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VARIOS DÍAS DESPUÉS, EN EL CAMAROTE DE UN QUINQUERREME:
Daira llevaba una túnica de lana suave. Se había bañado, y su cabello aún estaba húmedo. Las nuevas ropas cubrían su cuerpo con decencia, de forma que ya no parecía una prostituta sino una esclava de alguna familia acomodada de Itálica. Las suaves líneas del rostro, su pequeña nariz y sus marcados labios oscuros seguían allí. El volumen de sus pechos todavía se adivinaba bajo la túnica, pero esta vez de forma mucho más difusa. Sin embargo, Silano no podía evitar sentirse atraído por ella, una atracción que lo había llevado, apenas unas semanas atrás, a negociar con el Gran Duque por su posesión.
- ¿Aún te duele la herida? - Preguntó Silano, con un tono más brusco de lo que pretendía.
La joven mantenía la vista fija en el suelo, sin responder.
- Te he preguntado si te duele la herida. - Repitió Silano, esta vez tratando de moderar su voz: - Puedes responderme... y puedes mirarme. Nadie te va a golpear por contestar una simple pregunta ni por mirarme. -
Daira dudaba. No estaba segura de haber entendido bien debido a que todavía no conocía muchas palabras del idioma de los itálicos. Lo poco que sabía lo había aprendido a base de golpes y gritos de su amo y otros esclavos. Silano se acercó y, con suavidad, colocó su mano en la barbilla de la joven, levantando su rostro hasta que sus ojos quedaron al nivel de los suyos.
- ¿Te duele la herida? - Preguntó, fijando la mirada en aquellos ojos verdes llenos de dulzura, pero también de una inmensa tristeza por el sufrimiento acumulado. Había una intensidad en ellos, como el viento del mar.
Daira lo miró a los ojos, y no percibió odio, rencor ni temor, tan distintos de los de su antiguo amo. Todo lo contrario.
- No - Dijo al fin: - Está mucho mejor. Gracias, Amo. -
Silano la miraba, manteniendo su mano en la barbilla de la joven, sin permitirle bajar la cabeza. Estaba sorprendido por la intensa belleza de Daira y por la fortaleza de su espíritu, pese a la adversidad en la que había estado sumida. No había podido verla en un par de semanas, pues estuvo muy ocupado preparando su regreso a Odisea, envuelto en interminables negociaciones en el foro para conseguir suministros para su barco, víveres para el viaje y nuevas armas. Además, una comitiva del Gremio Mercante de Bootz iría con ellos, así que debía organizar el transporte de estos civiles. Con esos preparativos, esperaba compensar de alguna manera su fracaso en obtener refuerzos del Senado para Bryan.
Daira no pudo sostenerle la mirada, así que, incapaz de bajar el rostro, cerró los ojos. Silano la liberó, retirando su mano con suavidad y rozando con el dorso la barbilla de la joven. Al sentir la infinita suavidad de su piel tersa, un escalofrío lo recorrió. Era una tarde aún cálida de otoño. Entre su cargamento había un grupo de esclavos recién adquiridos para el servicio, pero en ese momento todos estaban ocupados preparando la comida para el banquete que Silano planeaba ofrecer a los legionarios voluntarios antes de zarpar. Así que estaban solos, y él era el amo absoluto de aquella joven y hermosa esclava.
Estaba sobrio, y no se acostaba con ninguna mujer desde la semana anterior, cuando se desahogó con una prostituta en el Jardín de las Delicias, a donde había entrado gracias a la recomendación de Bryan. Hasta ese momento, no había querido poseer a Daira porque una confusa mezcla de sensaciones y sentimientos lo detenían, impulsándolo a dejarla tranquila por unos días. Pero sabía que aquello no podría durar para siempre. La esclava le había costado una pequeña fortuna, y ya era hora de obtener algún beneficio de su inversión.
Silano se volvió hacia un costado y tomó un cestillo que descansaba sobre una mesa. Luego, extendió la canastilla hacia Daira.
