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La capital del Imperio Itálico nunca dormía del todo. Su vasta población garantizaba que, a cualquier hora, siempre hubiera algún asunto en marcha. Sin embargo, era al amanecer cuando la ciudad bullía con más intensidad. Justo después de que los panaderos sacaban del horno la primera tanda de pan, los mercados abrían sus puertas, y los sacerdotes concluían los ritos que permitían la apertura de los edificios públicos.
En ese preciso momento, la ciudad, fundada siglos atrás por Ascanio Ítalo, cobraba vida plenamente. Grandes grupos de personas corrían a abastecerse de víveres frescos en las tiendas, visitaban los numerosos templos para pedir augurios o vaticinios que guiaran sus actividades diarias, e intentaban ser los primeros en las largas filas de solicitantes que siempre se formaban en los Tribunales, ansiosos por obtener permisos de los Pretores o resolver disputas legales antes de que las multas les cayeran encima. Al mismo tiempo, innumerables mujeres o esclavos domésticos se dirigían a las miles fuentes públicas para llenar sus cántaros con el agua necesaria para sus hogares.
Recién al mediodía, el ritmo frenético de la ciudad disminuía. Era entonces cuando muchos se dirigían al Foro de Itálica, donde se cerraban acuerdos comerciales y se daban encuentros sociales. Además, era el mejor lugar para estar al tanto de las noticias, pues allí se encontraba el pequeño escenario desde el cual el Anunciante proclamaba, con voz estruendosa, las novedades del día.
A menos que ocurriera algo insólito o de carácter oficial, lo primero que el rechoncho pregonero vociferaba era la publicidad del Gremio de Molineros: “¡Verdadero Pan de Itálica para verdaderos itálicos!” Aunque muchos lo escuchaban con atención, siempre había grupos de individuos más preocupados por otros temas, que seguían enfrascados en sus propias conversaciones.
Pero esta vez, algo diferente ocurrió. Las palabras del Anunciante cayeron como un trueno inesperado, y toda la multitud enmudeció de golpe. El aire se llenó de tensión, como si cada persona contuviera el aliento al unísono, expectante de lo que estaba por venir.
Entonces, el silencio se rompió, y el frenesí se apoderó de las calles. La gente comenzó a dispersarse apresuradamente por las avenidas adoquinadas, dirigiéndose con urgencia hacia la Vía Paulina. El eco de miles de pies resonaba en las estrechas calles, mientras las voces de la multitud subían en una mezcla de asombro y excitación contenida.
Frente a ellos, en la avenida que servía como la arteria principal de la capital, avanzaba una comitiva liderada por el Tribuno Cayo Silano, montado en un majestuoso caballo blanco. Su figura estoica, con el rostro inquebrantable y la mirada fija hacia el frente, transmitía una autoridad imperturbable. A sus espaldas, la mitad de los siete mil legionarios voluntarios marchaban en perfecta formación, mientras el sonido metálico de las armaduras y los estandartes ondeando al viento llenaban el ambiente.
Detrás de ellos, cuatro majestuosos bueyes blancos, animales de una belleza excepcional y cuyo valor solo podía imaginarse, tiraban de una extensa fila de carros, unidos por cuerdas de cáñamo decoradas en dorado. Cada uno de estos ejemplares era imponente, y todos serían sacrificados más tarde en honor a los dioses, un tributo a las deidades que habían favorecido la victoria de Bryan.
Los carros estaban descubiertos para permitir a la multitud admirar el impresionante botín de guerra traído de Etolia. Los primeros exhibían los tesoros obtenidos en los campamentos de Helénica e Ilión: joyas, estatuas de bronce, vasijas doradas y otros objetos de incomparable valor. Sin embargo, era el siguiente grupo de carros el que atraía la atención de los más entendidos. Allí reposaban los imponentes escudos de los Hoplitas de élite de Micénica, cada uno dispuesto sobre soportes de madera para que los presentes pudieran admirar el blasón del León, símbolo de esta orgullosa ciudad guerrera.
Al ver aquellos escudos, los más entendidos entre los espectadores, muchos de ellos legionarios retirados, intercambiaron miradas de asombro. Conocían bien la fama de los ejércitos micénicos, considerados invencibles por muchos. Pero ahí estaban, sus escudos ahora eran trofeos, una prueba irrefutable de la magnitud de la hazaña que las Legiones Malditas habían logrado en el Campo de Sangre.
Flanqueando los carros, varios legionarios llevaban largos palos que sostenían paneles de madera. En cada uno, artistas habían plasmado con pinturas los momentos clave de la gran batalla: las marchas forzadas a través de la traicionera cordillera, el paso por el túnel subterráneo bajo el lago que tomó a los etolios por sorpresa, la emboscada brutal y el feroz enfrentamiento que culminó en la desesperada retirada del enemigo.
