Las Fuerzas de la Tierra

Se han acallado ya, los chirridos de las flechas, en las ciudad de las veletas, por que esta fue sin duda alguna , la ciudad de las veletas.

No se escuchan en su vasto ámbito de hoy, la singular monótona canción de los ejes pivotantes al influjo de los vientos, en las silenciosas tardes grises del pueblo.

Ni saetas, caballos o águilas.

Tampoco el gallito de lata se recorta ya ni en las tardes ni en las noches de la vieja Villa de San José, perfilando en sus figuras sobre el azul, el gris o el azabache del cielo pueblerino.

Solo de tarde en tarde, alguna de ellas, perdida entre los barrios, prendida por quien sabe que fuerza telúrica sobrevive al paso de los años.

Aquellos días tan grises en el final de los otoños, no nos traen más el tañido de la campana del asilo, que batida en su alta mesura, dejaba sentirlo de tanto en tanto, cual una extraña voz.

Y aquel conjunto de muchas voces y muchos pasos transitando dos cuadras de luz y de esperanzas, en abigarrado desfile entre la soiree et la nuit, que ya no son más.

Ni el ajuste de la orquesta que antecede a la función, en su informal melodía.

Ni el muchacho que vestía campera, en vez de saco.

Pasaron los pioneros de los teatros y los cines, las compañías líricas y teatrales con sus muchos nombres y rostros.

Solo en su mansa corriente y su caminar de siglos sólo el río permanece.

Todo el vigor y el sentido parecen emanar de él.

Todas las fuerzas de la tierra de antaño, concentradas, de él provienen.

Aunque sin su muelle de madera, ni casuarinas, ni viejos galpones, ni barcos de Nicolás, llevando y trayendo aquella marea humana de atrayentes contornos y costumbres.

Sin los carruajes de Salagoity ni los mozos de cordel, ni la campana batida por Roberto con aquel estribillo repetido hasta el cansancio de "visitas a Tierra..."

Sin la estridencia de la potente bocina del vapor en su saludo a la plaza, ni aquel muelle cargado de adioses, de pañuelos agitados en despedida que se alejan por la popa del barco.

Sin el silbido del viento en las casuarinas de la plaza Colón, ni tan siquiera la titilante luz de gas que se agosta en el Quinqué y termina finalmente por apagarse.

Tampoco aquella colorida sociedad, aquellas damas; y la hermandad, aunque sí otras.

Se han abatido las sombras del espantajo, convertido tan solo en leyenda.

Solo el río.

El río serpenteante y colorido.

El río lleno de pájaros, gorjeos, reflejos de sol y luna distorsionandose en las sinuosidades de sus pequeñas ondas.

Solo las gaviotas.

Las gaviotas posadas en bandadas y que se parecen a copos de algodón flotando en el río.

Golondrinas revoloteando en caprichosos giros cortando el fresco y aromado aire de la mañana.

El grito de un biguá que aleteando velozmente, pasa rasante sobre la superficie del agua dejando las marcas paralelas de las puntas de sus alas.

Ya sin el estruendoso redoblante con el que se anunciaba el paso de la corte de Nerón, ni los domadores de caballos de cartón y lona, ni gauchos verseadores en payada interminable, trabándose en lucha con pintarrajeados indios.

Ni adoquines de madera, ni vías de tramway, que se fueron estas ya cansadas de esperar el coche que nunca más volvió a pasar.

Tal vez el viento nos traiga y se lleve fragmentadas notas de alguna incomprensible melodía que está cocinando Paul Whiteman, escapada por algún resquicio del tiempo ante la cómplice sonrisa del regordete rey del jazz.

Pero si, y en este tiempo algunas mágicas manos de hada en el teclado hagan brotar la música de Méndez Casariego sobre la nueva y cambiante arquitectura de la ciudad.

Pero sí y en este tiempo, algún antiguo patio de lajas damero colocadas en diagonal, cuadrado por galerías y algún viejo brocal del aljibe, verdeando de helechos.

Si y en este tiempo, un descolorido toldo recogido en su cenefa de lata.

La casa de Andrade pugnando con el tiempo.

El recuerdo del rancho de Magnasco.

y también el recuerdo del de Lavalleja.

Y también otros, únicamente presentes en las lajas de la acera a manera de zócalos, en lo que fuera la casa de Urquiza.

Pero no, más gárgolas chorreando sobre los paraguas frente al rancho de Lavalleja.

CRÓNICAS INFORMALES

Carlos Lisandro Daneri

Gualeguaychú – Año 1998

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