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Yuri y Amakasu corrieron en medio de la absoluta oscuridad durante un buen tiempo hasta que finalmente llegaron a una zona donde el poder de la diosa todavía no se manifestaba. Allí consiguieron subirse a un taxi cuyo conductor, afortunadamente, no había percibido la espantosa anomalía que se cernía sobre ellos; y gracias a su ayuda lograron regresar al Santuario Nanao.
Entre los numerosos edificios se encontraba una pequeña capilla, la menos destacada de todas, pero que en secreto había sido reforzada con la mayor cantidad de defensas mágicas disponibles. Solo Yuri podía acceder libremente a ella. Por ese motivo eligió ocultar el Gorgoneion en una bóveda secreta bajo el altar.
La sacerdotisa necesitó unos minutos para retirar la efigie. Al salir, vio a Amakasu hablando por teléfono con otros miembros de la Comisión de Compilación Histórica, informando de los últimos acontecimientos con una actitud profesional y eficiente que contrastaba con su comportamiento relajado hasta ese momento.
Sin embargo, Amakasu Touma seguía siendo un hechicero de Japón, con un conocimiento general de numerosas magias y dominio sobre algunas de ellas. Además, poseía gran experiencia en artes marciales, asuntos sobrenaturales y el estudio de las divinidades, tanto del pasado como del presente.
Aunque los acontecimientos se habían desarrollado de forma vertiginosa y en ocasiones dejaban entrever su tendencia a “hacer las cosas a su manera”, en general era sumamente competente.
—Todavía no entiendo cómo un artefacto como el Gorgoneion terminó siendo hallado en una excavación en África, cuando claramente pertenece a una de las diosas griegas más famosas y poderosas —murmuró Yuri para sí misma, sin esperar realmente una respuesta.
—¡Oh! Eso no es tan raro. En La Teogonía, Hesíodo narra que antes del dominio de los dioses olímpicos hubo una terrible lucha contra la generación anterior de dioses, los Titanes, si mal no recuerdo. La faz de la tierra quedó destruida y el mundo tuvo que rehacerse.
—¿La Teogonía? —preguntó Yuri, mirando a Amakasu sin comprender.
—Es uno de los textos poéticos y religiosos más importantes de la Grecia clásica —respondió Amakasu Touma, sonriendo—. Contiene una serie de mitos fascinantes de leer y, personalmente, creo que suenan aún más hermosos en el idioma original.
Al escucharlo, Mariya Yuri vio a Amakasu bajo una nueva luz; era evidente que conocía mucho más que ella sobre otras culturas.
—El pueblo griego era bastante arrogante, aunque con buenos motivos —continuó Amakasu, mientras esperaba la reacción de la Comisión—. Vencieron ejércitos e imperios mucho mayores que ellos y, al final, desarrollaron la sabiduría y el arte humanos a un nivel nunca antes visto. Por eso no resulta extraño que se considerasen superiores y vieran al resto del mundo como “bárbaros”.
Pero esos mismos griegos aceptaban la idea de que, antes de que el mundo volviese a ser ordenado, algunos de sus dioses podrían haber sido conocidos con otros nombres en los idiomas inferiores —sus palabras, no las mías— de otras culturas. Por ejemplo, Neit, la diosa egipcia de la guerra, guarda ciertos paralelismos con Atenea.
El gran Heródoto, padre de la historia, incluso notó similitudes entre los dioses griegos y deidades provenientes de civilizaciones mucho más antiguas. Algunas de las deidades del panteón griego podrían tener su origen en Egipto, Persia, Libia, Babilonia o Sumeria, y con el tiempo llegaron al territorio bañado por el Mar Egeo.
—Con que así fue… No tenía idea —dijo Yuri, quien, aunque conocía ciertos aspectos de la cultura occidental, sabía poco sobre los mitos griegos.
—No es tu culpa, Hime. En Japón tenemos una severa carencia de información sobre los cambios del mundo, porque siempre hemos sido una nación isleña y aislada. Además, nuestro primer contacto con Occidente fue a través del Imperio Británico, que, aunque sobresalió en innovación, no representa el mejor ejemplo de la cultura europea precisamente por ser otra nación isleña. Quizá las cosas habrían sido distintas si hubiésemos tenido vínculos más profundos con España, Francia o Italia, pero ya no tiene sentido lamentarse —respondió Amakasu, encogiéndose de hombros—. El hecho es que en Occidente siempre existió un notable intercambio cultural, artístico y tecnológico con otras regiones, así que no resulta extraño que una misma deidad reciba distintos nombres según el país. Por ejemplo, el dios de la Victoria que Kusanagi Godou derrotó comparte ciertas similitudes con Heracles divinizado y con Baal, el dios de la tormenta de los fenicios.
—¿Así que Atenea sería en realidad una diosa del Antiguo Egipto? —preguntó Yuri.
Amakasu sonrió vagamente ante la pregunta.
—¿Quién sabe? —dijo—. Los dioses egipcios tampoco conservan siempre los mismos atributos a lo largo de su extensísima historia, así que necesitaríamos varios expertos para confirmar si Atenea apareció antes o después de Neit, y aún más para encontrar la conexión entre ambas y el monstruo llamado Medusa.
—Recuerdo que quien derrotó a Medusa fue un semidiós llamado Perseo… Pero solo pudo hacerlo luego de que Atenea le revelase cómo hacerlo y le otorgara su protección —comentó Yuri, recordando lo que conocía de la mitología griega.
Una mujer con piel pálida, alas de oro y el aliento fétido de los cadáveres, garras en lugar de uñas, colmillos en lugar de dientes… Y en su cabeza, en lugar de cabellos, un nido de serpientes vivas. Si la mirabas a los ojos… te convertía en piedra.
—Parece haber una contradicción, ¿cierto? —sonrió Amakasu—. Muchos pasan por alto que Perseo utilizaba la cabeza de la gorgona repetidamente para destruir a sus enemigos, pero al final se la consagra a Atenea en un templo, y ella la coloca en su propio escudo. Por eso Palas Atenea siempre es representada con un escudo de oro en el que está tallada la cabeza de Medusa.
—Así que sí hay una relación entre Medusa y Atenea —dedujo Mariya Yuri—. Pero no es enemistad, pues de otro modo Atenea misma habría matado al monstruo. Sin embargo, tampoco son amigas, porque fue la diosa quien reveló cómo derrotar a Medusa. ¿Qué tipo de destino compartirán?
—Por cierto, aunque las películas o la ficción la presentan así, Medusa no es realmente un monstruo.
—¡¿Qué?!
—Medusa era una de las tres hermanas Gorgonas —explicó Amakasu—. Es cierto que son seres terroríficos y despiadados, pero se las considera deidades protectoras, pertenecientes a un periodo mucho más antiguo de la humanidad. Un concepto muy parecido al de las esfinges en Egipto o a los lammasu asirios.
En muchas mitologías abundan los relatos de héroes o dioses que vencen a “monstruos”. Sin embargo, en algunos casos esos seres no fueron monstruos en un principio, sino antiguas deidades veneradas por culturas más primitivas, cercanas a la Revolución Neolítica o la Edad de Bronce. Lo que ocurrió es que, cuando esas culturas fueron conquistadas, sus dioses pasaron a convertirse en enemigos derrotados por los nuevos dioses adorados por sus conquistadores.
Al menos, esa es una de las teorías.
Un ejemplo claro es el del pueblo minoico, que rendía culto a un dios toro. Tras ser conquistados por los micénicos —un pueblo proto-griego que luego desaparecería misteriosamente—, aquel dios quedó encerrado en el mito del Minotauro: un monstruo antropófago con cuerpo humano y cabeza de toro, que el héroe Teseo derrota en nombre de Atenas.
—Ya veo… entonces la forma actual de Atenea no es necesariamente la original. Espera… ¿hermanas? ¿Dijo que había hermanas? —preguntó Yuri de pronto, poniéndose alerta.
—Sí. Las tres hermanas Gorgonas eran Medusa, Esteno y Euríale —explicó Amakasu, mirándola con un poco de sorpresa—. Medusa era la única con el poder de petrificar, pero también la única mortal. Lo curioso es que, aunque normalmente se las considera hijas de dioses primordiales del mar, existe una versión romana donde Medusa es creada por la propia Atenea.
—¡¿Atenea creó a Medusa?!
—Eso dice una versión atribuida al poeta… creo que Ovidio. Según él, Medusa fue sacerdotisa en el templo de Atenea. Poseidón la ultrajó, y la diosa, en lugar de castigar al agresor, descargó su furia contra la muchacha, transformándola en un monstruo con cabellos de serpientes.
—¿Por qué haría algo así? ¡La culpa fue de Poseidón!
—Atenea desprecia a las mujeres —respondió Amakasu, encogiéndose de hombros—. Aunque, siendo justos, no es un relato en el que yo confiaría demasiado. Ovidio era romano, y su interpretación de la cultura griega a veces estaba teñida por sus propios prejuicios. Aun así, algo de verdad puede encerrar: Atenea solo conoció el amor de su padre, Zeus, y nunca desarrolló empatía hacia las mujeres.
—Odia a las mujeres… es una hermana… hija de su padre… diosa de la guerra… —murmuró Yuri, dejando que su mente corriera—. Medusa la hermana, Atenea la hija, Metis la esposa del soberano del panteón… la diosa de la guerra, la de la sabiduría, la serpiente, la muerte… y también la vida.
En ese momento, el celular de Amakasu sonó al fin. Tras escuchar el informe, miró a Yuri con seriedad.
—El Ocaso Eterno avanza mucho más rápido que antes. Se cree que Atenea está ahora mismo en las autopistas centrales de Tokio, atravesando la región de Chiba. Parece que descubrió nuestro plan y decidió cubrir la ciudad entera bajo su influencia antes de que intentemos huir… Y, bueno, creo que tendrá bastante éxito.
Apenas terminó de hablar, el Santuario Nanao quedó sumido en la oscuridad. Las luces de los rascacielos que rodeaban incluso la montaña boscosa se apagaron una tras otra; lo mismo ocurrió con los neones de los anuncios y con el alumbrado público. Solo la silueta de la luna, difusa tras las nubes negras, quedaba como un tenue resplandor.
—Ah… toda la ciudad ya ha caído bajo la influencia de la diosa. Entonces no hay nada que nosotros, ni ningún mortal, podamos hacer. Nuestra única esperanza es que el matador de dioses esté dispuesto a intervenir —dijo Amakasu, con un tono tan sombrío como las tinieblas que los envolvían.
