345 La Victoria del Gran Duque

Una tienda de campaña majestuosa se alzaba en lo alto de la colina. Sus paredes de tela gruesa estaban ricamente adornadas con bordados de oro y púrpura, y la luz de las antorchas proyectaba sombras danzantes sobre el suelo cubierto de alfombras. Los estandartes del Imperio Itálico, imponentes y resplandecientes, colgaban en los rincones, recordando a todos la grandeza y el poder de sus legiones.

En el centro de este lujoso refugio se encontraba una mesa de madera maciza, sobre la cual descansaban mapas, pergaminos y documentos importantes. La atmósfera estaba cargada de tensión, a pesar del silencio que reinaba. El único sonido audible era el crujido ocasional del pergamino al ser manipulado.

A la cabeza de la mesa, iluminado por la luz parpadeante de las antorchas, se encontraba el Gran Duque Tiberio Claudio. Un anciano de apariencia aterradora, bastante fuerte a pesar de sus años y con una expresión despiadada que le daba un aire aún más siniestro. Sus ojos, fríos y calculadores, brillaban con una intensidad que parecía penetrar el alma de quienes osaban mirarlo. Vestía una armadura reluciente y meticulosamente fabricada, adornada con insignias de sus numerosas victorias, además de un manto rojo con un hermoso broche dorado que anunciaba su condición de Cónsul recién elegido por el Senado y el Emperador.

A su alrededor, cuatro Tribunos Militares estaban de pie en riguroso silencio. Eran hombres curtidos por innumerables batallas, con cicatrices que atestiguaban su experiencia y valentía. Sin embargo, en presencia de Tiberio Claudio, de algún modo estos veteranos parecían niños asustados. Sentían la ira latente de aquel anciano, una furia asesina que se manifestaba incluso en los gestos más pequeños del Gran Duque. Bastaría que Tiberio Claudio frunciera el ceño para que alguien fuera condenado a morir, y una simple sonrisa suya anunciaría la destrucción de una familia entera.

De entre los tribunos, el más asustado era Aulo, un joven aristócrata que recientemente había asumido su puesto en reemplazo del desertor Marcio. Aulo era talentoso y había demostrado su valía en numerosas ocasiones, pero ahora, bajo la sombría mirada del Gran Duque, sentía su valor flaquear. Cada vez que Tiberio Claudio levantaba la vista de los documentos para mirarlo, Aulo no podía evitar preguntarse si parte de la ira destinada a Marcio sería descargada sobre él.

Afortunadamente, esa noche la furia del Duque no tenía como origen la traición de Marcio, sino los informes recientes de los exploradores. Las noticias eran desalentadoras: no habían encontrado ningún rastro del Primer Príncipe Imperial.

- ¿Dónde está ese maldito mocoso? - Susurró finalmente, pero a los tribunos les pareció que la temperatura descendía dos grados solamente por el sonido de la voz del Gran Duque.

Todo había comenzado con un asunto trivial.

Muchos años atrás, en la región donde se encontraban, convivían varias tribus bárbaras que eran parientes y hablaban el mismo dialecto, aunque se gobernaban de forma independiente. Algunas de ellas ya habían comenzado a construir poblados relativamente avanzados, hasta el punto en que podían considerarse Ciudades Estado incipientes. Otras, en cambio, prefirieron continuar con su estilo de vida seminómada, viviendo en asentamientos temporales, llevando a sus rebaños y asaltando otros territorios si la comida escaseaba.

Cuando el Imperio Itálico puso sus ojos en Costa Fangosa, lo que más le interesaba era apoderarse de las ciudades, que en su mayoría estaban cerca de la costa. En realidad, lo que ocurrió es que en ese momento se encontraban en la primera gran guerra contra la Alianza Mercante de Tiro y querían asegurarse de controlar los puertos que pudiesen servir como punto de acceso a los territorios cercanos. En cambio, las tribus del interior no les importaban demasiado, pues apenas se habían desarrollado y no tenían riquezas que valiera la pena saquear. Sus habilidades como artesanos eran demasiado rudimentarias para interesarles como esclavos. Pero lo que realmente los repelía era la gran cantidad de ciénagas fangosas que se formaban en aquellos valles durante la temporada de lluvia, en donde siempre existía el riesgo de contraer enfermedades que podían destruir ejércitos enteros.

Por eso, aunque técnicamente todo aquel territorio ahora era parte del imperio, en el interior apenas había presencia de las legiones. La situación era muy parecida a la del Valle del Sol: debido al problemático territorio, costaría demasiado mantener controlada esa región, así que se desentendieron del interior porque juzgaron que no valía la pena.

Como toda la atención del imperio se concentró en las ciudades costeras, estas prosperaron rápidamente hasta convertirse en una parte importante de la economía imperial y sus pobladores se enriquecieron. Pero este auge despertó los celos de sus parientes del interior, que comenzaron a organizar incursiones de saqueo anuales para obtener alimentos. Con el tiempo esto se convirtió en un problema que había que solucionar, así que el Imperio Itálico destacó una legión permanente a Costa Fangosa y fortificó los principales asentamientos para repeler a los invasores.

Las ciudades de Costa Fangosa

Durante un tiempo estas medidas fueron suficientes, pero unos años atrás más de veinte tribus nómadas decidieron unir fuerzas para realizar una gran incursión de casi cien mil hombres. Y aunque no pudieron tomar las ciudades, sí saquearon todos los campos de cultivo por donde pasaron, sin que los habitantes o los legionarios pudieran hacer otra cosa que observar impotentes desde los muros tras los cuales se refugiaban.

Cuando la noticia llegó a Itálica, el Senado finalmente decidió que era necesario hacer una demostración de fuerza para evitar que los bárbaros siguieran envalentonándose, así que enviaron a dos procónsules con cuatro legiones para mantener la seguridad en la región.

El problema fue que uno de los procónsules era nada menos que el Primer Príncipe Imperial, Lucio Augusto Máximo, conocido por ser un comandante sanguinario pero exitoso. Sus rivales, sin embargo, no querían darle la oportunidad de ganar demasiada fama, así que enviaron como segundo general a un miembro de la familia Cornelia con mucha experiencia en combate, usando la excusa de que deseaban proteger la vida del príncipe.

Mario Cornelio cumplió con todas las expectativas: llegó unas semanas antes que el Príncipe, sumó a sus tropas a la legión que ya se encontraba allí junto con varios guerreros y lanzó un terrible ataque preventivo.

