El Viaje

Al tomar cierta estropada la nave, los pasajeros acodados sobre la barandilla, miraban aún hacia tierra tratando de hacer preciso algún rostro que se indefinida ya por la distancia, la estridente bocina dejaba oír tres largas pitadas que significaban "saludo a la plaza", es decir, despedida, adiós al lugar, al pueblo, al puerto.

Comenzaba entonces el pasaje a buscar cómoda ubicación, algunos en la cámara principal (y única en ese barco) mientras otros preferían sentarse en los bancos de la cubierta superior, adoptando una actitud contemplativa de la belleza agreste y casi misteriosa de la naturaleza, en un lugar al que no era fácil acceder por medios comunes y del cual se pudiese disfrutar plenamente desde la altura, en este caso desde la cubierta del navío que avanzaba ahora, a marcha avante.

Una hilera de boyas, unas luminosas y otras ciegas, brillando las primeras día y noche, marcaban el difícil paso de la cancha del saladero que en sus inmediaciones se cerraba en una garganta de peligrosas piedras y dejaba por babor un extraño islote, el Martín Chico, desgastada formación que en un remoto pasado, estuviese siglos atrás, unido a la ribera.

Entre Martín Chico y la costa, pueden observarse con bajantes normales los acechantes bancos de piedra.

Pasado este accidente, nuevamente el tintineo de telégrafo ordenaba a toda máquina, "Toda Avante".

Al fondo casi, de la cancha del frigorífico, siempre por babor, aparece un arroyo de aguas quietas y espesa fronda, llamado El Cura que se remonta tierra adentro, hasta aparecer en los confines del pueblo.

Una curva, un brazo corto, es la cancha del este, que remata en el codo de las pantallas de enfilación de la cancha larga, el tramo recto y ancho, de mayor extensión del río.

Atrás de las pantallas, un enorme paraisal y los sauces se suceden abigarrados por las márgenes de este tramo. A poco de andar hemos pasado por el arroyo La Capilla y ha quedado por estribor y luego, casi al final de la cancha larga, a babor encontrábamos El Venerato, otro arroyo de larguísimo recorrido, serpenteante por los campos de Costa Uruguay y así frente a la proa del Dorado, aparece amplia la vuelta del Francés, una verdadera "U" que nos hace desandar el camino en busca del último ángulo de casi 90 grados, que nos coloca ya en las tres sinuosas curvas de la "Correntina" o "paso de la guardia", balizado también, con tres boyas seguidas, marcando el eje del pedregoso canal.

Siempre a babor dejamos ahora el arroyo "Lorenzo", zona de la cual, tras un espeso manto de árboles, existe un extraño lago, ancho como el río y muy alargado, habitado, en medio de un gran silencio por pájaros y aves de todas las especies, garzas blancas y moras; y donde las nubes del cielo espejan en las aguas quietas como en un perfecto cristal.

La entrada al Lorenzo está oculta por un tupido sarandizal, pero fácilmente ubicable por un corpulento y solitario eucalipto.

Por el lado de estribor se ven ya nítidamente las casuarinas del resguardo, la casilla gris y el muelle internándose brevemente en el río y con un fondo de sauces y sarandíes y un embarcadero de hacienda, y el comienzo de la escollera de piedra.

Entonces si, el panorama se ampliaba como si se fuese descorriendo en enorme telón que nos va mostrando poco a poco el caudaloso río Uruguay y la lejana y casi borrosa figura de las costas barrancosas de la República Oriental.

Un viento fresco sureño se va levantando entonces y las aguas tranquilas del riacho se van ondulando poco a poco y encrespando luego al salir al Uruguay, y dejando atrás la boca del riacho.

Las palas impulsoras no han dejado de golpear y empujar sobre el río con isocrónica monótona canción, pero al compás del río picado hay veces en que parecen atoradas de agua y por el enrrejillado externo de los tambores, arroja desecha en espuma los excedentes que colman estos.

Va desfilando la escollera de piedras que se interna bien en el Uruguay y al abandonar las torres de entrada, el agua se agita y rebulle como si con los golpes de sus olas quisieran detener la marcha del barco.

