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Chester aguardaba solo, sentado en un banco de piedra tallada con respaldo alto, tan frío y pulido como el juicio que pronto lo aguardaba. Frente a él, tras una especie de ventana, podía ver una delgada cortina de agua descendía sin pausa por un canal ornamentado, alimentando un magnífico río subterráneo cuyo cauce desaparecía en la penumbra. Aquel lugar, amplio y silencioso, brillaba con una luz suave que no provenía de antorchas ni lámparas visibles. Las paredes, engalanadas con vetas metal finamente pulido, entrelazadas como filigrana, parecían respirar una vigilancia constante. Y a juzgar por la naturaleza de este sitio, seguramente eran parte del intrincado sistema de matrices mágicas que mantenían controlado cada centímetro.
Tratando de distraerse, Chester se preguntó por qué razón harían fluir un río bajo tierra. No podía saber que servía para alimentar las cisternas profundas que harían sobrevivir al lugar entero si alguna vez se cerraban sus puertas al mundo exterior. Y es que las Mil Cavernas del Monte Ordaz no solamente fue diseñada para ser una fortaleza impenetrable, sino también autosostenible.
“¡Ah, no sirve de nada! ¡Simplemente no me puedo calmar!”
Esta era la primera vez que visitaba el cuartel general del Manto Oscuro. Hasta entonces, Chester solo había visto algunas fachadas que ocultaban las entradas secretas, cuando servía como vigía para los nuevos agentes, y ni siquiera entonces le estaba permitido hacer preguntas. Ahora estaba dentro. Y no por error. Cada piedra, cada sombra, cada pulgada de ese laberinto parecía recordarle que allí nada sucedía sin permiso.
Pero no era solo el lugar lo que le oprimía el pecho, sino el hecho imposible de que un hombre como Cándido, un Gran Maestre con suficiente poder como para hacer desaparecer a senadores, lo hubiese citado en persona. Por más que la Esencia Mágica le hubiese brindado una nueva vitalidad a su cuerpo, en ese instante se sentía otra vez como aquel niño mugriento que robaba pan en los callejones de Itálica… solo que ahora, el tipo de hambre que necesitaba saciar era otro, y las consecuencias si lo atrapaban podían ser peores que nunca.
Finalmente, la puerta se abrió. Un joven, de rostro impasible y gesto inescrutable, se limitó a inclinar la cabeza para indicarle que podía pasar. Chester respiró como quien traga un puñal y cruzó el umbral, cuidando que sus botas no resonaran más de la cuenta.
Se encontró de pronto en una gran cámara que contrastaba drásticamente con el entorno habitual de aquella fortaleza subterránea. No solo era un espacio amplio, con un techo que se alzaba a más de diez metros de altura, sino que todas las paredes estaban revestidas de mármol blanco, finamente pulido hasta el punto de reflejar el interior. Columnas elegantes se alzaban adosadas a los muros, rematadas por capiteles tallados con esmero para asemejarse a cabezas de las águilas imperiales. Además, se había empleado bronce dorado en los capiteles y las molduras para crear un majestuoso contraste. Sin embargo, nada destacaba tanto como la iluminación. La sala brillaba con una claridad semejante a la del mediodía, aunque ningún fuego ardía ni lámpara colgaba de los muros. En su lugar, el techo mostraba grandes vitrales con diseños geométricos por donde se filtraba aquella luz imposible. Tenía que deberse a algún artilugio mágico, pensó Chester, pues si no supiera que varios kilómetros de roca los separaban del cielo, habría jurado que el sol brillaba justo detrás de esos cristales.
En cuanto al mobiliario, había largas mesas cubiertas de pergaminos sellados con lacres de distintos colores, cartas protegidas con marcas de supresión mágica, y pequeñas cajas de madera oscura que contenían instrumentos de medición: compases, reglas, brújulas.
Pero, sobre todo, abundaban los mapas. En cada mesa se desplegaban planos de toda clase: ciudades, rutas comerciales, fortificaciones o ilustraciones técnicas. Dominando el conjunto, destacaba un enorme plano del continente de Vathýs, que ocupaba casi la mitad de una pared. A diferencia del resto, no estaba hecho de pergamino, sino dibujado meticulosamente sobre un gran trozo de cuero, empotrado directamente en el muro. En él resaltaba, de forma natural, el Imperio Itálico, junto a las demás naciones más relevantes, con sus respectivas capitales y ciudades principales. No era un mapa completamente preciso; gran parte de la información parecía basada en referencias, pero resultaba claro y detallado. Sobre su superficie, una red de alfileres e hilos señalaba rutas y trayectos. En ese mismo instante, al menos unas quince personas recorrían la sala, revisando correspondencias, leyendo mapas, tomando notas y transmitiendo instrucciones con urgencia.
Un simple vistazo le bastó a Chester para comprender que debían estar buscando algo (o a alguien), pero no tuvo el valor de preguntarse qué podría ser, por que en ese momento toda su atención estaba en el anciano vestido con túnica negra que se destacaba en el centro de aquella multitud, mientras observaba fríamente los planos en frente suyo. No había que ser un genio para darse cuenta de que el Gran Maestre del Manto Oscuro no se encontraba feliz y cada vez que se demoraba un poco en suspirar, todos los presentes contenían la respiración involuntariamente.
Chester aguardó de pie, sin atreverse a mover un músculo. El murmullo de pasos, papeles y órdenes se fue apagando a su alrededor como un enjambre que se disuelve al primer chasquido de un depredador. El anciano, inclinado sobre aquel mar de mapas e hilos, tardó aún un instante en reparar en su presencia. O tal vez lo había hecho desde el principio, y solo estaba midiendo hasta dónde llegaba su paciencia.
Cándido alzó por fin la vista. Sus ojos grises se posaron sobre Chester con la misma frialdad que tendría un bisturí de plata. No dijo nada al principio; sostuvo la mirada, evaluando cada línea de su postura y cada pliegue de su capa. Con un leve movimiento de la mano, el Gran Maestre ordenó que todos abandonaran la sala. Nadie protestó. Uno a uno, los presentes recogieron plumas, rollos y tablillas de cera sin atreverse a cruzar una sola mirada con Chester mientras se marchaban a toda prisa. Las puertas se cerraron con un clic suave, y el silencio se volvió tan puro que podía oírse el leve crujir de las túnicas alejándose.
