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El eco de los pasos resonó con nitidez conforme aquella persona se aproximaba a la estancia. No eran pisadas rápidas ni titubeantes, sino el andar seguro de quien no conoce la definición de “apresurarse”. El guardia que custodiaba la entrada reaccionó abriéndola de inmediato, con un movimiento rápido, casi automático, pero no lo bastante para ocultar el temblor de sus manos.
Aun así, el recién llegado apenas le dirigió una mirada fugaz.
La actitud del Gran Señor Amyes no se debía a un simple desprecio hacia los demás. Bueno, en realidad sí los despreciaba. Sin embargo, esa no era la razón por la que nadie lograba retener su atención por mucho tiempo. El verdadero motivo era su asombrosa capacidad para registrar todo en cuestión de segundos.
Chester lo notó de inmediato. Como antiguo ladrón, había pasado buena parte de su vida afinando el instinto para detectar riesgos y oportunidades con un solo vistazo. Sin embargo, incluso para él resultaba desconcertante la velocidad con que los ojos de aquel hombre, tan fríos como la primera nevada de invierno, recorrieron aquella sala. Amyes lo registró todo sin dejar escapar un detalle: las luces, los mapas, las salidas, las expresiones… como si cada elemento fuera escaneado y archivado en su memoria con una precisión inhumana.
«Este tipo es mucho más peligroso de lo que imaginaba», pensó Chester, reprimiendo un estremecimiento.
Su vestimenta era tan inquietante como su porte: Llevaba puesta una túnica blanca impecable, ceñida a la cintura por una faja negra de cuero fino de la que colgaban pequeños estuches cerrados con broches metálicos. Era lujosa, pero no de algún modo no parecía el atuendo habitual de un aristócrata y transmitía una sensación extrañamente antinatural. La prenda caía con perfección medida, sin rigidez excesiva ni laxitud. Las mangas, ceñidas en los antebrazos, se ensanchaban levemente al llegar a las muñecas. Y sus manos… no parecían hechas para blandir un arma, sino diseccionar, señalar y manipular con precisión quirúrgica.
Mientras tanto, Cándido permaneció en silencio, concediendo al recién llegado la oportunidad de saludar como dictaba la etiqueta. No obstante, tampoco esperó mucho, como si supiera que Amyes no lo haría de todos modos. Tomó entonces la iniciativa, con un tono que no dejaba espacio ni a la cortesía ni a la hostilidad.
—Salve, Gran Señor Amyes. ¿Se puede saber a qué debo esta inesperada visita?
Amyes inclinó apenas la cabeza, sin apartar la vista de los mapas.
—Supongo que vine por lo mismo que tú respiras: hábito, necesidad… —dijo sin mirarlo, mientras ojeaba algunos mapas sobre las mesas— y porque sería peligroso dejar que todo esto siguiera sin mi diagnóstico.
—¿Puedes hablar un poco más claro? —preguntó Cándido, ceñudo.
—Yo siempre hablo claro. No es mi culpa si otros son incapaces de captar el mensaje —comentó Amyes, dejando un momento los documentos que examinaba, como si realmente estuviese sorprendido—. Normalmente tú eres rápido comprendiendo estas cosas. ¿Seguro que no estás esforzándote demasiado últimamente?
Cándido cerró los ojos unos instantes, aspirando y espirando con cuidado. Chester comprendió que el Gran Maestre estaba reprimiendo su ira. Aquello en sí mismo resultaba sorprendente, pues ni el Gran Duque Tiberio Claudio se habría atrevido jamás a dirigirse con semejante insolencia al comandante supremo de la división de contraespionaje del Imperio.
Pese a todo, Chester empezó a notar que las palabras de Amyes no tenían la intención de ofender. Más bien, él parecía genuinamente convencido de que le hacía un favor al mundo con el simple hecho de haberse tomado la molestia de acudir, y que formalidades como anunciarse o respetar el protocolo eran irrelevantes en comparación. La prueba fue que Cándido no insistió. Se limitó a negar con la cabeza antes de presentarlo con un gesto breve.
—Este es Chester, un talentoso Estrella Oscura que sirve al Barón de Valderán.
Al ser señalado, Chester sintió un retorcijón en el estómago, pero logró contenerse y forzó una sonrisa mientras hacía una reverencia…
Amyes no reaccionó: ni un gesto, ni una mirada, ni un asentimiento. Era como si su existencia le resultara irrelevante.
Y, contra toda expectativa, Chester sintió alivio; su instinto le gritaba que no llamar la atención de aquel hombre era la mejor forma de vivir una larga vida.
Finalmente, Cándido perdió la escasa paciencia que le quedaba y volvió a preguntar, pero esta vez lo hizo empleando un tono más hosco:
—Entonces, ¿por qué has venido?
—Anciano, ya te hice el favor de venir hasta aquí. ¿No es suficiente para que lo comprendas? —replicó Amyes, sin alzar la voz ni suavizar el tono.
—Nadie te pidió que vinieras, Amyes —puntualizó Cándido con una sonrisa forzada, haciéndole un gesto para que soltase esos documentos y se acercara—. Deja de hacerme perder el tiempo y dime por qué estás aquí.
Amyes no respondió de inmediato. Avanzó hacia el centro de la sala y se detuvo junto a una de las mesas cubiertas de mapas y cartas lacradas. Observó el material desde la distancia unos segundos, como quien examina una mesa de operaciones antes de una disección. Fue entonces cuando Chester notó algo curioso: desde que había llegado, Amyes parecía prestar atención a absolutamente todo… salvo a sus miradas.
—No le gusta el contacto visual, ¿verdad? —murmuró, sin darse cuenta de que lo decía en voz alta.
—No, pero mi oído es excelente —respondió Amyes sin girarse del todo. Le dirigió apenas un vistazo, frío y fugaz, antes de continuar revisando los objetos—. Los ojos distraen cuando no tienes información previa. Se ve demasiado… y, al mismo tiempo, no se ve lo suficiente. Es difícil concentrarse cuando la mente divaga con tonterías como: “¿Cuántas canas tendrá?”, “¿Estará enfermo?”, “¿Será una marca de nacimiento?”. Así que sí, evito el contacto visual todo lo posible… al menos hasta el momento de un interrogatorio.
—Gracias por aclararlo, Amyes —dijo Cándido con otra de sus sonrisas falsas—. Pero preferiría que me explicaras de una vez por qué decidiste interrumpirme.