Los bárbaros se sentían confiados por su éxito del año anterior y esta vez los saqueadores convencieron al doble de tribus para que se unieran a su incursión. Como eran más de doscientos mil, tuvieron que reunirse en dos grupos diferentes en el norte y en el sur para mantener algún orden. Pero antes de que alguna de estas fuerzas invasoras pudiera partir, el Procónsul Cornelio cayó sobre el grupo del norte y los tomó completamente por sorpresa, desatando una espantosa matanza que rompió inmediatamente la frágil alianza que se había formado.

Cuando el segundo grupo de bárbaros escuchó las noticias de lo sucedido con sus compañeros en el norte, les entró el pánico y perdieron todas las ganas de pelear. Así que enviaron una delegación al Senado de Itálica para declarar su rendición oficial e incluso se ofrecieron a servir al ejército imperial como subordinados para compensarlos. Esta propuesta llenó de alegría a los senadores, que aceptaron inmediatamente y firmaron un documento aceptando los términos de los bárbaros que fue firmado por el Emperador.

El Primer Príncipe llegó tarde a Costa Fangosa porque una tormenta lo obligó a atracar sus naves durante varios días y cuando su ejército desembarcó recibió la noticia de que su colega ya se había llevado toda la gloria, junto con el comunicado del Senado que le ordenaba regresar porque la paz ya estaba firmada.

Eso tendría que haber sido el fin de aquello, pero inesperadamente el Primer Príncipe se dirigió inmediatamente con su ejército hacia el sur para parlamentar con los bárbaros, quienes se postraron y declararon su rendición. Entonces, según todos los informes, el Príncipe Lucio los miró con una sonrisa llena de compasión y declaró que los comprendía. Que sabía que el hambre y la falta de terreno para cultivar era el motivo de que realizaran esas incursiones de saqueo. Así que, en nombre de su padre el Emperador, les entregaría tierras fértiles dentro del territorio del imperio, para que pudiesen asentarse y construir sus propias ciudades.

Los bárbaros vitorearon y los legados, que eran los oficiales nombrados por el Senado para fiscalizar a los generales, no lo interrumpieron porque vieron en este gesto una inusitada muestra de habilidad diplomática que, en la mente de muchos, era de lo que más carecía el Príncipe Lucio.

De inmediato el Primer Príncipe se puso en marcha con ese gran grupo de personas, que se hizo más numeroso porque se les invitó a venir con sus mujeres y niños para construir sus nuevos hogares. El Príncipe Lucio los llevó a tres lugares diferentes, separándolos en grupos más pequeños y se dirigió hacia tres valles para asignárselos como territorios. Finalmente, fue con cada uno de los grupos y les exigió que entregasen sus armas como muestra de buena voluntad, porque ahora ya no las necesitarían, pues se habían convertido en amigos y aliados del Imperio Itálico.

Cuando los bárbaros obedecieron, el Príncipe Lucio ordenó a sus tropas que excavaran fosos alrededor de ellos con la excusa de que serían los cimientos de las murallas para proteger su asentamiento. Pero su verdadera intención era evitar que ninguno pudiera escapar y cuando llegó el momento, en un acto increíblemente infame que violaba todos los juramentos militares y religiosos, el Primer Príncipe Lucio ordenó masacrar a todas aquellas familias desarmadas, sin dejar a ningún superviviente. Luego repitió el mismo acto con los otros dos grupos y en cada ocasión él mismo blandió su espada hasta quedar cubierto casi por completo con sangre humana.

- Pueden llevarme a juicio si quieren. - Les dijo a los espantados legados cuando estos vieron lo que sucedía e intentaron protestar: - Pero si hacen algo para detenerme aquí, los consideraré traidores al imperio. -

Meses después, cuando el Senado recibió las noticias de lo ocurrido, tuvieron problemas para reaccionar porque ninguno podía creer lo que había hecho el Príncipe. Casi parecía un suicidio político, pero lo cierto era que, como su perturbado hermano menor Antonio era el único otro heredero, no querían apresurarse a juzgarlo y arriesgarse a quedar en manos de Tiberio Claudio. Así que, de momento, se limitaron a quitarle el rango de procónsul. Además, había problemas más urgentes que atender.

Aunque Lucio ordenó un exterminio, varios bárbaros consiguieron escapar de aquella masacre escondiéndose entre los cadáveres o arriesgándose a escalar los fosos. También era cierto que varias tribus no confiaron en el ofrecimiento del Primer Príncipe y estaban esperando en el interior para saber si realmente cumplía su promesa. Cuando se enteraron de lo ocurrido, toda la credibilidad del Imperio Itálico en Costa Fangosa se desplomó y la indignación por esta traición fue tan grande que en muy poco tiempo todo el territorio estaba en pie de guerra y estalló una cantidad de revueltas generales. El descontento de la población fue tal, que llegó incluso hasta las ciudades costeras amuralladas que llevaban siglos bajo el control imperial.

Una de las más grandes, Brucora, llamada así porque pertenecía al pueblo de los brucios, decidió declararse en rebelión abierta y abrió sus puertas a sus parientes del interior. A esta ciudad comenzaron a llegar guerreros de todas las tribus y ahora se había convertido en un símbolo de la heroica resistencia contra los opresores itálicos, un espíritu de rebelión que amenazaba con expandirse más allá de aquella provincia.

"Sí, gran heroísmo. Simplemente asumieron que tendrían más ganancias apoyando la rebelión porque es la ciudad amurallada más alejada y, por tanto, la que recibe menos atención de nuestro Imperio." Pensó Tiberio Claudio maldiciendo a las mentes simples de aquellos salvajes: “En cualquier caso, ya no puedo seguir perdiendo mi tiempo buscando a Lucio. ¡Cómo me gustaría despellejarlo vivo!

Normalmente, que el Primer Príncipe cometiera un gravísimo error sería motivo de regocijo para Tiberio Claudio. En otras circunstancias se encontraría liderando a su facción en Itálica y destruyendo la reputación de Lucio en el Senado. Pero el desastre cometido esta vez era demasiado grande y podía ser aprovechado por el Imperio Kasi o la Alianza Mercante de Tiro. El Gran Duque preferiría ver arder el imperio entero en una guerra civil con tal de hacerse con el poder, pero no permitiría que una potencia extranjera se lo arrebatara.