—Así que este es el poder de la diosa de la oscuridad… El Gorgoneion, símbolo de la antigua serpiente, representa la tierra misma. Su verdadera identidad es la de una reina que gobierna tanto la noche como el suelo que pisamos… —dijo Mariya Yuri, mientras miraba el cielo desde el interior del Santuario Nanao, donde se habían refugiado.
Afuera reinaba una negrura más densa que la obsidiana.
—Las lechuzas son los mensajeros de Atenea —murmuró Amakasu con tristeza—. Aves nocturnas que, desde la antigüedad, se ven como portadoras de malos presagios… pero también como símbolos de sabiduría, capaces de ver lo que otros no pueden. Representan al mismo tiempo una bendición y una maldición. —Guardó silencio un instante, antes de añadir en voz baja—. Pero ¿cómo encaja la serpiente en todo esto?
La figura de Amakasu no podía distinguirse, aunque Yuri lo escuchaba respirar a solo un par de metros. Así era el Ocaso Eterno: una penumbra antinatural que devoraba toda visión más allá de tres pasos, ignorando defensas mágicas o artificios humanos. El Santuario Nanao había quedado atrapado dentro de esta prisión de sombras, sin salida posible.
En la capilla se apiñaban sacerdotes y hechiceros que habían huido hasta allí buscando refugio. Podría parecer un acto cobarde, pero no lo era. Hay una gran diferencia entre perder una batalla y enfrentarse a una que jamás podría ganarse. Todos sabían que, por más poderosos que fueran, nadie podía oponerse a la voluntad de una Diosa Desatada.
Incluso Mariya Yuri temblaba sin poder evitarlo.
Desde tiempos remotos la humanidad ha temido a la noche, tanto por instinto como por razón. La modernidad y sus luces habían mitigado ese terror, pero en lo profundo persistía un miedo imposible de erradicar. Bajo el Ocaso Eterno, aquel miedo regresaba multiplicado, sin resquicio de esperanza.
Por eso incluso los más diestros entre los magos apenas habían logrado llegar hasta el santuario, avanzando a tientas y con la ayuda de conjuros que apenas iluminaban lo suficiente para dar unos pasos más antes de apagarse.
Ahora, sin importar de dónde vinieran, todos estaban reunidos en silencio, dispersos en las estancias del templo, acurrucados en busca de consuelo divino frente a la oscuridad que lo devoraba todo.
—¡Finalmente encontré algo! —exclamó Amakasu de pronto. Había estado palpando el suelo hasta dar con una trampilla de emergencia.
Encendió una bengala, y por un instante la habitación se tiñó de un resplandor rojo. Pero apenas pasaron unos segundos antes de que la llama se apagara sin aviso, tragada por la tiniebla.
—¿Ni siquiera el fuego químico funciona? —masculló, frustrado—. Y cada hechizo de luz consume más energía y dura menos… ¡Esto sí que es un fastidio!
—Una oscuridad absoluta… el Ocaso Eterno. —La voz de Yuri era un murmullo helado—. Ninguna esperanza de misericordia… Es lo que cabía esperar de una Diosa Desatada.
En la Antigüedad, los dioses sellaron un acuerdo tácito: no manifestarse en el mundo mortal salvo en circunstancias excepcionales y siempre bajo las formas dictadas por sus propias leyendas. Así contenían su verdadera naturaleza, pues su esencia no pertenece al espacio ni al tiempo, sino al Plano Inmortal, donde no existen principio ni fin. Revelar semejante poder ante los hombres habría significado liberar fuerzas que sus mentes jamás podrían comprender ni resistir.
Incluso las divinidades asociadas a las calamidades —terremotos, huracanes, inundaciones, sequías o pestes— obraban dentro de esos límites. Los mortales podían ganarse su favor mediante ofrendas o devoción, y entonces aquellas deidades quizá se mantendrían apartadas, o al menos no alterarían demasiado el curso de la vida humana. Sin embargo, si se manifestaban de forma adversa, podían desatar terribles catástrofes; pero aun así, sus acciones seguían siendo parte del equilibrio natural del mundo y su ira se desvanecía con el tiempo.
No obstante, existían dioses que elegían ir más allá de los confines de su propia leyenda, rompiendo el pacto de no mostrarse más de lo necesario. Cada vez que se manifestaban, alteraban la creación a su antojo, perturbando el delicado equilibrio de las fuerzas que sostienen la realidad. A esos seres se les dio un nombre: Deidades Desatadas.
Una vez liberadas de toda restricción, su poder se convertía en una calamidad indescriptible para los mortales, sin importar si se manifestaban en su tierra natal o en regiones distantes. Bastaba que un dios solar desplegara su fuerza para que el mundo entero ardiera bajo oleadas interminables de fuego; un dios marino podía sumergir continentes enteros bajo mares sin horizonte; y un dios de la muerte, al alzarse, era capaz de propagar plagas incurables que llevaban la putrefacción a toda la humanidad.
Hasta un dios de la justica podía terminar entrando en un estado de rebelión contra el pacto. Entonces se convertiría en un tirano espantoso, castigando a la humanidad con tormentos atroces por la más mínima transgresión.
Una vez el gran filósofo Aristóteles describió la maldad como el exceso y el defecto de las cosas, lo que dio origen al saber popular: “Todo en exceso es malo”. Una Deidad Desatada no es intrínsecamente maligna, pero el exceso la convierte en la mayor de las amenazas. Su poder, que en equilibrio forma parte de la realidad, termina desgarrando la armonía misma del mundo. Y cuando eso sucede, la deidad deja de pertenecer al ciclo de la creación y busca imponer su propia realidad: un mundo hecho únicamente de acuerdo a su capricho, en rebelión contra los principios que sostienen la existencia.
Eso es una Deidad Desatada: el poder primordial transformado en exceso, el equilibrio vuelto cataclismo.
—Pero no solo desapareció la iluminación… incluso la energía eléctrica, las turbinas y los motores dejaron de funcionar. ¿Por qué su influencia es tan grande? —se preguntó Yuri, con el rostro pálido. No quería ni imaginar la cantidad de muertes que estarían ocurriendo en hospitales, fábricas y lugares peligrosos ahora que ninguna fuente de energía podía usarse.
—La voluntad de la diosa es que toda luz desaparezca, y eso incluye cualquier cosa capaz de producirla. Es inevitable que ocurran tragedias… pero, al menos, la mayoría aún puede salvarse si permanece quieta y no intenta moverse —explicó Amakasu, con tono grave—. Por fortuna, Atenea no es una diosa maligna en esencia, así que la catástrofe puede contenerse, aunque solo por ahora. Porque cuanto más se expanda el poder de una Diosa Desatada, mayor será el peligro que corremos.
Las preocupaciones de Amakasu eran fundadas. El tiempo era su peor enemigo y necesitaban actuar de inmediato. Por eso se apresuró a habilitar una vieja radio policial; cuando al fin logró encenderla, pudo establecer contacto con la Comisión para coordinar la respuesta. Aquella reliquia era lenta, tosca, pero confiable. Y lo más importante: no había sido diseñada para iluminar.
Mientras tanto, la ansiedad de Yuri solo aumentaba. Había acudido para tomar el Gorgoneion y ocultarlo, pero ahora estaba atrapada. No podía escapar, ni siquiera sabía hacia dónde ir si lo intentaba: carecía de información sobre la magnitud real del desastre. Horas antes, Kusanagi Godou había partido para enfrentar a la Diosa Desatada, pero aún no había regresado. En su ausencia, Atenea se había adueñado de Tokio y sembraba el caos a voluntad, sin molestarse siquiera en ocultar su presencia.
¿Cómo era posible? ¿No debería mostrarse más cautelosa, sabiendo que un matador de dioses se encontraba tan cerca?
La única conclusión posible, aunque nadie quería pronunciarla en voz alta, era que…
—¿Podría ser que… Kusanagi Godou haya sido derrotado por Atenea? —murmuró Yuri, incapaz de contener más su angustia.
A pesar de poseer el poder de un rey demonio, Kusanagi Godou no parecía una persona impresionante. Lucía exactamente como cualquier estudiante de su edad, sin un solo rasgo especial que lo distinguiera. Antes de verlo en persona, Yuri había estado aterrada; durante horas previas a su encuentro tuvo que luchar contra el impulso de salir corriendo. Sin embargo, cuando finalmente lo conoció, su ansiedad se desvaneció. En su lugar, experimentó un extraño alivio… e incluso terminó discutiendo con él, reprendiéndolo y advirtiéndole que debía ser más cuidadoso. Aquello era algo que jamás había hecho con ningún otro joven, ni siquiera con chicas de su edad.
Lo cierto era que, a medida que interactuaban, Mariya Yuri se sintió inexplicablemente cómoda con Godou. Poco a poco bajó la guardia, hasta empezar a notar aspectos en común entre ambos. Además, gracias a su sexto sentido, podía saber de inmediato si alguien era compatible con ella… y Kusanagi Godou lo era sin duda. Pero tan pronto como llegó a esa conclusión, comenzó a negar con la cabeza.
Después de todo, ese muchacho ya tenía como amante a aquella extranjera descarada. Lo más sensato era mantener las distancias y evitar todo contacto con un joven tan libidinoso… aunque el mundo entero se pusiera de cabeza.
—Pero justo ahora esa diosa está trastocando la realidad —se dijo de repente, interrumpiendo sus propios pensamientos—. ¡Señor Amakasu, tenemos que comunicarnos con el Campione! ¡¿No hay forma de conseguir que alguno de los teléfonos funcione?!
—Lo he intentado, pero es inútil. Los teléfonos modernos dependen casi totalmente de la interfaz visual… El Ocaso Eterno los anula casi de inmediato —respondió Amakasu.
Justo en ese momento se escucharon extraños ruidos: alguien cargaba algo pesado mientras trataba de no golpear a las personas reunidas, aunque la oscuridad lo hacía casi imposible. Cuando estuvo a pocos pasos de Yuri, esta pudo distinguir que se trataba de un monje del santuario, llevando una caja polvorienta.
—Encontramos estos en un galpón antiguo donde guardamos cosas viejas —dijo—. Son teléfonos antiguos, con botones, de finales de los 90. Estamos tratando de hacerlos funcionar, pero hasta ahora no hemos tenido suerte.
El contorno de una mano se acercó a la caja y tomó uno de los dispositivos.
—Perfecto, con estos aún podemos marcar, aunque la luz haya desaparecido —murmuró Amakasu—. Necesitaré concentración… y algo de magia para superar el Ocaso Eterno y cargar las baterías.