Cándido no se movió de su lugar. Continuó observando a Chester durante unos segundos más, como quien evalúa un objeto nuevo. Pero entonces, en lo que pareció un giro completamente inesperado, el temido Mago Oscuro sonrió y le dijo con una voz sorprendentemente cordial:
- Puedes sentarte, si lo deseas. -
El tono era tan correcto, tan suavemente amable, que bien podría pasar por hospitalario. Para Chester, aquella oferta fue como recibir un vaso de agua tras una larga marcha por el desierto. Sin embargo, justo cuando iba a dar un paso, el instinto que tantas veces le había salvado la vida en los callejones miserables de Itálica se activó. El vello de sus brazos se erizó; un escalofrío le recorrió la espalda, y supo, con absoluta certeza, que la sonrisa de Cándido escondía una intención peligrosa.
En el último instante, se contuvo e inclinó la cabeza con humildad antes de responder:
- Agradezco el ofrecimiento, mi señor - Musitó, cuidando que la voz no temblara: - Pero no sería correcto sentarme sin su permiso expreso. -
Durante un instante, un brillo casi imperceptible cruzó los ojos incoloros del anciano, aunque Chester, que en ese momento miraba hacia el suelo, no lo notó.
“Así que no caíste, ¿eh?” Pensó el Gran Maestre, soltando una leve risa, inaudible, apenas un aliento que estremeció la quietud de la cámara.
- Muy bien, Chester. Ahora sí: siéntese, por favor. Me molestaría tenerle de pie, clavado como un centinela. -
Esa segunda invitación, cuidadosamente reformulada, llevaba un peso distinto. Chester comprendió que la primera había sido una trampa: Si se relajaba únicamente porque se lo pedían con amabilidad, quería decir que estaba menospreciando la importancia de la jerarquía. En cambio, ahora le estaban dando una orden disfrazada de amabilidad y si no aceptaba estaría desobedeciendo. Así que se apresuró a ocupar el asiento ofrecido, cuidando de no hacer ningún movimiento innecesario. Sabía que cada gesto suyo seguía siendo bajo escrutinio, pero al menos ya había superado la primera prueba.
Cándido lo observó como un prestidigitador que se encuentra con un truco inesperado. No dijo nada de inmediato, pero en su fuero interno decidió que aquel muchacho merecía, al menos, unos minutos de conversación antes de tomar una decisión sobre su destino.
El anciano alzó un dedo, casi distraídamente, y pasó su yema sobre la superficie de la mesa más cercana, como si estuviese confirmando que los sirvientes hubiesen limpiado correctamente. Pasaron unos segundo antes volviese a mirar a Chester con una sonrisa que era agradable, aunque al mismo tiempo inquietante.
- Debo decir que hoy se ve saludable, muchacho. Sobre todo, para alguien que creció husmeando entre letrinas. - Comentó con tono casi jovial, como quien habla del clima o de la cosecha: - ¿Debo felicitar a su amo por engordar tan bien a sus sabuesos? -
Chester sintió que el aire se le clavaba en la garganta, pero logró dominarse con rapidez. Cándido era aterrador, sí. Pero precisamente por ser alguien tan alto en la jerarquía, no tenía sentido que se rebajara a insultar a un pequeño sirviente como él. Aquello debía ser una presión calculada, un anzuelo para estudiar su reacción.
Así que forzó la comisura de los labios en una mueca de sumisión cuidadosamente pulida.
- Todo el mérito es de mi señor Bryan, mi señor Cándido. - Contestó, con humildad, pero sin vacilaciones: - Un perro bien alimentado sabe cuándo ladrar… y a quién nunca debe intentar morder. -
Cándido exhaló suavemente, como si intentara disimular una sonrisa. Por supuesto, disponía de cientos de ojos y oídos tanto en los alrededores como dentro de la residencia de Bryan, por eso sabía que este le había dado a Chester una enorme cantidad de autoridad. Si bien el Gran Maestre solía confiar en el juicio de aquel joven necromante, no había alcanzado su posición como jefe de contraespionaje siendo ingenuo. Además, la historia ofrecía incontables ejemplos de hombres nacidos en la miseria que, al obtener poder repentino, caían en la arrogancia y acababan desatando tragedias que no solo los destruían, sino que arrastraban consigo a muchos más. Por fortuna, Chester no parecía haber sucumbido a esa tentación, y eso decía mucho sobre el criterio de Bryan al escoger a sus aliados.
Sin embargo, aún quedaba un asunto crucial por resolver. Y el propio Cándido no estaba seguro de qué resultado esperaba. Pero de su resolución dependía que Chester saliese de ese lugar con vida. Así que entornó ligeramente la mirada y dio un paso alrededor de él, sin apartar la vista, como un halcón que gira sobre un conejo.
- Ah, claro... Pero dime algo, muchacho… - Murmuró, acercándose apenas lo suficiente para que Chester sintiera el aliento tibio rozar su oído: - ¿Qué clase de “alimento” ha logrado que de pronto ya no parezcas un animal desnutrido, mocoso? No creas que mis ojos no perciben lo inusual en su constitución actual. -
Chester sintió una gota de sudor frío bajar por su nuca. Aquella observación era demasiado certera. Sabía que Cándido no conocía la Esencia Mágica, pero era evidente que su ojo de Gran Mago había detectado una alteración mágica inusual en su cuerpo.
Y ese era el momento decisivo. Si revelaba la verdad, Bryan lo condenaría como traidor. Pero si lo atrapaban mintiendo, se ganaría la enemistad del Gran Maestre. La única salida era caminar por el filo. Afortunadamente el Gran Maestre todavía no había expuesto todo directamente, así que todavía existía un pequeño margen para maniobrar.
Así que pronunció cada una de sus siguientes palabras con el cuidado de alguien que sabe que camina sobre hielo muy fino.
