¡Por favor patrocina este proyecto!
La noche se volvía cada vez más oscura, permitiendo que el brillo de las estrellas reclamara su dominio sobre las nubes dispersas del cielo.
Arianna no los acompañó esta vez. Erica había insistido en que el encuentro sería demasiado peligroso para su joven asistente, y por ello partieron solos hacia una colina aislada, desde donde se distinguía la imponente fachada del legendario Anfiteatro Flavio, más conocido como el Coliseo Romano.
Según la tradición, la Ciudad Eterna fue fundada por los divinos gemelos Rómulo y Remo en el año 753 a. C., cerca de un río tan fértil que podía sostener a una población en constante crecimiento, pero cuyas aguas se desbordaban con violencia durante la temporada de lluvias, cuando aún no existían medios para controlar las crecidas.
Por ello, los primeros asentamientos y estructuras importantes se levantaron sobre siete colinas en uno de los márgenes del río, manteniéndolas a salvo de la inundación anual.
Con el tiempo, los romanos construyeron la Cloaca Máxima, uno de los logros más impresionantes en la historia de la ingeniería, que no solo contuvo las crecidas, sino que también drenó las aguas residuales y mantuvo limpia la ciudad. Gracias a esa maravilla, Roma creció a un ritmo sin precedentes, convirtiéndose en el símbolo por excelencia de lo que significa la palabra civilización.
Sin embargo, incluso hoy, se la sigue llamando «La Ciudad de las Siete Colinas», y cada uno de esos montes conserva su propia y noble historia.
Esa noche, Godou pisaba el Monte Palatino, el lugar donde Rómulo proclamó la fundación de la ciudad; donde las familias más poderosas de la República levantaron sus villas; donde Augusto, el primer emperador, estableció el centro de su gobierno absoluto, seguido por casi todos sus sucesores. Monte Palatino fue tan importante para la historia de occidente que, con el tiempo, su nombre dio origen a la palabra PALACIO.
Pero, en el presente, no era más que “ese sitio lleno de ruinas junto al Coliseo”, silencioso e ignorado por quienes no fuesen asiduos conocedores de la tradición histórica.
—En realidad, sigue siendo bastante hermoso si prestas atención —comentó Erica, con una ligera sonrisa, como si hubiera leído los pensamientos de Godou—. Pero el Coliseo atrae casi todas las miradas. Por eso aquí siempre encontrarás más tranquilidad que en cualquier otro rincón de la Urbe.
Tal vez fuese porque era medianoche, pero había algo místico en la atmósfera del Palatino. Si en ese momento apareciera el espíritu de un antiguo aristócrata romano, a Godou no le habría sorprendido demasiado.
—Tengo que admitir que, incluso en Japón, es muy difícil encontrar un solo edificio que conserve su forma original después de más de mil quinientos años, a pesar de los saqueos, las guerras y los desastres naturales. —Suspiró, mientras sus ojos recorrían las sombras de piedra que lo rodeaban—. Y aquí hay tantos en un solo lugar... No puedo negar que los antiguos romanos eran constructores inigualables.
Una gran cantidad de calzadas y caminos todavía eran funcionales.
Los drenajes, que aún conducían el agua con precisión, eran los originales y apenas requerían mantenimiento.
Muchas de las enormes columnas de mármol y granito permanecían erguidas, apenas marcadas por el desgaste del viento y la lluvia.
Y en algunos puntos, las murallas de ladrillo conservaban tal solidez que resultaba fácil entender por qué tantos atribuían a los romanos la invención del concreto y el cemento.
Mientras avanzaban en silencio entre las ruinas, Godou no podía dejar de admirar aquel entorno. Si fuera posible, le habría gustado visitarlo de día; aun así, este recorrido nocturno, tan parecido a una prueba de valor, tenía su propia emoción.
—¿Quieres oír una canción de Roma? —preguntó Erica de repente.
—¿Actual?
—No, una muy antigua. De la época imperial —aclaró con una sonrisa ligera—. Pero mi familia la recuerda.
—¡Sí, por favor!
Erica alzó la mirada hacia el cielo, como si buscara entre las estrellas el eco de un recuerdo olvidado, y luego comenzó a cantar muy suavemente, con una voz que no tenía nada que envidiar a la de una musa.
Godou escuchó fascinado cómo el sonido melodioso de Erica se difundía a su alrededor entre los monumentos circundantes, despertando los ecos de un pasado glorioso, como si los espíritus ancestrales de Roma se alzaran de un sueño milenario para atender su voz.
Aunque Erica Blandelli había recitado en latín antiguo, Kusanagi Godou comprendió perfectamente la letra, y aquello lo conmovió hasta lo más profundo:
Por un instante, Godou creyó vislumbrar, detrás de Erica, el espejismo de un pueblo antiguo, orgulloso y tenaz, marchando bajo el fulgor de un amanecer naciente. Contempló murallas inconquistables erguirse en los confines del mundo, ejércitos disciplinados enfrentando, sin miedo ni duda, a incontables hordas bárbaras. Sintió que estaba allí, junto a quienes transformaron pantanos en ciudades, domaron océanos, conquistaron islas y doblegaron continentes. Percibió lo grandioso y lo terrible, el sacrificio y la recompensa, la gloria de sus inicios y el esplendor de su final.
Y le pareció hermoso.
Era un sueño tan magnífico y terrible… que incluso él se sintió conmovido. Godou casi dejó escapar una lágrima, pero se obligó a mantener la compostura. No obstante, estaba seguro de que la siempre perspicaz Erica se había dado cuenta. La miró con cierta incomodidad, esperando una sonrisa burlona, pero en su lugar encontró un gesto amable y una voz serena:
—¿Te gustó la canción?
—Fue magnífica, Erica —respondió con sinceridad—. Te lo agradezco… tienes una voz maravillosa.
—Te hice venir hasta aquí, pero con tantos acontecimientos no tuviste oportunidad de disfrutar Roma —comentó ella, encogiéndose de hombros con un gesto ligero—. Espero que esto sirva, aunque sea, como una pequeña compensación.
—Aunque la mayor parte de esos “acontecimientos” fueron orquestados deliberadamente por ti… —dijo Godou con una sonrisa cansada—. Supongo que con esto esa deuda se ha reducido considerablemente.
Ambos caminaron juntos en aquella noche serena, envueltos por el antiguo esplendor del imperio romano. No había faroles, antorchas ni ningún tipo de iluminación cerca, pero avanzaban con paso firme y natural; ambos poseían una visión nocturna sobrehumana, comparable a la de un búho. Una habilidad que Godou podría apreciar más… si no fuese porque, en su caso, la había adquirido a costa de demasiadas experiencias de vida o muerte desde la primavera pasada.
—Son realmente magníficos. —volvió a comentar Godou, admirando las estructuras.
—Me alegra que te guste. Pero lo cierto es que, por toda Europa, puedes encontrar miles de edificios antiguos igual de hermosos: castillos medievales, catedrales góticas, grandes ciudades amuralladas. Siempre pensé que Japón tendría algo parecido —comentó Erica.
—Creo que esos ejemplos son de otros tiempos y culturas… —respondió Godou con un suspiro, pero luego explicó—. Mi país sufre demasiados terremotos, tifones y tormentas. Por eso, las construcciones más antiguas se levantaban con materiales fáciles de reemplazar, aunque poco duraderos. Es por eso que tuvieron que ser reconstruidas muchas veces. Sólo en tiempos modernos Japón se convirtió en un verdadero pionero en el desarrollo de materiales resistentes. Por eso es tan raro encontrar edificios ancestrales intactos, y mucho menos que estén abiertos al público.
Las opiniones de Erica sobre la arqueología recordaban a las de alguien que, habiendo vivido siempre junto a un lago inmenso, no entiende la sed de quienes habitan en medio del desierto. Europa prácticamente gritaba culturalmente invaluable en cada rincón. Muchas de las calles que los italianos recorrían a diario eran las mismas que habían trazado los antiguos romanos, y lo mismo podía decirse de los acueductos y las cloacas. Lo más asombroso era que esas construcciones, levantadas por manos que habían desaparecido siglos atrás, seguían en pie y en uso, con apenas las reparaciones necesarias para mantenerlas seguras
Cuando Godou recordaba que, en su tierra natal —y en gran parte del mundo moderno—, cada dos o tres años era necesario parchar calles o renovar tramos enteros de asfalto, no podía evitar sentir cierta envidia. Allí, la gente caminaba con naturalidad sobre calzadas de piedra que habían resistido el paso del tiempo, y que aún superaban en durabilidad a muchas infraestructuras contemporáneas. Para los romanos de hoy, aquellos caminos eran parte del paisaje cotidiano, ajenos al caos que en Japón desataba el cierre de una vía importante por “mantenimiento”.
—Godou, te acabo de cantar una hermosa canción bajo la luz de las estrellas, y estamos disfrutando de nuestro primer momento a solas en meses. ¿Podrías dejar de hablar de tonterías turísticas y comenzar a decir algo más romántico? —intervino Erica de repente. Luego, con la rapidez de un lince, se aferró a su brazo y acercó los labios a su oído para susurrarle—: ¡Este es el momento en el que toda tu atención debería estar en profundizar nuestra relación!
Sí, así era Erica. Tal vez fuese por su sangre latina o por su personalidad naturalmente dominante; lo cierto era que, cuando se trataba de demostrar afecto, lo hacía con una intensidad arrolladora, agresiva y apasionada, capaz de hacer que cualquier joven de preparatoria sano y normal sintiera el corazón desbocado, se ruborizara hasta las orejas o, como mínimo, se quedara embobado sin saber qué hacer.
Y Kusanagi Godou, fiel al pudor propio de los japoneses, lo sentía todavía más.
—¡Ya te lo he dicho muchas veces! ¡Deja de hacer este tipo de bromas! —exclamó Godou, intentando apartarla sin éxito—. ¡Incluso si quisiera que fuésemos novios, hay que hacer las cosas de forma correcta, socialmente aceptable… y con calma!
—Pero yo no estoy bromeando —replicó Erica, ignorando por completo la protesta mientras acercaba su cuerpo aún más, hasta que sus mejillas llegaron a rozarse—. No hay nada de malo en que dos amantes confirmen su amor después de tanto tiempo separados.
Su voz, tan suave y cercana, derramaba palabras dulces como miel en sus oídos. El aroma de su perfume, mezclado con el calor que irradiaba su cuerpo, golpeó sus sentidos como una avalancha que amenazaba con arrebatarle la razón. Cualquier hombre se habría rendido de inmediato ante semejante belleza… pero Godou, guiado por un presentimiento instintivo, sabía que ceder en ese momento solo podría traer consecuencias desastrosas. Por eso, contra todo lo que su corazón anhelaba, se obligó a retroceder con todas sus fuerzas.
—¡No...! ¡Nosotros no somos amantes! ¡Ni siquiera he recibido el consentimiento de tu familia! ¡Eso sería una terrible falta de respeto! —protestó Godou.
—¡Eso no es problema! —replicó Erica con desparpajo—. Si quieres, mañana mismo te llevo a conocerlos a todos. ¡Así formalizamos el compromiso y nos casamos pasado mañana!
—¡Un compromiso matrimonial no se arregla tan rápido! ¡Eso sería terriblemente irresponsable!
—Lo único que quiero es que aceptes de una vez. ¿O acaso hay algo en mí que no te satisfaga? —preguntó ella, con un brillo travieso en los ojos—. Objetivamente, creo que mi apariencia, intelecto, carácter, edad… incluso los atributos de mi cuerpo, son más que excelentes. A menos que tengas algún fetiche extraño… He escuchado rumores de que algunos jóvenes japoneses tienen inclinaciones bastante extravagantes.
—¡No digas esas tonterías! —exclamó Godou, ruborizado—. Bueno… no niego que hay algunos depravados por ahí, sobre todo en ciertas subculturas, ¡pero yo soy un ejemplar perfectamente normal y correcto! ¡No tengo ningún fetiche raro!
Mientras continuaban caminando, Erica no cesaba en sus intentos de aferrarse más a su brazo, y Godou, nervioso, se resistía como podía.
La verdad era que, una vez que uno se acostumbraba a su carácter obstinado y directo, Erica no solo resultaba deslumbrante, sino también sorprendentemente adorable. Claro que Godou sabía que detrás de esa dulzura se escondía un lado calculador, con el que debía estar siempre alerta para no ser manipulado. Aun así, él no podía odiarla. En realidad, era todo lo contrario: la estimaba más de lo que estaba dispuesto a admitir, y sus sentimientos hacia ella iban mucho más allá de una simple amistad.
Sin embargo, había un buen motivo que le impedía ir más allá.
No solo se sentía incapaz de lidiar con el estilo agresivo de romance de esta hermosa mujer italiana; también sabía que, si alguna vez aceptaba ser su novio, ella no se conformaría con eso. Quizá aceptaría el título un par de días, pero en cuanto bajara la guardia, ella ya tendría todo un plan en marcha para transformar ese “salir juntos” en un Acuerdo Sellado.
—Godou, me gustas. Y sé perfectamente que sientes lo mismo por mí. ¿O acaso estoy equivocada? —dijo Erica con voz firme, mientras sus ojos azules brillaban con determinación—. Deja de imaginar problemas donde no existen. Somos perfectamente compatibles, tenemos objetivos similares y, después del matrimonio, nos llevaremos de maravilla. Incluso podríamos convertirnos en la pareja más famosa del mundo.
—¡Y ese es precisamente el problema! —replicó Godou, exasperado—. Un matrimonio no es lo mismo que un noviazgo, donde los sentimientos son lo más importante. ¡El matrimonio es un compromiso para construir una familia! ¡Implica responsabilidades y deberes que van más allá del amor! ¡Quieres que construyamos una vida juntos, pero nunca te detienes a preguntarme qué pienso! ¡Decides todo por tu cuenta sin considerar si estamos listos!
Y sí, Godou podía imaginarlo con total claridad: el día que dijera “Sí, te amo, Erica”, acabaría secuestrado por algún método misterioso y despertaría en una iglesia desconocida, en plena ceremonia de bodas. A partir de ahí, su vida seguiría un curso imparable, guiada por una Erica que no entendía el significado de “moderación”, tomando todas las decisiones importantes y limitándose a informarle cuando todo ya estuviese en marcha. Exactamente igual que ese día, cuando tuvo que viajar de manera repentina a Italia sin entender cómo lo habían convencido.
Erica era maravillosa: inteligente, rica y, además, sensual. El corazón de Godou se aceleraba cada vez que recordaba aquella vez que la había visto desnuda; seguramente habría sucumbido a la primera insinuación… si no hubiese presenciado con sus propios ojos cómo una familia podía desmoronarse por una sola noche de pasión.
Pero, incluso dejando la lujuria a un lado, no podía negar lo evidente: se sentía profundamente atraído por ella. Tal vez, incluso, lo suyo ya era amor verdadero. Sin embargo, también sabía que ni él ni Erica, pese a sus habilidades sobrehumanas, eran lo bastante maduros para asumir un compromiso de ese calibre.
Kusanagi Godou seguía siendo un adolescente. Apenas estaba aprendiendo a cuidar de la familia que le había tocado al nacer, así que no se sentía listo para forjar una propia.
Y, como si eso no bastara, había algo más que lo inquietaba. Aunque Erica proclamaba a los cuatro vientos que lo amaba y que quería ser su amante, Godou no podía descartar que, en el fondo, ella se hubiera acercado a él por algún plan oculto que todavía no alcanzaba a comprender.
No podía negar esa posibilidad.
—…Ya déjalo, Erica —dijo de pronto Godou con sinceridad—. No necesitas aferrarte a mí para que escuche lo que dices. Yo te aprecio y también te debo mucho. Es cierto que me causas más de un dolor de cabeza, pero siempre te he considerado una amiga invaluable. Te prometo que siempre te ayudaré si está en mi poder hacerlo, mientras me expliques con un mínimo de claridad lo que necesitas. Así que, por favor, no hagas cosas que no quieras hacer de verdad.
No es que fuese motivo de orgullo, pero Kusanagi Godou siempre había asumido, desde muy joven, que no era un hombre atractivo ni popular con las mujeres. Tampoco era feo, pero su personalidad no era especialmente divertida o interesante, y además era pésimo interpretando emociones ajenas.
Su hermana menor solía decirle que era demasiado obtuso y le soltaba frases como:
—¿Sabes, Oni-chan? ¡Si fueras más lento caminarías para atrás!