Durante varios minutos, Amakasu probó uno tras otro, mientras Yuri y el monje esperaban tensos en la penumbra. Cada intento fallido hacía que los aparatos chisporrotearan o se apagaran por completo. La influencia de Atenea parecía resistirse incluso a los dispositivos más simples.
—¡Maldita sea! —exclamó Amakasu al ver otro teléfono morir entre sus manos—. Esto es peor de lo que pensaba.
Finalmente, después de muchos intentos, consiguió cargar uno solo, apenas suficiente para hacer unas cuantas llamadas. Con cuidado sostuvo el teléfono:
—Este será nuestro hilo de esperanza. Si lo perdemos, no habrá otra forma de comunicarnos…
Mariya Yuri entregó a Amakasu el pedazo de papel donde Godou había escrito su número y, con extremo cuidado, logró marcarlo. Al cabo de unos segundos, el teléfono comenzó a sonar y alguien respondió.
[¿Quién es? ...]
—¡Soy yo, Mariya! ¡Compañero Kusanagi! ¿Dónde estás ahora? —preguntó Yuri, aliviada al reconocer su voz.
[Eh… creo que estamos alrededor de la zona de Kasai Arakawa. Todos los coches se han detenido… ¡Ah, sí! ¡Tengo algo que reportar! Atenea se está moviendo hacia el Gorgoneion y por donde pasa la luz y los motores dejan de funcionar, así que debes tener cuidado.]
—Ya lo sabemos, el fenómeno se ha extendido por toda la ciudad. ¿Dónde estás ahora? ¿Junto a Atenea en el distrito portuario? —preguntó Yuri con urgencia.
[No, la estoy persiguiendo, pero todavía estoy lejos. Me da vergüenza admitirlo, pero esa diosa superó lo mejor de mí en el primer asalto y acabo de escapar de las puertas de la muerte.]
- ¡¿Las puertas de la muerte?! ¡¿Estás bien?! ¡Si no puedes moverte, yo iré a buscarte…! —exclamó Mariya Yuri, sobresaltada por aquellas palabras tan repentinas.
[No tienes que preocuparte, ya me he recuperado por completo. Mi cuerpo es mucho más fuerte de lo que parece y es bastante difícil que algo realmente pueda matarme. ¡Si alguien me grabara me volvería tendencia dentro del top 3 en los Videos de Supervivencia más locos del mundo]
Aunque Godou hablaba con un tono relajado, casi como si estuviera bromeando, la intuición de la sacerdotisa le advertía que él no era alguien que hiciera chistes con la muerte. Si decía que había estado a punto de morir, lo decía en serio. Esa calma no era indiferencia hacia el peligro, sino un esfuerzo deliberado por tranquilizarla.
Inconscientemente, se sintió conmovida por ese gesto.
—Por favor, deje de decir cosas tan imprudentes, Compañero Kusanagi —lo reprendió, con una severidad, que dejaba entrever una nota de afecto—. Después de sufrir una herida tan grave, ¿aún corre de un lado a otro como si nada? Su cuerpo podrá ser fuerte, pero no es indestructible.
Yuri jamás había hablado de ese modo con alguien fuera de su familia, pero las palabras le salieron solas. Tenía la extraña sensación de que, si lo dejaba solo, algo terrible podía ocurrirle.
[OK, debería estar bien ya no soy un humano ordinario, por lo que no hay de qué preocuparse.] —respondió Godou tras un silencio breve—. [Pero ahora necesito tu ayuda. No es obligatorio… puedes rechazarlo si quieres.]
—… ¿Qué clase de ayuda? —preguntó Yuri, con cautela.
[Es algo en lo que sólo puedo confiar en ti. Quiero tenderle una emboscada a Atenea.]
—¿¡Emboscar a Atenea!? —repitió incrédula.
Tenderle una trampa a una diosa desatada. El solo pensarlo era tan temerario que resultaba casi absurdo.
Godou continuó con calma:
[Si Atenea se acerca a ti, basta con que pronuncies mi nombre. Entonces podré volar a tu lado de inmediato.]
—¿Volará hacia mí…? —murmuró incrédula.
[Sí. Es un poder que puedo usar si alguien que me conoce me llama. Aunque aún no comprendo del todo sus condiciones… creo que funciona así.]
—Siempre está diciendo "creo" o "debería". ¿Acaso ni usted mismo lo sabe con certeza? —dijo Yuri, dividida entre la preocupación y la exasperación.
[No del todo. Creo que se activa cuando alguien que me conoce está en peligro. Pero parece que, si sabemos el aspecto del otro, sí sé que estás en peligro, y si ambos estamos expuestos a los vientos del exterior... podré llegar hasta ti.]
—¿Estás seguro?
[No del todo. Es un poder nuevo, y no sé en qué grado depende del peligro o de la voluntad de la otra persona. Tal vez, con sólo ver a un dios, ya sea suficiente para activarlo.]
—¡Eso es demasiado incierto! ¿Cómo puede pedirme algo tan peligroso? —reprochó ella, con una intensidad inusual.
Godou guardó silencio un momento, y luego contestó con franqueza:
[Tienes razón. Discúlpame por hacer una petición tan irrazonable. Estaba demasiado concentrado en alcanzar a Atenea en el menor tiempo posible, así que he estado tratando de buscar otra forma... ¡Olvida lo que dije! ¡Olvídate del Gorgoneion! Simplemente aléjate de allí y déjame encargarme de Atenea.]
Godou dio una respuesta directa mientras que Yuri volvía a ponerse ansiosa.
El Compañero Kusanagi no quiere que yo haga esto. Pero si no utilizas este método, te será muy difícil alcanzar a Atenea —, Yuri acababa de darse cuenta.
Yuri apretó con fuerza el teléfono. Comprendió algo en ese instante. Él no quería que ella lo hiciera… pero sin ese método, nunca lo alcanzaría. Y si nadie más podía ayudarlo, entonces el deber caía sobre ella.
—Lo entiendo —dijo con firmeza—. Me quedaré aquí. Esperaré a que Atenea venga. Y cuando llegue, te llamaré. Pero… debes venir. No pienso morir sola en este lugar.
La muerte era una posibilidad y ni siquiera era la peor. Las consecuencias de encontrarse con una poderosa Diosa Desatada podían ser inimaginables. Yuri incluso podría perder la cordura si no tenía cuidado, porque la mente humana no podía soportar estar mucho tiempo en presencia de una divinidad, incluso si esta no era hostil.
[Compañera Mariya… se que pido demasiado. Por favor, apenas la veas, grita mi nombre. No hagas nada imprudente que pueda ponerte en peligro. ¡Te lo suplico!]
—No hay otra forma, ¿verdad? Si la hubiera, usted no me estaría pidiendo esto. Sé que es frustrante tratar con usted… pero no es el tipo de hombre que haría una broma cruel con algo así.
Godou soltó una risa breve, cargada de alivio.
[Nos conocimos apenas hoy, y aun así confías en mí de esa manera… Me siento afortunado.]
—Soy una Hime Miko de Musashino. Es mi deber, y también mi decisión. Pero sólo lo ayudaré esta vez, así que… más le vale llegar rápido.
Yuri colgó antes de que pudiera decir algo más. Si escuchaba otra palabra suya, temía que su resolución flaqueara.
¿Kusanagi Godou cumplirá su promesa? Lo cierto era que Yuri no lo sabía con seguridad, su intuición sobrenatural no le decía nada al respecto. Pero por algún motivo sentía que quería creer.
«¿Por qué todos están en silencio?»
En ese momento la sacerdotisa se dio cuenta de que las personas a su alrededor estaban extrañamente calladas. En medio de la penumbra sobrenatural que Atenea les había impuesto no podía ver sus expresiones o la dirección de sus miradas, pero tenía la extraña sensación de que todos la estaban mirando.
—¿Hime...? —preguntó Amakasu entonces con una curiosa entonación, como si estuviese conteniendo una sonrisa: —. ¿cuándo te volviste tan cercana a Kusanagi Godou?
—Señor Amakasu, por favor, no bromee de esa manera. ¿Qué parte de esa conversación le ha hecho pensar que somos “cercanos”? —protestó Yuri, aunque inconscientemente bajó la voz para disimular su nerviosismo.
Pero luego volvió a levantarla con firmeza, adoptando el tono digno de una Princesa Sacerdotisa:
—De todos modos, tengo que llevar el Gorgoneion fuera del santuario. El rey Kusanagi tiene un poder para regresar aquí, pero debo ser su guía. Además, no debemos permitir que el enfrentamiento contra Atenea ocurra en un lugar donde haya tantas personas. ¡Tengo que atraerla hacia un sitio con menos gente! Yo misma me encargaré de esto; en cuanto al resto, quiero que se oculten lo mejor que puedan.
Aunque lo dijo con respeto, en su voz había una fuerza que no admitía réplica.
—Eso es demasiado arriesgado, déjeme encargarme de atraer a Atenea en su lugar —sugirió Amakasu.
Fue el único que se atrevió a cuestionar las palabras del Yuri, el resto guardó respetuoso silencio o tal vez estaban demasiado asustados para ofrecerse como voluntarios.
—No, Señor Amakasu. Usted no podrá llamar al Compañero Kusanagi porque no cumple las condiciones. Tengo que hacerlo sola.
—¡Pero con el Ocaso Eterno bloqueando la visibilidad…!
—Precisamente por eso, sólo yo tengo una oportunidad —insistió Yuri con decisión—. Usaré mi Visión Espiritual para orientarme.
—Usted misma dijo que ese no es un poder que pueda controlar del todo —objetó Amakasu, su tono teñido de preocupación—. Estará confiando en la suerte, y poniéndose en la línea de la muerte.
—Es mejor que nada —concluyó la sacerdotisa con una leve sonrisa—. En estas condiciones, donde toda estrategia se derrumba, debemos aferrarnos a cualquier posibilidad, por pequeña que sea. Y en este momento, solo yo puedo hacerlo. Si alguien más viene conmigo, no verá el camino… y solo perderemos vidas en vano.
—¡Pero dejarla ir sola! ¡Como hombres no podemos…!
—Estamos hablando de una Diosa Desatada —lo interrumpió Yuri, todavía sonriendo—. Es una de las pocas circunstancias en las que el honor no significa nada. La verdad es que, si me acompañan, no podrán ayudarme; solo se convertirán en sacrificios inútiles.
Amakasu Touma guardó silencio, aunque su mano se tensó sobre el mango de un cuchillo oculto en su traje. Puede que no lo demostrara, pero era miembro de un clan combatiente, y la idea de esconderse tras una jovencita como Yuri mientras él permanecía a salvo hacía que la sangre le hirviera. Sin embargo, la verdad era innegable: frente a un dios, el heroísmo resultaba inútil.
