¡Por favor patrocina este proyecto!
—¡Escúchenme, dioses inmortales que imperáis sobre los hombres! Si alguna vez amparasteis con clemencia a mi padre en la cruel guerra, ¡sedme ahora propicios! — exclamó Erica, y su voz se elevó como un reto sobre la playa.
A su alrededor comenzó a surgir una energía carmesí que, en un suspiro, llenó el aire con el frenesí de la guerra con la misma intensidad en que lo harían unas llamas resplandecientes. Contrario a lo que cabría esperar, aquella energía no calentaba, sino que enfriaba; la temperatura descendió en un instante cerca de veinte grados, y una escarcha tenue comenzó a dibujarse en la arena.
Era la manifestación de la bendición de Ares, señor de la guerra. En el viento pareció escucharse el lamento lejano de cientos de moribundos, como si las agonías del campo de batalla se hubieran condensado en sonido. Todo era efecto del conjuro que Érica había desatado.
—¡Divina Atenea! —continuó Érica con voz clara y firme—. Como vasalla del rey Kusanagi Godou, la gran caballero Érica Blandelli te suplica con humildad que te retires de inmediato. Si no atiendes mis súplicas, usaré mi espada para defender a mi señor.
El aire a su alrededor pareció estremecerse ante la noble declaración. Un estandarte carmesí, convocado mágicamente, ondulaba majestuosamente desde su espalda. Erica Blandelli se plantó firme frente a la diosa, con Cuore di Leone en la mano.
Y por primera vez desde su llegada, Atenea volvió su mirada hacia la hermosa muchacha, reconociendo finalmente su existencia.
—¿Oh? —dijo la diosa con una mezcla de curiosidad y desdén—. Una discípula de Hermes y descendiente de la ciudad consagrada a Heracles, bendecida por mi belicoso hermano. ¿Acaso piensas morir para defender a tu señor?
—¿Qué mejor forma de morir puede haber para un Caballero, que la de afrontar el más terrible de los destinos para defender a mi señor y rey? Sin duda la más antigua de las diosas guerreras, Atenea Victoriosa, ¡sabrá reconocerlo! —exclamó Erica con la seguridad del legendario Horacio Cocles.
Sin embargo, sus labios no pudieron contener del todo un susurro de su verdadero sentimiento:
—¡¿Por qué Godou siempre tiene que complicarle la vida a todo el mundo?!
Los dioses eran peligrosos por naturaleza; pero Atenea lo era aún más, pues como diosa de la guerra comprendía mejor que nadie la totalidad del arte del combate, en especial cuando el adversario era un Campione. Una sola mirada le bastó para descubrir la gran debilidad de Kusanagi Godou: salvo que fuese empujado hasta el límite, jamás pelearía con toda su fuerza. Por ello, la estrategia más eficaz para neutralizarlo era un ataque preventivo.
Sin embargo, aunque Godou lucía tímido por fuera, en realidad poseía un orgullo tenaz y una sorprendente capacidad de supervivencia. Esto volvía improbable que un golpe sorpresivo lograra acabar con él.
Fue por eso que Atenea eligió acercarse a él conteniendo su intención asesina hasta el último instante, para no activar sus defensas. Incluso lo besó, buscando sembrar confusión y garantizar que su maldición se infiltrase sin resistencia.
Fue un movimiento perfecto, que funcionó exactamente como debía.
Al ver el cuerpo helado de Godou tendido en la arena, Erica se llenó de ira, tanto por la frustración como por los celos de que otra mujer hubiera besado al hombre que amaba, aun cuando se tratara de una diosa.
«¿Acaso este insensato nunca va a aprender?»
Aunque Kusanagi Godou lo negara, lo cierto era que solía bajar la guardia con las mujeres. Peor aún, exponía sus debilidades frente a ellas. Robarle un beso no era difícil; y ese tipo de descuido podía resultar fatal.
Por regla general, todos los Campione poseían una resistencia natural casi ridícula contra cualquier forma de magia, conjuro, hechizo o maldición. Incluso frente a una deidad eran capaces de resistir los efectos y recuperarse con rapidez de cualquier sortilegio.
Sin embargo, si la magia encontraba la manera de actuar desde el interior del cuerpo —ya fuera mediante una poción o, como en este caso, un beso— la situación cambiaba por completo. Era un principio universal que regía para todos los mortales: ninguna armadura mística ni defensa natural podía protegerlos de algo que nacía y obraba directamente en su interior.
Erica, pese a ser una maga de élite habría muerto en el acto bajo el peso de aquella maldición. Godou, en cambio, resistió un poco más… aunque al final, también sucumbió.
«¡Eres un tonto que me obliga a trabajar extra por tus tonterías!», pensó, con el corazón encendido entre la rabia y la angustia.
Erica apuntó hacia Atenea con uno de sus dedos, liberando un cúmulo de magia concentrada que salió disparado contra la diosa. El hechizo poseía la fuerza suficiente para abollar el blindaje de un tanque; una persona común habría muerto con la cabeza pulverizada y hasta los mejores magos habrían tenido dificultades para resistirlo sin quedar gravemente heridos. Pero ante una divinidad semejante poder carecía de sentido. El proyectil se deshizo en el aire, disipado antes siquiera de rozar a Atenea, quien ni se molestó en alzar la mano para bloquearlo.
Por supuesto que Erica ya esperaba esto. Su auténtico objetivo era crear una distracción para que la Lanza de Aquiles terminara de forjarse al compás de su más poderoso conjuro: la Elegía del Pelida.
—¡Corta vida y fama eterna para mí! Por el honor de Apolo, caro a Zeus; ningún enemigo pondrá sus manos sobre mi Señor y Rey mientras yo respire y vea la luz en esta tierra, ¡aunque se trate del más poderoso del mundo! —exclamó Erica, blandiendo la lanza con firmeza.
Con aquellas palabras de desafío, el cuerpo de Erica se impregnó de poder y avanzó con un pisotón que hizo retumbar la tierra. En ese instante, sus piernas eran tan fuertes que una sola patada habría bastado para pulverizar el concreto más resistente. El suelo tembló a su paso y el aire estalló en un rugido cuando se abrió a la fuerza ante la velocidad de la hechicera.
La punta ardiente de la Lanza de Aquiles se lanzó hacia la garganta de Atenea con una precisión y una ferocidad capaces de atravesar cualquier defensa humana. Sin embargo, en el momento exacto en que parecía que el golpe daría en el blanco, la diosa lo detuvo con un gesto casi negligente: apenas dos dedos de su mano izquierda bastaron para inmovilizar la embestida de uno de los mortales más poderosos.
Sin embargo, el ataque de Erica no se detuvo. Con un paso firme adelantó el cuerpo, cambió el agarre de la lanza y, en el mismo movimiento, se impulsó hacia atrás para ganar distancia. Atenea, lejos de insistir en sujetar la punta, optó por soltarla, como si quisiera observar a dónde la conduciría aquella jugada.
En un abrir y cerrar de ojos, Erica ya había corrido a su alrededor y se encontraba a su espalda, lista para asestar un nuevo lanzazo mortal. Pero, justo antes de que la hoja pudiera alcanzarla, la diosa se desvaneció en un destello y reapareció varios metros más adelante gracias a su desplazamiento instantáneo.
Erica no la persiguió. En su lugar, hizo girar la lanza con un solo movimiento, como si blandiera las aspas de un molino. Tal fue la velocidad y la fuerza con que la empuñó, que la arena de la playa alcanzada por la punta se encendió hasta fundirse como lava ardiente. Con otro giro, la maga lanzó aquella sustancia incandescente en dirección al rostro de la diosa.
Una persona común habría terminado con un agujero letal atravesándole el cuerpo. Incluso un mago experimentado tendría serias dificultades para defenderse, pues el líquido incandescente combinaba elementos de fuego y tierra, volviendo casi imposible conjurar una defensa eficaz en tan poco tiempo.
Sin embargo, Atenea solo arqueó los labios en una leve sonrisa, como si aquel truco le resultara entretenido. Y apenas ladeó la cabeza para esquivar las gotas resplandecientes, sin el menor esfuerzo. Erica aprovechó ese instante para lanzarse hacia adelante y desatar una tormenta de estocadas con la lanza, apuntando con precisión a la cara, el cráneo, el hombro izquierdo, los muslos, el abdomen, el pecho, la garganta… ningún punto vital quedó sin ser atacado.
La diosa retrocedió con calma, esquivando cada embate con movimientos tan simples que parecían insultantes, como si la lanza danzara frente a ella sin llegar jamás a alcanzarla. Ambas avanzaron y retrocedieron varios metros en aquella furiosa acometida.
En un momento dado, Erica blandió su arma con violencia para levantar una nube de arena que oscureciera la vista de Atenea. La diosa respondió con un leve gesto de la mano y la polvareda se disipó al instante, pero en ese mismo segundo la hechicera ya había dado un paso al frente para asestar un golpe con todas sus fuerzas.