- Imagino que Su Señoría ya sabe… - Dijo, bajando un poco la voz: - Que mi señor Bryan tiene recursos poco corrientes. Algunos creerán que es un poder misterioso, otros talento superior. Yo solo sé que mientras sirva bien… seguiré respirando. -
El Gran Maestre no respondió de inmediato. Solo lo observó, inmóvil, con esa mirada que parecía diseccionar más que mirar. Chester no podía saber por su expresión si aquel silencio era el preludio de una condena o de una segunda oportunidad.
- “Recursos poco corrientes” … - Repitió, rodando la frase en su lengua como si evaluara su peso. Luego, con una sonrisa entre curiosa y afilada, añadió: - Comprendo que la lealtad no es una virtud fácil de sostener para un plebeyo como usted, Chester. Pero debe saber que la ambigüedad… - Hizo una pausa, dejando que cada sílaba calara: - … convierte a un hombre en una herramienta. Y las herramientas solo se conservan mientras son útiles. Cuando dejan de serlo, nadie duda en desecharlas. -
El silencio cayó como una losa. Chester mantuvo la vista fija en la veta de la mesa y contuvo el aliento. Sabía que un temblor, una vacilación o una disculpa arruinarían todo.
Así que dejó asomar una chispa de coraje apenas perceptible.
- Entonces procuraré valer lo bastante - Dijo despacio, sin subir el tono: - Para que a nadie le convenga reemplazarme. -
Un destello cruzó los ojos grises del Gran Maestre. Esta vez, la sombra de una ligera aprobación se dibujó apenas en la comisura de sus labios. La respuesta de Chester había confirmado lo que Cándido necesitaba saber: ese muchacho no traicionaría a Bryan, ni siquiera para ganarse el favor del Manto Oscuro.
Eso era, a la vez, bueno y peligroso. Bueno, porque sabía que cualquier otro peón que fuese un poco menos leal no habría durado ni una semana como mano derecha del despiadado joven necromante. Peligroso, porque también significaba que a partir de ahora Chester jamás ofrecería lealtad absoluta a la organización.
Sin embargo, había algo en su forma de contestar (esa ambigüedad casi obediente) que le revelaba que todavía podía serles bastante útil. Chester no deseaba enfrentarse al Manto Oscuro. Quería servir, equilibrando el filo de su lealtad para sobrevivir.
Quedaba aún por descubrir si poseía la habilidad suficiente para caminar por esa cuerda sin caerse.
Cándido no apartó la mirada de Chester, como si quisiera ver más allá de sus palabras. Durante un instante, reinó un silencio tan tenso que habría hecho crujir el aire si fuera cristal. Luego, con una calma tan meditada como su reputación, el Gran Maestre habló:
- No insistiré sobre el origen de los poderes de Bryan. En este mundo hay constituciones únicas, linajes atípicos, y talentos tan extraños como poderosos. He conocido Espadachines Mágicos capaces de canalizar Fuerza Mental y Aura de Batalla a la vez, magos con afinidad por más de una escuela, como la Luz y el Rayo. Algunos nacen con lo que llaman un Físico Divino… otros simplemente son errores afortunados de la creación. -
Las sombras de la cámara se alargaron levemente, como si respondieran a un pensamiento no expresado. Y cuando volvió a hablar, lo hizo con la calma terrible de quien puede dictar una ejecución sin que su mano tiemble. No había furia, solo la convicción gélida de alguien que conoce el precio de preservar un imperio.
- Podría ordenar que tu amo sea diseccionado por nuestras sabios eruditos, sí. Quizá aprenderíamos algo fascinante… -
Chester tragó saliva. A pesar de que Cándido acababa de asegurarle que no perseguiría el asunto, ese fue el momento en que más convencido estuvo de estar a punto de morir. La intención asesina de un Gran Mago, incluso si solo era un pensamiento fugaz y no estaba dirigida contra él, resultaba insoportable. No tenía dudas de que, por el bien del Imperio Itálico, Cándido sería capaz de ordenar no solo la muerte de Bryan, sino también la de sus allegados más cercanos, si lo consideraba necesario.
Por suerte, el filo en la mirada del Gran Maestre se disipó poco a poco, como una hoja que regresa a su vaina. No porque le faltase voluntad para matar, sino porque había algo más valioso que proteger: la rentabilidad de una inversión a largo plazo.
- Pero también perderíamos algo mucho más valioso. - Dijo casi susurrando y asintiendo para sí mismo, como si no estuviera conversando, sino recordando un principio antiguo, anterior a todo tratado político: - Cientos de armas no necesariamente ganan una guerra, Chester. Pero un hombre talentoso, en el momento y lugar adecuados, puede asegurar la supremacía de un Imperio durante siglos.
Chester se permitió una respiración más profunda. Por primera vez desde que había entrado, creyó que el peligro inmediato había pasado. Tal vez, solo tal vez, había logrado desviar el filo.
Pero entonces, el anciano volvió a hablar, y el alivio murió antes de asentarse.
- Eso es lo que pensaba… - Murmuró Cándido, con un tono tan suave como un veredicto. Sus ojos, antes serenos, adquirieron una nueva agudeza: - Pensaba que Bryan había elegido con sabiduría su lugar, incluso en este tablero tan complicado. -
Hizo una pausa breve. Luego, dejó caer el peso de sus palabras con la precisión de una aguja:
- Pero últimamente me he enterado de algunas cosas preocupantes. -
El joven no respondió. Cada músculo de su cuerpo se tensó, pero no dio un solo paso atrás.
- ¿Creen acaso que no lo sé? - Continuó el Gran Maestre, caminando lentamente como si recorriera las piezas de un rompecabezas demasiado fácil de resolver: - El préstamo del Conde Mondego. Una suma considerable, solicitada con urgencia. Una jugada torpe… si viniera de un necio. Pero Bryan no es un necio, ¿verdad? -
Sus manos se cruzaron detrás de la espalda, y sus pasos resonaron con una cadencia firme.
