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El Gran Señor Amyes avanzó hacia su víctima, y la suela de sus botas resonó en la cámara de piedra como si marcara los pasos del destino. Al verlo, Chester tragó saliva de manera inconsciente. El Censor del Emperador no era particularmente fornido; en realidad, su figura era delgada, y se movía con una lentitud calculada, como si le preocupase lastimarse. Sin embargo, a pesar de esa aparente fragilidad, conseguía irradiar una amenaza más intensa que la de un legionario completamente armado.
—Será mejor que yo también me prepare —susurró Cándido, mientras extraía su báculo mágico del Anillo espacial y golpeaba el suelo una sola vez.
Del punto de impacto brotó una sombra que se expandió con rapidez, envolviendo tanto a un asustado Chester como a su invocador en una especie de capullo esférico. En cuanto se cerró, se volvió completamente invisible.
Mientras tanto, Amyes se detuvo a un paso de la silla de interrogatorio. Su sombra se proyectó sobre el cuerpo inmóvil de Mauros, cubriéndolo como un velo fúnebre. El prisionero permanecía suspendido por el hechizo: con los ojos abiertos, pero sin visión, fijos en un vacío artificial. Aquel extraño símbolo luminoso brillaba en su frente con un fulgor amarillento y constante, suprimiendo mágicamente la conciencia de su víctima.
Entonces, el Gran Señor tomó el cubo de agua cercano y lo volcó sobre la cabeza del hombre. El agua fría cayó en un chorro repentino, disolviendo el sello sobre su piel. El prisionero tosió con violencia y parpadeó varias veces para recuperar la vista. Por unos instantes pareció confundido, pero pronto el pánico se apoderó de él. Su cuerpo se tensó contra las correas que lo sujetaban, y un gemido brotó de su garganta reseca.
Desde el velo de invisibilidad que Cándido había invocado con su Magia Oscura, Chester observaba la escena con el pulso acelerado. El hechizo ocultaba a ambos en una burbuja de sombras, aunque no lograba amortiguar el hedor a miedo que emanaba del prisionero. Cándido permanecía inmóvil a su lado, con los brazos cruzados y la mirada fija en el interrogatorio.
Entonces, Chester notó un curioso cambio en la mirada de Amyes. Se trataba de un fulgor espectral que cruzó sus ojos, y el muchacho sintió cómo se le erizaba la piel. Un escalofrío le recorrió la espalda de arriba abajo.
«Parece que perfora el alma», pensó asustado.
—Presta atención —murmuró Cándido sin apartar la vista del prisionero—. Verás cómo Amyes desarma la voluntad durante un interrogatorio. Nadie comprende cómo lo hace, pero parece ser el único mago capaz de leer la mente de otros individuos.
—¡¿Puede leer la mente?! ¡¿Eso es posible?! —exclamó Chester, sin poder ocultar su incredulidad.
—Teóricamente, es imposible leer el pensamiento en tiempo real, salvo que ocurra entre magos y que ambos participen voluntariamente en el hechizo —explicó Cándido, dirigiendo la vista hacia el hombre frente a él, que ya comenzaba a interrogar al prisionero—. Pero Amyes es la excepción a la regla. Por eso su valor como mago estratégico es tan grande… y también por eso toleramos muchas de sus excentricidades. —En ese momento, miró a Chester de soslayo—. Será mejor que se lo digas a Bryan en cuanto tengas oportunidad: no te enemistes con Amyes. En este momento, el Gran Señor posee un peso político muy superior al suyo. Naturalmente, los queremos a ambos sirviendo a la patria; pero si el Imperio Itálico tuviera que elegir entre los dos, se pondría del lado de Amyes sin dudarlo.
Chester volvió a tragar saliva, aunque asintió lentamente. Por dentro sentía como si un enjambre de serpientes se retorciera en su estómago. Ya era bastante terrible saber que su señor debía luchar en una frontera tan peligrosa como la provincia de Valderán, enfrentarse a un enemigo tan formidable como el Gran Duque Tiberio Claudio y, además, soportar las intrigas económicas del Conde Mondego… ¡Y ahora, por si fuera poco, ese aterrador Censor del Emperador aparecía como un auténtico monstruo de pesadilla en el horizonte! ¡¿Y encima podía leer la mente?!
Sentía que estaba al borde de hiperventilar.
Sin embargo, había alguien que se encontraba en una situación mucho peor que la suya. Naturalmente, ese era Mauros Atilius, quien por entonces apenas lograba contener el llanto y hacía un desesperado esfuerzo por conservar un atisbo de compostura, con muy poco éxito, dicho sea de paso.
