Alberto Badaracco tenía doce años y pantalones cortos cuando fue a pedir trabajo, siguiendo los consejos de su madre, que no se cansaba de repetir:
Tiene que trabajar en una farmacia o en una tienda, m’hijo, para
hacerse un hombre de bien.
Aquel niño ingresó a la tienda en 1926. Los primeros tiempos, más que un cadete era un polifuncional. El gerente Emilio Córdoba, que privilegiaba la disciplina y la honestidad, lo convocó a su escritorio el primer día.
- Quiero que usted sea un hombre formal, de bien. Acá va a tener que barrer y trapear el piso, lavar los vidrios y llevar los paquetes.
Así, la niñez convertida en adolescencia encontraría a Alberto unas noches durmiendo en la tienda, como un improvisado sereno; y las tardes lo verían transitar apurado con géneros o zapatos para las clientas.
Entonces, no había problemas de estacionamiento en el centro, ni inconvenientes con los horarios para descargar mercadería. Veamos:
La mercadería llegaba por tren desde Buenos Aires hasta la Estación… Desde allí, la traía hasta la tienda, don Benjamín Zonis en un carro con dos caballos. Después nosotros nos pasábamos las tardes desclavando los enormes paquetes.
Salvo alguna que otra reprimenda, Alberto no merecería sino elogios y ascensos en el comercio. Una noche que se quedó con otro joven compañero, se entretenían tirándose paquetes de almanaques, con tan mala suerte que un calendario voló hacia la vereda y fue observado por el gerente, que vivía enfrente. Como sanción, por un buen tiempo debió trabajar los domingos. Sin embargo, pocos años después el mismo gerente diría con orgullo mirando a Badaracco: Este es un pollo de mi nidal. Describe nuestro entrevistado que Emilio Córdoba se casó con una mujer de Gualeguaychú; era un hombre de gran disciplina y rigor, pero sabía reconocer cuando uno hacía las cosas bien. Le sucedieron en la gerencia, Gonzalo Díaz, Eulogio Giménez y Francisco Pereyra.
No sólo para los directivos tiene buenos recuerdos. Don Alberto, esboza una sonrisa melancólica cuando rememora las inolvidables cenas del grupo de empleados, los nombres de sus compañeros Oscar Badano, Lorenzo Fazzio, José Uriarte y Modesta Urriste.
-Badano era boxeador y futbolista. En Independiente, un año terminó con la valla invicta. Como boxeador me acuerdo haberlo visto pelear en El Lírico, un cine al aire libre que estaba donde hoy están las oficinas de Daroca, Vicco y Verón en 25 de Mayo y Pellegrini ángulo sur-oeste. Yo le llevaba el equipo y me dejaban entrar gratis a ver las peleas.
- La tienda fue una institución. Trabajar allí era un prestigio. Tengo mil cosas para contar; por ejemplo que a fin de año íbamos a la zona rural a repartir almanaques y mates ya que del campo teníamos mucha clientela que compraba para toda la familia. Íbamos con el gerente en un Ford “a bigotes”.
- Los hermanos Azcárate se separaron y quedó al frente Saturnino. Los éxitos comerciales siguieron. El Barato traía las novedades de la moda y cada clienta tenía su empleado preferido: - Buenas tardes… ¿Está Acosta?... preguntaba una señora - Buenos días… ¿Se encuentra Badaracco? Inquiría otra.
En el local ubicado sobre “la 25”, entonces empedrada, el buen trato era la mejor siembra. El comercio tuvo la virtud además, de insertarse en el reconocimiento popular. La gente sabía que allí encontraba buenos precios, calidad y créditos; además, recibía almanaques u otra gentileza de buen gusto. Para dos generaciones, vestirse allí fue un inolvidable componente de la vida.
La oferta de El Barato era vasta. La tienda estaba dividida en secciones: tejidos, ropería, estilo para hombres, mercería y zapatería. En los mejores tiempos, la cantidad de empleados ascendía a veinte. Había un responsable de vidriera, que día por medio realizaba modificaciones. Años más tarde, cuando cerró la talabartería de Huarte en la esquina nor-este, El Barato instaló allí la zapatería, con don Alberto Badaracco como encargado.
La gente pedía las muestras, para que se la lleváramos a la casa. Los cadetes marchaban con pilas de cajas. Cuando yo empecé, el trabajo de cadete era más complicado, porque no teníamos muestrarios para los géneros, sino que teníamos que ir a la casa de los clientes con los rollos de tela al hombro. La casa sería de las primeras en organizar los créditos sin necesidad de segunda firma y también en realizar publicidad con parlantes en las calles de Gualeguaychú. Recorriendo los archivos de EL ARGENTINO de la década del ’30 se comprueba que El Barato no temía invertir en publicidad.
Casi todas las noches íbamos con el gerente al diario, a ver cómo salían los avisos y a controlar que pusieran bien los precios.
En cuanto al crédito, señala que fue de alguna manera pionero en el sistema de “tarjetas” pero utilizando “libretas”. No solo para las familias de clase media, sino para las más pudientes; en los dorados tiempos sin inflación, la tienda otorgaba una libreta anual. Al llegar el mes de diciembre, el responsable preguntaba cuánto se debía y abonaba.