- No solo posee uno de los ojos estratégicos más agudos de esta generación. También tiene como amante a la hermosa Phoebe Bootz. Una burguesa con un ingenio económico que haría sentir orgullo al dios del comercio, y una fortuna capaz de financiar un ejército. Ella lo habría anticipado. Pudo prestarle el dinero… incluso regalarlo, si él lo pedía... -
- … -
Cándido se detuvo justo detrás de Chester. Su voz descendió un tono, como un susurro que presagia tormenta.
- Y, sin embargo, fue él quien buscó a Mondego. No solo aceptó el préstamo. Lo solicitó. Con toda intención. -
El aire pareció densificarse, pesado como plomo.
- Entonces, dígame, Chester… - Concluyó el Gran Maestre: - ¿Por qué aceptar la cadena… si no piensa dejarse atar? -
Chester no desvió la mirada, pero comenzó a argumentar lo más rápidamente que pudo, tratando de no enrevesar sus palabras.
- Mi señor... Mondego disparó primero. El préstamo, como usted bien dice, no fue un ofrecimiento generoso, fue una cadena. Si mi amo lo aceptaba, quedaba atado al Príncipe Lucio; si lo rechazaba, se declaraba su enemigo. No había neutralidad posible. No sin pagar un precio aún mayor. -
Pausó apenas. Luego añadió con una precisión casi jurídica:
- Pero si derriba a Mondego... técnicamente no está desafiando al Primer Príncipe, sino deshaciendo una amenaza económica que lo forzó a escoger un bando. Y si eso puede lograrse sin comprometer a la Orden... entonces solo está devolviendo la jugada en un juego al que fue arrastrado, y con las fichas marcadas por otros. -
El silencio que siguió fue largo. No incómodo, sino denso. Cándido lo observaba sin decir nada, como si midiera cada palabra, cada movimiento en el rostro de su interlocutor, cada fluctuación de su respiración. Chester no sabía si su argumento había funcionado. Por un instante pensó en agregar algo más, quizá una precisión o una súplica velada. Pero justo cuando abrió la boca, el Gran Maestre habló con un tono bajo, casi aburrido, aunque impregnado de una irritación mal contenida:
- ¿De verdad crees que no conozco a tu amo? -
El ánimo de Chester se desplomó en un suspiro involuntario. Sus dedos, crispados, se cerraron con fuerza sobre los brazos de la silla. Trató de pensar en una respuesta, pero antes de que pudiera hilvanar una idea, Cándido ya se había levantado y caminaba hacia el enorme mapa del Imperio, sin siquiera mirarlo.
- Quizá lo que ha hecho aún no cruza el límite - Continuó el Gran Maestre, con la vista fija en las provincias trazadas sobre el pergamino: - Pero si intentas convencerme de que Bryan solo actúa por patriotismo… entonces estás insultando mi inteligencia. Y no sabes cómo me enoja eso. -
Chester tragó saliva. No sabía si debía responder, si aún podía. Pero quedarse en silencio tampoco era una opción.
- Mi señor… no pretendo ocultarle nada. Y tampoco creo que podría hacerlo, aunque lo intentara. Solo he dicho los hechos, nada más. -
Cándido se giró para mirarlo. Sonreía, pero era una sonrisa curiosa, pero con cada frase que pronunció a continuación, esa sonrisa se desdibujó, hasta quedar solo el filo de la acusación.
- Visitó a Mondego en persona. No envió un representante. Ni escribió una carta. Se presentó en ese salón ostentoso como si todo estuviera planeado desde el principio. Con total descaro.
Habló de negocios, sí, pero también mostró las Letras de Cambio. Sumas exorbitantes, absurdas incluso para un noble tradicional. Cifras tan irreales que solo podían servir como carnada. Quizá Mondego, cegado por las posibles ganancias, creyó que lo tenía atrapado. Pero yo reconozco un anzuelo cuando lo veo. -
Chester no encontró palabras. Se limitó a respirar por la nariz, en silencio, temiendo que cualquier gesto suyo, incluso uno neutral, pudiera interpretarse como traición.
Entonces Cándido se cruzó de brazos.
- Y luego está el asunto de la condesa Lorena. -
En ese momento, Chester percibió un cambio sutil en el tono del Gran Maestre. Era una irritación difícil de clasificar, como si hubiese tocado un tema que, más que político, resultaba… incómodo. Pero antes de que pudiera meditar al respecto, Cándido continuó hablando, y tuvo que prestar atención.
- Le devolvió los caballos, sí… pero con diamantes entre las orejas. Y una carta. Una carta tan encantadora que, según tengo entendido. -
Chester hizo un gesto involuntario, apenas un movimiento de los labios, pero Cándido no le dio oportunidad de hablar.
- No porque mis espías la hayan interceptado - Aclaró con frialdad medida, y luego añadió con un dejo de fastidio: - Sino porque ella misma la exhibe con orgullo. La presume en todas sus reuniones. Al parecer, la lleva en su bolso, junto con los aretes que su marido no pudo regalarle. ¿Entiendes lo que digo? Es una mujer famosa por tener muchos amantes… y solo conoció una vez a ese mocoso. Bueno, no nos distraigamos. -
El Gran Maestre dejó que esas últimas palabras se hundieran en el aire como plomo fundido.
Y esta vez, Chester lo comprendió con claridad: Bryan no solo había provocado al Conde Mondego. También había dejado una impresión duradera en su hermosa esposa.
Un impresión demasiado duradera en una hermosa y sensual mujer casada.
“Ay, Maestro Bryan… ¿en serio? ¿La condesa también?”
Luego caminó de nuevo hacia Chester. No gritaba, no alzaba la voz, pero su presencia parecía llenar cada rincón de la cámara. Se detuvo frente a él, alto y sombrío. Y de pronto, Chester se sintió como un niño al que interrogan por los pecados de su hermano mayor. Bueno, realmente no tenía hermanos, pero en ese instante creyó saber cómo se sentía.