Por eso, Godou estaba convencido de que, si una chica tan espectacular y fascinante como Erica Blandelli proclamaba de repente un amor intenso por él… tenía que haber algo raro detrás. Con su belleza, inteligencia, carisma e incluso su Alta Alcurnia, Erica podía tener al hombre que quisiera cuando quisiera. Así que solo había un motivo lógico para que una mujer como ella se interesara en alguien tan simplón como él.
—Si el motivo por el que intentas seducirme es por alguna orden que te dieron… no tienes que hacerlo —dijo él con seriedad—. Yo te aprecio mucho y siempre estaré de tu lado si lo necesitas. Pero no quiero que te obligues a decir o hacer algo que no sientes. Porque incluso si alguien intenta forzarte… yo usaré todo lo que tenga para protegerte. Aunque sea una deidad… ¡Oye! ¿Me estás escuchando?
Erica suspiró, aunque no dejó de aferrarse a su brazo.
—Sí, claro que te escucho… —respondió con un dejo de burla—. Pero eres increíblemente lento. Una hermosa flor aparece ante ti, incluso te pide que la recojas… y tú te dedicas a elucubrar. No entiendo cómo funciona tu cabeza.
En ese momento, Godou notó que la expresión risueña de Erica había desaparecido, reemplazada por una mirada decidida. Era extraño verla adoptar una actitud tan seria, y lo dejó sin palabras por un instante.
—Voy a aprovechar este momento para dejártelo claro —dijo Erica, soltando finalmente el brazo de Godou y colocándose frente a él—. Ningún superior me ha pedido nada de esto. Pero incluso si toda la orden, los Grandes Maestres, los magos del mundo entero e incluso mi familia me quisieran obligar a tener un amante… ¡no hay forma, motivo, razón ni circunstancia que me obligue a entregarle mi amor a un hombre que YO no ame! ¡Eso nunca sucederá! ¡Aunque me muera o cause la muerte de alguien más! ¡Y tampoco haría algo tan patético como mentir sobre mis sentimientos, como una de esas estúpidas mujeres fatales! ¿¡Quién crees que soy!?
—¡Erica, discúlpame! ¡No quise ofenderte! Yo solo… —exclamó Godou, asustado de haberla insultado sin querer mientras intentaba protegerla.
Pero Erica sonrió y se inclinó rápidamente para besarlo. No fue un beso en la mejilla, sino un suave encuentro de sus labios.
—Ese es tu castigo por haber sido tan frío conmigo —dijo Erica, volviendo a sonreír alegremente—. Pero no te preocupes, no me has ofendido. De hecho, creo que te subestimas demasiado. Tienes muchos puntos buenos, Godou, y este es uno de ellos… aunque esta vez haya jugado en tu contra. Me refiero a que, aunque puedes ser imprudente por los demás, jamás has sido un tonto… Olvídalo por ahora. Estoy dispuesta a ser paciente y avanzar lentamente hasta que finalmente entiendas cuánto te amo. ¡Y más vale que estés preparado para ese día!
La sonrisa de Erica era tan sincera y radiante que Godou quedó fascinado. Si el momento se hubiese prolongado, quizá su voluntad habría cedido ahí mismo, pero el último resquicio de su razón le hizo cambiar de tema rápidamente.
—Por cierto, sobre Anna …
—Sí, Arianna es generosa y honesta. ¿No te pareció una chica adorable? —respondió Erica con un tono despreocupado que hizo que Godou se estremeciera por un instante.
—Primero que nada, es inapropiado decirle “adorable” a alguien mayor que tú, aunque sea por respeto. Pero no tengo un problema con su carácter. Lo que realmente me gustaría saber es…. ¡Quién en su sano juicio permitiría que alguien como ella se acercase a cualquier vehículo motorizado! —dijo Godou, irritado.
—Ahora que lo dices, creo que te mereces una medalla por haber tenido el valor de viajar con ella —replicó Erica, sonriendo de manera frívola—. Realmente eres un héroe entre los hombres. Un modelo de gallardía para todas las generaciones.
«Así que no piensas asumir ninguna responsabilidad, ¿eh?» pensó Godou, irritado e inmediatamente le espetó:
—Si vas a escaparte con ese tipo de excusa, lo que al menos podrías hacer es mírame a los ojos. Cualquiera se daría cuenta de que lo planeaste a propósito y que solo querías divertirte a mi costa. ¡¿Pero qué habría pasado si realmente me hubiese muerto?!
—Decir que lo hice “a propósito” sería exagerar —respondió Erica—. Simplemente le mencioné a Arianna que tal vez te gustaría pasearte por las calles de Roma y hacer un poco de turismo antes de nuestra reunión. Arianna es una niña tan tierna que se puso inmediatamente feliz de poder llevarte de paseo. ¡Realmente es una gran persona!
Y así continuaron conversando mientras caminaban.
Tras varios minutos de caminata, llegaron a un espacio amplio y solemne. Alguna vez había sido el legendario Circo Máximo, el hipódromo más famoso de la historia, donde durante siglos se habían disputado carreras de caballos espectaculares, ante las multitudes que los aclamaban en la ciudad más grande del mundo.
Hoy, lamentablemente, los saqueos posteriores a la caída de Roma y el paso inexorable de los siglos lo habían reducido a un terreno oblongo y desprovisto de murallas; apenas se percibían los restos de lo que alguna vez fue la legendaria pista.
Y frente a uno de los márgenes del terreno, a pesar del desgaste de los siglos, se alzaba imponente la DOMUS AUGUSTANA, el Palacio Imperial de Roma. Allí habían residido los gobernantes que ostentaron el título de “Emperador del Mundo”.
—Hemos llegado —dijo Erica—. Este será nuestro campo de batalla. Los restos del palacio que construyó Cayo Octavio César, quien luego adoptó el nombre de Augusto al convertirse en el Primer Emperador de Roma.
Godou abrió los ojos ante la magnificencia de las murallas, arcos, bóvedas y columnas que aún permanecían en pie. Muchas habían caído, dispersas sobre el suelo, pero su grandeza seguía siendo evidente. Sin embargo, al observar con más atención, algo más captó su mirada: un grupo de personas esperaba de pie sobre el césped frente al antiguo palacio.
Dos de ellos tenían aspecto venerable, probablemente los Grandes Maestres de los Arcontes de Rómulo y los Prosélitos de Orfeo, a quienes Erica había mencionado en el restaurante. Godou no entendía del todo la compleja estructura de la organización, pero intuía que aquellos hombres lideraban, directa o indirectamente, a la mayoría de los magos europeos y sus territorios aliados.
Junto a ellos estaba un hombre barbudo, de porte severo y rasgos atractivos, vestido con elegancia aristocrática y atlética. «Ese debe ser el Paladín Comandante de los Tercios Imperiales.», pensó Godou. «Se supone que es el Líder de una fuerza de magos militares similar a la de Erica… y, según mis instintos, probablemente es mucho más poderoso que ella.»
—Te saludo y doy la bienvenida, noble Kusanagi Godou —dijo el Paladín Comandante, avanzando con una sonrisa y realizando una reverencia impecable—. Tu llegada es para nosotros un honor del más alto grado.
El saludo, excesivamente ceremonioso para el humor de Godou, lo dejó momentáneamente sin palabras. Lo cierto es que el Paladín emanaba una dignidad y nobleza tan evidentes que, en realidad, él sentía que debía rendirle respeto. Lo mismo ocurría con los ancianos detrás suyo, que lo observaban con porte regio.
—Gracias por sus palabras —respondió Godou con sinceridad—. Siento que no las merezco. Mi nombre es, en efecto, Kusanagi Godou y, aunque debido a circunstancias fuera de mi control he adquirido ciertos poderes, junto con una constitución diferente a la de otras personas, eso es todo. No he realizado actos heroicos más allá de haber sobrevivido a situaciones extremas.
Hizo una breve pausa para elegir sus siguientes palabras:
—Si bien no conozco en detalle el trabajo de los magos europeos, comprendo que gracias a sus esfuerzos muchas personas hoy pueden vivir en paz y seguridad. Les ruego, por favor, que me traten como a un joven común y corriente, y permítanme ser yo quien les presente mis respetos.
—… Dicen que la verdadera humildad es el principal signo de las personas auténticamente extraordinarias —dijo uno de los ancianos, con una sonrisa amable—. Que siendo tan joven tengas tan claro este principio ya te honra de sobremanera. Pero no creas, joven monarca, ni por un instante, que no mereces nuestro reconocimiento. Lejos de ser ordinario, eres probablemente uno de los seres más excepcionales que caminan por el mundo. No solo comprendiste perfectamente el saludo del Paladín Comandante, pronunciado en Etrusco Antiguo[1], sino que lo respondiste en el mismo idioma sin un solo error. Eso, por sí mismo, es prueba suficiente de la magnitud de tus poderes.
No hay mayor verdad —agregó el segundo anciano, de semblante más severo, aunque con una mirada erudita llena de curiosidad e interés—. Lo que acabas de hacer se llama MILLE LINGUIS[2], un poderoso y antiguo hechizo que solo los mejores magos pueden dominar tras años de estudio intenso. Incluso así, requiere de una preparación meticulosa para ejecutarla correctamente. Pero tú… lo hiciste con la misma naturalidad de quien respira. ¡Verdaderamente indescriptible!
Las palabras de Godou provocaron exactamente el efecto contrario y los ancianos no hicieron más que colmarlo de elogios, uno tras otro. Era cierto que cuando se convirtió en Campione, adquirió la habilidad de comprender y pronunciar prácticamente cualquier idioma, hasta el punto de que ya ni se percataba cuando alguien le hablaba en una lengua extranjera. Si permanecía más de tres días en un lugar, era capaz incluso de asimilar modismos, giros coloquiales y jergas, hasta parecer un nativo de aquel sitio.
Al principio, consideraba esta habilidad extremadamente conveniente. Pero ahora comprendía que también podía volverse en su contra. Estas personas, tan inteligentes y perspicaces, habían usado un método sencillo y elegante —hablarle en una lengua muerta— para confirmar que él no era un joven común y corriente.
«Impresionante», pensó Godou «Tengo que tener cuidado de esto en el futuro.»
Justo cuando comenzaba a preguntarse qué responder, Erica alzó la voz a su lado:
—Entonces, puesto que todos los presentes estamos aquí, quizá deberíamos dar inicio al evento principal. Noble Paladín Comandante… ¿Podría usted ser el árbitro de este combate?
—Acepto humildemente, Diávola Rossa. Ahora mismo activaré forzosamente la Gran Barrera sobre toda esta área, para evitar testigos imprudentes y limitar cualquier daño dentro del campo. Venerables Maestres, les ruego que retrocedan. Ustedes son grandes, pero este será un duelo entre un Campione y el Gran Caballero de la Cruz de Cobre Negra. ¡Toda precaución es poca!
Los ancianos asintieron solemnemente. Y luego sus contornos comenzaron a difuminarse hasta desaparecer, como si nunca hubiesen estado allí.
—¡¿Se fueron?! ¿Cómo…?! ¡Increíble! —exclamó Godou, sorprendido.
¡Era la legendaria magia de teletransportación! ¡El sueño de cualquier joven amante de las historias fantásticas!
—Considerando lo que tú eres capaz de hacer, eso no puede llamarse “increíble” —replicó Erica, sonriendo—. Simplemente se han trasladado a la plataforma más elevada del palacio, protegidos detrás de varias barreras mágicas. No te distraigas con ellos y concéntrate en el escenario; ahora es sólo para nosotros dos.
Tras esas palabras, Erica Blandelli se separó cinco metros y se dirigió al Paladín Comandante:
—Por favor, dé la señal de inicio.
—Les deseo a ambos la mejor de las suertes… ¡Que comience el duelo!
Naturalmente, Godou no sentía ni el más mínimo entusiasmo ni espíritu de lucha, así que su cuerpo se movió con evidente desgana al colocarse frente a su contrincante.
Erica ya no llevaba el elegante vestido que había usado unos instantes atrás; la magia había transformado su atuendo en una camisa de manga larga y pantalones negros ceñidos, que le permitían moverse con total libertad. Sobre sus hombros descansaba algo similar a una capa roja, con un delicado bordado negro, su estandarte personal. Una vez Godou le preguntó al respecto, y ella le explicó con orgullo que simbolizaba su título de Gran Caballero de la orden, un honor que sólo a ella le permitían usar.
—¡Oh, Leonatus de Acero, Guardián del Conquistador Macedonio que sometió al mundo entero[3]! ¡Escucha el juramento de Erica Blandelli y suma tu poder a mis esfuerzos!
De repente Erica comenzó a pronunciar palabras que parecían poesía, pero que en realidad eran himnos de poder, para invocar poderosas fuerzas mágicas con perfecta precisión.
—¡Soy la valiente sucesora de los príncipes helenos y romanos, la descendiente de los Caballeros Negros! ¡Mi mayor gloria será enfrentar el peor de los destinos, defendiendo las cenizas de mis antepasados y los templos de sus dioses! Oh, Gran Rey, descendiente del Divino Aquiles y del victorioso Heracles, te suplico: ¡Pon fuerza en mis manos para ser la más digna!
Y así, una espada apareció de la nada en la mano de Erica, que hasta hacía unos instantes estaba completamente vacía.
- ¡A cargar, Cuore di Leone[4]! ¡Ha llegado el momento de luchar! —exclamó con determinación.
La espada de Erica tenía una hoja larga y estrecha, de sección romboide, optimizada para estocar con precisión. Su superficie era tan brillante que reflejaba la propia luz de las estrellas como un espejo. La empuñadura, protegida por un delicado entramado de varillas metálicas, permitía a Erica adelantar uno o hasta dos dedos por encima de la guardia, para darle un control absoluto de la dirección, mientras un pomo macizo equilibraba la hoja con perfección. Cada curva, cada arco, parecía obra de un maestro orfebre, y, aunque mortal, la espada irradiaba elegancia y poder: Cuore di Leone era más que un arma, era un artefacto viviente, extensión de la voluntad de su portadora.
Godou lo sabía muy bien: Había visto a esa hoja cortar concreto con la misma facilidad con que un soplete atraviesa la mantequilla. Y, como toda arma mágica, su forma y apariencia podían cambiar según la voluntad de su portadora.
Antes de que pudiera organizar sus ideas… ¡Erica cerró la distancia que los separaba con una rapidez sobrenatural!
«¡¿No es demasiado rápida…?!» pensó, intentando gritar: —¡Creí que esto era una demostración! ¡No se supone…!
Cuore di Leone destelló como un relámpago, apuntando directamente al corazón de Godou. Este apenas tuvo tiempo de arrojarse a un lado para evitar ser atravesado de un extremo a otro, pero la punta del estoque rozó su costado con apenas unos milímetros de margen. Un mínimo más de distancia y habría sido un corte desagradable.
—¡Oye! ¡Espera un minuto!
Pero Erica no disminuyó ni un ápice la presión de su ofensiva. En un instante, la hoja retrocedió y, con un movimiento horizontal fulminante, barrió el aire frente a su cuello como si quisiera dividirlo en dos. Godou consiguió rodar hacia un lado, y mientras su espalda golpeaba el suelo, sintió un escalofrío recorrerle la columna como si la propia Muerte se inclinara sobre él, reclamando su destino.
Sus instintos se activaron. Godou contorsionó el cuerpo para evitar el terrible (aunque bellamente ejecutado) ataque de Erica. Sabía que en ese punto no había forma de que pudiese contrarrestarla de algún modo, así que no le quedó más remedio que dejarse caer en el suelo y rodar para alejarse un poco.
—¡¿Realmente estás intentando matarme?! ¡¿Cómo se te ocurre atacar de repente con una espada de verdad?! —exclamó Godou, con el corazón latiendo a mil por hora.
—Es un duelo. Usar una espada real es completamente normal. —Erica lo miraba con serenidad, casi burlona.
—¡Vuelve a buscar el significado de “normal” en el diccionario! Para empezar, estoy desarmado y nunca dijiste que esto sería un combate a muerte. ¡Guarda esa espada de inmediato! ¡¿Crees que quiero acabar como un bloque de tofu en cuadraditos?!
