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Itálica, medianoche.
Pocas calles llevaban la ironía grabada en cada una de sus piedras como la Vía Ernestina, bautizada en honor al infame Rey Ernestino “el Loco”. Según los cronistas, que nunca se cansaban de maldecirlo, ordenar su primer trazo fue el único acto bueno que hizo al inicio de su desastroso reinado.
Como casi todo lo positivo que salió de aquel gobernante demente, cuyas guerras imprudentes estuvieron a punto de colapsar la antigua Liga Itálica, la Vía Ernestina habría acabado tan arruinada como su creador de no ser porque Ernestino fue asesinado y luego reemplazado por el legendario Escipión Augusto Cornelio, considerado el segundo fundador de Itálica y artífice del actual Imperio.
Décadas después, otros emperadores la mejoraron de forma progresiva: ampliaron su calzada para dar paso a grupos numerosos y carretas pesadas, levantaron un firme pavimento de bloques de piedra sobre el antiguo sendero de tierra, tallaron surcos a los lados para drenar la lluvia y erigieron monolitos de piedra blanca que medían la distancia a mil pasos. La embellecieron con esculturas, columnas de mármol, templos consagrados a distintos dioses e incluso fuentes con mosaicos elegantes.
En cada etapa de remodelación, alguien propuso cambiarle el nombre para enterrar la vergüenza de su origen. Sin embargo, todos los intentos fracasaron. El pueblo itálico tenía costumbres peculiares, y una de las más arraigadas era no cambiar jamás el nombre de un lugar, aunque sus orígenes fuesen tan cuestionables como su autor. Valoraban la historia por encima del decoro, incluso cuando esa fidelidad iba en contra del orgullo imperial. Así, y a pesar de exasperar a más de un emperador, la calle siguió siendo llamada Vía Ernestina. Al final, todos terminaron aceptándolo.
En la actualidad, la Vía Ernestina se alzaba como una de las arterias principales de Itálica, iniciando directamente en el Foro. Aun así, conservaba un aire extraño. Aunque bien ubicada, parecía menos concurrida que otras vías similares, como si los mismos transeúntes evitaran pisarla con frecuencia. Algunos decían que era por la sombra invisible del rey loco. Otros, más pragmáticos, señalaban la razón obvia: la calle desembocaba directamente en una obra aún más infame que su nombre.
Allí, al final del recorrido, se encontraba la Carcer Vetus (Cárcel Vieja), una estructura sombría y vetusta que muchos atribuían también a Ernestino. Fue la primera prisión de Itálica. A pesar de haber sido ampliada varias veces a lo largo de los siglos, seguía siendo insuficiente para el número de criminales que el Imperio procesaba cada año. Aun así, se mantenía en uso, reservada para casos “grises”: estafadores, embaucadores o criminales incómodos que no merecían una ejecución pública ni el gasto de un juicio solemne, pero que resultaban lo bastante molestos para que alguien quisiera verlos desaparecer.
Allí terminaban aquellos sin dinero para comprar su libertad, sin amigos poderosos ni un apellido con el peso suficiente como para salvarles el cuello. En esa prisión esperaban, en la húmeda penumbra, hasta que algún evento en el Gran Anfiteatro Imperial justificara su muerte. Entonces eran ejecutados entre los entreactos, como entretenimiento pasajero antes de que los verdaderos espectáculos comenzaran.
Esa noche, bajo la tenue luz de unas lámparas de aceite colgadas en ménsulas de bronce y entre las sombras proyectadas por un antiguo arco triunfal ennegrecido por los años, un hombre avanzaba sin desviar el paso por la Vía Ernestina.
Su manto era negro, pero la lana bien tejida que asomaba entre los pliegues resultaba demasiado cuidada para un rufián y demasiado austera para un patricio. Pero en general su vestimenta lo ayudaba a pasar relativamente desapercibido siempre que mantuviese una cierta distancia.
Solamente había un elemento que se destacaba de forma casi provocadora: un pequeño medallón de plata labrada que brillaba sobre su pecho, con la efigie de un escorpión. Cada pocos pasos, sus dedos, callosos por años de calles húmedas y golpes a traición, se alzaban para rozarlo. Lo hacía sin darse cuenta, como si necesitara recordarse a sí mismo quién era ahora… o quién pretendía ser.
Sus pasos resonaban sobre los bloques de piedra pulida con un eco que la noche absorbía sin devolver. La ciudad a su alrededor dormía casi vacía bajo la luz temblorosa de las lámparas de aceite que colgaban en ménsulas de bronce. A esa hora, no pasaban ni perros ni borrachos. Los arcos se alzaban en penumbra y las esculturas en los pedestales eran apenas visibles como siluetas en la oscuridad.
A los lados, columnas de mármol con vetas apagadas sostenían frontones manchados por las huellas que dejó la temporada de lluvias. Las tabernas del tramo bajo cerraban sus portones con rapidez, dejando tras de sí apenas una línea de luz bajo la madera. Un carruaje solitario avanzaba en la distancia, arrastrando el ruido de sus ruedas por los surcos irregulares del pavimento. Por encima, la luna asomaba a intervalos entre nubes delgadas, arrojando sobre la calle una claridad lechosa que no alcanzaba a disipar la sensación de abandono.
El hombre caminaba sin apuro, como si aprovechase el tiempo entre cada zancada para afirmarse en un papel que todavía sentía reciente. Cuidaba sus movimientos, pero no los disimulaba. El escorpión de plata colgado de su cuello brilló brevemente cuando una ráfaga agitó su manto, antes de volver a ocultarse entre las sombras.
Al final de la avenida se alzaba la silueta irregular de la Carcer Vetus. Desde la distancia se asemejaba a una fortaleza modesta, con murallas bajas y torres recortadas, menos imponente que los castillos de guerra del norte pero cargada de una solidez que helaba la sangre. Según los cronistas, originalmente era una cantera de piedra caliza agotada, en donde encontraron unas grutas naturales sin salida a las que Ernestino el Loco ordenó colocar rejas de hierro forjado a martillazos para usarlas como celdas.
Con el paso de los siglos, los Pretores de Itálica habían erigido muros de ladrillo cocido a su alrededor, torres de vigilancia, pasadizos laterales y varias celdas pequeñas abovedadas. Pero estas ampliaciones se acumulaban unas sobre otras sin plan maestro, de modo que el resultado era un conjunto asimétrico, con bloques de distinta antigüedad encajados a la fuerza. Incluso a esa hora se podía notar que en la fachada había piedras más viejas mezclándose con parches más claros, marcas de ampliaciones y restauraciones que nunca borraron del todo la humedad que trepaba por las juntas. Era realmente una visión tétrica, especialmente en aquella hora.
El hombre se detuvo un instante antes de entrar, cerró la mano sobre el medallón y aspiró la humedad rancia que se escapaba de aquel horrendo edificio.
- Sí, realmente esta noche me ha tocado hacer un recorrido deprimente… Pero qué le vamos a hacer. ¡Es trabajo! - Susurró aquel hombre sonriendo irónicamente antes de continuar. Luego avanzó, tragándose la penumbra de la Cárcel Vieja como si, en el fondo, no supiera caminar hacia ninguna otra parte.