- Ábrelo. - Le ordenó.
La joven dudó al principio, pero era una esclava.
- Sí, mi señor. - Respondió, arrodillándose ante él para tomar la canastilla entre sus manos. Iba a levantarse, pero sintió la mano firme de Silano sobre su hombro, impidiéndolo. Su señor no deseaba que se pusiera de pie. De rodillas, abrió el cestillo con sus manos morenas y miró en su interior. Algo resplandecía bajo la luz del faro que iluminaba la estancia.
- Tómalo. - Dijo Silano.
Daira introdujo las manos y sacó una preciosa alhaja de oro. La sostuvo en las palmas, dejando que la joya brillara con todo su esplendor, cubriendo sus dedos y manos. Era una hermosa gargantilla de oro, de la que colgaban varios collares del mismo metal, formando un adorno maravillosamente sensual que se ajustaba a la figura femenina.
- ¿Sabes lo que es? - Preguntó Silano con curiosidad. Era una de las mejores piezas encontradas entre los tesoros de los ilienses, tal vez algo que perteneció a alguna de las amantes del propio Ilo Tros. Bryan le había entregado la joya personalmente como recompensa para que hiciera lo que quisiese con ella, ya fuese venderla o guardarla como una reliquia familiar.
Daira asintió antes de responder, sin apartar la mirada de aquella suntuosa joya.
- Es una gargantilla fabricada en Etolia. -
Silano quedó impresionado.
- Para ser una esclava nacida más allá del mar, sabes mucho. -
- En Tiro, damos mucha importancia al comercio. Desde pequeña, mi padre me enseñaba todo tipo de... -
- Bien, ya basta. - La interrumpió Silano, aburrido de la conversación: - No te he comprado para hablar. Ponte la joya. -
Daira guardó silencio, asintió y tomó la elaborada pieza. Había visto a muchas mujeres ricas, invitadas en la casa de su anterior amo, Tiberio Claudio, lucir joyas similares, así que tenía alguna idea de cómo debía usarla.
- Esa gargantilla es lo único que queda de mi fortuna. El resto lo gasté en ti. - Comentó Silano, admirando la joya: - Supongo que es apropiado que ambas estén juntas. Los dioses saben que no planeaba gastar mi botín de guerra de este modo, pero si voy a dilapidar todo lo que tengo, al menos haré que valga la pena. - Soltó un leve suspiro: Una hermosa joya para una preciosa esclava. Poseerte me hace sentir bien. -
Hubo un breve silencio, roto abruptamente por una palabra lanzada por Silano, con la misma firmeza con la que solía dar órdenes en el campo de batalla.
- Desnúdate. -
Las palabras de su nuevo dueño no parecieron sorprender a Daira, quien dio un paso atrás y comenzó a quitarse la túnica, que cayó con pesada lentitud sobre el suelo del camarote. Su cuerpo escultural quedó completamente expuesto ante los ávidos ojos de Silano. A pesar de la aparente calma en su gesto, Daira se encogió los hombros en un vano intento de protegerse de lo inevitable.
- Haré lo que mi señor quiera, pero por favor, no me golpee. - Musitó la joven, con la mirada fija en el suelo.
Silano recorrió su cuerpo con la mirada. Los hombros bien formados y redondeados de piel tersa y marrón brillaban suavemente bajo la luz. Sus pechos, ahora al descubierto, eran generosos, pero proporcionados, firmes y llenos. Tenía el vientre plano, con una cintura estrecha que se curvaba hacia unas caderas amplias y sensuales. Sus largas piernas, elegantes y esbeltas, terminaban en pequeños pies calzados con sandalias que adornaban su figura. Naturalmente, la lujuria del Tribuno se despertó de inmediato, listo para dar rienda suelta a todos sus deseos. Sin embargo, al escuchar la súplica de la joven, sintió que su corazón se detenía de golpe. Entonces, miró aquellos ojos verdes que imploraban misericordia.