Aun así, esperaba sacar algo bueno de todo esto y por eso quería aprovechar la excusa de entregar el decreto oficial del Senado al Príncipe Lucio, en el cual le retiraban su autoridad como Procónsul y lo convocaban de regreso a Itálica, para tratar de matarlo o al menos averiguar sus planes. Sin embargo, el Primer Príncipe había entregado el mando de sus tropas a los Legados y luego se había marchado con sus hombres de confianza a un destino desconocido. Eso lo convertía en un factor impredecible, exactamente lo que más detestaba Tiberio Claudio.

El Gran Duque arrojó los documentos sobre la mesa y se dio la vuelta para comer algo. A pesar de tener una inmensa fortuna, siempre prefería las comidas frugales: un poco de pescado, fruta y vino rebajado con agua. Justo en ese momento, uno de los lictores del anciano Cónsul pidió permiso para ingresar a la tienda.

- El hombre que estaba esperando ha llegado. - Anunció el escolta del magistrado.

- Has que pase. - Ordenó Tiberio.

Un hombre de unos treinta años, no muy alto, algo encogido de hombros, tez oscura, barba desaliñada y mirada furtiva entró en el camarote. Saludó al cónsul con una reverencia y se quedó en pie, sin saber bien qué más hacer para mostrar sus respetos a aquel alto dignatario del Estado que se había interesado por sus servicios durante los últimos meses.

- Señores, les presento a Raparius. - Dijo Tiberio Claudio con condescendencia, presentando al hombre frente a sus tribunos: - Es un brucio leal a Itálica. Su historia es interesante, ¿no es así, Raparius? -

Aulo observaba al hombre y no podía evitar sentir desconfianza ante sus ojos nerviosos, incapaces de sostener la mirada, tal vez por humildad, tal vez por ocultar algo. Era bastante improbable que su verdadero nombre fuera Raparius si había nacido en Costa Fangosa. Sin embargo, no era raro que un brucio favorable a la causa del imperio adoptase un sobrenombre itálico para demostrar su lealtad, al menos supuestamente.

- Raparius, explícale a mis Tribunos sobre tus actividades estos meses. - Ordenó Tiberio Claudio.

El brucio dudó, pero la insistencia del cónsul fue clara y precisa.

- Cuéntanos la historia de tu hermana y el capitán brucio de la muralla de Brucora. -

Raparius asintió. Desobedecer a un Cónsul, especialmente a Tiberio Claudio, Gran Duque de Itálica, no era una opción.

- Mis señores. - Comenzó Raparius dirigiendo su voz, aunque no su mirada, a los oficiales reunidos: - Tengo una hermana que, como yo, es brucia. La mala fortuna quiso que ambos estuviéramos en la ciudad cuando un grupo de mis compatriotas decidió traicionar al imperio y abrir las puertas a esos malditos que durante años han saqueado nuestros territorios. ¡No son más que ladrones, pero ahora los tratan como héroes! -

Raparius estuvo a punto de escupir en el suelo para subrayar su desprecio, pero se contuvo.

- El caso es que uno de los capitanes encargados de vigilar la muralla se enamoró de mi hermana y, en pocas palabras, ella ha conseguido manejarlo a su antojo. ¡A través de mi hermana, tengo ganada la voluntad de ese capitán y, con ello, el control de todo el sector de la muralla que él protege durante la noche! -

Aulo volvió sus ojos hacia Tiberio Claudio. El viejo cónsul, como un anciano zorro, sonreía con plena satisfacción. Estaba claro que se deleitaba en el disfrute de una fácil, próxima y gran victoria.

- ¡Atacaremos por mar y por tierra! - Ordenó.

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Era una noche cerrada sin luna. Los legionarios habían desembarcado en una estrecha franja de playa más allá del puerto, a un kilómetro de las murallas de Brucora. Marcharon con tiento, a ciegas casi, pues el cónsul había ordenado que no se encendieran antorchas. El terreno fangoso y la vegetación espesa del manglar hacían que cada paso fuera un desafío. Para los soldados, el único referente para orientarse eran las luces que proyectaba la propia ciudad desde lo alto de sus murallas y torres. Así, avanzando con cautela entre raíces y troncos retorcidos, llegaron a situarse a apenas quinientos pasos de Brucora. A esa distancia, ocultos tras una arboleda de encinas que emergían del agua salobre, aguardaron en silencio la señal de ataque.

Tiberio Claudio contemplaba las enormes murallas iluminadas por antorchas y hogueras, que parecían inquebrantables, levantándose imponentes sobre el laberinto de canales y ciénagas que rodeaban la ciudad. Irónicamente fueron los propios itálicos quienes las construyeron para proteger a los brucios de los saqueadores, los cuales ahora mismo acampaban a sus anchas en el interior de la ciudad. Los arquitectos habían hecho su trabajo demasiado bien. Era imposible tomar aquella ciudad si no era por engaño o traición, precisamente así era como los rebeldes habían convencido a los brucios descontentos con el Imperio Itálico de dejarlos entrar.

La humedad del manglar envolvía a los legionarios, empapando sus ropas y armas, y la constante sinfonía de insectos y aves nocturnas añadía un aire de misterio a la espera. Tiberio Claudio sabía que el éxito de esta operación dependía del factor sorpresa.

En realidad, fue demasiado fácil encontrar a un hombre como Raparius, un oficial de la guardia brucia que llevaba una buena vida hasta que su sueldo tuvo que ser reducido para repartirse entre tantos recién llegados, al mismo tiempo que su trabajo de mantener el orden se hacía insufriblemente difícil. No era raro que se llegase mal con los guerreros de las otras tribus, aunque técnicamente todos fuesen parientes. Luego hubo algunos roces en donde le faltaron el respeto o lo humillaron a él, junto con varios cientos de ciudadanos que también estaban descontentos.

El resto fue cuestión de encontrar el momento y la oportunidad perfectas.

- Paciencia, soldados. - Susurró Tiberio Claudio: - La noche es nuestra aliada. Pronto, Brucora caerá. -

Como si los dioses le hubiesen dado el don de la adivinación, un gran estrépito de voces y golpes de espada llegó hasta ellos procedente del interior de la ciudad en el instante en que el Cónsul terminó de hablar.

- ¡Llegó la hora! - Ordenó el Tiberio Claudio a sus Tribunos.

En un instante, una legión entera, con quince mil efectivos, comenzó a marchar hacia la muralla. A medida que se acercaban a la barrera de piedra, podían discernir cómo el tumulto de voces y golpes provenía de los barrios marginales.

- Los brucios de Raparius parecen estar haciendo bien su papel. - Comento Aulo mirando al Gran Duque, pero este no le respondió.