- Dime, Chester… - Preguntó con una suavidad que no contenía misericordia: - ¿Vas a decirme que eso también fue una jugada puramente política? -
Chester respiró hondo. No podía dejarse dominar por el miedo. Si lo hacía, traicionaría todo lo que había jurado llegar a ser. Curiosamente, pensar que Bryan estaba seduciendo a la esposa de su enemigo no le causaba tanto escándalo como admiración. Una parte de él encontraba casi poético que, incluso en medio de semejantes tormentas políticas, su señor conservara esa audaz habilidad para atraer a las mujeres. Y no a simples mujeres, sino a las más poderosas e influyentes.
Esa era, en parte, la razón por la que Chester le era tan leal. Quería volverse alguien igual de osado. Tal vez no en el campo de batalla, pero sí en sus propios términos. Y si quería dejar de ser un hombre insignificante, debía volverse digno de estar a su lado. Su mano derecha. Su aliado más confiable.
- No puedo ni quiero suponer cuáles son los pensamientos íntimos de mi señor. - Dijo con cuidado.
Hizo una pausa para leer la expresión de Cándido, pero el Gran Maestre no respondió. Tampoco lo interrumpió. Así que se arriesgó a continuar:
- Pero en los hechos, su conducta ha sido irreprochable. Ha protegido los intereses del Imperio y siempre ha evitado comprometer los de la Orden. -
El Gran Maestre entrecerró los ojos.
- Y, curiosamente, también los del Príncipe Lawrence. -
Su voz no se elevó, pero en ella se percibía un filo oculto. Entonces, Chester vio con horror cómo la expresión del Gran Maestre se ensombrecía una vez más.
- ¿Acaso no sabes lo que está en juego? ¿No eres capaz de ver el panorama general? -
Se alejó, cruzando la cámara con paso firme hasta detenerse frente al gran mapa imperial. Lo señaló con una mano extendida, casi con teatralidad.
- La Orden del Manto Oscuro es los ojos y oídos del Emperador. Se nos concede un poder inmenso, sí… pero nuestra existencia se sustenta en una sola cosa: la confianza absoluta del regente. Sin ella, no somos más que un grupo de espías con demasiado poder, demasiados secretos y demasiadas dagas escondidas. -
Cerró el puño con fuerza.
- Una espada ensangrentada que no se puede envainar ni esconder. ¿Qué gobernante con algo de cordura toleraría nuestra existencia si no confía en nosotros? ¡Ninguno lo haría! ¡Nadie! ¡Tú tampoco lo harías, a menos que fueras un estúpido! -
Cándido se giró y apuntó hacia el cielo, como si invocara a los dioses para que lo escucharan:
- ¡Por eso NUNCA nos involucramos en la sucesión! Da igual quiénes sean los príncipes. Da igual cómo sean o qué aliados elijan antes de la coronación. Nosotros no nos involucramos porque necesitamos que el nuevo regente nos vea como sus confidentes. Como imprescindibles. Solo así podemos existir. Después, cuando el nuevo emperador tome el trono, sí… podremos limpiar la Corte de influencias extranjeras, eliminar la corrupción, acabar con ratas como Mondego. Pero lo que jamás debemos permitir es que exista siquiera la sombra de una sospecha de que fuimos parte de su elección. Eso… - Puntualizó con dureza: - le corresponde al Senado, a los Templos y a los Aristócratas. Nosotros somos sombras. Nada más. -
Caminó de nuevo hacia Chester, sin bajar la voz y haciendo que cada palabra pesara.
- Si damos un solo paso en esa guerra, el siguiente emperador, sea quien sea, nos verá como una amenaza. - Sus ojos se clavaron en Chester: - Y cuando eso ocurra… ni tus lealtades, ni tu máscara, ni tu maestro podrán protegerte. -
Chester no respondió de inmediato. Se sintió pequeño, hundido. Era un ladrón, no un político. No tenía argumentos para desafiar una lógica tan sólida. Su mirada se desvió, casi sin pensarlo, hacia un rincón al este de la sala, donde una serie de nichos albergaban pequeñas estatuillas de los dioses. Una de ellas atrajo su atención: el dios de la ley y la justicia. Protector de los juramentos. Especialmente de aquellos que se hacían ante un rey.
Esa era una deidad que, como ladrón, siempre había evitado de forma particular porque no deseaba atraer su atención. Pero en ese instante… deseó haberle rezado más seguido. Y justo cuando ese pensamiento se asentó en su interior una idea llegó a su mente, como una chispa que salta en el momento más improbable. Era una locura. Una jugada desesperada.
Pero era lo único que tenía.
- Mi señor… - Dijo tragando saliva: - El Emperador aún vive. -
Cándido levantó apenas una ceja, pero no hizo ademán de interrumpirlo. Así que Chester continuó, hablando más rápido de lo que hubiera querido, con una energía forzada por el miedo.
- La sucesión aún no ha sido decidida. ¡Todavía no hay un conflicto abierto entre los príncipes! Si mi señor Bryan actúa contra el Conde Mondego, no lo hace como agente de ningún príncipe… sino como vasallo del emperador legítimo. Y usted, más que nadie, sabe cuánto daño puede causar un noble corrupto con acceso a la Corte. El Conde Mondego ya está torciendo la voluntad de muchos nobles con trampas, sobornos, mentiras… ¡Bryan solo está eliminando a quien amenaza la autoridad de Su Majestad! -
Cándido no respondió. Su rostro permaneció inmóvil como el de una estatua, evaluando cada palabra de Chester en el silencio de un juicio privado. No mostró enojo, pero tampoco aprobación. Y esa ambigüedad fue lo que hizo que a Chester se le secara la boca.
Pero ya no podía retroceder. Así que se aferró al único argumento que le quedaba:
- Es verdad que la neutralidad durante la sucesión es vital para la Orden. - Dijo forzándose a pronunciar cada palabra apear del temblor que sentía: - ¡Pero incluso eso no puede estar por encima de nuestra lealtad hacia el emperador! Y él aún vive. Nos ha confiado que seamos los guardianes silenciosos de su pueblo… y su justicia. Mondego no solo socava ese poder: ya se comporta como si el Imperio estuviera listo para repartirse. Como si la voluntad del Emperador fuera un estorbo que puede ignorarse. Pero, aunque a los Príncipes les pese, la corona imperial todavía descansa en la frente de Juliano Augusto Máximo. ¡¿Podemos decir que servimos a Itálica si permitimos que se olviden de este hecho?! -
Durante un instante, el aire en la cámara pareció más denso, como si incluso las sombras contuvieran la respiración. Chester no sabía si acababa de decir algo que finalmente había calado… o si había cruzado una línea que no debía. El silencio se prolongó un segundo más, que le pareció eterno e insoportable.
