334 El amanecer de la confrontación

Elena Teia despertó de su sueño, envuelta en una suave penumbra que abrazaba la estancia. La luz tamizada por las cortinas acariciaba su piel delicada, revelando su figura esculpida con una sensualidad innata. Sus ojos celestes, llenos de intensidad, destellaron con una chispa de determinación mientras se incorporaba lentamente de la cama, dejando que su cabello carmesí cayera sobre sus hombros y sus pechos desnudos, en una cascada de ondas sedosas.

En ese momento, su esclavo Moros irrumpió en la tienda, llevando consigo el mensaje esperado: las tropas ya se habían levantado y ahora se preparaban para desayunar antes de la batalla. Poco después, las esclavas de Elena llegaron, llevando consigo jarras de agua tibia y suaves toallas. Con manos expertas, comenzaron a cuidar y mimar a su señora, bañándola suavemente y limpiando su piel con delicadeza. Mientras el agua acariciaba su cuerpo, Elena se sumergió en un estado de profunda concentración, preparándose para el día que se avecinaba.

Una vez que estuvo limpia y renovada, sus esclavas la ayudaron a peinar su cabello, que ondeaba como una corona de fuego, acentuando su belleza natural. Luego, con reverencia, le colocaron sus prendas de maga de fuego junto con su armadura. Cada pieza realzaba su figura y exaltaba su poder.

- ¿Todavía vistes así? - Dijo una voz envejecida.

- Tía Apateia. - Saludó Elena.

Quien le hablaba era una mujer de más de setenta años, vestida con prendas gastadas por el uso, pero con bordados elegantes. A pesar de su edad, la anciana irradiaba energía mientras se movía por la tienda de campaña con una gran cesta en la que colocaba las prendas de su señora. Luego, comenzó a dar instrucciones a las esclavas presentes con un tono autoritario. Elena simplemente la contempló en silencio sin decir nada.

Apateia, en realidad, no era un pariente de Elena, sino la sirvienta más antigua de la casa Teia y la administradora de todas las esclavas y criadas personales de su señora. Por lo tanto, ejercía autoridad sobre todas ellas. Su presencia era como un faro de estabilidad en el tumulto de la vida diaria de la casa de Elena Teia y organizaba el servicio con la destreza de un general en el campo de batalla, garantizando que cada tarea se llevase a cabo con eficacia y precisión. Además, tenía tanto tiempo sirviéndola, que se había convertido en una confidente íntima de Elena e incluso se le permitía hablarle de modo informal.

- ¿Realmente necesitas llevar todas esas piezas de metal? ¡No es apropiado para una princesa como tú, jovencita! - Apateia reprendió a Elena mientras observaba con desaprobación las placas de armadura que su señora vestía.

- Es necesario para interpretar mi papel como Arconte. - Replicó Elena sin enfadarse: - Los hombres se sienten más cómodos si me ven como una guerrera. -

- ¡Pamplinas! - Se quejó Apateia.

- Una vez que me case y tenga un heredero, las cosas mejorarán. - Dijo Elena con una sonrisa forzada, apenas ocultando su desagrado: - Al menos no tendré que hacer tanto para ganar la aceptación de mis ciudadanos. -

- Si viviéramos en tiempos antiguos, no necesitarías ningún heredero. Serías la soberana por derecho propio, podrías casarte con quien quisieras, y tu marido no sería más que un rey consorte. - Se lamentó Apateia.

Apateia siempre hablaba de "tiempos antiguos". Desde que Elena era apenas una niña, había intentado inculcarle el espíritu de aquel pasado remoto, cuando las familias aristocráticas no ostentaban el poder y en su lugar, reinaban los reyes guerreros. Todas las Ciudades Estado de Etolia habían seguido un desarrollo similar, y algunas, como Micénica, aún conservaban muchas de las características de esa época.

Pero su anciana criada contaba una historia diferente: En vez de los hombres, afirmaba que eran las mujeres quienes gobernaban en aquel lejano pasado. Según ella, ese era el verdadero orden natural; sólo que, en algún momento, los varones se habían alzado en rebelión para tomar el control político.

- Nunca debes olvidar el pasado, porque yo no estaré aquí por mucho más tiempo. - Dijo Apateia repitiendo la misma cantaleta de siempre, aunque tenía una salud de hierro: - Si no quieres aprender lo que te enseño, cuando yo muera, ¿quién recordará la época dorada de las mujeres, antes de que llegaran los hombres nómadas con sus armas de hierro y sus dioses celestiales? ¿Quién se acordará de que hubo un tiempo en que el mundo estaba gobernado por la Gran Diosa, la verdadera Elenara fecunda por la que te pusieron tu nombre? -

Elenara era considerada la diosa del hogar, la familia y la virginidad de las mujeres en Etolia. Sin embargo, Apateia sostenía que esta imagen era una fabulación de los hombres. Creía que los varones inventaban diosas vírgenes porque temían al sexo de las mujeres y miraban con asco los ciclos de su naturaleza, regidos por la luna de la propia diosa. Por eso se burlaban de los genitales femeninos y trataban de encerrarlos o apartarlos de su vista hasta el breve momento en que les apetecía disfrutar de ellos.

diosa Elenara

Según Apateia, la verdadera Elenara era una cazadora salvaje que corría desnuda por los bosques bajo la luz de la luna llena. Aunque era una diosa salvaje y libre, también era una madre. Apateia sostenía que ninguna mujer, ni siquiera una diosa, renunciaría al privilegio de la maternidad, un aspecto de la vida que los hombres no podían compartir ni comprender completamente.

- Ya nadie habla así, tía. - Se quejó Elena, tratando de no sonar muy enojada. Cuando era niña, solía escuchar con alegría las historias de la anciana sirvienta, pero ahora le irritaba profundamente cualquier mención sobre la maternidad. Además, después de todo lo que había aprendido, ahora dudaba mucho de que alguna vez hubiera existido una época como la que Apateia le describía. No era que los hombres gobernasen únicamente por la fuerza física, pero era muy difícil encontrar mujeres lo suficientemente poderosas como para superarlos en combate. Y en un mundo donde el fuerte devora al débil, esa era una realidad imposible de ignorar.

- Debes tener hijas y transmitirles estos recuerdos, Elena. - Insistía Apateia: - Algún día, la rueda del gran tiempo girará, y la diosa, sea Elenara, Kali o como le plazca que la adoremos en cada momento, volverá a gobernar el mundo. Ese día sólo habrá sacerdotisas, pues los sacrificios de los varones no son gratos a la Gran Diosa, y los reyes y los guerreros les consultarán sus decisiones. Ese día, la herencia se transmitirá por la sangre de las madres, que es la única que se puede demostrar. Ese día, Elena, tú serás reina. -

Como de costumbre, Apateia estaba tratando de convencerla para que se convirtiera en una especie de campeona política para las mujeres. Elena, por el cariño que le tenía, optó por guardar silencio, pero en su interior sacudía la cabeza. “Estás delirando, tía.” Pensaba para sí misma: “Primero que nada, no voy a esperar a que el mundo entero y sus sociedades cambien para hacer lo que quiero. Tampoco me interesa ser reina ni me importa lo que suceda con el resto de las mujeres en esta nación o cualquier otra. Me convertiré en un poder por mí misma, hasta el punto en que podré fundar o destruir naciones según me parezca. Todo lo demás son tonterías o simplemente medios para lograr ese fin.

Elena despidió a su tía y estaba a punto de salir cuando de repente, un estruendo ensordecedor resonó desde el campamento de los ilienses. El sonido de las armas chocando, los gritos de guerra y el caos reinante rompieron la serenidad de la mañana.

Entonces un mensajero irrumpió en la tienda, con el rostro pálido y los ojos desorbitados.

- ¡Arconte Teia, el campamento de Ilión está siendo atacado por traidores internos! -Exclamó, con una voz temblorosa por la angustia.

- ¡¿Qué?! -

Poco después el anciano Patros pidió permiso para entrar e ingresó como un vendaval. Con la eficiencia que lo caracterizaba, ya se había desplazado al campamento de los ilienses, se enteró rápidamente de lo que ocurría y ahora regresaba para informar. Elena confiaba en su juicio, por lo que se salteó todas las formalidades y simplemente ordenó: - ¡Reporta! -

- Un terrible combate ha estallado en uno de los batallones de mercenarios contratados por Ilión. Hay una gran cantidad de muertos. Se sospecha que es un sabotaje provocado por Micénica, aunque los detalles aún no están del todo claros. Pero Ilo Tros está furioso y ha ordenado que todo el ejército forme para salir. - Patros hizo una pausa: - Nos han dado un ultimátum: Ilión atacará de inmediato, con o sin Helénica. -

- ¡¿Acaso es un idiota?! - Exclamó Elena mientras trataba de asimilar toda la información traída por Patros: - ¿Por qué de repente ese tipo actúa como si no tuviese un cerebro dentro de su cabeza? -

Elena aún no lo sabía, pero la conducta impulsiva de Ilo Tros tenía su origen en un lamentable accidente. A pesar de los esfuerzos de Trunks, la cantidad de Raíz de Jarrin que trajo consigo, sumado al escaso tiempo que tenía antes de la llegada del amanecer, resultaba insuficiente para envenenar más de un único campamento de mercenarios, y había muchos en el ejército de Ilión. Por lo tanto, aunque estallase un motín en alguno de ellos, normalmente esto no sería algo que llamase la atención del líder supremo.