—Todo estará bien. El Compañero Kusanagi me prometió que vendría. En este tipo de situaciones, él mantendrá su palabra… eso es lo que mi intuición me dice —aseguró Yuri, esbozando una hermosa sonrisa mientras trataba de tranquilizar a Amakasu.
Yuri corría sin descanso por las calles vacías de la ciudad.
Bajar a toda prisa las escaleras del templo Nanao, confiando únicamente en la memoria del entorno y en su intuición, se convirtió en una de las experiencias más aterradoras de su vida. La noche no le ofrecía consuelo alguno. Ni la luna ni las estrellas brillaban con la calma de siempre: bajo el Ocaso Eterno de Atenea su luz parecía agresiva, como si también se hubiesen rebelado contra el orden natural y se hubieran unido a la diosa.
Para empeorar las cosas, Yuri nunca había destacado en lo atlético. Avanzar a ciegas, viendo apenas unos metros delante de sí, guiada solo por un presentimiento incierto, era un desafío que agotaba sus fuerzas a cada paso.
Cuando al fin alcanzó la base de la montaña, su situación no mejoró demasiado. Ya no corría riesgo de tropezar en la pendiente, pero ahora se encontraba atrapada en un laberinto de edificios sin luces y calles desiertas. El reloj natural del cielo indicaba que la luna había alcanzado casi su punto más alto: debían de ser cerca de las once de la noche.
Y, sin embargo, Tokio parecía una ciudad muerta. A esas horas lo normal habría sido ver todavía a la gente transitando entre los puestos comerciales, aunque menos que en pleno día. Ahora, en cambio, todo se asemejaba a un escenario de película de terror: inerte, desolado, dominado por sombras deformes.
En el silencio se colaban apenas los murmullos lejanos de quienes se escondían en sus casas, temerosos de salir y perderse en la penumbra que cubría el mundo. Esperaban la llegada de la mañana como si fuera una promesa de salvación.
Pero no había amanecer posible bajo el dominio de Atenea.
Ni siquiera las linternas funcionaban.
En medio de esa oscuridad, la única persona que se atrevía a salir era Yuri.
Aun en calles que deberían resultarle familiares, se movía con torpeza, avanzando a tientas con las manos sobre muros y barandillas. La orientación no servía de nada: todo se había vuelto extraño, irreconocible, como si la ciudad hubiera cambiado de forma en un sueño hostil.
Así caminaba, como un insecto ciego que se arrastra guiado por puro instinto. Su objetivo no era el bullicio de la avenida comercial, sino el silencio más profundo: la bahía de Tokio.
Dentro de la bolsa que apretaba contra su pecho estaba el Gorgoneion. El solo hecho de cargarlo volvía imposible escapar de la lúgubre prisión en que Atenea había convertido a la ciudad. Pero Yuri no pensaba rendirse. Debía llevar el combate entre Kusanagi Godou y la diosa hacia un lugar desolado, lejos de la gente. Esa determinación era lo único que le permitía seguir de pie, resistiendo mientras atravesaba las calles sumidas en la oscuridad.
Yuri estaba a punto de cruzar la carretera cuando la invadió una sensación súbita de soledad. Las calles desiertas estaban llenas de automóviles abandonados, testigos mudos de la huida desesperada de sus dueños. No había necesidad de preocuparse por el tráfico: la ciudad entera había sido tomada por el silencio.
Entonces, una voz la detuvo.
—Tú, sacerdotisa que sirve a dioses extranjeros… entrega la reliquia de la Serpiente.
La noche se volvió más quieta todavía, como si el aire mismo contuviera la respiración. Aquella voz no había rasgado el silencio: lo había atravesado con suavidad, como un soplo helado que hace temblar sin perturbar.
—Atenea es mi nombre —continuó la voz, solemne—. Hija de Zeus, viajera de las sombras… He venido a recuperar a la Serpiente de tus manos. En circunstancias normales tu insolencia merecería la muerte, mas hoy perdonaré a una servidora de los dioses de esta tierra, en pago por mi propia descortesía al presentarme sin invitación.
Con cada paso, su presencia se volvía más densa, como si una fuerza primordial descendiera sobre el mundo.
Yuri se giró… y encontró ante sí a una niña de belleza inmaculada, casi frágil, de apariencia inocente. Sin embargo, la sacerdotisa comprendió de inmediato que aquella figura envuelta en luz lunar no podía ser otra que Atenea. La luz plateada envolvía su silueta esbelta, haciéndola parecer frágil y al mismo tiempo imponente. Su cabello plateado, ondeaba en la brisa nocturna con un fulgor siniestro; para los ojos de Yuri, aquellas hebras parecían multiplicarse como un nido de serpientes brillantes.
—Antigua Serpiente… al fin te encuentro —murmuró la diosa con júbilo contenido—. Con esto renaceré como la verdadera Atenea, la desafiante Atenea. Siéntete honrada, doncella sagrada, porque serás testigo de este instante. Narra a las generaciones futuras la historia del despertar de una de la Reina del Inframundo.
Atenea extendió su pequeña mano.
De inmediato, la bolsa que Yuri apretaba contra su pecho se abrió como si obedeciera un mandato invisible. El Gorgoneion escapó de su interior y voló directo a la palma de la diosa.
—Tal es la Antigua Serpiente… —dijo Atenea, sonriendo con un fulgor terrible en los ojos—. Por fin he recuperado lo que me pertenece.
Incluso envuelta en la oscuridad, Yuri podía sentir con claridad la alegría en su rostro. Entonces la diosa alzó la mirada hacia el cielo y comenzó a cantar.
Canciones divinas se entrelazaron en los labios de Atenea. Eran himno, oración y alabanza al mismo tiempo.
Y, a medida que el canto continuaba, su figura empezó a cambiar.
Su estatura creció, sus extremidades se alargaron, y la apariencia de una niña frágil se desvaneció. Ante Yuri se alzó una doncella de imponente excelencia divina. La inmadurez de su rostro desapareció y, aunque no aparentaba más de dieciocho años, sus ropas modernas se habían transformado en una túnica blanca, solemne y antigua.
—¡Atenea… Desatada! —murmuró Yuri, temblando.
Frente a una divinidad a plena potencia, los instintos de la sacerdotisa se estremecieron. Aquí estaba la heredera de la Madre Tierra. Aquí estaba la Reina de la Muerte y del Dolor. Aquí estaba la antigua de los tiempos primitivos; despojada por sus pares de su condición de gobernante a causa de su arrogancia.
No había victoria posible contra ella.
Pero aun sabiendo esto, y con el miedo profundamente clavado en el pecho, Yuri comprendió casi de inmediato que debía oponerse. Porque aquel lugar, aquella calle, había sido otorgada a la humanidad por mandato divino, de modo que las tinieblas no tenían autoridad para hacer lo que quisieran ahí. La civilización era el dominio de la luz y el orden; así que la antigua Serpiente, por poderosa que fuese, no tenía derecho a hacer lo que quisiera.
—¡Atenea! —gritó con todas sus fuerzas, desafiando su propio temblor—. ¡Deje de burlarse! ¡Aún tiene un oponente aquí!
La diosa arqueó una ceja, divertida.
—Oh, sacerdotisa… tus palabras me divierten. ¿Quién se supone que puede oponerse a mi divina voluntad?
—¡Ese oponente es el Rey de los Magos, Kusanagi Godou! ¡El matador de dioses! ¡Mientras él exista, no podrá hacer lo que quiera!
El regocijo brilló en los ojos de Atenea. En respuesta, un viento gélido se extendió desde su cuerpo como un aliento del Inframundo.
—Ah… disculpa. Aunque una ha recuperado su antigua fuerza, el control todavía no es perfecto.
La temperatura descendió en picada, y Yuri sintió como si su corazón se detuviera; no era miedo lo que hacía temblar sus rodillas, sino la certeza de que estaba demasiado cerca de la muerte.
—Es el viento del Sueño Eterno —prosiguió la diosa, solemne— no lo recibes solo tú. Kusanagi Godou ya lo ha probado. Si logró escapar del abismo y venir hasta aquí, quizá aún te sea concedido tu deseo.
Yuri apretó los dientes, forzando su cuerpo a mantenerse firme a base de pura voluntad.
—¡Entonces no hay problema! —replicó con una convicción desesperada—. ¡Él sigue vivo! ¡Definitivamente vendrá! ¡Porque sé que me protegerá! ¡Y ahora lo verá…!
Sus piernas temblaban demasiado como para sostenerla, pero aun así se negó a caer. Recordó la voz entrecortada de Godou antes de colgar la llamada. No sabía si él podría usar aquel poder otra vez, no sabía si realmente llegaría… pero eligió creer.
Y gritó con toda su alma:
—¡Ven, Kusanagi Godou! ¡Atenea y yo estamos aquí! ¡Ven ya! ¡Te necesito ahora!
Primero, el aire gélido que había nacido de Atenea vaciló, como si hubiera sido rechazado por una fuerza invisible.
Luego, una ráfaga distinta atravesó la calle: no era fría ni cálida, sino un viento vivo, vibrante, que silbaba como si barriera con furia todo rastro de mal augurio.
Enseguida, aquel soplo creció en intensidad y descendió desde lo alto con el bramido de un vendaval, envolviendo la noche en un torbellino que parecía abrir un camino entre cielo y tierra.
Atenea abrió ligeramente los ojos, sorprendida por la naturaleza de aquel viento que se atrevía a desafiar el suyo propio.
Y, dentro de la vorágine, apareció la silueta de un muchacho.
—Kusanagi Godou.
Había llegado con el viento, y su mirada, intensa y resuelta, se cruzó con la de Yuri.
La sacerdotisa sintió que las fuerzas le abandonaban y cayó de rodillas. No era terror: era alivio… y algo más. Un calor extraño le recorrió el pecho, tan repentino que apenas pudo reconocerlo. Tal vez era fe, tal vez esperanza, o quizás el nacimiento de un sentimiento que aún no comprendía del todo.
Godou estaba allí. Había respondido a su llamada, tal como había prometido.
Su intuición le susurraba que él los salvaría, que conseguiría lo imposible. Y, sin darse cuenta, Yuri sonrió levemente, confiándole su destino sin reservas.
Unos instantes antes, Godou se encontraba en la estación de Kasai Occidental.
Sabía que tarde o temprano Atenea marcharía hacia el Santuario Nanao para reclamar el Gorgoneion, y que cada minuto perdido jugaba en su contra. Por eso se obligó a subir al “coche de la muerte” conducido por Arianna, confiando en que sería la manera más rápida de alcanzar el centro de Tokio.