Por si estas imágenes no fueran lo suficientemente impactantes, un grupo de juglares profesionales acompañaba la procesión, narrando con fervor los principales eventos de la batalla. Su tono dramático y apasionado emocionaba a la multitud, que no dejaba de aclamar el nombre de Bryan, extendiéndolo por toda la capital.
El desfile no terminaba ahí. En la retaguardia, un segundo grupo de legionarios marchaba portando las armas de los vencidos. Entre ellos destacaban tres carros muy especiales, abarrotados de sacos de monedas de plata. Entonces comenzó la lluvia de dinero. A medida que avanzaban, un grupo selecto de legionarios se subió a los carros y comenzó a lanzar puñados de monedas al aire, que caían como una lluvia brillante sobre las manos alzadas de la multitud.
El estruendo de las voces se convirtió en un clamor desbordante de gratitud y fervor. “¡Bryan el Necromante!” gritaban con entusiasmo, mientras las monedas volaban y las manos se alzaban para atraparlas. La gente, antes impresionada por las hazañas de Bryan, ahora lo veneraba con una devoción casi fanática. Ya no era solo el Archimago más joven de la historia, el Ejecutor implacable, ni el héroe que derrotó a Vlad Cerrón en el Gran Anfiteatro Imperial; ahora, Bryan era algo más: un líder que no solo traía la victoria, sino que compartía su riqueza con el pueblo.
Todo había sido calculado al detalle. Los carros, los paneles pintados y hasta los juglares fueron preparados por el Gremio Mercante de Bootz, bajo la atenta dirección de Phoebe, quien se aseguró de que todo luciera perfecto. Silano se encontró con ellos al llegar en la madrugada, y al principio no pudo creer lo que veía. Un pequeño ejército de asistentes del gremio ya estaba allí, organizando cada aspecto del desfile. Aunque Bryan le había asegurado que todo estaría listo, verlo en persona fue impresionante.
La Orden del Manto Oscuro, por su parte, había desempeñado un papel clave desde las sombras. Se aseguraron de que nadie en la capital supiera sobre la llegada del botín hasta el último momento, protegiendo su llegada y evitando cualquier intervención de los enemigos de Bryan. Además, sus agentes se encargaron de difundir la historia del triunfo en sectores estratégicos de la ciudad, asegurando que la noticia se propagara como fuego en hojarasca.
Dentro del Senado, la conmoción no tardó en surgir. Senadores y aristócratas, sorprendidos por el desfile no autorizado, corrieron a una sesión de emergencia, decididos a detenerlo. Pero al llegar, se encontraron con un hecho inesperado: la Facción Neutral, liderada por la poderosa Familia Asturias, ya estaba allí junto a la Facción del Emperador. En cuestión de minutos, dieron su aprobación. No solo permitieron el desfile, sino que también autorizaron la repartición de monedas. Fue entonces cuando muchos comenzaron a darse cuenta de hasta que punto habían subestimado a la red de aliados de Bryan y comenzaron a replantearse su actitud.
Aquel día, las calles de la capital vibraron con un solo nombre: Bryan, el Necromante. Y su leyenda, imparable, no hacía más que crecer.
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- ¡Por todos los dioses del averno! ¡¿Es que ni siquiera puedo disfrutar de mi victoria en Brucora por culpa de ese maldito liberto?! - Aullaba un incontenible Tiberio Claudio ante el temeroso legionario que traía noticias sobre la victoria de Bryan en el Campo de Sangre y la llegada de su botín.
Para colmo, el inexperto mensajero tuvo la osadía de mencionar que en el Foro no se hablaba ya de otra cosa. Era lo mismo que decir que su propio desfile triunfal por la conquista de Brucora, que apenas se realizó el día anterior, habían quedado eclipsados por la forma asombrosa en que Bryan derrotó a tres ejércitos etolios con las Legiones Malditas.
En tales circunstancias, la mejor estrategia sería disminuir la victoria de Bryan, argumentando que, al tratarse de una emboscada, no tenía el mismo prestigio que si hubiera librado una batalla directa. Sin embargo, Tiberio Claudio sabía que esa táctica podría tener el mismo efecto que escupir al cielo. Y es que, a pesar de las drásticas medidas que el Gran Duque había tomado para acallar los rumores sobre una traición que allanó su camino en la conquista de Brucora, alguien terminó filtrando la información. No se trataba de un comunicado oficial, pero los ciudadanos lo sabían. Y Tiberio Claudio estaba convencido de que la Orden del Manto Oscuro tenía algo que ver en todo esto.
- ¡Maldita sea! - Exclamó.
El legionario que trajo el mensaje tenía un cuerpo fornido que seguramente intimidaría a cualquier adversario en el campo de batalla. Pero ante la tumultuosa reacción del anciano Duque, parecía empequeñecerse por momentos. Aulo, que estaba siendo testigo de la escena, sintió lástima por aquel soldado que soportaba solo toda la furia del aterrador Cónsul, pero no pensó en mover ni un dedo para ayudarlo.