Si hubiese sido cualquier mortal, habría perdido por completo la extremidad. Pero la piel de la diosa era más dura que cualquier metal y rechazó el golpe sin recibir ningún daño aparente. Sin embargo, de inmediato los ojos de Atenea se abrieron con sorpresa: contemplaba el dorso de su mano, que había entrado en contacto con la punta de la lanza. Su expresión cambió de pronto… y parecía incluso feliz.
—Parece que no te atreviste a desafiarme en vano. Sin duda posees cierta habilidad, pequeña mortal.
En la piel perfecta de la diosa se había abierto una finísima línea roja, de la cual brotaba una sola gota de sangre.
Cuore di Leone había conseguido herirla.
Ningún arma humana podía dañar a una deidad. Ni siquiera alcanzaban a ser una molestia. Espadas, armas de fuego, explosivos, armas químicas o biológicas… frente a un dios, todo el poderío de la humanidad era apenas una broma.
Y sin embargo, ahí estaba: una diminuta herida marcando la piel de una inmortal.
Atenea sonrió con auténtica alegría mientras observaba aquella única gota de sangre. Luego suspiró y habló con un dejo de nostalgia:
—Había olvidado el color de mi propia sangre. Ni siquiera recuerdo la última vez que un mortal logró herirme. ¿Esa arma es una reliquia de la era mitológica?
—Mi lanza mágica está imbuida con un hechizo mortal heredado del legendario Aquiles, héroe por la eternidad. ¡Ni siquiera una diosa saldrá ilesa si es alcanzada por ella! —respondió Erica, tensando el agarre y lista para lanzarse al menor movimiento.
Atenea, sin embargo, permanecía indiferente a la amenaza, fascinada todavía por la pequeña herida en su mano.
—Dices bien, mortal. Esta reconoce en tu arma la huella del príncipe impetuoso que prefirió un breve destello de gloria eterna en el combate antes que una vida larga y apacible. Naturalmente, un arma que porta la voluntad del más grande entre todos los héroes resulta peligrosa incluso para el cuerpo de una diosa. Tal vez, en manos de otro inmortal, podría matarme —murmuró Atenea con calma.
De pronto, su expresión se transformó. Sus ojos se suavizaron y en su rostro apareció una ternura insólita, casi protectora, como la de alguien que contempla una criatura preciosa o un jardín exquisitamente cuidado.
—En verdad, esta se compadece de tu destino. Si no hubieras entregado tu lealtad y devoción a ese joven Campione de manera tan insensata, esta te habría concedido su bendición. Habrías sido especialmente amada y protegida por mí.
Era evidente que la diosa estaba a punto de hacer un movimiento.
«¿Y ahora? ¿Qué puedo hacer?» pensaba Érica, exprimiendo hasta lo último de su ingenio. Tenía muy claro que únicamente seguía con vida porque Atenea no había tenido ganas de responder seriamente a sus ataques. Si tan solo Godou estuviese allí, tal vez entre los dos podrían lograr algo. Pero en solitario no había ninguna esperanza de sobrevivir.
Y su oponente era la mismísima diosa de la guerra.
Si bien era cierto que la Lanza de Aquiles podía asesinar deidades, la de Érica no era más que un encantamiento sobre su espada, no el objeto real. No duraría mucho más. Además, aunque era una de las magas más poderosas del mundo, sus habilidades estaban muy por debajo de las del héroe legendario de la Guerra de Troya. Ni siquiera con la reliquia auténtica podría desatar todo el potencial de la lanza.
En el pasado, Kusanagi Godou había conseguido derrotar al dios de la guerra de Persia, a pesar de ser un mortal ordinario. Pero eso solo fue posible porque ya cargaba con el glorioso destino de convertirse en un matador de dioses. Además, en aquella ocasión portaba un arma secreta: el Grimorio Prohibido de Prometeo, nada menos que un objeto divino de la era mitológica, equivalente al Gorgoneion. Sin embargo, esa reliquia había desaparecido tras su último uso y no volvería a aparecer en el mundo mortal.
«Entonces la única opción es escapar… además, debo hacerlo al mismo tiempo que evito el ataque mortal que Atenea está a punto de desatar.»
—¡Oh león de acero! ¡Tú eres mente y cuerpo de los guerreros eternos, cuyo sacrificio máximo será por siempre motivo de gloria para dioses y mortales! —exclamó Erica mientras aferraba la lanza carmesí—. ¡ΜΟΛΩΝ ΛΑΒΕ!
Inmediatamente después, un torrente de energía envolvió su cuerpo, y la hermosa hechicera sonrió con heroísmo. Incluso si planeaba retirarse, no existía forma de que huyese como una cobarde. Hasta en la peor de las derrotas debía mostrarse con dignidad y valor: tal era el código caballeresco de Erica Blandelli.
Molon Labe[1] era un conjuro defensivo que materializaba una barrera mágica en forma de trescientos escudos dorados, erigidos como una cúpula protectora. No se rompería hasta que el último de ellos fuese destruido. Además, otorgaba a su conjuradora un poder mayor cuanto más desventajosa se tornase la batalla, junto con una férrea resistencia mental. Era, en esencia, la mejor técnica para defender a otro.
Atenea sonrió con calma y agitó su mano herida. Un viento divino estalló a su alrededor, arrasando con todo a su paso. Cien escudos estallaron en un instante, pero los restantes resistieron firmes, preservando la vida de Érica.
—¿Oh? Una defensa impresionante —exclamó Atenea con renovada curiosidad, mientras extendía la palma de su mano.
Un segundo viento divino estalló, y esta vez casi todos los escudos dorados se hicieron añicos, quedando en pie únicamente tres. El golpe fue brutal: el cuerpo de Érica se estremeció y un hilo de sangre escapó de sus labios, pero aun así se mantuvo firme, sosteniendo su postura con férrea determinación.
—Y con esto se acabó —dijo Atenea risueña, alzando un solo dedo como para señalar lo sencillo que sería aplastar la defensa restante.
Pero precisamente eso era lo que Érica había esperado. Sorprendiendo incluso a la diosa, deshizo por voluntad propia los últimos escudos protectores y concentró toda la energía acumulada en su arma. La lanza, imbuida con el exceso de poder generado por Molon Labe en aquella situación desesperada, brilló con un resplandor carmesí y fue arrojada con fuerza sobrehumana.
«¿Qué harás, divina Atenea? ¿Retrocederás, esquivarás… o contraatacarás?»
La Lanza de Aquiles salió disparada como un relámpago en dirección a la diosa. Atenea, más entretenida en reducir los escudos que en vigilar a la maga, no anticipó el movimiento. Sus ojos se abrieron con una ligera sorpresa y, en lugar de detenerla de inmediato, dio un paso atrás, como si el ataque repentino hubiese despertado su curiosidad y quisiera contemplarlo con más atención.
Al ver ese movimiento, la hermosa hechicera dejó escapar una brillante sonrisa. Y quienes conocían a Érica Blandelli sabían que esto solo ocurría cuando estaba absolutamente convencida de que su plan no podía fallar.
Desde tiempos ancestrales, la carga de caballería había sido el arma más devastadora en los campos de batalla, y para los magos guerreros de Occidente tenía un significado aún más profundo. Su especialidad precisamente era aumentar el poder devastador de sus ataques contra un enemigo que intentaba aumentar la distancia.
—¡Cuore di Leone, te encomiendo esta misión! ¡Asume la forma del reto de Nemea y destroza a mi enemigo! ¡Puedes conquistar a voluntad, aniquilar y obtener el triunfo! —gritó Érica, aferrando la lanza carmesí. —Te dejo el campo de batalla a ti.
Repentinamente la Lanza desapareció y volvió a tomar la forma habitual de Cuore de Leone, pero acto seguido volvió a cambiar. Entonces el enorme León de Acero, tan grande como un autobús, se abalanzó contra Atenea llevando consigo todo el impulso de la energía de Molon Labe y los restos del resplandor asesino de la Lanza de Aquiles.
—Ahora sí me has impresionado, joven mortal —murmuró Atenea con una sonrisa divertida.
La diosa blandió su mano contra el enorme León de Acero y lo envió a volar hacia un costado con facilidad. Sin embargo, a diferencia de antes, su gesto no fue un ademán perezoso, sino un auténtico golpe: la acción instintiva de quien aparta de su vista una mosca molesta.
Podría parecer un movimiento trivial, pero lograr que una diosa hiciera siquiera un esfuerzo —por mínimo que fuese— ya era un acto que rozaba lo heroico.