Fue entonces cuando notó los moretones en sus piernas, las pequeñas cicatrices en la cintura y la cadera, y, lo más horrendo de todo, las quemaduras cerca de sus pezones, hechas probablemente con un hierro al rojo vivo. Eran cicatrices de su reciente pasado con su cruel amo anterior, Tiberio Claudio. A pesar de todo, su joven y fuerte cuerpo había aprendido a digerir esas heridas y envolverlas en la belleza de su conjunto, como la hiedra que cubre una casa, ocultando las grietas de unos muros desgastados por el tiempo.
De inmediato, el corazón de Silano se llenó de amargura. Su deseo por la muchacha, que hasta hace unos momentos lo consumía, fue disipándose, ahogado por un inesperado sentimiento de misericordia. Quería consolarla, hacer algo para aliviar su sufrimiento, pero no sabía cómo. Siempre había sido lacónico por naturaleza, y aunque era hábil dando consejos a otros hombres, nunca tuvo hermanas y dejó su hogar muy joven para vivir en los cuarteles militares, lo que le dio poca experiencia en hablar con mujeres. De manera que al final hizo lo único que se le ocurrió y soltó una orden:
- Vístete y déjame solo. -
Daira, con rauda destreza, se cubrió con tanta rapidez que Silano dudó que realmente hubiese estado desnuda ante él durante aquellos breves segundos. La joven desapareció del camarote, y Silano quedó acompañado por el silencio y los poderosos latidos de su corazón. Aquella muchacha, desnuda e indefensa ante él, le recordó a un humilde gorrión herido, sin rumbo, origen ni destino.
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Daira se apresuró a salir del camarote, con su corazón aún agitado por el reciente encuentro con Silano. Caminó por el pasillo de madera del Quinquerreme, sintiendo el suave vaivén del barco bajo sus pies.
Al llegar a sus humildes aposentos, el contraste fue abrumador. La habitación era pequeña y austera, sin lujos ni adornos, pero, al menos, le habían proporcionado una muda de ropa, un bien que ella valoraba más de lo que muchos podrían imaginar. En un rincón, una toalla y un cubo con agua limpia la esperaban. Daira respiró hondo, sintiendo el aroma fresco del agua, un regalo sencillo que la hizo sentir como si estuviera en un oasis. Este lugar era maravilloso en comparación con las jaulas en las que había vivido bajo el yugo de Tiberio Claudio. Allí, junto a sus hermanas, las noches eran un tormento y los días, una mera espera por el próximo castigo. Ahora, en este lugar, podía cerrar los ojos e incluso atreverse a soñar con una vida diferente.
Daira se acomodó en la cama y el suave roce de la manta contra su piel la reconfortó mientras intentaba dormir. Sin embargo, el descanso la eludía. Los pensamientos que rondaban en su mente tenían un único rostro: Cayo Silano. Su nuevo amo era un enigma, un oficial itálico de semblante impenetrable y actitud estoica, que la desconcertaba tanto como la intrigaba. No sabía cómo interpretar su silencio, su manera distante de observarla. A diferencia de su anterior amo, Silano no la había obligado a satisfacer sus deseos carnales, algo que siempre había temido desde que fue convertida en esclava. El simple hecho de que él no la hubiese violado la desconcertaba, pues en su experiencia, los hombres poderosos solían hacer uso de sus esclavas de manera brutal y sin consideración.
Tiberio Claudio era un ejemplo perfecto. El único motivo por el que Daira seguía viva era que el Gran Duque solía estar ocupado durante largos periodos de tiempo en sus intrigas políticas. Pero, cuando estaba en casa, el cruel anciano parecía encontrar placer en forzarla a cumplir fantasías aberrantes que ella ni siquiera había sabido que existían. Para él, Daira no era más que un objeto para satisfacer sus deseos más oscuros y retorcidos. Nunca perdía oportunidad de humillarla, de someterla a sus caprichos más degradantes, disfrutando de la desesperación en su rostro mientras la forzaba a participar en sus sórdidos juegos. Las noches bajo su dominio eran interminables, y el amanecer traía consigo el alivio de haber sobrevivido una vez más a las manos de un hombre que solo veía en ella un instrumento para su perversión.