- ¡Fuera, fuera de mi vista, mensajero de la miseria! - Le gritó finalmente Tiberio Claudio.
El legionario no esperó a que le confirmaran su petición y abandonó la sala como si un huracán lo arrastrara, huyendo de la ira del Gran Duque. Se quedaron a solas Aulo y el resto de confidentes de la familia Claudia. Tiberio los miró, y, para gran sorpresa de todos, la expresión del anciano cambió de una furia desbordante a una malévola mueca que Aulo no sabía cómo interpretar.
- Bien, es cierto que últimamente estuve demasiado concentrado en el Príncipe Lucio e ignoré lo que sucedía en Valderán. - Empezó a decir Tiberio Claudio: - Pero no cabe duda de que subestimé a ese liberto. Parece que, después de todo, en esta ocasión tendré que corregir mis cálculos. -
- Su Excelencia, se ha programado una audiencia para esta tarde. - Informó uno de los Tribunos.
- El emperador no pierde el tiempo. - Asintió el Gran Duque.
- ¿Asistirá? -
- Por supuesto, aunque no servirá de mucho porque no tengo argumentos. - Respondió Tiberio Claudio: - Aun así, haré lo que esté en mis manos para evitar que ese necromante reciba honores, aunque dudo que lo consiga. -
- Entonces, ¿cuál será su próximo movimiento, su Excelencia? - Preguntó Aulo.
Tiberio Claudio guardó silencio por unos momentos, luego tomó un sorbo de vino antes de responder: - Mucho me temo que debamos ayudar un poco a los propios etolios a lidiar con ese joven liberto. -
Todos lo miraron con desconcierto.
- Es sencillo. - Continuó el Gran Duque: - Se trata de emplear ahora una táctica más sutil, sí, sutil, pero siempre la más eficaz, a fin de cuentas. Siempre la más eficiente. -
- ¿En qué está pensando, su Excelencia? - Preguntó uno de los tribunos, con cautela.
Tiberio Claudio echó un vistazo furtivo a ambos lados antes de bajar la voz, reduciéndola a un susurro áspero, como el último estertor de un moribundo. Sus palabras estaban destinadas solo a los oídos de sus hombres de confianza; nadie más debía escucharlas, ni esclavos ni sirvientes en las habitaciones contiguas.
- En una traición, por supuesto. Quiero preparar una traición. Ahora debemos encontrar a la persona que será, por decirlo así, nuestro puñal en la espalda. -
- ¿Puñal en la espalda? - Preguntó Aulo, entornando los ojos.
- No me mires así, mocoso. Es una figura retórica. - Aclaró el Gran Duque con un tono burlón, como si se mofara de la ingenuidad de Aulo: - No hay que tomarlo literalmente. Basta con que alguno de los tribunos o un oficial de renombre cuestione la estrategia de Bryan, que aproveche una pequeña derrota para sublevar a las tropas, que mine su autoridad. Una rebelión en una guarnición sería suficiente para que el Senado ponga fin a la carrera política y militar de ese necromante. Después de todo, un motín mal manejado es la peor de las derrotas, peor incluso que un Desastre Militar. -
- Jaime Luccar y César Germánico. - Sugirió con orgullo uno de los tribunos: - Ambos comandaban la VI Legión antes de la llegada de Bryan, y seguramente resienten seguir órdenes de ese jovenzuelo. Tienen la peor de las reputaciones. Creo que ahí encontraremos terreno fértil para sembrar la discordia. -
Tiberio Claudio se sentó, considerando la propuesta con interés. El Tribuno que había hablado se sentía exultante.
- Hum… no… - Respondió al fin el Gran Duque: - Demasiado evidente; nuestro joven nigromante puede anticipar algo así. Lo más probable es que ya haya encontrado la forma de deshacerse de ellos. Recuerden que no es ningún tonto. Estará prevenido contra todos sus nuevos oficiales. No, debemos ir directo a la yugular, golpear donde más le duela. Dime, Aulo, tú que tienes contactos frescos en el ejército, ¿puedes averiguar todo lo que puedas sobre el tribuno que envió a entregar el botín de guerra? -
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- Su Majestad, la Corte Imperial y el Senado se encuentran ante su presencia. - Anunció el Mariscal, realizando el saludo protocolario.
La Audiencia se llevó a cabo en el Aula Regia, lo cual ya era una mala señal. El Senado solía reunirse en su propio edificio cuando había algo urgente que discutir, pero el hecho de que fueran convocados directamente al palacio imperial indicaba claramente que el Emperador no pretendía pedirles consejo, sino "comunicarles" una decisión ya tomada. En condiciones normales, esto habría sido un mal movimiento político, pero las circunstancias de esta reunión eran todo menos normales.
- ¡Quiero otorgar la dignidad de Barón a Bryan el Necromante! - Anunció el emperador.