Pero el efecto aterrador del veneno enloquecedor generó un escándalo tan singular, que incluso Ilo Tros sintió curiosidad y acudió en persona para enterarse de lo que ocurría. Varios mercenarios que lo vieron venir se arrojaron contra él poseídos por la locura, pues de otro modo jamás se habrían atrevido a intentar atacar a un Gran Caballero. Especialmente alguien tan despiadado como Ilo, quien sin la más mínima contemplación sacó su espada y pulverizó a todos enfrente suyo.

Fue entonces cuando el accidente ocurrió: Una esquirla de metal surcó el aire en un ángulo inusual, impulsada por el caos del combate y la confusión de la batalla. Ilo Tros estaba tan confiado, que no había cubierto su cuerpo entero con Aura de Batalla y tampoco llevaba puesto su casco, por eso el trozo de metal afilado le provocó un corte bastante feo en una de las mejillas, llegando incluso a amputarle parte del lóbulo derecho.

Si hubiera sido otro comandante, este acontecimiento apenas habría llamado la atención. La herida no era grave y podía ser fácilmente tratada más adelante por un sanador experimentado. Pero Ilo Tros era un narcisista cruel e inmediatamente perdió el control de sí mismo cuando imaginó que su rostro había sido desfigurado. En un arrebato de ira, el Gran Caballero se lanzó contra los mercenarios enloquecidos y comenzó a matarlos con una saña casi tan espantosa como la que provocaba la raíz de Jarrín en ellos. Luego, ordenó una investigación exhaustiva a sus hombres, quienes obedecieron con rapidez, temerosos de la mirada rabiosa de su líder.

La diosa de la fortuna tenía que estar enamorada de Bryan, pues justo en ese momento los guardias del almacén de comida intentaron escapar. Habían despertado mucho antes de que comenzara la conmoción y se escondieron rápidamente para salvarse de la matanza perpetrada por los guerreros enloquecidos. Dado que les correspondía comer al final según el protocolo, no llegaron a probar el veneno y así lograron salvar sus vidas. Pero al presenciar de cerca los sucesos, dedujeron que la comida estaba relacionada con el incidente. Por lo tanto, decidieron inspeccionar en busca de algo sospechoso... y hallaron las monedas de Micénica en sus bolsillos.

En medio de un ataque de pánico, los tres mercenarios decidieron por escapar precipitadamente por una ventana, sin percatarse de que Ilo Tros estaba parado justo al otro lado. No podrían haber parecido más sospechosos. Los desafortunados centinelas ni siquiera se habían tomado el tiempo de deshacerse de la evidencia, por lo que cuando fueron capturados, su destino quedó sellado. Ilo Tros no esperó ni siquiera a que terminara el registro del almacén, donde se encontraron el resto de las monedas escondidas por Trunks; sino que de inmediato ordenó que los empalasen y usasen sus cuerpos agonizantes como estandartes de guerra, al mismo tiempo que daba la orden de salida a las tropas.

Así, mientras apretaba las monedas con la efigie de Atreo Mikel en su puño hasta convertirlas en tiras de metal desmenuzado, el gobernante de Ilión juró venganza. Por eso, cuando Patros se presentó para informarse sobre la situación, lo único que recibió fue aquel ultimátum.

- Ese idiota solo sabe hacer lo que quiere... - Comenzó a maldecir Elena con una expresión de profundo desprecio, pero luego una sonrisa malévola, aunque hermosa, se dibujó en su rostro mientras su mirada se posaba un momento en el plano que representaba el Campo de Sangre. - Muy bien, dado que Ilo Tros parece estar superando su utilidad, quizás esta sea la mejor manera de cazar dos linces en un mismo bosque. - Se volvió hacia Patros: - Diles a los alquimistas que se preparen y luego organiza a las tropas. -

- ¡Escucho y obedezco! - Respondió el viejo comandante y se marchó de inmediato.

Elena Teia cerró los ojos por un instante, realizando cálculos en su mente. Era el momento oportuno para deshacerse de las dos mayores molestias en su horizonte político, pero necesitaba asegurarse de que todo saliera conforme a lo planeado. Mientras las tropas de Helénica se apresuraban a ingerir algunos bocados antes de vestir sus armaduras y equiparse con sus armas, la Archimaga de Fuego se deslizó levitando fuera del campamento, tras unas colinas, donde un batallón separado protegía a su escuadrón de alquimistas.

- ¿Cómo va todo? - Preguntó apenas vio al jefe de aquel grupo.

- Arconte Teia. - Saludó el anciano: - Las armas están listas. -

Ahí estaban aquellos extraños carruajes emergiendo de las sombras del bosque. Sus formas evocaban una mezcla única de madera tallada y metal forjado, adornadas con intrincadas runas mágicas que serpenteaban a lo largo de su superficie. Cada artefacto reposaba sobre ruedas de hierro macizo y estaba coronado por un contrapeso esculpido con precisión. A medida que uno se acercaba, podía sentir el aura de poder que emanaba de aquellos artefactos, aunque por ahora permanecían silenciosos y en reposo, aguardando pacientemente el momento adecuado para revelar su verdadero propósito.

Ahí estaban aquellos extraños carruajes...

Excelente, pero quiero modificar un poco la posición para apuntar a un nuevo blanco. ¿Es posible hacerlo en este momento? - Indicó Elena con una sonrisa.

- Por supuesto, Arconte Teia. - Respondió el alquimista: - La movilidad es precisamente la mayor ventaja de este diseño. Sin embargo, una vez que estén listos para disparar, no podrán cambiar de posición. Siempre debe tener en cuenta que se necesita cierto tiempo antes de que puedan cambiar entre el estado de guardado y de disparo. -

- Muy bien, quiero que coloques estas armas más hacia el este, lo más cerca posible del Monte Ida para aprovechar la cobertura de su sombra. Y tú blanco será... -

******

Patros pasó revista al batallón. Tenía ochocientos ochenta hoplitas asignados como su fuerza privada, y a todos los conocía por su nombre, el de su padre, y también por el de su clan. Mientras desfilaba ante ellos, veía en sus caras la exaltación previa a la batalla, alimentada por el vino, pero también teñida de un temor comprensible. Los hoplitas de la primera fila, entre los que se encontraban varios nobles y miembros de las clases más adineradas de Helénica, miraban hacia adelante, pero no podían evitar estremecerse al observar al otro lado la disciplinada fila de escudos pintados con la efigie del león de Micénica.

Patros suspiró con resignación. Una parte de él había esperado que su precipitada salida al menos tomara por sorpresa a los micénicos, pero no pasó mucho tiempo antes de que estos salieran de su campamento para aceptar el combate en cuanto notaron el movimiento de los ejércitos de Ilión. Incluso lograron formar a todo su ejército mucho antes que ellos, demostrando una increíble disciplina. Mientras tanto, el resto de los comandantes helénicos aún estaban terminando de formar la enorme falange de diez mil hoplitas que debía actuar en coordinación con la de los ilienses.

El veterano hoplita decidió entonces elevar un poco la moral de sus hombres.

- Tienes buena cara, Glauco. Debes haber dormido bien. Se nota que has dejado a tu mujer en Helénica. - Le decía a uno que siempre hacía bromas sobre lo mandona que era su esposa, y los demás, que estaban deseando reírse por cualquier motivo, se reían: - Y tú, Asustío, demuestra que tu padre se equivocó al ponerte el nombre y que no te da miedo el peligro. - Más risas, y un grito de batalla del bravo Asustío: - Kraso, procura salir vivo de la batalla. Me prometiste invitarme a un trago cuando regresemos. -

- ¡Serán dos, Patros, uno por barba! -

Patros caminaba con el yelmo bajo el brazo izquierdo. La lanza y el escudo se los sostenía un esclavo, permitiéndole estrechar brazos y repartir sonrisas, aunque sin exagerar. No mostraba gestos de preocupación ni de euforia desmedida, solo intentaba contagiar serenidad antes de la tormenta. Incluso, en un gesto de relajo, no se había abrochado las hombreras de metal y cuero, que se alzaban rígidas como dos alas de gaviota.