Sin embargo, Silano parecía estar hecho de una materia diferente. A pesar de su imponente presencia, había una distancia en él, una frialdad que lo hacía parecer casi ajeno a cualquier emoción. Eso la intrigaba, pero también la llenaba de inquietud. ¿Era capaz de sentir compasión? ¿O, por el contrario, era un hombre que simplemente había aprendido a ocultar sus deseos tras una máscara de indiferencia?
Con cada pensamiento, su mente empezaba a vagar hacia las sombras de su pasado. Intentó llevar su imaginación a la vida que había llevado en Tiro, la ciudad que una vez había sido su hogar. Recordó los días soleados en los que corría por las calles con sus hermanas, riendo y jugando, ajenas a los peligros del mundo.
Pero esas imágenes eran como espejismos en la lejanía, desvaneciéndose cada vez que intentaba aferrarse a ellas. Los recuerdos de su vida anterior eran ahora un lujo inalcanzable, una vida llena de promesas que se extinguieron en el instante en que los piratas las secuestraron. La risa se transformó en llanto, el juego en un oscuro encierro, y lo que había sido libertad se convirtió en un recuerdo doloroso.
Las sombras de su pasado comenzaron a envolverla, y Daira se sintió atrapada entre el deseo de olvidar y la necesidad de recordar. Era un ciclo interminable que la mantenía despierta, mientras el vaivén del barco y el murmullo del agua se entrelazaban con sus pensamientos, como un lamento lejano que nunca podría silenciar. A medida que comenzaba a sucumbir al cansancio, su mente se deslizó hacia imágenes de su infancia en la Ciudad de Tiro, su hogar en la próspera y bulliciosa capital de la Alianza Mercante.
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La imponente ciudad se alzaba en una enorme isla fortificada, rodeada de colosales murallas que parecían fusionarse con la roca misma de la costa. Los muros, construidos con bloques de piedra oscura, no eran solo defensas físicas: cada bloque había sido encantado con magia de tierra y agua, lo que los volvía casi impenetrables, tanto para los ejércitos como para los hechizos enemigos. Durante siglos, aquellas defensas habían resistido asedios interminables, protegiendo la capital de la Liga Comercial más grande y próspera del mundo conocido.
El puerto de Tiro era el corazón de la ciudad y su mayor tesoro. En realidad, consistía en dos puertos adyacentes: el Interior, creado artificialmente a partir de una laguna preexistente, era un refugio circular perfecto para la majestuosa flota de quinquerremes, temida en todos los mares. En el centro de ese puerto se alzaba una isla artificial con una torre de vigilancia que dominaba la vista del enclave. Allí, las naves más poderosas y destructivas se preparaban para defender las rutas comerciales que sostenían la riqueza de la Alianza Mercante. El puerto exterior, por otro lado, era un bullicio constante de actividad comercial, donde innumerables barcos mercantes de todas partes del mundo atracaban para intercambiar mercancías. En tiempos de guerra, una cadena imponente podía cerrar la entrada al puerto, asegurando que ningún barco enemigo pusiera en riesgo el poder militar o económico de Tiro.
La arquitectura de la ciudad era impresionante, con altos edificios de piedra coronados por techos de terracota que brillaban bajo el sol. Las calles serpenteaban entre templos y mercados, adornadas con mosaicos coloridos que contaban historias de antiguas batallas navales y de los dioses del mar, protectores de la Alianza. Las calles estaban llenas de vida, especialmente los mercados, donde los comerciantes vendían tesoros de tierras lejanas, especias que impregnaban el aire con aromas embriagadores y artefactos mágicos de gran valor. Los mercaderes de Tiro eran famosos por su astucia y habilidad en el comercio, y las familias aristocráticas, lejos de rechazar esa actividad, la abrazaban. Sus hogares estaban adornados con los tesoros acumulados a lo largo de generaciones, símbolos de su éxito tanto político como económico.
