• Excursión 1359. 22 Diciembre de 2021. Miércoles.
Lomo Román. Caleta El Negro
Municipio: Santa Úrsula
ENP: Paisaje Protegido Costa Acentejo
De 15.14 a 18.05h. De 265 a 290 a 270 a 290 a 0 a 290 a 265m.
Distancia: 6,6km. Duración: 2h 49m.
Recorrido urbano para empezar y después bajada al nivel del mar hasta La Grieta. Con accidente alarmante.
El tiempo sigue buenísimo, soleado, cálido. ¿Cómo puedo dejar de salir? Con mi hija en casa estoy más en su ritmo y comemos todos más tarde. Tengo que salir más tarde así que elijo un lugar cercano para la excursión para que me lleve poco tiempo poner mi cuerpo en el principio de la excursión. Salgo por la salida de La Quinta en Santa Úrsula y dejo el coche al otro lado junto al circuito para corredores y caminantes. Aprovecho para explorar un poco esta zona urbana y subo por unas escaleras largas al lado de un supermercado hasta una calle (Rambla Doctor Pérez) donde visito el chino de la esquina, siempre a la búsqueda de estas cuevas de Ali Babá. Algo encuentro.
Sigo hasta la plaza donde la gran iglesia y me meto por la derecha con el reclamo de un cementerio. No entro al cementerio. Me llama la atención la gran cantidad de personas que esperan por fuera de un centro de salud. Descubro unas escaleras para bajar al circuito de caminantes, no las uso ahora. Sigo hacia arriba, paso la plaza (de Santa Úrsula) y tomo la carretera hacia la derecha. Se nota el jaleo de navidades y todos los huecos para coches están ocupados. Unos cinco minutos y me meto a la derecha por la calle Camino Antiguo Calvario que va en ligera bajada. Me meto por la primera calle (sin salida) que hay a la derecha (Lomo Román). Esta calle tiene algunos chalets de aspecto años sesenta y termina en un mirador (con charcos) hacia el mar y la autopista. Regreso y tomo a la derecha, en la siguiente esquina hay una casa antigua (del siglo xix) llamada Lomo Román. Y tuerzo ahí a la derecha por la calle Avenida Venezuela. Con casas nuevas y antiguas pronto estoy cruzando la autopista por un túnel estrecho y oscuro, iluminado por débiles luces.
Al otro lado es otro mundo, ya he tenido esta misma sensación antes pero no deja de sorprenderme el cambio brusco, para mejor. Es una urbanización muy cuidada, con aceras ajardinadas, es la urbanización Lomo Román, donde se homenajea en la entrada a una persona (por qué, no lo sé). Hoy mi objetivo principal es bajar hasta el mar por un camino medio peligroso (excursiones 96 y 286) que sale del extremo de la urbanización, pero antes quiero darles un buen vistazo a las calles de este mundo aparte. Me meto por la primera calle a la derecha (Simón Bolívar). No veo a nadie, no oigo perros, pero las casas y los jardines exhalan tranquilidad y riqueza, como si se acabasen de marchar o estuviesen a punto de llegar sus moradores. Las aceras están plantadas y muy cuidadas. Al llegar a otra pequeña calle (Caracas) sigo hacia la izquierda en bajada. El conductor de un coche que pasa me mira con suspicacia. En un cruce de calles tomo a la derecha y al llegar al final descubro una puerta con candado que tiene un hueco abajo. Sin pensarlo me meto por el hueco. Bajo una larga escalera y llego a una parcela con árboles y yerba muy fresca en la que voy dejando huecos a medida que paso. En el borde de esta parcela el muro se abre y podría bajar hasta el cauce del barranco (La Quinta) /Fuente Ravelo) pero creo que volver a subir sería muy complicado por los restos de plantas que arrojan abajo.