El impacto destrozó por completo al León de Acero en incontables fragmentos metálicos. Sin embargo, la magia de Erica no había concluido. De los pedazos dispersos comenzaron a brotar destellos carmesí, y en cuestión de instantes las piezas se reagruparon para dar forma a otros siete leones de acero, tan imponentes como el primero. Lamentablemente, el resplandor de la Lanza de Aquiles ya se había disipado de sus cuerpos, por lo que aquellas bestias carecían del poder necesario para dañar a Atenea.
—Ja… ahora vuelves a hacerme perder el tiempo, joven mortal —declaró la diosa con una sonrisa ligera, mientras se divertía destruyendo, uno por uno, a los seis leones que se abalanzaban sobre ella.
Pero mientras la diosa se deleitaba en su distracción, Erica Blandelli aprovechó para correr hasta el cuerpo de Godou. Lo sostuvo con fuerza entre sus brazos y, con un salto ágil, montó sobre el lomo del séptimo león, que de inmediato emprendió la huida. Su única esperanza era que Atenea se entretuviera lo suficiente con aquellos juguetes como para no seguirla de inmediato. Después… solo quedaba rezar para que la diosa no tuviese algún modo de rastrearlos y capturarlos.
Erica oró con todas sus fuerzas para que aquel escape fuera posible, mientras urgía a la bestia de acero a correr aún más rápido. Entre tanto, revisó la condición de Godou, que yacía inconsciente en sus brazos, con el rostro plácido, como si estuviera sumido en un profundo sueño. Por supuesto, ella estaba segura de que él no moriría tan fácilmente.
Sin importar cuán absurdamente injustas fueran las circunstancias, Kusanagi Godou siempre encontraba un modo, una grieta en el destino, para alzarse con la victoria. ¡Era imposible que ya hubiese muerto!
Erica colocó su mano sobre el pecho de Godou. No sintió nada: hacía demasiado que no había pulso. Una punzada de desesperación le atravesó el corazón… hasta que, de repente, bajo su palma temblorosa, algo se agitó. El corazón de Godou despertó con un latido débil, pero firme, devolviéndole poco a poco la calidez del reino de los vivos.
Confirmando lo que siempre había creído en lo más profundo de su alma, Erica Blandelli dejó escapar una sonrisa de satisfacción, en las que también se adivinaban una mezcla de alivio, orgullo y amor.
«De todas las veces que me he muerto… esta definitivamente quedará en mi memoria como una de las más desagradables.»
Fue el primer pensamiento con algo de sentido que Kusanagi Godou consiguió articular entre la niebla que embotaba su mente. Pues a pesar de todos sus esfuerzos, todavía no podía despertar del todo; la confusión envolvía sus sentidos como un velo.
La octava forma del Señor de la Guerra de Persia, el Carnero, concedía milagrosos dones de recuperación, capaces de restaurar por completo su cuerpo sin importar lo críticas o severas que fueran las heridas sufridas. Esto se debía a que Verethragna no era únicamente un dios de la victoria militar: también era el protector de la Realeza.
Entre sus diez manifestaciones, el Carnero era la más vinculada a la autoridad de los reyes. En la antigüedad, cuando la riqueza de un pueblo se medía en gran parte por el tamaño de sus ganados, la fértil oveja se convirtió en un símbolo de prosperidad. Era un animal que se multiplicaba con rapidez y ofrecía lana, carne y leche en abundancia.
Por ello, los pueblos ofrecían sus mejores carneros en sacrificio durante ceremonias solemnes presididas por el propio rey, a las que acudía toda la comunidad.
Además, conviene tener en cuenta que en Mesopotamia y en los antiguos pueblos persas, antes del mazdeísmo, el monarca no era solo gobernante: también ejercía como sacerdote. Guiaba los sacrificios y libaciones en nombre de su pueblo, asegurando la bendición de los dioses sobre la tierra y sobre la guerra. Así, la figura del Carnero quedaba asociada no solo a la fertilidad, sino también al orden y la prosperidad del reino.
Así fue como la efigie del Carnero se convirtió en el distintivo por excelencia de los primeros monarcas mundo y de su capacidad de para mantener a su pueblo a salvo, protegiendo sus ganados con su poder militar y complaciendo a los dioses con los sacrificios para que aseguraban su prosperidad.
Con el tiempo, el Carnero pasó a simbolizar la fertilidad, la abundancia y la riqueza; en una sola palabra, la vitalidad. Esta asociación con la vida alcanzó su expresión más famosa en la mitología griega, con la leyenda del Vellocino de Oro. Aquel trofeo, recuperado por Jasón y los Argonautas, representaba la preservación, la autoridad real y el poder, pero también la capacidad de sanar y devolver la fuerza vital. Su piel dorada estaba dedicada a Ares, dios de la guerra, y el animal al que perteneció fue llevado a los cielos, transformándose en la constelación de Aries.
De manera semejante a este mito, la encarnación del Carnero otorgaba a Godou la facultad de sobrevivir a cualquier herida mortal. Aunque, como ocurría con todas sus Autoridades… su uso tenía restricciones.
En primer lugar, solo podía emplearse una vez al día. Además, no se activaba por instinto: Godou debía invocarla de manera consciente. Eso significaba que, si un enemigo conseguía darle muerte de forma instantánea o por sorpresa, el poder no tendría oportunidad de salvarlo.
En el mundo humano pocos podrían lograr algo así contra un Campione, pero las deidades y otros matadores de dioses estaban más allá de esas limitaciones.
Para colmo, la Autoridad del Carnero solo respondía cuando la herida era verdaderamente fatal. Godou mismo lo había comprobado: era inútil tratar de emplearla en lesiones graves, pero no letales.
Aun con tales restricciones, seguía siendo un don prodigioso: la capacidad de regresar de la muerte misma.
Los Campione eran existencias temibles: inmunes a muchas cosas, dueños de un cuerpo sobrehumano y de una tenacidad capaz de sostenerlos aun en las circunstancias más desesperadas. Ningún ser humano, por talentoso que fuese, podía compararse con ellos. Sin embargo, lo que realmente aterraba a quienes se los enfrentaban no era su fuerza ni su resistencia, sino el don que los volvía invencibles: la capacidad de blandir una fracción del poder divino arrebatado al dios que habían derrotado. Ese poder era conocido en el mundo de los magos como Autoridades.
Cuantos más dioses caían bajo sus manos, más Autoridades acumulaban, volviéndose cada vez más poderosos.
Hasta el momento, Kusanagi Godou solo había vencido a una deidad: Verethragna, el dios persa de la guerra y la victoria. Pero había oído rumores sobre otros Campione… que eran auténticos monstruos que habían acumulado múltiples Autoridades.
Eran tiranos impredecibles y calamitosos, pero también los únicos nacidos entre los mortales capaces de enfrentar a las deidades que se rebelaban contra el pacto que las superpotencias originales habían establecido para proteger el mundo.
En cierta ocasión, Érica le había descrito a los Campione como guerreros, reyes y monstruos… y, al mismo tiempo, humanos. Existencias que, en todos los sentidos, superaban cualquier límite de lo común.
Incluso los individuos más extraordinarios —prodigios, genios o grandes maestros legendarios con décadas de esfuerzo a sus espaldas— eran incapaces de derrotar a una deidad. La diferencia de poder resultaba abismal; los mortales ordinarios ni siquiera podían aspirar a competir.
El título de “Matador de Dioses” no se obtenía por ascendencia, talento innato, esfuerzo o voluntad, sino únicamente por la victoria. Era un destino único, que se manifestaba cuando una serie de eventos milagrosos se encadenaban de tal manera que un mortal lograba derrotar a un inmortal y adquirir poderes que ningún humano podría siquiera imaginar.
De hecho… Godou no podía dejar de sentir, en lo más profundo de su corazón, que no estaba bien que un humano poseyera poderes como los suyos. Especialmente porque no los había adquirido mediante una larga disciplina que madurase su conciencia y sentido de la responsabilidad, sino únicamente por la mayor de las suertes. Un poder de tal magnitud no debería estar en manos de un simple mortal, pues incluso en asuntos mundanos, como los relacionados con el poder político o económico, podía corromperlo o hacerlo perderse a sí mismo. Por eso Godou estaba convencido de que debía limitarse al máximo, intentando no usar sus Autoridades en la medida de lo posible, para no caer en la tentación de abusar de ellas.
Pero, por mucho que lo intentara, pronto se dio cuenta —para su pesar— de que cada día controlaba mejor los poderes de Verethragna.
La primera vez que utilizó el Carnero le tomó seis horas recuperar la conciencia; la segunda vez, apenas cuatro. Cada invocación reducía un poco más el tiempo necesario para restaurarse.
«¿Hasta dónde podrá acortarse esta vez?» se preguntó Godou.
Cada encarnación del dios de la guerra tenía condiciones distintas para activarse, y originalmente también tardaban en surtir efecto. Con el paso de los días, su dominio sobre las Autoridades parecía mejorar, incluso sin utilizarlas.
