Sarmiento en Gualeguaychú

Domingo Faustino Sarmiento

En su libro "Campaña en el Ejército Grande aliado de Sud América", publicado en 1852, Domingo Faustino Sarmiento relata su visita a Gualeguaychú. El motivo del viaje era entrevistarse con el General Justo José de Urquiza, Gobernador de Entre Ríos y General en Jefe del Ejército aliado Libertador.

Sarmiento describe la "linda villa" como un pueblo próspero que aspira a ser ciudad y que en los últimos tres años ha hecho grandes progresos, gracias al comercio activo que sostiene con Buenos Aires y a las producciones de la ganadería que de allí se exportan. 

Sarmiento describe al General Urquiza como un hombre de gran porte y presencia, y destaca su inteligencia y capacidad de liderazgo.

La visita de Sarmiento a Gualeguaychú fue un momento importante en su vida. Le permitió conocer de cerca a uno de los personajes más importantes de la historia argentina, y comprender mejor la situación política y social del país.

Puerto Landa

Al fin, llegamos a la costa del Entre Ríos, en una caleta o más bien desembarcadero practicable llamado Landa

El descenso a tierra se hacía del vapor a una lancha, de la lancha a hombros de soldados entrerrianos con el agua a la cintura. 

Era la época de la florescencia de los ceibos, y las riberas estaban engalanadas con bosques de aquel bellísimo árbol originario de las márgenes del Plata y que es hoy una de las conquistas más esplendorosas de los jardines europeos. 

Caballos! He aquí el grito de cada uno que pisaba la tierra, el fin de las más activas diligencias. Dirigíme yo al que me indicaron caballerizo, y con acento y ademán respetuoso díjele:

-Señor, yo soy una persona que vengo a ver al señor general Urquiza, y no sabiendo a quien dirigirme, me tomo la libertad...

- Acabemos, amigo, claro: ¿qué es lo que quiere? ¿Caballos? - Pues tendrá usted caballos. 

Retiréme a esperarlos, guardando para mejor ocasión mis retóricas, y ya había alquilado uno cuando el mismo comandante, que era un Dumas padre, en la talla y en la tez, volvió hacia mí, y en tono conciliador y blando me preguntó: 

-¿Es Usted, señor, el señor Sarmiento? 

- Sí Señor 

- ¡Por qué no me dijo su nombre, señor! ¡Qué gusto va a tener el general de verlo! Anoche hablábamos de usted con el coronel Palavecino. No se ocupe de nada, yo le haré conducir a su campamento. 

Y en efecto, desde aquel instante el nada menos que coronel Soza del ejército del Brasil estuvo literalmente a mi servicio, fue mi caballerizo mayor durante toda la campaña y un fiel servidor en todas las ocasiones. Era oriundo de San Juan, de donde había salido el año seis y servido en todos los ejércitos, arribando por sus talentos, edad y capacidad a ser caballerizo de una división de caballería del Ejército Grande.

En el campamento del coronel Palavecino encontré la hospitalidad esperada, al coronel Burgoa otro compatriota, y al comandante don Olegario Horquera, catamarqueño, grande conocedor de mis escritos, tant soit peu literato, oficial distinguido en el sitio de Montevideo, y establecido en Entre Ríos de pocos años atrás.

Viaje a Gualeguaychú

Mi viaje a Gualeguaychú quedó decidido para el día siguiente, y merced a los buenos caballos, la llanura de seis leguas intermediaria, fue el ensayo del primer galope que después del de Orán (en África) daba tan a mis anchas entre gentes armadas.

Gualeguaychú, a orillas del Gualeguaychú, río navegable que desemboca en el Uruguay, es una linda villa que aspira a ser ciudad y que en los últimos tres años ha hecho grandes progresos, gracias al comercio activo que sostiene con Buenos Aires y a las producciones de la ganadería que de allí se exportan. 

Estas ciudades frescas apresurándose a desenvolverse, tienen un poco del aspecto de las norteamericanas de la misma edad. Predomina en los edificios la arquitectura gaditana que es hoy argentina, y mediante el establecimiento de algunos centenares de vascos e italianos la horticultura suministra algunos condimentos a la variedad de pescados de los ríos y a la abundancia de excelente carne, con lo que la mesa es regalada y no carece de variedad para el ejercicio de la ciencia culinaria.

