Isabel P. Chacas de Pintos

Por Pipo Pescador (Enrique Fischer)

Maestra de dibujo y pintura, había estudiado, entre otros, con José León Pagano, en  las primeras décadas del siglo XX. Entregada completamente a su vocación docente, dictó cátedra en importantes centros de enseñanza de Gualeguaychú y sostuvo paralelamente su Academia General Belgrano, en el viejo edificio de Urquiza y España: un  lugar que fue transitado por todos los jóvenes artistas y aficionados a las artes plásticas de la ciudad.

El salón de la mencionada academia era variopinto. Caballetes dispuestos uno al lado de otro, de uno en fondo, en ambos lados, con un espacio al medio que permitía a la profesora caminar y corregir el trabajo de cada uno de sus alumnos.

Modelos de yeso, frutas de cera e infinidad de postales con reproducciones de cuadros célebres servían de inspiración a los pintores que usaban óleos, acuarelas, carbonilla o pastel.

Algunos antiguos muebles completaban el mobiliario y sobre un escritorio americano de persiana, un viejo reloj de Francia marcaba las horas apacibles de aprendizaje.

Mujer dulce, de  carácter manso, memoriosa de  cuentos  y  afectiva  como pocas con sus “hijos espirituales”, Isabel no había podido tenerlos carnales y orientaba su  instinto maternal hacia  la pléyade de niños y adolescentes que, animados por sus “condiciones” para las artes, llenaban el salón todas las tardes.

El modo de aprendizaje no se diferenciaba del que ella conoció en los albores del siglo XX: copiar de los moldes de yeso para aprender proporciones, perspectiva y volumen; sombreados con lápiz o carbonilla que descubrían la tercera dimensión y daban soltura al aprendiz.

Luego vendría el derecho a usar color, primero con lápices y pasteles y más tarde, con acuarelas y óleos.

Los fantasmas académicos del siglo XIX pululaban en el atelier provinciano y la luz artifcial de la pintura brillaba empastada en los cuadros, que eran retocados cuidadosamente por la amable profesora. Una pincelada mágica por aquí y otra por allá daban el perfecto acabado al casal de horneros pintados sobre una mayólica o al castillo ruinoso, retratado con pastel sobre una cartulina de trama rústica.

Recuerdo los cuentos que Isabel nos contaba y la recuerdo a ella, sentada en un sillón con todos nosotros, los niños de entonces, echados a sus pies, disfrutando cada palabra, cada suceso. A los cuentos no los leía; los sabía de memoria y los narraba con gracia y buena voz.

La maestra olía a jabón perfumado, como de tenue jazmín, un aroma que alguna vez vuelvo a sentir al paso de una mujer mayor y me trae su recuerdo vívido, casi real.

Defendía a  sus “hijos espirituales”  con fiereza de  leona y encontraba en cada uno el talento suficiente como para alcanzar cualquier meta. No había para ella alumnos mediocres. Todos “prometían” muchísimo.

Cuando avanzaba la primavera, la academia realizaba exposiciones colectivas que servían para apreciar los avances de los alumnos. Se extendían cortinas de estera para apoyar las obras. La maestra lucía sus eternos pañuelos de gasa en el cuello, asegurados con un camafeo. Los anteojos montados en el aire envolvían sus ojos con destellos de cristal y confundían la percepción de su edad hasta hacerla atemporal.

Dueña de un pulso admirable, podía dibujar las letras más complejas o escribir manuscritos de una perfección monacal, con sus plumas y sus tintas chinas. Jamás la vi malhumorada o perturbada por algo. La sonrisa persistía en su cara fina, enmarcada por un  cabello entrecortado por  canas y  sostenido con broches “invisibles” arriba de las orejas.

Trabajó  en  la docencia hasta muy  avanzada  edad  y  conservó  su  energía juvenil para siempre. “Isabelita” le decían sus colegas y amigos, y ese diminutivo no fue en zaga jamás con la jovialidad que preservó en su ser hasta el último momento. 

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