El día soleado está maravilloso y el barranco sólo tiene una instalación de depuración un poco más abajo. Y es impasable de vegetación, quizás un poco por el cauce. Regreso por la parcela pisando por los mismos huecos en la yerba alta y rodeándola hasta la escalera por donde me tengo que contorsionar en la salida por el hueco de la puerta. Ahora que he dejado de ser un delincuente me siento ligeramente mejor. Me encanta el jardín que hay en esta parte. Hay una gran cantidad de plantas exóticas plantadas en las aceras, todas con sus nombres (incluso en latín) y su procedencia. Las plantas vienen de Sudáfrica y otros lugares lejanos. En las pocas parcelas sin ocupar hay grandes laureles de Indias. Sigo sin escuchar ninguna actividad. Todo está quieto. Bajo hasta la calle Orinoco y la sigo a la derecha hasta el final donde hay un bonito mirador hacia los chalets y el hotel de La Quinta. Siento una gran envidia (de los dueños) del chalet que hay en el borde del acantilado al otro lado. Tampoco veo a nadie allí. Regreso por la calle Orinoco hasta dar de nuevo con la calle Avenida Venezuela y por ella sigo bajando. Cuando alcanzo la esquina más cercana al barranco me salgo hacia la derecha y encuentro un camino entre desescombros tapados por la vegetación y grandes piedras en el que distingo huellas de zapatos y llego hasta el cauce del barranco por donde corre un poco de agua. Me atrevo a bajarlo un poco pero cuando varias veces cede el suelo blando bajo mis pies y veo agua corriendo me vuelvo, sé que enseguida hay un salto, no me arriesgo más y regreso por el mismo camino salvaje hasta la urbanización.
Sigo bajando hasta el final y me meto por el camino que baja hacia el mar. A su entrada un cartel dice, en varios idiomas, que está prohibido el paso. Pero se puede acceder. Es la manera en que las autoridades se eximen de responsabilidad si ocurre un accidente. La altura sobre el nivel del mar al principio del sendero es de 170 metros. Este sendero ya lo he hecho dos veces antes y es de los lugares que podría hacer muchísimas veces y siempre lo vería como nuevo. De una fuerza extraordinaria. Se nota el peligro, se huele el peligro, no sólo por el sendero en sí, con varios tramos con barandillas metálicas verdes, sino por los acantilados brutales, y el mar muy fuerte batiendo abajo. El sendero empieza bien por escalones pero pronto ya tengo que agacharme bajo unos árboles y el sendero serpentea hacia la izquierda por una senda estrecha y muy invadida de vegetación. No baja mucho, se dirige hacia unos salientes rocosos en donde destaca un gran cardón colgante. Los salientes son de un material poroso y forman oquedades. Mana agua de las paredes, y caen gotas del techo, y temo que sean aguas negras filtradas, lo digo por el color y el verdín del suelo. El suelo está encharcado y tengo que caminar muy despacio para no resbalarme. Voy muy atento a no darme en la cabeza con los techos bajos. Hay huellas de pisadas.
Rebaso esta zona de cuevas y la vista se abre hacia el Puerto de la Cruz y la costa más allá. En este punto ya está bien visible el entrante del mar (Cueva El Negro) cubierto de espuma blanca donde el mar entra con mucha fuerza. Oigo su rugido. Todavía el camino no baja. Poco después hay una desviación a la izquierda, claramente no es el camino, pero lo exploro, lleva, unos metros por arriba, a un gran espacio cubierto, es una pared inclinada invertida, con piedras grandes y pequeñas incrustadas, algunas muy salientes, no me atrevo a estar debajo, deben de desprenderse fácilmente y sin embargo me da la impresión de un lugar de habitación, de refugio. Toda esta costa está llena de oquedades y cuevas donde debían refugiarse y vivir los guanches y el propio camino que estoy usando deben haberlo encontrado ellos. Hay que tener una gran imaginación para dar con él. Regreso al camino principal. Todavía me da tiempo a ver la punta y el paseo que hay en el extremo izquierdo de la urbanización que recorrí no hace mucho (excursión 1228). Ahora el camino sí que empieza a bajar, a lo bestia, y no es confuso, se sigue bien, a veces las pasarelas se han hundido o caído. Voy con mucho cuidado, todo está lleno de piedras sueltas y un resbalón puede ser muy molesto. Cuanto más bajo más me llega el rugido del mar, las olas entran con mucha fuerza. La vegetación es de plantas crasas, acostumbradas al ambiente marino.