El avance de las tropas prosiguió hasta alcanzar el sector oriental de la muralla, que estaba bajo la custodia del enamorado capitán. Era cierto. Los hombres de Raparius parecían estar cumpliendo bien las órdenes de dividirse en pequeños grupos que en ese momento promovían altercados con las tropas bárbaras refugiadas en diversos puntos de la ciudad.

En ese momento, sonaron las trompetas y cuernos que anunciaban el ataque de la flota itálica que se aproximaba desde el mar, aumentando al máximo la confusión entre los defensores de la ciudad, quienes estaban divididos entre los cientos de pequeños ataques en el interior y la amenaza que se aproximaba a su puerto. Los oficiales brucios rebeldes, en medio de un completo desconcierto, intentaban poner orden. Tomó mucho tiempo antes de que la mayoría de guerreros corriesen hacia los muelles para embarcar y defenderse de los quinquerremes itálicos. También se internaron varios centenares de hombres hacia el laberinto de barrios marginales para restablecer allí el control de la situación.

Todo eso significaba que la muralla oriental estaba descuidada y completamente bajo el control del capitán enamorado.

Así fue como las tropas de Tiberio Claudio alcanzaron el lugar designado y comenzaron a utilizar escaleras para trepar con diligencia. Los que llegaban al otro lado eran rápidamente auxiliados por los hombres de Raparius. Todo marchaba a la perfección hasta que un grupo de enemigos del sector norte apareció patrullando por lo alto de la muralla.

En cuanto comprendieron lo que veían, dieron la voz de alarma y se lanzaron al ataque contra brucios e itálicos al mismo tiempo, pero era tarde para detener la acción nocturna. Ya había ascendido por la muralla un manípulo completo y, apoyados por los brucios, no tardaron en masacrar a la pequeña patrulla de diez soldados bárbaros. La mitad murieron a espada, el resto fue despeñado desde lo alto del muro hacia el exterior de la ciudad. Los cuerpos fueron recibidos con carcajadas entre los legionarios, que sus oficiales reprimieron con severidad. Aún no se había tomado la ciudad y tenían órdenes de mantener silencio hasta que se consiguiera abrir la puerta.

La situación era frenética en el interior. En pocos minutos los legionarios descendieron del muro y se dirigieron en silencio hasta su destino cruzando el cementerio, aprovechando que el estruendo y el griterío de los conflictos encubrían su presencia. Al poco tiempo vieron la puerta oriental, que estaba defendida por los mejores guerreros bárbaros de aquella coalición que había hecho de Brucora el centro de su rebelión. Eran hombres curtidos en la guerra y muchos ya sospechaban que algo extraño ocurría, porque era absurdo intentar tomar aquella ciudad fortificada por el puerto. Y todo lo que era absurdo siempre les molestaba.

Entonces uno de los vigilantes vio algo que le llamó la atención: sombras. Figuras oscuras que parecían desplazarse sobre las viejas tumbas del cementerio que se extendía entre la puerta y la zona norte de la ciudad. ¿Quién se aventuraría entre aquellas tumbas en medio de la noche mientras los itálicos atacaban desde el mar? El vigía fue a llamar a sus compañeros, pero sintió un premonitorio silbido y se agachó rápidamente, con la agilidad y los reflejos adquiridos en decenas de batallas. Las flechas surcaban el cielo y vio cómo herían a dos de sus compañeros de guardia.

- ¡Alarma! - Gritó el vigía, desenvainando su espada de doble filo.

Los guardianes de la puerta eran apenas una veintena de hombres, y uno pensaría que los itálicos vencerían rápidamente dada su superioridad numérica, pero las tropas que Tiberio Claudio había reclutado apresuradamente no tenían mucha experiencia y algunos eran demasiado jóvenes. En cambio, a pesar de que cada bárbaro tenía que enfrentarse con dos o tres legionarios con un Aura de Batalla similar, todos ellos comprendieron de forma instintiva que, si perdían aquella puerta, el infierno se desataría sobre todos sus compañeros. De manera que lucharon con todas sus fuerzas, batiéndose hasta la muerte con vigor y habilidad inimaginables.

Aquellos legionarios eran desafortunados al tener su primer combate de importancia contra tan aguerridos veteranos y en poco tiempo habían perdido a más de treinta hombres. Se les ordenó volver a atacar, pero esta vez los itálicos dudaron. El centurión al mando sabía que, si no se conseguía tomar la puerta, toda la operación estaba en peligro, así que les ordenó seguir peleando, pero no sabía qué hacer si sus hombres no le obedecían.

Mientras tanto, los bárbaros permanecían en pie, algunos heridos, otros desangrándose, pero protegiendo la puerta sin ceder un ápice de terreno.

En ese momento, una espesa nube de flechas llovió desde lo alto de la muralla. Varios bárbaros cayeron atravesados y, cuando el resto se volvieron hacia el origen de aquella lluvia, alcanzaron a divisar antes de morir el rostro de Raparius que les apuntaba con sus arcos junto con un nutrido grupo de brucios traidores.

Unos minutos después, los inmensos goznes de la puerta resonaron en medio de la noche mientras esta se abría. Entonces Tiberio Claudio, Gran Duque del Imperio, arropado por sus Lictores y tres legiones con cuarenta y cinco mil efectivos, ingresó en la ciudad de Brucora. El Cónsul se detuvo en la puerta para contemplar el paso de sus tropas hacia el interior de la que ahora era su ciudad y sonrió mientras dejaba el resto de las acciones en manos de sus Tribunos. Ellos condujeron ordenadamente los Manípulos a través del cementerio hasta llegar al centro de la ciudad. Allí se libró el mayor combate de aquella noche, pero no duraría mucho tiempo porque, aunque los bárbaros lucharon con bravura, estaban demasiado desorganizados y dispersos como para organizar una defensa efectiva. Luego el grueso del ejército se dirigió hacia el puerto, donde consiguieron caer sobre las espaldas desprevenidas de los defensores y, en poco tiempo, aquello dejó de ser una batalla para convertirse en una auténtica carnicería.

Tiberio Claudio observaba todo sentado sobre una tumba que perteneció a uno de los reyes de aquella ciudad, en los tiempos anteriores a la llegada del Imperio Itálico. Estaba siendo descarado y lo sabía, pero no dejaría pasar ninguna oportunidad para demostrar qué pueblo era el que tenía la supremacía. Ahí fue donde lo encontró el Tribuno Aulo, que venía a hacerle una pregunta, seguido por un par de centuriones.