—Vine porque no me quedó otra opción que orientarte —contestó él, con un tono cargado de desdén—. Últimamente pareces un poco perdido. Recuerdas que tu deber es el contraespionaje, ¿verdad?
En lugar de ofenderse, Cándido alzó las cejas con fingida sorpresa.
—¿Acaso el sol ha salido por el oeste? ¿Por fin has decidido colaborar con tus compañeros de división?
—Por favor, Cándido —replicó Amyes, apartando la vista de los mapas con un gesto de fastidio—. Estoy aquí porque no me queda alternativa. Francamente, si pudiera manejar esta fortaleza solo, les pediría a todos que se marcharan. Eso incluye a mis subordinados, a Cecilia… y a ti. No es nada personal; simplemente sería más eficiente.
Cándido sonrió, aunque el gesto no llegó a sus ojos.
—Una jauría puede acorralar presas que un lobo solitario jamás tocaría —dijo con calma, cada palabra medida.
—Y un solo arco, en manos firmes, logra más que cien manos torpes con espadas —contraatacó Amyes sin levantar la mirada, volviendo a concentrarse en los mapas.
El silencio que siguió pesaba como una montaña. Chester lo percibía como un duelo entre espectros: el veterano estratega que conocía todas las sendas de las sombras frente al cirujano que veía a las personas como piezas desmontables.
Amyes fue el primero en romper la tensión.
—Pero, ya que insistes en que deletree mis motivos… —Amyes dejó caer los dedos sobre uno de los mapas, como si palpara un cuerpo antes de diseccionarlo—. Mientras exploraba las filas de la aristocracia en busca de parásitos desleales, encontré algo que no esperaba: una sombra de origen desconocido… demasiado cerca del mismísimo Príncipe Lucio.
El silencio que siguió se alargó hasta tornarse incómodo, tan denso que parecía un reproche sin palabras.
—Curioso, ¿no? —añadió Amyes con la voz cargada de esa condescendencia suya que sonaba más cruel que un insulto—. Pensé que vigilar amenazas externas era tu trabajo, Cándido. Y, sin embargo, he sido yo quien tropezó con esto.
El Gran Maestre no respondió enseguida. Su expresión se endureció, no por orgullo, sino por el peso de la implicación. Un desconocido, tan cerca del Primer Príncipe, en el preciso instante en que el Emperador se consume y el Imperio se inclina hacia la guerra… Aquello no era solo una falla: era una amenaza que podía amenazar la estabilidad del Imperio.
—Habla con claridad —ordenó, esta vez sin bromas ni ironía—. ¿Qué has encontrado exactamente?
Amyes lo miró directamente por primera vez desde que había entrado en la sala. Sus ojos no transmitían emoción alguna, pero había en ellos una chispa de triunfo frío.
—Lo verás tú mismo. Tengo a un hombre esperando. Lo interrogaré ahora, y quiero que observes.
Cándido sostuvo esa mirada unos segundos. Sus dedos tamborilearon contra la mesa, midiendo cada posibilidad como piezas en un tablero. Luego, su atención se deslizó hacia el joven ladrón que aguardaba en silencio a su costado; una sombra de sonrisa se insinuó en la comisura de sus labios antes de desvanecerse. Con voz baja, casi distraída, dijo:
—Entonces iremos juntos… y Chester vendrá con nosotros.
El corazón del joven dio un vuelco. Por un instante creyó haber oído mal, pero la seriedad en el rostro de Cándido no dejaba lugar a dudas.
Amyes arqueó apenas una ceja, sorprendido de que Cándido hubiese añadido esa condición. Una leve mueca se dibujó en su rostro, como si la idea le resultara divertida.
Chester, en cambio, sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Lo que había deseado unos minutos antes —permanecer invisible— se había esfumado de golpe.
******
El salón privado de Mondego estaba abarrotado de muebles lujosos, tapices de caza y lámparas de bronce que ardían con aceites caros. Todo estaba calculado para inspirar confianza y prestigio, aunque, a pesar de tanto lujo sobrecargado, el ambiente que se respiraba se asemejaba más al de la guarida de un depredador que al refugio de un noble. Allí, bajo el brillo artificial, la respiración de los presentes parecía más pesada, como si la misma riqueza que los rodeaba les recordara sus cadenas invisibles.
Los reunidos formaban un grupo extraño, casi grotesco en su diversidad. Había patricios venidos a menos, aristócratas arruinados por sus apuestas militares, e incluso algunos nobles provinciales recién ascendidos que no sabían disimular su ansiedad. Lo único que tenían en común era su desgracia: casi todos estaban atrapados en las redes del Banco de Mondego. Unos habían caído por la avidez de engordar sus patrimonios con préstamos fáciles, otros por cubrir deudas de juego o sostener estilos de vida que no podían pagar. Y algunos ni siquiera eran culpables directos: estaban allí porque un hijo, un hermano o un primo había firmado un pagaré insensato, y la ruina terminó arrastrando consigo a toda la familia dentro de la telaraña financiera del conde.
La diversidad del grupo era, paradójicamente, la clave de su sometimiento. Al ser personas tan diferentes, tenían intereses diversos y entre ellos no había unidad posible. Cada individuo miraba con desprecio o desconfianza al otro, y esa desunión era la mejor garantía de control para Mondego. Él mismo, sentado en su alto sillón de respaldo tallado con águilas doradas, se complacía en observarlos debatir con voces tensas y entrecortadas.
O por lo menos así habría sido normalmente.
El motivo de aquella reunión los tenía a todos preocupados, incluyendo al señor de la casa. No era para menos: se trataba de la desaparición de Mauros Atilius, su secretario. Un hombre discreto, de nobleza menor, pero acabó sirviendo como intermediario y testigo en más de una reunión delicada. No poseía pruebas, pero sabía cosas. Por eso, el que se esfumara de la capital imperial sin dejar rastro era algo más que un simple incidente.
Era una señal inquietante de que fuerzas invisibles se movían.
Mondego lo sabía, y los demás también. Por eso, el aire estaba cargado de tensión, y las palabras se lanzaban con un filo más afilado de lo normal.
—¡Un secuestro en plena capital! —escupió un viejo senador de nariz aguileña, con la toga manchada de vino—. ¡Si pueden llevarse a un secretario de nuestra facción, mañana podrán llevarse a cualquiera de nosotros!
—¿Y quién va a mover un dedo si desaparecemos? —añadió un Barón de provincias, con las manos callosas y los anillos baratos, apenas disimulando el temblor en la voz—. Nadie. Todos nos detestan.