Un guardia dormitaba bajo un pórtico sostenido por columnas agrietadas. Ni siquiera levantó la vista al oír pasos, tal vez demasiado acostumbrado a visitas que preferían la discreción de la madrugada. El hombre intentó llamar su atención con un leve carraspeo, pero el soldado siguió roncando, ajeno a todo. Finalmente, perdió la paciencia y le propinó una patada en la canilla para obligarlo a despertar.
- Pero ¡¿quién mierda…?! -
El legionario se incorporó de un salto, furioso, y alcanzó a llevar la mano al cinto para desenvainar la espada. Sin embargo, se encontró con la mirada de aquel hombre, y un brillo inquietante en sus ojos bastó para que el guardia retrocediera de inmediato, como si una chispa invisible lo hubiese sacudido. Toda su agresividad se desvaneció de golpe y, en su lugar, se dibujó una sonrisa servil.
- ¿Necesita algo… mi señor? - Balbuceó, intentando parecer útil.
- Dile a tu Prefecto que Cestus ha venido a verlo. - Ordenó el hombre con voz firme. Luego acercó el rostro y añadió en un murmullo: - Hazlo rápido y quizá me olvide de contarle que el guardián de su prisión dormía en pleno turno. -
- ¡No, por favor, señor! ¡Me despellejaría vivo! -
- Entonces muévete y no me hagas perder más tiempo. -
El guardia no perdió tiempo en protestar. Se calzó el casco torcido, se ajustó el cinturón de cuero y se esfumó bajo la arcada sin atreverse a mirar atrás. El hombre llamado Cestus aguardó en la penumbra del pórtico, jugueteando con el medallón como quien palpa un recuerdo amargo. El rumor de pasos arrastrados volvió al cabo de unos minutos, acompañado por el tintinear de unas llaves y el sonido pesado de puertas que se abrían y cerraban en algún lugar profundo del recinto.
No tardaron en llevarlo a un despacho improvisado que ocupaba una galería abovedada, apenas decorada con tapices polvorientos y un brasero chisporroteante. El Prefecto, hombre ancho de hombros y voz áspera, lo recibió sentado tras un escritorio de roble que parecía demasiado grande para su función. Hubo un silencio incómodo mientras Cestus avanzaba. El Prefecto carraspeó, como si fuera a recitar uno de esos discursos llenos de amenazas veladas que tanto gustaba pronunciar para recordar a todos que era él quien mandaba allí, pero la perorata se deshizo en su garganta cuando sus ojos se cruzaron con los de su visitante.
- Cestus, supongo. - Trató de sonar firme, aunque la voz le salió más débil de lo que pretendía: - Espero que traigas… lo acordado. -
- ¿Lo dudas? - Respondió Cestus, sin molestarse en fingir cortesía.
El Prefecto tragó saliva y bajó la vista a unos pergaminos. Fingió reacomodar sellos y plumas para disimular el temblor de sus dedos.
- No es costumbre entregar nada sin… recordarte bajo quién queda esta cárcel - Balbució. Se aclaró la garganta con un carraspeo seco: - Aquí las decisiones pasan por mí. Nadie cruza estas puertas sin que yo… -
Cestus inclinó apenas la cabeza, lo suficiente para clavarle los ojos. El Prefecto calló de golpe, como si la lengua se le hubiera enredado. Abrió la mano en un gesto torpe. Cestus dejó caer la bolsa de cuero sobre la mesa. El golpeteo de las monedas llenó la galería con un sonido que parecía más pesado que el bronce de las lámparas.
- Cincuenta monedas de oro. - Murmuró el Prefecto, con un brillo codicioso apenas velado. Desató el cordón, echó un vistazo rápido a los bordes dorados y suspiró: - Perfecto. Muy bien. Te llevarán abajo. Mis hombres saben qué hacer. -
Chasqueó los dedos sin volver a levantar la vista. Un carcelero se materializó junto a la puerta, encorvado como un perro de mala raza.
- Sígueme. - Gruñó, sin atreverse a mirar a Cestus directamente.
Lo condujeron por un corredor angosto que descendía en espiral, iluminado por antorchas encajadas en nichos de piedra. El aire se volvía más húmedo y agrio a cada escalón, cargado de ese olor espeso que dejan los muros cuando rezuman el acre sudoroso de siglos. El carcelero se detuvo ante una puerta de roble reforzada con listones de hierro, hizo girar la llave y empujó el cerrojo con un crujido que reverberó por todo el pasillo.
- Aquí espera. No toques nada. No preguntes nada. - Masculló uno de los guardias, mirando de reojo el medallón que brillaba bajo la capa de aquel aterrador visitante.
La habitación era poco más que una celda de castigo reciclada. Los muros, de sillares toscos, lucían manchas de moho que trepaban desde el suelo, donde una vieja rejilla de drenaje apenas combatía el hedor rancio de agua estancada. Una lámpara de aceite descansaba sobre un banco de piedra. Las cadenas oxidadas colgaban todavía de un par de anillas empotradas en la pared, testimonio de otros usos más crudos. Allí no había camas ni mesas: solo un banco corrido, frío como un túmulo.
El hombre se sentó a esperar, con la espalda recta, tamborileando los dedos contra la rodaja de plata sobre su pecho. El chirrido de las bisagras volvió a quebrar la penumbra cuando la puerta se abrió de nuevo.
Tres figuras avanzaron bajo el empuje torpe de un par de carceleros. Llegaron arrastrando grilletes que resonaron sobre la piedra como un mal augurio. Sus tobillos y muñecas mostraban costras violáceas, la piel pegada al hueso, la mugre acumulada como una segunda costra que ni la lluvia de filtraciones había logrado arrancar del todo. Cabellos largos y enredados les caían sobre rostros demacrados, apenas sombras de lo que alguna vez fueron.
Aquellos reos respiraban con dificultad, como animales famélicos sacados de una fosa. Algunos parpadeaban con la mirada extraviada, otros parecían murmurar entre dientes una plegaria rota. Los guardias los soltaron allí, encorvados y atados, sin molestarse en ocultar su repugnancia. Antes de cerrar, uno de ellos murmuró con voz apagada:
- Grita cuando hayas terminado y volveremos. -
La puerta se cerró tras el golpe del cerrojo, dejándolo a solas con su nueva mercancía humana.
Cestus no se levantó de inmediato. Observó a los tres como si midiera su peso real, más allá de esos harapos que colgaban de sus cuerpos consumidos. Uno trató de sostenerle la mirada, pero terminó parpadeando, derrotado por el cansancio y la fiebre que le enturbiaba los ojos. Los otros dos se limitaron a respirar, si es que aquello podía llamarse respirar: un jadeo irregular, casi un estertor que se mezclaba con el goteo de la rejilla del suelo.
El visitante dejó que el silencio se alargara, pesado como una piedra atada al cuello. Entre sus dedos, el medallón de plata con la efigie del escorpión giraba sin cesar, reflejando la luz amarillenta de la lámpara que chisporroteaba. Por un momento se preguntó si aquellos miserables lograrían siquiera ponerse en pie cuando llegara la orden. No importaba. Lo harían. Tenían que hacerlo, porque su única otra opción era la muerte.