Llego a la pequeña plataforma al lado del mar. Y aquí siguen las dos cuevas, una con montones de latas viejas cubriendo el suelo, pero el color uniforme y la altura regular lo hacen parecer casi un yacimiento arqueológico en espera de investigación. Y la otra, sin embargo, totalmente limpia, una escoba al fondo atestigua del cuidado de sus guardadores, lisa, sin piedrecitas, tiene también colgador de una cuerda una especie de estera para tumbarse. Me sigue resultando algo remarcable, ya estaba así cuando la vi por última vez en mayo del 2015 y así sigue. Me gusta. La anterior vez había aquí una silla de oficina. La plataforma rocosa está cubierta de grandes, enormes piedras, de bordes redondeados, por las que voy caminando muy concentrado. Que estén secas me facilita el paso. Por encima de mí y a la derecha y muy cerca el acantilado es más que vertical, cae a extra plomo, y de arriba salen como un flequillo las ramas de los inciensos y los cerrajones, los que todavía no se han caído. Las grandes piedras por donde voy se deben haber ido desprendiendo del acantilado y en una labor de cientos de años han sido redondeadas como boliches por la fuerza de las olas.
Avanzo y paso una gran piedra de formas más irregulares que se ha debido desprender recientemente, paso bajo ella por una poza sin agua amplia por donde sigo y llego hasta el borde de una gran charca elevada, muy tranquila, donde de tanto en tanto va entrando y saliendo el agua espumeante del mar. Las olas baten fuerte y se elevan aparatosamente, pero a una cierta distancia y protegido por otra tira de plataforma no temo que me alcancen. Así y todo, el mar está más bien tranquilo. Al otro lado de la charca hay un entrante que golpea en el acantilado y las olas que impactan en la pared no espumean blancas, sino que filtradas o desviadas por oquedades aparecen como grandes nubes de spray, sutiles, etéreas. Estoy de pie, no me siento, todo es muy inestable. Me empiezan a fascinar estas nubes de spray. Aparecen de repente, algunas nubes de spray, más grandes, se desarrollan en el aire, cambian de forma, se separan, giran, y desaparecen como por ensalmo. Empiezo a sentir algo especial. Es un momento mágico. No me puedo creer la belleza de estas nubes de spray, lo que más me gusta es cuando giran en el aire subiendo en espiral y después se desplazan intactas y se convierten en grandes esferas. Bien plantado les hago fotos. Me resisto a acercarme al borde, está húmedo y resbaladizo más allá. Cuando el mar en su ritmo deja de golpear tan fuerte ya decido volver. Hay una amenaza larvada en todo lo que veo. El acantilado amenaza. Las grandes olas amenazan. El acantilado al otro lado, tan vertical, amenaza. Y empiezo a regresar embelesado por las nubes de spray.