—Esto huele a intriga del Senado —intervino otro, más joven, con el cuello adornado de cadenas que relucían demasiado—. Seguro es obra de los hombres de Tiberio Claudio. Siempre nos vigilan, siempre buscan rompernos.
—¡Tiberio no! —lo interrumpió de inmediato un senador gordo, con la cara perlada de sudor—. Si fuera la Facción del Gran Duque ya habríamos visto legionarios en nuestras puertas. Esto es otra cosa… algo más oscuro.
—¿Y si desertó? —aventuró un noble joven, con la inseguridad marcada en la voz—. Quizá se cansó de llevar cuentas ajenas.
—¡Imbécil! —espetó otro, un veterano retirado que parecía más cómodo en un campamento que en aquel salón cargado de perfumes—. Nadie deja atrás a un patrón como Mondego para vivir en el campo. Ese hombre no habría tenido dónde caerse muerto sin este techo sobre su cabeza.
Las exclamaciones cruzadas llenaban la sala como dagas mal dirigidas. Mondego levantó una mano enguantada, intentando imponerse sin alzar demasiado la voz.
—Calma… calma, por favor. No ganamos nada perdiendo los nervios.
Un noble enjuto, con los dedos manchados de tinta, alzó la voz con sarcasmo:
—¡Bah! Yo creo que todos están exagerando. Al final, era solo un secretario. ¿Nos vamos a desgarrar las vestiduras por un ratón de escritorio?
El murmullo se convirtió en carcajadas nerviosas, pero el Conde Mondego tuvo que hacer un esfuerzo supremo para mantenerse bajo control y no darle un puñetazo al que acababa de hablar.
«¡Imbécil! Precisamente por eso era útil, porque parecía ser sólo un ratón. ¡Nadie lo miraba dos veces! Justo por eso le confié lo que no podía confiar a otros. Conoce más secretos de los que ustedes juntos han sabido jamás. Y ahora… ahora se ha esfumado. ¿Quién se atrevería? ¿Los perros del Senado? ¡¿Pero, quién?! ¡¿Quién se atrevería a volverse enemigo de la facción de un Príncipe Imperial solamente para apoderarse de alguien como él?!»
Un aristócrata provinciano, de mejillas sonrojadas por el vino, masculló con torpeza:
—Tal vez fue el Emperador. Siempre olfateando nuestras cuentas…
Otro replicó, con un destello de verdadero miedo en los ojos:
—¿Y si fue el Manto Oscuro? Nadie más haría algo tan limpio. Nadie más se atrevería.
Un silencio espeso se extendió entre los presentes. Algunos tragaron saliva; otros miraron hacia las sombras de los tapices como si esperaran ver surgir de allí figuras encapuchadas.
Mondego sintió que la sangre se le helaba. El corazón le latía demasiado rápido, y tuvo que esconder el temblor de sus manos entre los pliegues de la túnica.
«¿Pudo haber sido el Manto Oscuro?» Pensó, sintiendo una gota de sudor resbalarle por la sien «Si fueron ellos… Si sospechan que esto es mi culpa… estoy jodido. Jodido. ¡Por los divinos! ¡Que no se me note la tembladera! ¡Que no vean el sudor!»
El senador de nariz aguileña golpeó la mesa con el puño huesudo:
—¡Exijo garantías! ¿Cómo vamos a votar en el Senado por el príncipe, si no puede proteger ni a sus propios hombres?
Mondego se removió en su sillón tallado, forzando una sonrisa rígida.
—El príncipe cuenta con nosotros porque contamos con él —dijo, aunque las palabras se le pegaban en la lengua como plomo—. Este incidente no es más que una sombra pasajera. Quien se atreva a tocar a los nuestros, pagará el precio.
Las miradas desconfiadas se cruzaron. Nadie parecía convencido. Nadie confiaba en nadie. Y Mondego, en lo profundo, era el que más deseaba creer sus propias palabras.
En ese momento las puertas se abrieron de par en par. Una corriente de aire frío atravesó la sala, y todos los presentes se pusieron de pie de inmediato, como si una corriente eléctrica los hubiera atravesado. Ni el más anciano ni el más ebrio osó permanecer sentado; incluso los más débiles hicieron el esfuerzo de incorporarse, aunque les temblaran las rodillas.
El recién llegado avanzó despacio, y el peso de cada uno de sus pasos resonó en el mármol con un eco de amenaza. Su figura, joven en apariencia, estaba endurecida por la guerra: cicatrices visibles en el rostro, la piel curtida por el sol, el cabello cortado con la prisa y la practicidad de un legionario. Bajo la túnica lujosa que vestía se podía notar que estaba llevando una coraza, una protección que vestía de un modo tan natural como una segunda piel, a diferencia de los ropajes civiles que parecían molestarle como un disfraz incómodo.
El silencio fue absoluto. Nadie respiraba más de lo necesario. El recién llegado se detuvo en el centro de aquella sala, y su sola presencia bastó para que todos bajaran la vista. Era una sumisión instintiva, como una jauría que reconoce la presencia de su amo.
Mondego fue el primero en romper la quietud y se adelantó con una reverencia profunda. Su voz tembló apenas, lo suficiente para que cualquiera con buen oído lo notara:
—Salve alteza… Príncipe Lucio.
Un escalofrío recorrió a los presentes. El nombre quedó flotando en el aire, pesado como un hierro candente.
El príncipe dejó que la tensión se cocinara unos segundos antes de hablar:
—¿Y a qué viene este escándalo? —su voz era seca, lacónica, pero cada sílaba cargada de desprecio.
Mondego se apresuró a dar un paso al frente, inclinando de nuevo la cabeza.
—Alteza… lo que ocurre es que uno de mis hombres, Mauros Atilius, ha desaparecido. Era un secretario discreto, pero… tenía acceso a información sensible.
Lucio lo observó en silencio. El leve arqueo de una ceja bastó para helar la sangre del conde. Mondego tragó saliva y, al ver que no recibía respuesta, se atrevió a continuar.
—El… el problema es que no sabemos quién se lo llevó. —Hizo una pausa, con la esperanza de medir la reacción del príncipe, pero la impaciencia en su mirada lo obligó a hablar más rápido—. Podría haber sido una maniobra del Senado, quizá de la facción de Tiberio Claudio. O… o incluso del Manto Oscuro.
Lucio alzó la mano, interrumpiéndolo.