Cestus se incorporó despacio, dejando que sus botas crujieran sobre la piedra húmeda. Dio un par de pasos a su alrededor, como un predador que evalúa una presa. Entonces se detuvo frente al primero de ellos, un hombre de hombros anchos que ahora se encorvaban bajo costras y llagas.
- Remus Arvina. Maestro grabador de sellos, falsificador de escrituras tan perfectas que ni un cónsul podría distinguirlas de un decreto imperial. ¿Cuántos plebeyos caminan hoy con orgullo entre los aristócratas gracias a las heráldicas y árboles genealógicos que inventaste? Pudiste volverte moderadamente rico trabajando tú solo, pero confiaste en el Conde Mondego, creíste en su oro, en su protección. Sin embargo, no contabas con su codicia: presentó documentos que todavía no habías terminado de preparar y lo descubrieron. Naturalmente, para salvar su reputación te sacrificó como a un perro sarnoso. Te mandó aquí a pudrirte, esperando que la Arena reclamara tu sangre para divertir a la plebe. -
Remus parpadeó, como si despertara de un sopor agrio. Las venas de su cuello se tensaron contra el grillete. Cestus no esperó su respuesta. Siguió hasta el segundo, un hombre más delgado, con dedos aún manchados de tinta pegada entre costras oscuras.
- Vercio Maecenus. Contador de los buenos. Sabías esconder fortunas donde ni el cuestor más voraz podría hallarlas. Demasiado bueno. Por eso Mondego quiso meterte en su telaraña y te ofreció un puesto privilegiado en su banco. Pero tú lo rechazaste, dijiste que no apoyarías la facción del Príncipe Lucio, que preferías dormir tranquilo. Al hacer esto lo ofendiste. Te acusó de fraude, fabricó testigos, y acabaste aquí: carne barata para un entreacto de media tarde. -
Vercio cerró los ojos con un murmullo, pero no pronunció palabra. Sus labios agrietados se movieron como si rezara o maldijera. Cestus apenas arqueó una ceja, satisfecho, y avanzó al tercero.
Se agachó frente a él. Draco Felicianus alzó el mentón con un hilo de orgullo que ni la piedra húmeda había logrado arrancarle a pesar de los años que había estado encerrado.
- Y claro… aquí estás tú. El más miserable de todos. ¿Quién en los barrios bajos de Itálica no conoce tu historia? El mejor contrabandista de la capital. Sabías cada ruta secreta para entrar o salir sin ser visto por la guardia. También tuviste la prudencia de no involucrarte en nada demasiado peligroso. Nunca comprometiste rutas clave ni traficabas con lo que pusiera en riesgo la seguridad del Imperio. Tenías la astucia justa para mantenerte lejos de miradas que no debías provocar. Por eso el Manto Oscuro te dejaba respirar, aunque te negaste a trabajar para ellos. Sabían que a veces resultabas útil y que tu cabeza era lo bastante fría para evitar problemas mayores.
Cestus soltó un leve resoplido, como si lamentara cada palabra antes de pronunciarla.
- Sin embargo, por fin llegó el día en que cometiste un error. No uno de cálculo, sino de instinto. Tenías un cargamento valioso y Mondego quiso comprarlo. Tú lo vendiste a otro noble que pagaba mejor. Nada más que un negocio, pero lo ofendiste. Así que ordenó quemar tu casa como escarmiento. Aun así, creo que ni siquiera pretendía matarte… porque lo hizo cuando sabía que no estarías. -
Su voz bajó, casi se volvió un susurro.
- Pero tu hermana enferma sí estaba adentro. No tuvo tiempo de huir. -
Draco apretó tanto la mandíbula que la cadena sobre su cuello pareció protestar. Cestus lo miró en silencio, sopesando la furia que hervía en sus pupilas. Dio unos pasos atrás, respiró hondo y continuó sin apartar la vista de ese odio latente.
- Reconozco que al menos tuviste agallas para intentar vengarla. Otro habría huido de Itálica, se habría perdido en cualquier cloaca para seguir respirando. Tú no. Usaste cada contacto, cada corredor, cada traidor dispuesto a venderte una pista que te permitiese acercarte lo suficiente para clavarle un cuchillo en el corazón. Pero ni toda tu astucia sirvió de nada cuando chocaste contra un Conde bien sentado en la Alta Aristocracia. -
Cestus se detuvo. Sus dedos rozaron el medallón que pendía de su pecho. Dudó un instante, como si sopesara si valía la pena abrir la herida hasta el hueso. Bajó la mano y sostuvo la mirada de Draco, que ahora ardía como brasas húmedas. Los otros dos reos, que hasta entonces hervían en su propia rabia, parecieron encogerse ante la marea oscura que se condensaba en torno a ese hombre encadenado.
- ¿Sabes qué es lo peor? -
Al final Cestus volvió a levantar la vista. La voz le salió baja, contenida, pero con una dureza que no admitía réplica.
- No es que fallaras en vengar a tu hermana. Lo peor es que, al final, a Mondego ni siquiera le importaste lo suficiente como para ensuciarse las manos contigo. No envió asesinos, no planificó nada. Ni siquiera ordenó que te desaparecieran en secreto. Te arrojó aquí como se arroja un hueso a los perros. Sin pensarlo demasiado. No llegaste a ser ni siquiera una anécdota interesante para recordarte. -
Se inclinó apenas, lo justo para que su sombra cubriera a los tres prisioneros encadenados.
- Por eso estás aquí. Por eso los tres están aquí. Para morir sin rostro, sin nombre, con un casco que los ciega y una espada que no sabrán dónde clavar. Para que la plebe se ría mientras se matan entre ustedes. -
Draco soltó un escupitajo seco a sus pies. Pero Cestus apenas soltó una risa sin calor. Retrocedió solo lo necesario para verlos a todos: tres espectros encadenados, respirando odio con cada exhalación.
- Sí, los escuché. El entreacto. - Su voz se hizo más densa: - Ese lindo espectáculo donde los condenados se matan a ciegas para divertir a los espectadores mientras los verdaderos héroes que quieren ver pelear se preparan. Espadas cortas. Cascos sin visera. La plebe ríe mientras ustedes se destripan entre sí… por si acaso alguno logra sobrevivir para limpiar la arena después. Aunque todos saben que en realidad ninguno va a salir vivo. Es solo un engaño, para que luchen con más furia. -
Los ojos hundidos de Remus brillaron húmedos. Vercio apretó los dientes. Draco encajó las cadenas en la pared como si quisiera arrancarlas de cuajo. La ira subía como un vapor oscuro, llenando cada grieta de la celda.
- Bastardo… - Escupió Remus, con voz ronca: - ¿Acaso Mondego te envió? ¿Vienes a burlarte de nosotros? ¿Qué más quieres? ¿Ver cómo suplicamos? ¡Pues adelante! Pero recuerda esto: A mí me traicionó, aunque le era útil. Reza a todos los dioses para que nunca compartas mi destino. -
Vercio soltó un bufido que parecía un gruñido de animal herido. Draco lo miró con los dientes apretados, listo para morderlo hasta la muerte si no fuera por las cadenas.
Cestus dejó que la furia brotara, alimentándola, examinando cada chispa de odio en sus miradas hundidas para ver si era lo bastante fuerte. Finalmente dio un paso atrás, satisfecho.