- El tofu es ese queso hecho a base de soya, ¿verdad?... Lo probé una vez en un restaurante chino. —Erica sonrió, como si explicara un detalle trivial—. No te preocupes: tu cuerpo es mucho más resistente que eso. ¿Recuerdas cuando sobreviviste al corte de la espada demoníaca del Rey Salvatore? Tenía la fuerza de un dios de la guerra, y aun así no logró destruirte por completo. Desde entonces me he preguntado… ¿qué pasaría si te atravesara el corazón con la mía? ¿Llegaría a cortarte o solo rebotaría?
—…Erica… —dijo Godou, mirándola estupefacto mientras se incorporaba—. ¿Por qué de pronto siento que, en lugar de un duelo, solo estás aprovechando para hacer experimentos conmigo? ¡No soy una rata de laboratorio!
—No digas tonterías. Claro que es un duelo. —respondió Erica, pero luego añadió con un brillo peligroso en la mirada—. Pero ya que es una oportunidad única para mí… tampoco quiero dejar pasar la ocasión de probar unas cuantas cosas.
«¡Maldita!»
Erica giró la muñeca con elegancia y Cuore di Leone arremetió como un látigo directo al cuello de Godou, apuntando con precisión quirúrgica a su arteria carótida. La velocidad del estoque era tal que el ojo humano difícilmente podía seguirla.
Por lo menos, Godou no podía.
Así que cerró los ojos y se dejó llevar por algo más profundo: pura intuición. Algo dentro de él despertó, impulsándolo a inclinar el cuello y bajar la cabeza en el instante justo, esquivando por un margen mínimo la punta letal.
—¡Impresionante! —exclamó Erica con una nota admiración disimulada—. No habrá más de diez personas en el mundo capaces de esquivar tres golpes seguidos de mi espada sin bloquear. ¡Ah, pero claro, ya no eres exactamente humano, así que supongo que no debería sorprenderme tanto!
—¡No, lo que realmente sorprende es que alguien que no se cansa de gritar a los cuatro vientos que “quiere ser mi amante” no tenga el menor reparo en intentar amputarme el cuello! —replicó Godou con voz entre irritada y desesperada.
—Eso es porque mi amor y mi oponente son ahora la misma persona —dijo Erica, como si hablara de algo obvio—. Si no me esforzara, estaría faltándote al respeto. ¿Cómo podría decir que te amo si te deshonro? Además… —su sonrisa se volvió traviesa— realmente no voy a matarte. Aunque, claro, no puedo prometer que no haya… accidentes.
Erica volvió a colocarse en guardia, adoptando una postura elegante con la espada en posición vertical. Su rostro, en cambio, mostraba la más dulce de las sonrisas.
Hermosa y letal, como una rosa envenenada.
Aun en medio del combate, aquella mezcla de peligro y coquetería resultaba extrañamente seductora.
—Pido disculpas por la interrupción —intervino entonces la voz grave del Paladín Comandante—. Pero, aunque personalmente simpatizo con el romance entre dos amantes destinados, debo recordarles que esto es un duelo. Un evento casi sagrado. Les ruego no olvidarlo.
—¡¿Un romance?! —estalló Godou, incapaz de contener su incredulidad—. ¡¿De verdad alguien puede ver esto y pensar que hay algo romántico aquí?! ¡¡Me ha intentado matar tres veces!!
Al parecer, todos los presentes pertenecían a ese extraño tipo de persona que consideraba el riesgo de muerte algo perfectamente normal, apenas digno de mención.
Incluida Erica, por supuesto.
—¡Bien dicho! —replicó ella con una chispa de emoción en los ojos—. ¡Vamos a disfrutar de todo nuestro amor esta noche, Godou! ¡Demuestra tus habilidades, lucha, vence… y finalmente, conquístame!
Era una situación curiosa. En Japón, lo correcto era dirigirse a los demás usando siempre honoríficos junto con el apellido. Por eso, aparte de sus propios padres, casi nadie utilizaba su primer nombre directamente para hablarle.
En realidad, solo había una persona que lo hacía: Erica Blandelli.
Ella siempre pronunciaba cada sílaba con cuidado. A veces susurraba su nombre con una ternura desbordante, dulce como la miel silvestre. Otras, lo alzaba con una voz firme y majestuosa, segura de sí misma, como si proclamara al mundo entero cuánto deseaba estar a su lado.
… Sin embargo, al mismo tiempo que lo llamaba con tanto cariño, no tenía el menor reparo en intentar apuñalarlo sin piedad.
Nuevamente Erica encadenó tres ataques con precisión quirúrgica: una estocada directa al corazón, un corte lateral al torso y, con un giro ágil de muñeca, un último golpe descendente que silbó sobre la cabeza de Godou.
Bastaba con que uno solo de esos ataques acertara para que él dejara de existir. Pero, confiando plenamente en su instinto, Godou volvió a arreglárselas para saltar hacia atrás y escapar… aunque de un modo que distaba mucho de ser digno.
—No hay forma de que obtengas la victoria cuando lo único que haces es esquivar, Godou. Y lo más importante… me estoy aburriendo.
—¡¿Tú te aburres?! —exclamó Godou, indignado—. ¡Yo soy el que está rodando por el suelo! Además, sabes perfectamente que todavía no entiendo cómo funcionan mis poderes y no puedo usarlos sin cumplir las condiciones. ¡Tampoco puedo controlar lo que ocurrirá si los desato sin pensar! ¡Podría ponernos a todos en peligro!
—Todavía sigues con ese discurso pacifista… Bueno, entonces ejerceré un poco más de presión usando algo más peligroso que una espada. ¡Si no quieres perder, más te vale tomarte este duelo en serio!
De pronto, Erica saltó hacia atrás varios metros con un movimiento sobrehumano, hasta posar los pies sobre una de las antiguas paredes del Palacio Imperial.
—¡Elévense, Sandalias de Hermes[5]!
Tras el conjuro, comenzó a correr verticalmente por las paredes de ladrillo como si la gravedad no existiera, produciendo apenas un susurro cada vez que daba un paso.
—¡Cuore di Leone, te entrego esta misión! ¡Asume la forma del reto de Nemea[6] y destroza a mi enemigo! ¡Conquista, aniquila y reclama el triunfo! Te cedo el campo de batalla.
Erica se detuvo de golpe al concluir el hechizo. Con delicadeza, acarició su espada y, con una sonrisa tan dulce como peligrosa, dejó un beso suave sobre el filo.
Luego arrojó el arma. La hoja giró en el aire y se clavó en el suelo, justo frente a Godou, a unos tres metros de distancia.
—… Muy bien, ¿qué estás haciendo? —preguntó él con el ceño fruncido, desconcertado.
La espada mágica estaba allí, inmóvil, brillando bajo la luz de la luna. Si Erica hubiese querido atravesarlo, podría habérsela arrojado sin mucho esfuerzo. Pero por alguna razón simplemente la había dejado caer…
«Seguro va a transformarse en algo», pensó con un suspiro resignado.
No tardó en comprobarlo.
La hoja comenzó a retorcerse con un sonido metálico profundo, como si rugiera desde sus entrañas. Su masa y tamaño se incrementaron de forma desmesurada, creciendo más y más en cuestión de segundos, hasta adoptar la forma de un león metálico plateado, que parecía una escultura surrealista.
Era un león gigantesco, mucho más grande que un autobús.
Y, por supuesto, no era realmente una escultura.
Un rugido desgarrador, profundo como el trueno, quebró el aire. El suelo vibró bajo los pies de Godou cuando la criatura metálica se irguió, viva y colosal, avanzando hacia él de forma implacable, como de una bestia de la Era del Hielo.
—¡¿En serio?! —exclamó, una mezcla de terror y asombro en su voz, mientras alzaba la vista hacia el monstruo, cuya cabeza se alzaba casi tres metros sobre el suelo, sin contar la reluciente melena de acero.
Si hubiese sido un tractor, o alguna clase de maquinaria pesada, quizá habría creído tener una mínima oportunidad. Pero con su metro ochenta de alto y setenta kilos de peso, Godou no era más que una mosca enviada al matadero.
La bestia levantó sus patas delanteras armadas con garras afiladas, claramente planeando arrojarse sobre Godou. A pesar de su descomunal tamaño, cada uno de sus movimientos era orgánico e imposiblemente rápido, como si fuese un felino de verdad.
Entonces la bestia dio el salto… y Godou sintió que un rascacielos entero se desplomaba sobre su cabeza.
«¡Corre, idiota!» —se gritó a sí mismo, y su cuerpo respondió antes que su mente.
El joven salió disparado, movido por puro instinto de supervivencia. A sus espaldas, el suelo tembló cuando la bestia impactó contra él, levantando una densa nube de polvo y escombros. El estrépito del golpe dejó en evidencia no solo el colosal peso de aquel cuerpo metálico, sino también el filo atroz de sus garras.
Si alguna llegaba a rozarlo, no quedaría más que una mancha roja sobre el antiguo pavimento romano.
En medio de la noche, Kusanagi Godou corría frenéticamente, esquivando a duras penas los ataques de un león colosal hecho de metal que lo perseguía con entusiasmo.
La bestia golpeaba sin descanso, arremetiendo con sus patas delanteras armadas de garras tan afiladas como cuchillas. A cada zarpazo, el aire silbaba como si el mundo entero se desgarrara. Otras veces, el monstruo intentaba morderlo sin vacilación, cerrando sus enormes fauces sobre las piedras del camino, que crujían y se pulverizaban como simples trozos de pan. En un par de ocasiones, incluso se lanzó contra él con todo su peso o rodó sobre su propio eje, decidido a aplastarlo como si no fuera más que una alimaña insignificante.
—Hasta el momento, podemos reparar fácilmente todos los daños al sitio histórico con magia de reconstrucción. —comentó el Paladín Comandante, con un tono práctico, casi despreocupado, mientras seguía la escena desde la distancia. Sin apartar los ojos de Godou, añadió—: Eso es positivo. Sin embargo, me parece que Su Majestad no está muy motivado para continuar este duelo.
El hombre se giró hacia Erica Blandelli, que en algún momento se había acercado hasta él, con su porte impecable y su mirada fija en el joven japonés.
—Si continúa esquivando, no habrá forma de estimar el verdadero alcance de sus poderes. Aunque… —sus ojos entrecerrados captaron el brillo en los de ella—, a juzgar por tu expresión, noble Erica Blandelli, supongo que ya sabías que esto pasaría desde el principio.
La respuesta de la maga fue una sonrisa radiante, cargada de matices.
—Mi señor y rey, Kusanagi Godou, es distinto a todos los demás monarcas. —dijo con voz serena, como si estuviera recitando una verdad universal—. Nunca busca iniciar un conflicto, ni intenta dominar a otros mediante la fuerza… al menos al principio.
—¿Oh? ¿Eso significa…?
—Aunque mi rey lo niegue, es un Campione. —Sus ojos destellaron con una mezcla de orgullo y devoción—. Un matador de dioses. Alguien que derrotó a una deidad en combate y reclamó el poder supremo que sólo los inmortales pueden blandir.
Erica inclinó ligeramente el rostro, su tono se suavizó con un deje casi melancólico.
—Claro que le gusta engañarse a sí mismo. Podría negarlo toda su vida, si así lo desea. Pero no podrá ocultar la verdad. Ahora mismo está temblando… y no es por miedo. Es por lo mucho que desea esta batalla. —Su sonrisa se curvó con una certeza peligrosa—. Kusanagi Godou es, en el fondo, un genio del combate. Y, sobre todo, alguien que hará cualquier cosa con tal de alcanzar la victoria.
El Paladín Comandante, observando con atención, asintió lentamente, aunque un dejo de incredulidad se mantenía en su voz:
—No puedo asegurarlo todavía, pero es cierto que la forma en que evade, con una coordinación casi imposible para alguien sin formación marcial, solo puede explicarse si posee una habilidad de supervivencia… sobrenatural.
Sin embargo, al volverse hacia ella, descubrió que Erica ya no lo escuchaba. Su mirada estaba fija en el muchacho que corría desesperadamente entre las sombras, y un delicado rubor teñía sus mejillas, realzando su belleza de porcelana.
—Está a punto de suceder… —susurró con voz emocionada—. Mi rey ha comprendido que no tiene forma de escapar.
Entonces, con un brillo travieso en los ojos, añadió:
—Por cierto, ¿han revisado con atención el informe del Servicio de Inteligencia Italiana?
—Lo hemos leído, sí… aunque confieso que resulta difícil de creer.
—En esta ocasión, esos investigadores merecen una recompensa —dijo Erica con una sonrisa triunfal—. Han logrado un informe sorprendentemente preciso en tan poco tiempo…. Y cerca del sesenta por ciento de la información es correcta.
—¿Quieres decir que es real? ¿Que Kusanagi Godou posee un poder que le permite adaptarse para vencer a cualquier enemigo y superar cualquier situación adversa?
—¡Así es! —proclamó Erica, con una expresión brillante y enamorada—. ¡Y todos lo verán ahora! ¡Que los poderosos del mundo contemplen el poder invencible del Campione… y desesperen!
La cita del sabio Agripa, dirigida siglos atrás al emperador Marco Aurelio, resonó con un peso solemne, como si los ecos de aquella antigua advertencia hubiesen cruzado el tiempo para manifestarse en aquella arena de ruinas y luna.
Y, en efecto, cuando el Paladín Comandante volvió la mirada hacia el combate, descubrió que la situación había cambiado por completo.
—¡Yo soy el más fuerte entre los fuertes! ¡Poderoso sobre los poderosos! ¡En verdad soy aquel que conquista todas y cada una de las victorias! No importa quién sea mi oponente: bestias, hombres o demonios… ¡a todos los aniquilaré sin dudarlo! –
La voz de Kusanagi Godou, cargada de una energía brutal e inquebrantable, retumbó en las ruinas como un trueno.
En ese instante, sus movimientos cambiaron. Dejó de retroceder. Plantó los pies en el suelo, firme como una montaña, y miró de frente al colosal león metálico. Entonces avanzó hacia él, extendiendo ambas manos, y en un instante logró aferrarse a sus patas delanteras.
El tiempo pareció detenerse.
Luego, con una naturalidad imposible, alzó a la bestia.
El león, que debía pesar varias toneladas, se elevó por los aires como si no fuese más que un saco de tela vacío. Godou lo sostuvo con facilidad y, sin detenerse, comenzó a agitarlo por encima de su cabeza, como si el monstruo no fuese más que un juguete ridículo. La escena, grotesca y fascinante, parecía arrancada de una tragicomedia o un delirio febril.
—¡¿Qué…?! ¡¿Qué clase de fuerza monstruosa es esa?! —exclamó el Paladín, incapaz de disimular su asombro.
Erica, con los ojos brillando y el rostro iluminado por un orgullo apenas contenido, respondió con calma, como si aquello fuese la consecuencia más natural del mundo.
—En los mitos, el titán Atlas poseía la fuerza para sostener el peso de los cielos sobre la tierra. Así lo hizo hasta convertirse en los montes de la cordillera del Cáucaso, en la frontera entre el mundo griego y Asia… el mismo lugar de donde proviene Veretragna, el Señor de la Guerra de Persia, el dios al que mi rey derrotó.
Hizo una pausa, su voz cargada de orgullo y reverencia.
—Por eso, entre todos sus poderes, existe una fuerza capaz de igualar a la de los titanes… o incluso a la de Hércules. Cuando la situación lo exige, Kusanagi Godou puede ser tan fuerte como esos dioses.
Erica explicó todo esto con una mirada orgullosa, mientras se divertía mirando al atónito Paladín Comandante, quien rara vez perdía la compostura.
No era para menos. En ese instante, Kusanagi Godou había lanzado al león hacia el cielo solo para acomodarlo mejor sobre su cabeza. Ahora, la bestia metálica estaba firmemente sujeta por el lomo, incapaz de liberarse por más que agitara desesperadamente sus patas en el aire, ya sin tocar el suelo.
Sí, las palabras fuerza monstruosa eran más que apropiadas para describirlo.
—Tras analizar nuestros informes, los magos anglosajones bautizaron su autoridad como El Señor de la Guerra de Persia —dijo una voz grave—. Querían aludir a la habilidad del dios Veretragna de asumir diez formas distintas con las que siempre emerge victorioso. Y, francamente, tuvieron un acierto: este joven Campione también parece alternar sus poderes a voluntad.
El Gran Maestre de los Arcontes de Rómulo se había materializado al lado de Erica y del Paladín Comandante sin que nadie lo notara.
—¡Gracias por acompañarnos, Venerable! —dijo Erica con una sonrisa—. Pero, ¿dónde está su ilustre colega?