Urquiza

El momento supremo llegaba de ver al general Urquiza, objeto del interés de todos, el hombre de la época, y el dispensador de cuanto el hombre puede apetecer: fortuna, gloria, empleos, etc. 

Yo hice anunciar mi llegada y mi visita, y mientras llegaba el momento de hacerla, me informaba de cuanto convenía a mi propósito, y repasaba mis lecciones sobre los miramientos que debía guardar para no comprometer indiscretamente nada. Presentéme al fin en la casa de gobierno a las horas de costumbre, y a poco fui introducido a su presencia. 

Es el general Urquiza un hombre de cincuenta y cinco años, alto, gordo, de facciones regulares, de fisonomía más bien interesante, de ojos pardos suavísimos, y de expresión indiferente sin ser vulgar. Nada hay en su aspecto que revele un hombre dotado de cualidades ningunas, ni buenas ni malas, sin elevación moral como sin bajeza. 

Cuando se encoleriza su voz no se altera, aunque hable con más rapidez y cortando las palabras; su tez no se enciende, sus ojos no chispean, su ceño no se frunce, y pareciera que se finge más enojado que lo que está, si muchas veces las consecuencias no se hubiesen mostrado más terribles que lo que la irritación aparente habría hecho temer. Ninguna señal pude observarle de disimulo, si no es ciertos hábitos de expresión que son comunes al paisano. Ningún signo de astucia, de energía, de sutileza, salvo algunas guiñadas del ojo izquierdo, que son la pretensión más bien que la muestra de sagacidad. 

Su porte es decente; viste de poncho blanco en campaña y en la ciudad, pero lleva el fraque negro cuando quiere, sin sentarle mal y sin desdecir de modales muy naturales, sin ser naturalotes. La única cosa que le afea es el hábito de estar con el sombrero puesto, sombrero redondo, un poco inclinado hacia adelante, lo que le hace levantar la cabeza sobre los hombros, sin gracia, y de la manera un poco ridícula de los paisanos de las campañas.

Recepción primera visita

Mi recepción fue política y aun cordial. Después de sentados en un sofá, y pasadas las primeras salutaciones, nos quedamos ambos callados. Yo estaba un poco turbado; creo que él estaba lo mismo. 

Yo rompí el silencio, diciéndole el objeto de mi venida, que era conocer al hombre en quien estaban fijas nuestras miradas y nuestras esperanzas, y para poderle hablar de mis trabajos en Chile, de mis anticipaciones sobre el glorioso papel que le estaba destinado, recordé que a poco de regresado de Europa D. José Joaquín Gómez de Mendoza me había comunicado detalles preciosísimos sobre las disposiciones del General respecto a Rosas. Que el conocimiento de estos hechos íntimos me había señalado el camino que debía seguir en mis trabajos posteriores, consagrados en Argirópolis y Sud América a predisponer la opinión en favor del hombre llamado por las circunstancias a dar en tierra con la tiranía de Rosas

Esta introducción, sin carecer de verdad, porque el hecho era positivo, era conforme a las indicaciones que me habían hecho en Montevideo sobre las debilidades del General. Era preciso anularse en su presencia; era preciso no haber pensado jamás, hecho o dicho cosa que no partiese de él mismo, que no hubiese sido inspirada directa o indirecta, mediata o inmediata, próxima o remotamente por él. A este precio, decían, hará Usted lo que guste de él. ¡Es esto como la libertad de Fígaro!

Tras este exordio entré a detallarle lo que era el objeto práctico de mi venida, a saber, instruirle del estado de las provincias, la opinión de los pueblos, la capacidad y elementos de los gobernadores; los trabajos emprendidos desde Chile, y cuanto podía interesar a la cuestión del momento. Habléle de Benavidez todo el mal y el bien que sé y pienso de él, sin amargura, sin desprecio, como sin atenuación, todo lo cual pareció interesarle. Ésta es la única vez que he hablado con el general Urquiza en dos meses que he estado cerca de él. 