Esta era la principal diferencia entre el Imperio Itálico y la Alianza Mercante de Tiro: en el primero, un aristócrata que se dedicara a las actividades comerciales era mal visto. Por esa razón, la mayor parte de la clase gobernante en Itálica estaba constituida por guerreros terratenientes. Por el contrario, las familias aristocráticas de Tiro podían alcanzar el poder por otros medios, no solo por logros militares. Eran mercaderes tanto como soldados, y no poseían reyes ni emperadores, sino un consejo de familias notables que tomaba todas las decisiones. Esta estructura política moldeaba su visión del mundo, que era radicalmente distinta a la de otras naciones.
Un ejemplo claro de esta diferencia estaba en su ejército. La Alianza Mercante de Tiro contaba con poderosos Caballeros y Magos de combate, especialmente magos de fuego, pero en general su número era inferior al de las naciones militares como Itálica. Curiosamente, poseían una gran cantidad de magos menores de viento y agua, quienes generalmente eran empleados para facilitar las actividades comerciales, impulsando las velas de los barcos o ayudando con la navegación.
Para compensar esta debilidad militar, la Alianza Mercante dependía de un ejército de mercenarios, guerreros de todo el mundo que empleaban el Aura de Batalla de formas diversas. No eran un ejército regular, pero su versatilidad los hacía temibles en combate, siempre y cuando contaran con un buen comandante al mando. De lo contrario, resultaban difíciles de dirigir. Los tirios pagaban muy bien a estos mercenarios y los entrenaban constantemente en las arenas de combate para mejorar sus habilidades y adaptarse a cualquier amenaza, ya fuese una invasión o una rebelión en alguna colonia.
Esto último era crucial, porque el poder de Tiro dependía en gran medida de su vasta red de colonias, que se extendían por costas lejanas como los tentáculos de un pulpo, uniendo islas y ciudades bajo su dominio comercial. Su inmensa flota de quinquerremes, insuperable en calidad y armada con artillería encantada, estaba siempre lista para repeler cualquier amenaza.
Pero Tiro no era solo una ciudad de riqueza, sino también de fe. Sus templos, dedicados a los dioses del mar y del comercio, eran majestuosos, con columnas que se alzaban hacia el cielo y estatuas de dioses antiguos que protegían el devenir de la Alianza. Los sacerdotes, vestidos con túnicas color azul y dorado, realizaban elaborados rituales para bendecir las rutas mercantiles y apaciguar las tormentas. En tiempos de desesperación, los tirios llegaban incluso a realizar sacrificios humanos, para congraciarse con sus caóticas deidades, tan impredecibles como la propia marea.
Tiro siempre había sido un lugar de contradicciones: un paraíso de comercio y riqueza, pero también una ciudad de sacrificios y luchas.
Cierta tarde, un barco elegante y decorado con símbolos dorados atracó en el puerto comercial de Tiro, ondeando las banderas de Itálica. La relación entre tirios e itálicos era tensa, sobre todo después de la última guerra, en la que la Alianza Mercante sufrió una humillante derrota. Debido a ello, se vieron obligados a pagar una compensación exorbitante que representó un duro golpe a su economía. Debido a esto, tuvieron que reducir el número de mercenarios en su ejército, lo que acabó debilitando su poder militar frente a otras naciones.
Sin embargo, los tirios eran comerciantes antes que guerreros, y aunque el resentimiento hacia los itálicos persistía, muchos habían optado por dejar a un lado los rencores cuando se trataba de ganar dinero. Por eso, cuando la gente vio aquel barco lujosamente decorado solicitar permiso para echar anclas, la mayoría esbozó una sonrisa, anticipando la posibilidad de cerrar un lucrativo acuerdo. Los curiosos se agolparon en los muelles, observando con atención cómo los marineros completaban las complejas maniobras necesarias para atracar. ¿Quién sería ese misterioso visitante?
