Dos por tres se echa andar el recuerdo, en Gualeguaychú, en el diálogo amistoso o en la rueda del mate, para con aquellas exquisitas, inolvidables tortas de la panadería Fabani del Barrio Franco, la galleta “porteña” de Rossi Hermanos, la "montevideana" de la San Antonio... Nunca falta, desde ya, la regustada "bobería" humedeciendo la añoranza por la galleta marinera. Al recordarla una noche en mesa de redacción, alguien reflexionó como desesperanzado: Yo no sé, la marinera cae de pronto como del cielo y se la llevan para el campo los ganaderos. Nadie, que sepamos, escribió cosa más bella y más justa sobre "la galleta marinera" que don BERNARDO GONZÁLEZ ARRILI, un día de abril de 1980 en el diario "La Prensa”.
"Harina de trigo y agua, sin levadura ni sal, eran las galletas denominadas marineras porque su historia, lejana, casi de leyenda, las ubicaba entre las vituallas "de mantenencia", que cargaban las naves echadas al mar por muchos días o meses. En una nave, impulsada a vela, que se deja correr a merced del viento, que sopla o no sopla, no se sabe, ni aproximadamente, cuándo se arribará a puerto, los bastimentos han de ser duraderos, que no se pierdan sea cual sea la duración de la travesía. Carne salada, pescado seco, harina, algún embutido, esta o aquella ave en escabeche con mucha pimienta, quesos, nueces, avellanas, y galleta. Cronistas hay que la llaman bizcocho, pero el bizcocho requiere dos cochuras y la galleta, modestamente, se conforma con una. El pan a los pocos días se endurece y amohosa, la sal lo reviene, dándole mal sabor. La galleta sin sal, sin levadura, puede endurecerse pero ganando en sabor. Cruje bajo la dentellada de muy deliciosa manera y, si el que la mastica le agrega algo de la salsa del hambre, es un manjar, no hay golosina que se le asemeje.
(No estamos de viaje ni mucho menos) ... La abuela compraba la galleta por bolsas; en la panadería de la plaza, que éra la más afamada, asistía el galletero una vez por semana y hacía galleta para 8 días. No era un panadero propiamente dicho; era un especialista que se hacía valer, que no empleaba sus manos más que en esa delicada tarea y venía o no venía al horno, dejando, si se lo propusiera, sin galleta marinera a medio pueblo. Le preparaban la masa la noche anterior, la ponían al sereno y él llegaba a media mañana, se remangaba y ponía a sobar hasta que estuviera el amasijo como él lo quería. Su vanidad estaba en que le siguieran diciendo el primer galletero. Para él no era cuestión de azar el hornear galletas sino habilidad ganada desde chiquitín, al lado de su padrastro, famoso galletero venido de la Banda Oriental, cuando la repetición de las revoluciones blancas. Hacía sus montones de masa sobada; muy hábil, iba formando entre las palmas de las manos y la tabla de la mesa los redondeles de harina, con los que llenaba luego las asaderas para las vidrieras. Antes de meterlas en el horno, después del mediodía, cuando ya no se cocían más hogazas y se había terminado con las teleras, con un cepillo de alambre de acero, daba a cada redondel un golpe dejándolo marcado por 6 ó 7 agujeritos, que podían ser meramente decorativos, pero que facilitaban la cochura
... La galleta marinera se usaba en casa para muchos menesteres. El primero y principal, el desayuno.
En un plato sopero se cortaban unas galletas en trocitos pequeños y cuando servían la leche en aquellas tazonas inolvidables, se tomaba un puñado de trocitos de galleta y se sopaban. La leche del desayuno cambiaba de sabor algunos días; venía con café, con té o con chocolate, muy livianito. Por gala, de cuando en cuando, el alarde paisano con mate cocido. Con cualquier sabor la galleta mojada en el tazón quedaba sabrosa. Las tazas de loza eran de medio litro, sin asa, con unos dibujos, alguna guarda griega o unos triángulos azules, rojos, verdes. Al zamparse el contenido de aquellas tazas quedaba el desayunador resoplando. Las galletas servían también para la sopa del almuerzo; en el caldo caliente la galleta remojada se comía con gula. Algo de gazpacho frío para los días de calor alto; caldo, porción de especias, una papa hervida, unos trozos de legumbres. Para ensalada la galleta era otra bondad de la industria panaderil porque se comía como una golosina la galleta marinera mojada en aceite, con una pizquita de vinagre o de jugo de limón y el leve sabor de la cebolla cruda, o, si acaso, el roce ligero de un diente de ajo
... Queda todavía, para consuelo de los enamorados de la galleta legendaria, el recurso de adquirirla en panaderías de pueblos más o menos alejados de la ciudad, donde los panaderos continúan empleando leña para sus hornos. Parece que la galleta y la leña se alían, se hermanan, en el sabor de una masa que no lleva nada; ni sal.
... Un peón que concurría a mover la tierra de la huerta, remojaba la galleta en vino tinto; la sumergía en el vaso y se chupaba los dedos, gruesos, terrosos”