Después es él quien ha hablado haciéndome escuchar en política, en medidas económicas a su manera, en proyectos o sugestiones de actos para en adelante. Aquí está, a mi juicio, el secreto y la fuente de esa serie de errores que harán imposible su gobierno si no es en el Entre Ríos. Cuando yo oí hablar al General de muchas cosas que López creía haberle hecho comprender bajo una nueva faz, como si nunca hubiese oído una palabra en contra de su idea o su instinto primero, medí el abismo que estaba abierto para la República. D. Vicente F. López, por ejemplo, antes que yo, y de una manera picante, combatiéndole con maña ya en Montevideo su idea de llevarse la capital al Entre Ríos, le había recordado la triste historia de Ramírez que, traído a Buenos Aires por un partido, había cometido la indiscreción de salir de Buenos Aires, centro de todo poder, para no volver más y perecer oscuro, malogrando un rol brillante.

López creía necesario levantar, adoptar a ese hombre con todas sus faltas, con todos sus hábitos de voluntariedad, encajonarlo, diré así, en medio de las instituciones que la reacción contra el despotismo iba a rehabilitar necesariamente, y dirigirlo los unos, resistirlo los otros, hasta que, levantándose la clase educada por las garantías dadas a la vida y a la propiedad, y él aficionándose a los goces del poder, se aquietase al fin y se contuviese en los límites de un despotismo tolerable. Omito repetir aquí y en adelante todo el sistema de López, sistema en cuya realización práctica se ha perdido, y que lo hace hoy en Buenos Aires objeto de la prevención, justa hasta cierto punto, del público.

López se equivocó de medio a medio, debo decirlo en honor de mi amigo, más por una exagerada confianza en sus medios y en su sistema, que por corrupción política, que es la única causa de otros aventureros.

Pero lo que más me sorprendió en el general es que, pasada aquella simple narración de hechos con que me introduje, nunca manifestó deseo de oír mi opinión sobre nada, y cuando con una modestia que no tengo, con una indiferencia afectada, con circunloquios que jamás he usado hablando con Cobden, Thiers, Guizot, Montt o el Emperador del Brasil, quería emitir una idea me atajaba a media palabra, diciéndome: si yo lo dije, lo vi, lo hice, etc., etc. Nadie sabe, nadie podrá apreciar jamás las torturas que he sufrido, las sujeciones que me he impuesto para conciliarme, no la voluntad de aquel hombre, sino el que me provocase a hablar, que me dejase exponerle sus intereses, la manera de obviar dificultades, el medio de propiciarse la opinión. No hay hombre honrado o pillo, tonto o sagaz, que en Montevideo o Buenos Aires no se hiciese la ilusión de poder propiciárselo dándole rienda suelta a sus apetitos, no contrariándole en nada, para hacerle adoptar tales o cuales ideas que, haciendo su negocio de él, concurriesen al bien del país. 

Pertenecen a este género la del Consejo de Estado, que es idea de Pico, la de la navegación libre y la nacionalización de las aduanas exteriores, que es de quien hizo de ella un ariete; la de llamarse Director, que es de López, y la creación de las Municipalidades para anular a los gobernadores de provincia, que es también de López.

Pero todas estas medidas han sido esterilizadas por la manera de llevarlas a cabo, por las modificaciones que él las hace sufrir, y por los desenfrenos con que las hace odiosas. Yo sabía cuánto habían hablado con Alsina, con Pico, con López; y a cada momento oyéndolo, me quedaba abismado de ver que le había entrado por un oído y salido por el otro. A media conversación me preguntó de improviso: 

-¿Qué piensa Usted hacer

- No sé, señor, le contesté, para derrotar la mente de aquella pregunta oblicua. Probablemente regresaré a Montevideo.

La cinta Colorada

Como era la primera entrevista, ningún juicio era prudente hacer sobre nada, no obstante que me quedaba un sinsabor indefinible y casi no motivado aparentemente de lo que presenciaba. Dos horas después vino el Dr. Ortiz, que había encontrado allí ya, a decirme que D. Ángel Elías, el secretario de Urquiza, acababa de comunicarle que el general se había fijado en que yo no llevaba la cinta colorada. Héteme aquí puesto en el disparador. Si no me la ponía no podía volver a verlo; si me la ponía, todo estaba perdido. 

