas en calles Calá y Comercio- hoy 3 de Caballería y Mitre- industria que permaneció por muchos años. Se vendían en casi toda la provincia de Entre Ríos. La competencia de industrias mejoradas, obligó a su cierre, aunque en la memoria popular quedó la frase  “Se fue apagando como las velas de Puccio”, cuando alguien sufría una muerte lenta. 

Doña Adela  R. de Riviere tenía su pequeña empresa casera de fabricación de velas.

Según un edicto municipal de 1875, durante la intendencia de don Clemente Basavilbaso, el llamado a licitación para mejorar el servicio de alumbrado a querosén en las calles, lo ganó el señor Bernardo Echivert, quién se comprometió a fabricar cien faroles nuevos con sus soportes acorde con el modelo exigido por la municipalidad y a arreglar los que se encontraban deteriorados. Al año siguiente, se organizó el primer corso. “El balde de agua, la bomba de papel, la cáscara de huevo no tendrán rol que jugar, serán remplazados por las flores, los cartuchos de confites, los obsequios diversos y variados de la fiesta.” 

Para dar más esplendor a la fiesta, se invitaba a los vecinos a adornar el frente de sus casas y a iluminarlas por la noche. 

Materia prima no faltaba, pues en el vapor oriental “Antonito” habían entrado diez cajones de aceite y treinta cajones de kerosene.

(Bibliografía consultada en tercera entrega)

Revista Semanario Nº 71 - Febrero 2018 - Dirección Periodística: Rubén H. Skubij

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