En realidad, estaba lejos de sentirse tan sereno como aparentaba. Aunque se esforzaba por respirar hondo y despacio, su corazón golpeaba con fuerza en su pecho. Era su señora quien ideaba planes complejos que involucraban magias extrañas, carros extravagantes, seducción y alianzas políticas. Todo eso a Patros le daba igual, pues sabía que no podría entenderlo, aunque se lo explicaran detalladamente. Además, aunque no dejaba de reconocer su genialidad y poder, en su mente seguía viendo a Elena Teia como la niña que había conocido. Pero precisamente por haberla visto crecer, resultaba difícil sentirse seguro cuando ella le aseguraba que todo estaría bien.

Por fortuna, no le correspondía cuestionar los planes del Arconte, por más audaces o misteriosos que pudieran parecer. Su único deber era dirigir la enorme falange helénica que se alineaba bajo su mando, lista para enfrentar a los enemigos que acechaban al otro lado del Campo de Sangre. De eso sí sabía él. Había peleado innumerables batallas y superado muchos obstáculos, así que no pensaba acobardarse ahora.

Pese a todo, sentía en sus viejos huesos que esta batalla iba a ser muy distinta. Si miraba a lo largo de las filas helénicas, la vista se le perdía entre los escudos y las lanzas, cuyas puntas se agitaban innumerables como las espigas de un trigal al viento. Diez mil hoplitas juntos, un número que jamás la ciudad había puesto a la vez en un campo de batalla, algo que solamente era posible gracias a las nuevas políticas que su señora implementó para enriquecer a más ciudadanos, lo que incrementó el número de usuarios de Aura de Batalla disponibles. Ahí estaba una prueba palpable de que no había sido un error apoyar a la joven Elena. La línea de hombres era tan alargada que habría llegado desde su casa hasta la ciudadela de la metrópolis. Y, aun así, no se sentía seguro, porque sabía que estaban por luchar contra los afamados micénicos, los mismos guerreros que su madre utilizaba como monstruos en las historias que le contaba de niño.

Su miedo también era diferente. No era el que hacía a los hombres encogerse para contener los retortijones de las tripas, palpar inconscientemente las cantimploras colgadas a su espalda y que habían llenado de vino, o frotarse las manos contra las gamuzas y trapos enrollados en el centro de las lanzas para limpiarse el sudor. Él solo tenía miedo a fracasar como comandante. Veía únicamente los ojos de esos ochocientos ochenta hombres que lo miraban buscando en su rostro confianza y fe en la victoria. Encima debía coordinarse con los ejércitos de Ilión, cuya composición era muy diferente. Las dificultades no eran pocas.

En el centro de la formación, los sacerdotes se volvieron hacia el oeste donde todavía podía verse la Luna a punto de ocultarse con la llegada del nuevo día. Unos heraldos, distribuidos delante de los batallones, repitieron sus palabras como un eco para que todo el mundo las oyera.

- Oh, deidades de la guerra, la tierra y el viento. ¡Desvíen las flechas de nuestros enemigos, hiendan sus escudos y hagan astillas sus lanzas! Les prometemos que, a cambio, sacrificaremos una cabra por cada enemigo que matemos. Ahora les presentamos esta ofrenda como anticipo. -

El sacerdote puso la rodilla sobre el lomo de un grueso carnero blanco para inmovilizarlo y con su propia espada lo degolló de un tajo. El adivino se agachó junto a él para examinar la forma en que fluía la sangre de su cuello e incluso la probó con el dedo. Cuando asintió, satisfecho, el sacerdote levantó el escudo sobre su cabeza, mientras las trompetas de los diez batallones helénicos y de los ilienses daban la orden de cerrar filas, y sus ecos estridentes reverberaron en la llanura.

Patros se abrochó por fin las hombreras de la coraza y dio un par de saltos en el sitio para comprobar que estaba bien ajustada. Se colocó después el yelmo, aunque aún no se lo caló hasta las cejas. Cuando el esclavo le tendió el escudo, deslizó el codo por el brazal central y aferró con los dedos el asa de cuerda trenzada. Por último, su esclavo le pasó la lanza, dos metros y medio de madera de fresno con punta de hierro y regatón de bronce. Había quienes preferían el astil de tejo, pero en opinión de Patros no había material que combinara mejor la ligereza y la resistencia que la clara y flexible madera de fresno.

Con los rituales religiosos terminados, Patros tenía que dirigirse a su lugar en el extremo derecho de la formación helénica. Este era considerado el sitio de mayor honor en la Falange, ya que el guerrero que lo ocupaba no contaba con la protección de sus compañeros a su flanco derecho. En lugar de ello, debía luchar y proteger al guerrero que combatía a su izquierda, sin que nadie lo protegiese a él. De más está decir que se requería una habilidad excepcional para mantenerse firme y resistir los embates del enemigo en esa posición, por lo que solo los guerreros más diestros y valientes eran seleccionados para ocuparla.

Además de ser un puesto de honor, el extremo derecho de la formación también era el lugar designado para el comandante, quien lideraba y coordinaba las acciones de la falange desde esa posición estratégica. Desde allí, podía observar y dirigir el curso de la batalla, tomando decisiones cruciales para la victoria de su ejército.

Patros aún no se había calado el yelmo, ya que este era bastante pesado. En general la armadura de los hoplitas no cubría todo el cuerpo porque el enorme escudo redondo de siete capas distintas de materiales mágicos, metálicos y de madera que portaban los protegían de un modo casi perfecto desde el mentón hasta las rodillas, pero la cabeza necesariamente tenía que estar expuesta y por eso utilizaban un casco bastante resistente que cubría casi por completo el rostro. La costumbre generalmente era esperar hasta el último momento antes de colocárselos.

El veterano comandante acababa de asegurarse de que todas las líneas estuvieran en su lugar cuando, de repente, resonaron trompetas en el campamento de Ilión. Patros se giró rápidamente y contempló con asombro cómo un grupo de bárbaros se había posicionado al frente de la falange iliense, portando largas picas en las que estaban empalados aquellos guardias que, al parecer, eran cómplices del extraño tumulto que había enfurecido tanto a Ilo Tros. Poco después, el sonido de las trompetas ordenó al ejército avanzar.

- ¡Imbéciles! ¡¿Van a avanzar así sin más?! - Exclamó Patros entre sorprendido y enojado.

El poder principal de la alianza entre Helénica e Ilión residía en la combinación de sus dos falanges, pero para que esta demostrara toda su utilidad, era crucial que ambas se mantuvieran juntas; de lo contrario, su superioridad numérica sería inútil. Por lo tanto, Patros tuvo que dar de inmediato la orden a sus hombres de calarse los cascos con rapidez y prepararse para avanzar.

Repentinamente, cada ciudadano individual de Helénica, junto con sus vecinos, hombres conocidos y desconocidos que a menudo se reunían para compartir sacrificios en el altar, realizar ejercicios en el hipódromo o charlar en las barberías, tabernas y baños, desaparecieron para transformarse en guerreros de bronce sin rostro. Las plumas que adornaban los penachos les conferían un aspecto aún más imponente y temible. Patros los miró con orgullo durante unos segundos y luego se encajó su propio casco. Su modelo elegido era un poco diferente al de los demás, dejando parte de la cara al descubierto y provisto de unas carrilleras articuladas para proteger las mandíbulas. Aunque la gran mayoría usaba el modelo tradicional etolio, que cubría casi todo el rostro, Patros era de los que pensaban que ver y oír lo que lo rodeaba suponía una mejor protección que una delgada capa de bronce que lo convertía en medio ciego y casi sordo.

- ¡Avanzad! -

La orden se repitió por las filas, y los helénicos empezaron a avanzar al unísono. La clave estaba en llegar todos juntos y con los escudos trabados hasta el enemigo, que los aguardaba a mil quinientos metros. Por eso marchaban marcando el paso con un monótono grito de guerra: - ¡Izquierda, izquierda, izquierda-derecha-izquierda! -

Pie izquierdo, pie derecho, pie izquierdo, respirar al inicio de las últimas tres palabras, dar un fuerte pisotón con el pie izquierdo y volver a empezar.

- ¡Izquierda, izquierda, izquierda-derecha-izquierda! -

Con cada grito, Patros sentía cómo si un licor divino fluyese por sus venas, despertando en sus miembros el ardor del combate. Sus músculos se tensaban, sus sentidos se agudizaban y su corazón latía con fuerza, impulsado por la emoción del enfrentamiento inminente. Faltaba poco para que comenzase la locura de la batalla. Notaba cada nudo en la madera del borde interior del escudo, pues lo llevaba encajado sobre el hombro izquierdo, esperando hasta el último momento para sostener en vilo sus siete kilos de peso. Bajo sus pies, la tierra de Etolia parecía palpitar con sus pisadas, y también con el ensordecedor "¡izquierda-derecha-izquierda!", con el estridor de las trompetas, con los agudos trinos de las flautas que seguían a la formación. Patros olfateó el aire y captó la mezcla del sudor de los hombres acalorados bajo sus armaduras, junto con el tibio perfume del aceite con el que habían limpiado el bronce y el hierro de las armas para que su brillo impresionara aún más al enemigo.