Y eso lo molestaba. No solo porque detestaba verse obligado a involucrarse en situaciones donde su vida peligraba y debía recurrir a ellas, sino porque sentía que, al hacerlo, se volvía cada vez menos humano.
Finalmente, la mente de Godou se despejó un poco y consiguió entreabrir los ojos con cierta dificultad. Al mismo tiempo sintió que estaba acostado en una cama bastante dura, aunque por fortuna parecía tener una almohada muy cálida y cómoda, tanto que no le recordaba a ninguna que hubiese utilizado antes.
—¿Cómo te sientes? ¿Puedes levantarte? —susurró Érica cerca de su oído.
Parecía obra del destino que, nuevamente, ella se hubiese quedado a su lado mientras yacía en un estado de semi-muerte, justo como todas las otras veces que había tenido que utilizar la Autoridad del Carnero.
—… ¿Dónde estamos? ¿Y cuánto tiempo me demoré en despertar esta vez? —preguntó Godou con voz débil, todavía entre la confusión y el aturdimiento.
—Te encuentras sobre una banqueta de piedra en algún parque cuyo nombre no conozco. Desde que nos escapamos estuviste inconsciente unas dos horas y media. Felicidades por romper una nueva marca.
—De algún modo eso no me hace feliz. En realidad, estaría más tranquilo si el tiempo se incrementase un poco.
—Imaginé que dirías eso, pero me temo que esta vez te recuperaste aún más rápido —respondió Érica con una sonrisa gentil—. Aunque, a juzgar por lo que he visto, tengo el presentimiento de que el tiempo para tu regeneración no va a reducirse mucho más… ¿Eso te da algo de consuelo?
Si bien era cierto que constantemente metía a Godou en situaciones problemáticas, Érica Blandelli lo trataba con una dulzura inusual cada vez que lo veía en un estado debilitado. Era una faceta suya rara vez mostrada. A los ojos de cualquiera resultaría sorprendente, casi imposible de conciliar con la implacable estratega conocida como la “Diávola Rossa”. Sin embargo, para Godou era un alivio reconfortante.
—Supongo… que sí, estoy un poco aliviado —respondió Godou con una sonrisa agotada—. Aún no se había despertado del todo; su visión estaba borrosa y le impedía ver bien los alrededores. Pero la presencia confiable de Érica a su lado le permitía mantenerse tranquilo incluso en esas circunstancias.
Godou parpadeó varias veces, intentando enfocar la escena a su alrededor, mientras un leve suspiro escapaba de sus labios.
—Sé que es bastante egoísta decir esto después de haber tenido la fortuna de sobrevivir por un pelo, pero realmente me gustaría que alguien más asumiera el problema de derrotar a esa diosa. ¿Qué posibilidades crees que tenga de desentenderme de esta responsabilidad? —preguntó medio en broma.
—Pocas o ninguna —respondió Érica mientras agitaba su muñeca derecha con movimientos tan delicados como elegantes—. Atenea no es alguien que pueda ser derrotada por ningún mortal, aunque tuviese toda la suerte del mundo. Si bien la buena fortuna es necesaria, la victoria final solo puede obtenerse con tu fuerza de voluntad. Eres alguien elegido para derrotar incluso a los dioses, así que deberías tener un poco de confianza en ti mismo.
Fue entonces cuando Godou se dio cuenta de que ella le estaba acariciando el cabello, usando los dedos como un peine con movimientos rítmicos y suaves, que resultaban sorprendentemente agradables…
—¿Qué?… Espera —balbuceó Godou, todavía medio mareado—. ¿Me estás peinando?
—Es cierto que ahora solo puedes usar una porción de tu poder, pero estoy segura de que un día controlarás todas las Autoridades de Verethragna. Eres un hombre que vencerá cualquier obstáculo con tal de lograr la victoria. Y hasta que te conviertas en un verdadero rey, voy a estar siempre a tu lado para protegerte. No importa quién sea el enemigo, nunca permitiré que te maten ni que caigas frente a ningún adversario.
Hasta ese momento, Érica le había hablado con un tono dulce como la miel. Pero cuando pronunció su promesa, la voz de la hermosa mujer caballero transmitió una fuerza de voluntad impresionante.
Godou no pudo evitar sentirse profundamente feliz. Sin embargo, también sentía que no era merecedor de semejante cuidado, hasta el punto de que una parte de él quería disculparse. Pero antes de eso…
—Muchas gracias. —Musitó Godou, esforzándose por despejar la mente para hablar con tacto y firmeza—. Lamento mucho estar causándote problemas todo el tiempo y aún así recibir tanta buena voluntad de tu parte. Realmente estoy agradecido, pero siento como si estuviese aprovechándome de tu generosidad, así que creo que lo mejor es…
—No necesitas pedirme disculpas. Soy yo quien quiere hacer esto desde el fondo de mi corazón. —Lo interrumpió Érica con una sonrisa—. Pero si quieres corresponderme, solo tienes que ser honesto y admitir que me amas. ¿No te parece sencillo?
—Mira, sé que puedo sonar desagradecido por decir esto justo cuando me has salvado… ¡pero esta situación es bastante mala!
Godou finalmente había recuperado la conciencia y comprendió lo que estaba ocurriendo. La buena noticia era que su cuerpo se había recuperado por completo de la maldición de Atenea. La mala: estaba recostado sobre un viejo banco de piedra en un pequeño parque urbano, con la cabeza apoyada en el regazo de Érica a modo de almohada. Bueno, dicho así, eso más bien sonaba como una noticia maravillosa. Y probablemente lo sería… si no estuviesen a la vista de todas las familias que paseaban por allí: Las madres murmuraban con indignación, quienes paseaban a sus mascotas se reían, y los niños los señalaban sin pudor. Algunos incluso sacaban sus celulares para tomar fotos de manera descarada.
Lo peor de todo era que no podía culparlos. Un joven de apariencia promedio estaba recostado sobre las piernas de una mujer extraordinaria, rubia, imponente y de belleza capaz de eclipsar a cualquier supermodelo o estrella de cine. Era imposible que no llamaran la atención.
Aunque los muslos de la hermosa mujer caballero eran… irresistibles, Godou no podía evitar sentirse incómodo por la atención que estaban atrayendo.
«¡Oh, no!»
Sintiendo que estaba en una cama de espinas metafórica, hizo un ademán de levantarse para escapar, pero Érica lo detuvo rápidamente, sonriendo mientras acariciaba sus cabellos.
—Quédate quieto, debes descansar —dijo, utilizando una inusual fuerza para sujetarlo y evitar que pudiese darse vuelta o moverse—. Acabas de regresar de las puertas de la muerte. Ten paciencia y obedece.
Lo cierto era que estaba agotado. Además, el tacto de las hermosas y gráciles piernas de Érica, su calor y el perfume de su cuerpo, junto con las caricias, eran un deleite tentador que atraía a su cuerpo cansado del mismo modo que la luz atrae a una polilla. Nada le habría gustado más que cerrar los ojos y entregarse por completo a esa sensación maravillosa, pero el resquicio racional que le quedaba le gritaba con fuerza que debía escapar de ahí, aunque eso significase rodar de la banca.
—¿Por qué te empecinas tan obstinadamente en rechazar mis gestos de buena voluntad? Y más aún teniendo en cuenta que acabo de salvarte la vida… —preguntó Érica, con una sonrisa que delataba lo feliz que estaba a pesar de sus palabras.
Godou estaba tan avergonzado que ni siquiera podía mirarla a los ojos; solo quería escapar de aquella situación antes de que algún espectador ofendido llamase a la seguridad del parque. Seguramente Érica estaba divirtiéndose de lo lindo al observar su reacción de pánico.
—Estoy muy agradecido y me disculpo de veras… ¡Pero esto es sumamente inapropiado! ¡Todo el mundo nos está mirando! —exclamó Godou, ruborizado.
—¿Y qué? —replicó Érica con total naturalidad—. Ni que estuviésemos haciendo nada malo. ¿Acaso no es normal que desarrollemos nuestra relación? De todos modos, los parques son lugares para disfrutar de nuestro tiempo con los seres queridos, así que aprovechemos para fomentar nuestros sentimientos el uno por el otro.
—Por favor, no uses retórica para deformar el concepto de “tiempo en familia” —objetó Godou, ya completamente despierto—. Mejor hablemos de cosas serias.
—Si insistes. Supongo que es mejor tener la charla sobre nosotros cuando te sientas mejor —dijo Érica, dejando de presionarlo para que pudiese levantarse, pues conocía bien hasta qué punto se podía tensar la cuerda con él.
Ambos comenzaron a caminar para alejarse de la multitud.
—¿Y bien, Godou? ¿Has pensado en cómo vas a lidiar con Atenea? Espero que no te pongas a insistir en negociar después de todo lo que ha ocurrido.