El silencio se adueñó de la lujosa estancia, mientras cientos de ojos se centraban en la venerable figura que ocupaba el trono imperial. Sin embargo, esa calma solo era la pausa antes de que se desatara el debate. En estas reuniones, el primero en hablar era siempre el más ilustre entre los presentes, y en esta ocasión el honor le correspondía al Gran Duque, cercano a la Familia Imperial.
Inmediatamente Tiberio Claudio aprovechó su mejor y única ventaja en aquella reunión.
- Su Majestad Imperial tiene un corazón generoso. - Comenzó, esbozando una sonrisa aparentemente conciliadora: - Pero, como amigo y leal súbdito del Imperio, quiero hacer una objeción. -
- Ya fui lo bastante tolerante al permitir que me cuestionaras la última vez que discutimos este tema. - Respondió el Emperador Juliano, sin devolver la sonrisa: - En aquella ocasión, presentaste muchas excusas que no me convencieron, pero en consideración a la sabiduría que te caracteriza, pusimos a prueba a ese joven, pese a que ya había demostrado méritos más que suficientes para recibir un título. Ahora que ha conseguido una victoria tan significativa y ha traído un gran botín para llenar las Arcas del Estado, ¿aún tienes dudas? -
- Mi única intención es proteger la dignidad imperial. - Replicó Tiberio Claudio: - Nombrar Barón a alguien que no ha tenido antes el rango de Señor es... -
- ¡Por todos los dioses! Ya dejamos claro que, al ser un mago, Bryan legalmente posee la dignidad de un Señor. - Intervino de inmediato el senador Marco Cornelio, su enemigo jurado: - Si sigues oponiéndote a los deseos de Su Alteza Imperial sin presentar argumentos convincentes, me pregunto, ¿quién es el que realmente ha olvidado lo que significa rendir homenaje a la dignidad imperial? -
- Acordamos que, para recibir el título, Bryan el Necromante debía defender la provincia de Valderán durante un año. ¡Y ese plazo aún no ha concluido! - Replicó Tiberio Claudio, pero inmediatamente lo lamentó. Recurrir al reglamento tan pronto en la discusión era admitir que carecía de motivos de peso. En política, uno solo debía acudir a la normativa como último recurso, pues era la última carta que uno usaba cuando todos los argumentos fallaban. Y si eso tampoco era suficiente, entonces no quedaba mucho por hacer.
Tal como esperaba, Marco Cornelio percibió de inmediato esta debilidad y respondió con una leve sonrisa, cargada de burla.
- Ah, el reglamento. - Dijo con suavidad, como quien recuerda una norma olvidada en una conversación sin importancia: - Siempre reconfortante, ¿verdad? Como ese viejo manto que uno se pone cuando el frío empieza a calar, aunque… - Hizo una pausa breve, mirando alrededor: - Quizá en esta sala, su excelencia Tiberio, el clima aún no es tan inclemente como para necesitarlo tan pronto. -
El comentario, envuelto en un tono de falsa cortesía, provocó sonrisas contenidas entre algunos de los senadores, mientras Tiberio reprimía un gesto de frustración.
- Primero que nada, quiero que todos recordemos que lo acordado no fue algo relacionado con las normas de la nobleza, sino un medio para despejar cualquier duda que alguien pudiese tener sobre los méritos del joven Necromante y evitar molestar a los ancianos Censores con un trámite innecesario. - Continuó Marco Cornelio, sin perder la compostura, aunque su tono dejaba claro que seguía en ataque.
- Fue un acuerdo tomado en presencia del Emperador, e ignorar sus palabras anteriores también sería socavar su propia dignidad. - Respondió Tiberio Claudio, intentando insinuar que si el Emperador trasgredía ese acuerdo, sería como contradecirse a sí mismo.
- Pero no fue el Emperador quien hizo la propuesta. - Intervino Marco Cornelio con astucia, girándose lentamente para mirar alrededor: - Fue Su Excelencia, el Duque Aurelio de la Casa Asturias. ¿No deberíamos entonces preguntar su opinión? -
Las miradas de los senadores y ministros se dirigieron de inmediato hacia el Duque Aurelio de la Casa Asturias, quien, ubicado en una posición prominente, observaba la situación con su habitual serenidad. El silencio en la sala se volvió expectante mientras esperaban su respuesta.
Aurelio se levantó con calma, dirigiéndose al Emperador y a la asamblea con una sonrisa diplomática.
- Su Majestad Imperial, honorables senadores, no cabe duda de que la cuestión que hoy nos ocupa es delicada y merece una cuidadosa consideración. Entiendo los puntos que se han planteado y reconozco la importancia de cumplir con los acuerdos establecidos. Sin embargo… - Hizo una breve pausa, como si estuviera midiendo cada palabra: - Creo que, en esta ocasión, debemos dar un paso hacia adelante. Tras reflexionar sobre los recientes eventos y los méritos que el joven Bryan ha demostrado en sus campañas, debo decir que estoy en total acuerdo con lo que se ha propuesto aquí hoy. -
El impacto de sus palabras recorrió la sala como una onda de choque. Los senadores intercambiaron miradas incrédulas, mientras Tiberio Claudio, visiblemente sorprendido, se inclinaba hacia adelante.