La expectación aumentó cuando la pasarela descendió y una escolta armada, perteneciente a una de las familias más poderosas de la ciudad, se apostó en el muelle para recibir al misterioso huésped. Claramente, no era un visitante cualquiera.
Entonces, desde las sombras del interior de la nave, emergió una mujer cubierta con una capa negra de tela fina, cuyas puntas rozaban la superficie de la pasarela. Su capucha ocultaba su rostro, pero su presencia era inconfundible: poderosa, imponente, casi irreal. El paso de aquella figura, lento pero decidido, hacía que el aire a su alrededor pareciera más denso. Una energía intangible, pero palpable, envolvía a la misteriosa viajera.
El séquito que la acompañaba era igualmente desconcertante. Cinco figuras femeninas, cuatro de las cuales lucían una belleza inquietante, caminaban detrás suyo. Las miradas de los presentes se centraban en esas mujeres, pero pronto se dieron cuenta de que ellas no eran las protagonistas de aquel momento. Toda la atención volvió inevitablemente a la figura central. El misterio que la rodeaba era hipnótico.
Finalmente, cuando estuvo frente a la escolta que la esperaba, la figura se detuvo. Lentamente, en un movimiento deliberado y lleno de teatralidad, retiró la capucha, dejando que su rostro quedara al descubierto.
Un jadeo colectivo recorrió a la multitud.
Ante ellos se encontraba una mujer cuya belleza no parecía pertenecer al reino de los mortales. Su piel, pálida como la luna, contrastaba con sus profundos ojos negros, que resplandecían misteriosamente. Una hermosa cabellera oscura caía en suaves ondas sobre sus hombros, y sus labios esbozaban una sonrisa enigmática.
Los mercaderes, soldados y curiosos que se habían reunido sintieron que sus corazones latían con fuerza. Ninguno podía apartar la mirada. Aquella mujer irradiaba poder y hermosura, del tipo que podía doblegar voluntades con una sola palabra o destruir ciudades si las condiciones se daban. Entonces uno de los guardias por fin se recuperó de la impresión y corrió a pararse frente a ella para realizar un saludo protocolar.
- Te saludo, noble Emily Asturias. ¡Te damos la bienvenida a la Ciudad de Tiro! -
Emily llega a Tiro
Hola amigos. Soy Acabcor de Perú, y hoy es miércoles 16 de octubre de 2024.
Con la crisis económica empeorando, realmente espero conseguir más fondos para poder continuar, así que comenzaré esta nota con el final: Si te ha gustado esta adaptación, te agradecería mucho considerar apoyarme a través de una donación en mi cuenta de Patreon. Esto me permitirá seguir creando contenido como este. También puedes contribuir mediante BCP o YAPE; los detalles los encontrarás en el grupo de Facebook. Comparte esta historia con tantas personas como sea posible para ayudar a atraer nuevos patrocinadores. Además, si encuentras algún error ortográfico o conceptual, no dudes en avisarme. ¡Tu apoyo es invaluable!
Este capítulo puede ser más corto en comparación con otros, pero fue increíblemente complejo de escribir. La cantidad de lore sobre Tiro, tanto la ciudad como su sociedad, me tomó bastante tiempo desarrollar. Tuve que fusionar varios aspectos de las civilizaciones fenicia y cartaginesa, lo que me obligó a investigar y condensar muchísima información durante varios días. Mi objetivo fue crear una transición fluida hacia un nuevo evento, conectando los sucesos de Itálica y Tiro con la historia de Daira. Además, las imágenes fueron un verdadero desafío, así que espero que las hayan disfrutado.
¡Espero que este capítulo les guste tanto como a mí me costó darle forma!
¡Nos vemos en el siguiente capítulo!