No habían avanzado mucho cuando comenzaron a sentir los primeros estragos del Ocaso Eterno.
—Duermo un poco y sucede esto… qué diosa tan problemática —murmuró Godou con amargura.
La ciudad entera parecía apagarse como si la misma noche devorara la vida. Ventanas, anuncios luminosos, farolas… uno tras otro, todos los puntos de luz eran arrancados de golpe, engullidos por un silencio gélido.
—¡Acelera ya! —ordenó Érica, inclinándose hacia adelante con urgencia—. ¡Es la maldición de Atenea, devora la luz! ¡Incluso el motor puede dejar de funcionar!
«Espera, eso significa que…» pensó Godou, pero no alcanzó a completar la idea.
Arianna hundió el pie en el acelerador y el coche salió disparado como un proyectil, rebotando sobre el asfalto y deslizándose entre el tráfico con precisión suicida.
—¡Por todos los dioses! —gritó Godou, con el corazón en la garganta.
—¡Vamos, Arianna, no frenes! —exclamó Érica, los ojos encendidos por el brillo de la batalla.
La doncella, con una serenidad casi angelical que contrastaba con el rugido salvaje del motor, zigzagueaba por las avenidas de Tokio como si fueran un simple patio de juegos. Rozaba parachoques, postes y peatones atónitos a milímetros del desastre, pero milagrosamente siempre lograba salir ilesa.
Godou, con las uñas clavadas en el cuero del asiento, no podía dejar de visualizar el choque inevitable que los convertiría en un amasijo de metal y carne. El único motivo que lo obligaba a resistir en silencio era la certeza de que cada segundo ganado era tiempo que Atenea no podía usar para alcanzar el Gorgoneion.
De pronto, hubo un parpadeo siniestro y las luces del tablero se apagaron, igual que la electricidad del exterior. Poco después el motor tosió un último gemido y el coche se convirtió en una flecha inerte, deslizándose por pura inercia a través de la oscuridad devoradora.
—¡Anna, frena, el motor murió! —gritó Godou, presa del pánico.
Pero ella solo ladeó la cabeza con inocencia.
—¿Frenar? ¡Pero si ahora vamos de lo más suave!
Contra toda lógica, aquella inercia traicionera los arrastró varios metros más. Arianna la aprovechó con habilidad insensata para sortear curvas, coches y transeúntes como si fuera un fantasma ebrio. Solo entonces, al borde del epicentro de la oscuridad, el vehículo se detuvo con un quejido metálico, dejando a Godou exhausto, pero milagrosamente vivo. En ese instante no estaba seguro de qué era peor maldición: Atenea o las habilidades conductoras de Arianna.
—¿Seguimos vivos? —preguntó en voz alta, incrédulo.
—No hay tiempo —replicó Érica, y de una patada arrancó la puerta del coche de cuajo. Su magia de refuerzo corporal estaba claramente activa.
Godou sacudió la cabeza para despejarse y la siguió. Lo primero que notó al poner pie en la calle fue la oscuridad antinatural que se extendía, sobre todo, junto con las bandadas de lechuzas que aleteaban en el cielo. Gracias a su visión sobrehumana, podía distinguirlas con mayor nitidez que cualquier persona común.
—Qué curioso… —murmuró—. En Japón siempre se dice que las lechuzas traen buena fortuna. Pero estas… parecen espectros malditos.
—La lechuza es símbolo de sabiduría en Occidente por su vínculo con Atenea —asintió Érica, la mirada sombría fija en las bandadas—. Pero en la India tienen un significado ambiguo: sabiduría, sí, pero también presagio de desgracias. Y en China… allí son vistas casi siempre como heraldos de muerte: devoradoras de sus propias madres, ladronas de almas.
Se volvió hacia Godou, con voz grave.
—Algunos magos creemos que esto se debe precisamente a que Atenea es en realidad la forma domesticada de una entidad mucho más antigua, terrible y peligrosa. Una deidad cuyo verdadero dominio es la muerte.
—Atenea, la de los ojos grises… —murmuró Godou, recordando el epíteto occidental de la diosa, símbolo de la sabiduría racional. Aunque, en ese instante, no pudo evitar pensar que tal vez era una alusión más inquietante: ojos que brillaban como los de una lechuza, depredadora en la noche.
«Necesito saber más… antes de enfrentarla», se dijo, observando con el ceño fruncido cómo las bandadas de lechuzas aumentaban en número, hasta oscurecer aún más el cielo.
Gracias al intercambio con Erica había comprendido quizá la mitad del verdadero origen de Atenea, pero aún faltaban piezas cruciales del rompecabezas.
—En realidad, Atenea es una diosa del inframundo —explicó Erica en voz baja, con esa calma peligrosa suya—. Sus poderes se relacionan con el ciclo de la agricultura, las estaciones… y por supuesto, con la vida y la muerte. Si dejamos que se desate, no habrá marcha atrás.
Mientras lo decía, se inclinó un poco hacia él, con una sonrisa sugerente que insinuaba volver al "ritual" de antes.
—¡Tenemos que llegar al santuario y proteger el Gorgoneion a toda costa! —replicó Godou, retrocediendo de golpe. Cuando notó que Erica iba a protestar, añadió en un susurro cortante—: Entiendo lo que quieres, pero cada vez que empezamos… pierdo el control. No quiero dejarme arrastrar otra vez sin saber dónde está exactamente nuestro enemigo.
Erica lo miró con un mohín de fastidio, pero finalmente suspiró.
—Como quieras…
Godou se giró hacia Arianna.
—Anna-san, lo lamento, pero desde aquí iremos solos. Gracias por todo.
Él llegaría al Santuario Nanao, incluso si tenía que caminar hasta allí; eso era mejor que quedarse a esperar aquí.
—Está bien, Godou-san. Le deseo buena suerte. —la doncella lo despidió con una sonrisa tranquila, como esas mujeres que despiden a los soldados rumbo a la guerra sin lágrimas, solo con la promesa de un regreso—. Si vuelve sano y salvo, la próxima vez le prepararé una comida deliciosa.
—Lo tomaré como un compromiso —respondió Godou, intentando corresponder a esa sonrisa.
Cuando se alejó junto a Erica, ella arqueó una ceja y lo pinchó con sarcasmo.
—…Por cierto, si quieres probar la cocina de Arianna, tendrás que ir solo. Yo no pienso acompañarte tan lejos.
Godou ladeó la cabeza, desconcertado.
—¿Tan mala dices que es?
—Al contrario, cocina bastante bien. —explicó Erica con seriedad teatral—. Pero si decide celebrarte con un estofado… mejor reza por tu vida.
Godou tragó saliva. El hecho de que Erica, quien enfrentaba demonios y monstruos sin pestañear, hablara con ese tono sobre la comida de Arianna, era suficiente para que lo tomara en serio.
Sin embargo, no había tiempo para pensar en futuros banquetes. La oscuridad seguía creciendo a su alrededor, sofocante y opresiva, mientras bandadas de lechuzas rasgaban el cielo.
—De todos modos… parece que Atenea hace lo que le da la gana —dijo Godou, rompiendo el silencio.
—Quizá porque ya te venció una vez —respondió Erica con crudeza—. No siente necesidad de protegerse.
Avanzaban lentamente por las calles apagadas. Podría haber sido un trayecto tedioso… pero no con Erica a su lado.
Ella se inclinó hacia él con una sonrisa peligrosa.
—Godou, si quieres detener a Atenea, debemos prepararte para usar la Autoridad del Guerrero. ¿Por qué no retomamos lo que dejamos pendiente? —dijo y se relamió los labios de un modo insinuante.
Él retrocedió un paso.
—Todavía no. Primero tenemos que encontrarla. Además… aún no es seguro que esto termine en una pelea a muerte. Si puedo hacerla retroceder con una amenaza, bastará.
—Ingenuo —replicó ella, entrecerrando los ojos—. ¿Crees que Atenea se preocupará por cualquier cosa que no sea capaz de matarla?
—Si de verdad crees que necesito esa información, dímela mientras corremos.
Erica soltó una risita melosa.
—No, eso sería aburrido. Lo que quieres son mis labios, Godou. Admítelo. Hazlo apasionadamente, hasta que mi corazón palpite con fuerza. Vamos… date prisa.
—¡Ni loco voy a decir algo tan vergonzoso! —replicó Godou, enrojeciendo—. Y, si llega el peor de los casos, todavía puedo usar la Autoridad del Corcel como último recurso.
Hacía rato que percibía una extraña llamada, siempre proveniente del Este. Era un instinto visceral, parecido al de las aves migratorias que saben cuándo deben partir. Cada vez que esa sensación lo invadía, significaba que la tercera Autoridad de Verethragna estaba disponible.
Pero Godou no quería usarla porque era un poder demasiado devastador.
El control de sus Autoridades era lo que más le preocupaba. Ya le había sucedido antes que, al intentar prevenir una catástrofe, terminaba provocando una mucho peor. Nadie lo culpaba nunca; al contrario, le ofrecían sonrisas nerviosas y frases de consuelo tales como: “Es inevitable cuando se enfrentan seres divinos”. Pero Godou podía ver el miedo en sus ojos. No le recriminaban porque lo consideraban tan peligroso como los propios dioses desatados. No lo acusaban porque sabían que sería inútil: temían que, si lo empujaban demasiado, él decidiera descargar sus poderes contra ellos.
Y lo peor de todo era que tenían razón. Aunque intentaba negarlo, aunque todos los días se aferraba a la idea de ser un estudiante normal, en el fondo Godou sabía que, si se dejaba llevar, podía convertirse en un monstruo.
Por eso también se resistía a besar a Erica, aunque lo deseara. Aunque tenía la excusa perfecta —como la necesidad de invocar al Guerrero—. Sabía que en su interior latía ese otro yo, aquel que despertaba en las batallas y tomaba el control sin importarle nada más que vencer. Lo había sentido en su último beso, ese deseo por dejarse arrastrar sin control hacia el frenesí del combate.
Y aunque besar a Erica sería delicioso, lo que le aterraba era lo que podía venir después. No quería engañarse: aún no estaba listo para formalizar nada con ella. Si la besaba solo por placer o para usarla porque le convenía, por más dispuesta que estuviera… ¿no sería eso aprovecharse? ¿Y qué ocurriría después, cuando empezara a ceder en otras cosas? ¿Qué pasaría si él, alguien con poderes divinos a quien nadie podía detener, empezaba a sobrepasar también sus propios límites morales?
Era un pensamiento aterrador.