Pedro me inició un poco en los secretos de la política casera, lo que significaba la insinuación de Elías, y yo medité ese día y el otro para resolver cuestión tan grave y de la que dependía mi porvenir personal y el de la libertad de la República. Yo era el primero que iba a ceder a esta exigencia, yo que la había combatido con la aversión que me inspiró siempre aquel humillante y vergonzoso medio práctico de Rosas de hacer a cada uno ostentar su renuncia a toda dignidad personal.

Segunda visita

Fui a visitarlo segunda vez a los dos días, me recibió con más cordialidad, fue más expansivo, me habló de muchas cosas, y me insinuó que así que derrocase a Rosas se retiraría a su casa dejando a los pueblos darse las instituciones que quisiesen. Desde luego esto quedaba casi literalmente establecido, con respecto a Buenos Aires en el tratado de alianza con el Brasil, bien es verdad que él no lo entendía obligatorio para él como para los brasileros. 

- La ocasión era oportuna. Señor - le dije - no me parece prudente tener una idea fija sobre la conducta que haya de guardar S. Exc. después de la victoria. La victoria misma impone deberes y forma situaciones nuevas. Los sucesos y los hombres lo llevarán fatalmente más allá de donde quisiera ir. El poder es una cosa que se vincula a los hombres. S. Exc. será el poder real por los prestigios de la victoria, por las necesidades del momento. Supóngase que se forma un gobierno, que éste tira decretos; la opinión ha de buscar, ha de esperar la sanción real, que estará fuera del gobierno, en el hombre que posee el poder de influencia, y esto será una perturbación en el Estado, etc., etc. Saben en Chile que este pensamiento, a más de exacto en sí, es sincero de mi parte; pero había al emitirlo con calor el deseo de hacerle sentir hasta donde tomaba yo como un hecho, una necesidad y un bien público su elevación personal, y la satisfacción de una ambición que sabía desenfrenada, y que quería fuese satisfecha legítimamente.

Ese día, como comiese en casa Ponsatí, el escribiente de la oficina de Gobierno, hubo a las pocas horas de mi entrevista segunda intimación de ponerme la cinta colorada. Ortiz, a quien de nuevo encargaban de insinuármelo, contestó para evadirse de aquel compromiso: yo no le digo nada. Conozco a Sarmiento, y sé que esta exigencia le ha de causar mucho desagrado

Tercera visita

Tercera vez lo vi al General al día siguiente, nuestras relaciones tomaron más intimidad aparente; me habló de la conveniencia de llevar el Congreso al Paraná, de que he hablado detalladamente en otra parte. En la noche me reuní con Rafael Furque, un sanjuanino condiscípulo y amigo de escuela, a quien había encontrado establecido allí. Hombre tímido, apocado y que tenía, pudiendo mejor, una posición subalterna. Éste, después de varios circunloquios, me dijo: 

- Tengo que hablarle de un asunto grave. El coronel Basavilbaso me ha dicho que lo vea a Usted y le prevenga reservadamente que el General está muy alarmado de que Usted no se ponga la cinta colorada. 

- Dígame Usted ¿es realmente grave este asunto? 

- ¡Oh sí, muy grave! El General es inflexible sobre este punto. 

- Mañana o pasado regreso a Montevideo. 

- ¡Cómo!... ¿Qué es tanta su resistencia? 

- ¿No me dice Usted que es muy grave esto? Al General le gusta la cinta, a mí no me gusta. Sobre todo, lo que me disgusta soberanamente son estos medios groseros de exigirlo, y los halagos y cordialidad que me muestra cuando hablamos. ¿Por qué, pues, no me habla de ello?

Pero no me di todavía por vencido. Al día siguiente le mandé el retrato de San Martín, acompañado de una carta en papel que tenía impreso al costado la atribución 4ª del pacto federal.

La inscripción del papel causó más novedad que la carta y el objeto de ella. El general aplaudió a la idea de propaganda, mostró la carta a todos, mandó que se hiciese otro tanto en pasaportes, y en el papel de oficinas y cartas. Tengo papel de Entre Ríos con mi lema adoptado. 

Isla de Fraga

Se me dieron los parabienes, y al día siguiente que pasamos el día juntos en la isla de Fragas, en el Gualeguaychú, Elías me lo dio casi oficialmente. El momento de explicarse había llegado. 