- ¿Qué hacemos con los que se rindan? -

Tiberio Claudio, sin levantarse, le respondió tranquilamente.

- Mátenlos a todos. -

El Tribuno asintió.

- ¿Y los no combatientes? ¿Qué debemos hacer con los civiles? -

Aquí el Gran Duque meditó unos segundos antes de responder.

- Bueno, gracias al Primer Príncipe nuestra reputación aquí ya no puede ser peor ¿no es verdad? Además, parecían estar a gusto, demasiado a gusto, cuando les abrieron las puertas a esos salvajes. Que los hombres maten a placer. -

El tribuno iba a marcharse, pero le quedaba una duda. No sabía si debía preguntar más. Era evidente que el Cónsul ya se estaba molestando ante la incapacidad de aquel joven oficial para ponerse manos a la obra. Pero finalmente se atrevió a gesticular con tiento y cabizbajo.

- ¿Mujeres y niños también? -

El Gran Duque Tiberio Claudio se levantó de la tumba sobre la que estaba sentado. Habló en voz alta y potente de modo que le escuchase aquel impertinente Tribuno y el resto de los oficiales que lo acompañaban.

- ¡Maten a discreción! Violen, quemen y maten. A hombres, mujeres y niños. Róbenles de sus riquezas y al que se interponga entre vosotros y sus riquezas mátenlo. Violen a todas las mujeres que les plazca. Maten a los niños si eso los divierte. Acaben con todos los enemigos de Itálica. Debe quedar muy claro el mensaje para el resto de las ciudades que están fantaseando con la idea de unirse a la supuesta “rebelión”. -

Tuvo que parar un instante para respirar. La edad ya estaba mermando sus capacidades y se dio cuenta de que, aunque todos podían escucharlo, no necesariamente lo veían, así que se subió a lo más alto de aquella tumba y desde ahí continuó dando sus órdenes.

- ¡Ésta es la noche de la ira de Itálica! ¡Quiero que hasta los dioses de nuestros enemigos sientan miedo del poderío de nuestro gran imperio! -

Ya no había más preguntas. Aulo entonces partió a ejecutar las órdenes del Cónsul y llegó rápidamente hasta el centro de la ciudad, donde ya se estaba acumulando todo tipo de riquezas, oro, plata, pertrechos militares y centenares de armas confiscadas a los muertos.

Un grupo de bárbaros, rendidos y desarmados, estaba siendo acribillado a flechas. Después los caídos eran meticulosamente pasados a espada para asegurarse de que ninguno fingía estar muerto para sobrevivir. Aulo entonces se dirigió al sector residencial, donde el espectáculo era todavía más terrible.

Vio a grupos de legionarios que sacaban a las mujeres de sus casas arrastrándolas por el pelo, unas a medio vestir, otras ya completamente desnudas y las violaban en plena calle. Algunos sacaban a sus maridos para divertirse con el sufrimiento de aquellos hombres. En muchos casos, las violaciones terminaban con las mujeres y sus maridos degollados. Decenas de niñas seguían el destino de sus madres. Había muchos soldados recién reclutados entre aquellas tropas. Aulo se dio cuenta de que los legionarios más jóvenes eran capaces de mayores crueldades que las tropas veteranas.

Imagen simbólica del sufrimiento en Brucora

¿Quedará alguien vivo al amanecer?” Se preguntó el joven Tribuno y por un momento casi cedió al impulso de refrenar a algunos de sus hombres que se entretenían torturando a un grupo de niños, pero el temor a la reacción de Tiberio Claudio le impidió actuar.

En ese momento, escuchó una voz conocida pidiendo ayuda. Cuando Aulo se volvió, vio a Raparius armado con su espada, acompañado por otros dos soldados brucios que protegían a una joven aterrorizada, que seguramente debía ser su hermana. Ahora, la mujer que había permitido que los itálicos se infiltraran aquella noche estaba rogando por su vida.

- ¡Mi señor, mi señor! - Gritaba Raparius dirigiéndose a Aulo: - ¡Por favor ayúdanos! ¡Están confundidos! ¡Nos van a matar! ¡Usted sabe que ayudamos al Cónsul! ¡Estamos bajo su protección! -

Aulo alzó la voz en medio del tumulto de legionarios que rodeaban a Raparius, su hermana y sus compañeros brucios.

- ¡Este hombre y sus acompañantes están a mi cargo! -

Los legionarios dudaban. La mujer que acompañaba a los brucios era muy atractiva, y varios de aquellos soldados aún no habían desahogado su lujuria. Pero el centurión que los dirigía reconoció el uniforme del Tribuno Militar, y un sudor frío empapó su frente.

- ¡Apártense, imbéciles! ¿Qué no ven que es un oficial de alto rango? ¡Apártense ahora o será mi espada la que los saque de aquí! -

Aulo comenzó a guiar a Raparius, que caminaba más encogido de hombros que de costumbre. Cuando el miedo a la muerte segura por fin empezó a disiparse, Raparius comenzó a quejarse furiosamente con el oficial itálico que los había salvado.

- ¡Esto no tiene sentido! ¡Hemos ayudado al cónsul a hacerse con la ciudad y ahora lo están arrasando todo! Bueno, eso no es asunto nuestro... ¡Pero han matado a varios de mis hombres, los mismos que ayudaron a apoderarse de la puerta! -

- Ha sido una confusión - Respondió Aulo sin levantar la voz ni volverse para mirar a su interlocutor: - Ahora mismo los llevaré con el Cónsul para que expresen sus reclamos. -

Raparius estaba indignado. Su enfado parecía borrar todo el temor padecido en las últimas horas al verse obligado a defenderse a sí mismo y a su hermana de los ataques de los itálicos, a quienes, con su traición, había ayudado a ingresar en la ciudad. Tenía ganas de vérselas cara a cara con el cónsul y exigir una compensación para él y para todos sus hombres.

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Tiberio Claudio se había retirado a una tienda de campaña que los legionarios le habían armado en las puertas de la ciudad y ahora estaba sentado en una silla repleta de almohadones para hacer más cómoda aquella velada nocturna. Desde allí podía contemplar el incendio que se extendía por los barrios marginales.

A pesar de los inconvenientes de los últimos meses, Brucora era una ciudad con defensas formidables, y haberla reconquistado para el Imperio en una sola noche definitivamente mejoraría su reputación. Nadie podría cuestionar su liderazgo en asuntos militares. Era el miembro más prestigioso de la aristocracia, el senador más experimentado, y el que más consulados había ostentado.