—Tienes razón —contestó Godou, suspirando aliviado por volver a tener la tranquilidad suficiente como para conversar normalmente—. Pero creo que lo mejor es encontrarla primero y confirmar lo que está planeando, para decidir en base a eso.
—O sea que vas a realizar un ataque directo en toda regla para luego forzarla a una rendición incondicional. ¿Verdad?
—¿Cómo inferiste eso de lo que te acabo de decir? ¡Es totalmente lo contrario!
—Es para ahorrar tiempo, porque al final siempre acaba de la misma manera —respondió Érica, encogiéndose de hombros—. Así que te sugiero que comencemos a forjar la espada. No hace falta recordarte las consecuencias de ir mal preparado contra un rival como Atenea, la diosa de la sabiduría y de la guerra. ¿Verdad?
—…Cierto. Aunque espero lo mejor, tenemos que prepararnos para lo peor —respondió Godou, pensativo.
Había pasado mucho tiempo desde que se separaron de Atenea, y a estas alturas ella podría estar a punto de recuperar el Gorgoneion, si es que no lo tenía ya. Entonces los poderes de la diosa se incrementarían considerablemente.
Dos partes solo pueden negociar cuando son iguales. Y tratándose de una deidad, este principio era aún más importante: los dioses ni siquiera considerarían sentarse a escuchar a alguien que no tuviese detrás un poder tan abrumador como el de ellos. En ese sentido, Érica tenía razón al sugerir que debía incrementar sus habilidades al máximo.
—Entonces estarás de acuerdo en que necesitas mi ayuda, ¿no es cierto? —dijo Érica con una sonrisa orgullosa, deteniéndose frente a otra banca del parque, mucho más resguardada gracias a los árboles y arbustos que bloqueaban la vista del resto de los transeúntes—. A ver, ¿qué se dice cuando alguien necesita un favor? Hazme una demostración de esos modales civilizados que tantas veces defiendes, mi amor.
Se sentó con suma elegancia y golpeó el espacio a su costado para indicarle que se acomodase junto a ella.
Godou suspiró mientras obedecía. «Ella sabe perfectamente cuánto me cuesta pedirle este tipo de cosas, pero aun así quiere que le ruegue. Qué mujer tan cruel… Y ahora que lo pienso…» Se dijo, mirando alrededor: «¿No habría sido mejor que me trajese aquí cuando estaba inconsciente? ¿Lo hizo a propósito para incomodarme o lo estoy pensando de más? Bueno, supongo que a estas alturas no importa.»
—Érica, tú tenías razón y yo estaba equivocado —dijo Godou, tratando de no sonar demasiado irritado—. Me retracto de todo lo que dije en Roma sobre no querer aprender acerca de la deidad. Por favor te pido que me enseñes lo que sabes de Atenea, para poder usar todo mi poder cuando tenga que luchar contra esa diosa, porque sin tu ayuda no tengo ninguna posibilidad de vencer. ¿Puedo contar contigo?
Finalmente bajó la cabeza en gesto solícito, como era costumbre en Japón.
—Muy bien, pues mi respuesta está decidida. —Respondió Érica, levantándose de la banca para después apoyar la rodilla izquierda en el suelo mientras se inclinaba hacia Godou. Entonces proclamó respetuosamente y con una alegre sonrisa: —Mi rey, obedeceré cualquier orden suya; pues usted es el amo de mi espada y el soberano de todos los magos del mundo. Siempre y cuando lo Kusanagi Godou lo desee, yo le concederé la llave para obtener la victoria.
De vez en cuando, Érica adoptaba esta actitud ceremonial tan propia de las cortes monárquicas que la hacía verse sumamente elegante y majestuosa. Pero, como esta muestra de etiqueta tan desmesurada estaba dirigida hacia él, Godou lo encontraba bastante incómodo, así que inmediatamente se levantó para obligarla a ponerse de pie.
—¡Ya te dije que no tienes que hablar así…! ¡Por favor, sólo sé la misma de siempre!
—¿Estás seguro? Muy bien, entonces lo haremos como de costumbre. Ahora siéntate aquí para que podamos comenzar. —Dijo Érica, empujándolo hacia atrás para que volviese a sentarse en el banquillo.
Nuevamente, unas alarmas de peligro resonaron en el corazón de Godou y comenzó a entrar en pánico.
«¿Realmente está pensando en volver a hacer “eso”?»
—¡Para un momento!... Cuando dije que me enseñaras me refería a algo más convencional. Una conferencia o una explicación. ¡Por favor, no uses extraños hechizos u objetos para hacer rituales!
—¿Cuánto tiempo crees que nos llevaría eso? Atenea es descendiente de las diosas más antiguas de la creación y hay un sinfín de elementos mitológicos e históricos que debes comprender para poder entender su naturaleza. Si comienzo a hablarte al respecto, perderíamos meses e incluso años. Eso sería demasiado problemático. —Respondió Érica, sonriendo mientras se acercaba a Godou.
Y antes de que él pudiese hacer algo, Érica Blandelli selló la boca de Godou con sus labios en un largo beso apasionado. La mente de Godou se puso en blanco y, por un momento que pareció eterno, todo desapareció alrededor de ellos mientras disfrutaban mutuamente del sabor del otro.
Entonces Érica se separó un instante, apenas unos centímetros, y le dijo:
—Este primer beso es la retribución por haber sido tan frío conmigo, siempre tratando de poner muros inútiles entre nosotros; y sin embargo corriste a reunirte en secreto con esa sacerdotisa desconocida y luego dejaste que Atenea te robara un beso. Así que estoy muy enojada contigo.
Pero, aunque sus palabras decían que estaba molesta, su tono de voz era increíblemente dulce y Érica mantuvo su rostro muy cerca del suyo, casi al punto de que sus frentes se tocaban. Su belleza era tan intoxicante, que Godou volvía a sentirse mareado en un sentido diferente y a duras penas fue capaz de elucubrar una objeción.
«Esto… es demasiado… ¿cómo puedo siquiera responder?»
—Yo… no… no hice nada en secreto o… digo… Además, lo de Atenea fue más bien un descuido… un accidente inesperado. Pero hablando en serio, este tipo de cosas no son correctas. ¡Tiene que haber un modo más apropiado que este! —balbuceó Godou.
—¿Qué puede ser más correcto que disfrutar los labios de tu amante? —replicó Érica con una sonrisa traviesa—. Además, tú fuiste quien consiguió obtener mi primer beso y volviste a disfrutarlos varias veces desde aquel entonces. Con todo lo que ha pasado, ¿por qué todavía te avergüenzan las pequeñas formalidades?
—¡Eso siempre fue porque teníamos que luchar contra uno de los dioses! No era que quisiera propasarme o faltar el respeto a tu familia… —intentó justificarse Godou.
Pero antes de que pudiese continuar, Érica volvió a besarlo con intensidad, entrelazando su lengua en la suya de un modo apasionado.
«¡¿Realmente tiene que ir tan lejos?!» fue el último pensamiento racional que consiguió elucubrar antes de que su mente se perdiera en la avalancha de sensaciones que traían los labios de Érica Blandelli. A su pesar, se descubrió correspondiéndole.
Le tomó un buen tiempo recuperar la razón, pero no le sirvió de mucho, porque no podía abrir la boca ni articular palabra. No era común que una mujer fuese tan intensa en la cultura japonesa, y la pasión de Érica siempre conseguía desequilibrarlo por completo. Además, no podía escapar: la fuerza que ella tenía era muy superior a la suya en ese momento gracias a la magia de fortalecimiento.
«Ahora comenzaremos con el nacimiento de Atenea, su madre la diosa Metis. Luego hablaremos de la relación entre Atenea y Medusa…»
La voz de Érica resonaba dulcemente en la mente de Godou por encima de sus besos, mientras su éxtasis amoroso se intensificaba. No eran solo sus labios los que estaban entrelazados, sino también sus mentes y almas, permitiendo que el conocimiento fluyese libremente entre ambos.
«En la mitología griega, Metis fue la madre de Atenea, hija del titán Océano, uno de los dioses primigenios. Por ayudar a Zeus a liberar a sus hermanos del estómago de su padre, el terrible Cronos, se convirtió en la primera esposa del rey de los dioses.»
En ese instante, Godou sintió que una silueta misteriosa empezaba a materializarse frente a él. Poco a poco, reconoció la forma de una serpiente que, lentamente, se transformaba hasta adoptar la figura de una mujer de cabellos oscuros y alas doradas.
«Metis era la diosa de la prudencia y la astucia, capaz de adoptar múltiples formas para cumplir su voluntad y dominar todo tipo de magias. Sin embargo, la fuerza pura del rey del Olimpo logró someterla y convertirla en su esposa.»