Me parece - le dije, poniéndole la mano en el hombro a éste - que esa adhesión a los principios federales vale más que la cinta colorada

- Sí... es verdad; pero aquel es un principio y esta una idea (una medida quiso decir). El general quiere que todos lleven la cinta para mostrar uniformidad. 

- Yo no aconsejaré a nadie que no la lleve; como militar me la pondré; como ciudadano nunca. He combatido toda mi vida contra ella; hay muchas páginas en mis escritos consagradas a su vilipendio; y no me deshonraré jamás llevando un signo que reputo una degradación y un objeto de menosprecio.

- Es que esta no es la cinta de Rosas

- Es la cinta colorada y al emblema y al color es que he dirigido mis ataques. 

- Si yo hubiera sabido lo que Usted me dice de que le es personal esta cuestión, yo lo hubiera justificado porque en efecto tiene Usted razón.

¡Hola! me dije para mí, ¡me hubiera justificado con el General! ¿Luego soy acusado?

Pasamos todo el día juntos. El general me buscó y permaneció sentado a mi lado tres horas hablando siempre él: No me habló una palabra del lema federal que tanto le había gustado, y no pude tocar la delicada cuestión de la cinta, como no habían podido hacerlo Alsina, ni López, ni nadie hasta entonces; y sin embargo, era este el atolladero en que su poder personal y la organización de la República iban a estrellarse. 

Una ocasión bellísima se presentaba al general de conciliar estas terribles divergencias. Siendo rojas sus tropas y las de Rosas, él previó la confusión que iba a resultar de estos trajes semejantes y para obviar a los peligros que podían originarse mandó hacer divisas blancas para el ejército. ¿Por qué no adoptar el color blanco como signo de fusión, contra el cual nadie tenía prevenciones? ¡Qué bello emblema el de la paz que era el voto universal, la lima sorda que desmoronaba el poder de Rosas, y el grito de entusiasmo de los veteranos y de las milicias! ¡A concluir con la guerra para siempre!

Coronel Hornos

En la fiesta de la isla de Fragas, que me traía enamorado, por su graciosa colocación en medio de Gualeguaychú y enfrente de la Aduana, convidóme a bañarnos el coronel Hornos

Es este un personaje notabilísimo del Entre Ríos, y el rival en otro tiempo de Urquiza. Sirvió con Lavalle, y más tarde cayó en manos de su adversario. 

Un día en la prisión ve a un soldado que, mirándolo de hito en hito, le hacía señas atravesándose un dedo por la garganta. Hornos, que comprendió a media señal, pidió permiso de salir a sus necesidades, escogió la proximidad de un caballo que vio a la estaca, distrajo al centinela, saltó en él y partió a escape hacia el río. El soldado le disparó un balazo, dio la alarma y pudieron tomarle las avenidas. 

Entonces Hornos, perdido, se metió en el bosque, y desde lo alto de la barranca lanzóse al agua. Un sargento, indio salvaje de la escolta de Urquiza, que lo seguía, se lanzó tras él con el cuchillo en los dientes, y comenzó aquella horrible regata de dos nadadores diestros, el uno por dar la muerte, y el otro para evitarla. El Uruguay tiene allí cerca de una milla hasta las islas que lo engalanan en las inmediaciones de la Concepción. Hornos y el indio llegaron a una isla sucesivamente y cayeron extenuados de fatiga el uno cerca del otro, mirándose, acechándose, sin poder mover un brazo, sin poder el asesino arrastrarse hasta su víctima. Un bote de una corbeta francesa de guerra que estacionaba en las inmediaciones y había presenciado la escena, voló en auxilio de Hornos, y fue salvado. Su hermano había sido degollado ese mismo día y era la señal que el soldado le hacía. Los Hornos de Entre Ríos pertenecen a una de las familias más poderosas, antiguas y ricas, cuyas propiedades han sido confiscadas. El general Urquiza llamaba a Hornos hacía tiempo de la frontera del Brasil donde se había asilado; pero Hornos le contestaba siempre: declárese contra Rosas y voy a servirle.