- Regodearme… - Repitió con un dejo seco en la voz: - No. Es imposible que venga de parte de Mondego. Ya les dije que ese bastardo ni siquiera recuerda que existen. Vuestra vida o muerte no tienen importancia para él. -
Hizo una pausa, respiró hondo, como si probara la hiel que flotaba en la penumbra.
- He venido a ofrecerles algo que no merecen: una oportunidad de vivir… y tal vez arrastrar a ese bastardo al mismo fango donde los dejó pudrir. - Cestus aguardó a que sus palabras calaran, y entonces añadió: - El amo al que sirvo tiene el poder de hacerlo posible. Pero a cambio deberán entregarle sus vidas. Sin condiciones. Hasta el último aliento. -
El goteo de la rejilla se detuvo por un instante. Los tres hombres se miraron de reojo, dudando entre creer o reírse en su cara. Draco fue el más rápido en recuperar la voz y habló por todos.
- ¿Y por qué habríamos de confiar en otro perro con sonrisa de amo? ¿Encima afirmas que ni siquiera es tuya esta supuesta “oportunidad”? ¿Hablas por un desconocido? -
Cestus dejó que el medallón con la efigie del escorpión rozara la punta de sus dedos. Una chispa oscura se encendió en su mirada.
- Porque la única opción que les queda es morir como entretenimiento… o vivir lo bastante para convertirse en la pesadilla de quien os arrojó en esta fosa. - Sentenció sin miramientos, señalando la entrada de la celda: - Mi señor puede darles una nueva identidad y una vida fuera de aquí. Pero si quieren esta oportunidad, tendrán que demostrar que aún son hombres útiles y no carroña. -
Su mano soltó el medallón, que se balanceó sobre el cuero como un aguijón listo para hundirse.
- Decidan ahora. No repetiré esta oferta. Recuérdenlo bien: la cárcel aún tiene puertas. La tumba no. -
Por un momento nadie dijo nada. Los tres permanecieron encorvados, cada uno tragándose su propia furia, midiendo la sombra de ese hombre y el brillo mortal que destellaba en el escorpión de plata. El goteo de la rejilla retomó su ritmo, como si la humedad misma quisiera acallar cualquier respuesta.
Fue Remus, el falsificador, quien primero rompió el silencio, escupiendo a un lado, aunque la saliva apenas le alcanzó para un hilo turbio.
- Palabras… - Murmuró, con voz rasposa: - Todos tienen palabras. Promesas. Ya oímos promesas de Mondego, y míranos ahora. ¿Por qué esta vez sería distinto? -
El contable Vercio soltó una risa hueca que terminó en tos. El eco rebotó contra los muros toscos de la celda como un graznido enfermo.
- Fuera de aquí no somos nada. Carne barata. Si escapamos, seremos ratas. Si nos atrapan, nos colgarán. - Desvió la mirada hacia Draco, buscando en su silencio la fuerza para morder de vuelta, pero el contrabandista solo mantenía los ojos fijos en Cestus.
Draco respiró hondo. El aire le raspó los pulmones como una cuchilla. La cadena vibró cuando la sujetó entre los dedos.
- ¿Qué clase de amo es tan poderoso como dices… que puede limpiar nuestro nombre y darnos uno nuevo? - Escupió la pregunta como si le quemara la lengua: - Si te creemos, ¿qué nos garantiza que no seremos otra moneda de cambio, otra herramienta desechable para el mismo tipo de bastardo que nos puso aquí? -
Cestus dio un paso adelante. Bajó la vista hacia Draco, luego recorrió con la mirada a los otros dos, uno por uno, antes de sonreír apenas.
- Nada - Respondió, seco: - Nadie les garantiza nada. Solo tienen la fe de que su odio pese más que su miedo. Su única garantía es esta: si sirven bien, su amo los mantendrá con vida. Y si cumplen, tal vez un día verán la cabeza de Mondego desprenderse de su cuello. -
El silencio se hizo más espeso. Remus tragó saliva, carraspeó una maldición que le salió torcida. Vercio bajó la cabeza, apretando los puños como si se aferrase a la idea de vivir un día más solo para ver arder a su traidor. Draco cerró los ojos un instante. Cuando los abrió, su voz sonó ronca pero firme.
- Si hubieras prometido algo mejor, habría motivos para sospechar. - Admitió finalmente el contrabandista: - Pero el pacto que propones es tan jodidamente despiadado que tiene que ser cierto. Solo quiero saber algo. La persona a la que sirves… ¿no terminará aliándose con el Conde Mondego si le conviene? -
La pregunta tenía sentido y era algo que todos se planteaban. Incluso si esta misteriosa figura realmente quería usarlos para fastidiar a Mondego, eso podría ser algo temporal. ¿Quién sabría si nuevas alianzas podrían forjarse mañana?
Pero la respuesta de Cestus no se hizo esperar y lo hizo con una seguridad que los sorprendió.
- Puedes estar tranquilo respecto a eso. Mi amo y el Conde Mondego son enemigos irreconciliables. Es cierto que su enemistad empezó por cuestiones políticas, pero la verdadera raíz es más simple: ese hombre ya hizo el primer movimiento para arruinar a mi señor. Desde ese momento, su muerte está decidida, ocurra lo que ocurra con la situación de Itálica. -
Cestus los miró a todos con intensidad al añadir las siguientes palabras:
- Sepan que mi amo puede ser muy generoso cuando se le trata con respeto. Pero si alguien se atreve a traicionarlo, estará muerto. Olviden normas o procedimientos. Ni la autoridad imperial, ni todas las legiones, ni siquiera los dioses podrían protegerlos de su venganza. -
Aquella última declaración parecía demasiado extrema para ser cierta, y sin embargo había algo en el brillo de las pupilas de Cestus que les provocó un miedo terrible. De algún modo sentían que decía la verdad. El primero en entenderlo fue Draco, el más curtido de ellos en cuestiones de supervivencia.
- Que los dioses nos devoren si mentimos… - Escupió entre dientes, mirando de reojo a los otros dos: - Si es servir o morir como perros, entonces serviremos. Lo juro por todos los altares. -
Remus asintió, derrotado pero encendido por dentro.
- Que me parta un rayo si vuelvo a traicionar este voto. - Gruñó, apenas un hilo de voz.
Vercio, el último en hablar, clavó las uñas en la piedra para no dejar temblar sus manos.
- Que mi sangre se pudra si rompo la palabra… Lo juro también. -
Cestus permitió que esas palabras fluyeran, como un pacto maldito. Luego se giró despacio, golpeó la puerta con la parte plana del puño, dejando que el eco retumbara más de lo necesario. La cerradura se abrió rechinando, y los guardias al otro lado lo miraron como si esperaran una orden oficial.
- Quiten esas cadenas - Ordenó, sin levantar la voz. Se volvió hacia los prisioneros encorvados: - Sáquenlos al patio trasero. -
Los guardias se acercaron, vacilantes, mirando a Cestus más de lo que miraban a los reos. Uno de ellos tiró de un manojo de llaves, las cerraduras se abrieron con un chasquido agrio. Los grilletes cayeron al suelo, dejando anillos rojizos sobre piel y carne amoratada.
