Un Sindicato de Obreros y Patrones

     La estrategia de los patrones era pues sencilla: A las huelgas las hacían los trabajadores, y estos en gran medida eran extranjeros. No quedaba bien hablar mal de los derechos de los trabajadores, tampoco quedaba bien deplorar sin más ni más a los extranjeros por el hecho de serlo. Había que hacer una campaña contra las huelgas, y para ello, nada mejor que hacer una exaltación desmedida de lo nacional en contra de lo foráneo. De este modo, el desprestigio de las huelgas llegaría solo, junto con el de los extranjeros.

     Este tipo de nacionalismo argentino siempre fue apócrifo de una manera u otra. Se utilizó para el contrabando de ideas ora conservadoras, ora fascistas. La falta de identidad nacional en un país cuya débiles estructuras organizativas y sociales no alcanzaban a encauzar de modo adecuado las grandes corrientes, tuvo como contrapartida un exacerbado nacionalismo que se sustentaba en la ficción. Mientras más evidentes eran las carencias de la Nación, más compulsivamente se apelaba a los valores, a los principios y a los símbolos, como si ellos pudiesen por simple invocación, evitar el movimiento de dispersión –en gran medida positiva- que comenzaba a sufrir la sociedad argentina. Se olvidaba que, como bien reza la sentencia de Borges: “Nadie es la Patria, ni siquiera los símbolos.”.

     Para comprobar la veracidad de las afirmaciones del párrafo anterior se las puede contrastar con la lista de integrantes de la Liga Patriótica de Río Gallegos transcripta por Bayer en su libro “Los Vengadores de la Patagonia Trágica”  (pág. 55). Allí consta que la mayoría de los miembros de la institución eran extranjeros. Será por eso que el libro  “Definición de la Liga Patriótica, guía del Buen Sentido Social”  fue impreso en varios idiomas. Como hemos visto hasta ahora, Carlés hablaba constantemente del ex-

tranjero. Decía que la Constitución declaraba la igualdad de todos ante la ley y la libertad de elegir oficio y profesión. “En la inviolabilidad  de esa igualdad –decía- reposa la civilización social de la república de modo que toda tentativa para alterarla es un atentado contra la existencia misma de la Nación…” También hacía hincapié en que los que atentaban contra la civilización argentina eran precisamente los extranjeros. 

     Es más, el atentado contra la civilización lo cometían, según Carlés, “… quienes hablan de un capitalismo enemigo del trabajo”... “Nadie en un principio comprendió el alcance de esa filosofía exótica. Al fin nos dimos cuenta de que se trataba”… “Allá en Europa (prosigue Carlés) el perfeccionamiento de la maquina obligó a que se metodizara la organización industrial. Cada nuevo invento economizaba el costo de producción, reducía el tiempo, ahorraba mano de obra, lo que repercutía en la disminución de la demanda de obreros y en la miseria del salario. El exceso de industrialismo redujo la especialización, la integración, la concentración de la industria y en consecuencia la asociación de capitales, el trust, el acaparamiento del producto y su encarecimiento como especulación, hizo bramar al trabajador, y frente a los sindicatos capitalistas se levantaron los sindicatos obreros. Cambiemos de mundo y preguntemos: ¿Hay lugar a esa guerra entre nosotros?”

     Carlés afirmó de inmediato que no, y que en la Argentina del ‘21 no existían ni capitalismo, ni industrialismo, ni sindicatos de capitalistas, lo que anularía la necesidad de la existencia de los sindicatos obreros.

     Es cierto que el país por aquellos años se enrolaba aún en el modelo agroexportador, basado en la explotación primaria o rural y la importación de los productos manufacturados. Es cierto que el desarrollo de la industria nacional era embrionario. Pero todo esto no nos puede dar pie para afirmar que aquellos trabajadores rurales y estos otros industriales no tenían derecho –ni necesidad- de agremiarse.

     La lectura atenta y actual nos revela con claridad que lo que Carlés combate en su discurso no es el hecho mismo de que los trabajadores se agrupen. Lo que él deplora es la formación de sindicatos realmente libres y defensores de sus intereses profesionales. Carlés quiere unir a los trabajadores, pero bajo la tutela de los empleadores. Ya hemos visto con que empeño se dedicó a la organización de los “Obreros buenos”. Es más, las cinco o seis mil personas que lo escuchaban aquella mañana fresca del 1° de mayo en el Hipódromo eran casi todos trabajadores; formaban asociaciones que eran remedos de sindicatos, pero siempre bajo el contralor de los empleadores. Eran verdaderos sindicatos amarillos, que habían sido repudiados ya desde 1919 cuando, por el Tratado de Versailles, quedó constituida la O.I.T.

     El reglamento para las sesiones de los Congresos de Trabajadores de la Liga confirma lo dicho hasta aquí, estableciendo en los mismos igual representación de trabajadores y empleadores.

     Aquel 1° de mayo Manuel Carlés destinó algunos párrafos para condenar a los gremios asociados a la F.O.R.A. por conformar una “…forma de parasitismo económico, ya que los descuentos de los sueldos de los obreros van a parar a los bolsillos de los vividores de los sindicatos…”. Carlés, por cierto, omite de todos modos considerar muchas cosas que acarrean sufrimientos a los trabajadores del momento y que no son precisamente los descuentos sindicales. Se trata de críticas accesorias que no hacen mes que adornar la idea medular del pensamiento de Carlés: Defender lo que llama la “Civilización Argentina”.

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