- ¡Izquierda, izquierda, izquierda-derecha-izquierda! -

La formación tuvo que abrirse un par de veces para sortear los escasos obstáculos que había en el camino, pues durante los días previos los escaramuzadores de ambos bandos se habían ocupado de allanar el terreno para su propia caballería, talando árboles y derribando tapias. Pero una vez flanqueados los impedimentos, la larguísima línea se recomponía de nuevo, entre las voces de los oficiales y los compañeros de filas que se llamaban unos a otros para no perder la posición.

El avance proseguía. Las órdenes transmitidas de generales a los comandantes de batallones y subcomandantes habían sido estrictas. Nadie podía romper la disciplina de marcha, nadie podía embestir hasta que se diera la orden. Las piernas de todos estaban deseando arrancar a correr, porque el miedo tiende al apresuramiento.

La Falange

Algunas flechas sueltas brotaban de las líneas enemigas, trazaban arcos solitarios en el cielo y caían desde lo alto para clavarse en tierra de nadie. Pero, aparte de esas exhibiciones, los arqueros de ambos bandos debían darse cuenta de que los ejércitos aún no habían entrado en el campo de alcance de sus proyectiles, por lo que reservaban su munición para un mejor momento.

Avanzaron cincuenta metros más. El borde de luz naranja sobre el promontorio se hizo más intenso, casi carmesí. Una bandada de aves levantó el vuelo desde el Monte Ida y pasó entre ambos ejércitos, huyendo hacia la cordillera occidental entre graznidos.

- Han salido por nuestra derecha. Mal presagio. - Murmuró alguien.

- ¡Silencio! - Ordenó Patros, y entonó el "¡izquierda-derecha-izquierda!" con más fuerza para que sus hombres no perdieran el paso ni pensaran en aves de mal agüero.

Finalmente, cuando los separaban trescientos metros, los dos ejércitos se detuvieron.

- ¡Izquierda-derecha-izquierda! - Gritaron los helénicos una última vez, y todos juntos clavaron el pie izquierdo para detenerse. Un único eco prolongado retembló por la llanura. Luego hubo unos segundos de silencio en los que Patros pudo escuchar los latidos de su propio corazón. A esa distancia, las flechas más certeras podrían alcanzar ya el blanco; pero los mercenarios contratados por Micénica esperaban órdenes, como ellos, o simplemente acontecimientos.

En ese momento, resonó el inconfundible rugido de Ilo Tros:

- ¡Destrúyanlos a todos! -

La Batalla del Campo de Sangre había comenzado.

******

Ládano, líder de los Vándala, era muy bueno proyectando la personalidad dominante, astuta y despiadada que lo caracterizaba. Su mirada penetrante, llena de desprecio por la debilidad, parecía escudriñar el alma de aquellos que se atrevían a sostenerle la vista. Con una sonrisa retorcida siempre jugando en sus labios, irradiaba una astucia y malevolencia constantes, como si fuera un depredador acechando a su presa en el campo de batalla.

Físicamente, Ládano era de estatura mediana, con un rostro anguloso cubierto por cabello oscuro y desaliñado que caía en mechones sobre su piel curtida por el sol y surcada por cicatrices de innumerables batallas y traiciones. Sus ojos, oscuros como la noche, intensificaban su apariencia salvaje, la cual le bastaba para intimidar a otros casi tanto como el físico robusto de su rival Atíl.

Últimamente las cosas iban muy bien para la Tribu Vándala. Por lo general, la poderosa ciudad de Micénica solía contratar los servicios de sus rivales, la Tribu Uñó, debido a su mayor número de jinetes. Sin embargo, un giro inesperado se presentó cuando los Uñó sufrieron la pérdida de sus mejores guerreros montados en un intento fallido de acabar con un único necromante. ¡Ládano casi se cayó de su trono por el ataque de risa que sufrió cuando escuchó sobre la desgracia de Atíl!

Al final los Uñó anunciaron que no se involucrarían en más guerras durante lo que quedaba del año, mientras recuperaban sus fuerzas. Y eso llevó a que los micénicos recurriesen a los Vándala, aumentando todavía más el regocijo de Ládano.

Sin embargo, lo único preocupante de aquel trato era que, para satisfacer la demanda de Atreo Mikel, los Vándala habían tenido que traerse a casi todo su ejército de siete mil jinetes. Era un movimiento arriesgado que Ládano normalmente habría evitado, pero las posibles recompensas valían el riesgo.

Si las cosas salían bien, Ládano podría convertirse en el nuevo proveedor de caballería para los micénicos, lo que elevaría inmediatamente el estatus de su tribu en toda la región. Además, su misión no era tan peligrosa como parecía, porque ni siquiera tenía que ganar realmente. Solo necesitaba cumplir con los términos del trato y demostrar la efectividad de sus jinetes. Para un líder astuto como Ládano, esta era una oportunidad para fortalecer su posición y expandir la influencia de los Vándala sin correr demasiados riesgos.

En las guerras de Etolia, los mercenarios eran accesorios, ya que la batalla siempre la definiría el poder de las falanges. Sin embargo, la presencia de caballería podía cambiar drásticamente el curso de la lucha. Si una falange tenía caballería de apoyo y otra no, la segunda estaría en desventaja, ya que los jinetes podrían rodear el muro de escudos para atacar a los hoplitas por la espalda. Por esta razón, los etolios siempre contrataban un cierto número de jinetes mercenarios para evitar este desenlace fatal, pero una vez cubierto este detalle crucial, los hoplitas generalmente se desentendían de lo que sucediera con la caballería.

Así que el trabajo de Ládano era enfrentarse a la caballería enemiga y mantenerla lejos de la Falange Micénica. No tenía que vencer al adversario, sino mantenerlo ocupado. Además, comprobó con alegría que el ejército de Helénica no contaba con guerreros montados, por lo que solo tenía que preocuparse por los cuatro mil jinetes mercenarios de Ilión. En pocas palabras, tenía superioridad numérica.

Un juego de niños.

Justo en ese momento, Ládano notó una bandada de pájaros saliendo volando del Monte Ida. Siendo de naturaleza precavida, normalmente habría enviado exploradores para investigar. Pero en ese momento escuchó el grito del comandante enemigo y supo que la batalla estaba a punto de comenzar. De modo que el caudillo tuvo que concentrarse por completo en el objetivo que tenía por delante.

Unos segundos después, escuchó el toque de una corneta en el ejército de Micénica que estaba dirigido a él, ordenándole responder al desafío de Ilo Tros con sangre en lugar de palabras.

- ¡A la carga! - Gritó Ládano, desenvainando su espada mientras comenzaba a cabalgar a toda velocidad, seguido de cerca por su escuadrón en el flanco derecho micénico. Al mismo tiempo, su segundo al mando en el flanco izquierdo hizo lo mismo. La tierra temblaba bajo el galope de los jinetes que se lanzaban hacia el enemigo con determinación y ferocidad.

Los Vándala se extendieron como dos grandes brazos que pretendían rodear el ejército aliado de Ilión y Helénica, pero naturalmente la caballería mercenaria contratada por Ilo Tros también salió a la carga para cortarle el paso y enfrentar el embate de los bárbaros. Justo antes del choque, los guerreros activaron su Aura de Batalla, provocando un estruendo casi atronador de miles de caballos y gritos de hombres.

Los menos hábiles murieron primero, atravesados en el cuello o en la parte baja del brazo por las puntas de las lanzas, con sus extremidades amputadas por un hacha de guerra o una espada, o simplemente porque se cayeron de sus animales por el impacto y acabaron destrozados por las patas de los caballos.

Con furia desatada, ambas caballerías se enfrentaron y en cada embestida dejaban un rastro de cuerpos ensangrentados y animales heridos. Las espadas se alzaban con un brillo mortal, cortando el aire hasta encontrar la carne del enemigo con precisión letal. Los gritos de guerra resonaban en el campo de batalla, mezclados con los gemidos de agonía de los caídos y el estruendo de los cascos. Los extremos de la llanura se convirtieron rápidamente en un campo de batalla frenético, pero no pasó mucho tiempo antes de que las caballerías comenzasen a alejarse.

Los mercenarios de Ilo Tros eran profesionales traídos desde los reinos del norte y poseían un mejor equipamiento que el de los bárbaros, así que recibieron una menor cantidad de daño en ese choque inicial. Pero los Vándala tenían más armas arrojadizas y una velocidad superior, de modo que no les tomó mucho tiempo reagruparse y comenzar a acosar a sus enemigos con rápidos ataques y retiradas, mientras los llevaban lejos de la infantería.

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- Parece que están cumpliendo su papel. - Murmuró Elena Teia desde el trono que había mandado traer, aprovechando su papel como maga y su condición de mujer como una buena excusa para no unirse a la batalla desde el inicio. Por una vez, esto representaba una ventaja. De ese modo, podía controlar mejor toda la situación y confirmó que la caballería de mercenarios que contrató Ilo Tros estaba dando pelea a los bárbaros Vándala. Aunque no estaban imponiéndose, eso no era sorprendente, ya que los bárbaros eran mucho más rápidos y numerosos. Pero al menos estaban resistiendo bien. Eso era lo esencial. Ahora que las caballerías estaban enfrascadas en su propia lucha, las infanterías podían proceder.