—¿Y? —fue todo lo que dijo, con un tono glacial.
La palabra, así de cortante, cayó como una espada en medio de todos. Mondego se estremeció y buscó recomponerse.
—Y… y por eso, alteza, se ha suscitado cierta… inquietud. Los hombres aquí presentes temen que este incidente sea un mensaje, una amenaza contra nosotros.
El príncipe dejó escapar una exhalación breve, casi una risa sin humor.
—¿Por esto hacen tanto ruido? —escupió, con un tono que heló a todos—. Un don nadie desaparece y ustedes lloriquean como gallinas.
Lucio comenzó a caminar lentamente por la sala, recorriendo con la mirada a cada uno de los reunidos. Nadie se atrevía a sostenerle los ojos. Hasta los muebles parecían encogerse a su paso, como si la ostentación de Mondego fuese un insulto a la disciplina militar que él representaba.
«Insectos», pensaba el príncipe con cada paso. «Engreídos, decadentes, cobardes. Si no necesitara sus votos en el Senado, los haría arrastrarse hasta sangrar por el simple privilegio de respirar en mi presencia».
Se detuvo junto al viejo senador de nariz aguileña, que aún mantenía el puño cerrado sobre la mesa. Lucio inclinó apenas la cabeza, lo suficiente para que el hombre diera un respingo y se sentara de golpe sin darse cuenta, sudando a chorros. El príncipe sonrió con desdén.
—Recuerden bien esto —dijo al fin, dejando que el silencio amplificara sus palabras—: yo no los traje aquí para que se rompieran la cabeza con tonterías ni para que se asusten como viejas histéricas cada vez que desaparece un criado. Ustedes solo deben preocuparse por lo que yo les diga. Y ahora lo único que debería importarles es la votación de mañana.
Nadie se atrevió a responder. Mondego tragó saliva, mientras se forzaba a asentir, aunque la garganta le ardía por lo seca que estaba.
La votación.
Al mediodía serían las elecciones oficiales para nombrar a los dos cónsules y a los procónsules que dirigirían las legiones del Imperio en el nuevo año. Esta vez, el general Esteban recibiría casi con certeza el consulado, porque nadie más podía encargarse de los orcos del sur, cada vez más violentos. Pero las dos legiones de un procónsul no serían suficientes para contenerlos en torno a la Boca del Infierno: hacía falta darle un poder militar completo.
El segundo consulado, curiosamente, resultaría ser el menos apetecido. Quien lo recibiera tendría que partir hacia la Fortaleza de Kerlan y la ciudad de Valen, la frontera más expuesta contra el Imperio Kasi. La misión consistía en poner orden político al desastre dejado tras la deserción de Odón Ascher. Pero como no se esperaba guerra este año, aquel puesto carecía de oportunidades para obtener gloria o fortuna, así que nadie lo quería.
Por eso toda la atención estaba puesta en los cargos de procónsul. Y Mondego sabía muy bien que su príncipe deseaba ese título. Lucio no soportaba pasar demasiado tiempo lejos del campo de batalla, pero había una razón más importante detrás de su ambición.
Los procónsules gozaban de inmunidad legal mientras duraba su cargo. La única forma de que el príncipe se librara de ser llevado a juicio por los numerosos actos cuestionables que había cometido durante sus campañas previas —ya fuese porque el Gran Duque Tiberio Claudio o porque cualquier otro enemigo lo denunciase— era asegurarse ese puesto.
Mondego carraspeó, e insinuó con cautela:
—Alteza… con el debido respeto… el secretario desaparecido sabía demasiadas cosas. Si alguien lo ha capturado, puede que encuentren evidencias contra nosotros. Quizá deberíamos…—
Lucio lo interrumpió con un ademán brusco de la mano, como si espantara un insecto molesto.
—Da igual lo que sepan. Nadie puede detenernos en este punto. Tú solo ocúpate del dinero, Mondego. Eso sí sabes hacerlo.
El conde inclinó la cabeza de inmediato, tragándose las palabras que aún tenía en la lengua. Notó cómo la vergüenza ardía en su rostro, pero no se atrevió a replicar.
Lucio ya había girado sobre sus talones y se encaminaba hacia la salida cuando una voz temblorosa, impregnada de vino barato, se atrevió a romper el silencio.
—¡Un momento! —balbuceó el senador de nariz aguileña, tambaleándose mientras avanzaba tambaleándose ligeramente—. Esto no tiene sentido. ¿De qué sirven las palabras si no tenemos garantías de seguridad? ¡Yo… yo le debo mucho dinero al conde Mondego, pero mi vida vale más que todo el oro del Imperio!
Lucio se detuvo en seco. De pronto el ambiente pareció congelarse, como si el aire a su alrededor se hubiese espesado de pronto. El príncipe giró lentamente la cabeza y clavó en el senador una mirada de acero.
—¿Tienes problemas con la forma en que hago las cosas? —preguntó con una calma tan aterradora que erizó la piel de los presentes.
El viejo, mareado por el alcohol, respondió con un titubeo confundido:
—S-sí…
El resto ocurrió demasiado rápido. Lucio se movió como un relámpago, aferró al senador por el cuello y lo alzó con una sola mano antes de arrojarlo al suelo con brutalidad. El horrible crujido seco de huesos quebrándose fue seguido por una serie de golpes devastadores: el príncipe descargó su puño contra la cabeza del senador una, dos, tres veces, hasta que el cráneo se abrió como un fruto maduro y sus sesos se esparcieron por el suelo cual pulpa roja debido a la violencia del ataque.
Las salpicaduras alcanzaron a varios de los nobles que estaban más cerca. Una mancha tibia y escarlata les resbaló por las mejillas y ropajes, pero ninguno se atrevió a moverse ni a limpiarse; permanecieron rígidos, con la piel erizada por el pavor.
Durante la carnicería, todos pudieron ver el resplandor de un brillo plateado recorriendo los brazos del príncipe: el Aura de Batalla de un Gran Caballero. Los asistentes palidecieron. Dos años atrás, aquel hombre aún era apenas un Caballero de la Tierra. Ese ascenso tan vertiginoso, a tan corta edad, resultaba tan aterrador como incomprensible.
El silencio fue absoluto.
Solo el goteo viscoso de la sangre sobre las losas interrumpía la quietud provocada por el espanto de aquella escena.
Lucio se incorporó lentamente. La sangre le manchaba el rostro, las manos y las mangas, pero no hizo el menor ademán por limpiarse: lo llevaba con la naturalidad de quien viste una prenda más.