El trío fue conducido hasta una puerta trasera, tan antigua como la cantera donde nació la prisión. Más allá se abría un patio lúgubre, cercado por muros manchados de musgo, apenas iluminado por lámparas de aceite. El aire olía a barro removido y a estiércol de mulas, un hedor más propio de establo que de cárcel. Era la zona de carga y descarga donde se apilaban suministros o se enterraban secretos.
Ahí aguardaba un carro cubierto con lonas raídas. De él descendieron cuatro figuras vestidas como simples peones de limpieza, pero ninguno olía a mugre ni se movía como un barrendero común. Uno levantó la lona: debajo yacían tres cuerpos, ya rígidos, con las manos atadas y las cabezas envueltas en capuchas.
Uno de los guardias tragó saliva, pero el más viejo de los que cargaban los cadáveres se le acercó y le pasó una bolsa pequeña. El tintineo de las monedas fue más persuasivo que cualquier amenaza. Los legionarios se hicieron a un lado. Dos de los falsos peones avanzaron, sosteniendo cada cuerpo como sacos de harina podrida y los depositaron junto a la pared, mientras Cestus observaba sin parpadear.
Un leve silbido llegó desde la penumbra. Era apenas un rumor, pero bastó para tensar los hombros del más joven de los peones. Poco después, un niño mendigo, cubierto hasta el cuello con vendas sucias, salió de entre las sombras y se acercó a Cestus. Era uno de los ojos de su red de espías, un enjambre de parásitos sin nombre que vigilaban cada calle para llevarle información de primera mano. El pequeño murmuró apenas, con un silbido entre dientes mellados.
- No hay patrullas. Todo limpio. -
Cestus ni siquiera le respondió e inmediatamente le entregó una moneda de plata como pago. El mendigo sonrió agradecido y desapareció tan rápido como había llegado. Luego Cestus hizo un gesto para ordenar el siguiente paso. Los hombres disfrazados de peones se encargaron de intercambiar los cuerpos: desvistieron a los cadáveres hasta dejarlos tan harapientos como los tres condenados, luego hicieron pasar a Draco, Remus y Vercio por un carro de carga estacionado bajo un cobertizo abandonado. Para cualquiera que hiciera una ronda de madrugada, aquellos que dormían tras los barrotes serían solo más escoria muerta por disentería o frío. Nadie perdería tiempo verificando su identidad.
Cestus se volvió hacia Remus, Vercio y Draco. Les señaló la carreta con un leve movimiento de cabeza. No necesitó explicar nada. Los tres se aproximaron, vacilantes, ayudados por manos ásperas que los subieron a la caja del carro. Apenas se acomodaron, los peones cubrieron todo con la lona para ocultar el contenido.
El carro se puso en marcha sin prisa, rechinando sobre la piedra. Dos vagabundos aparecieron de pronto y se pusieron a caminar unos metros delante, fingiendo discutir por un mendrugo de pan, pero en realidad estaban atentos a cualquier suceso irregular en la oscuridad. Cada cruce de miradas, cada silbido breve, mantenía la vía despejada como un río negro obediente a un solo cauce.
Cestus los siguió a pie, sin molestarse en ocultar su silueta bajo la capa. Sabía que no era necesario en la ruta elegida. Cruzaron callejones que olían a vino rancio y orina, hasta llegar a una casona de fachada despostillada. Dos golpes en la puerta bastaron. Dentro, aguardaba un sanador, vetado para siempre de los hospitales por haberse embriagado en una fiesta de palacio, donde soltó una broma sobre envenenar a uno de los anfitriones aprovechando una consulta médica. Desde entonces tenía que contentarse con ser médico clandestino.
Por eso no hizo preguntas. Mandó traer jarras de agua hervida, vendas y ungüentos amargos. Uno a uno, los fugitivos fueron descargados, llevados a la penumbra del sótano, donde el hedor de hierbas medicinales se mezclaba con el aroma espeso de la fiebre.
El sanador comenzó su labor sin palabras.
Cuando todo estuvo hecho, Cestus se marchó sin volverse. Sus pasos resonaron entre las callejuelas de Itálica hasta perderse en una puerta de servicio que llevaba al interior de su residencia. Allí, en la penumbra de una oficina revestida de madera oscura, lo esperaban tres pergaminos abiertos sobre la mesa. Eran pruebas de identidad: tres nombres nuevos, tres orígenes falsos, tres hombres sin pasado, listos para servir bajo otra máscara.
Cestus pasó la yema de un dedo sobre la tinta fresca, contemplando cada palabra para asegurarse de que no tuviera ningún defecto. El truco de estos documentos era que, aunque la información que contenían era falsa, las firmas y sellos de la Familia Asturias eran auténticos. Pasarían cualquier escrutinio. Satisfecho, enrolló los pergaminos y los guardó en un cofre de hierro. El chirrido del cerrojo resonó en la estancia.
Horas después, cuando el manto de la noche ya empezaba a ceder, subió las escaleras silenciosas a sus lujosos aposentos. Dentro, las columnas de mármol, los tapices de seda y el perfume tenue del incienso encubrían la podredumbre de Itálica como un velo. Se descalzó en la antesala, se despojó del manto y lo colgó con cuidado, dejando que la medalla del escorpión brillara sobre la madera pulida.
A la luz de una lámpara encendida, el hombre que todos llamaban Cestus se quedó mirando su reflejo en un espejo ovalado. Fue entonces, solo entonces, cuando la mueca de su boca se torció apenas, como si una máscara invisible se resquebrajara por dentro.
En ese momento, Chester soltó un suspiro de alivio que muy pronto se convirtió en una auténtica carcajada. ¡Cuánto había cambiado su suerte en los últimos meses! Ahora tenía otro nombre, vestía ropa lujosa y era alguien que jalaba los hilos de las conspiraciones en lugar de ser la marioneta. Era una vida con la que ni se habría atrevido a soñar hasta el día en que conoció a Bryan y decidió jurarle lealtad.
- Pensar que Draco Felicianus era mi héroe cuando era niño… y ahora no solo lo he salvado, sino que estará bajo mis órdenes. Maestro Bryan… - Murmuró, casi en confidencia con su propio reflejo: - ¡Te seguiré hasta el último día de mi vida! -
Tras pronunciar esas palabras, se dejó caer sobre la cama de colchón de plumas y sábanas de seda. Y mientras sus ojos se cerraban para tomar un merecido descanso, recordó la primera noche en que dejó morir su nombre. La noche en que prometió que un día volvería a nacer convertido en un nuevo ser, capaz de caminar con orgullo en este mundo.
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Semanas antes de que Bryan partiese a Valderán
La galería principal de la mansión olía a polvo fresco y yeso húmedo. El eco de cinceles y martillos retumbaba tras los muros, donde cuadrillas de artesanos pulían cornisas, reparaban estucos agrietados y colgaban tapices nuevos traídos de los talleres más caros de Itálica. Bajo la penumbra de la tarde, las lámparas apenas encendidas proyectaban un juego de luces y sombras sobre el mármol pulido, donde se reflejaba la silueta de Bryan como la de un espectro que vigilaba cada detalle.