Un Matador de Dioses poseía una resistencia preternatural que los hacía inmunes a toda forma de magia. Esto los protegía de cualquier conjuro o maldición lanzada en su contra, pero tenía un inconveniente: los hechizos beneficiosos tampoco podían afectarlo. Cualquier intento de un aliado por fortalecerlo, curarlo o protegerlo simplemente rebotaría.
Solo existía una forma de superar esta inmunidad: que la magia se insertase directamente en su cuerpo, tal como había hecho Atenea al besarlo, o como estaba haciendo Érica en ese preciso instante.
«La diosa Metis tendría un destino trágico. Cuando quedó embarazada, un oráculo pronunciado por Urano y su esposa Gea, los primeros dioses del cielo y la tierra, declaró que, si Metis daba a luz a un hijo varón, este sería más poderoso que su padre. Para evitar que la profecía se cumpliera, el rey del Olimpo devoró a Metis con la intención de destruir tanto a la madre como a su hijo, mientras se apoderaba de la sabiduría de la diosa. Sin embargo, astutamente, Metis había forjado una armadura para su hijo, que resultó ser una mujer. Así fue como el rey de los dioses sufrió un terrible dolor en la cabeza, y finalmente Palas Atenea nació de la frente de su padre, completamente adulta y armada para la batalla.»
De esta manera, la hermosa mujer caballero inundaba la mente de Godou con un torrente de conocimientos sobre el mito y la divinidad de Atenea. Cada uno de esos detalles se fue grabando en su cerebro con la fuerza de un relámpago.
Y entonces, en un rincón oculto de su conciencia, algo comenzó a brillar: la silueta incompleta de una espada primitiva: la décima encarnación del Señor de la Guerra de Persia, un joven guerrero armado con una Espada Dorada. La condición indispensable para que Kusanagi Godou pudiese utilizarla era adquirir el conocimiento suficiente sobre la deidad contra la cual iba a emplearla.
«Atenea es la diosa de la Sabiduría Femenina perfeccionada por la Sabiduría Masculina, de ahí que se convirtiese en señora de la estrategia militar. Es una deidad que sólo conoce el amor de su padre, Zeus, ya que nunca tuvo contacto con su madre, Metis. Por ello, no se inclina a proteger a otras mujeres, sino que suele mirarlas con cierto desprecio. Pero su verdadera naturaleza se oculta en el hecho de haber nacido a través de la muerte de su madre.
Este origen encierra un evento cósmico conocido como la caída del antiguo triunvirato de la noche. Cuando las tres diosas de las tinieblas y el caos intentaron dominar el mundo, fueron derrotadas por los dioses del orden, quienes las sometieron y convirtieron en esposas. Estas deidades eran Hécate, titánide que dominaba la magia; Deméter, señora de la tierra; y Proserpina, diosa del inframundo.
Un eco de aquella gran batalla se refleja en la muerte de Medusa, una de las tres Gorgonas. Estas mujeres monstruosas poseían cabellos como serpientes, alas doradas, garras de bronce, colmillos de jabalí y el aliento fétido de los muertos. De las tres, Medusa era la más poderosa, pero también la única mortal.»
Metis, Atenea y Medusa eran un eco del antiguo Triunvirato de la Oscuridad. En realidad, eran manifestaciones de una diosa mucho más antigua, con distintos atributos que se habían fragmentado en diferentes mitos. Gracias al conocimiento transmitido por Érica, Kusanagi Godou pudo vislumbrar el verdadero rostro detrás de la diosa Atenea.
Ese descubrimiento lo llenó de un júbilo inexplicable, intensificado por la cercanía de los labios y la respiración de Érica. Sin darse cuenta, fue él quien buscó entrelazar su lengua con la de ella, mientras sus brazos la abrazaban con fuerza, acercándola lo más posible, como si quisiera fundir su boca con la suya en un frenesí maravilloso que parecía no tener fin.
Mientras ambos se dejaban llevar por aquel beso apasionado, los conocimientos continuaban fluyendo entre sus conciencias, y el tiempo dejó de tener sentido.
Godou no estaba seguro de cuándo recuperó la conciencia, pero al hacerlo descubrió que, de alguna manera, estaban en el suelo cubierto de césped y era él quien estaba empujando a Érica para inmovilizarla mientras la besaba con más fuerza, como si el aliento de sus labios fuese el oxígeno que necesitaba para vivir. Cuando se separó, lo hizo bastante despacio y un delicado hilo de saliva continuó uniéndolos como prueba de la conexión que acababan de experimentar.
Godou podía sentir que su corazón galopaba y también percibía el acelerado palpitar de Érica a través de sus pechos, los cuales presionaba por la cercanía de sus cuerpos.
«Quizá debería mandar todo a la mierda y simplemente aceptar a esta mujer…» pensaba Godou en ese momento, pues ya no podía ocultar lo mucho que la deseaba.
—¿Y bien? —preguntó Érica, aún debajo suyo y completamente relajada, sin hacer ningún intento de rechazar sus avances—. ¿Aún quieres usar el método largo y aburrido para aprender? ¿O prefieres seguir con este que parece gustarte tanto como a mí?
Era como si pudiese leerle la mente.
Godou no era ningún timorato. El motivo por el que siempre rechazaba los avances de Érica era porque la conocía muy bien y sabía lo manipuladora que era. También sabía que, si aceptaba su amor en esas condiciones, ella lucharía por llevar las riendas de la relación hasta el día de su muerte. Y, sin embargo, esta demonio era tan seductora que, aun conociendo las consecuencias, Godou encontraba muy difícil resistir.
Antes de darse cuenta, estaba moviéndose para volver a besarla y sus manos comenzaron a retirar sus prendas para poseerla ahí mismo. Ya casi podía sentir el calor de su piel descubierta… cuando, de pronto, escuchó un sonido agudo.
Sus instintos de Campione reaccionaron devolviéndole la cordura para responder ante un posible ataque enemigo. Pero, cuando localizó el origen del sonido, descubrió que se trataba de una mujer nerviosa y con el rostro colorado, que los espiaba desde los arbustos.
- ¿Anna? No mi digas que… Espera… ¡¿Estuviste ahí todo el tiempo?! - Exclamó Godou asustado.
—Maldita sea, ya lo tenía… Oh, bueno —susurró Érica, ligeramente frustrada, pero luego miró en dirección a la sirvienta y preguntó con un tono indiferente—: Hola, Arianna. ¿Todo está bien? ¿Cuándo volviste?
En efecto, Arianna Araldei Hayama había estado observando cada movimiento de la pareja desde hacía mucho tiempo y parecía bastante interesada en todo lo que hacían. Pero justo cuando Godou casi cedía a sus instintos masculinos y estuvo a punto de devorar a su señora… la emoción fue tanta que no pudo evitar soltar un chillido.
—P… Permítanme decir esto primero… ¡Yo no estaba espiando! —exclamó Arianna con una expresión nerviosa—. Simplemente estaba preocupada porque dos jóvenes se quedasen solos y fuesen temporalmente incapaces de controlarse para hacer algo irreversible. Por eso estaba vigilando desde un poste de luz. Estaba tranquila cuando la señorita fue forzada a poner la cabeza del joven Godou en su regazo… ¡Pero cuando vi que se la llevó a un lugar apartado, tenía que seguirlos! ¡Ese es mi deber! ¡No había otra intención! Además… ¡No puedo creer que ustedes dos fuesen tan atrevidos! ¿Cómo pudo besarla de ese modo? ¡Y luego el joven Kusanagi estuvo a punto de convertirse en una bestia! Fue vergonzoso verlo… ¡Pero era mi deber!
Godou la observaba con ojos muertos. No solamente lo había visto todo, incluyendo el momento en que perdió toda determinación por resistir, sino que además estaba narrando todos los sucesos de tal forma que uno podía inferir que era él quien había estado seduciendo a Érica y obligándola a hacer todo lo que hizo, lo cual dejaba su honor por los suelos.
—¿Desde cuándo Anna se reunió con nosotros? – Preguntó Godou como un autómata.
—Después de que escapamos de Atenea contacté con ella y nos reunimos aquí. Aún estabas inconsciente, así que le pedí que fuese a comprar algunas cosas media hora antes de que despertaras —explicó Érica.
De hecho, Arianna sostenía una bolsa de plástico donde se podía distinguir una lata de café, una caja de té rojo y algunos bocadillos.
«¡Fui demasiado descuidado! Para empezar, estamos en un parque, así que debí asumir que un tercero podía llegar en cualquier momento, pero estaba tan…» pensó Godou, sintiendo que quería excavar un agujero en el suelo y enterrar su cabeza por la vergüenza.
—Bueno, también es cierto que sólo soy una aprendiz, así que no tienen que preocuparse por mí —propuso Arianna, tapándose la cara con las manos, aunque dejando un claro espacio entre sus dedos para seguir mirando—. Por favor, continúen. Solo pretendan que no estoy aquí.