- ¿Estás de acuerdo? - Preguntó, incapaz de ocultar su asombro ante aquel rechazo tan tajante en un hombre que siempre se había caracterizado por mantener a toda costa la neutralidad de su facción: - ¿Puedo preguntar por qué? -
Aurelio lo miró con la misma serenidad de antes.
- Porque la condición ya se ha cumplido, Tiberio. -
- No comprendo. El plazo aún no ha terminado, y la provincia sigue... -
- La condición - Interrumpió Aurelio con voz firme: - no era meramente temporal. La intención era asegurar la estabilidad de la provincia de Valderán, y la amenaza que la ponía en peligro ha sido neutralizada. Al derrotar a los tres ejércitos de las ciudades más poderosas de la Liga Etolia, Bryan ha asegurado que no habrá grandes incursiones en lo que queda del año. Es cierto que Etolia está muy lejos de ser sometida, pero tú y yo sabemos lo que cuesta organizar una fuerza invasora: reclutar hombres, líneas de suministro, rutas de desplazamiento y formular el plan de ataque. Ninguna fuerza organizada intentará nada por lo menos hasta el próximo año. -
Tiberio intentó mantener la compostura, pero su voz traicionó su frustración.
- El territorio sigue siendo inseguro. Hay bandidos, insurgentes... -
- Si me permiten, - Intervino Marco Cornelio, inclinándose ligeramente hacia el centro de la sala: - me gustaría añadir algo a esta conversación. Hemos recibido un comunicado del propio Bryan. Informa que ya ha exterminado a los grupos de bandidos más grandes que operaban en la provincia de Valderán. Así que, si ese era tu último argumento, Tiberio, lamento decir que también ha sido neutralizado. -
El murmullo de los senadores aumentó, mientras el semblante de Tiberio se tornaba sombrío, al darse cuenta de que su posición quedaba cada vez más aislada.
- ¿Hay alguna otra objeción que tengas, mi estimado concuñado? - Preguntó el emperador Juliano, visiblemente contento. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto de ver al arrogante Tiberio Claudio enmudecer y quedarse sin argumentos. Luego, anunció con toda la fuerza que pudo reunir, a pesar de su avanzada edad:
- Entonces, desde este momento anuncio que Bryan el Necromante obtendrá la dignidad de Barón y el tratamiento de "Noble" o "Gran Señor". Además, por la presente, invoco la Ley de Emergencia Militar para otorgarle formalmente el cargo de Procónsul por los siguientes dos años. -
- ¡Su Alteza Imperial! - Exclamó Tiberio Claudio rápidamente: - Una cosa es darle dignidad, pero otorgarle un cargo que solamente un Marqués puede ostentar... -
- Precisamente para eso es la Ley de Emergencia. - Intervino Marco Cornelio, sonriendo burlonamente: - Nombramos un general en caso de que no tengamos candidatos libres con el rango o la edad requeridos. -
- ¡Darle Imperium Proconsular a un Barón recién nombrado es algo inaudito! -
- Tienes toda la razón, Tiberio. - Respondió el Emperador esta vez, antes de que nadie más pudiera intervenir. Pero cuando el Gran Duque pensaba que había conseguido algo, Juliano continuó: - Sin embargo, necesitamos enviar un Procónsul a Valderán para detener el contraataque que seguramente harán los etolios cuando acabe el invierno. ¿Hay alguien aquí que quiera ofrecerse como voluntario para defender esa provincia, comandando a las Legiones Malditas? ¿Quizá tú puedas recomendar a alguien? -
Tiberio Claudio sintió una punzada amarga en el estómago al escuchar las palabras del Emperador. La ironía de la situación no se le escapaba. Él mismo había enviado a Bryan a Valderán, una provincia lejana y rebelde, con la esperanza de que nunca regresara. Las tierras eran difíciles de controlar, infestadas de bandidos y agitadas por rebeliones. Nadie en su sano juicio habría imaginado que Bryan no solo sobreviviría, sino que se alzaría victorioso, consolidando aún más su posición.
Lo que más deseaba en ese momento era quitarle el mando de cualquier ejército para impedir que siguiera acumulando gloria y popularidad. Sin embargo, había un problema: nadie, ni siquiera entre sus propios aliados, querría ofrecerse como voluntario para dirigir las Legiones Malditas. Podría intentar convencer a algún miembro de su facción, pero necesitaba tiempo para hacerlo, tiempo que no tenía. Observó a sus aliados de soslayo, pero todos evitaban su mirada, sin querer verse arrastrados en lo que claramente era una misión suicida. Obligar a alguno sería sellar su destino; se ganaría la enemistad de ese aristócrata para siempre.