Chester se mantenía un paso atrás, con las manos cruzadas a la espalda. Vestía ropas que no habrían desentonado en la servidumbre de un senador: lino negro bien planchado, botas de cuero blando, una capa ligera que enmarcaba su nueva figura. Ya no era el mendigo flaco de cabello sucio; su piel mostraba un tono más saludable, sus hombros habían ganado firmeza y su cabello, antes apagado, había recuperado el brillo cobrizo que alguna vez tuvo antes de que la desnutrición se lo robara.
Inconscientemente tocó un mechón suavizado, incrédulo, recordando los días en que la miseria lo había dejado tan mugriento que resultaba imposible de peinar.
Bryan se giró hacia él. Sus ojos se posaron en su sirviente personal, evaluándolo como se evalúa una daga bien templada.
- Has cambiado. - Dijo al fin, con voz grave: - La Esencia Mágica que te di trabaja muy bien en el interior de tu cuerpo. Estás asimilándola más rápido de lo que esperaba. -
Chester bajó la vista, aunque una sonrisa leve asomó en sus labios.
- No soy nada comparado con usted, maestro. Pero… a veces, cuando despierto, siento que mis manos no me pertenecen. Como si algo más fuerte estuviera dentro, empujándome a moverme mejor, a no temblar cuando el miedo intenta paralizarme. -
Bryan caminó unos pasos; sus botas resonaron sobre el mármol. Pasó la yema de un dedo por la moldura de un muro recién pulido y miró de reojo la doble escalinata que algún día vería entrar a sus mujeres, cuando llegase la hora de instalarlas allí.
- No es ilusión. Es la Pseudo Asimilación - Murmuró, como si recitara una lección: - Esa chispa de mi poder irá creciendo, remodelando tus huesos, tu piel, tu sangre. Cuando esté lista, despertarás hasta tres de los dones que yo poseo. No serás un guerrero invencible. Pero crecerás para ser mucho más poderoso de lo que jamás podrías haber soñado. -
Chester tragó saliva. Tenía tantas preguntas, pero no se atrevió a interrumpir.
Bryan se volvió del todo hacia él. Lo miró a los ojos, sin dureza, pero a la vez sin indulgencia.
- Te di la oportunidad de escapar de la nada. Ahora tienes crédito ilimitado, información, oro, sirvientes. Y esta casa será la máscara perfecta para el día en que traiga aquí a mis mujeres. Aún no saben la verdad entre ellas, y cuando la sepan… - Una risa leve le tensó la comisura de los labios: - Bueno, tendré que cruzar ese puente algún día. Pero aún hay cosas importantes de las que debo ocuparme primero. Sin embargo, espero sinceramente que ninguna de ellas termine enterándose de nada que no necesiten saber por tus labios. Después de todo, no me sirve un secretario que no puede guardar mis secretos. -
- Mis labios están sellados, amo Bryan. - Juró Chester de inmediato.
Bryan se acercó. La penumbra se cerró entre ambos como un velo espeso.
- Recuerda una cosa, Chester. La chispa que late dentro de ti es mía. Podrás usarla para levantarte sobre otros, aplastar a quienes te desafíen, ganar respeto. Pero si alguna vez olvidas quién encendió esa llama, bastará un susurro mío para arrebatarla. Y con ella, toda tu nueva vida. -
Chester respiró hondo. Sintió el frío de esas palabras como un cuchillo, pero la llama de la Esencia Mágica ardía bajo su piel, alimentando un rincón de su orgullo.
- No tiene que decirlo, amo Bryan. Moriría antes de perder su confianza. -
- Eso espero… - Le advirtió Bryan con una mirada aterradora, aunque su expresión se suavizó cuando añadió: - Por eso esta mansión debe ser decorada con esmero. Parte del control de daños será darles a todas mis mujeres el lugar privilegiado que les corresponde. Ninguna de ellas debe sentirse menos que una princesa imperial. -
Chester asintió, esta vez con una sonrisa más confiada.
- Haré que esta mansión sea digna de usted y sus esposas, maestro. Nada de muebles carcomidos ni sirvientes inútiles. He contratado al mejor decorador de la ciudad, el mismo que trabaja para la familia imperial. Comenzará la semana que viene. Vincent ya está a cargo de la servidumbre y tiene instrucciones claras de entrenarlos como si trabajaran para el palacio. He invertido cada moneda con cuidado. No habrá nada que la alta sociedad pueda criticar. -
Bryan sostuvo la mirada sobre Chester, midiendo cada detalle de su gesto, como si pudiera leer la forma exacta en que su mente tejía rutas de fuga para cualquier imprevisto. Al fin, esbozó apenas una mueca de satisfacción.
- Has hecho bien con la mansión. Pero hay algo más, Chester. Un asunto muy importante del que también tendrás que encargarte. -
Chester sintió un leve escalofrío recorrerle la nuca. Sus dedos rozaron la costura interna de su capa, casi como un tic de perro que recuerda la cadena vieja. Se obligó a enderezarse.
- ¿Quiere que empiece ya? Pensé que… esperaba su regreso de Valderán. -
Bryan soltó un bufido casi imperceptible, algo parecido a una risa sin voz. Dio media vuelta para caminar despacio hacia la parte de la galería donde un ventanal, apenas limpio, dejaba entrar la claridad opaca de la tarde.
- Todo debe continuar mientras yo esté lejos. Mundo que se detiene, mundo que se hunde. Es ahora cuando Mondego se siente seguro, protegido por su título y su corte de gusanos. Cuando menos espere, la carcoma habrá devorado su reputación desde dentro. Tú serás esa carcoma. En mi nombre. -
Chester tragó saliva, notó el nudo denso en su garganta. Habló despacio, como quien repasa una lección memorizada a media noche.
- Entiendo… debo continuar con la infiltración de su red comercial. Desacreditarlo. Mover ciertos favores que tenemos… y cuando llegue la oportunidad, forzar los rumores donde deben aparecer. -
Bryan lo observó de perfil, sus ojos parecían brasas quietas bajo la penumbra.
- Eso solo es un escalón. El resto lo iremos abriendo paso a paso. Sabes bien qué nombres son útiles y cuáles deben caer. No necesito recordarte cada nombre, ni cada deuda que podemos explotar. Lo hablamos mil veces. -
Chester asintió. Inspiró profundo, intentando mantener el temblor fuera de su voz.
- Pero… concederme tanta autoridad legal como su representante… no es poca cosa. Un solo error y toda la estructura puede derrumbarse. -
Bryan alzó una ceja, casi divertido.
- ¿Te acobardas ahora? No fue esa actitud tímida lo que me hizo ver valor en ti, Chester. Fue tu instinto para oler en dónde se encuentran las oportunidades. Si tuviera que quedarme en Itálica vigilando cada soborno y cada carta, ¿para qué servirías? De ti depende que esta red crezca sin que nadie note que lleva mi sello. Y para eso, tendrás un nuevo contrato, sellado ante notario. Dentro de Itálica, nadie podrá negarte acceso a ninguna sala, ningún archivo, ninguna de mis cuentas. Te voy a dar acceso total. -
Chester inclinó la cabeza, resignado a sentir el peso de esas palabras. De pronto, aquella galería a medio restaurar le pareció un mausoleo para su antiguo yo.