Isla de Fraga y el rancho del Acuerdo, actual Isla Libertad frente al puerto de Gualeguaychú

Llegado este caso Hornos vino, el General le regaló una magnífica lanza incrustada el asta de oro y plata, le dio a mandar una división de la caballería de Buenos Aires; pero, me decía el viejo guerrero: nada me ha dicho hasta ahora de mis estancias, de mis treinta mil vacas, de mis casas. Estoy viviendo en un ranchito. Amigo, cuando mi padre vivía había en casa una pieza con treinta camas prontas para hospedados. Ya me he acostumbrado a la miseria; pero cuando uno tiene algo, bueno es saber a qué atenerse.

En fin, volteemos a Rosas, y todo se ha de arreglar.

Hornos es el tipo del gaucho argentino. Alto, fisonomía noble, europea, movimientos fáciles y andaluzados, alegre, valiente y jinete. En las batallas monta en pelo a guisa de Centauro. Tiene la religión del triunfo de la libertad, y en Palermo, cuando vio desenvolverse la política de cintajos y caudillejos, era preciso contenerlo de que a gritos desahogase su cólera, poniendo la mano a la espada, y diciendo en tono reconcentrado:

“Todavía hemos de montar a caballo, y desenvainar esta espada. ¿Qué ha creído, que hemos venido a servirle de banco para sentarse en la silla de Rosas?”

Debo anotar aquí para memoria varios hechos, que tienen su importancia. El General adoptó en lugar del lema mueran los salvajes unitarios, este otro: mueran los enemigos de la Organización Nacional, que abandonó después, limitándose al viva la Confederación Argentina. Tiró un decreto permitiendo el uso de los colores celeste y verde, proscritos por Rosas.

Arcos triunfales

En los arcos triunfales que aún decoraban las calles y plazas de Gualeguaychú, a mi llegada, había banderas nacionales celeste y blanco, muchas, muchísimas. En cuanto a mí, había esta otra particularidad. Nunca aludió a las cartas que desde 1850 le había escrito, de manera que sólo en el Diamante supe por Galán que las había recibido. Nunca me habló de Argirópolis, de que recibió un cajón, ni de la Crónica, ni de escrito ninguno mío. Su carta contestación que he publicado, y que no recibí sino después, me aconseja como suya, como nueva para mí, la misma política de fusión que Argirópolis y Sud América revelaban; pero sin decirme: va U. bien por ese camino, sino: yo le indico esa política. Entre gente de mundo es un cumplido ordinario atribuir a otro más de lo que ha pensado o alcanzado. Pero este sistema de no darse por entendido de nada de lo que es público y notorio proviene de ese prurito de anonadar todo, aun aquello mismo que concurre a su propio bien. Yo noté luego una cosa, y los hechos posteriores me la confirmaron, y es que mi reputación de hombre entendido en las cosas argentinas me condenaba a no poder estar cerca del General; y luego de mi llegada a Gualeguaychú noté que había cierto malestar, a cierta ostentación de que no se creyese que recibía inspiraciones mías. Esto debía crecer a medida que fuese más sensible en el Entre Ríos mismo la esperanza que tenían los hombres sinceros de que mi presencia pudiese contribuir a dirigir por buen camino aquella política personal, pero susceptible de hacerla conciliarse con el interés público. Mas, para explicación y complemento de estas indicaciones debo añadir un testimonio intachable. D. Pepe, hijo del general, acompañado del comandante Ricardo López, preguntándole en la Comandancia militar de Concepción del Uruguay cómo me había recibido el general, contestó su hijo en presencia del juez de policía Sagastini, Vázquez, oriental, y otros: “bien, muy bien. Dice mi padre que es de los mejores que han venido.” Esto importa mucho para la explicación de sucesos posteriores.