Cuando estoy pasando bajo la gran piedra de forma irregular, pasando bajo su borde rugoso, lleno de aristas, de repente me elevo demasiado, no sé porque, y me doy un golpe fuerte contra la piedra que sobresale por encima de mí. Inmediatamente empieza a manarme la sangre de la cabeza. Gotas gruesas de sangre oscura me caen en las manos, en la mochila. Una pasada. Me quito el sombrero empapado en sangre. No me asusto, me asombro. Enseguida me quito la mochila, saco los pañuelos, los mojo en agua y me lavo la herida y después me los aprieto con fuerza contra la herida. Me pongo más pañuelos que también salen llenos de sangre. Los últimos me los dejo contra la herida, apretando con fuerza. Ya deja de manar. Por un milisegundo me dan ganas de ponerme a llorar, de sentirme un desgraciado, de culparme por mi descuido. Pero no me dejo ir. Tengo que reponerme. Tengo que regresar. Tengo una subida fuerte por delante. Y no es que se me haya hecho tarde pero tampoco tengo tanto tiempo de luz disponible. Vale. No debe ser para tanto, pienso, tampoco hay tanta piel ni tejido en la cabeza, como en otras partes del cuerpo. Con cuidado, sin descuidarme, regreso por las grandes piedras haciendo equilibrios. Soy muy consciente de que ahora soy muy vulnerable y que debo mantener la cabeza fría y no darme prisa. Así y todo, voy a ritmo bueno y cuando ya he subido unos metros del camino me paro para ponerme cristalmina en la cabeza. Y resulta que no siento la cristalmina, no siento el spray de la cristalmina en mi cabeza. Menos mal que me doy cuenta enseguida que es que me he dejado puestos los pañuelos en la cabeza. Me los quito y ahora claro que siento la cristalmina. Buenas rociadas para que no se me infecte y para arriba arreando.
Más rápido de lo que sería prudente subo por el camino pedregoso y rocoso. Al terminar la ascensión y girar a la izquierda hacia las oquedades y las cuevas donde las goteras abro el paraguas, quiero evitar que me caigan gotas de agua sobre las heridas. Las paso con más seguridad que en la ida, tengo otras preocupaciones que las de caerme. Mucho más rápido de lo que pensaba estoy en el tramo final de escaleras antes de la urbanización. Varias veces me reprocho no haber tenido más cuidado, pero logro pensar en el total de la excursión y es que realmente es la hostia de peligrosa y que si no pasa una cosa pasa la otra así que ya no lo pienso más y lo acepto como parte de mi actividad aventurera. Lo que sí me interesa es saber en qué estado mental estaba para haberme relajado tanto ante un peligro tan evidente como la piedra saliente donde me he golpeado y llego a la conclusión que ha sido mi embelesamiento con el spray marino lo que me ha llevado a ese estado de relajación. Subo por la urbanización y cuanto más tiempo va pasando y efectivamente ya no me sangran las heridas mejor me voy sintiendo. Me acuerdo de la vez que me golpeé repetidamente la cabeza en la galería de Los Zarzales, ahí me hice heridas más profundas y lo superé.
En Santa Úrsula, tomo a la izquierda por la carretera general. En la plaza giro a la izquierda, paso el centro de salud, donde veo muchas personas esperando con caras preocupadas, a mí también me vendría bien entrar, pero con esto del virus mejor estoy con las heridas que en un centro de salud. El cementerio, enfrente, ya está cerrado. Qué irónico que estén tan cerca. Bajo por las escaleras y enseguida llego al coche. Por una vez no me siento raro haciendo los estiramientos, a mí lado, por el circuito, no dejan de pasar caminantes y corredores que seguro que comprenden bien lo que estoy haciendo con estas contorsiones.
En casa después de ducharme me lavo con mucho germisdin (un jabón bactericida) las heridas de la cabeza y me las seco cuidadosamente con servilletas de papel. Cuando vuelven de haber estado comprando mi hija es la primera en darse cuenta de mis heridas, “mira lo que se ha hecho” le dice a mi mujer con tono de regañina. Después ya me preguntan por lo que me he pasado con más empatía. Y es que claro cómo me quieren no llevan bien mi afición a las aventuras salvajes.
(Dos semanas después se me terminan de caer las costras secas de la cabeza)
Pulsar en el siguiente enlace para descargar el track de la excursión
Track orientativo, no obtenido durante la excursión, elaborado después de realizarla
drive.google.com/file/d/1bjuLUbWVXLd5PBF8DUU5yAC0xhUzabol/view?usp=share_link
Santa Úrsula a Lomo Román a Caleta El Negro