- Haré lo que deba hacerse. Pero… ¿cree que bastará con ser Chester para moverme entre esa gente? Algunos me conocen aún por lo que fui. No todos me tomarán en serio. -
Bryan se acercó entonces, tan despacio que apenas crujieron sus botas sobre el suelo. Colocó una mano firme sobre su hombro, casi en un gesto de padre estricto.
- No. No bastará con ser Chester. Para lo que viene, necesitarás un nombre que inspire respeto, temor, curiosidad. Una firma que nadie olvide cuando la vea estampada en un contrato… o en la hoja de un cuchillo sobre la almohada correcta. Te di un cuerpo nuevo, un lugar. Ahora es momento de que adoptes una identidad acorde a tu nueva posición. Y cuando la uses, no la abandonarás hasta el último día de tu vida. -
Chester respiró hondo, sintiendo un leve nudo en la garganta.
- ¿Qué nombre quiere que lleve, amo Bryan? -
Bryan esbozó una sonrisa apenas insinuada.
- Depende de ti. -
- ¿De mí? -
- Será tu nombre. Uno que tú mismo te has forjado con cada decisión desde la noche en que sellaste tu destino conmigo. Tú decidirás si quieres ser un burgués respetable, el hijo de un comerciante o un aristócrata sin linaje conocido. Lo que elijas será la máscara que te sostenga… o la que te hunda. Cuanto más prestigiosa sea tu fachada, más poder podrás mover. Pero cuanto más alto vueles, más dura será la caída si alguna vez la grieta se abre. Si la máscara se rompe, podrías volverte inútil para mí. -
Chester tragó saliva, sintiendo el peso de la responsabilidad, pero también la emoción de tener por primera vez el destino de su vida en sus manos.
- Lo elegiré bien. Lo juro. -
Bryan asintió en silencio y, con un gesto discreto, extrajo de su Anillo Espacial un rollo de pergamino que entregó a Chester. Ahí estaban escritos nombres, direcciones, anotaciones escuetas, todo dispuesto con una precisión casi quirúrgica. No había en la lista ninguna figura pública ni individuos famosos. Por el contrario, lo inquietante era lo ordinarios que parecían.
- ¿Qué es esto, amo Bryan? - Preguntó Chester, hojeando las primeras líneas con el ceño fruncido.
- Son las “ratas” de Cándido. - Respondió Bryan con una sonrisa críptica: - Bueno, casi todas. El Gran Maestre solo me las mostró una vez, pero tengo excelente memoria. He reconstruido casi toda la lista en ese pergamino. -
Chester arqueó las cejas.
- ¿Ratas? -
- Así las llama él. Son “indicadores”. Personas que el Manto Oscuro vigila sin que ellas lo sepan: un burócrata en un archivo, un tabernero de mala muerte, un mendigo en la puerta equivocada. Pero todos comparten un rasgo: su posición o conducta sirve para delatar un cambio de viento. Si alguno de ellos comienza a actuar de forma extraña: Si desaparece, es despedido sin motivo, o emprende un viaje fuera de lugar; eso significa que algo se está gestando. Son como ratas huyendo de un barco que se hunde. -
Bryan hizo una pausa. El tono de su voz se volvió más grave.
- Es una herramienta de espionaje muy valiosa. No quiero que nadie sepa que la tienes. Así que te la entrego confiando en que comprendes esto: cuanto más tardes en memorizarla y quemarla, menos valdrá tu vida. -
Chester asintió rápidamente, pero luego preguntó:
- ¿Y cuál es el propósito de darme esta lista? -
- Necesito que comiences a construir una red de información propia. - Explicó Bryan: - Es cierto que nadie puede igualar al Manto Oscuro en ese terreno, pero su neutralidad frente a la sucesión imperial es un problema. Cuando la guerra entre los príncipes comience, tendré que tomar partido. En ese momento, es posible que la organización no quiera ofrecerme el mismo respaldo que hasta ahora. ¿Entiendes por qué debemos tener ojos y oídos independientes? -
- Sí, mi señor. -
- Me alegra que lo entiendas. - Añadió Bryan con ironía: - Porque lo siguiente que harás esta misma noche es encontrarte con el Gran Maestre Cándido. -
Chester se atragantó con aire.
- ¡¿Qué?! -
- Este cambio de identidad tuyo, la nueva máscara. Necesitas su permiso. -
Chester palideció:
- Pero… yo… ¿yo? ¿Cómo podría hablar con un Gran Maestre? Soy un simple peón dentro de la organización. Espere… eso no es necesario. ¡Usted podría autorizar mi nueva identidad! ¡Usted es un agente de rango Sol Oscuro! -
- Por supuesto que puedo. - Admitió Bryan: - Pero si lo hago, podría despertar una sospecha en mi estimado superior. No es buen momento para tentar su paciencia. Después de todo, me acaba de regalar esta mansión, ¿recuerdas? -
Chester se humedeció los labios. El sudor le picaba la base del cuello.
- No lo comprendo. El Gran Maestre Cándido siempre lo ha protegido. ¡Usted es su hombre de confianza! -
Bryan soltó una carcajada seca.
- ¡Ja! Chester, Chester, Chester… No seas ingenuo. Cándido es mucho más que un espía: es “el” espía. Sus secretos tienen secretos. No me malinterpretes: Creo que me aprecia, sí. Yo también lo hago, a mi manera. Pero esa confianza no es un regalo gratuito. Sabe que acabo de ganar poder real. Si empieza a sospechar que abusaré de eso, podría convertirme en un nuevo Vlad Cerrón dentro de su mente y ese es un riesgo que no puedo correr en este momento. -
Puso una mano en el hombro de Chester.
- Por eso esta vez tendrás que convencerlo tú. Hazle ver que esta nueva máscara tuya sirve a los intereses del Manto Oscuro tanto como a los míos. -
Chester parpadeó, incrédulo. El pergamino temblaba entre sus manos.
- ¿Y si me rechaza? -
Bryan se inclinó, su voz se volvió tan baja que se sintió como un cuchillo en la oreja.
- Entonces tendré que replantearme si puedes realmente servir como mi mano derecha. -
Sin añadir más, Bryan se volvió hacia la escalinata, dejando atrás la sombra de un hombre que, por primera vez en su vida, estaba a punto de nacer con nombre propio.
La Prueba de Fuego...
Hola amigos. Soy Acabcor de Perú, y hoy es viernes 04 de julio del 2025.
Han pasado muchas cosas en mi vida últimamente. Finalmente, después de varios análisis en el hospital, descubrieron que la mayoría de mis dolencias se deben a una bacteria. Lo más triste es que ni siquiera es algo raro: se puede contraer fácilmente por comer algo mal lavado o carne mal cocida. El problema es que la maldita mutó y se volvió inmune a casi todos los antibióticos, así que por eso los tratamientos comunes no daban resultado. Para colmo, terminó infectando algunos de mis órganos internos y también partes de la piel, de ahí que los dermatólogos y gastroenterólogos se hayan sorprendido tanto. En fin, ahora me toca probar antibióticos nuevos y bastante raros, además de tomar suplementos de zinc para reforzar mi sistema inmune y rezar para que mi cuerpo logre rechazar la infección. Por supuesto, estos remedios especiales no son nada baratos, pero no hay alternativa. Afortunadamente no fui demasiado tarde; si el cuadro hubiera avanzado más antes de detectarlo, podría haber afectado gravemente algo vital o incluso derivar en un cáncer.