Desde muy luego comprendí, pues, que mi papel natural de consejero, de colaborador en la grandiosa tarea de constituir una nación de aquellos países tan favorecidos, pero tan mal poblados y tan mal gobernados, estaba concluido, y debía o volverme a Montevideo, lo que habría dado un escándalo, requerido explicaciones, etc., o exponerme a esta lucha diaria conmigo mismo, por un lado, y por otro con aquellas pretensiones que rechazaba. En la tercera entrevista con el general le ofrecí mis servicios, no teniendo plan fijo ninguno, y deseando evitar que, por no indicar yo mi disposición, el General no me ocupase en lo que juzgase útil. Entonces me indicó encargarme del Boletín del Ejército, llevar prensa, etc., lo que acepté gustoso, tomando a poco el servicio militar, por ponerme a cubierto de la cinta, y por no hacer la triste figura de los paisanos en los ejércitos. Recomendé eficazmente a Paunero, Mitre y Aquino, mis compañeros, y pedí licencia para ir a Montevideo a prepararme, y marché a poco, desencantado en cuanto a mí; pero esperando todavía en los sucesos y en las circunstancias.

Los Bailes

En Gualeguaychú duraban aún, a mi llegada, los bailes públicos en la casa de Gobierno. El baile es la pasión favorita del general Urquiza, y está en el Entre Ríos elevado a institución pública. Todas las tardes se trasmite la orden oficial a las familias y a los vecinos. Cuando el baile es de chinas, se dice dondees, y todos los concurrentes deben asistir de poncho. En esos días se habían distribuido de cuenta del Gobierno zapatos a las chinas para concurrir a los bailes. El Gobernador baila imperturbablemente hasta las tres de la mañana.

Durante los días que yo estuve el servicio se distribuyó así: 

Segundo día, baile de parada. El general se presentó por la primera vez con charreteras y banda. ¿Por qué será, se decían los curiosos, esta novedad? Por Sarmiento, decían unos; es para que lo vea la Dolores, repetían otros. 

Tercer día, asistencia al teatro, y baile de fraque en seguida. 

Cuarto, baile de poncho, para que concurriese el coronel Hornos. Yo asistí de mirón al tercero, y en el cuarto entré y bailé una contradanza y me retiré temprano. El general decía muy complacido: véanlo al viejo bailando.

La Dolores

¿Quién era la Dolores? La sultana favorita. El general persigue el robo, el juego, la bebida, con un celo laudable, pero violento. Desgraciadamente fomenta el concubinaje, que es el sistema provincial. Los matrimonios son raros, y jueces, empleados, comandantes y coroneles, cuando el general tiene tres queridas públicas, se esfuerzan en ostentar igual número. D. Vicente López se atrevió a tocar este punto delicado con el general. “Van a ser un escollo - me decía López con tristeza - estos hábitos de solterón. No está amarrado por la familia, que aquieta las pasiones, y no sé lo que va a suceder en Buenos Aires, cuando el general venga y muestre esta llaga de sus costumbres. Le he hablado sobre ello, rogándole que se case en alguna de las primeras familias de Buenos Aires, con una viuda para proporcionar la edad. Pero tiene una aversión invencible al matrimonio, tiene recuerdos dolorosos de haber sido cruelmente engañado en su juventud.” Algo debió contribuir esto a la aversión de Buenos Aires. El General llevo a Palermo dos de sus queridas. La Dolores y la madre de la Anita, una cumplida hija que tiene. La paz se mantiene en este harem sin dificultad. Ha habido escenas horribles de mujeres, la más espantosa de todas entre la que llevaba en campaña en una de las del Estado Oriental, y una prisionera que había tomado.

La Dolores es una muchacha esbelta, una real moza, hija de un italiano, quien llevaba en la campaña del Ejército Grande seis carretas de vivandero. El General tuvo durante mi residencia, como la había tenido antes, su palco por temporada en el baile y en el teatro al costado y al oído de la niña. Vi jovencitas inocentes y apenas púberes, que comprendían lo que los bailes significaban. 

- Mucho se divierte Usted, señorita - preguntaba a otra, por no saber qué decirle. 

- Sí, mucho - me replicaba bostezando -, ¡después de veinte días de bailar sin misericordia! - El General - le decían a otro -, ha echado menos su familia anoche. 

- Es que mi mujer estuvo enferma; pero esta noche no faltará.