- ¿Pero realmente conseguirán contenerlos? - Preguntó Aphros, quien servía como asistente y guardaespaldas de Elena.

"¡Cuánto tienes que aprender de tu padre!" Pensó Elena mientras suspiraba para sí misma. El joven no se había dado cuenta de que había muchos oídos escuchando, y lo último que necesitaba cuando acababa de iniciar el combate era que hubiese rumores de "dudas" en el campamento de los oficiales. Por eso, la Archimaga de Fuego rápidamente adoptó una expresión fría y colérica para decirle: - Aphros, ¿acaso pedí tu opinión? -

El joven tragó saliva, pero se armó de valor para responder: - ¡No, arconte Teia! -

- Entonces cállate. -

El joven asintió de inmediato. Elena entonces escuchó el sonido de cornetas. Era el momento de que las infanterías iniciaran el combate. Los mercenarios debían colocarse en los costados para prevenir cualquier intento de flanqueo, mientras las enormes falanges iniciaban la lucha. Pero antes de que recorrieran los trescientos metros que los separaban, era un buen momento para que los arqueros se lucieran. Helénica había contratado a dos mil mercenarios profesionales que lanzaban flechas en llamas, pero eso no se comparaba con el poder destructivo que poseían "Los Centinelas", aquella unidad profesional que Ilo Tros llevó consigo a aquella batalla especialmente para impresionarla a ella.

- ¡Da la orden de que disparen! -

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Atreo Mikel observaba atentamente el horizonte. Hasta el momento, los Vándala estaban cumpliendo con su papel, así que quizá valiese la pena considerarlos como un recurso válido para futuras campañas. Sin embargo, lo que le llamaba la atención era la extraña prisa con la que aquella batalla estaba comenzando.

Resultaba inusual que fueran los enemigos quienes saliesen primero de su campamento para presentar batalla como lo estaban haciendo, porque la fama de los micénicos como guerreros intimidaba a casi todos los etolios. De hecho, en nueve de cada diez batallas, salían victoriosos sin necesidad de entrar en combate directo. La marcha disciplinada de los hoplitas de Atreo imponía tal temor que, al verlos avanzar, la mayoría prefería huir en sentido contrario, porque los micénicos se parecían más a una imponente máquina de guerra que un grupo de hombres.

Sin embargo, la Falange de la alianza de Ilión y Helénica ya estaba en posición de ataque, lista para avanzar cuando llegase el momento.

Fuese por el motivo que fuese, Atreo no tenía prisa. Así que se volvió hacia sus oficiales para comentar: - ¿A qué creen que juegan? -

- Ni idea, pero lo que no entiendo es por qué los ilienses han empalado a tres de sus propios bárbaros y los usan como estandartes. - Respondió uno.

- Espero que no sea para tratar de asustarnos, ya saben: Esto le hacemos a los nuestros y con ustedes haremos algo peor. -

- ¡Oh, eso sería simplemente delirante! - Exclamó otro entre risas, con un humor negro que rayaba en lo macabro. - ¡Absurdamente delirante! -

Todos estallaron en carcajadas. La mera noción de que los poderosos micénicos se inquietaran ante tal artimaña era tan ridícula que resultaba cómica. Porque no solamente sugería que les asustaba sufrir una muerte dolorosa, lo cual implicaría una rendición impensable para su orgullo; sino que además la idea daba a entender que a los micénicos les importaría lo que ocurriera con otros que no fueran ellos.

Al otro lado del campo, sobre las cabezas de los helénicos e ilienses, se levantó una nube oscura, como una bandada de pájaros. No, se corrigió Atreo de inmediato. No eran pájaros, sino una lluvia sobrenatural que brotaba de la tierra y se elevaba hacia las alturas.

- ¡Escudos arriba! - Gritó. Y con él gritaron otras mil gargantas, de generales y de jefes de filas, pues todos veían lo que se les venía encima.

La lluvia de flechas empezó a zumbar, cada vez más fuerte, hasta que se convirtió en un repiqueteo sobre sus cabezas, como si miles de pequeños martillos golpearan a la vez otros tantos yunques. Era un estrépito parecido al de un aguacero cayendo sobre mil cacerolas de cobre, pero más violento y prolongado, especialmente cuando las puntas de las flechas golpeaban los escudos. A este sonido se sumaban los crujidos y los impactos más sordos cuando las saetas se clavaban en la madera.

- ¡Malditos cobardes! - Exclamó uno de los generales micénicos.

Cada flecha llevaba consigo una fuerza comparable a la de un puñetazo de un guerrero. Muy pocas lograban herir de gravedad a los hoplitas, ya que a menos que acertaran en un punto vulnerable como el ojo, había pocos lugares donde las puntas pudieran penetrar. El verdadero problema radicaba en recibir golpe tras golpe, en una lluvia interminable, pues los arqueros no disparaban en ráfagas, sino que cada uno arrojaba flechas sin cesar, a su propio ritmo.

Aun así, gracias al Aura de Batalla, los hoplitas de Micénica podían considerarse relativamente a salvo, pero no ocurría lo mismo con sus aliados y mucho menos con los mercenarios contratados, quienes no contaban con un equipamiento tan resistente ni podían defender todo su cuerpo con energía. En sus filas, los heridos se multiplicaban y las primeras fatalidades no tardaron en llegar. Los arqueros de los pueblos sometidos a Micénica intentaron responder, pero se encontraron incapaces de hacerlo efectivamente debido a la lluvia constante de proyectiles enemigos. Además, sus arcos no igualaban la calidad de los de sus oponentes en el otro bando.

 - Sus arqueros son mucho mejores de lo que pensábamos - Comentó uno de los generales, alzando la voz para hacerse oír por debajo de su escudo y el insistente sonido de las flechas que caían sobre ellos.

Atreo Mikel asintió, pero no se veía preocupado. Ninguno de los micénicos lo estaba. Esto era simplemente un contratiempo, nada más. Sin embargo, seguía siendo un problema que debía resolverse, y el líder de Micénica decidió hacerlo de la manera más despiadada posible.

- Dejen volar libres a las palomas. - Ordenó Atreo Mikel con una sonrisa cruel, y los generales también rieron mientras ordenaban un toque de trompeta.

“Las Palomas" era el nombre del batallón más numeroso en el ejército de Micénica, pero su título encubría uno de los eufemismos más despiadados de toda la región de Etolia. En los rituales de sacrificios a los dioses, el tipo y número de animales ofrecidos tenía una gran importancia. La sangre de palomas era considerada el obsequio más económico, reservado para las clases más bajas, y por ende, también era el más común.

Los miembros de “Las Palomas” eran precisamente eso: Soldados reclutados a la fuerza entre los más desfavorecidos y vulnerables de las ciudades sometidas a Micénica. Todos eran personas sin recursos ni influencia, cuya única posesión eran sus seres queridos. Ninguno tenía mucha experiencia en combate y además poseían el peor equipo de todos.

Eran reclutados entre los más desfavorecidos...

Pero el eufemismo no terminaba ahí. La misión de “Las Palomas” era avanzar directamente contra la falange enemiga, cargando desesperadamente y sacrificando sus vidas para desestabilizarla o abrir un hueco en aquel muro de escudos, permitiendo así que la Falange Micénica obtuviera una ventaja crucial en la batalla.

En resumen, "Las Palomas" formaban un gigantesco batallón suicida. ¿Por qué alguien se ofrecería voluntariamente para cumplir este rol? La respuesta era simple: antes de partir, los familiares de "Las Palomas" eran recluidos en campos de concentración y se les dejaba muy claro que todos serían ejecutados si no sacrificaban sus vidas al servicio de Micénica.

Así, tras la orden de Atreo Mikel, varios miles de civiles sin armadura pesada, que portaban lanzas improvisadas, escudos rudimentarios y dagas, se lanzaron a la carga bajo la lluvia de flechas. Antes de partir, todos tenían lágrimas en los ojos, reflejando el miedo y la incertidumbre que consumían sus corazones. La mayoría de ellos nunca habían enfrentado el horror de la batalla, y ahora se encontraban en medio de una pesadilla sin fin. No tenían idea de qué harían si conseguían llegar hasta sus enemigos con vida, pero si tenían claro todas las atrocidades que sufrirían sus familiares si fallaban en su deber. Con el peso del destino y la desesperación cargando sobre sus hombros, corrieron hacia el campo de batalla como ovejas al matadero.

Las saetas descendieron sobre ellos como una lluvia mortal, perforando cuerpos y segando vidas con despiadada crueldad. Cientos de hombres fueron atravesados con facilidad, cayendo al suelo entre gritos de agonía, solamente para encontrar su fin bajo la pisada implacable de la multitud que corría detrás suyo.