Una de las pocas cosas que sus enemigos siempre le restregaban en la cara era que nunca había conquistado una ciudad fortificada. Pero ahora, ni siquiera ese argumento podrían utilizar en su contra. Las riquezas saqueadas aquí aliviarían las arcas del estado, lo que implicaría más juegos y espectáculos en el Gran Anfiteatro Imperial, algo que siempre garantizaba popularidad con la plebe.

Y como Esteban había vuelto al sur para luchar contra los orcos, ningún otro general podría obtener un gran logro militar eclipsase al suyo, por lo menos en el corto plazo. Esto finalmente lo convertiría en el hombre más poderoso del imperio, sin lugar a dudas.

En esos pensamientos estaba cuando vio que Aulo se acercaba con sus escoltas y algunos extraños acompañantes.

- ¿Y bien, Aulo? - Preguntó Tiberio Claudio sin levantarse de su asiento: - ¿Se van cumpliendo mis órdenes? -

- Sí, Excelencia. No creo que al amanecer haya alguien en Costa Fangosa que tenga dudas sobre el mensaje que se les ha enviado esta noche. Lo que no sé es si quedará alguien para contarlo. -

- Por todos los dioses, tan al pie de la letra se están siguiendo mis órdenes. Tanto fervor por parte de mis tropas me conmueve. - Canturreó el Gran Duque con una sonrisa permanente en su boca.

- He traído conmigo a Raparius. Tiene algunas quejas sobre el trato que los suyos están recibiendo de nuestros legionarios. -

- ¿Raparius? - Tiberio Claudio pronunció aquel nombre como si intentase recordar de quién se trataba y no lo consiguiera: - Ah, el brucio. Sí, claro. ¿Quejas? -

Raparius emergió de entre los escoltas y dio dos pasos hasta que los Lictores llevaron sus manos hacia la empuñadura de sus armas, obligándolo a detenerse. Esto disminuyó un poco el aire conflictivo del brucio, pero aún así reclamó con brío.

- ¡Tus legionarios han acabado con la vida de muchos de mis hombres! ¡Los mismos que te han ayudado esta noche a tener acceso a Brucora! ¡Los que te han servido esta victoria en bandeja de plata! -

La sonrisa desapareció inmediatamente del rostro de Tiberio Claudio, reemplazada por una nube oscura que ensombreció su mirada, la cual momentos atrás había sido casi risueña. Su rostro se arrugó y un denso ceño se instaló en su frente. Aulo detectó el peligro e intentó decir algo, pero Raparius malinterpretó aquellas señales como confusión y habló rápidamente para plantear su caso con más claridad.

- Tienes que ordenar que se proteja al resto de los brucios en la ciudad. Además, exijo una compensación para mí y para el resto de mis hombres. ¡Casi nos matan y a mi hermana estaban a punto de violarla! ¡Solo la intervención de vuestro Tribuno ha impedido esta serie de atrocidades! -

Entonces señaló a Aulo para animarlo a confirmar su historia, pero el aludido dio unos pasos hacia atrás y miró hacia el suelo. No tenía muy claro si su intervención sería valorada positivamente por el cónsul, pero no parecía razonable matar a quien tanto había cooperado esa noche.

Viendo que el Tribuno no decía nada, Raparius prosiguió con sus reclamaciones.

- ¡Si no fuese por mis hombres, Brucora todavía pertenecería a los enemigos de Itálica! -

- Quizá. - Respondió al fin el Gran Duque: - La guerra es confusa, Raparius. Sin duda, en medio de la oscuridad de la noche mis soldados no han sabido diferenciar los unos de los otros. Estas cosas pasan. - Tiberio Claudio hablaba despacio, como sintiendo el peso de cada palabra; el ceño y la mirada oscura permanecían en su semblante: - Lo que no tengo tan claro es tu concepción de lo acontecido aquí esta noche. Brucora ha sido tomada al asalto por mis legiones y así quedará escrito en la historia. La intervención de tus hombres ni siquiera alcanza para ser un capítulo en los volúmenes de esta campaña. Te voy a corregir: sin mis legiones, Brucora aún estaría en manos del enemigo y tus soldados, sometidos a las tribus vecinas que ustedes mismos dejaron entrar. ¿Has tenido bajas? ¿Y cuántos itálicos crees que han caído esta noche? No veo a ningún Tribuno de mis legiones ante mis ojos pidiendo compensación por sus soldados caídos. -

El Gran Duque había elevado el tono de voz en sus últimas afirmaciones, pero se contuvo y volvió a adoptar un tono más suave:

- Mi estimado Raparius, has prestado un servicio a Itálica, pero tu forma de ver las cosas... ¿cómo debería decirlo?... - Hubo una pausa larga en la que solo se escuchó el crepitar de las antorchas consumiéndose: - Me incomoda; sí, esa forma que tienes de interpretar lo acontecido me resulta muy incómoda, Raparius. -

El brucio iba a decir algo, pero el Cónsul, sin mirarle, con los ojos puestos en las llamas que engullían Brucora, alzó su mano derecha y Raparius calló.

- Creo, Raparius, que tu visión debe ser corregida para evitar malas interpretaciones en el futuro. - Entonces se volvió para mirar a Aulo: - No es conveniente que historias extrañas, acerca de ridículas traiciones y fantasías brucias ensombrezcan la luz de este nuevo amanecer en la historia de Itálica. Aquí lo único que sucedió es que los bárbaros entraron en rebelión y yo, Tiberio Claudio, reconquisté en una noche el bastión que era el símbolo central para quienes nos desafiaban. -

Un rayo de luz empezó a iluminar el horizonte. El Cónsul miró a uno de sus Lictores. El soldado sostuvo la mirada de su Comandante en Jefe durante un segundo y asintió. Luego desenfundó su espada y se acercó lentamente adonde estaba Raparius. Los soldados que habían rodeado al brucio para impedir que se acercara más al Cónsul se apartaron.

Finalmente, Raparius entendió lo que iba a suceder y argumentó con desesperación:

- ¿Qué quieres hacer? Esto no tiene sentido. ¡Si me matas, nadie más querrá ayudar a los itálicos jamás! -

- A lo mejor es que ya nunca más vamos a necesitar ayuda, brucio. Tu pueblo es un aliado demasiado inconstante: primero contra nosotros, luego a nuestro favor cuando los conquistamos y les construimos muros; luego se pasaron al bando de los rebeldes y de nuevo con nosotros. Creo que hay que detener este ir y venir de los brucios de una vez por todas. Es confuso y agotador. -

Tiberio Claudio apartó la mirada y ni siquiera se inmutó al escuchar el grito del brucio al ser atravesado por la espada de su Lictor.