“¡Todo esto está ocurriendo demasiado rápido!” Reflexionó con creciente malestar. Cada nuevo movimiento era una prueba más de que había subestimado no solo a Bryan, sino a la red de contactos que lo respaldaba. Era evidente que los amigos del Necromante habían organizado esta sucesión de eventos: Las noticias sobre la victoria, el botín de guerra llegado en secreto, la aprobación del desfile y la reunión en el Aula Regia, todo había sido cuidadosamente sincronizado. Tiberio se maldijo internamente por haber permitido que las cosas llegaran a este punto.
Al final, Tiberio Claudio comprendió que no tenía más opción que ceder. No podía proponer un sustituto para Bryan, y prolongar la disputa solo lo haría parecer más débil. Con una leve inclinación de cabeza, aceptó su derrota en silencio, dejando que el emperador retomara el control.
Juliano, aprovechando el momento, continuó con su habitual aplomo:
- Parece que nadie tiene una opción mejor. Entonces, Bryan mantendrá el mando como Procónsul en Valderán y se le asignará un presupuesto de guerra. -
Sin embargo, antes de dejar morir del todo el asunto, Tiberio hizo un último intento de reducir la dignidad de Bryan. Con un tono conciliador, formuló su siguiente pregunta:
- Una cuestión, Su Alteza Imperial. Si Bryan va a recibir tal honor, ¿qué apellido se le otorgará? - La pregunta estaba cuidadosamente diseñada para poner en duda la legitimidad del joven mago ante los aristócratas presentes: - Todos sabemos que es un liberto y aún no posee uno. -
El comentario generó susurros entre los senadores. Al ver el efecto esperado, Tiberio añadió con un matiz de preocupación en la voz:
- Y, por supuesto, es fundamental definir cuáles serán los territorios de su baronía. Después de todo, necesitará más de un castillo para justificar su nueva dignidad. -
Esta segunda pregunta buscaba sembrar inquietud entre los nobles, preocupados por el destino de las tierras que caerían en manos de Bryan. Nadie quería perder propiedades valiosas ante un liberto recién ascendido.
- Tengo una solución para ambos problemas. - Anunció Juliano, dirigiendo su mirada a la asamblea: - Desde este momento, otorgo a Bryan la provincia de Valderán como su baronía. A excepción de las ciudades, todo el territorio restante estará bajo su autoridad. - Hizo una pausa para dejar que la noticia calara: - Con eso en mente, a partir de ahora, le otorgo el nombre de Bryan de Valderán. -
El murmullo en la sala fue inmediato. Lo que pretendía ser una trampa humillante para Bryan se había transformado en una concesión gloriosa. Tiberio sintió cómo su plan se desmoronaba mientras el emperador cerraba el asunto con una decisión que consolidaba aún más el ascenso del joven Necromante.
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El viento del final de aquel otoño azotaba implacable el rostro de Cayo Silano, Tribuno de las legiones destacadas en Valderán bajo el mando del Barón Bryan. Ese día había sido particularmente sorprendente. Lo que debía ser una simple entrega de botín terminó convirtiéndose en un desfile triunfal improvisado, lo cual habría sido considerado un crimen grave si el Senado no hubiera aprobado la marcha con una celeridad que Silano jamás había presenciado. En otras ocasiones, el Tribuno había lidiado con la burocracia imperial y sabía que, con suerte, recibiría una respuesta en menos de un mes.
Sin embargo, esta vez, el permiso llegó incluso antes de que lo solicitara.
Además, cuando Silano se presentó en el edificio del Senado, ocurrieron muchas cosas inesperadas. Había preparado un discurso en el que destacaba los grandes logros de Bryan, con la intención de convencer a los senadores para que les otorgaran algunas concesiones. Sin embargo, apenas le permitieron hablar. De inmediato, la Facción del Emperador le entregó una serie de documentos que acreditaban la nobleza de su general y le otorgaban el territorio de Valderán como feudo.
Por si fuera poco, también le asignaron un presupuesto militar, lo que garantizaba que el estado enviaría dinero regularmente para cubrir los salarios de los legionarios, así como el equipamiento y los suministros necesarios. Silano desconocía los recursos financieros de su general, pero sabía que asumir esos gastos de su propio bolsillo eventualmente lo dejaría en la ruina. Por eso, las noticias que traía eran más que alentadoras.
Lamentablemente, la Facción del Segundo Príncipe, que en realidad era liderada por Tiberio Claudio, se alió con la del Príncipe Lucio y se negó rotundamente a levantar el exilio de las Legiones V y VI. Además, no permitieron a Bryan reclutar más legionarios de las ciudades, salvo aquellos que se ofrecieran como voluntarios. Su única opción para aumentar sus tropas era contratar mercenarios o reclutar conscriptos entre sus vasallos del campo.