Y entonces, contra toda expectativa, Cándido soltó una carcajada.
No fue escandalosa, ni alegre. Fue breve, áspera… casi fea. Como si viniera de un lugar oxidado en lo más hondo de su pecho. Pero era real. Y precisamente por eso, desconcertante. Chester se quedó inmóvil, sin saber si acababa de salvarse o de condenarse.
Cándido se llevó una mano al rostro, como si necesitara cubrir esa súbita debilidad. No era frecuente que dejara escapar algo tan humano. Aún con una sonrisa torcida en los labios, negó con la cabeza.
- Bonitas palabras. Y también descaradamente estúpidas. - Murmuró, mirándolo con expresión divertida: - Tenía entendido que eras un cobarde, Chester. Tengo curiosidad… ¿cuándo te crecieron un par de testículos? -
Chester no sabía qué esperar, pero definitivamente no esperaba una reacción como esa. Sin embargo, consiguió recuperar el aliento para responder con honestidad.
- Soy un cobarde, mi señor. - Confirmó, sin temor a negarlo: - Pero intento volverme alguien valiente para servir a mi señor Bryan… y a usted también, claro está. -
- ¿Para servirme? - Cándido hizo una mueca despectiva: - Está claro que si algo has aprendido de tu amo es el arte de decir lo que te conviene. En cuanto a tu valor… pues esperemos que sea osadía, y no simple estupidez. -
Por un momento, su mirada se desvió hacia un punto incierto más allá del mapa. Un recuerdo lejano. Un evento determinante. Una promesa que tenía que cumplir.
Juliano Augusto Máximo. El emperador aún vivo. Su señor y su viejo amigo.
Cuando Cándido era joven, había jurado que jamás se arrodillaría ante ningún hombre que no fuera su padre. Pero por Juliano lo hizo. No solo porque era el emperador, sino porque fue un conquistador brillante, un estratega imbatible y, en su momento, un ideal de virtud imperial. Lo vio arrastrar ejércitos enteros desde la frontera hasta la capital y devolverle a la ciudad su dignidad. El problema nunca fue Juliano. El problema fueron sus hijos.
Ya en su puesto como Gran Maestre, le había dicho más de una vez que debía deshacerse de ellos, o al menos apartarlos del linaje imperial antes de que fuera tarde. Lucio, sanguinario y encantador como un cuchillo bañado en vino. Antonio, silencioso, enfermizo, envuelto en delirios. Ambos moldeados por madres venenosas y por la ausencia de un padre siempre en campaña.
Pero Juliano no pudo hacerlo. Nunca dio la orden.
“Entregué toda mi vida, mis sueños y hasta mi futuro por este imperio, y lo volvería a hacer… pero no sacrificaré las vidas de mis hijos.” Le había dicho una vez.
Y ahora, esos hijos eran su ruina. Lo estaban aislando, relegando, usando su debilidad para preparar el asalto final.
Cándido no expresó nada de esto. No con palabras. Pero en su interior, algo se ablandó. Apenas lo justo para dejar pasar un respiro de indulgencia.
Volvió a mirar a Chester, quien lo observaba, completamente inconsciente de que aquel último argumento, lanzado casi por impulso, había provocado una tormenta bajo la máscara del Gran Maestre. Su expresión ya no era completamente dura, pero tampoco amable. Más bien inquisitiva.
- ¿Y cómo piensa tu señor mover los hilos contra Mondego estando tan lejos, allá en Valderán? - Preguntó con tono más sereno: - ¿Acaso te ha pedido a ti que lo hagas? -
“¡Lo logré, voy a vivir!” Pensó Chester gritando en su interior, pero consiguió contenerse. Tragó saliva, y entonces asintió con cautela.
- Así es, mi señor. -
- ¿Tú? ¿Un simple ladrón se encargará de organizar la caída de uno de los aristócratas más poderosos del Imperio? -
Una segunda carcajada, más seca, brotó de la garganta de Cándido. Luego dejó escapar un suspiro.
- Incluso si lo permitiera… necesitarías un mejor nombre que “Chester” para lograr algo como eso. -
Chester le sostuvo la mirada, firme, aunque un poco pálido
- Justamente… venía a hablarle de eso. -
Cándido entrecerró los ojos.
- ¿Ah, sí? ¿Y de qué forma? -
Chester tragó saliva.
- Quisiera permiso para adoptar una nueva identidad, señor. Una máscara que me permita moverme más allá de los círculos habituales. Algo con más… influencia. -
El Gran Maestre no respondió de inmediato. Lo observó con la expresión de un padre severo que, por pura curiosidad, se permite escuchar el disparate de un hijo. Luego, alzando una ceja con una ironía apenas contenida, preguntó:
- ¿Y cuál sería esa nueva identidad exactamente? -
Chester titubeó. Por un segundo, el recuerdo de las palabras de Bryan cruzó su mente como una sombra:
“Tú decidirás si quieres ser un burgués respetable, el hijo de un comerciante o un aristócrata sin linaje conocido. Lo que elijas será la máscara que te sostenga… o la que te hunda. Cuanto más prestigiosa sea tu fachada, más poder podrás mover. Pero cuanto más alto vueles, más dura será la caída si alguna vez la grieta se abre. Si la máscara se rompe, podrías volverte inútil para mí.”
Y también:
“Hazle ver que esta nueva máscara tuya sirve a los intereses del Manto Oscuro tanto como a los míos.”
Así que respiró hondo y, aun sabiendo lo que eso implicaba, pronunció las palabras:
- Quiero convertirme en un aristócrata, señor. Un noble sin linaje, pero con título. Lo bastante convincente como para sentarme entre ellos sin despertar sospechas. -
La carcajada de Cándido estalló como un chasquido de látigo: seca, punzante, inesperada. Fue breve, pero suficientemente sonora para dejar claro que se estaba burlando, y no con delicadeza.