—Entonces, ya que a Arianna no le importa, volvamos a…
—¡De eso nada! —la cortó Godou airado—. Ahora mismo vamos a regresar al centro de Tokio. Así que Anna, por favor, conduce. Érica, puedes enseñarme lo poco que falta conocer sobre esa diosa de la forma tradicional… ¡Hablando!
«¿En serio esta es la mejor forma para derrotar a Atenea? ¡Siento que es tan anticlimático!»
El momento favorito de la diosa Atenea era la noche profunda, cuando la luna y las estrellas brillaban triunfantes contra el cielo. Sin embargo, aquella velada le parecía demasiado brillante, casi antinatural, a causa de las miles de luces artificiales que impedían percibir incluso el tenue resplandor de los astros. Era una prueba del miedo ancestral que la humanidad sentía hacia la oscuridad, y también un testimonio de la voluntad de su civilización por desterrar las sombras y someter lo desconocido.
Entre las calles iluminadas de la ciudad, Atenea avanzaba con calma, consciente de que ningún humano podía advertir su presencia. Ni la ciencia más avanzada ni la vigilancia más estricta eran suficientes para alterar sus designios.
Y su objetivo era el Gorgoneion.
Pero mientras seguía avanzando por la carretera de la costa, percibía cada vez más cercana aquella aura nostálgica, y el olor de la Antigua Serpiente se intensificaba, embriagándola de alegría. La diosa sabía que su momento de renacimiento se aproximaba y, complacida, dejó de preocuparse por mantenerse oculta, compartiendo así un fragmento de su dicha con el mundo.
Los transeúntes empezaron a notarla, fascinados de manera instintiva, incluso bajo su disfraz de mortal. Sin embargo, a Atenea nada de eso le importaba: era natural que los seres humanos se sintiesen atraídos por los dioses, que adorasen a los dioses, que sirviesen a los dioses, que suplicasen a los dioses su beneplácito y bendición. Pero cuando un dios desatado irrumpía en la realidad, quebrando las leyes del mundo antiguo y desafiando los pactos de los poderes primordiales, su mera cercanía podía sembrar desastres, desgracias y sufrimiento infinito. Quienes osaban mirarla directamente corrían el riesgo de perder el juicio o incluso toda noción de la realidad.
Pero a Atenea esto no le importaba. Ningún mortal merecía siquiera un instante de su atención, salvo el Campione, aquel antiguo adversario, el matador de dioses. Aunque, en ese momento, ni siquiera necesitaba preocuparse por él.
«Por cierto… ¿qué sucedió con ese hombre?» pensó Atenea, deteniéndose un instante. La escena reapareció en su mente: lo había derrotado, estaba muerto gracias a la maldición del Sueño Eterno.
¿Pero realmente moriría así de fácil?
«Lo más probable es que no. Después de todo, es alguien capaz de lograr lo imposible y vencer a una deidad siendo un mortal», concluyó Atenea, esbozando una sonrisa.
Señores de la Destrucción, Maestros del Caos, Reyes Demonios, Héroes Inmortales… El Campione era todos ellos, y todos ellos eran el Campione: un título que lo igualaba a los dioses inmortales.
«Por lo tanto, no sería imposible que regresara incluso desde las profundidades de la tumba. Pero eso me conviene. Necesito un oponente digno cuando recupere mi fuerza, y su presencia asegurará que ningún otro Campione se atreva a interferir en el futuro cercano. Podré relajarme un poco en esta isla antes de comenzar con mi gran plan.»
La euforia de Atenea se intensificó, y los rasgos de su auténtica identidad, que tan cuidadosamente mantenía oculta, comenzaron a revelarse lentamente.
Este lugar le resultaba insoportable. El mundo alterado por la mano del hombre era demasiado antinatural para su gusto.
Atenea continuó caminando con calma por la ciudad, pero ahora cada uno de sus pasos, cada respiración, provocaba que las luces se apagaran. Primero los postes de la calle, luego los hogares, oficinas, grandes almacenes, tiendas, letreros de neón y hasta las luces de los automóviles. Ni siquiera las linternas ni las pantallas de los celulares escaparon a su influencia.
Toda luz creada por el hombre debía desaparecer. Cuando el castillo de arena que era la civilización se derrumbase, la pureza de la oscuridad podría volver a reinaren el mundo. Como fue en el pasado. Y como debía volver a serlo a partir de ahora.
Así fue como un abismo sin fin de negrura perfecta se materializó repentinamente, impidiendo que nadie pudiera ver más allá de tres metros. Los transeúntes quedaron atrapados por esta anomalía y se agrupaban con pánico como podían, en un intento desesperado e inútil de hallar seguridad. Quienes tuvieron la fortuna de encontrarse en sus hogares al menos podían percibir vagamente la cercanía de sus seres queridos, aunque apenas distinguieran sus contornos. En cambio, los miles que se hallaban en oficinas o lugares de trabajo cuando la sombra infinita los sorprendió luchaban desesperadamente por escapar y regresar a casa, sin posibilidad alguna de orientarse.
—Teman la sempiterna oscuridad mientras se aferran a la diminuta esperanza de un amanecer efímero que les brinde algo de consuelo temporal. Ese es el estado natural de los mortales y la forma que debe tener una auténtica noche. —susurró Atenea, complacida por la ansiedad, el miedo, el terror, el pánico y la debilidad que emanaban de las personas a su alrededor, mientras declaraba su divino mandato—. Por orden de la verdadera Atenea: Noche, revélate a ti misma, dispersa la gracia del sol y las llamas del rebelde Prometeo. Que el cielo estrellado y los vientos oscuros restablezcan la victoria del caos.
Así declamaba la diosa mientras continuaba su avance implacable, cubriendo de tinieblas toda la ciudad. Pero aquello era apenas el inicio. Todavía le faltaba una cosa. Sólo necesitaba el Gorgoneion para poder cubrir al mundo entero de una eterna y completa oscuridad.
La diosa de la Guerra, Atenea Victoriosa, se había rebelado contra el antiguo pacto y asumía nuevamente su forma como deidad desatada de la tierra, la muerte y la penumbra. Por obra de su divina voluntad, un mundo completamente negro se restablecía, dejando únicamente caos aterrador. Era el Ocaso Eterno, reminiscencia de aquel instante inicial de la creación, donde lo único perceptible para quienes quedaban atrapados era el intenso aroma de la tierra más fértil, envuelto en absoluta desorientación.
—¡Lo que deseo es el Gorgoneion! ¡La égida tallada que poseía! ¡El trono que solo yo merezco! ¡La Serpiente Antigua que sometió a todos bajo su dominio!
Con cada palabra, cientos de sombras danzaban ante el resplandor sobrenatural de la diosa, de ellas surgieron bandadas de aves que surcaron los cielos. Todas parecían cómodas pese a la oscuridad que las envolvía, de modo que sólo podían ser lechuzas.
Acompañada por el canto de estas aves nocturnas, Atenea continuó su avance imparable, con toda su mente y voluntad concentradas en un solo objetivo: localizar el Gorgoneion.
Un fenómeno sobrenatural de magnitud inimaginable se había desatado, paralizando la ciudad entera y afectando sus más cuarenta millones de habitantes. Todas las luces se extinguieron, sin importar su tamaño o naturaleza; los vehículos quedaron inmóviles y ni siquiera los trenes podían avanzar. Miles de trabajadores de electricidad, transportes y comunicaciones intentaban, desesperados, restaurar el orden, pero se encontraban impotentes.
Afortunadamente, no había tantos peatones como al mediodía, pero los miles de negocios con empleados nocturnos quedaron sumidos en el caos, al igual que los residentes atrapados en sus hogares. Las calles se llenaron de gritos de indignación y de súbitos estallidos de pánico; algunos se encogían, paralizados por el terror, sin saber a dónde acudir. El número de víctimas comenzaba a incrementarse con cada instante que pasaba.
Ira, terror, pánico, confusión, miedo…
Aun así, en medio de aquella oscuridad absoluta, la supervivencia seguía siendo posible, siempre que se mantuviese la calma.
Pero ¿qué sucedería si la diosa recuperase lo que le pertenecía y desatase su verdadero poder? Apenas un pensamiento suyo había bastado para sumir al mundo en este caos; era aterrador imaginar lo que ocurriría si decidiera infringir daño directo a los mortales tras obtener el Gorgoneion.
—Todo está ocurriendo mucho más rápido de lo que pensábamos. ¿Es correcto decir: ¡Vaya, tal como esperaba de una diosa tan famosa![2]?
—Señor Amakasu, tus palabras son demasiado irresponsables. Por favor, sea más consciente de la situación en la que estamos.