—Ja, ja. Ya sabes cómo son los ortodoxos de Europa Oriental: rigurosos hasta el extremo. Seguro está registrando cada detalle desde un lugar seguro, como un ratón de biblioteca —respondió el Gran Maestre con desenfado, apartando cualquier formalidad—. Yo, en cambio, no pienso perderme la oportunidad de ver con mis propios ojos al Campione más joven de nuestra era. ¡Permítanme acompañarlos!
A pesar de su edad, aquel mago romano aún destilaba un carácter ardiente, tan contrario a la frialdad bizantina de su colega.
—Siempre pensé que su Majestad Salvatore era una anomalía por haberse convertido en Campione tan joven —continuó, con un brillo de entusiasmo—. Pero este rey… es aún más joven, y sin embargo mucho más maduro. ¡Realmente prometedor! Dime algo, Erica Blandelli, ¿posee otros poderes además de este?
—También me gustaría saber si es cierto que tiene limitaciones —intervino el Paladín Comandante—. Se dice que no puede emplear sus habilidades sin cumplir ciertas condiciones previas.
Tanto el Gran Maestre como el Paladín Comandante preguntaron al mismo tiempo.
Frente a sus miradas inquisitivas, Erica sonrió con satisfacción antes de responder con serenidad:
—Cuando se enfrenta a un enemigo cuya fuerza física supera con creces la suya, Kusanagi Godou puede recurrir a una de las diez manifestaciones de Verethragna: el Toro de Cuernos de Oro. Ese aspecto le otorga una fuerza divina imposible de igualar.
El dios persa de la guerra posee diez formas. Y aunque aún es temprano para saber si mi rey puede invocarlas todas, ya hemos confirmado que puede manifestar varias de ellas.
Tal como Erica había explicado, Verethragna contaba con diez avatares: el Viento Impetuoso, el Toro de Cuernos de Oro, el Corcel, el Jabalí Gigantesco, el Camello, el Joven Efebo, el Ave Rapaz, el Carnero, la Cabra y el Guerrero de la Espada Dorada. Cada uno encarnaba un poder distinto, todos vinculados con el triunfo en combate.
De entre todas, el Toro y el Camello estaban ligados a la tierra. Sus dones reforzaban el cuerpo físico y la resistencia de su portador. No era casualidad: los persas eran hijos de las estepas, forjados en un mundo donde la sequía, el hambre y la dureza del suelo eran enemigos implacables. El toro, que sometía al árido terreno con su fuerza para permitir el nacimiento de las cosechas, y el camello, capaz de sobrevivir sin descanso a través de los desiertos, se convirtieron en símbolos divinos, dignos de adoración y reverencia.
Ahora, como si confirmara las creencias de los antiguos aqueménidas, Kusanagi Godou aparecía ante ellos como una deidad invencible. Y era terrible verlo en ese momento. Los rugidos del león, que instantes antes habían sembrado el miedo, no parecían ahora más que un ruido molesto para el joven Campione.
—¡Ya cállate! —rugió Godou, y arrojó al león contra el suelo. El impacto retumbó con un estruendo desgarrador, levantando una nube de polvo y fragmentos de piedra.
Antes de que la bestia pudiera reaccionar, Godou ya estaba sobre ella, inmovilizándola con un pie. Con una facilidad brutal, le arrancó las patas delanteras como si fueran ramas secas, y luego la aplastó con una serie de patadas implacables. Cinco golpes bastaron. Para cuando se apartó, el león no era más que un amasijo de metal retorcido con forma de una grotesca letra «V».
Godou se irguió entonces, con el ceño fruncido y una expresión insatisfecha. Alzó la vista hacia los magos, aunque deberían estar fuera de su rango de visión, y habló con un tono que ya no era el habitual, sino la voz firme de un soberano que dicta sentencia:
—¡Ven aquí de inmediato, Erica! ¡O tendré que ir a buscarte! ¡Ya he destruido tu juguete y no pienso perder más tiempo entreteniéndolos! ¡Esto termina ahora mismo!
El Paladín Comandante soltó una carcajada llena de asombro.
—¡Vaya… finalmente se puso serio!
—Siempre hablando de ser “civilizado” y “apropiado” … —comentó Erica con una sonrisa seductora, mientras acomodaba con calma un mechón de su cabello dorado—. Pero al final, cuando huele la sangre del campo de batalla, lo único que busca es la victoria. Y ahora, si me disculpan… mi amante me está llamando.
Con un brillo audaz en los ojos, Erica se impulsó con la gracia que le otorgaba la magia de Hermes. Su salto fue ligero, casi etéreo, y aterrizó con elegancia a escasos diez metros de Kusanagi Godou. En aquel instante, bajo el fulgor plateado de la luna, su belleza era tan deslumbrante que el joven no pudo evitar un suspiro, dejando escapar parte de la irritación que había acumulado.
—Erica… —dijo, con voz cargada de cansancio y un leve dejo de reproche—. Sabes que la diferencia entre un hombre civilizado y un simple troglodita radica, principalmente, en cómo resuelven sus problemas. Así que, en virtud de todo lo que es justo y digno, ¿no podrías controlar tus instintos violentos? O al menos refrenar un poco esa… necesidad tuya de crear problemas para todos los que estamos cerca. Ponte en el lugar de quienes estamos cerca de ti y sufrimos las consecuencias. ¿Qué opinas de eso?
Erica respondió con una sonrisa despreocupada, tan ligera que rozaba la insolencia.
—¿Qué? ¿Sigues con ese discurso? Yo no creo estar causando ningún problema. Sobre todo porque tú, mi querido Kusanagi Godou, siempre empiezas diciendo que no quieres pelear... pero cuando la batalla comienza, bien que te entregas por completo al conflicto. —Sus ojos azules brillaron con un fuego desafiante—. En realidad, amas luchar. ¿Por qué no eres un poco más honesto contigo mismo?
Se acercó con paso firme, sus palabras cargadas de provocación y afecto.
—Tú eres mi rey, y yo soy tu caballero. Tenemos el deber de librar un duelo intenso y exquisito. ¡Así que luchemos con todo nuestro amor! Hagamos de este combate el clímax de nuestro romance.
—¿Ese planeta en el que vives tiene nombre? —bufó Godou, con un tono cargado de exasperación—. Porque en el mío, los amantes no apuestan sus vidas en duelos absurdos como este. ¡Mejor busca “romance” en el diccionario!
Su respuesta estaba cargada de frustración, pero también de una intensidad que no escapó a la mirada de Erica.
Por cierto, el León de Metal yacía reducido a un montón de escombros. Así que en teoría Erica estaba desarmada. Pero por supuesto, eso no podía ser cierto.
—Oh, Gran Rey, descendiente del Divino Aquiles y Heracles victorioso, yo te suplico: ¡Pon fuerza en mis manos para ser la “más digna”! —entonó Erica, mientras extendía una mano hacia los restos de su bestia— ¡Cuore di Leone regresa a mis manos!
Al instante, los fragmentos metálicos esparcidos comenzaron a moverse, vibrando como si obedecieran una voluntad propia. Las piezas se contrajeron, se unieron en un torbellino de luz, y en cuestión de segundos, la espada resurgió, completa y perfecta, para volar directamente a la mano de su dueña.
—Genial... —bufó Godou, con el ceño fruncido—. Ni siquiera está un poco dañada. Todos los magos hacen cosas tan absurdas... Y yo que me esmeré tanto en romperla. Ahora me siento como un completo idiota.
No es que estuviera sorprendido. En realidad, ya lo había anticipado.
«¿Erica Blandelli llegando al campo de batalla desarmada? Ja. Eso jamás pasaría.»
Sacudió la cabeza con un suspiro, forzando a su mente a enfocarse en lo importante. «Por suerte, el poder del Toro todavía está activo. Con suerte, me quedan unos diez minutos más... Espero que sea suficiente para ganar, porque no quiero arriesgarme a invocar otra Autoridad.»
El don que los magos anglosajones habían bautizado como El Señor de la Guerra Persa le otorgaba a Godou una serie de habilidades que rozaban lo inimaginable. Sin embargo, cada una de ellas estaba atada a condiciones específicas, algunas tan estrictas que rozaban lo absurdo.
El don que los magos anglosajones habían bautizado como El Señor de la Guerra Persa le otorgaba a Godou una serie de habilidades que rozaban lo inimaginable. Sin embargo, cada una de ellas estaba atada a condiciones específicas, algunas tan estrictas que rozaban lo absurdo.
Por ejemplo, la Autoridad del Toro: al invocarla, Godou podía desatar una fuerza física digna de los dioses. Pero no era un poder que pudiera emplear cuando quisiera, ni siquiera en los momentos de mayor necesidad.
El mes pasado lo comprendió de la peor manera posible. Fue atacado sin previo aviso por un hombre que pesaba casi ciento cuarenta kilos, un veterano endurecido por años de práctica en las artes marciales, con reflejos y fuerza que superaban con creces a la media humana. Y aun así, el Toro no se manifestó. Godou tuvo que defenderse a duras penas y salió del encuentro con más heridas que orgullo.
De ese modo entendió la regla: para que la encarnación del Toro apareciera, su oponente debía poseer una fuerza verdaderamente sobrehumana, como la de una locomotora avanzando a toda velocidad… o, como en este caso, la carga salvaje de un tigre mágico de varias toneladas. Solo ante ese tipo de amenazas el Toro respondía
Las demás Autoridades eran igual de caprichosas.
Una de ellas solo podía activarse si el portador sufría una herida mortal, como tener un pulmón atravesado por una barra de hierro o el vientre abierto por una espada; pero permanecía inerte si únicamente recibía una contusión o le rompían un hueso.
Otra requería que su objetivo fuese “un criminal que hubiera causado gran sufrimiento a los inocentes”, y entonces liberaba un castigo tan devastador que parecía la mismísima manifestación de la Voluntad del Cielo. Pero ni siquiera en ese caso las reglas eran claras: ¿el villano debía haber cometido los actos malvados, o bastaba con que hubiese albergado la intención de cometerlos? Godou todavía no lo entendía del todo y, dado que el poder en cuestión tenía efectos aterradores, no se atrevía a experimentar con él.
Por esa naturaleza imprevisible, tan poderosa como peligrosa, Godou vacilaba cada vez que debía recurrir a sus dones. En realidad, ni siquiera sabía con certeza cuántos poderes poseía en realidad. Las que había confirmado ya le exigían cumplir condiciones tan precisas que el simple acto de invocarlas se sentía como caminar sobre una cuerda floja.
Suspiró y cerró los ojos un instante.
En su mente, el mundo se volvió silencio. Allí, entre sombras, lo vio: un Toro majestuoso, de cuernos dorados como el sol naciente, imponente y sereno, que lo observaba con una intensidad capaz de erizarle la piel.
Del cuerpo de la criatura emanaba un viento ardiente, cargado de fuerza y solemnidad, que arrastraba consigo un himno ancestral hasta lo más profundo de su alma.
Era la prueba de que su Autoridad se había manifestado.
—¡Yo soy el más fuerte entre los fuertes! —repitió Godou en voz baja, sintiendo cómo el poder resonaba en su pecho—. ¡En verdad soy aquel que ostenta todas y cada una de las victorias! No importa quien sea mi oponente: bestias, hombres o demonios… ¡Los aniquilaré sin dudarlo!
Este no era un simple conjuro. Era un himno sagrado, el eco de la divinidad del dios de la guerra Verethragna, un pacto que encendía su fuerza y al mismo tiempo el combustible para mantenerlo encendido.
Era un himno sagrado, el eco de la divinidad del dios de la guerra Verethragna, un pacto que encendía su fuerza y al mismo tiempo el combustible para mantenerlo encendido.
Sí, Godou calculó que aún tenía unos diez minutos antes de que la fuerza divina desapareciera.
Quizá un poco menos.
Pero había un problema: una vez agotado, el Toro no podía volver a ser invocado hasta transcurridas veinticuatro horas. Tal vez se debía a que Verethragna era el guardián del dios solar Mitra, o quizás a alguna otra ley que aún no comprendía. Fuera como fuese, el límite era inquebrantable: Una sola Autoridad. Una sola vez al día.
Y peor aún, no podía usar dos Autoridades al mismo tiempo. Si activaba otra, el poder del Toro se desvanecería al instante.
Aunque sus Autoridades eran ridículamente poderosas, también eran muy complicadas de manejar.
«Terminemos esto rápido... y dejemos este problema atrás.»
—Tengo que decírtelo, Godou. —Erica alzó un dedo en dirección a su rostro, con esa sonrisa arrogante que lo exasperaba—. A pesar de que sigues charlando sobre ser un “hombre civilizado”, tu expresión me lo dice todo. Ya estás preparado para la lucha, en cuerpo y alma… ¡Por eso sólo tú estás calificado para ser mi amante!
Antes de que Godou pudiera replicar, ella arrojó algo hacia él. Un destello de luz se materializó en el aire y, con un sonido seco, una lanza se clavó a sus pies. Probablemente se trataba de otra manifestación de Cuore di Leone, invocada por su magia.
—¿Ahora quieres que use esto? —preguntó, arqueando una ceja.
—Por supuesto. —Erica inclinó la cabeza con fingida inocencia—. La honorable Erica Blandelli jamás se enfrentaría a alguien completamente desarmado. Y ahora que por fin aceptaste este duelo, no deberías tener problema en blandirla... ¿verdad?
—Así que vas a fingir que nunca me atacaste con tu espada. Ni con ese león gigante.
—Eso fue solo el calentamiento.
—Quien entienda tu forma de pensar... —murmuró Godou con un suspiro, mientras recogía la lanza.
Ya había visto a Erica empuñarla una vez. Sabía que en el astil poseía un núcleo mágico integrado, diseñado para conferirle un poder muy superior al de cualquier arma común. La lanza era extraordinariamente pesada: ni siquiera veinte hombres juntos podrían levantarla. Sin embargo, gracias a los hechizos que operaba en su propio cuerpo, Erica Blandelli la manejaba con una facilidad absurda.
Esa era la ventaja del fortalecimiento físico que poseían los Caballeros Mágicos: Erica podía parecer frágil y delicada, pero su fuerza superaba con creces la de Godou. Por eso, en cualquier circunstancia normal, podía atraparlo y sujetarlo sin que él pudiera hacer nada para liberarse.
Sin embargo, aquella no era una situación normal. En ese momento Godou era mucho más fuerte de lo que Erica jamás podría ser; la lanza en sus manos pesaba menos que un simple mondadientes. Aun así, desconocía las técnicas de un verdadero lancero, así que cambió el agarre y sujetó el arma como si fuera un bate de béisbol. Al blandir el arma de este modo, su fuerza desató una ráfaga de viento que hizo temblar todo a su alrededor.
Erica se lanzó contra él con alegría y destreza, como una sombra cuyos movimientos eran imposibles de seguir con la vista. Su técnica era tan perfecta que casi no oponía resistencia al viento. Era mucho más peligrosa que cualquier depredadora.
Cuore di Leone avanzó silenciosamente. Para cuando Godou percibió el peligro, el filo plateado estaba ya a centímetros de su rostro.
—¡Maldición, Erica! —exclamó, retrocediendo apenas—. ¿No puedes controlarte un poco? ¡Estás peleando contra un novato!
Era una comparación acertada: los ataques de Erica tenían el mismo efecto que un campeón mundial de boxeo descargando todos sus golpes sobre un niño que jamás había lanzado un puñetazo. Solo que, en lugar de un puño, era la punta de una espada mortal la que avanzaba hacia él.
Godou no sabía nada de artes marciales. Su vista no estaba entrenada para responder a este tipo de reacciones. Así que solamente dependía de su instinto para sobrevivir. Sin embargo, de algún modo que nadie podía explicar, eso le bastaba. Porque no sólo logró hacerse a un lado justo a tiempo, sino que reaccionó golpeando horizontalmente con la lanza. No alcanzó a tocar a Erica, pero la ráfaga de viento que desató fue tan violenta que la obligó a retroceder varios pasos.
—¡Novato, dices! —exclamó Erica, con una mezcla de sorpresa y diversión—. ¡Esa estocada es uno de mis mejores movimientos! ¡Ningún novato podría esquivarla y contraatacar!
—Eso fue pura suerte. —Godou entrecerró los ojos—. ¡Y tú estás apuntando a lugares que serían cien por ciento letales si me acertaras siquiera una vez!