Los pocos que quedaron paralizados por el terror acabaron barridos sin piedad por la marea humana que los arrastraba hacia adelante. Mientras avanzaban, algunos se atrevieron a mirar hacia atrás, solo para encontrarse con la línea cerrada de la Falange Micénica, cuyas lanzas relucientes hablaban más elocuentemente que cualquier amenaza susurrada en la oscuridad de la noche.

Al otro lado del Campo de Sangre, los arqueros de la alianza de Helénica e Ilión, encabezados principalmente por “Los Centinelas”, dirigieron sus flechas hacia aquella marea humana que se aproximaba, segando vidas con cada disparo. Sin embargo, la carga suicida de “Las Palomas” liberó a los Hoplitas de la incomodidad de sufrir aquella lluvia de proyectiles. Además, la desesperada carrera de estos soldados motivados por la desesperación les permitió alcanzar una velocidad asombrosa, y en cuestión de minutos recorrieron los trescientos metros que los separaban del ejército enemigo.

Entonces, el estruendo de trompetas de guerra resonó en el aire, y la Falange de Helénica e Ilión se detuvo en seco. Aunque era la primera vez que veían al batallón de “Las Palomas”, habían escuchado los relatos y ninguno de los generales estaba dispuesto a permitir que sus Hoplitas desperdiciaran su valiosa fuerza en la matanza de la mera chusma. Dos batallones de mercenarios se apresuraron a formar una línea defensiva en el frente, mientras que los arqueros buscaban refugio detrás de la falange, protegiéndose del inminente choque.

Los mercenarios, armados con espadas largas, avanzaron con determinación y un dejo de desprecio hacia el grupo de "Las Palomas". La multitud de estos desafortunados era tan abrumadora que resultaba difícil calcular con precisión su número. Quizás ni siquiera los micénicos lo sabían con certeza. Pero para ellos, la basura seguía siendo basura, sin importar la cantidad.

Y al principio parecía que el ataque de este Batallón Suicida no pasaría de ser una pérdida de tiempo. Los mercenarios comenzaron a segar vidas con una facilidad espeluznante y una precisión letal, aprovechando el Aura de Batalla que reforzaba sus tajos, una ventaja que los atacantes no poseían.

Sin embargo, la desesperación humana es un poderoso motivador. Aunque los mercenarios eran superiores en habilidad y armamento, "Las Palomas" luchaban con una determinación feroz, conscientes de que si no lo hacían sus hijos serían asesinados y sus esposas acabarían como esclavas o algo peor. Así que, a pesar de las pérdidas, no cesaban en su asalto, avanzando y cayendo, pero sin detenerse.

Con el tiempo, el enfrentamiento comenzó a cobrar su precio. Los mercenarios, agotados de matar, veían cómo el mar de enemigos no se detenía. Algunos mercenarios comenzaron a retroceder, pero pronto llegaron refuerzos de otros batallones para sostener la línea y resistir el embate.

Las Palomas

Finalmente, rodeados de cadáveres, "Las Palomas" se vieron obligados a retirarse. Su ataque desesperado resultó inesperadamente efectivo, pero no eran rivales contra un enemigo tan superior tanto en habilidad como en armamento. Aun así, lograron que los batallones de arqueros retrocediesen y gastaran una buena cantidad de sus flechas, así que se podía considerar que habían cumplido con su misión.

De modo que escaparon de regreso hacia el ejército de Micénica, con la ingenua esperanza de que sus amos recompensasen su sacrificio y les diesen refugio detrás de la falange. Pero al llegar, el horror los embargó al ver la Falange Micénica avanzando en formación de ataque, cerrando toda posibilidad de salvación.

El mensaje era claro y cruel: Regresen y peleen hasta el último hombre, porque o los matan ellos o los matamos nosotros.

Fue entonces cuando “Las Palomas” comprendieron que estaban completamente condenados, atrapados en un torbellino de violencia y desesperación del cual no había escapatoria posible. Debían regresar para luchar hasta el último hombre.

Al otro lado del campo de batalla, los mercenarios que antes celebraban su victoria se quedaron atónitos al presenciar el regreso de "Las Palomas” con valentía y desesperación. Los mercenarios empuñaron las armas, pero un sentimiento de desánimo se apoderó de sus corazones. Incluso si eran espadas de alquiler, resultaba difícil no sentirse afectados al ver a tantos no combatientes corriendo hacia su muerte por la crueldad de Micénica, sabiendo que ellos mismos debían convertirse en sus verdugos. No había honor en esto. Y también se sentían muy agotados físicamente, porque hasta matar es algo agotador.

Sorprendentemente, después de un breve pero intenso combate, los mercenarios comenzaron a retroceder. Un grito de júbilo estalló entre los miembros del batallón suicida al vislumbrar el inesperado éxito contra esta primera fuerza de mercenarios. Con el corazón palpitante de esperanza, corrieron hacia la imponente Falange de Helénica e Ilión, rezando en silencio para que Micénica se compadeciera de ellos si lograban infligir algunos golpes en la primera línea de hoplitas y luego se retiraban.

Lamentablemente todos ellos estaban destinados a sufrir una muerte horrible.

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- Suficientes tonterías - Exclamó Elena Teia desde su trono, con una expresión fría e indiferente. Aunque en su interior también se sentía bastante conmovida por el sufrimiento de “Las Palomas”, su piedad no llegaba al punto de comprometer en lo más mínimo sus esperanzas de victoria en aquella batalla. Sabía que era muy poco probable que aquellos desdichados realmente infringieran daño a sus hoplitas acorazados, incluso si los alcanzaban. Sin embargo, no estaba dispuesta a correr ningún riesgo, por lo que ordenó con un tono cruel: - ¡Que el Batallón Mágico ataque! -

Detrás de la falange, se alineaban una serie de grandes tinajas separadas, rebosantes de alquitrán. Junto a cada una, montones de rocas ligeramente talladas se apilaban, listas para ser lanzadas con facilidad y velocidad. Era un arsenal improvisado, pero letal en manos de los expertos que se preparaban para entrar en acción.

Doscientos magos de tierra usaban su poder para controlar las piedras y las sumergían en el alquitrán, embadurnándolas con aquella sustancia negra. Luego, con gestos calculados, arrojaban las piedras justo por encima de la falange de Helénica e Ilión, apuntando hacia los atacantes que se abalanzaban sobre ellos. Después los trescientos magos de fuego lanzaban proyectiles flamígeros para encender el combustible de las rocas en pleno vuelo. Sin embargo, ejercían un control preciso para garantizar que las llamas no se prendieran hasta que las rocas hubiesen avanzado lo suficiente como para evitar cualquier riesgo para sus propias tropas.

La coordinación entre los magos de Fuego y Tierra era perfecta. Las rocas, ahora imbuidas con el alquitrán ardiente, volaban a través del aire con una velocidad impactante, dirigidas hacia “Las Palomas”. Los pobres desdichados se encontraron repentinamente bajo un asalto devastador, incapaces de anticipar o defenderse contra el ataque mágico coordinado. Ni siquiera podían esquivar, porque los magos tenían el poder de alterar hasta cierto punto el curso de aquellos proyectiles, mientras aun estuviesen en el aire.

Los impactos eran aterradores. Las rocas ardientes se estrellaban contra escudos, cuerpos e incluso rodaban por el suelo tras provocar un estruendo ensordecedor, dejando un rastro de destrucción a su paso. "Las Palomas" gritaban de dolor mientras eran envueltas por las llamas y el alquitrán ardiendo.

El caos y la desesperación reinaban en medio de aquel infernal bombardeo mágico. Los gritos de agonía se mezclaban con el crujir de las llamas y el sonido sordo de las rocas al impactar. El suelo se llenaba de cuerpos carbonizados, destrozados y retorcidos, testigos mudos del poder destructor de la magia.

El ataque mágico fue como un vendaval infernal que arrastró a "Las Palomas" hacia la muerte con una furia incontenible. En un abrir y cerrar de ojos, aquel ataque ardiente consumió sus esperanzas y sus vidas, dejando solo un rastro de desolación.

Sin embargo, el Batallón Mágico no mostraba piedad, pues su objetivo era claro: Comenzar a debilitar el monstruoso muro de escudos que se aproximaba, la falange compuesta por quince mil hoplitas, liderados por los temidos micénicos de pura sangre. El sacrificio de "Las Palomas" sirvió a su propósito, pues su agonía había permitido a los guerreros avanzar caminando tranquilamente y sin obstáculos, cerrando la mitad de la distancia con una determinación implacable.

Ahora, desde la humareda emergía aquella imponente barrera de acero y voluntad que avanzaba con paso firme. Mientras tanto, los honderos especializados que eran vasallos de Micénica, más bien instrumentos de guerra que siervos de sus señores, lanzaban proyectiles de un mineral tan venenoso que incluso ellos mismos enfermaban por manipularlo pese a usar guantes, y generalmente habrían representado una amenaza considerable.