Mientras discutían, llegaron a la estación de Kasai Occidental. El lugar hervía de gente: multitudes atrapadas por la suspensión del metro, trabajadores intentando dar explicaciones con altavoces, niños llorando y oficinistas con los teléfonos en alto buscando señal. Poco a poco, el sistema eléctrico fue apagándose, como si una mano invisible cerrara los circuitos uno por uno.
Un murmullo inquieto recorrió a la muchedumbre. Algunos aseguraban que había pasajeros encerrados en los trenes subterráneos, pero nadie podía rescatarlos. Las linternas que se encendían para calmarlos también empezaban a fallar, extinguiéndose una tras otra en la oscuridad creciente.
Erica y Godou se miraron entre sí.
—Esto se está saliendo de control demasiado pronto.
—Ni siquiera ha comenzado —replicó Erica, negando con la cabeza—. Por ahora el Ocaso Eterno no nos ha envuelto por completo. Pero si se prolonga lo suficiente, cubrirá primero el país entero y después el mundo… sobre todo si Atenea logra recuperar el Gorgoneion.
—¿Qué es exactamente el Ocaso Eterno?
—La maldición primordial de Atenea —respondió ella con una expresión sombría—. Un velo de oscuridad que regresa al mundo a su estado original, el caos antes de la luz. Drena lámparas, motores, electricidad… todo lo que los humanos heredamos de Prometeo. Y no se detiene ahí: la sombra se espesa hasta que ni los propios ojos sirven, dejando apenas unos metros de visibilidad. Es su manera de reclamar un territorio, borrando el orden para que solo queden las estrellas y la noche eterna. Sin el Gorgoneion es apenas un susurro, pero con él será un rugido capaz de tragarnos a todos.
Godou tragó saliva. «¿Esto es un susurro?»
Entonces la ciudad empezó a gritar. Primero fueron choques metálicos y cristales quebrándose: en un viaducto elevado, un camión de reparto se estrelló contra un auto detenido cuando sus luces murieron de golpe. La colisión se propagó como un eco, arrastrando a otros vehículos en cadena.
Más al oeste, en la estación de Shinjuku, una multitud tropezó al quedar paralizadas las escaleras mecánicas; el apagón súbito arrojó a cientos de personas en una oscuridad sofocante.
En Roppongi, un poste eléctrico sobrecargado se desgarró en una llamarada azulada. El estallido reverberó como un trueno lejano, liberando humo acre que se filtró en la penumbra, mientras las alarmas de los autos clamaban en vano.
Y aquello era apenas el inicio. En toda la ciudad, incidentes semejantes se multiplicaban como brasas en un incendio invisible, y el pánico comenzaba a devorar a la multitud.
—Recién está comenzando, pero ya todo está así —dijo Godou, observando a la gente que corría sin rumbo.
Él volvió la mirada hacia Erica.
—¿Cómo lidiarían con esto en Italia?
—Si fuera un monstruo corriente o un fenómeno mágico, controlaríamos la información en tiempo real —respondió Erica—. Lo disfrazaríamos de desastre natural o brote viral y dejaríamos que los Caballeros manejaran la contención.
Hizo una pausa y añadió, con el gesto grave.
—Pero cuando se trata de una deidad no escatimamos recursos. Activamos la Gran Barrera Europea para proteger a los civiles. Eso nos da margen de maniobra… aunque tiene límites.
—¿Límites? —preguntó Godou.
Erica caminó unos pasos, midiendo las palabras.
—Las Autoridades de los dioses a veces pueden incluso ignorar el tiempo y el espacio —explicó Erica con calma, aunque sus ojos reflejaban una inquietud apenas contenida—. Por muy impresionante que sea, la Gran Barrera Europea sigue siendo una obra humana. Y contra una deidad, lo humano nunca es garantía.
Guardó silencio un momento, como si recordara algo desagradable.
—Italia es muy antigua, Godou. En las regiones donde el helenismo tuvo su epicentro, no es raro que aparezcan dioses desatados con poderes que nadie ha previsto. Por eso, incluso cuando aislamos a la población hasta que el incidente termina y luego lo reparamos todo, siempre queda una huella. Personas que sienten que algo extraño ocurrió… o secuelas que persisten aun después de que el dios desaparece. —Su voz se suavizó—. Esa es una de las razones por las que los magos elegimos vivir ocultos. Aunque tengamos hechizos para alterar recuerdos, sería imposible mantener la calma de la gente común si supieran que los dioses desatados caminan a veces entre ellos.
En Europa los magos habían alcanzado tal independencia que funcionaban casi como una sociedad paralela a los gobiernos. Se movían en clubes privados, residencias exclusivas y vastos dominios aislados por magia donde solo ellos podían entrar. Eran, en su mayoría, aristócratas con recursos y contactos suficientes para influir en la política. No se apartaban del todo de sus naciones: las altas esferas siempre disponían de canales para contactarlos, y en más de una ocasión habían dictado órdenes directas a ejércitos o autoridades civiles.
Aunque la sociedad común ignorara su existencia, su influencia era inmensa. Empresarios, políticos e incluso celebridades seguían sus indicaciones cuando era necesario. Y si algún fenómeno sobrenatural amenazaba con desbordarse, tenían mecanismos para encubrirlo o sofocarlo sin dejar huellas.
—¡Pero en Japón los magos no pueden hacer ese tipo de cosas! ¡No creo que tengan la autoridad para manipular la sociedad hasta ese punto!
—Quizá Tokio termine encaminándose en esa dirección —replicó Erica con una sonrisa irónica—. Después de todo, ahora tienen al Rey Kusanagi Godou. Con eso, puedes estar seguro de que incidentes como este se volverán habituales.
—¡No digas cosas de mal agüero! —protestó Godou, girando nervioso para orientarse. Sacó su teléfono y abrió el mapa, pero la luz de la pantalla titilaba como si estuviera a punto de apagarse. Su rostro se tensó al comprender lo que significaba: —¡Tenemos que llegar al Santuario Nanao antes que Atenea!
—Eso no es realista, mi amor —suspiró Erica—. A juzgar por lo rápido que se propaga el Ocaso Eterno, no hay forma de alcanzarla… a menos que uses una de tus Autoridades.
Godou vaciló. Tenía dos poderes capaces de moverlo a gran velocidad, pero solo uno resultaba medianamente viable en esas condiciones.
—El Vendaval… —murmuró, apretando los puños—. Es la mejor opción, aunque todavía no termino de comprender cómo funciona del todo.
El Vendaval era la primera encarnación de Verethragna, dios persa de la victoria. No tomaba forma de bestia ni de guerrero, sino de viento: el soplo invisible que abría sendas a los viajeros y empujaba a los ejércitos hacia el triunfo.
Los antiguos creían que ese aire divino también tenía poder de purificación. En rituales zoroástricos, el viento era invocado para disipar la druj, la impureza que traía enfermedad, desgracia y espíritus hostiles. Así, el Vendaval no solo empujaba a los hombres hacia la victoria militar, sino que limpiaba el mundo de lo corrupto, devolviendo claridad allí donde reinaba el caos.
Sin embargo, no respondía a la fuerza, sino a la súplica. Para que se manifestara era necesario un llamado verdadero: alguien que conociera el rostro del rey y lo invocara bajo los cielos abiertos, en peligro real.
—¿Alguien puede llamarte usando el poder del Vendaval? —preguntó Erica sin perder la compostura.
—En teoría… sí —respondió Godou, con la voz apagada—, pero…
—¿Pero…? —incitó ella.
Godou hizo una mueca, como si le costara confesarlo. —No me gusta la idea. —Se mordió el labio con aparente desprecio hacia sí mismo—. Tendría que poner a una persona inocente en riesgo.
—¿A quién? —preguntó Érica, con frialdad práctica.
—Mariya Yuri —dijo él, incómodo—. Creo que cumple las condiciones… pero sería ponerla en peligro. No quiero eso. Busquemos otra alternativa.
Érica ladeó la cabeza como quien valora la lógica de un plan.
—Godou, ella es sacerdotisa.
—No —replicó él con firmeza—. No puedo arriesgarla así.
—Y es la guardiana de este país —lo interrumpió ella, con tono cortante—. Sé que no quieres ponerla en peligro. Pero eso no te exime de preguntarle. Es su vida; ella puede decidir si quiere arriesgarse para defender esta tierra.
La acusación prendió una chispa. Godou la miró y por primera vez su voz se quebró con rabia contenida.
—Eres la menos indicada para decir algo como eso, porque es tú culpa que esto esté ocurriendo en primer lugar. Yo también soy responsable por haber aceptado esa maldita reliquia, ¡pero tú sabías lo que era! —Reclamó Godou enfurecido por primera vez.
—¡Y tú no quisiste saber! —Contestó Erica con firmeza, mirándolo fijamente, pero sin dejar de sonreír intrépidamente, aunque bajo su mirada se ocultaba una gran cantidad de emociones complicadas: —¿Quieres echarme la culpa de todo? ¡adelante! ¡Pero Atenea sigue avanzando mientras hablamos!
Godou le sostuvo la mirada por un momento, pero luego suspiró y asintió.
Justo en ese momento su teléfono comenzó a sonar.
—¿Eh? —murmuró, sacando el móvil.
[—¡Soy yo, Mariya! ¡Compañero Kusanagi! ¿Dónde estás ahora?]
La persona en cuestión los había llamado. Tras ponerla al tanto de la situación, Godou asumió la responsabilidad y fue él mismo quien le pidió que se convirtiera en su guía para invocar la Autoridad del Vendaval. Lo que no esperaba era que la sacerdotisa aceptara sin vacilar.
Ahora las piezas estaban en su sitio. Pero aquello significaba que la vida de Mariya Yuri quedaba expuesta por su decisión. Godou lo sabía: no podía permitirse fallar. El fracaso no existía como opción.
«Tengo que ganar… No. Voy a ganar.» se juró Kusanagi Godou, apretando los dientes con una determinación feroz.
—¿Fue esa mujer la que llamó? —preguntó Erica, observando la expresión sombría de Godou.
—No digas “esa mujer”. Su nombre es Mariya Yuri. Llámala como corresponde.
—Lo sé, lo sé… —repuso Erica con un gesto teatral, aunque en su voz vibraba una punzada de celos—. Su nombre debería ser Carnada. Jamás pensé que esa chica tuviera tanto valor.
—¿Valor? —Godou negó con la cabeza—. Es más bien responsabilidad. Y ahora me arrepiento de haberla mencionado… Si algo le pasa, tendré que cargar con esa culpa por el resto de mi vida.
Se quedó en silencio un momento, imaginando el gesto serio y decidido de Yuri, aceptando sin dudar un papel que nadie más tomaría. Lo hacía porque era así: una chica demasiado recta, demasiado consciente de su deber.