Sin embargo, lo cierto era que, con cada segundo, le resultaba un poco más fácil anticipar y reaccionar a los ataques de Erica. Esto era algo que le sucedía desde que se convirtió en Campione: cada vez que se encontraba en un campo de batalla, sus instintos se agudizaban, volviéndolo más rápido, más eficiente y más letal.
Godou había amado el béisbol desde la primaria. En secundaria fue nombrado receptor y cuarto bate. Era tan bueno, que lo recomendaron especialmente para equipos semiprofesionales. En ese entonces, su cuerpo se encontraba en su punto máximo y podía atrapar casi cualquier lanzamiento que le hicieran. Sin embargo, una lesión lo obligó a abandonar el deporte, y con el tiempo sus reflejos se deterioraron.
Ahora, como Campione, sentía que regresaba a aquellas épocas doradas. Su concentración se intensificaba con cada instante: era capaz de ver y anticipar los movimientos de su oponente con una claridad casi sobrehumana. Podía jurar que, si le lanzaran cualquier bola de una máquina a ciento noventa kilómetros por hora, no fallaría ni un solo golpe.
… De hecho, era perfectamente posible que lo lograse.
Porque cada vez que se empelaba a fondo, su cuerpo parecía reconfigurarse automáticamente para rendir al máximo, alineando cada músculo y reflejo con su objetivo. Así era la naturaleza de un Campione invencible.
Curiosamente, a pesar de disfrutarlo, Godou nunca había considerado volver a formar parte de un equipo de béisbol, ni siquiera probar cualquier otro deporte. Con sus nuevos poderes, competir contra personas normales le parecía demasiado injusto: ellos debían esforzarse al límite para mejorar, mientras que él solo necesitaba decidir actuar para superarlos de inmediato.
—¡Muy bien, Erica! —gritó, apretando la lanza con determinación—. ¡Has hecho todo lo que te ha dado la gana! ¡Pero ahora voy a atacar! Y te lo advierto… no puedo controlar mi fuerza. ¡Más vale que lo esquives!
Desde el principio no quería participar en este ridículo duelo, pero sabía que, si sólo se defendía sin atacar, esto jamás terminaría. Erica eventualmente lo aplastaría.
Sin embargo, en ese momento su fuerza divina era tan abrumadora que le preocupaba herirla gravemente… o incluso matarla por accidente. Por eso sostuvo la lanza invertida, presentando el pomo en lugar de la punta, cuando descargó el golpe.
La respuesta de Erica fue inmediata: saltó hacia un costado con la elegancia de una gacela, esquivando tanto el arma como la brutal corriente de aire que levantó polvo y piedras a su paso. En cuanto sus pies tocaron el suelo, encadenó un par de saltos ágiles que la colocaron de nuevo en posición. Entonces cargó hacia adelante con la velocidad de un relámpago, su espada brillando con un fulgor letal mientras apuntaba directo al pecho de Godou.
¡Era un terrible contraataque!
Pero Godou ya había previsto la reacción de Erica y, en lugar de esquivar, permaneció en su sitio deliberadamente. Parte de ello se debía a que sabía que no tendría tiempo suficiente para alejarse, pero también porque planeaba contraatacar con la lanza en el momento exacto.
Justo antes de que Cuore di Leone alcanzara su pecho, Godou giró la muñeca con un leve movimiento, y la madera mágica se curvó hasta tal punto que por un instante pareció transformarse en un látigo. Era un azote imposible de realizar con un arma semejante… salvo que quien lo empuñara poseyera el poder de un dios.
Por primera vez desde que comenzó la batalla, Erica abrió los ojos con un destello de alarma y saltó hacia atrás con toda su agilidad, esquivando por un margen mínimo los escombros que se alzaban del suelo. Aun así, la ráfaga de viento la obligó a retroceder un par de pasos más.
Todo ocurrió en menos de un instante.
—¡Vaya!… ¡Tus reflejos son tan agudos como siempre! —exclamó Erica, esbozando una sonrisa confiada a pesar de que su contraataque había fracasado.
Había que darle crédito. El ataque de Godou llevaba detrás un poder imposible de igualar, pero Erica había conseguido salir ilesa. Mucho ayudó el hecho de que Godou no tenía intención de herirla, pero incluso con esa ventaja, lo que ella había hecho era una hazaña que solo alguien con una técnica pulida hasta la perfección podía lograr.
«Entonces… ¿cómo la derroto?» se preguntó Godou, sus ojos fijos en cada movimiento de la joven. «El método está ahí… solo tengo que mirar con más atención.»
No quería admitirlo, pero ya estaba completamente absorbido por el deseo de vencer. Esa necesidad de triunfo se instalaba en su interior con sigilo, como una obsesión que avanzaba lenta pero inexorable, hasta envolverlo por completo. Y, una vez se afianzaba en su corazón, no lo soltaba.
De hecho, disfrutaba más cuando la balanza se inclinaba en su contra. Cuanto mayor era la presión, más exigía de sí mismo; cuanto más formidable el rival, más rápido y certero se volvía. Le fascinaba esa sensación: su mente trabajando a toda máquina, analizando cada gesto, cada patrón, cada destello en los ojos del enemigo, hasta comprenderlo por completo.
Mientras existiera siquiera una posibilidad de ganar, Godou la aprovecharía. Hallaría la grieta en la defensa de su adversario, descubriría los errores ocultos en su estrategia y, con paciencia y determinación, abriría paso hacia la victoria.
«No importa quién sea mi oponente: bestias, hombres o demonios… ¡Los aniquilaré sin dudarlo!»
Finalmente, todos los pensamientos de Kusanagi Godou convergieron en un solo punto: ganar. No fue un arrebato repentino, sino la consecuencia natural de su esencia misma. Frente a un oponente tan extraordinario como Erica Blandelli —prodigiosa en la magia, implacable con la espada—, no podía evitar sumergirse, paso a paso, en la euforia de la batalla.
«Ay, Erica, Erica… realmente no tienes debilidades», pensó Godou con una ligera sonrisa. «Y, si las tienes, todavía no puedo verlas. Además, te conozco demasiado bien. Sé que, pese a esa fachada arrogante y temeraria, no eres maliciosa. Tú crees sinceramente que sería un insulto hacia mí contenerte, que sería deshonroso para ambos si no luchas con todo lo que tienes. Por eso nunca te detienes.
Tu ataque favorito siempre ha sido la Carga Frontal: toda tu voluntad y espíritu lanzados hacia adelante como una lanza divina. Buscas abrumar a tu enemigo con pura determinación… Eres una leona, una auténtica conquistadora. El único motivo por el que no atacas ahora mismo es porque quieres que yo muestre mi verdadero poder.
Entonces… ¿qué hacemos ahora?»
—¡Astucia! —exclamó Erica con un brillo feroz en la mirada, al ver la chispa en los ojos del joven—. ¡Está escrita en tu rostro! La inteligencia del zorro y la ferocidad del león… ¡Ese es el Godou que amo! ¡Dame todo lo que tienes! ¡Aceptaré el reto!
Por primera vez, el Campione le devolvió la sonrisa.
Sí. Godou sonrió.
A pesar de todas sus quejas anteriores… ¡ese duelo era tan emocionante como divertido! El simple hecho de tener frente a él a alguien capaz de resistir sus ataques, alguien capaz de enfrentarlo sin retroceder, lo llenaba de una felicidad salvaje. No se daba cuenta de que estaba sonriendo. Pero lo hizo.
«Entonces, el Corcel no servirá… pero puedo usar al Jabalí», pensó Godou, y la sonrisa se transformó en un gesto feroz.
—¡Tú has violado el juramento y esparcido crímenes sobre la tierra! El rey ha hablado. ¡El criminal será castigado! ¡Yo te denuncio! ¡Yo te deshonro! Tu columna será quebrada, tus huesos destrozados, tus tendones arrancados, tu cabello desgajado del cráneo, tu sangre vertida y batida hasta tornarse espuma carmesí. ¡Me convertiré en aquel que hunde los colmillos en la carne del malvado! ¡El decreto real se cumplirá! ¡Serás juzgado!
Aquel grito era un antiguo texto persa, nacido para maldecir a quienes cometieran la más abominable de las profanaciones. Pero, en ese instante, eran más que palabras. Era un conjuro que fluía de su boca como una sentencia inapelable, cargada de autoridad.
Y entonces, el himno concluyó:
—¡El Jabalí te destrozará! ¡El Jabalí te exterminará!
En su mente, la imagen del Toro de Cuernos Dorados se desvaneció, reemplazada por la de un monstruo colosal de ojos enloquecidos; una bestia que parecía surgir de lo más profundo del caos, un himno viviente a la destrucción. El cántico que brotaba de Godou ya no era solemne; era un rugido de guerra, primitivo y avasallador.
—¡Escuchen mi alarde de victoria sobre las deidades, escuchen cómo proclamo mi supremacía!
Un poder inconmensurable se abrió paso a través de él, como un torrente que quebraba las costuras de su propia humanidad.
—¡Este es mi desafío a todos los poderes del mundo que se atrevan a cuestionar mi fuerza aniquiladora de dioses!
Este era el Gobernante Supremo:
—¡Oh, dioses Etéreos, todos entre ustedes que han escuchado estas palabras, enfurezcan por la muerte de sus hermanos!
Este era el Rey Invencible:
—¡Oh, dioses Ctónicos, si han sentido el temblor de esta proclamación, esperen en vano el día en que mi sacrilegio regrese contra mí!
Este era el Tirano Irresistible:
—¡Oh, dioses Marinos, si han sentido el desafío de mis palabras, cúbranse de luto y entonen su canto fúnebre ante su propia impotencia!
Este era el Campione:
—¡Porque yo soy el enemigo de todos los dioses! ¡Soy el destructor de todos los obstáculos! ¡Soy el usurpador de la fuerza divina!
Godou recitaba como si estuviese poseído por un espíritu divino que era suyo y, al mismo tiempo, ajeno. La esencia del dios de la guerra, capaz de destruir a cualquier deidad que osara enfrentarlo, se había fundido en la persona de Kusanagi Godou, creando a un rey terrible, un mediador entre el orden y el caos capaz de desafiar a cualquier poder que se interpusiera en su camino.
El eco de su conjuro se trasformó en un estruendo que remeció los mismísimos cimientos de la tierra.
—¡Es un terremoto! ¿Cuál es la causa?
—¡El Rey acaba de pronunciar el nombre del Jabalí! —gritó un mago con voz temblorosa—. ¡La quinta encarnación del Dios de la Guerra de Persia! Una bestia monstruosa capaz de arrasarlo todo con sus colmillos y pulverizar cuanto se cruce en su camino…
El palacio del Emperador Augusto temblaba. También lo hacían el Gran Maestre de los Arcontes de Rómulo y el Paladín Comandante de los Tercios Imperiales. Pero no sólo por el fenómeno sobrenatural. Lo que les hacía temblar era el miedo.
—¡Activaré la Gran Barrera en toda la Ciudad de Roma! —anunció el comandante con voz firme.
El Gran Maestre lo miró con un atisbo de duda… pero sólo por un instante. Porque ese cántico de Godou no era cualquier conjuro. Era el himno para convocar a la bestia divina conocida como El Portador de la Ruina. Tal vez por eso la mismísima bóveda celeste parecía estremecerse, y de repente, como si los cielos hubieran escuchado su nombre, un manto de nubes tempestuosas oscureció la ciudad.
En lo más hondo de su ser, aquellos hombres rogaron que solo fuese su imaginación. Pero el instinto les gritaba que no debían correr riesgos. Así, sin vacilar más, aceptaron extender el mayor mecanismo defensivo de los Concilios Superiores, un domo invisible de magia antigua, para proteger a los ciudadanos de Roma.
—¡No… no puede ser!... —la voz de Erica, por primera vez aquella noche, sonó quebrada por el miedo—. ¡¿De verdad eres capaz de usar al Jabalí contra un oponente tan débil como yo?! ¡Eso es una locura! ¡¿No sabes lo que ocurrirá si cometes un error?! No solo el Coliseo o el Foro… ¡toda Roma podría ser destruida!
Por primera vez en aquella noche, Erica Blandelli estaba asustada. Y, al verla, Godou sintió un extraño cosquilleo de satisfacción, algo que no correspondía a su habitual forma de ser.
—¡Tú querías que demostrara mi fuerza! —rugió, con una intensidad que no parecía humana—. ¡Pues ahora la conocerás! ¡No puedo vencerte con habilidad… así que arrasaré con todo usando el ataque más poderoso que puedo desatar en este momento!!
Entonces, una distorsión apareció en el cielo por encima de Godou. Era como si una grieta colosal se hubiera abierto en el firmamento, revelando el acceso a un mundo distante, más allá de la comprensión de los mortales. Tal vez era el legendario TOPOS URANOS, el mundo de las Ideas que teorizó el filósofo Platón. Era imposible saberlo. Pero, sin duda, un camino se había abierto, conectando lo divino con lo terrenal.
La grieta se ensanchaba cada vez más, forzada por algo colosal que embestía desde el otro lado con violencia primigenia. Primero fue solo una sombra oscura, después aparecieron los contornos de una nariz gigantesca, un cuello como el tronco de un árbol milenario… y dos colmillos descomunales, tan afilados que parecían capaces de desgarrar el mundo.
En cuestión de segundos, aquello terminaría de cruzar al reino de los mortales. Su forma aún se ocultaba entre sombras, pero su sola silueta bastaba para helar la sangre: un jabalí monstruoso, de piel negra como hierro forjado y una presencia que era pura devastación.
Y tanto Godou como Erica sabían bien cuán poderosa era esta criatura.
Su origen se remontaba a una de las representaciones más antiguas de Verethragna, cuando aún era la deidad asistente de Mitra, señor de la luz dorada, y era enviado a castigar a aquellos mortales o inmortales que osaran desafiar la majestad de la realeza. Godou no conocía todos los motivos, pero la condición para invocar esta habilidad era sorprendentemente simple.
Solo necesitaba designar un “objetivo grande” y tomar la firme decisión de destruirlo. Eso era todo.
La Bestia siempre se manifestaba inmediatamente después. Godou ignoraba exactamente cuáles eran las medidas que tenía que tener el objetivo, porque rara vez utilizaba esta Autoridad; pero por lo general bastaba con que superase las diez toneladas de peso. Y el poder del Jabalí no se limitaba a destruir su blanco: todo lo que se interponía en su camino sería destruido.
—¡Así que “civilizado”, “digno”, “justo”! ¡¿Ves que todo ese discurso no era más que trivialidades?! —gritó Erica, incapaz de contenerse, levantando la espada hacia el cielo para desatar su magia más poderosa.
—Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles Pelida; cólera funesta que causó infinitos males y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, haciéndolos presa de perros y pasto de aves.
Godou ya había escuchado esas palabras en cierta ocasión: Eran una elegía al más grande de todos los héroes del periodo mítico. Aquel a quien le dieron a escoger entre una vida larga y feliz, o una breve existencia de gloria infinita en el combate.
Aquiles ni siquiera lo pensó, eligió una vida corta… ¡Y la fama eterna!
—¡Ea! ¡Que cada hombre embista al otro y sienta el anhelo de pelear! Difícil es que yo sola, aunque valiente, persiga a tantos guerreros y luche contra todos. Pero en lo que puedo hacer con manos, pies o fuerza, no me muestro remisa. ¡Entraré por todas partes en las hileras de las falanges enemigas, y no se alegrarán los adversarios que se acerquen a mi espada!
Los poderes de Erica comenzaron a manifestarse como un violento tornado de energía a su alrededor, elevando la temperatura del ambiente. El lamento, la furia y la dignidad de los guerreros parecían tan reales que incluso Godou sintió un estremecimiento.
«…Sabía que al final recurriría a esto. Erica nunca se contiene en sus ataques, y por eso su estrategia fundamental es fácil de predecir. Tan simple como efectiva. No importa si alguien lo nota, mientras pueda aplastar a su oponente en un enfrentamiento directo. ¡La Carga Frontal de un Caballero!» pensó Godou sonriendo para sí mismo, mientras inspeccionaba el césped a sus pies, confirmando una última vez su objetivo.
—Como no puede existir verdadera alianza entre leones y hombres, ni concordia entre lobos y corderos, tampoco habrá amistad ni pacto entre nosotros… hasta que uno caiga y sacie de sangre a Ares, infatigable combatiente —exclamó Erica, con voz que se alzaba sobre el rugido del viento.