- ¿Y el resto? - Preguntó el soldado que acababa de ejecutar a Raparius.

- Acaben con todos. -

Los Lictores de Tiberio Claudio no tenían ningún escrúpulo, a diferencia de su joven Tribuno. Empezaron por la hermana: dos hombres la cogieron por los brazos y un tercero la atravesó por el pecho, retorciendo su espada al sacarla, destrozándole el corazón y varias vísceras que salieron junto con el filo del arma. El chillido de la mujer resonó en los tímpanos de Aulo como un cuchillo afilado, pero mantuvo la mirada fija mientras la mataban. No quería que el Gran Duque viese el menor signo de debilidad o duda en su semblante.

A continuación, los legionarios degollaron a los dos brucios restantes. Luego, un mensajero partió hacia la ciudad con la orden expresa del cónsul de dar muerte a todo soldado o civil Brucio que se encontrara vivo.

Tiberio Claudio se levantó de su silla.

- Voy a descansar un poco. La emoción de mi conquista me embarga y quiero reposar. -

Parecía que estaba a punto de retirarse, pero el Gran Duque se detuvo para dirigir un último comentario al joven Tribuno.

- Espero que nunca más vuelvas a interponerte entre mis hombres y mis órdenes. A no ser que quieras... incomodarme. -

Aulo quiso decir algo en su defensa, pero Tiberio Claudio no le dio tiempo y entró en su tienda. No había mentido. Necesitaba descansar. En unas horas, una vez repuesto de aquella noche en vela, haría su entrada triunfal en la ciudad subyugada. Los dioses se mostraban generosos con él. Debía recordar hacer un fastuoso sacrificio en el foro de Brucora, a la vista de sus tropas victoriosas.

En cuanto volviese a Itálica, toda su atención debería concentrarse en descifrar las intenciones del Príncipe Lucio y neutralizarlo rápidamente. Lo ideal sería que su muerte ocurriese el mismo día que la de su padre imperial, de manera que la facción contraria cayera en un estado de profunda confusión, y así tendría menos problemas para sentar al Segundo Príncipe Antonio en el trono.

Después, solo quedaría el obstáculo de deshacerse de Lawrence, pero ese era un caso mucho más sencillo. Una vez que el emperador muriera, su pequeño bastardo ya no tendría ninguna protección, así que se aseguraría de que desapareciera misteriosamente antes de que la Guerra Civil comenzara oficialmente.

Mientras el sueño comenzaba a llegar, sonrió pensando que lo único que podría mejorar aquella jornada sería recibir noticias de la muerte de aquel joven Necromante en la Provincia de Valderán. Con ello, su felicidad se vería colmada. Se había perdido la oportunidad de criticarlo por retirarse ante aquellos bandidos, pero aún quedaba tiempo para eso. Aunque quizás no fuera necesario preparar ningún discurso en el Senado, porque aquel impetuoso joven ya había demostrado ser un insensato solo por aceptar la misión de defender esa provincia. Sí, lo mejor era dejar que los etolios se encargaran de Bryan por él.

Tiberio Claudio soltó una última carcajada. Hubo momentos en los que se planteó que quizá enviarlo a Valderán pudiera ser un error. Ahora ya no. Ahora todo encajaba, todo fluía como un manso río hacia un mar plácido de victoria.

No había ningún problema.

El Gran Duque no podía saber que, en ese mismo momento, Bryan estaba con las Legiones Malditas en el Monte Ida, posicionándolas para la Batalla del Campo de Sangre.

Tiberio Claudio y sus ambiciones

Nota del Traductor

Hola amigos, soy Acabcor de Perú y hoy es miércoles, 26 de junio de 2024 y por fin la enfermedad que tenían mis familiares me alcanzó.

Tengo una faringitis espantosa que me ha dejado sin voz y con los oídos bloqueados. Afortunadamente, no los necesito para escribir, así que he logrado traerles este capítulo. Sin embargo, ha sido bastante difícil y, además, han amenazado con cortarme la luz, así que nuevamente apelo a la generosidad de cualquier posible donante que me pueda ayudar, aunque sea con un poco de dinero. Patreon, YAPE, BCP, lo que ustedes quieran.

Y sí, sé que hay otros en el mundo que también tienen problemas económicos, que en Ucrania están en guerra, que hay rehenes en Palestina, etc. Pero en este momento, con mi cabeza adolorida, los oídos doliéndome como si tuviera clavos en los tímpanos, la garganta inflamada, los acreedores acosándome y la falta de sueño por todo el estrés… ¡realmente no me importa si otros también la pasan mal! Por favor, permítanme ser egoísta y asumir que soy el centro del mundo por un rato.

Perdón, he estado cargando un mal humor durante toda esta semana y se ha acumulado tanto que no pude evitar descargar un poco aquí. Les pido su comprensión en virtud del largo capítulo que les estoy presentando. El cual es un poco violento en parte por mi mal humor, pero mantengo la esperanza de que esto sea algo beneficioso para su entretenimiento y de ese modo le demos un buen uso a todo mi malestar.

Desde hace tiempo, quería detenerme en la historia para mostrar los eventos relacionados con el gran problema creado por el primer Príncipe y cómo Tiberio Claudio los solucionó. Anteriormente, vimos a Lawrence, obligado por las circunstancias, actuar con gran crueldad sin disfrutarlo realmente, simplemente porque no tenía otra opción en ese contexto. En cambio, Tiberio Claudio es una persona que hará lo necesario para incrementar su poder. Su crueldad es metódica y razonada, y no le incomoda en absoluto. Sus decisiones no se basan en la supervivencia de sus hombres o aliados, sino en la eficacia para alcanzar sus objetivos. No se puede negar que es brutalmente eficiente, similar a la eficiencia despiadada de los nazis en sus campos de concentración.

El siglo XX será recordado tristemente porque, desde el Imperio Romano, no se había visto a tantas sociedades exterminar personas de manera casi industrial, como si las vidas no tuvieran valor alguno. Hubo grandes masacres en la Edad Media y Moderna, pero nunca tan grandes, sangrientas y deshumanizadas como las de la Revolución Francesa, la Alemania Nazi, la Rusia Comunista, la China Comunista y las atrocidades del Imperio Japonés en la Segunda Guerra Mundial.