Sin embargo, en esta feroz batalla, su capacidad para infligir daño fue severamente limitada por el implacable ataque del Batallón Mágico, que arrasaba con facilidad incluso a las tropas de escaramuzadores más hábiles. Conscientes de que estos guerreros eran más valiosos que "Las Palomas", los micénicos los llamaron rápidamente de regreso, retirando a los honderos del campo de batalla para preservar sus fuerzas mientras aún pudieran.

- ¡Concéntrense en la Falange! - Ordenó Elena Teia con firmeza a su Batallón Mágico, cuyos miembros se prepararon para dirigir todo su poder ofensivo contra el inquebrantable muro de escudos.

Los proyectiles arrojados por el Batallón Mágico se concentraron en la Falange de Micénica, cuyos miembros desplegaron su Aura de Batalla para protegerse. Los hoplitas continuaban avanzando superponiendo sus escudos, para multiplicar e incrementar todo el poder defensivo que poseían. La energía del aura envolvía sus cuerpos como un manto protector, infundiendo fuerza y resistencia a sus ya formidables defensas. De manera que cada vez que las rocas flamígeras caían sobre ellos, las llamas se extinguían impotentes contra el resplandor blanco del aura micénica, y ningún impacto lograba mellar sus escudos.

Pero, aunque los proyectiles no lograban infringir daño físico, sí ejercían una presión constante sobre la formación, ralentizando su avance y demostrando que incluso los más fieros guerreros de Etolia estaban siendo desafiados por aquel implacable bombardeo.

- Impresionante. -

De pie en la Falange de Helénica e Ilión, la expresión de Patros reflejaba una mezcla de asombro y orgullo mientras observaba el poder desatado por el Batallón Mágico, una fuerza que había demandado tanto esfuerzo y dedicación por parte de su señora para ser formada. Pero Patros no era el único impresionado; era la primera vez que una Ciudad Estado de Etolia reunía a tantos magos, y su desempeño estaba demostrando ser extraordinario.

Los guerreros hoplitas vivían profundamente arraigados en la tradición del combate cuerpo a cuerpo y veían el uso de armas arrojadizas como una muestra de cobardía. Sin embargo, las amargas lecciones aprendidas de derrotas pasadas a manos de enemigos que empleaban tales tácticas obligaron a los etolios a aceptar, bastante a regañadientes, la necesidad de contar con arqueros, honderos y jabalineros en sus filas. Todavía preferían no participar personalmente en ese tipo de combate, pero contrataban a tropas de mercenarios para desempeñar esas funciones, permitiéndoles mantener su código de honor mientras se adaptaban a las nuevas exigencias de la guerra.

Sin embargo, la magia seguía siendo vista con gran desconfianza por parte de los etolios en general. Quizás si hubieran habitado en un territorio menos propenso a favorecer la formación de falange, su actitud hacia la magia habría sido diferente. Sin embargo, en su contexto actual, la idea de emplearla en combate era considerada intolerable.

No obstante, vale la pena mencionar que los etolios no rechazaban por completo el estudio de la magia. De hecho, mantenían escuelas dedicadas a esta disciplina, especialmente enfocadas en la alquimia. Esto sugería que, aunque renuentes a utilizar la magia en la guerra, estaban dispuestos a explorarla y aprenderla en otros ámbitos. Así que existía una posibilidad de que, con el tiempo, su perspectiva hacia la magia pudiera cambiar tanto en Helénica como en el resto de ciudades estado.

El problema era que aquel Batallón de Magos era una innegable prueba de que Elena Teia era quien los gobernaba. Ella era una mujer y una Archimaga de Fuego, las dos cosas que no pertenecían al campo de batalla en la mente de los helénicos. Tampoco es que careciera completamente de partidarios, pero la mayoría de los ciudadanos toleraban el liderazgo de Elena principalmente porque había superado la prueba de la diosa.

Pese a todo, las objeciones de los generales respecto a la participación de su Arconte femenina en asuntos militares no solo eran motivadas por prejuicios. La realidad es que el arte de la guerra es un dominio casi exclusivo de los hombres. Incluso Elena, siendo una prodigio de la magia, era plenamente consciente de esta realidad y rechazó sin ningún reparo a las pocas Magas Licenciadas que se presentaron solicitando un puesto militar.

De hecho, pese a todos los esfuerzos de su tía Apateia por llevarla en esa dirección, Elena Teia nunca se consideró a sí misma como una defensora de las mujeres, sino todo lo contrario: estaba convencida de que era única y la más excepcional de todas. Aunque sentía un profundo amor por su pueblo, su búsqueda de poder estaba principalmente dirigida a probarse a sí misma y a asegurar su supervivencia. Nunca consideró complacer a otros como una prioridad. Además, era muy pragmática. Elena Teia comprendía que los magos varones tenían una ventaja en la conjuración de ataques potentes en comparación con las magas mujeres. Y eso era precisamente lo que ella quería en su ejército.

Por eso, se aseguró de que su recién formado batallón de trescientos Magos de Fuego y doscientos Magos de Tierra estuviese compuesto únicamente por hombres con experiencia en combate. Naturalmente, si una Maestra de Espadas u otra Archimaga la hubiesen buscado, no tendría reparos en contratarla, ya que en ese nivel la brecha de poder comenzaba a desligarse de la habilidad física. Sin embargo, dado que solo una persona entre miles alcanzaba esas alturas, era poco común encontrar a una mujer de ese nivel que no tuviese ya un puesto importante en su propia nación y necesitase volverse mercenaria.

Debido a esto, Elena solamente pudo encontrar mercenarios magos de rango Licenciado. Aun así, estos la sorprendieron muy gratamente cuando le propusieron la idea de llevar el alquitrán con las rocas ya preparadas, de manera que pudiesen reducir al mínimo la cantidad de pasos a seguir en sus ataques e incrementar la velocidad. El resultado era que incluso una Falange compuesta por Caballeros de la Tierra, la más poderosa de toda Etolia, tenía problemas para soportar esta lluvia de rocas llameantes que caía sobre ellos de manera incesante.

Ahora bien, muchos conceptos de la guerra eran muy diferentes para los etolios en comparación con el imperio itálico. El más evidente de ellos era su estrategia de formación de tropas. Mientras que los itálicos solían desplegar primero a las unidades más débiles, reservando a los guerreros de élite en la retaguardia para dar la estocada final, los etolios adoptaban un enfoque completamente inverso y colocaban a sus mejores guerreros al frente. Esta táctica buscaba generar un fuerte impulso desde el inicio que aprovechaba al máximo el poder de su falange.

Precisamente por eso era que, encabezando aquel imponente muro de escudos que no dejaba de avanzar, se encontraban los tres mil hoplitas micénicos de pura sangre, firmes y decididos. Sus aliados/vasallos también formaban parte de la falange, pero tenían la tarea de ayudar a empujar y, más tarde, perseguir al ejército enemigo en retirada. Por lo general, estos aliados no entraban en combate, excepto en batallas prolongadas, asedios o enfrentamientos contra enemigos acorralados que los micénicos consideraban indignos de matar por su propia mano. Además de su función táctica, también ejercían un efecto psicológico; pues, aunque los hoplitas micénicos eran formidables, una falange de solo tres mil soldados podría parecer insignificante para sus enemigos. En cambio, al presentar un frente unificado de quince mil soldados, se imponía una presencia mucho más intimidante.

Ahora, en el Campo de Sangre, eran los hoplitas micénicos quienes resistían el embate del Batallón Mágico con toda su furia. Aun así, avanzaban con inquebrantable determinación, disciplinados y coordinados, moviéndose como si fueran una única entidad, sin ceder ni un solo hombre ante el implacable ataque. Si hubiesen sido sus aliados o incluso los propios helénicos quienes ocuparan esa posición, seguramente habrían sufrido pérdidas significativas.

Patros tragó saliva. Era innegable que los micénicos poseían una crueldad que rayaba en lo inhumano, pero también tenía que reconocer que su reputación como los mejores hoplitas de Etolia estaba más que justificada. Sin embargo, él no pensaba quedarse atrás.

- ¡Carguen! -

Como una fuerza imparable, las Falanges de Helénica e Ilión se lanzaron hacia la Falange de Micénica, que respondió con una carga igualmente veloz. Patros, con el corazón palpitando en su pecho, escudriñaba frenéticamente a su alrededor mientras corría, asegurándose de que ningún hombre de la primera fila se quedara rezagado o se adelantara. Sabía que el éxito dependía de llegar todos al mismo tiempo, una sincronización perfecta que decidiría el destino de la batalla. Con una euforia salvaje, confirmó que las piernas a su derecha y a su izquierda seguían el mismo ritmo, los pechos respiraban al unísono. En ese instante, todos ellos dejaron de ser simples individuos para convertirse en los engranajes de una máquina implacable, decidida a conquistar la victoria o perecer en el intento.