—Bueno… —murmuró con ironía helada—, parece que los problemas de este anciano ya se han terminado.
Su mirada recorrió la sala como una espada desenvainada.
—¿Alguien más tiene algún problema?
Nadie osó levantar la voz. Incluso los borrachos mantenían la cabeza inclinada.
Entonces Lucio esbozó una sonrisa gélida.
—Qué bueno que han recuperado la perspectiva. Espero que mañana no olviden votar como deben…
Lucio se volvió hacia Mondego y, sin pronunciar palabra, caminó hacia una sala contigua. El conde lo siguió, mientras detrás de ellos, en cuanto se vieron libres de su presencia, varios senadores se desplomaron sobre sus sillas, otros vomitaron al suelo y unos cuantos no pudieron contener los sollozos. Pero ni Lucio ni Mondego les dedicaron una mirada: no eran más que tontos útiles.
Un esclavo trajo una palangana de bronce con agua. El príncipe sumergió lentamente sus manos ensangrentadas y el líquido se tiñó de rojo en segundos. El esclavo hizo un ademán de acercarse, pero Mondego lo detuvo con un gesto. A Lucio no le gustaba que otros lo tocaran. Y, de hecho, fue el propio príncipe quien se enjuagó el rostro y las muñecas como quien retira el polvo tras un paseo.
—Háblame de Bryan —ordenó sin levantar la vista, mientras el esclavo se retiraba en silencio.
Mondego inclinó la cabeza.
—En efecto, logró vencer a Vlad Cerrón en el Gran Anfiteatro. Y ha probado tener grandes habilidades. Aunque circulan otros rumores… preocupantes. Algunos aseguran haberlo visto en la ceremonia en la que Lawrence asumió la Patria Potestad de su casa. Incluso dicen que lo apoyó públicamente.
El gesto de Lucio se contrajo en una mueca de asco al oír el nombre de su medio hermano bastardo, pero enseguida una sombra de satisfacción cruzó por sus ojos.
—Al menos Vlad ya no está. Era una pieza peligrosa en el arsenal de mi tío Tiberio. Que desaparezca… es conveniente. Y si Bryan logró eso, quizás todavía tenga algún valor… si sobrevive a Valderán.
Entonces se volvió hacia Mondego con mirada afilada.
—¿Puedes encadenarlo con tus trucos bancarios?
El conde asintió con cautela. Esa era precisamente una pregunta que le incomodaba bastante, porque él tenía sus propios planes. De manera que no se negó, pero tampoco dio una respuesta optimista.
—Sí… pero llevará tiempo.
Lucio entrecerró los ojos.
—Hazlo. Pero no tardes demasiado. Si ese hombre consigue algún tipo de logro militar en Valderán, podría ganar influencia. Y yo necesito una herramienta que pueda usar, no un rival en la carrera hacia el trono. ¿Me entiendes?
—Sí, alteza. —Mondego inclinó la cabeza.
Por dentro, sin embargo, el conde sonreía para sí. «Encadenarlo… sí, podría hacerlo. Pero prefiero matarlo y guardar para mí solo esa fortuna secreta que esconde, en cuanto averigüe en dónde la oculta.» Una risa muda vibró en su garganta al imaginarse apoderándose de todo ese dinero.
En cuanto a la idea de que Bryan consiguiera algún éxito en su misión, le parecía tan inverosímil que tuvo que luchar para no soltar una carcajada. «¿“Logros militares”? ¿En Valderán? Por favor…» Ya podía imaginarlo: un liberto sin experiencia, atrapado en una provincia olvidada del imperio, con dos legiones derrotadas, rodeado de ciudades-estado hostiles, tribus bárbaras organizadas y bandas de bandidos que infestaban hasta los caminos principales. «Una misión suicida, sin importar cuánta fuerza individual tenga. Ese pobre diablo regresará con la cola entre las piernas antes de que termine el año, y entonces podré tomarme mi tiempo para presionarlo y arrancarle la ubicación de su tesoro.»
Pero en ese momento, Mondego notó que Lucio lo miraba con frialdad. Así que rápidamente recuperó su compostura y se apresuró a decir algo que lo preocupaba, a la vez que se cuidaba de no sonar insolente.
—Alteza. Durante su ausencia, el Gran Duque Tiberio Claudio ha movido sus hilos. Ha consolidado la facción del segundo príncipe Antonio a costa de la suya. Muchos de sus aliados han sido neutralizados o amenazados… Los que hoy se mantienen a su lado son los más endeudados conmigo. Pero los demás… aunque no han desertado formalmente, dudan. Necesitaré tiempo para convencerlos, y mañana… mañana es demasiado pronto. ¡Usted no obtendrá los votos necesarios!
El silencio pesó unos segundos. Por un momento, Mondego comenzó a temer que el príncipe tendría otro arrebato asesino, pero para su sorpresa este soltó una carcajada y luego dijo con una sonrisa helada.
—No te preocupes, Mondego. Yo tengo mi propio modo de encargarme de ese problema.
Y se marchó, todavía sonriendo misteriosamente, dejando al conde con el ceño fruncido, incapaz de descifrar el significado de las palabras de su príncipe.
******
Descendieron por un largo corredor subterráneo, lo bastante alto para no sentirse atrapado, pero con una iluminación escasa y paredes de piedra desnuda que amplificaban cada paso, hasta envolver a todo su grupo en un eco inquietante. Chester, que visitaba este lugar por primera vez, tuvo la impresión de que se dirigían a una mazmorra.
La puerta al final del pasillo no lo tranquilizó: Era gruesa, forrada de hierro y parecía capaz de resistir el asalto de un ariete. Cuando se abrió por algún mecanismo mágico, Chester contuvo el aliento… pero lo que encontró al otro lado no era lo que esperaba.
En lugar de la mazmorra húmeda y maloliente que imaginaba, apareció una sala de interrogatorio fría, limpia, funcional. Lámparas mágicas incrustadas en las paredes la inundaban de un resplandor blanco, sin permitir que quedara un solo rincón en penumbra. Allí no había cadenas oxidadas ni garfios amenazadores; solo un cuarto vacío que parecía diseñado para un único propósito: exponer al prisionero y cualquier movimiento suyo bajo la mirada de los interrogadores.
—Qué… extraño —murmuró Chester, con voz apenas audible. Esperaba un despliegue de instrumentos crueles, pero encontró lo contrario: una austeridad quirúrgica que de algún modo lo inquietaba más que cualquier artilugio macabro.