El problema con esto último era que Valderán nunca había destacado por su suelo fértil, por lo que la población campesina era escasa. Para empeorar la situación, la mayoría de los campesinos había huido hacia las montañas del oeste, escapando de los constantes ataques de bandidos y ladrones.
Si Bryan quería reclutarlos, primero tendría que convencerlos de regresar a sus hogares. Luego, lograr que dejaran de lado el resentimiento legítimo que sentían hacia las Legiones Malditas, responsables de tanto sufrimiento, y que estuvieran dispuestos a luchar a su lado.
“Es una tarea casi imposible.” Pensó Silano, desanimado, aunque no dejaba que se notara en su semblante: “Lo peor de todo es que la llegada del Gremio Mercante de Bootz a la ciudad de Valderán, algo tan deseable para nosotros, jugará en nuestra contra en este asunto. La mayoría de los campesinos preferirá emigrar a la urbe, donde pronto habrá un comercio lucrativo, en lugar de seguir luchando con la dureza del campo.”
El Tribuno hizo todo lo posible por argumentar que necesitaban al menos dos legiones más de refuerzo, pero la respuesta fue una rotunda negativa. Aquello lo había sorprendido. Era comprensible que los senadores no quisieran invertir más recursos del Estado en campañas que se consideraban infructuosas, pero no era común negar refuerzos cuando, después de varias derrotas devastadoras, un general de Itálica estaba comenzando a revertir la situación.
Silano se detuvo junto a una de las fuentes públicas, debatiendo si debía unirse al resto de los voluntarios que habían recibido un par de días libres para visitar a sus familias, frecuentar bares o prostíbulos. En su pequeña mansión asignada, nadie lo esperaba, y aún era muy temprano para beber. Lo cierto era que se sentía desanimado. En su mente, había fallado a su general al no obtener la autoridad para reclutar más tropas. Por un instante, temió que Bryan se lo reprocharía, pero sacudió la cabeza; esa no sería su reacción.
Seguramente el Procónsul haría alguna broma y luego se retiraría a preparar una nueva campaña contra Etolia, con las escasas dos legiones de las que disponía. Buscaría alianzas con las tribus bárbaras, urdiría algún plan ingenioso o una estratagema inesperada, y, cuando todo estuviera listo, los convocaría al atardecer para desvelar su estrategia y recoger sus opiniones.
“Seguro que así será.” Pensó Silano, mientras su mente volvía a Valderán y al mismo tiempo consideraba visitar el Jardín de las Delicias. De repente, una voz masculina lo interpeló a sus espaldas.
- ¿Eres Cayo Silano, enviado del Noble Bryan de Valderán? -
Silano se volvió lentamente, un poco molesto por haber sido interrumpido mientras meditaba sobre los asuntos militares que pronto tendría que enfrentar. Al girarse, el estoico militar observó a varias decenas de magistrados saliendo del edificio del Senado, algunos agrupándose en pequeños conjuntos y otros difuminando sus siluetas por las calles de Itálica. Entonces, notó que frente a él había un joven ciudadano, aproximadamente de la misma edad que Bryan, pero con una expresión y un aspecto muy diferentes: era delgado, con un entrecejo profundo que revelaba su impaciencia mientras aguardaba una respuesta.
- Eres Cayo Silano. - Se respondió a sí mismo el hombre que había preguntado, ante el obstinado silencio del Tribuno: - Te he esperado hasta que salieras del Senado. Yo soy Aulo Vitelio. Me han enviado para invitarte a una reunión con el Gran Duque Tiberio, quien ha sido varias veces Cónsul de Itálica. Su Excelencia Tiberio Claudio. -
El joven mensajero repitió el nombre de su superior sílaba por sílaba, dejando que cada sonido resonara lentamente, y remató el nombre completo con una tenue y extraña sonrisa que se dibujaba entre sus finísimos labios.
Obviamente, Silano conocía el nombre de Tiberio Claudio, probablemente el aristócrata más importante del imperio en aquel momento y el verdadero líder de la facción del Segundo Príncipe. Era un hombre de inmenso poder, respetado por sus colegas y temido por sus enemigos; Según algunos, incluso era temido por sus amigos. El problema con el Gran Duque era que nunca se podía estar seguro de qué lado lo consideraba: si a su favor o en su contra. El temible anciano no parecía dejar demasiado espacio para las opiniones intermedias.
“Justo lo que me faltaba.” Pensó Silano. Una de las cosas que más le asustaban era saber que Bryan era enemigo de Tiberio Claudio. Sin embargo, el joven nigromante era una estrella en ascenso y, en opinión de Silano, mucho más honesto y digno de confianza. Por eso no dudaba en seguirlo. Aún así, hasta ese momento, Cayo Silano solo era considerado un oficial bajo el mando de Bryan y no necesariamente estaría en la mira del Gran Duque. Pero si lo conocía en persona, las cosas podrían cambiar.