La temperatura alcanzó su punto máximo y el césped alrededor de Erica se convirtió en ceniza. Cuore di Leone se había transformado en una lanza, semejante a la que Godou aún sostenía, pero la de Erica estaba completamente imbuida de un poder sobrenatural capaz de herir incluso a una deidad.
Era la Lanza de Aquiles.
Con un grito furioso, Erica apuntó con su lanza y un viento cargado con la furia de mil ejércitos se precipitó hacia la grieta dimensional del Jabalí, oponiéndose a su llegada. El impacto fue aterrador. Por un instante, pareció que Erica podría resistir al monstruo que aún no se manifestaba por completo.
Pero justo entonces Godou entró en acción. Con un rápido movimiento dejó caer su arma y recogió una piedra, la más simple de todas las armas. Acto seguido, la lanzó con todas sus fuerzas hacia el rostro de Erica.
Naturalmente, aquel ataque no suponía un peligro para una maga de su calibre. Erica desvió la piedra con un ágil movimiento de su arma; sin embargo, en ese instante estaba concentrada en conjurar la magia más compleja que conocía, y, por hábil que fuese, incluso el más mínimo descuido podía convertirse en una oportunidad para un oponente que supiese explotarla.
«Te tengo», pensó Godou con euforia al notar que la ráfaga de energía que Erica dirigía hacia la grieta del Jabalí comenzaba a volverse inestable. Ella había perdido el control de una parte del conjuro y ahora luchaba por recuperarlo.
«Ahí está mi oportunidad.»
Godou nunca tuvo la intención de desatar realmente el poder del Jabalí. Todo era un ardid, una distracción imposible de ignorar, una finta calculada para quebrar, aunque fuera por un instante, la precisión milimétrica de defensa y ataque de Erica.
Tal vez fuese un efecto secundario de su Autoridad, pero al invocar al Jabalí, incluso de manera parcial, el cuerpo de Godou adquiría la facultad de embestir con una velocidad descomunal. No era un poder letal —la fuerza del Toro ya lo había abandonado—, pero bastaba para abrirse paso con una carga demoledora.
Godou se lanzó a la carrera contra Erica Blandelli con la intención de taclearla.
No era un movimiento elegante ni algo que haría fuera de un partido de rugby o una carrera improvisada en la calle. Mucho menos lo usaría contra alguien armado con una lanza, pues normalmente aquello habría sido un suicidio.
Pero Erica había perdido su postura mientras luchaba por mantener el control de su conjuro y contener la irrupción de la bestia divina. Es por eso que, cuando Godou embistió, la punta de su lanza apenas alcanzó a rozarle un brazo, dejando un corte superficial.
Si hubiese tardado un segundo más, el movimiento no habría funcionado. Pero Godou consiguió sujetarla fuertemente por los hombros y la arrojó contra el suelo.
«Por suerte, el Jabalí es más rápido que ella», pensó con un suspiro mientras se acomodaba para inmovilizarla con firmeza.
—¡¿Qué?! —exclamó Erica, sorprendida.
Godou la había derribado por completo y ahora se mantenía encima de ella, usando todo su peso corporal para impedir que se moviera. Su atención estaba fija en la mano de Erica, donde Cuore di Leone, al quedar interrumpido el hechizo, regresaba a su forma original de espada.
Ambos se miraron intensamente durante un momento.
—¿Sabes algo? No me molesta en lo absoluto… pero preferiría que la próxima vez que estemos así sea a solas y sobre una cama.
—¡Ey!… ¡No empieces a bromear ahora! Ya fue suficiente, ¿no crees? ¡Declara que este duelo terminó con mi victoria! —replicó Godou con frialdad.
—¿En serio te parece bien ganar de este modo? ¿Con un truco tan burdo? Apenas cuenta como “inesperado” y mucho menos como elegante —dijo Erica entornando los ojos.
«Ah, quién la entiende», suspiró Godou. Aunque en el fondo sí la comprendía. Su plan de distraerla con el Jabalí y aprovechar para derribarla mientras protegía la ciudad había sido peligroso, irresponsable y, sobre todo, bastante sucio. Pero había funcionado.
«Mientras pueda ganar, ¿qué importa lo demás?», se dijo, sintiendo todavía el regocijo de la victoria.
Sin embargo, desde el momento en que la inmovilizó en el suelo, el fervor combativo que lo poseía empezó a disiparse. Y al hacerlo, sus pensamientos también se enfriaron. Por eso trató de articular una respuesta razonable
—¿O sea que, según tú, no solo debo ganar un combate a muerte, sino hacerlo con arte y elegancia? ¡No soy un torero! Además, contigo como oponente, ¿quién en su sano juicio se preocuparía por la elegancia? Salir vivo de esto ya es bastante.
—Ahh… Es por esa mentalidad que nunca logras una victoria hermosa. Pero da igual. Has llegado hasta aquí precisamente porque nunca te detienes ante nada cuando se trata de ganar… Muy bien, lo admito. Fue mi error caer en una trampa tan tonta. ¡Pero esta será la última vez, ¿me oyes?! ¡Nunca más me engañarás así! — declaró Erica con una expresión malhumorada, casi como una niña en plena rabieta.
—Muy bien, lo entiendo. Y no hagas pucheros como si estuvieras en primaria solo porque perdiste esta vez —respondió Godou, sonriendo pese a sí mismo porque nunca la había visto ser tan adorable.
Aunque ese pensamiento le duró poco.
La expresión de Erica se transformó de inmediato en una sonrisa de diablilla, la misma que siempre sacaba cuando encontraba una nueva forma de atormentarlo.
—Dime, Godou… ¿cuánto tiempo ha pasado desde que nos abrazamos con tanta fuerza? ¿Recuerdas la última vez?
- Oh, no. No otra de tus incómodas y sugestivas maniobras. ¡Levantémonos ahora mismo!… - Exclamó Godou dándose cuenta del peligro demasiado tarde.
Se apresuró a soltarla e intentó apartarse; sin embargo, Erica reaccionó al instante y lo atrapó de nuevo, rodeándole el cuello con ambos brazos. Entonces, con una voz increíblemente dulce, susurró:
—Esto es perfecto. Déjame darte el beso que mereces por la victoria. ¡Ahora le toca al hombre demostrar su virilidad!
De repente, la mirada de Godou quedó atrapada por el fulgor de unos labios color cereza, que susurraban palabras de amor y parecían tan deliciosos como cargados de deseo.
—¡Detén esto! ¡No estás pensando con claridad!
—¡Tienes razón! ¡El hombre que amo me ha sometido a traición y finalmente me arrojó contra el suelo! ¡Adelante, reclama el premio que te corresponde!
Normalmente Godou habría sido capaz de resistir, pero en ese instante Erica se veía sencillamente deslumbrante: Esbelta como la rama de un ciprés, aunque las curvas de su cuerpo destacaban con majestuosa perfección en los lugares correctos. Su cabello dorado recordaba la espiga del trigo, su dulzura era como miel silvestre, y la intensidad de su mirada era una promesa imposible de rechazar.
Ahora, aquella mujer maravillosa lo abrazaba en el suelo con total libertad, haciéndole sentir su calor, su suavidad… y tentándolo con un deseo feroz.
Era criminalmente adorable.
«¡No! Si cedo ahora, ella me controlará para siempre…»
Una nueva batalla había comenzado, completamente distinta a la anterior, pero mucho más peligrosa: un enfrentamiento entre el autodominio de Godou y su propio deseo. Bastaba un instante de vacilación para perder y dejarse arrastrar por un camino sin retorno. Porque si llegaba a rendirse, Erica jamás lo dejaría escapar.
De inmediato trató de cerrar los ojos, pero el aroma del perfume mezclado con el sudor de esa mujer era demasiado excitante. También era más consciente que nunca del tacto delicado y cálido de ese cuerpo femenino que lo abrazaba. Aun así, se repetía a sí mismo que no debía perder el control.
—¡Erica! Este tipo de cosas solo pueden hacerlas quienes estén en una relación adecuada, así que debemos parar aquí. ¡Y hay gente alrededor, por todos los dioses!
—Pero yo quiero hacerlo —replicó ella con naturalidad—. ¿Cuál es el problema? Solo tienes que pedirlo una vez y responderé como corresponde. Si tanto te incomoda que haya gente mirando… simplemente vayamos a un lugar más privado.
La sonrisa de Erica se ensanchaba con una malicia deliciosa, llena de un encanto seductor imposible de ignorar. Sabía exactamente cuánto perturbaban sus gestos a Godou, y cada movimiento suyo parecía diseñado para despertar deseo. Lo peor de todo era que, aunque él sabía que todo era intencional, la atracción que irradiaba Erica seguía siendo completamente irresistible.
«¡Tengo que escapar de esta endemoniada mujer ahora mismo o será demasiado tarde!» pensó Godou, mientras golpeaba el suelo con su mano, reforzando su determinación. Un gesto de firmeza, casi instintivamente viril, frente a la tentación que lo envolvía.
Fue entonces cuando notó que la tierra seguía temblando.
Si, el temblor continuaba como un rugido subterráneo, quizá equivalente a un grado tres en la escala de Richter.
—Noble Kusanagi Godou, realmente ha sido un honor ser testigo de su fuerza divina. ¡Usted verdaderamente es un ser supremo destinado a imperar en el mundo! —resonó una voz solemne entre la distancia.
—Incluso es capaz de comandar los poderes del Avatar de la Ruina y otorgar el castigo celestial. ¡Digno de auténtico temor reverencial!
—Por lo tanto, tal como ya hemos acordado con la Dama Erica Blandelli, nosotros, representantes de todos los Magos Europeos, lo reconocemos como un Campione, el matador de dioses y monarca absoluto sobre todos los mortales. ¡El mundo entero conocerá su grandeza!
Los Grandes Maestres y el Paladín Comandante habían aparecido en algún momento a cierta distancia. Ahora estaban avanzando con una actitud clara de profundo respeto y reverencia, pero un leve brillo nervioso delataba que, a pesar de su compostura, la magnitud del poder que Godou acababa de mostrar los inquietaba profundamente.
—Rey Kusanagi, si fuera posible, quisiéramos pedirle que ponga fin a esta horrenda vibración. Los cimientos de Roma no resistirán mucho más, y la barrera que levantamos está al borde de romperse.
—Además, si esa bestia divina llegase a salir… temo que las consecuencias serían catastróficas.
Al escuchar sus súplicas, Godou asintió de inmediato y se puso de pie. Como ya había ganado, no tenía sentido que el Jabalí continuara intentando manifestarse. De hecho, se sintió un poco enojado consigo mismo por haberse distraído tanto como para ignorar la situación. Por eso decidió terminar con el problema inmediatamente y cerró los ojos para concentrarse, mientras ordenaba mentalmente: «Suficiente, regresa de una vez».
Entonces el Jabalí se daría media vuelta y regresaría a su dimensión, donde podría dormir o hacer lo que hicieran las bestias divinas en el Mundo de las Ideas. Al menos eso era en lo que Godou confiaba.
Pero el Jabalí no desapareció.
«¡¿Oe qué?! O sea que tú me despiertas, me traes hasta aquí, y ahora quieres que largue… ¡Oh no! ¡Querías una distracción! ¡Tendrás una distracción!»
El monstruo gigantesco estaba solo parcialmente materializado, pero sacudió la cabeza y de algún modo acababa de enviarle una especie de pensamiento en respuesta.
—Quién lo diría… —murmuró Godou en voz alta, sintiendo cómo su alma se deslizaba fuera de su cuerpo e inconscientemente trataba de desentenderse de la realidad.
—¿Qué dijo, Su Majestad Kusanagi? —preguntó el Paladín Comandante.
—No quiere volver. —Respondió Godou con la mirada en blanco.
—…
—Dice que no quiere regresar —repitió, contemplándolos como si esperara que alguien le indicara qué hacer.
—¡Eso sería un desastre! ¡Una bestia divina arrasando Roma causaría millones de muertes!
—¡Den la alarma! ¡Ordenen a todas nuestras fuerzas organizar la evacuación de inmediato, mientras buscamos una manera de detenerlo!
Los Grandes Maestres reaccionaron sin vacilar, desplegando poderosas magias para comunicarse con todos bajo su mando, tanto en el gobierno como en el mundo mágico. El Paladín Comandante también comenzó a hablar con alguien en voz alta, pero su mirada resplandecía como si no estuviese en ese lugar y más bien estuviese proyectando su conciencia frente a sus subordinados.
Mientras tanto, la cabeza del Jabalí finalmente se materializó, abriéndose paso hacia el mundo de los mortales. Cuando el resto de su cuerpo apareciera, la devastación sería inevitable.
—La última vez que lo invocaste… ¿no regresó de inmediato después de destruir el objetivo que le pediste? —preguntó Erica, con un tono filosófico, como si intentara analizar la verdadera naturaleza de la bestia.
—Sí, recuerdo que no estaba muy contento y pareció protestar, pero obedeció tranquilamente y regresó —respondió Godou, con la esperanza de que la inteligente muchacha le ofreciera alguna solución.
—Pero esta sería la primera vez que le pides regresar sin destruir algo primero. ¿Tal vez ese es el problema? —dedujo Erica.
—Es posible. El Jabalí siempre ha sido difícil de controlar y nunca parece obedecer órdenes complejas. Solo las más simples —murmuró Godou.
—Según sus palabras… —intervino el Gran Maestre de los Arcontes de Rómulo, con rostro serio—. La aparición de la bestia está condicionada a la destrucción. Si intentamos detenerla por la fuerza, arrasará todo a su paso. En cambio, si la dejamos acabar rápidamente el objeto de su odio, será más fácil hacerla regresar.
—Tampoco me gusta —comentó el Paladín Comandante—. Pero ni con el poder de todos los magos podremos evitar su aparición. Dejemos que la criatura destruya su objetivo y concentrémonos en apartar a todos de su camino. Así limitaremos el daño y evitaremos que haya víctimas.
—Sí… supongo que esa es la solución. Pero… —murmuró Godou, con la mirada vacía, porque sabía exactamente cuál era el objetivo del Jabalí y sin querer le lanzó una mirada rápida, llena de arrepentimiento.
Fue solo un gesto, pero Erica Blandelli se dio cuenta al tiro e inmediatamente comprendió lo que ocurría.
—Godou, sé que nunca querrías lastimarme realmente. Además, un ser humano no sirve como objetivo para la encarnación del Jabalí. ¿No es cierto?
—Sí… tiene que ser algo grande —respondió Godou, sin atreverse a mirarla.
—Algo grande…
—Algo muy grande…
—Muy grande, dices.
Para entonces, todos ya se habían dado cuenta de que el discurso de Godou se estaba volviendo cada vez más evasivo, y que claramente intentaba esquivar las preguntas. Pero Erica no iba a desaprovechar semejante oportunidad para divertirse a costa suya y lo señaló de inmediato.
—Estamos en el Circo Máximo, que es un terreno vacío y llano. El Palacio de Augusto era el lugar desde donde los Grandes Maestres observaban nuestro duelo, así que podemos descartarlo. Creo que lo único “muy grande” que podría haber llamado la atención por aquí en medio de nuestra batalla sería… eso. Sí, eso sería lo único. Pero no quiero creerlo.
Alguien que siempre vive pregonando las virtudes del pacifismo, la dignidad y los beneficios de vivir de forma civilizada… nunca, jamás, por ningún motivo, haría algo tan salvaje como elegir como objetivo a una de las siete maravillas del mundo. ¿No es cierto? Digo, es un patrimonio invaluable de la humanidad, que ha formado parte de nuestras tradiciones históricas y sagradas desde la era del Primer Imperio Romano.
Seguramente me equivoco. ¿Verdad, Godou? ¡Vamos! ¡Dilo! ¡Diles a todos que me equivoco!
Por supuesto, Erica había dado en el blanco.
«¡Cómo le gusta hacer leña del árbol caído a esta maldita demonio! ¡Estoy seguro de que está disfrutando de lo lindo con mi sufrimiento!», pensó Godou, pero su boca estaba demasiado seca como para articular una sola palabra.
—¿Cuándo hablan eso? ¿A qué se refieren exactamente? —preguntó el Gran Maestre de los Prosélitos de Orfeo, con un tono mucho más agudo de lo que cabría esperar en alguien tan severo.
—No, esperen —dijo el Paladín Comandante, señalando en una dirección concreta—. ¿Están hablando de eso?