Al fin los bailes se interrumpieron, y creo que el corazón de toda la población dio por el efecto y por el motivo un cordial ¡gracias a Dios

Casa de Dolores Costa de Urquiza

La Dolores quedó reconocida en su nueva situación. Pasada la batalla de Caseros, si General nos decía a los que hablábamos de la gloria adquirida: Yo estoy sereno, ya Uds. lo ven, como si no hubiese pasado nada. No pienso sino en mi Dolores que voy a mandar traer. Un buque de vapor partió en efecto, y se dijo que la entrada triunfal se había demorado hasta su llegada. Si esto fue cierto, el General fue castigado por donde pecaba. La demora del triunfo había resfriado los ánimos, y dado tiempo a reconocerse, y él pudo ver ya que no estaban dispuestos a dejarse llevar hasta donde él lo exigiese.

Hablo de actos públicos, oficiales, pues la adquisición y conquista de una querida se renueva con una frecuencia deplorable, y con el concurso de todas las autoridades, pasando a la casa del General a vivir el objeto de su predilección. La Dolores, y los hijos naturales de cinco, o seis de sus predecesoras, mujeres y hombres, hacían en Palermo, en los bailes, en diplomacia y en el cortejo del General un papel muy importante. Excuso entrar en otros detalles que no emanan de mi asunto.

Preparativos

Un incidente curioso vino a mezclarse en mi oscuro drama. Estaba en el Entre Ríos un Dr. Villegas de Buenos Aires, que se decía debía ser nombrado secretario de campaña. Llegó a Gualeguaychú la víspera de mi salida, comimos juntos a pedido suyo, tuvo una larga entrevista con el General, y partimos juntos a Landa, donde esperando el vapor permanecimos cuatro días en el campamento de la división Granada. 

Era el Dr. Villegas un emigrado de 1839 de Buenos Aires. Oficial del sitio de Montevideo, había residido en Martín García dos años, y excelente calígrafo, fue después secretario del Estado Mayor de Montevideo. Sus costumbres intachables rayaban en un puritanismo selvático, habiendo permanecido casi desnudo en Martín García sin querer aceptar jamás socorro alguno de dinero. La fisonomía de este joven me hacía una impresión singular.

Me parecía conocerlo de muchos años, casi íntimamente, y esta aprensión me forzaba a mirarlo con detención. Era circunspecto, no obstante que conmigo se desahogaba de las sujeciones que imponía el General, todo esto en tono conciliador y de amigable reproche.

Después he recordado que había en su mirada manifestación frecuente de una preocupación suprema, de una idea fija, que lo traía embargado, serio, contemplativo.

Simpatizamos mucho, lo perseguí en Montevideo para que regresáramos juntos, y se quedó esperando, me dijo, unos fondos que aguardaba de Buenos Aires. 

Ocho días después de nuestra separación murió fusilado en Buenos Aires, por haber sacado del banco dos millones de pesos, con una orden firmada por Rosas, y a cuya autenticidad nada podían objetar los administradores, derrotados por el aplomo imperturbable de aquel joven que a la objeción de no estar el tesorero, contestaba: que lo busquen; falta este otro requisito: que lo allanen. ¡Su increíble audacia, su calma inconmovible lo perdió! Lo extraordinario del caso hizo que por sí o por no, le avisasen a Rosas que había sido entregada la suma, y entonces se descubrió la superchería, tomándolo luego en una fonda.

¿Era este acto un robo individual? ¿Era una cosa convenida con el general Urquiza, como hostilidad de guerra? Éste es un secreto que fue enterrado con Villegas, dejando su honra empañada en la tierra. Pero al saber su triste fin, nunca pude apartar de mi imaginación aquellos grandes ojos, que a cada momento en nuestros paseos solitarios, a la sombra de los bosques de ceibos en Landa, sorprendía clavados, absortos, fijos por una idea dominante.

Al pasar de regreso por Martín García el vapor se detuvo una hora, que yo aproveché para descender, montar en un caballo, recorrer la isla, darla vuelta y conocer su naturaleza e idoneidad para puerto franco, resguardo, Aduana, Zollverein, para el Brasil, Bolivia, Uruguay, Paraguay y República Argentina, y últimamente para Argirópolis.

En un peñasco que está cerca de la playa escribí corriendo estas fechas, para mi cuento muy significativas:

1850 -Argirópolis.

1851 -Sarmiento.

¡Cuánto camino andado, en efecto, desde la primera fecha a la segunda! Esto me recuerda otra inscripción más expresiva, del año 1850.

Gualepedia: Índice de la página