En cuestión de segundos, ambos ejércitos estuvieron frente a frente y entonces se detuvieron un momento, pues el choque de dos falanges a toda velocidad habría sido una fuerza imposible de controlar. Hubo una inhalación unificada de todos aquellos hoplitas justo antes de que activaran sus Auras de Batalla y se lanzaran al frente, desatando una tormenta de ferocidad y violencia sin límites.

Entonces, más de dos millones de kilos de carne, madera y metal colisionaron en un choque titánico que resonó en todo el Campo de Sangre, como el rugido de los mismos dioses. 

Guerreros Hoplitas

Nota del Traductor

Hola amigos, soy acabcor de Perú y hoy es miércoles 27 de marzo del 2024.

Después del último capítulo algunas personas me indicaron, directa o indirectamente, que ya no querían que diese más rodeos y fuese directamente a la guerra. Naturalmente todos fueron bastante amables, pero como soy una persona algo… no, más bien soy un engreído de profesión. ¡Me creo la gran cosa! Pero bueno, es Semana Santa así que es un buen momento para arrepentirme de mis pecados, que son muchos. ¡Mea culpa! En cualquier caso, el espíritu de este capítulo fue mi sentimiento de: ¿Quieren guerra?... ¡Pues guerra les voy a dar!

Bromas aparte, este capítulo era importante porque no solamente sirve para enseñarnos un poco del modo en que combaten los etolios, sino también para haceros una idea de cómo sería la guerra en general cuando 2 ejércitos profesionales se enfrentan. Tenía pues que ser una batalla mucho más compleja y pensada que la de los combates de los bárbaros o los orcos, los cuales básicamente tienen la táctica de correr directamente hacia adelante contra el enemigo sin pensar demasiado las cosas. También era una especia de compensación por toda la espera que tuvieron que soportar por mi viaje, ya que es uno de los más largos que he escrito, aunque no lo parece por la cantidad de eventos que se desarrollan.

El principio del capítulo está un poco pensado para hacer creer al lector que será otro capítulo de exposición, pues nos presentan a la anciana criada de Elena dándonos un lore algo confuso. La idea de que en el pasado hubo una especie de sociedad idílica en la que gobernaban las mujeres es en realidad una especie de referencia a un mito popular entre algunos arqueólogos que estudiaban la cultura cretense proto griega, conocida como los minoicos. Como los palacios de aquella época no tenían murallas, había algunas imágenes de mujeres participando activamente en la sociedad y el arte no hacía ninguna referencia a la guerra, se llegó a postular que quizá esa civilización era en realidad gobernada por mujeres y que se trataba de una especie de paraíso donde la guerra no existía.

Naturalmente esa premisa es tan falsa con un billete de siete soles. Lo único que pasa es que todavía no se han encontrado evidencias de guerras, pero eso no quiere decir que no existiesen. Si quiere un ejemplo de lo que digo, el gran Aristóteles una vez narró la historia de una ciudad en donde las mujeres administraban prácticamente todo, donde no se ha encontrado ningún tipo de murallas o arquitectura militar, tampoco arte relacionado a la guerra. Ahora bien, si sólo sabemos eso, podemos también creer que esa ciudad también era un paraíso idílico donde las mujeres gobernaban y no había violencia. ¿Verdad?

El único problema es que la ciudad descrita por Aristóteles era Esparta, la ciudad que como sabemos convirtió la guerra en una forma de vida. Los hombres pasaban la mayor parte de su vida en cuarteles militares y por eso las mujeres administraban casi todo en la propia ciudad, no había murallas porque no las necesitaban y tampoco arte, porque lo único que hacían era entrenar.

Apateia es una clara referencia a esta forma “matriarcal” de pensar, y la pista de ello es que hay un instante donde se da a entender que ella cree que Elenara y la diosa Kali son la misma. Como sabemos, Kali es una entidad por lo menos maligna, quizá una diosa del vacío. En realidad, el nombre de Elenara es un invento mío, pero me pareció interesante que Elena tuviese su nombre inspirado en una diosa. La ida es que sea una combinación de las dioses griegas Hera y Artemisa. De hecho, originalmente quería generar una imagen IA que se pareciese a la escultura original de Artemisa, que básicamente es una mujer con más de una docena de pechos, pero la inteligencia artificial no lo entendió y por eso al final simplemente me conformé con generar una imágenes de una mujer con pechos grandes como escultura de mármol

En cuanto al inicio de la pelea, si bien no entré en demasiados detalles, quería que Ilo Tros fuese un poco como un villano de anime. Los japos son muy buenos para crear personajes despreciables, de los cuales el espectador se alegra cuando sufren. En este caso Ilo Tros era un narcisista y me pareció chistoso que se volviese loco solo por una herida en el rostro, para que entrase en modo asesinos serial.

En cuanto a la imagen del artefacto de Elena y su descripción, se basan en las máquinas de asedio del videojuego Age of Empires II. No diré nada más para no spoilear.

La marcha inicial de la falange en realidad estaba basada en hecho reales, que incluso hoy en día. De hecho, el motivo de que nos hicieran marchar en el colegio se debe precisamente a esta legendaria formación y la necesidad que se tenía de aprender a mantener el mismo paso, también es por eso que, en el ejército moderno, la posición a la derecha de la formación es donde se coloca el soldado de mayor rango.

Naturalmente, muchas partes de esta batalla están inspiradas en la verdadera lógica militar, pero también hay ajustes que hice para dejar espacia ala fantasía. Para eso me inspiré mucho en la novela histórica Salamina, de Javier Negrete, un libro que no puedo dejar de recomendar.

La idea de Las Palomas tiene algo de real. En las guerras antiguas siempre había tropas de ciudadanos pobres y mal equipados, porque al principio los ejércitos eran voluntarios y cada soldado solamente podía ir con las armas que pudiese pagar. En el caso de los griegos tenían varias unidades: Peltastas, Tureáforos, Toxotai, etc; todos ellos eran pobres mal equipados que generalmente servían como tropas de escaramuzadores, ya que era poco el daño real que podían hacer. Lo que sí no es verdad era que los enviasen a luchar de ese modo desesperado, amenazando a sus familias. Eso es algo que se me ocurrió como un medio para hacer más aterradores a los Micénicos.

La idea de los ataques del Batallón Mágico fue inspirada en varias escenas de la serie Avatar, The Last Airbender. Quería algo que fuese ingenioso, pero a la vez improvisado. Naturalmente en las guerras con Itálica los magos del imperio habrían usado tácticas similares, pero hay que recordar que el Campo de Sangre es un escenario de guerra para los propios etolios. Seguramente en sus combates con extranjeros, los etolios hubiesen elegido enfrentar a las legiones en otro lugar mucho más estrecho.

Generar las imágenes fue sumamente difícil porque las IA se niegan a hacer las cosas que pido. La imagen de la Falange Griega es una ilustración de Total War que edité porque me cansé de intentar generarla y la imagen final tenía el problema de que, sin importar cuánto lo intentase, no quería generar bien el puño cerrado, así que me rendí y coloqué otro.

Pero déjame saber tu opinión en los comentarios: ¿Qué opinas sobre la relación entre Elena Teia y su tía Apateia? ¿Crees que la influencia de Apateia sobre Elena es positiva o negativa? ¿Qué piensas sobre la decisión de Elena Teia de utilizar a los alquimistas y su armamento mágico en la situación política tensa que enfrenta? ¿Crees que esto revela un aspecto más oscuro de su personaje o simplemente demuestra su astucia y determinación para alcanzar sus objetivos? ¿Qué opinas del papel de Patros como comandante y la forma en que motivó a sus hombre? ¿Qué te pareció la introducción y descripción del personaje de Ládano? ¿Qué opinas sobre la estrategia de utilizar "Las Palomas" como un batallón suicida en la batalla? ¿Qué piensas sobre la representación de la crueldad y la brutalidad en la guerra, especialmente en lo que respecta al sacrificio de civiles como "Las Palomas" y el uso del alquitrán y las rocas incendiarias? ¿Te gustó la forma en que el Batallón Mágico aprovechó su poder? ¿Cómo piensas que se desarrollan los acontecimientos?

Si leíste aquí, es porque aprecias esta historia tanto como yo. ¿Y qué mejor manera de apoyar esta noble causa que contribuyendo a mi cuenta Patreon? Por supuesto, si prefieres una opción más tradicional, también puedes hacer una donación a mi cuenta del Banco de Crédito del Perú (BCP). ¿Y qué me dices de Yape? ¡Una rápida transferencia y estarás contribuyendo a que los soldados sigan peleando! También los invito a señalar cualquier error ortográfico que se me haya pasado. Por último, pero no menos importante, les pido que compartan esta historia con todos los que puedan para atraer a más lectores y posibles patrocinadores.

¡Nos vemos en el siguiente capítulo!