Dentro de un coche detenido, que se negaba a encender sin importar lo que hicieran, Mariya Yuri estaba reprendiendo a un joven funcionario que parecía incapaz de tomarse algo en serio. Y es que, pese al poco tiempo que llevaban trabajando juntos, la sacerdotisa ya había comprendido que este agente de la Comisión de Compilación Histórica abordaba todo con una ligereza impropia si se le daba la oportunidad.
—Ah, lo siento —se disculpó Amakasu Touma—. Pero esta crisis está muy por encima de lo que cualquiera de nosotros puede controlar. Me lo tome en serio o no, el resultado será el mismo. Así que, sinceramente, ¿por qué arruinar mi salud preocupándome por algo que no puedo cambiar?
—¡Porque esta terrible crisis ocurrió precisamente por no tomar las cosas en serio! —exclamó Yuri, sin apartar la vista del exterior mientras extendía sus sentidos mágicos—. Si tú y Kusanagi Godou hubieran sido un poco más conscientes, quizá habríamos podido actuar desde el principio. ¡¿Tengo o no tengo razón?!
Era difícil saberlo, pues la oscuridad de Atenea había inutilizado casi todos los sistemas de detección. Sin embargo, parecía que la penumbra se había iniciado en la región de Urayasu. Amakasu había traído esta noticia al Santuario Nanao unos veinte minutos antes, justo después de recibir órdenes para investigar la zona. Por ello, se reunió con Yuri y se dirigían hacia la isla de Tsukishima, desde donde se podía controlar todo lo que ocurriese en la bahía de Tokio… hasta que, de repente, el fenómeno se manifestó.
El vehículo de Amakasu comenzó a perder velocidad de manera repentina, hasta el punto en que incluso un peatón podría haberlos adelantado. Tras dos minutos, se detuvo por completo. Fue entonces cuando notaron que el alumbrado público se apagaba y, poco después, todas las demás fuentes de iluminación hicieron lo mismo.
La oscuridad los envolvía por completo, impidiéndoles ver nada, pero a juzgar por los sonidos, había un gran número de coches detenidos en la pista; sin embargo, seguramente no tenía relación con el tráfico. También podían escuchar gritos, quejidos e incluso maldiciones de los conductores que salían de sus vehículos, intentando comprender lo que ocurría.
—Señorita Yuri, creo que lo mejor es abandonar el coche y seguir adelante. Esperar aquí no nos servirá de nada.
—¿Está seguro de esto? —preguntó Yuri—. Dejar el coche aquí podría ocasionar problemas a la gente.
—Saludo su compromiso con el civismo, pero creo que la emergencia actual tiene prioridad. ¡Vámonos de inmediato! —replicó Amakasu.
El joven se bajó del coche y, tras un momento de vacilación, Yuri lo siguió. Luego activaron varios talismanes mágicos que les permitieron percibir apenas lo suficiente para orientarse y dirigirse a la acera.
Todo a su alrededor estaba sumido en la más absoluta oscuridad; las únicas fuentes de luz eran la silueta difusa de la luna y unas estrellas apenas perceptibles.
—Así que este es el legendario Ocaso Eterno, el Mundo de las Tinieblas… Supongo que esto confirma que la deidad desatada posee los atributos de la noche; además, puedo sentir que su influencia se extiende sin parar. ¡Va a ser un problema reparar las secuelas incluso si logramos salir con vida! — gruñó Amakasu—. ¡Realmente envidio a los Concilios Superiores! Si contáramos con algo como la Gran Barrera Europea, no tendríamos tantos problemas; aquí, en cambio, no hay forma de evitar que ocurran bajas.
—Dudo que siquiera esa defensa fuese suficiente para detener a esta diosa —dijo Yuri, suspirando—. Por eso se aseguraron de sacar el Gorgoneion de Italia.
Desde que Atenea puso un pie en Japón, los acontecimientos se habían sucedido con vertiginosa rapidez. El país contaba con antiguas defensas mágicas capaces de prevenir ciertos desastres sobrenaturales, incluso los provocados por algunas deidades; pero frente al poder absoluto de esta diosa, aquellas defensas parecían inútiles.
En cuestión de instantes, todo había quedado sumergido en el más puro y absoluto caos. No podía esperarse menos de una de las deidades más renombradas de la mitología griega.
«Pero… ¿por qué Atenea está extendiendo esta oscuridad?» se preguntó Yuri, incapaz de deducir la razón.
En ese instante, sintió un estremecimiento en su corazón. No eran escalofríos provocados por el miedo o el pánico, sino un instinto heredado como princesa sacerdotisa, capaz de percibir la cercanía de un dios. Entonces, la imagen del Gorgoneion, resguardado en el Santuario Nanao, brilló con fuerza en su mente.
Lo que percibía era un fragmento de la poderosa voluntad de Atenea, que buscaba la localización exacta del artefacto. Mariya Yuri comprendió con alarma que la barrera protectora, erigida para mantenerlo oculto, simplemente no sería suficiente para impedir que la diosa lo detectase.
Atenea llegaría muy pronto a la ubicación del Gorgoneion y, en ese momento, la nación entera quedaría sumida en la más absoluta oscuridad.
—Señor Amakasu, debemos abandonar este lugar. Tenemos que escapar de este territorio oscuro y regresar al Santuario Nanao antes de que las tinieblas lo alcancen. ¡Debo intentar proteger el Gorgoneion! —exclamó Yuri, con determinación.
—¿Te refieres a la efigie con el grabado de Medusa? —replicó Amakasu, con un deje de resignación—. Bueno, supongo que podríamos intentarlo. Aunque esto nos supera por completo… ¿Por qué no dejarlo al nuevo rey demonio? Al final, confirmaste que Kusanagi Godou es un Campione, ¿no es así? Ahora que lo pienso, no sería mala idea. Debimos hacer como los magos de Europa y permitir que se lo llevase desde el principio.
—¡Por eso te digo que estás siendo demasiado irresponsable! —interrumpió Yuri, visiblemente exasperada.
Ambos avanzaban a gran velocidad a través de la oscuridad, guiados por Amakasu, que encabezaba la marcha con paso firme. Aquel funcionario, que hasta hacía poco había parecido poco confiable, reveló un sorprendente dominio del terreno, como si estuviera habituado a moverse en la noche. Yuri, en cambio, nunca había sido especialmente atlética; de no ser por la ayuda constante de Amakasu, se habría tropezado o perdido el rumbo más de una vez.
Mientras tanto, el resto de la población sufría los inevitables estragos que la desaparición de la luz provocaba, una presión insoportable que llenaba sus corazones de un miedo sin fin.
[1] MOLON LABE («Ven y tómalas»), frase atribuida a Leónidas I en 480 a. C., fue su respuesta al rey persa Jerjes I cuando le exigió entregar sus armas antes de la batalla de las Termópilas.
[2] Es una frase cliché: ¡Sasuga megami-sama!
¡Qué tal, estimados lectores!
¡Qué quinto capítulo más intenso! 😮💨
Aunque parezca corto, fue larguísimo para mí, porque tuve que reescribirlo muchas veces hasta quedar realmente satisfecho con el resultado.
En este capítulo hice varias correcciones al mito de Metis, que en la obra original resultaba un tanto confuso. Aproveché también para ajustar el estilo del lenguaje, hacerlo menos cliché y más natural. Eliminé detalles innecesarios —como los nombres de calles o lugares por donde pasaban los personajes— porque al final lo importante es el trayecto emocional, no el mapa. Basta con decir que cruzaron varios caminos hasta su destino.
Naturalmente, volví a modificar los encantamientos mágicos, reemplazando las referencias bíblicas por otras alternativas más respetuosas.
Pero el cambio más grande, sin duda, fue la batalla entre Érica y la diosa. La reescribí en un 80 %, buscando que fuese más coherente y emocionante. Incluso añadí hechizos completamente nuevos, como Molón Labe, inspirado en la habilidad de Leónidas de Fate/Babylonia, pero con una descripción más cercana a un ataque de Kratos en God of War III ⚔️🔥.
Por cierto, ¿qué les pareció la imagen de Érica? Me tomó tres días conseguirla exactamente como la quería, no solo por el diseño del personaje sino por la postura específica que buscaba. ¡Espero que les haya gustado tanto como a mí!
Otro aspecto importante fue la revisión de la explicación mitológica del Cordero. En la versión original era demasiado vaga y no tenía coherencia con la historia ni la mitología de Mesopotamia o los pueblos iranios antiguos. Así que decidí reinterpretarla desde cero, buscando algo más fiel a la base histórica, pero sin perder la dosis de fantasía que caracteriza a la serie.
En fin, espero sinceramente que les haya gustado el resultado final. 💫
Y les recuerdo que, si desean colaborar con este proyecto, pueden hacerlo a través de los enlaces de mi cuenta de Patreon o simplemente compartiendo este trabajo con más personas para ayudarnos a crecer.
¡Gracias por acompañarme en este viaje y por seguir disfrutando de El Séptimo Campione! 🙌⚡