A pesar de todo, Chester resistió la tentación de bajar la mirada. Sabía que no podía flaquear. No después de llegar tan lejos. Además, la reacción del Gran Maestre tenía mucho sentido y rápidamente le explicó por qué:
- ¿Un noble? ¿Tú? ¿El ratón de las cloacas? - Soltó Cándido, con una sonrisa torcida mientras luchaba por contener la risa: - Se te nota hasta en la forma en que parpadeas que naciste para correr en cuanto oyes un silbato de guardia. -
Hizo una pausa para respirar, aún divertido.
- Puedes vestirte como duque, hablar como conde y oler a perfume… y aun así, Chester, hasta el mayordomo más bruto sospechará de ti si desaparece una cuchara. No puedes fingir años de crianza. ¿Crees que basta con un nuevo nombre? -
- No lo sé - Admitió Chester con sinceridad: - Pero sé que lo necesito. Y sé que usted también lo necesita, si quiere que alguien se infiltre tan alto como sea necesario. -
Viendo que el Gran Maestre no mostraba la menor señal de ceder, se obligó a dar un paso más.
- No tengo familia, ni amigos, ni vínculos que me aten. Por eso puedo hacerlo. Nadie podrá ver por debajo del disfraz que utilice, porque incluso si lo hacen… no hay nadie debajo. No hay nada que descubrir. -
El silencio que siguió fue tan denso como el aire antes de una tormenta.
- Sabes hablar bien, mocoso. - Dijo Cándido finalmente: - Creo que voy a recomendar que te asciendan unos cuantos niveles en la división de la Estrella Oscura. Tus talentos merecen aprovecharse en otras áreas. Pero en cuanto a darte la identidad de un noble... puedes olvidarlo. -
Chester quiso replicar, pero Cándido le cortó con una mirada que no dejaba espacio para objeciones.
- Tienes agallas, y tienes disposición, Chester. Pero simplemente no vale la pena hacer semejante inversión. Conozco a decenas de agentes de Luna Oscura que puedo colocar como mano derecha de Bryan. Muchos con sangre noble, modales perfectos y familias respetables. ¿Por qué debería dejarle este encargo a un ladronzuelo reformado? Dame una razón que no me haga reír. -
- Porque yo tengo algo que ninguno de ellos tiene y quizá nunca tendrá. -
- ¿Qué cosa? -
- La confianza del señor Bryan. -
Cándido entrecerró los ojos.
- ¿Y por qué no podrían conseguirla? -
- Eso sólo lo sabe mi señor. - Respondió Chester, sin titubeos: - Yo solo sé que hice todo lo posible por ganarme su favor… pero no fui el único ni el más capaz. Tiene miles de soldados bajo su mando, y aun así me eligió a mí para ser su mano derecha. Solo los dioses sabrán por qué. -
Cándido lo miró con atención, sin burlarse esta vez. Dudaba. Chester notó que esa duda ya era una grieta. Quiso agregar algo más, algo decisivo… pero no ya no se le ocurría ningún otro argumento.
En ese momento, las puertas de la cámara se abrieron de golpe con un chirrido que resonó como un latigazo en medio del silencio. Ambos se giraron al unísono y vieron a un sirviente cruzar el umbral con el rostro pálido y la respiración agitada.
Cándido dio un paso adelante con expresión asesina.
- ¡Ordené que nadie me interrumpiera! - Rugió, y su voz pareció llenar la sala con la violencia de una sentencia. Dio otro paso más, como si realmente fuera a cruzar la distancia para aplicar un castigo ahí mismo: - ¡¿Quieres que te corte la lengua para que recuerdes seguir mis instrucciones?! -
El sirviente se encogió, tropezando consigo mismo al intentar inclinarse en una torpe reverencia.
- ¡Perdóneme, Gran Maestre! La orden fue clara… ¡No debía interrumpirlo bajo ninguna circunstancia! Pero… - Tragó saliva, con los ojos al borde del llanto: - La excepción era si venía el Gran Señor Amyes. Y… él está aquí. - Bajó aún más la voz: - Él está demandando verlo. ¡No quiere esperar! -
La sala se congeló. El eco de aquel nombre retumbó sin necesidad de repetirse.
Cándido se quedó inmóvil. Sus labios se fruncieron en una línea fina. La furia desapareció de golpe, no como si se disipara, sino como si fuese tragada por un agujero profundo y oscuro. Su mirada se desvió hacia Chester, que se había levantado de la silla sin darse cuenta.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral del joven. No había conocido aún al Gran Señor Amyes, pero había escuchado su nombre susurrado entre las filas del Manto Oscuro. Incluso los espías más veteranos bajaban la voz cuando hablaban de él.
Amyes no era un hombre. Era un mito con rostro. El terror encarnado.
- Hazlo pasar. - Dijo finalmente Cándido, con una voz extrañamente neutra.
El sirviente no necesitó más. Salió corriendo, agradecido de seguir entero.
Cándido no dijo nada más. Solo se volvió hacia el mapa imperial, como si no quisiera que nadie viera su rostro en ese instante.
Y Chester comprendió que sus problemas estaban lejos de terminar.
Esperando lo inevitable
Hola, amigos. Soy Acabcor, desde Perú, y hoy es sábado 19 de julio de 2025.
Perdón por haber estado tanto tiempo sin publicar. Mi salud, lamentablemente, no ha mejorado como esperaba. De hecho, según mis queridos médicos, su diagnóstico inicial fue equivocado, y ahora quieren que me someta a nuevos análisis que no voy a detallar, pero que incluyen cámaras especiales para detectar posibles heridas internas.
Como imaginarán, el golpe anímico fue duro, como si un caballo me hubiera pateado en los testículos. Aun así, he logrado terminar un capítulo que, sinceramente, creo que quedó bastante bien. ¡Nada menos que 27 páginas, sin contar las imágenes!