Cándido, que caminaba a su lado, lo escuchó y sonrió con un destello de ironía.
—Esto no es el ejército —dijo con calma—. Allí, el tormento se usa también para dar un mensaje político, tanto a las propias tropas como al enemigo. Aquí, el arte de la tortura es, en efecto, un arte. El dolor no es un espectáculo, es un recurso. Se aplica lo justo para hacer hablar al prisionero, y nos interesa mantenerlo vivo, sano y lúcido… para que siga hablando después.
Chester asintió con torpeza, sin replicar.
En el centro de la sala aguardaba un hombre desnudo, sentado en una robusta silla de madera, atornillada al suelo. Sus brazos, piernas y pecho estaban sujetos con correas tan firmes que parecía incapaz de mover un músculo. Lo único que ocultaba su vergüenza era un taparrabo áspero. Sobre su frente brillaba un símbolo trazado con una sustancia luminosa: parecía una runa ardiente, como metal al rojo vivo, aunque no lo quemaba; Chester lo supo porque no había olor a piel chamuscada. Muy cerca, un cubo de agua aguardaba, como parte de un ritual.
Chester tragó saliva e intentó sonar indiferente, aunque el escalofrío en su voz lo delató.
—¿Qué significa ese… emblema?
—Un sello de Luz —respondió Cándido con naturalidad—. Mientras lo lleve en la frente no podrá ver ni oír nada de lo que ocurre aquí. Queda suspendido, como un títere al que cortaron los hilos.
La explicación lo incomodó aún más, pero lo que realmente lo perturbaba era el detalle que trataba de ignorar sin éxito: el prisionero estaba sin ropa. Chester se obligó a mirar al frente, pero finalmente no pudo evitarlo y preguntó, señalando con un gesto inseguro:
—¿Y eso… es necesario?
El Gran Señor Amyes, quien hasta entonces había permanecido en silencio, respondió con voz desdeñosa, como si corrigiera a un niño insolente.
—Por supuesto. Desnudar al sujeto para humillarlo y hacerlo sentir impotente es lo más básico en un interrogatorio. ¿Acaso nunca te han enseñado lo fundamental?
«¡Nunca tuve que torturar a nadie!», protestó Chester en su interior, aunque no se atrevió a decirlo.
—Chester aún pertenece a la División de la Estrella Oscura —explicó Cándido, con una sonrisa que era casi una mueca—. Su experiencia se limita al apoyo logístico y el espionaje básico.
—¡¿Entonces para qué lo trajiste?! —gruñó Amyes, sin molestarse en ocultar el profundo hastío que sentía, mientras les daba la espalda—. No se te ocurra decirle nada de esto al prisionero cuando lo despierte. Es más difícil que confiesen si entienden lo que está ocurriéndoles.
—No te preocupes —replicó Cándido con calma—. Me aseguraré de que nadie te interrumpa.
Chester había querido asentir, pero los nervios lo traicionaron y se quedó quieto, rígido. Sabía que estaba mostrando demasiada inseguridad. Pero Cándido lo había traído para evaluarlo, así que debía demostrarle que era capaz de hacer más que esto.
«¡Tengo que recuperarme!»
Apretó los labios y obligó a su mirada a fijarse en el prisionero. El hombre que tenía enfrente no parecía un conspirador ni un traidor cargado de secretos; más bien, su contextura parecía la de alguien común, el tipo de invitado que pasaría desapercibido en un banquete.
Cándido notó el cambio en su actitud, pero no dijo nada. Solo una sonrisa leve asomó en la comisura de sus labios.
—Gran Señor… —preguntó Chester con cautela—. ¿Qué tiene esta persona de especial? No parece un aristócrata importante.
—No lo es —replicó Amyes con frialdad mientras se arremangaba las mangas de su túnica, acomodándose con calma—. Es un noble menor, un hombre que jamás habría llegado a ser nada más que un simple secretario.
Su voz adquirió un matiz indiferente, casi macabro.
—Y ahora está confirmado que NUNCA lo será.
Chester tragó saliva. Cándido soltó una breve carcajada. Amyes terminó de acomodarse y, con un gesto de la mano, señaló al prisionero.
—Su nombre es Mauros Atilius. Como ya dije, no es importante. Pero precisamente por eso… es tan importante.
—No veo como… —admitió Chester.
—Claro que “ves”, pero no observas —replicó Amyes, negando con la cabeza de manera categórica—. Pero eso es porque eres un idiota. Oh, no me refiero a ti en particular. Todos son idiotas que no prestan atención.
Chester asintió. Lo habían insultado tantas veces durante su vida que ya tenía la piel gruesa; que lo llamaran idiota no le afectaba. Lo que realmente le sorprendió, por segunda vez, fue que Amyes sonaba sincero; no lo decía para humillarlo.
Realmente parecía convencido de que todos los demás eran idiotas.
—Deja de darle rodeos y dinos por qué notaste algo sospechoso en este hombre —lo interrumpió Cándido.
Amyes soltó un suspiro, exasperado, y comenzó a enumerar.
—Desde el primer banquete al que asistí con Mondego presente, Mauros me llamó la atención. No porque hiciera algo evidente, claro… sino precisamente porque no lo hacía. —Sus palabras parecían destilar un sarcasmo venenoso—. Cada vez que Mondego lo miraba, aunque fuera de casualidad, el idiota se tensaba como un perro apaleado. Nadie lo notó, por supuesto. ¿Quién se fijaría en un secretario sin importancia? Pero yo sí. Y eso, Chester, es lo que me diferencia de ti… y de todos los demás.
Amyes alzó una ceja, como si esperara que Chester comprendiera de inmediato, aunque sabía que no lo haría. De hecho, continuó sin darle tiempo a nadie de responder.
—Luego está el lenguaje corporal. Todos esos “nuevos” aristócratas se esfuerzan por destacar en los eventos sociales: se pavonean, hablan muy alto, tratan de llamar la atención de los demás para obtener incluso una mínima oportunidad de ascender. Mauros, en cambio, hacía exactamente lo opuesto. Siempre sumiso. Siempre callado. Y aun así, sus ojos… —Amyes entrecerró los suyos, evocando el recuerdo con fría precisión— siempre escaneaban el lugar, como si esperara que alguien lo estuviera observando o siguiendo. Esa es la clase de paranoia que no se aprende por casualidad.
Hizo una pausa para acomodar el cuello de su túnica, con un gesto meticuloso que no tenía nada de casual.