Pero El Dorado sigue avanzando; cabeceos y rolidos, a veces alarmantes, y que acallan el vocerío y las conversaciones, hasta hace un momento animadas.

Espeso humo negro sale de la boca de la chimenea, mientras que el silbo del vapor escapa como chistando al río.

Mientras tanto en las entrañas de ese casco negro, los brazos acerados de las bielas rematadas en sus muñones de bronce afirmados al cigüeñal siguen su trabajo imperturbables.

Avanzando por entre una doble hilera de boyas y aumentando la "refrescada", un término marino para decir que la cosa empeora, con un pasaje mudo, pálido y que ya no atisba las costas, atentos solo a los corcovos del Dorado éste comenzaba a virar frente a la boya 90, una boya que no es boya, si no torre, pero que siempre se le ha dicho la " boya 90 " y así seguirá siendo.

Al tomar la empopada, todo el ajetreo parece calmarse y las cosas van retomando a límites de normalidad.

Nuevamente las voces comienzan a dejarse oír, primero con timidez, luego resueltamente.

Alguien llama al mozo para pedir un café y la rueda de los pedidos se anima y aumenta.

Empujado por el pampero, con sus clinas de humo hacia adelante, los escobenes como dos ojos ceñudos puestos en un fijo lugar en la distancia el barco parece volar ahora, latiendo en sus entrañas la suavidad de su máquina de vapor, con un ronroneo imperceptible.

Las luces de la tarde se van perdiendo en el poniente, allá en la parte del Uruguay en que el cielo se junta con el agua.

Las rompientes en la cresta de las olas, parecen un campo de algodón.

El barco está ya frente al Liebigs, el frigorífico que después de la primer gran guerra pasó a llamarse Anglo.

Algunas luces comienzan a prenderse en las calles de Fray Bentos y el sol ya se ha hundido en el horizonte.

El "Dorado" a marcha lenta traspone la ensenada y ya frente al muelle queda detenido y al pairo aguardando los botes que llevaran el pasaje a tierra.

Pero los botes no vienen vacíos, pues traen el pasaje que transbordará al vapor "grande" que viene de bajada desde Concordia pasando por Colón y Concepción, siendo la última escala el puerto de Fray Bentos haciendo el trasbordo frente a esa localidad y en medio del río ya que el muelle no era apto para el arrime de vapores y además, por falta de calado.

Es por ello que embarques y desembarques se hacían por medio de frágiles botes cuyos fornidos remeros eran capaces de cumplir con su peligroso cometido en cualquier condición de tiempo.

Poco después a la lejanía se insinuaba la silueta del "paquete" que se acercaba para acoderarse al Dorado para efectuar el trasbordo, desembarcando unos pocos que venían a Fray Bentos y tomando el pasaje a Buenos Aires y una vez cumplido, continuaba su marcha. El vapor grande no disminuía su marcha durante el acoderamiento, si bien lo hacia a mínima velocidad, así que el vapor chico quedaba retirado del puerto cada vez mas, pero el alije de pasajeros y equipaje estaban cumplidos y el Dorado emprendía su vuelta a casa.

Mientras tanto, botes y lanchas, estaban llegando al muelle que se interna en el río, el lucerio del vapor grande casi perdido en lontananza, mucho mas atrás, mucho mas lento, el Dorado va en busca del riacho.

En la obscuridad de la noche, hacia el oeste, el vislumbre de Gualeguaychú se divisa.

Y en Fray Bentos, en el muelle ya vacío, un viejo botero, ha terminado la labor del día, y ha amarrado su esquife llamado "respeto" y con los remos al hombro, el también va de regreso al hogar. Farías, una leyenda Fraybentina.

Y nos vamos del río, dejando en el puerto, junto a los barcos, otros nombres.

El de Solari, los dos Jorges Czar, Vanini. Los capitanes.

También los encargados de a bordo, Castillo, Valli y el siempre joven y sonriente rostro de Roberto Fernández.

Muchos nombres habrán también junto a estos, hombres y barcos, y que no hayan quedado registrados en esta Crónica Informal, por que no se trato de ser historia sino, breve paso por el río.

CRÓNICAS INFORMALES

Carlos Lisandro Daneri

Gualeguaychú – Año 1998