Y aunque no he podido escribir con la misma constancia, el tiempo de reposo me permitió reflexionar mejor cada idea. Creo que eso terminó beneficiando el conjunto… aunque, como siempre, ustedes tendrán la última palabra.
La mayor dificultad de este capítulo fue revisar todo el lore de Cándido y Chester, para asegurarme de mantener la coherencia narrativa y no olvidar ningún encuentro previo entre ellos. Estuve a punto de cometer el error de hacer que esta fuera su primera conversación en persona, pero recordé que ya se cruzaron una vez, cuando Chester era solo el cochero de Emily. Cándido, por supuesto, no habría pasado por alto su presencia.
Para evitar este tipo de tropiezos, decidí comenzar a crear fichas detalladas de personajes y del mundo de GDK. Mucho más precisas que lo que figura en el Glosario o la Lista de Personajes. No fue nada fácil —me tomó al menos tres días—, pero ahora tengo fichas completas de Cándido, Chester y Bryan; así como de la Magia Demoníaca, la Magia Necromántica y, por supuesto, el plan general de la conspiración de Bryan contra el Conde Mondego. Tener todo esto bien clasificado me será muy útil, especialmente cuando la memoria falla.
Una vez terminado ese trabajo, pude comenzar a planificar este capítulo. Lo primero fue elaborar una especie de esquema, una suerte de plano general de cómo se desarrollaría la conversación entre Chester y Cándido. A medida que lo escribía, algunas escenas fueron cayéndose, otras aparecieron, y al final todo tomó un rumbo bastante distinto al original. Pero contar con ese mapa inicial me ayudó a mantener el rumbo claro. Es la forma que más me gusta trabajar.
Y como me pareció divertido compartirlo con ustedes, aquí les muestro ese esquema inicial, para que puedan comparar con el resultado final:
1 INICIO: EL VENENO DISFRAZADO DE CORTESÍA
Cándido rompe el hielo con un sarcasmo delicado sobre el cambio físico de Chester:
· «Te ves saludable para ser un muchacho que se crió oliendo letrinas, Chester. ¿Debería felicitar a tu amo por alimentar tan bien a sus sabuesos?»
Chester responde con humildad controlada pero un filo oculto:
· «El mérito es suyo, señor. Un perro bien alimentado muerde mejor a los intrusos.»
2️ EL NUDO: CÁNDIDO DISECCIONA LA CONSPIRACIÓN
Cándido muestra que ya ató todos los cabos: la remodelación de la mansión, la red de Cancerberos, la infiltración de la red de Mondego, la guerra de rumores.
· «¿De verdad creen que puedo permitirme tolerar que mi estimado Sol Oscuro mueva fichas contra Mondego y por extensión contra el Príncipe Lucio? ¿Tienen idea de qué abismo abren si fallan?»
Chester no se disculpa: defiende la lógica de Bryan con calma, como quien cita un tratado:
· «Mondego disparó primero, señor. El préstamo era una cadena. Si Bryan aceptaba, se ataba al Príncipe Lucio; si lo rechazaba, se declaraba su enemigo. No hay neutralidad posible.»
Cándido, con tono seco:
· «Quizá, pero atacar un poder imperial con recursos del Manto Oscuro es otra cosa. Eso pone a toda la Orden en la línea de fuego. ¿Sabes cuántos siglos nos tomó mantenernos fuera de esas guerras de sucesión?»
3️ EL TOQUE DE HUMOR CRUEL: EL BLASÓN DE LAS RATAS
Cándido deja caer su burla:
· «¿Y quién va a encabezar esa operación? ¿Un mocoso sin linaje? Imagino tu blasón: un par de ratas sobre un campo de fango. Suficientemente descriptivo, ¿no crees?»
Chester, sin parpadear, dispara su réplica:
· «Si esas ratas sobreviven en la podredumbre es porque saben por dónde huir cuando el fuego se extiende. Un noble se quemaría atado a su blasón. Yo no.»
4 EL CLÍMAX: ¿POR QUÉ TÚ?
Cándido deja caer la daga:
· «Conozco a decenas de agentes de Luna Oscura. Muchos con sangre vieja, modales perfectos y familias respetables. ¿Por qué debería dejarle este rol a un ladronzuelo reformado? Dame una razón que no me haga reír.»
Chester, sin bajar la mirada, con una frialdad casi perturbadora:
· «Porque ningún aristócrata criado entre almohadas podría mirarlo a los ojos después de limpiar su propia miseria. Porque yo nací sin rostro. Esta máscara es mía. No la usaré como disfraz. La coseré a mi piel. Y si alguna vez se agrieta, la coseré de nuevo con mis dientes.»
Silencio. Solo el leve susurro del agua subterránea.
5 EL CIERRE: EL VEREDICTO NO VERBAL
Cándido sostiene la mirada, entre divertido e intrigado. Tal vez no diga aún que acepta, pero su silencio es más pesado que cualquier palabra.
Puede añadir una amenaza velada para dejar claro que un paso en falso costará más que la muerte:
· «Espero, por tu bien, que ese cuero nuevo sea lo bastante grueso para resistir la cuchilla. Porque si fallas, no solo tu rostro arderá. Lo prometo.»
Chester, sin pestañear:
· «Y si sirvo bien, será la daga que nunca deja cicatriz. Ésa es mi palabra.»
FIN DEL CAPÍTULO
Bueno, ese era el plan original. Luego lo fui puliendo y, al final, descarté incluso la conclusión para seguir un rumbo completamente distinto.
¿Qué les pareció?
No los molesto más. Sé que cuanto más me demoro escribiendo esto, más se retrasa la publicación, y ustedes lo que quieren es leer.
Espero, sinceramente, que disfruten este capítulo tanto como yo disfruté crearlo. También espero que les hayan gustado las imágenes.
Por favor no dejen de patrocinarme usando los enlaces de mi cuenta Patreon para que pueda seguir pagando mis medicinas. También pueden usar mi cuenta del Banco BCP o de YAPE. Les agradecería que señalen cualquier error ortográfico que se me haya escapado y por favor que compartan esta historia en sus redes sociales o con sus conocidos para atraer a más lectores.
¡Nos vemos en el siguiente capítulo!