—Pero lo más revelador no fue lo que hacía cuando estaba presente, sino cuando no lo estaba. No sé si alguien aquí se molestó en notarlo, pero yo sí. Sus ausencias eran breves, calculadas, siempre en los momentos justos. Ni un segundo más, ni un segundo menos. Exactamente lo que haría alguien que debe desaparecer para hacer algo… y volver antes de que alguien lo note.
Cándido, que lo escuchaba con los brazos cruzados y una sonrisa divertida, no interrumpió. Sabía que Amyes estaba disfrutando de presumir sus habilidades deductivas.
—Cuando mi curiosidad ya estaba encendida, comencé a vigilarlo con más atención. —Amyes se inclinó hacia el prisionero, aunque en este punto su forma de hablar parecía más un monólogo que una explicación—. Cada vez que Mondego hablaba de algo realmente importante, el rostro de Mauros se contraía apenas un instante. Un espasmo de terror, un rastro de sorpresa… y luego, nada. Un segundo después volvía a ser el mismo mueble invisible de siempre.
Amyes se enderezó, alisando con parsimonia el puño de su túnica.
—Y ahí está lo que nadie “vio”, Chester. La aparente insignificancia de Mauros era el secreto en sí. —Su mirada se deslizó sobre el joven con un brillo de desprecio—. La gente estúpida ignoraría a un simple secretario como él porque lo consideraría… “nadie”. Pero el que más se esfuerza en ser invisible suele ser el que más tiene que ocultar.
Se permitió una breve risa, seca y sin humor.
—La mayoría de ustedes se distrae con los gritos, con el espectáculo… Yo no. Yo observo el silencio. Y el silencio, siempre dice más que las palabras.
Chester sintió un nudo formarse en la garganta. Si antes le temía a Amyes por su crueldad, ahora sentía una mezcla incómoda de respeto y terror por la precisión escalofriante de su razonamiento. Había algo inhumano en la manera en que conectaba hilos invisibles, como si viera un tablero que los demás apenas podían imaginar. Y lo peor era que, por más que buscara un fallo en aquella lógica, no lo encontraba.
Cándido rompió el silencio con voz grave, aunque en el fondo ya conocía la respuesta:
—Bien… ¿y cómo lo atrapaste?
Amyes ladeó apenas la cabeza, como si la pregunta fuera innecesaria, y una sonrisa casi imperceptible se dibujó en sus labios.
—Fue sencillo. —Su tono era tan sereno que resultaba inquietante—. Lo primero fue observar. Días enteros siguiéndolo, sin que lo notara. Aprendí sus rutinas, sus rutas, sus vicios… hasta la manera en que se le movía un párpado cuando mentía. Todo hombre es predecible si lo observas el tiempo suficiente.
Hizo una pausa breve, como saboreando sus propias palabras antes de continuar.
—Cuando supe que lo tenía, preparé la trampa. Nada elaborado… ni siquiera hizo falta ensuciarme las manos. —Alzó un dedo, como si estuviera dictando una lección—. Bastó con elegir bien mi papel e interpretarlo. En la taberna adecuada, con el disfraz adecuado… y la emoción adecuada.
Chester frunció el ceño, sin entender. Amyes se inclinó hacia él, igual que un profesor con un alumno lento.
—Digamos que se me da bien aparentar. Fingí ser la clase de persona que un hombre como Mauros no puede ignorar. Sonreí cuando debía, bajé la voz cuando correspondía, compartí una mentira cuidadosamente construida… y él cayó. —Su sonrisa se ensanchó, pero no había calidez en ella—. No hay máscara más efectiva que la que la otra persona quiere creer.
El silencio volvió a llenar la sala. Chester luchó interiormente al intentar imaginar a ese hombre—que parecía tan emocional como una mantis religiosa o una serpiente venenosa—interpretando el papel de un desconocido amigable que se acercaría en una taberna. Su abanico de habilidades parecía tan diverso como su intelecto.
En ese sentido, se parecía un poco a su maestro.
Y entonces, como un relámpago, lo golpeó la idea de lo que pasaría si Amyes descubría el secreto que él ocultaba: la relación entre Bryan y Emily. El aire se le atascó en los pulmones y un frío repentino le recorrió el cuerpo al imaginar las consecuencias. Sintió un nudo en el estómago, una náusea que amenazaba con hacerlo vomitar.
Casi sin querer, desvió la mirada hacia Cándido. El Gran Maestre ya lo estaba observando, con esa mezcla de exasperación y resignación que decía más que cualquier palabra. Ambos se entendieron sin hablar y suprimieron al mismo tiempo el impulso de suspirar.
Afortunadamente, Amyes ya se había girado hacia el prisionero, perdiéndose ese intercambio de miradas. Sus pasos eran lentos, metódicos, y su presencia envolvía toda la sala como una sombra que nunca dejaba de acechar.
—Bueno… creo que es momento de que comencemos nuestra conversación —murmuró Amyes, con un brillo clínico en los ojos—. Me pregunto si lograré que confiese con terror, con dolor… o con ambos.
Mauros Atilius
Hola amigos. Soy Acabcor de Perú, y hoy es sábado 23 de agosto del 2025.
¡Qué jornada! Bueno, ya lo comenté en el mensaje anterior, pero este capítulo nació del desastre que fue el anterior… ¡y creo que terminó saliendo mucho mejor! Al menos yo siento que el rumbo que tomé ahora es mucho más sólido que la ruta original.
Aun así, quiero disculparme por la espera. No he podido avanzar tan rápido como me gustaría: entre una cosa y otra, y especialmente el esfuerzo extra de mantener actualizadas las redes sociales y mis consultas médicas, el tiempo simplemente no alcanza. Aun así, creo que era necesario comenzar con esto, sobre todo porque todos los días me llegan noticias de creadores de contenido que, de la nada, pierden sus cuentas de Patreon sin previo aviso. Y no hablo de lo que publican ahí, sino de cosas externas. ¡Están monitoreando todo lo que haces fuera de la plataforma!
Esta tendencia es bastante preocupante. Para que se den una idea, hace unos días, en Irlanda, arrestaron a un joven británico de 21 años llamado Finley Bowd en el aeropuerto de Dublín, justo cuando estaba por viajar a Nueva York para asistir a una convención de anime. ¿La razón? Durante un control de seguridad, las autoridades detectaron en su celular imágenes de anime clasificadas como “material de abuso infantil” según la legislación local.