Erica lo miró de reojo, percibiendo lo mucho que le pesaba aquella decisión. Finalmente habló, en un tono más suave:
—Godou… lo que hice al darte el Gorgoneion…
—No importa —la cortó él, obligándose a sonreír mientras trataba de sonar firme—. No es tu culpa.
Ella frunció ligeramente el ceño, sorprendida por esas palabras que no esperaba.
—Si no me lo hubieses dado, Atenea habría reducido Italia a ruinas. Y ahora que el imbécil de Doni está desaparecido… eso habría sido un desastre con o sin la Gran Barrera. Entiendo por qué me lo diste. —Godou desvió la mirada, caminando hacia un parque cercano y vacío, un sitio más tranquilo para esperar la llamada de Yuri—. Más bien debería disculparme contigo. No debí desquitarme de esa manera. Al final, fui yo quien aceptó la reliquia.
Al escucharlo, Erica guardó silencio y bajó la mirada apenas un instante. Sus dedos rozaron un mechón de su cabello, conteniendo el impulso de acomodárselo con nerviosismo; un gesto mínimo, pero revelador. Luego recuperó su sonrisa altiva, esa máscara de seguridad que llevaba como armadura. Aun así, sus manos se aferraron con fuerza a la empuñadura de su espada, incapaces de ocultar la tormenta que agitaba su interior.
Godou la entendía demasiado bien, incluso cuando ella se escondía tras esa fachada arrogante. Y esa certeza, la de ser vista y aceptada sin reproches, encendía en su pecho un calor profundo y peligroso. Una ternura que jamás confesaría, porque prefería que él la creyera siempre fuerte e imperturbable.
Erica apartó la vista, respirando hondo. Quería quedarse en ese instante, guardarlo solo para ella, pero no podía permitirse el lujo de la debilidad. Ser la mujer al lado de un rey significaba más que sonreír y blandir una espada. Significaba tomar decisiones crueles, incluso cuando desgarraban el corazón. Por eso, cuando volvió a mirarlo, sus labios ya no temblaban: había tomado una resolución que tenía que llevar a cabo, aunque lo odiaba con cada fibra de su ser.
—Oye, Godou —dijo entonces, con una voz extrañamente ligera—. Aprovecharé esta oportunidad para decirte algo importante. A pesar de mi aspecto, soy una chica generosa y de mente abierta. Muy abierta, de hecho.
—¿Mmm…? —murmuró él, distraído.
Al principio Godou no escuchó lo que le dijeron. Estaba más pendiente de vigilar que no hubiese curiosos cerca y de sentir la dirección del viento, asegurándose de que las condiciones para invocar la Autoridad del Vendaval se cumpliesen. Además, parte de su mente seguía atrapada en el caos de la estación y en esa oscuridad creciente del Ocaso Eterno, que avanzaba como una marea invisible. Por eso tardó en reaccionar:
—Perdón… ¿qué dijiste exactamente?
—Te ofrezco mi generosidad, mi rey —repitió Erica, con un énfasis que sonaba demasiado solemne para ser una broma—. Soy tu amante, sí, pero podría… hacer la vista gorda y permitir que tengas una segunda amante. Eres joven, después de todo; es comprensible que te atraigan otras chicas. Piensa en ello como un privilegio diplomático exclusivo.
Godou se quedó mirándola, perplejo, como si las palabras hubieran llegado en un idioma extranjero. Su cerebro entendía cada sílaba, pero el sentido detrás de ellas se le escapaba por completo. «¿Qué demonios acaba de decirme?», pensó, totalmente fuera de juego.
—¿Una… segunda amante? —repitió despacio, como si probara las palabras en su boca—. Erica, ¿te das cuenta de lo que dices? ¡Ni siquiera tengo una esposa! Esto suena como… no sé, ¿una broma rara que solo entienden en Europa?
Erica respondió con una risa suave, elegante, como si todo formara parte de un juego cuyas reglas solo ella conocía. A primera vista era su sonrisa habitual: segura, encantadora, la de una reina acostumbrada a imponer el ritmo de la conversación. Pero bajo esa apariencia impecable se percibía una leve tensión, una nota disonante que brillaba como una hoja oculta bajo terciopelo. Ni siquiera Godou, tan atento como era, supo precisar qué lo perturbaba… solo sintió algo extraño en esa perfección: un brillo demasiado pulido, demasiado hermoso como para no esconder alguna trampa.
—Por supuesto que hablo en serio —replicó, cruzando los brazos en un gesto que parecía despreocupado, pero la tensión en sus hombros traicionaba lo mucho que le costaba pronunciar esas palabras—. Escúchame, Godou. El tiempo no está de nuestro lado, así que seré directa: deberías convertir a Mariya en tu segunda amante. Tiene un don espiritual poco común; sería una lástima que un tesoro así terminara sirviendo a cualquiera menos a ti. Además, su carácter encaja contigo de una forma… irritantemente natural: valiente, firme, demasiado honesta para su propio bien. —Hizo una breve pausa, apenas perceptible, antes de recuperar su ritmo con una sonrisa impecable—. Así que, pasa tiempo con ella. Invítala a tomar un té, acompáñala en sus deberes… o, si la situación lo exige, sedúcela. Átala a ti, como corresponde a un rey.
El silencio se volvió espeso, como si el aire mismo hubiese olvidado cómo moverse. Godou la miraba sin parpadear, con la torpeza de alguien que intenta armar un rompecabezas sin saber siquiera qué figura debería formar. Sus dedos hicieron un gesto vago, como si buscaran atrapar una palabra que se le escurría.
—Insisto… esto tiene que ser una broma, ¿verdad? —dijo al fin, con una risa nerviosa que sonó tan forzada que hasta a él le resultó incómoda—. A veces no sé cuándo hablas en serio o cuándo estás intentando tomarme el pelo.
Erica frunció el ceño y, por un instante, la dureza de su rostro se quebró en un destello de impaciencia e ira celosa, que rápidamente quedaron sepultadas bajo varias capas de cálculo político. Luego habló con calma, como quien expone una táctica en el campo de batalla.
—No me burlo —replicó, bajando la voz a un tono confidencial—. Mariya Yuri es una vidente espiritual de gran alcance. Si en el futuro te enfrentas a una deidad desconocida, su precognición podría identificar atributos que ni siquiera los magos más hábiles detectarían. Esa información volvería tu Autoridad infinitamente más precisa.
Se inclinó ligeramente hacia él, y su mirada se volvió tan intensa que, por un instante, silenció la avalancha de objeciones que Godou estaba a punto de soltar.
—Entiéndelo, Godou: si vas a luchar contra dioses desatados, necesitas aprovechar cada ventaja posible. Y Mariya no solo ofrece eso. Su carácter es firme, casi obstinadamente honesto, lo que encaja de forma natural contigo. No es una guerrera, pero ha demostrado un valor que incluso yo reconozco. Arriesgarse de ese modo sin armas ni experiencia es algo que no se hace por deber, sino por convicción… y las convicciones, cuando maduran, se transforman en lealtad inquebrantable. Si ella se entrega a ti por completo, su fidelidad no será con Japón ni con sus superiores, sino contigo.
Guardó un segundo de silencio, dejando que sus palabras calaran antes de añadir, con un matiz más severo:
—No se trata de un capricho sentimental. Es una necesidad política, militar y estratégica. No puedes seguir viéndote como un muchacho común, Godou. Eres un Campione, un rey destinado a enfrentar un destino superior. Y un rey no puede darse el lujo de rechazar aliados tan valiosos… aunque esos aliados se ganen con el corazón… o en la cama.
Godou tragó saliva. «¿En la cama?», repitió mentalmente, con un estremecimiento. No era solo la palabra en sí, sino la frialdad con que Erica había tejido un asunto tan personal dentro de un cálculo estratégico. Para ella, sentimientos, alianzas y cuerpos parecían piezas en un tablero; para él, en cambio, todo eso tenía un peso real, humano. La simple idea de tratar el amor como una herramienta de guerra le revolvía el estómago.
—¡No… no puedo! —exclamó, con una mezcla de incredulidad y rechazo visceral, agitando las manos como si quisiera apartar físicamente la idea—. ¿Te estás escuchando, Erica? Me estás pidiendo que seduzca a Mariya… que la convierta en mi amante por conveniencia. Eso no es una estrategia, es jugar con los sentimientos de una persona. ¿Cómo podría mirarla a los ojos después de algo así?
—Por eso te doy permiso para que te acerques a ella sin remordimientos —respondió Erica con una voz afilada, que apenas disimulaba su irritación—. Al final, lo más probable es que ocurra igual. Tú ni siquiera lo intentas y las chicas terminan cayendo rendidas… así que, mejor que suceda con propósito.
Se acercó y entrelazó su mano con la de Godou como si fuera un gesto ligero, aunque la presión creciente de sus dedos revelaba otra verdad: no era ternura, era una advertencia teñida de celos.
—Pero que te quede claro: yo siempre seré la número uno —declaró, clavándole una mirada que no admitía réplica—. Las demás, si llegan, estarán por debajo. No importa cuánto te quieran ni cuánto las quieras tú… ninguna ocupará mi lugar. Y si alguna vez te atreves a abandonarme… habrá consecuencias, mi amor.
Godou notó que su corazón se encogía bajo la presión de aquella advertencia envuelta en amenaza. Sonrió nervioso, sin saber si aquello era un consuelo o un castigo. La sonrisa le sabía a metal frío; el estómago se le revolvió con la misma sensación que le dejó la vez que su poder desató un desastre sin querer. «No es broma», pensó, y la idea le clavó un frío en la nuca.
—¿Consecuencias? —musitó.
La comisura de los labios de Erica se curvó en una sonrisa que no tenía nada de inocente. Sus ojos destellaron: el brillo era dulce como la miel y, a la vez, afilado, con la promesa de una obsesión que podía volverse letal en un parpadeo.
—Ahora mismo te amo más que a nadie y por eso soy tolerante —susurró, su voz un ronroneo peligroso, como una felina acorralando a su presa—. Pero si alguna vez me das asco, mi querido Godou, te mataré de inmediato.
Bajó apenas la mirada, como disfrutando el espanto que sus palabras provocaban, y añadió con una sonrisa dulce:
—Hasta tengo un plan para sortear tu Autoridad de Resurrección: te esperaré por la espalda, y cuando menos lo esperes, morirás sin que te des cuenta o puedas activarla.
—Erica… ¿te das cuenta de lo que estás diciendo? —balbuceó él, entre la risa nerviosa y el pánico.