Ahora solo queda confiar en que el tratamiento funcione. Lo que me inquieta es que estoy en ese punto en el que los médicos ya no dicen “esto te va a curar”, sino que hablan de una “estrategia”. Y eso me pone nervioso porque, supongo, no soy precisamente valiente para estas cosas de la salud.
Por suerte algo bueno me pasó. Un amigo que me debía dinero se apareció en mi casa. No me pagó lo que me debía, pero me trajo un regalo: nada menos que el videojuego Stellar Blade en físico. Dijo que ya se lo había pasado por completo y decidió regalármelo. No suelo ser fan de los juegos sci-fi, pero sé que las feministas odian a la protagonista y que se enfurecen solo de verla. Eso ya es motivo suficiente para darle una oportunidad. Me encantó escuchar declaraciones de su creador diciendo cosas como: “los juegos pertenecen a quien los compre y no hay por qué moderarlos una vez vendidos”. Eso me llenó de positividad. Es simple: mis cosas son mías y, una vez pagadas, tengo todo el derecho de disfrutarlas como se me dé la gana. Pero lo que más me hizo defender el juego fue toda la lucha que hubo para proteger la imagen de Eve.
Es verdad que hubo un tiempo en que todos los personajes femeninos de los videojuegos eran demasiado sexualizados. Si, no hay forma de negarlo. Pero con el tiempo también aparecieron algunos que no lo eran y el punto es que hay un mercado para todos y podemos coexistir.
Es cierto que durante años los personajes femeninos en los videojuegos estaban sexualizados al extremo. No se puede negar. Pero con el tiempo aparecieron otros tipos de personajes y ahora hay un mercado para todos los gustos. Podemos coexistir. El problema es que hay un grupo que no quiere coexistir, sino imponerse. Lo noté por primera vez en Mass Effect allá por 2007. En el primero estaba tan metido en la misión que ni me enteré de que podía haber romances entre personajes del mismo sexo. Yo venía de jugar cosas como Devil May Cry o God of War, así que ni idea de que existía esa opción. Ya con Mass Effect 2 se notaba un poco más, pero tampoco le di importancia. Sin embargo, cuando salió Mass Effect 3, uno sentía que la propaganda woke prácticamente saltaba de la pantalla. Lo que antes era solo una opción se volvió una ruta forzada: tenías que jugar con cuidado para no activar un romance gay sin querer.
Yo no tengo nada contra los personajes homosexuales bien escritos, cuya existencia tenga sentido en una trama sólida. Pero díganme ustedes: en medio de una batalla intergaláctica para salvar al universo de una amenaza apocalíptica… ¿es necesario detenerse para ayudar a un sobrecargo que perdió la camiseta que le tejió su novio y quiere recuperarla para iniciar un romance? Era absurdo. Y si uno se atrevía a criticarlo, te llovían insultos.
Así nos tuvieron años, dos décadas llenas de tramas innecesarias, mujeres empoderadas sin contexto, personajes homosexuales metidos con calzador o cambios de raza sin motivo alguno. Lo último fue esa tendencia de hacer a propósito mujeres feas para “romper cánones de belleza”. El resultado fue esa cosa espantosa del tráiler de Fable, que espero sinceramente termine cancelada.
Pero entonces salió Stellar Blade con su protagonista hermosa, femenina, idealizada. Fue como respirar aire limpio después de tanta mediocridad de diseño. Aun así, quizás ni le habría prestado atención de no ser por la reacción histérica de los woke. Los mismos que celebraron Baldur’s Gate 3, donde literalmente puedes tener sexo con un oso. Sí, zoofilia, celebrada como “diversidad”. Y luego te señalan con el dedo si te gusta un personaje que es normal que te guste. ¿En serio? Soy hombre. Me gustan las tetas, los culos y las mujeres hermosas que los tienen. ¿Por qué tendría que disculparme por eso? ¿Desde cuándo los normales debemos avergonzarnos por la normalidad, mientras las minorías celebran sus rarezas y nos las imponen una y otra vez?
Bueno, es con ese espíritu combativo que me puse a jugar, pero descubrí con grata sorpresa que Stellar Blade… ¡es realmente un juego divertido!
Dejando de lado a la protagonista —que sí, es espectacular y está diseñada para encarnar esa fantasía femenina sin complejos—, las mecánicas son sólidas, la jugabilidad se siente pulida y responde como debe. Cada combate se siente desafiante sin ser injusto, los enemigos tienen diseños perturbadores que de verdad te ponen tenso cuando los ves aparecer, y cada jefe te obliga a mejorar.
Las misiones secundarias, lejos de ser puro relleno, están bien escritas y te empujan a explorar cada rincón del mapa. La trama, aunque no es un rompecabezas filosófico, mantiene un ritmo interesante y tiene giros que no esperaba. Es como jugar un buen título de antaño, uno de esos que combinaban acción, desafío y recompensa por explorar, pero actualizado con la calidad técnica de hoy.
Honestamente, me sorprendió lo bien hecho que está. Se nota que el equipo detrás realmente se preocupó por pulir cada detalle. Es un recordatorio de que todavía se pueden hacer juegos hermosos, divertidos y sin culpa de ser lo que son. Así que, sí: por más que me duela moverme y tenga que seguir tragando pastillas para matar esta maldita bacteria, puedo anunciar con alegría: ¡Acabcor recomienda Stellar Blade como un excelente videojuego que te divertirá bastante!
En cuanto al capítulo en sí, creo que no hay mucho que explicar. Era un buen momento para hacer un paréntesis y regresar a Itálica para mostrar qué está ocurriendo exactamente ahí, especialmente con la trama del Conde Mondego, antes de avanzar más con la historia principal. Además, necesitaba presentar la nueva faceta de Chester para que, cuando intervenga en el futuro, no se sienta forzado ni fuera de lugar. Para los eventos descritos me inspiré bastante en El Conde de Montecristo, sobre todo para la descripción de la cárcel y el estado de los prisioneros. En la obra de Dumas, el protagonista también libera a un criminal sabiendo que tiene una cuenta pendiente con uno de sus enemigos, aunque allí toda la trama es mucho más insidiosa.
Algo que me pareció interesante de este capítulo fue mostrar a Bryan, pero no desde su propia perspectiva, sino a través de los ojos de Chester. Creo que eso refuerza un poco más esa imagen de señor oscuro que quiero que proyecte de vez en cuando.
En fin, si te gustó este capítulo, por favor no dejes de apoyarme usando los enlaces de mi cuenta de Patreon. Créeme, esos antibióticos raros (y las skins para Stellar Blade, LOL) no son nada baratas y cualquier aporte me ayudaría muchísimo. También puedes señalar cualquier error ortográfico que se me haya escapado; lo corregiré lo más pronto posible. Y, por supuesto, siempre me ayuda si compartes esta historia en tus redes para llegar a más lectores.
¡Nos vemos en el siguiente capítulo!