En cierta ocasión, el pueblo judío se rebeló contra el dominio romano con una ferocidad sin precedentes. Para castigar su osadía, el invencible general Flavio Vespasiano movilizó sus legiones y llevó a cabo una cruenta reconquista, que culminó en la sangrienta toma de Jerusalén y la completa destrucción de su Templo, hasta que sólo quedó lo que hoy conocemos como El Muro de los Lamentos.
Tan temido y admirado fue Flavio Vespasiano, que tras el reinado del demente Nerón, el pueblo lo proclamó Emperador de Roma. Y para demostrar su compromiso hacia los ciudadanos, el nuevo gobernante decidió invertir todo el botín obtenido del saqueo de Jerusalén en construir un nuevo anfiteatro, un lugar donde los romanos pudieran presenciar los combates más espectaculares. Y lo erigió justamente sobre los terrenos que Nerón había destinado originalmente a su palacio privado.
El Anfiteatro Flavio contaba con capacidad para unos 50,000 espectadores, un complejo sistema de cobertura que brindaba sombra y controlaba la iluminación, y cientos de puertas secretas para que hombres, bestias y máquinas pudieran aparecer de forma sorprendente, casi como por arte de magia.
Allí, los romanos hacían luchar hasta la muerte a prisioneros de guerra que habían osado desafiar su dominio, junto a criminales, traidores y enemigos del Estado. En la arena también combatían gladiadores profesionales, hombres que ofrecían su sangre al público con la esperanza de comprar fortuna, fama o una efímera libertad. Desde las gradas, los espectadores contemplaban ejecuciones públicas, violaciones colectivas contra prisioneras de guerra y bestias desgarrando a los condenados mientras rugía la multitud. El pueblo no solo se regocijaba ante el espectáculo de la muerte: con gritos y aplausos decidía quién debía vivir o morir, ejerciendo un poder terrible, casi divino, comparable al del propio Emperador.
Para decorar el lugar, Vespasiano mandó modificar una estatua colosal que Nerón había hecho para parecerse al dios Sol, colocándola como adorno cerca del anfiteatro. Aunque la estatua desapareció hace mucho, el público continuó asociándola al edificio, y así terminó siendo conocido como El Coliseo Romano.
La orgía de muerte y depravación en el Coliseo terminó finalmente con la caída del Imperio. Durante siglos, el imponente edificio estuvo al borde de la destrucción, muchas veces amenazado por quienes buscaban usar sus piedras como material de construcción. Sin embargo, la Iglesia Católica Romana decidió preservarlo, en memoria de las innumerables víctimas inocentes que habían perecido horriblemente en aquel lugar, entre ellas muchos santos mártires cuyo sacrificio jamás fue olvidado.
Gracias a esta protección, el Coliseo permaneció como testigo de la habilidad, la decadencia y el poder que los Antiguos Romanos habían alcanzado. Su arquitectura inspiró a millones de artistas y arquitectos a lo largo de los siglos, hasta tal punto que hoy no existe estadio deportivo en el mundo que no conserve algún vestigio de la influencia del Coliseo Romano.
Finalmente, en 2007, fue reconocido por el mundo entero como una de las Siete Maravillas que todo ser humano debe contemplar al menos una vez en la vida.
—E… Bueno, es que… estaba ahí —confesó Godou, deseando que la tierra lo tragase—. Terminé demasiado metido en el combate. Eso me llamó la atención… ¡Y no creí que realmente llegaría a suceder!
En ese instante, el Jabalí finalmente completó su materialización. Cuando los colmillos, la cabeza y las patas delanteras se volvieron sólidos, ya no había nada que alguien pudiera hacer para detener su carga.
Se escuchó un rugido tan terrible, que no podía pertenecer a este mundo.
—¡…!
—¡…!
La tierra dejó de temblar por la invocación, pero comenzó a vibrar con cada golpe de las pezuñas de la bestia que comenzó a correr salvajemente, provocando un sonido que se asemejaba al eco del final de los tiempos. Toda Roma sintió el estremecimiento.
El Coliseo Romano apareció reflejado por última vez en los ojos rojos de la criatura, antes de que esta cerrase la distancia en un parpadeo y comenzara una devastación espantosa.
—No…
—Cielos…
—Reparar esto requerirá una enorme cantidad de magia…
—No escatimemos esfuerzos. Llamen a todos los magos, oficiales, medios, al presidente y al ejército. Necesitamos barreras, restauración y modificaciones masivas de memoria. No podremos hacerlo todo en un solo día; primero debemos crear una excusa creíble y luego preparar una ilusión mientras regeneramos los daños…
Todos entraron en un estado de evasión de la realidad, excepto por el Paladín Comandante de los Tercios Imperiales, que fue el único capaz de sobreponerse y comenzar a trazar un plan para solucionar la catástrofe.
Tres días después, un titular recorrió todas las redes sociales del mundo, llenando a la humanidad de asombro y desconcierto:
💥 MISILES IMPACTAN EL COLISEO ROMANO: testigos reportan caos total y pánico en las calles.
💀 ATAQUE SUICIDA CONFIRMADO: grupo radical se declara responsable.
🌍 NACIONES UNIDAS EN ACCIÓN: movilizan todos los recursos para contener los daños antes de que sean irreparables.
🏛️ PATRIMONIO HISTÓRICO EN PELIGRO: empresas privadas italianas prometen restauración, pero el Coliseo permanecerá cerrado indefinidamente.
⚠️ Se insta a evitar la zona y seguir actualizaciones oficiales.
#AtentadoRoma #DestruyenColiseo #Emergencia #PatrimonioEnPeligro
—¿En serio partirá ahora mismo, joven Godou? —preguntó Arianna con un dejo de melancolía—. Es una verdadera lástima, apenas acabamos de conocernos.
—Deberías quedarte unos días más… incluso un par de semanas —añadió Erica, con voz tentadora—. Podríamos relajarnos y pasar tiempo juntos, acurrucados, amorosamente… ¿quizá en Venecia o Trípoli?
Ambas hablaban a la vez, pero Godou continuaba empacando sin mirarlas. Sus respuestas, sin embargo, eran diferentes para cada una.
—Gracias por tu amabilidad, señorita Anna. Si algún día viajas a Japón, por favor no dudes en ponerte en contacto conmigo. Haré todo lo posible por devolverte la hospitalidad que me has brindado.
Erica, en cambio, recibió una negativa firme y directa:
—¡Deja de decir tonterías! Incluso si tuviese el valor de ausentarme tanto tiempo de la escuela sin permiso, jamás sería en otro continente. Además, después de todo lo que ha pasado… no tengo ganas de acurrucarme contigo ni en Venecia ni en ninguna parte. ¡Solo quiero desaparecer!
Se encontraban en la habitación de un hotel de lujo que Erica había reservado. Godou llegó allí tras presenciar el colapso del Coliseo Romano y, sin decir palabra ni preguntar nada, simplemente se dejó caer sobre uno de los sofás, abrazando la dulce liberación de la inconsciencia hasta el amanecer.
Horas atrás…
…Saber que por su culpa una de las Siete Maravillas del Mundo había quedado reducida a escombros carcomía su conciencia. Godou suplicó, gritó y dio órdenes incansables al Jabalí durante lo que le pareció una eternidad, pero al final, la Bestia Divina sólo se retiró cuando apenas quedaba rastro del invaluable edificio.
—De cualquier forma, en Milán ya sacrificaron su Castillo Sforzesco —Comentó Érica, con un dejo de humor sombrío—. Si Roma no perdía algo parecido al Coliseo Romano, se estaría quedando atrás en la lista de ciudades que han tenido el honor de recibir la visita del Campione Kusanagi Godou.
«Debo haber hecho algo muy malo en mi última vida, para merecer el tener que involucrarme con esta mujer… o mejor dicho, este demonio» pensó Godou, suprimiendo las ganas de gritar, porque las palabras despreocupadas de Erica eran como dardos afilados en su espalda «Lo peor es que ella es la culpable real de todo esto. Sí. Pero seguro hallará la manera de volverlo en mi contra para manipularme. Ya la puedo imaginar llamándome de nuevo. Ese día probablemente no está muy lejos».
Mientras Godou sufría en silencio, la expresión de los Grandes Maestres se volvió aún más severa.
—¿Entonces el colapso reciente del Castello Sforzesco se debió a usted, rey Kusanagi? —preguntó uno de ellos con voz grave.
—Me preguntaba cómo era posible que incluso las defensas mágicas que colocamos para fortalecer su estructura interna fueran destruidas. Verdaderamente usted es poderoso, majestad Kusanagi.
Viendo cómo sus anteriores “metidas de pata” quedaban al descubierto, Godou bajó la cabeza avergonzado. Erica, en cambio, disfrutaba de lo lindo y sonrió risueña mientras le echaba más leña al fuego:
—Eso no es nada, venerables. Deberían haber visto cómo terminó Porta Felice cuando visitamos Palermo; o el puerto de Cagliari en Cerdeña. El poderío del rey quedó completamente demostrado. Y en Siena dejaste un inmenso cráter en la Piazza del Campo. ¿Verdad, Godou?
—¡Basta! ¡Me vas a matar, Erica! —masculló desesperado—. ¡Deja de hablar como si no tuviese nada que ver contigo! ¡Tú me obligaste a ir a todos esos lugares! ¡Al menos la mitad de la culpa es tuya!
—Los monumentos se arreglarán al final —respondió ella sin darle importancia —. A las familias de magos en esos sitios solo les costó unos cuantos miles de millones y algunos tesoros invaluables. Nada que valga la atención de un rey como tú.
—…Oh no —exclamó Godou, casi gimoteando mientras imaginaba todas las molestias que sus acciones habían causado. Viéndolo así, Erica no pudo aguantar más y comenzó a soltar una carcajada.
Mientras tanto, los Grandes Maestres se arrodillaron ante él con la reverencia de un Señor Feudal ante su monarca:
—Ahora comprendemos que, sin importar su carácter o voluntad, un Campione siempre será un Campione. Los poderosos del mundo solo podemos contemplarlos y desesperar. Rogamos que sea misericordioso.
—Los Concilios Superiores juramos respetar vuestra suprema dignidad y suplicamos que nos vea a nosotros, junto con todos los Magos Europeos bajo nuestro mando, como dignos de recibir su merced y su gracia.
Los Grandes Maestres no lo hicieron responsable de los daños y lo despidieron con la mayor atención, asegurándole que todo sería reparado por su magia, y que al final el Coliseo volvería a levantarse como antes, sin que nadie notase la diferencia.
Pero esa sutil nota de pánico en la voz del Paladín Comandante cuando convocaba en voz alta a los equipos de rescatistas, era difícil de ignorar. Además, aunque la magia podía reparar los daños, era evidente que requeriría una cantidad astronómica de recursos invaluables.
Godou tampoco podía olvidar las expresiones aterrorizadas de los ciudadanos romanos que, gracias a las barreras mágicas, no vieron al Jabalí, pero sí percibieron el terremoto y luego la ausencia de la mayor atracción turística de la ciudad. Miles de ellos cruzaron su camino hacia el hotel con expresiones aterrorizadas, y el sentido común de Godou sufrió un golpe brutal bajo el peso del remordimiento.
Tiempo presente…
…Por eso, a primera hora, su único pensamiento era abandonar Italia cuanto antes.
Acababa de salir de la ducha, completamente vestido, cuando Arianna apareció con el desayuno y, al mismo tiempo, el titular de esa mañana.
—¡Joven Godou, esto es increíble! —exclamó con una sonrisa angelical, mostrando la pantalla de su teléfono—. ¡Más de veinte creadores con millones de seguidores ya están hablando del atentado en el Coliseo! Las cadenas de noticias y los periódicos no tardaron en repetir la historia: para todos, fue un ataque terrorista. La última vez que Italia atrajo tanta atención mundial fue cuando ganamos la Copa del Mundo.
—Hay que reconocer la habilidad de los Grandes Maestres —comentó Erica, hojeando el artículo con entusiasmo—. En cuestión de horas inventaron una coartada convincente y hasta fabricaron pruebas de una supuesta plataforma de misiles de radicales. ¡Mira esto! Presentaron los cuerpos de terroristas conocidos en Oriente Medio y difundieron grabaciones en las que se atribuyen el ataque. Qué meticulosos… Seguro emplearon necromancia avanzada para que nadie pueda descartarlo como un montaje digital. Me pregunto quiénes habrán estado detrás.
«¡Genial! Sólo mátenme ya, ¿les parece?» pensó Godou, sintiéndose aún más culpable.
—Relájate, Godou —continuó Erica con tono tranquilizador—. Al final son solo pérdidas materiales que se pueden reponer. A los magos restauradores les encantará demostrar sus habilidades alquímicas para regenerar casi cualquier material. ¡Y les donarán muchos tesoros valiosos con los que trabajar! Los malvados terroristas que han sido inculpados estarán contentos de que les atribuyan este golpe porque, admitámoslo, no hacen otra cosa que planear cómo destruir civilizaciones; es su versión del golf. Todos estarán contentos al final. ¡Y nadie salió lastimado! ¿No te expliqué cómo funciona la Gran Barrera Europea?
—¿La Gran Barrera…? —preguntó Godou, con tono receloso, aunque en el fondo deseaba enterarse de cualquier noticia que mejorase su ánimo.
—La Gran Barrera Europea es probablemente el logro más grande de los Concilios Superiores en cuanto a Defensa Mágica —explicó Erica—. Bueno, aunque su nombre lo sugiere, realmente no cubre a toda Europa, sino principalmente a los países en donde tenemos autoridad. Pero Italia está en el epicentro y, naturalmente, posee una cobertura total.
En fin, te aburriré con los detalles técnicos, pero la Gran Barrera es un encantamiento extremadamente poderoso que afecta únicamente a las personas no mágicas. Si alguien dentro de su perímetro sufre daño, es inmediatamente transportado a una dimensión artificial donde permanece a salvo e inconsciente de todo lo que ocurre a su alrededor.
—Espera… ¿me estás diciendo que en Europa nadie puede morir si resulta herido?
—No exactamente —aclaró Erica, alzando un dedo con elegancia—. La Gran Barrera Europea no es omnipotente; existe un límite al daño que puede anular. Si millones de personas murieran de golpe, sería imposible evitarlo. Además, no puede mantenerse activa permanentemente: por lo general, los Tercios Superiores la despliegan en zonas donde se detecta actividad inusual, justo antes de que las Órdenes de Caballeros entren en combate, y solo por un tiempo limitado.
Erica apoyó la barbilla en su mano y añadió con voz ligera:
—Por último, la Barrera está diseñada para contener daños mágicos o sobrenaturales. Aunque puede proteger de la destrucción física, no impide enfermedades ni muerte natural. Y si alguien liberase gas venenoso, armas químicas o radiación… probablemente no funcionaría tan bien.
—Ah… ya veo.
—El caso —prosiguió Erica— es que, antes de nuestro duelo, la Gran Barrera ya había sido activada sobre el Circo Máximo. Luego, el Paladín Comandante extendió su perímetro a toda Roma. Así que, cuando comenzaron los temblores del Jabalí, miles de ciudadanos desaparecieron y solo regresaron cuando el combate terminó. Por eso viste a tanta gente nerviosa: de repente habían perdido cinco minutos de su vida de forma misteriosa. Pero nadie resultó herido.
Las palabras de Erica aliviaron en parte el corazón de Godou. Se estremecía al imaginar que alguien hubiera resultado herido o incluso muerto por su culpa, sin saberlo. También estaba impresionado por las habilidades mágicas de los Grandes Maestres, que le habían hablado con tanto respeto.
Sin embargo, aunque su corazón se sintiera un poco más ligero, nada de aquello cambió su resolución de marcharse.
—En cualquier caso, se acerca la hora de mi vuelo y quiero estar en el aire antes de que ocurra algo más… ¿Podrían decirme cuál es la mejor forma de llegar tranquilamente al aeropuerto?
—¿De verdad quieres irte, así como así? —replicó Erica con un puchero fingido—. Después de todos los problemas que pasé para traerte… ¡Casi podría creer que no quieres pasar tiempo conmigo!
—Pasar tiempo es una cosa. Abandonar mi casa, mi familia y mis obligaciones sin previo aviso para irme de vacaciones, es otra. Además, si me sigo demorando, mi hermana sospechará que le he mentido, y no me siento lo bastante fuerte como para lidiar con eso. Aprecio tu intención, pero tendremos que dejarlo para otra ocasión.