Y si a eso añadimos el horror del aborto, la legalización del infanticidio en masa por motivos económicos, cometidos por las propias madres contra sus hijos, los sacrificios humanos en América Prehispánica y en la Europa Escandinava no parecerán tan horribles cuando las futuras generaciones estudien el pasado. Créanme, incluso si sumamos a todos los muertos de la Yihad Musulmana y las Cruzadas, no pasaremos de unos miles de muertos. En cambio, en todos los demás ejemplos los muertos se cuentan por millones.

Este violento pasado me inspiró a escribir este capítulo, basado en la Toma de Tarento por el Cónsul Fabio Máximo, según la novela histórica de Santiago Posteguillo “El hijo del Cónsul”. Naturalmente, hice algunos cambios, el más relevante es el entorno, ya que en Italia, donde está Tarento, no hay manglares, aunque sí en España. Esta parte de la historia fusiona dos eventos: la recuperación de Tarento por Fabio Máximo de Aníbal Barca, y la idea de Brucora como un centro de resistencia de las tribus bárbaras, inspirada en la ciudad de Numancia, donde los pueblos españoles resistieron heroicamente a los romanos hasta la era de Augusto. Los historiadores decían: “¡Hispania, la primera región que invadimos y la última en ser conquistada!

Así que, si eres español o descendiente de españoles, ¡siéntete orgulloso! ¡Esa es tu sangre! ¡Ama tus orígenes! ¡Viva España! Eso sí, por favor, sin blasfemar. Me duele cada vez que escucho “¡Hostia!” usado coloquialmente. Prefiero engañarme pensando que se refieren al puerto de Ostia.  Ya saben que me considero un católico mediocre, así que no pienso juzgar a otros, pero todavía intento ser un católico y me duele cuando algo que es sagrado no se le trata como tal. Del mismo modo, nunca me verán insultando a Mahoma o burlándome del Bhagavad Gita ni siquiera en privado. Ambos son personas o textos sagrados para musulmanes e hindúes, eso me basta para respetarlas, aunque no crea para nada en ellos. Incluso si son enemigos míos.

Ahora bien, acciones del segundo príncipe también tienen su origen en el pasado de España; de hecho, fueron un evento que los propios romanos lamentaron con vergüenza y horror, según sus historiadores, y que los españoles seguramente recuerdan como un hito histórico importante. Me refiero a la infame traición del Pretor Galba en el 150 a.C. La situación es básicamente la que narré: el pueblo de los lusitanos se envalentonó para invadir el territorio romano en Hispania junto con sus parientes celtíberos. Pero cuando se enteraron del éxito que el Procónsul Lucio Licinio estaba teniendo en el norte, decidieron buscar la paz con Roma, y Galba utilizó el truco de ofrecerles tierras, dividirlos y pedirles que soltaran sus armas para finalmente exterminarlos o esclavizarlos. El desgraciado fue llevado a juicio, pero consiguió salvarse porque la mayoría de los jueces eran parientes suyos.

Sin embargo, entre los lusitanos que se salvaron se encontraba nada menos que el heroico caudillo Viriato, que se convertiría en la némesis de Roma durante mucho tiempo, llegando incluso a derrotar a sus legiones muchas veces, gracias a su gran genio militar y estratégico. Al final, los romanos tuvieron que comprar a unos amigos suyos para asesinarlo. Ese fue el único modo en que pudieron deshacerse de él.

Personalmente, Viriato es uno de mis héroes porque su ingenio y capacidad para la supervivencia contra todo pronóstico me recuerda un poco a mi padre, siempre habilidoso para salir adelante contra cualquier problema que la vida le trajera, aunque lamentablemente también tenía la tendencia a confiar en personas que no eran dignas de su amistad. ¡Vaya, me puse sentimental! En cualquier caso, estoy seguro de que Viriato también debe ser el héroe de muchos en España, a juzgar por la gran cantidad de monumentos que tienen de él. Así que, de nuevo, ¡Que viva España! ¡Enorgullézcanse!

Ahora bien, las imágenes, tuve algunos problemas porque no quería poner nada explícito en relación a la masacre de tantos inocentes, sobre todo mujeres y niños. Algunas escenas escritas quizá les parezcan muy duras, pero aunque no lo crean, he atenuado muchas de las cosas que solían suceder en tiempos antiguos, previos a la aparición del cristianismo.

Pero aunque no lo crean, ese tipo de atrocidades aún ocurren de forma cotidiana en muchos lugares del mundo. Hace unos meses, los terroristas de Hamás mostraron videos de una mujer judía que estaba dando a luz y a quien tenían de rehén. Los malditos esperaron a que el infante estuviera naciendo para acuchillar al bebé en la cabeza y luego matar a la madre, todo en nombre de la independencia de su país. Pamplinas. ¡Qué tan enfermo debes estar para hacer algo así! Y en África, ese tipo de cosas también pasan todos los días.

¡Rayos, hasta en mi país ocurren cosas parecidas! Los terroristas se refugian en lo profundo de la selva amazónica, donde un elefante podría pasar a 10 metros y uno no lo notaría, y pueden evitar al ejército peruano. Pero los habitantes locales hablan de violaciones masivas, secuestros y ejecuciones hasta de bebés en sus cunas, todo en nombre de la "¡Revolución Popular!"

Para colmo, muchos de los líderes que crearon, entrenaron y adoctrinaron a estos monstruos ahora viven tranquilamente en Alemania, Suiza y Bélgica, porque la Corte Internacional de Derechos Humanos decidió que eran "perseguidos políticos".

Comencé este comentario diciendo que quería ser egoísta hoy y no pensar en el sufrimiento ajeno, pero termino denunciando de crímenes de guerra. ¡Realmente no puedo con mi genio! Ojalá eso signifique no soy tan mala persona como creo.

¡Esperen! ¡Hay un golpe de Estado en Bolivia! ¡Me acabo de enterar! ¿Parece que es un autogolpe? En fin, ¡tengo que ir a ver eso!

Resumo: Las imágenes son todas hechas con IA y me tomaron mucho tiempo, especialmente la que simboliza el sufrimiento de la población sin ser explícita. Los brucios eran un pueblo real, habitantes de Tarento, mencionados en la novela de Posteguillo. Brucora, en cambio, es un nombre inventado en honor a los brucios. Elegí el nombre Raparius para hacer referencia a su destino, combinando avaricioso con muerte.

Por favor, ayúdenme a detectar si hay defectos de ortografía o de trama. Compartan esta novela con otras personas para atraer a más público. Además, agradecería mucho sus donaciones.

¡Espero que les guste el capítulo!