—Totalmente —respondió ella, retirando la mano con calma regia—. Te lo digo por tu bien. Puedo ser generosa… pero no paciente.
Godou la miró, aturdido por la mezcla de ternura, determinación y celos contenida en aquellas palabras. «¿En serio me acaba de decir todo esto?», pensó, incapaz de decidir si debía reír, enfadarse o simplemente asentir.
Erica, por su parte, apartó la mano casi de inmediato, recuperando la pose orgullosa. Pero por dentro, la posibilidad de perderlo, de sentir a otra mujer acercarse al espacio que hasta ese momento solo ella reclamaba, le atravesaba como un filo invisible. Tragó la rabia con esfuerzo; lo hacía por él, porque su amor era más fuerte que cualquier orgullo. Pero también estaba dispuesta a todo por proteger lo que consideraba suyo.
Finalmente, Godou respiró hondo, mientras luchaba por procesar todo lo que acababa de escuchar. La intensidad de Erica, sus celos mezclados con diplomacia, su amenaza en tono de reina despechada… todo era tan abrumador que, por un instante, pensó en simplemente asentir y dejar que ella dictara las reglas.
—De acuerdo, de acuerdo… tú eres la número uno, las demás estarán por debajo, consecuencias y todo eso —dijo finalmente, alzando las manos como en señal de rendición. Su voz sonaba cansada, como si aceptara su destino.
Los ojos de Erica brillaron de satisfacción, como una emperatriz complacida al ver a su vasallo inclinarse.
Pero entonces, Godou ladeó la cabeza con una sonrisa ladeada que no tenía nada de sumisa.
—Solo hay un pequeño detalle, pero que resulta ser muy importante… —dijo, rascándose la nuca con fingida inocencia—. No somos novios. Ni esposos. Ni nada por el estilo. Así que técnicamente, estás adelantándote como tres capítulos de golpe.
La sonrisa de Erica vaciló un segundo, pero pronto se recompuso con elegancia regia.
—Esas son formalidades —replicó, dando un paso hacia él con la confianza de quien ya se ve dueña del trono—. Ambos sabemos que el destino acabará por unirnos. Lo nuestro es inevitable.
—Sí, claro… inevitable —respondió Godou, rodando los ojos con una mezcla de resignación y sarcasmo—. Ahora, si ya terminaste de marcar territorio como una gata celosa… ¿me dejas concentrarme?
Alzó la vista al cielo. El viento empezaba a cambiar, arremolinándose como un animal inquieto.
—Invocar la Autoridad del Vendaval no es precisamente fácil cuando alguien me amenaza con asesinarme por la espalda, ¿sabes?
Erica soltó una risita elegante, como si todo fuera parte de su plan.
—Está bien, mi rey. Concéntrate. Pero no olvides lo que hablamos.
«Agradece que no tengo tiempo… y que discutir con ella es tan inútil como gritarle a una tormenta.» pensó Godou, malhumorado. Luego se dejó caer en la barandilla del parque, cerrando los ojos mientras el murmullo nocturno lo envolvía.
El reloj marcaba las once y la ciudad, inquieta bajo el Ocaso Eterno, dejaba escapar un coro de voces dispersas: un hombre de mediana edad refunfuñaba contra el metro detenido, un niño sollozaba aferrado al abrigo de su madre, un ciudadano levantaba la voz para quejarse ante la policía por un asunto trivial.
Todos esos ecos cotidianos flotaban en el aire, pero Godou los desechó uno a uno, como si apartara hojas secas de un camino invisible. Lo que buscaba era distinto. No eran ruidos de la ciudad… era una voz. Una voz lejana, una llamada que debía alcanzar.
«No puedo permitir que una persona tan noble y gentil, muera. Tengo que salvarla. Tengo que escucharla.»
Su respiración se hizo profunda, rítmica. La concentración se acumuló en él como una corriente invisible, tensando cada nervio. Tenía que oírla. Tenía que alcanzarla.
Nunca había perdido desde que empezó a jugar béisbol. No era el mejor bateador ni el que lograba más jonrones, pero era el cuarto bateador, el que definía los partidos. El que transformaba la presión en precisión. El que, cuando llegaba su turno, debía definir el partido a favor de su equipo.
«Concéntrate… escucha… no dejes escapar ni una sola voz.»
Entonces, entre el viento y la distancia, un grito atravesó la noche como una flecha luminosa:
"¡Ven, Kusanagi Godou! ¡Atenea y yo estamos aquí! ¡Ven ya! ¡Te necesito ahora!"
Godou abrió los ojos de golpe, y una determinación silenciosa se encendió en su mirada.
—La escuché… —murmuró.
Se puso de pie con decisión. La brisa nocturna, que antes solo acariciaba, comenzó a arremolinarse a su alrededor, ganando fuerza con cada segundo. Las condiciones estaban dadas.
La primera encarnación de Verethragna: El Vendaval.
Según las antiguas leyendas, el dios de la guerra persa adoptó la forma del viento poderoso, más veloz que cualquier corcel, más fuerte que el rugido de la tormenta. Nadie podía detener su paso cuando se desataba; arrasaba con las huestes enemigas y destruía toda maldad.
—¡Vamos, Erica! —exclamó Godou, extendiendo la mano hacia ella—. ¡Agárrate fuerte!
Erica no necesitó más. Saltó hacia él con la gracia de alguien que confiaba plenamente en su compañero. En el instante en que sus dedos se entrelazaron, el vendaval despertó bajo sus pies. No fue solo aire: era el rugido de un dios antiguo, el aullido de la tormenta liberada, un poder que arrancaba hojas, polvo y miedo de la tierra. La noche entera pareció contener la respiración mientras un torbellino los envolvía, y juntos se alzaron hacia el cielo como dos figuras arrebatadas por la furia sagrada del viento.
—¿Tú… sigues vivo? No… —la voz resonó como un eco antiguo—. Finalmente has despertado, ¡Kusanagi Godou, con tu verdadero poder! ¡Ahora eres digno de ser el odiado enemigo de una diosa! ¡Con el infame título de matador de dioses!
La proclamación atravesó el aire como una plegaria invertida. Era la voz de Atenea, recitando su sentencia con la solemnidad de un ritual. Godou la había escuchado pocas horas antes, y sin embargo, el impacto era igual de sobrecogedor.
A medida que los vientos se disipaban, Godou y Erica se encontraron en un camino desconocido, envuelto en la quietud extraña de un lugar apartado de la ciudad. Frente a ellos, dos figuras aguardaban: una Yuri inusualmente pálida y delgada… y, junto a ella, una muchacha de cabellos plateados que irradiaba una presencia abrumadora.
La Diosa Desatada. Atenea.
Bastó una sola mirada para que Godou comprendiera la gravedad de la situación: Esa no era la Atenea debilitada con la que había luchado antes. Frente a él estaba la diosa que había recuperado el Gorgoneion… y con él, su verdadera majestad.
¡Finalmente llegamos al sexto capítulo! Y créanme cuando les digo que este fue uno de los más difíciles de terminar. 😮💨
Puede parecer un capítulo más dentro de la trama, pero detrás de cada escena hubo una enorme cantidad de planificación, investigación y reescritura.
Para empezar, este capítulo implicó una reconfiguración completa del concepto de las deidades dentro del universo de El Séptimo Campione. Quizá no se perciba de inmediato, pero antes de poder definir los poderes de Atenea, tuve que establecer reglas universales que rigieran a todos los dioses del mundo.
Eso significó pensar en su jerarquía, su relación con los humanos, cómo sus “Autoridades” afectan la realidad y cuáles son los límites de su poder. No quería que cada dios fuera simplemente un ente todopoderoso que aparece para destruirlo todo, sino que existiera una lógica interna, una especie de sistema mitológico con coherencia y profundidad.
Una vez definido ese marco general, pude concentrarme en el Ocaso Eterno, un fenómeno esencial para entender la naturaleza de Atenea en esta versión. Trabajé muchísimo para equilibrar su influencia: debía sentirse amenazante, pero no tan apocalíptica como para romper el ritmo narrativo o eclipsar el desarrollo emocional de los personajes. Los incidentes provocados por su poder fueron cuidadosamente elegidos: lo suficientemente serios para transmitir el peso de una diosa en acción, pero sin generar una atmósfera de terror absoluto.
Otro cambio importante fue la revisión de la mitología del Vendaval. En la obra original se mencionaba un supuesto diálogo entre Veretragna y Zoroastro, pero esa referencia es históricamente incorrecta. Investigando más a fondo descubrí que Veretragna es una forma arcaica del dios Bahrām, venerado en la antigua Persia como divinidad de la victoria. Así que decidí reescribir toda esa parte, desde el mito hasta el cántico mágico, para que encajara mejor tanto en la trama como en la lógica interna del mundo. Lo mismo hice con los conjuros de Atenea cuando recupera el Gorgoneion, que ahora reflejan su nueva naturaleza divina, más coherente con su trasfondo y su evolución en la historia.
Sin embargo, la parte que más me costó escribir —sin lugar a dudas— fue el diálogo entre Érica y Godou, especialmente cuando él le sugiere la posibilidad de tener una segunda amante. 😳
Esa escena fue un desafío enorme, porque quería alejarme del cliché del típico protagonista pasivo de los años 90, que simplemente acepta las situaciones tipo harem sin cuestionarlas. Reescribí ese fragmento una y otra vez hasta lograr un equilibrio: un Godou más humano, más consciente y decidido, y una Érica más compleja, capaz de mostrar orgullo, vulnerabilidad y celos en la misma conversación. Mi intención era que ese momento no se sintiera gratuito, sino que revelara aspectos más profundos de su relación y de cómo ambos enfrentan sus sentimientos en medio de un conflicto divino.
En cuanto a la parte visual, también fue un trabajo intenso. Las ilustraciones generadas con IA me tomaron más tiempo del esperado, especialmente las de Atenea. Quería que reflejara no solo su divinidad, sino también su dualidad: una guerrera y, al mismo tiempo, una diosa antigua relacionada con la serpiente. Lograr esa mirada entre serena y peligrosa fue un proceso de ensayo y error que me tomó varios días, pero el resultado final valió completamente la pena.
En resumen, este capítulo representa un punto de madurez en la historia. No solo redefine a los dioses dentro del universo del Campione, sino que también profundiza en las emociones humanas de los protagonistas, mostrando cómo su crecimiento personal está inevitablemente ligado a los conflictos divinos que enfrentan.
💫 Espero de corazón que hayan disfrutado de este capítulo.
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¡El siguiente capítulo sera la última confrontación! ⚔️🌌