En ese momento era domingo por la mañana en Italia, pero en Japón apenas marcaba la medianoche del sábado. Si lograba tomar su vuelo sin contratiempos, podría estar de regreso en Tokio a mediodía y nadie se enteraría de que había desaparecido del país.
- Ah… Realmente eres un cabezota. —suspiró Érica, decepcionada—. Muy bien, entonces yo misma te llevaré al aeropuerto. Pero antes, tengo algo que darte.
Erica tomó de pronto una maleta que descansaba junto a sus pies y extrajo de su interior un objeto de piedra, del tamaño de un puño. Era un disco tan negro como la obsidiana, cubierto por un relieve erosionado por los siglos. Resultaba casi imposible distinguir la figura completa, aunque a primera vista semejaba un rostro humanoide de frente, con serpientes retorciéndose en lugar de cabellos.
—¿Qué es esto? Y lo más importante… ¿por qué quieres que me lo lleve? —preguntó Godou, frunciendo el ceño.
—Te lo mencioné antes —respondió Erica con una sonrisa—. Esto es el Gorgoneion. Básicamente, funciona como un grimorio mágico. La efigie representa a la Diosa Madre y en su interior guarda las instrucciones necesarias para que una deidad pueda convertirse en una Diosa Desatada de la tierra.
—Tenía entendido que los grimorios eran libros con hechizos y encantamientos —replicó Godou, negando con la cabeza—. Esto es solo una piedra. Ni siquiera tiene palabras grabadas en la superficie… apenas un garabato irreconocible. ¿Cómo puede contener instrucciones?
—Olvida el papel —repuso Erica con calma—. Este objeto proviene de un tiempo muy anterior a la escritura. Su propósito, sin embargo, es el mismo que el de un grimorio, aunque este en particular es infinitamente más poderoso. Solo un Espíritu Primordial puede desentrañar el conocimiento que encierra; los mortales apenas somos capaces de arañar la superficie.
Godou observó de nuevo el relieve.
—Esta imagen… me resulta familiar. ¿No es ese monstruo llamado Medusa? Creo que Hércules, o alguien parecido, la derrotó… —murmuró con escepticismo mientras se inclinaba sobre el disco de piedra.
—Medusa era una de las tres gorgonas supremas, y la única entre ellas que podía morir —explicó Erica con serenidad—. Su cabello estaba formado por serpientes vivas, tenía garras de bronce, alas de oro, el cuerpo de una mujer y colmillos de jabalí. Era una amalgama de monstruosidades en un solo ser. Finalmente fue derrotada por el semidiós Perseo, quien obtuvo su poder al cortarle la cabeza.
Erica elevó el objeto a la luz y continuó con tono solemne:
—Sin embargo, las tres gorgonas no son solo criaturas mitológicas. En realidad, aluden a deidades femeninas mucho más antiguas: El Triunvirato[7] de la Noche. Deméter, que encarna la tierra fértil; Perséfone, soberana del Inframundo; y Hécate, señora de la magia. Con el tiempo, todas ellas se unificaron en la figura de una única diosa de tres rostros.
Hizo una pausa, como si sus palabras evocaran ecos remotos.
—Pero esa es apenas su forma debilitada. Su esencia verdadera es la de una diosa inmensamente poderosa, que reinó en el Mundo Antiguo antes de ser derrotada por los…
—Me encantó tu explicación, aunque fue un poco complicada de seguir, pero voy a interrumpirte justo ahí. – Exclamó Godou de repente, levantando la voz con un gesto irritado—. En resumen, esto es propiedad de una diosa antigua y, además, algo terriblemente peligroso, ¿verdad?
—Así es. —asintió Erica con una leve sonrisa.
—¿Y simplemente me lo entregas así, sin más explicaciones?
—Creo que intenté contarte los detalles ayer en el restaurante, pero no quisiste escuchar.
—¡No me dijiste que era una bomba de tiempo!
—También te advertí que llegaría el momento en que tú mismo me pedirías saberlo todo. ¿Verdad que tuve razón?
—Ca… —Godou quedó mudo por un instante, y luego protestó—: No, no la tienes. Y te diré por qué: No necesito que me expliques nada, ¡porque no pienso guardar esta cosa, y mucho menos llevármela a mi tierra!
El muchacho apretó los puños. Aquel objeto de origen incierto, cargado de poderes incomprensibles y reclamado por una Diosa Desatada que ya lo buscaba… todo aquello era una receta para el desastre. Si semejante monstruo llegaba a manifestarse en Tokio por su culpa, la sola idea bastaba para que sintiera un ardor en el estómago, como si una úlcera quisiera abrirse paso dentro de él.
—Bueno, si esa es tu respuesta, no hay nada que hacer —respondió Erica con una sonrisa dulce.
Luego inclinó la cabeza de forma adorable y, como si hablara para sí misma, suspiró:
—Tarde o temprano la Diosa Desatada descubrirá que guardamos el Gorgoneion aquí, y entonces desatará un cataclismo sobre Roma. La Gran Barrera no podrá contenerla… millones de vidas inocentes perecerán… ¡Ah, sí tan solo pudiésemos pedir la ayuda de un Campione! ¡Oh, pero no hay ninguno disponible! Todo porque no sé quién lastimó gravemente al Rey Salvatore y, hasta ahora, nadie consigue encontrarlo.
El monólogo de Erica no se detuvo ahí. Continuó aumentando gradualmente el nivel de dramatismo, hasta que finalmente llegó a convertirse en algo que bien podría ser un éxito de taquilla en el género de Tragedia.
Por supuesto que cada palabra era como un misil teledirigido directamente contra el corazón de Godou, quien no pudo evitar estremecerse.
—¡Arianna! Si la diosa desatada aparece, juro por mi honor que te protegeré… —exclamó con voz vibrante, llevando una mano al pecho—. Pero, por mucho que luchemos los mortales, jamás podremos vencerla. ¡Debes abandonarme y sobrevivir!
—¡No, mi señora! —exclamó Arianna con expresión desdichada, incapaz de notar que su señora estaba fingiendo con descaro—. ¡Si este ha de ser nuestro final, moriremos juntas! ¡Cuando llegue el momento, lucharé a su lado! Sé que no puedo hacer mucho, pero al menos no seré una carga.
—¡Eres tan valiente, mi leal Arianna! —continuó Erica, llevándose teatralmente el dorso de la mano a la frente—. ¡Cuán cruel es este destino funesto, pero al menos estaremos juntas al final! ¡Ah, pero esa pobre gente indefensa! ¡Pensar en el sufrimiento y la destrucción que soportarán, siendo inocentes de todo mal…! ¡Pero juro que quemaré hasta el último aliento de mi vida, aunque solo sea para darles tiempo de despedirse de sus seres amados!
Godou la observaba con el ceño fruncido. A cada frase, el brillo juguetón en los ojos de Erica lo apuñalaba como una burla descarada. Era obvio que estaba midiendo cada una de sus reacciones. Sí, estaba actuando, y ella sabía que él lo sabía… pero aun así no se detenía.… el nivel de descaro era tan monumental que lo dejó sin palabras durante varios segundos.
«¡Qué retorcida y malvada!»
—¡Guau! Has alcanzado un grado de malicia que jamás hubiese creído posible —dijo Godou, esbozando una sonrisa muy a su pesar—. Muy bien, me lo llevaré conmigo.
—¡No tienes que hacerlo, Godou! —replicó Erica con fingida desesperación—. Sé que estás ocupado y no tienes tiempo para cargar con los problemas de los insignificantes mortales. Solo espero que, cuando todo acabe, me recuerdes con cariño y…
—¡Está bien, me lo llevaré! —la interrumpió Godou, alzando la voz—. Mejor dicho, ¡quiero llevármelo! ¡Me encanta la idea! ¡En serio! ¡Me emociona guardar este maldito objeto que podría causar millones de muertes! —El sarcasmo le brotaba por cada palabra—. Pero que quede claro: si un desastre se desata en Tokio, la responsabilidad será tuya, Erica. Toda la culpa será tuya. ¿Entendido?
—Tranquilo —dijo ella con una sonrisa angelical, como si hablara de una trivialidad—. Una ciudad arrasada por el capricho de un Rey ya es algo común para los magos de Europa. Si ocurre en Tokio, lo tomarán como señal de que han alcanzado relevancia internacional.
—¡Córtala ya con esas estupideces! —exclamó Godou, furioso. Sin embargo, acabó rindiéndose. Con un gesto brusco, guardó el disco de piedra en su bolsillo.
Al verlo, Erica sonrió con malicia.
«Esta mujer es, sin duda, un demonio. Sí… ella es el origen de toda mi mala suerte», pensó Godou, confirmando una vez más la opinión que ya tenía de Érica Blandelli.
Se ha ido…
«El tallado que representa a la Serpiente Antigua, portador de la sabiduría del Triunvirato, ha caído en manos enemigas.»
Sus instintos sobrenaturales le revelaban lo ocurrido mientras posaba sus delicados pies sobre los escombros de lo que hasta ayer fuera el Coliseo Romano. Aún podía percibir vestigios de la sabiduría del Gorgoneion flotando sobre la devastación causada por aquel que había sido su enemigo desde el principio de los tiempos.
El poder que provocó semejante desolación era, sin duda, fruto de la Autoridad de un Campione.
A su alrededor, cientos de personas—los discípulos de Hermes, como se autodenominaban los magoi[8]—trabajaban desesperadamente en las reparaciones. Sin embargo, ninguno parecía percatarse de su presencia.
Por supuesto que no: NADIE podía encontrarla si ella no lo deseaba.
Le bastaba con pensar «no quiero escuchar ahora ningún parloteo de los mortales» para que hasta las más poderosas magias de detección resultasen inútiles. Solo él habría podido verla, tal como lo hizo cuando la conoció.
En ese instante, recordó al Campione venido de tierras lejanas con el que se había reunido hacía apenas unos días. El matador de dioses que mintió sobre querer enfrentarse a ella.
«Así que al final resultó como debía ser. Los hijos de Hermes no se pusieron de acuerdo en lo que debían hacer con el Gorgoneion y por eso se lo entregaron al Campione. Pero ahora… ahora ese matador de dioses lo llevará más allá de estas tierras. ¡Qué necios! Ignoran que su ignorancia me favorece: en cuanto cruce los límites de la Hélade[9], el Sello de Zeus Olímpico[10], que hasta ahora me impedía encontrarlo, dejará de interponerse en mi camino y podré encontrarlo fácilmente.»
Justo como ella misma hizo miles de años atrás, el joven Campione había venido desde lejos atravesando el mar. ¿Por qué debería tener miedo de hacer lo mismo, si con eso recuperaba lo que le pertenecía por derecho?
Ella y la Serpiente Antigua tenían un lazo inseparable, y esa conexión inevitablemente la guiaría hacia su objetivo.
—¡Lo que deseo es el Gorgoneion! —clamó, con voz cargada de poder—. ¡La égida tallada que era mía! ¡El trono que sólo yo merezco! ¡La Serpiente Antigua que doblegó a todos bajo su sombra!
Ella era una diosa con muchos nombres. Medusa, Esteno, Euríale… eran simplemente algunos entre los que tuvo a lo largo de los siglos.
Pero al final, todos sus títulos y honores convergían en un único significado: la Reina del Inframundo, la Diosa Madre que reinaba sobre la oscuridad, tres deidades en una sola esencia, el Triunvirato de la Noche que imperó sobre el Mediterráneo.
- ¡Lo que deseo es el Gorgoneion! La Serpiente Antigua que nuevamente abrirá mi camino hacia el trono de la oscuridad y Desatará mi poder. ¡Toda la sabiduría del cielo y la tierra me pertenecerán a mí! –
La Diosa Desatada sonrió y finalmente dio un pequeño paso en dirección hacia el Este. No tenía prisa. Sería solo el primero de muchos pasos que daría con paciencia, hasta alcanzar aquella tierra lejana donde la aguardaba su objetivo.
[1] Una lengua más antigua que el latín, de los pueblos pre romanos.
[2] Mil Lenguas en latín
[3] Es una referencia tanto al Casco de Alejandro Magno con forma de León y también a uno de sus Diádocos o sucesores, llamado Leonato, que luchó junto a su rey con gran valor.
[4] Corazón de León en italiano.
[5] Dios Heraldo del olimpo que podía correr por los cielos con sus sandalias aladas.
[6] Referencia al León de Nemea que Heracles (Hércules) derrotó.
[7] Alianza de Tres que funciona como uno.
[8] “Magos” en griego antiguo.
[9] Son los territorios donde vivieron los griegos.
[10] Padre de los dioses, señor del rayo, el poder y la política.
¡Queridos lectores!
Debo advertirles que este capítulo, aunque a primera vista parezca un simple avance en la trama, me costó un esfuerzo titánico y muchas noches sin dormir, ¡casi como escribir un libro nuevo! Quería que cada detalle alcanzara la grandeza épica que siempre me ha fascinado, y que todo, desde la música hasta el combate, tuviera coherencia, fuerza y alma.
Para empezar, la canción en latín de Erica no existe en la obra original. Fue una de las escenas más desafiantes que he creado. Está inspirada en la película Dragon Blade (dejé el video al final del capítulo para que puedan escuchar la melodía original). Lo que parecía una tarea sencilla —buscar la letra, copiarla y adaptarla— resultó ser una auténtica odisea.
La letra en latín original estaba mal escrita, y eso me obligó a convertirme, literalmente, en letrista y métrico a contrarreloj. Tuve que contar sílabas, estudiar ritmo y sonoridad, y crear una nueva letra desde cero, en latín correcto, que no solo tuviera sentido, sino que encajara perfectamente con la melodía. Fue una experiencia tan intensa como fascinante: horas de investigación, correcciones y aprendizaje.
Luego vino el siguiente desafío: la coreografía del combate. Quise que Erica empuñara un elegante estoque italiano del siglo XVI, así que investigué sus características y aprendí el vocabulario técnico adecuado. Cada movimiento del duelo está inspirado en la esgrima española —La Verdadera Destreza—, una de las más complejas y refinadas de Europa. Eso significó ver incontables videos, estudiar manuales y, lo más difícil, diseñar una coreografía que tuviera lógica táctica y sentido físico. Nada de “golpes al aire” o acrobacias imposibles: cada estocada debía tener una intención real.
Después vino mi gran reto conceptual: la reestructuración mágica.
Por convicción personal, eliminé los conjuros originales de Erica que usaban versículos bíblicos (algo que siempre me pareció inapropiado) y los reemplacé por poderosos cánticos extraídos de la Ilíada, como los versos que invocan la Lanza de Aquiles y el espíritu de la Cólera. Además, reorganicé la base filosófica de la magia: las antiguas “dimensiones alternas” fueron sustituidas por el Topos Uranos, el Mundo de las Ideas de Platón, lo que aporta un trasfondo mitológico y filosófico más coherente con la tradición occidental.
Otro detalle importante fue la creación de la Gran Barrera Europea, una idea que surgió mientras pensaba en el “paraguas nuclear francés”. Quería explicar cómo es posible que las devastadoras batallas entre magos y dioses pasen inadvertidas para el resto del mundo. Esta barrera también refuerza el peso político de los Concilios Superiores, al mostrar que son lo suficientemente poderosos como para sostener un hechizo continental. Aun así, incluso ese poder no basta para detener la Autoridad de un Dios Desatado, lo que nos deja ver cuán abismal es la diferencia entre los dioses, los Campione y los magos comunes.
También ajusté pequeños detalles para modernizar el mundo: cómo los magos reparan el Coliseo Romano tras su destrucción, o cómo el control mediático ahora se ejerce a través de redes sociales en lugar de los viejos noticiarios.
Por último, quiero destacar las imágenes generadas con IA, especialmente las de las Autoridades del Toro y del Jabalí, que quedaron espectaculares. Pero, curiosamente, de las que más orgulloso me siento son las que representan a la “pequeña niña”. Es un personaje ya existente del anime, y la IA tuvo muchas dificultades para generar una versión fiel, lo que hizo el resultado final aún más satisfactorio.
Este capítulo fue una mezcla de épica, filosofía y táctica, y cada línea lleva detrás una enorme cantidad de investigación, cariño y dedicación.
Espero sinceramente que lo hayan disfrutado tanto como yo disfruté el proceso de crearlo.
¡Gracias por seguir acompañándome en esta aventura!