- ¿Qué desea el Cónsul? - Preguntó Silano al fin.
Aulo esperó unos segundos, manteniendo una sonrisa en los labios, devolviendo con silencio el silencio anteriormente recibido. Silano sabía reconocer el rencor en los ojos de un hombre, y, sin duda, el joven tenía un carácter inesperadamente vengativo. Lo tendría presente para el futuro.
- Bien - Dijo al fin el joven mensajero, desdibujando su sonrisa con inusitada rapidez y volviendo a un semblante rígido y serio, con el ceño fruncido: - Su excelencia Tiberio Claudio desea entrevistarse contigo en privado. Hay más asuntos en Valderán que le interesan, además del tema de los refuerzos que el Senado ha negado, pero quiere plantearte sus... propuestas... en su casa. ¿O es que tienes algo más importante que atender? -
No era una pregunta. Cayo Silano llevaba muchos años dando y recibiendo órdenes, y sabía cuándo una pregunta no esperaba respuesta. El Tribuno respondió lo único que podía decirse.
- Estoy a tu disposición. -
- Bien, sígueme entonces. -
Aulo Vitelio se giró y comenzó a caminar con celeridad hacia un carruaje rodeado por una multitud de jinetes escoltas, cada uno de ellos bien armado. Estaba claro que aquel hombre no confiaba demasiado en las calles de Itálica.
“Bueno, supongo que es hora de ver si consigo regresar con vida.” Pensó Silano, mientras se preparaba mentalmente para lo peor. Tenía muy en claro que las siguientes horas serían la parte más peligrosa de aquel viaje a la capital imperial.
¿Tenía miedo? Por supuesto que sí. Solo los tontos no sienten miedo. Cayo Silano no solamente era frío por naturaleza, sino que había aprendido a contener todas sus emociones, liberándolas solo en el fragor de la batalla. En esos momentos, se convertía en una bestia desatada, imparable frente a sus enemigos.
Y si Tiberio Claudio lo forzaba, no tendría reparo en dejar salir al monstruo.
Cayo Silano preocupado
Hola amigos. Soy Acabcor de Perú, y hoy es miércoles 2 de octubre de 2024.
La situación económica está tan complicada últimamente que, a pesar de mis problemas de salud, me vi obligado a seguir trabajando para poder cubrir las cuentas. Esto me dejó en un estado físico y mental muy deteriorado, al punto de sufrir insomnio y pasar noches enteras sin dormir, hasta que finalmente conseguí la medicación adecuada. De hecho, uno de los problemas fue que, al tener que ir tantas veces al hospital, terminé gastando demasiado dinero, lo que empeoró mi situación financiera.
Por esos motivos, tuve que descansar el miércoles pasado. Me encontraba al límite, y en esas condiciones, pensar creativamente era casi imposible. Muchos me han aconsejado tomarme un descanso, y me encantaría hacerlo, pero temo perder patrocinadores y agravar aún más mi ya precaria situación económica. ¡Las ironías de la vida! Sin embargo, algo que me reconforta es saber que, al menos, he podido entretenerlos y que se ha formado una gran comunidad en torno a esta obra. Disfruto muchos capítulos publicados.
Espero que les guste.
En este capítulo, Bryan no aparece. Mientras él entrena a las Legiones Malditas, la capital está alborotada por un desfile casi ilegal. En la antigua Roma, el mayor honor era un desfile triunfal, pero para ello se requería cumplir con muchas condiciones y contar con la aprobación del Senado. Quise reflejar un poco de esa realidad y, al mismo tiempo, mostrar el poder de los aliados de Bryan.
Recientemente intenté usar el seguro de salud estatal, el SIS, para atenderme, pero me dijeron que tendría que esperar entre un mes y un año. ¡Maldita burocracia! Usé algo de esa frustración como inspiración para el asombro de Silano en la historia.
Por otro lado, la furia de Tiberio Claudio al enterarse de que Bryan lo ha superado en las encuestas era algo que todos esperaban. Espero haber transmitido bien esa emoción. Como era de esperarse, un hombre como él no pierde el control fácilmente, así que lo hice reaccionar rápidamente con un plan de contingencia. Veremos si le funcionará.
En cuanto a la reunión con el Emperador, es un reflejo de lo que ocurrió en el capítulo 293, pero esta vez Tiberio tiene todas las de perder. Además, finalmente revelo el apellido de Bryan, algo muy esperado por los lectores. Originalmente, la ciudad que Bryan defendía se llamaba Bretel, pero la cambió por un nombre que suena más latino y armoniza mejor con el de Bryan.
Pero déjame saber tu opinión en los comentarios: ¿Qué les pareció? ¿Les gustaron las conspiraciones? ¿Qué opinan del nuevo apellido de Bryan? ¿Tienes alguna escena favorita? ¿Qué les parecieron las imágenes IA?
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¡Nos vemos en el siguiente capítulo!