Ya saben que siempre he dicho que el género “loli” es polémico… ¡pero en este caso eran ilustraciones digitales, aparentemente de un videojuego GACHA legal! Incluso si a alguien le parecen inapropiadas, arrestar a una persona por dibujos en un teléfono me sigue pareciendo una completa locura. Y lo más alarmante es que, bajo las leyes de países europeos, no solo pueden hacerlo, sino que estas medidas están comenzando a volverse más comunes. No me sorprendería si tarde o temprano esa tendencia termina extendiéndose a otros lugares.
“Afortunadamente (LOL)”, yo soy un creador pequeño, y probablemente pase desapercibido para esos algoritmos, pero de todos modos prefiero prevenir. Estoy comenzando a reorganizar mi contenido y a ocultar las imágenes sensibles en menús desplegables. Es un proceso largo y tedioso, pero creo que es mejor adelantarme, antes de que a algún político en Perú se le ocurra sumarse a esta ola de censura.
En resumen, tengo mucho trabajo por delante. Por ahora, mi prioridad será revisar los posibles problemas relacionados con derechos de autor. Mi próxima publicación será una actualización de Campione —o mejor dicho, El Séptimo Campione—, porque necesito cambiar las imágenes de portada para no arriesgarme a sanciones en Patreon. Además, es un proyecto que tenía abandonado y ya es hora de retomarlo.
Pero bueno, ahora sí, hablemos de este capítulo.
La limpieza de la sala de torturas del Manto Oscuro es un giro narrativo interesante, pero también lo puse como un reflejo de una ocurrencia personal que surgió cuando estudié por primera vez este asunto. El tema de la tortura es siempre controversial, pero también es una realidad que, aunque inmoral, existe. Es difícil juzgar a alguien que, por ejemplo, en una situación extrema como el secuestro de un hijo, podría considerar que la policía haga lo que sea necesario para salvarlo. Esto nos recuerda que, si bien es un acto no ético, las circunstancias lo hacen un dilema complejo de juzgar.
Mi enfoque, sin embargo, no fue sobre su práctica, sino sobre cómo resistirla.
Cuando estuve en el ejército peruano, me enseñaron que existía la realidad de ser capturado por el enemigo para obtener información. A pesar de las convenciones internacionales, esta siempre es una posibilidad. Mis instructores me dejaron claro que, con el método de tortura adecuado, incluso el más fuerte acabaría quebrándose sin importar lo valiente que uno fuera. Es por eso que la estrategia de la formación era que aprendiéramos formas de resistir el mayor tiempo posible, para que nuestros compañeros tuvieran tiempo de reubicarse. Así, cuando finalmente habláramos, esta información ya no tendría grandes consecuencias.
Bastante tétrico ¿verdad? Pero al menos es una perspectiva realista.
Más tarde, en la universidad, quise investigar los métodos de tortura de la Inquisición para usarlos como material de arte conceptual para videojuegos. En ese momento yo todavía no era católico y realmente estaba soñando con la idea de hacer el siguiente God Of War conoce a Assains Creed.
Para mi decepción, descubrí que la mayoría de los artefactos como la Dama de Hierro o el Aplasta Cabezas eran inventos de la Edad Moderna o no pertenecían a la Inquisición, que de hecho, tenía las torturas más suaves entre todos los tribunales que la empleaban. Cuando compartí mis hallazgos con otros profesionales, incluyendo profesionales de la policía en retiro, ellos me confirmaron que esto es una verdad histórica universal: si se busca obtener información o una confesión, lo último que se quiere es dañar demasiado a la persona, ya que los muertos no hablan.
La tortura más conocida de la Inquisición, y que se usa de manera extraoficial en la policía, es el ahogamiento simulado. Se coloca una toalla en la cara del sospechoso y se deja caer agua, lo que crea la ilusión de ahogamiento y, finalmente, el miedo lo lleva a confesar. Es efectivo, pero no muy vistoso para una película. Por eso, para la novela, agregué elementos como una silla con correas y el hombre desnudo, inspirándome en animes japoneses como Higurashi. Honestamente no tengo idea de si esas cosas existieron, pero imagino que sí, porque se parece a algo que aparecería en un manicomio.
En cuanto al sello de Luz, se me ocurrió al último momento y no sé en donde lo habré visto antes.
A parte del giro argumental, el principal motivo para que la sala de torturas fuese tan simple, era que deseaba que la principal amenaza fuese Amyes, concretamente su mentalidad.
Después de esto, se introduce al Príncipe Lucio, lo que es crucial, ya que es la primera vez que lo vemos establecer su villanía abiertamente: La primera vez solo fue un intercambio breve y vimos a una prostituta muerta en el jardín de las delicias. La segunda fue indirectamente en Consta Fangosa, aunque cronológicamente es en el futuro, porque todo este capítulo es un flashback.
Ahora, la hice que Lucio fuese un violento inestable para diferenciarlo de Antonio, que es un asesino serial y de Tiberio Claudio, el intrigante político. Pero esto planteaba un problema muy particular: Itálica es un imperio guerrero en esta novela, así que es muy difícil establecer que estos arrebatos violentos de Lucio son algo que lo volverían impopular.
Decidí hacer a Lucio un personaje inestable y violento para diferenciarlo de Antonio (el asesino serial) y Tiberio Claudio (el intrigante político). Sin embargo, esto presentaba un problema: Itálica es un imperio guerrero, por lo que la violencia de Lucio no lo haría impopular. La solución fue que su acto de villanía fuera matar al senador, un enemigo débil. Este acto, aunque muestra su dominio, no tiene honor. Además, el hecho de que un príncipe se ensucie las manos matando el mismo a un enemigo tan débil de esa manera, es mal visto. Esto establece que Lucio disfruta matando personalmente y carece de honor militar, lo que explicaría su impopularidad en Itálica.
Por último, lo más difícil del capítulo fue definir cómo Amyes se daría cuenta de que el secretario de Mondego era sospechoso. Para lograr esto, tuve que diseñar primero la ficha psicológica del personaje y luego inventar detalles creíbles que él notaría. Este proceso me tomó varios días y tuve que rehacer varias veces los escenarios para que todo pareciera coherente. Aunque no estoy familiarizado con este tipo de material, revisé bibliografía sobre psicopatía y referentes literarios para encontrar el equilibrio perfecto para un personaje atractivo. Espero que el resultado sea de su agrado.
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¡Nos vemos en el siguiente capítulo!