Esto devolvió la atención de Chester al interrogatorio. Se dio cuenta de que había un terror particular en la mirada que el prisionero dirigía al Gran Señor Amyes. Este caminaba lentamente a su alrededor, tomando notas en unas tablillas de cera mientras lo interrogaba con un tono tan tranquilo como desapasionado. Chester había visto ese tipo de mirada antes: era la de alguien que, al encontrarse con un rostro vagamente familiar, temía que se tratara de un acreedor… o de un enemigo que regresaba para vengarse.
«Curioso… ¿Acaso este mequetrefe conoció personalmente al Censor del Emperador? No, espera… ¿no dijo antes que se había disfrazado para capturarlo con facilidad? ¿Tendrá esto algo que ver?» dedujo Chester, intrigado.
Decidió entonces prestar más atención a las preguntas. Pero lo que Amyes quería saber le pareció desconcertante y, en cierto modo, arbitrario: algunas cuestiones eran comunes —como su edad o su nombre—, mientras que otras resultaban triviales, como el color de su piel, su sexo o la ropa que vestía antes de despertar. Sin embargo, de pronto comenzaron a surgir preguntas mucho más extrañas.
—¿Cuántas veces has soñado con la muerte? —preguntó Amyes de pronto.
—Ninguna… —respondió Mauros con voz ronca, mirándolo con extrañeza. Por primera vez, la confusión pareció superar al temor en su semblante.
Amyes lo observó unos segundos, luego asintió e inclinó ligeramente la cabeza, como si midiera un ángulo invisible.
—¿Y alguna vez has penetrado a una mujer? —preguntó con la misma calma.
—Sí… sí, claro que sí. ¡¿Qué clase de pregunta es esa?! —replicó Mauros, con un temblor iracundo en la voz y un gesto de ofensa.
Chester frunció el ceño. Aquello le resultaba absurdo. ¿Qué relación podía tener eso con una traición al Imperio?
Pero Amyes no escribió nada. Simplemente lo miró, como si cada palabra del prisionero fuera una aguja que se hundía en su mente.
—Ya veo —susurró al fin, cerrando las tablillas de golpe con un sonido seco y definitivo—. Muy bien. Creo que tengo todo lo que necesito.
Al escucharlo, Mauros decidió aventurar:
—Señor… ¿puedo irme ya?
Amyes lo miró un instante y, por primera vez desde que Chester lo conocía, le pareció que aquel hombre estaba sonriendo de verdad. Era una sonrisa genuina, como si acabara de escuchar un chiste excelente. Incluso hizo un ademán, como si fuese a palmear con suavidad el hombro del prisionero, pero luego pareció decidir que le daba asco y retrajo la mano con brusquedad.
Al ver aquel gesto, Mauros perdió por completo el control:
—¡No sé quién seas! ¡Pero te advierto! —gritó, mientras trataba de pensar con rapidez—. ¡Mi mujer sabe adónde salí a beber hoy, y si no regreso se comunicará con el Conde Mondego! ¡Van a averiguar en dónde estoy…!
—Deja de malgastar el aliento —lo interrumpió Amyes con una mueca despectiva—. Nadie sabe que estás aquí. No le dijiste a nadie adónde ibas cuando saliste anoche.
—¡¿Me estás llamando mentiroso?!
—Sí —replicó el Censor sin mirarlo, mientras anotaba algo en sus tablillas.
—¡¿Sabes con quién estás hablando?! —vociferó Mauros, intentando sonar amenazante.
—Por supuesto que lo sé. Eres Mauros, el fracasado tribuno militar del clan Atilius —dijo Amyes con tono categórico, como quien enuncia una verdad matemática—. El mismo que llevó a toda su unidad de caballería a morir en manos del enemigo por una decisión estúpida, la primera vez que tuvo un mando medianamente importante. Ése es el motivo por el cual tu familia llegó a la conclusión de que no valía la pena invertir en ti y te borraron de la lista de herederos.
Amyes levantó la vista y prosiguió con calma implacable:
—Y es por eso que, a pesar de que luego se demostró que posees una memoria prodigiosa y un gran talento para la organización y la gestión de información, el Conde Mondego te mantiene atrapado en el puesto de secretario accesitario.
—¡Eres un…!
—Además, tú no tienes mujer —añadió Amyes, volviéndose hacia él. Su voz era suave, pero su tono destilaba veneno—. Jamás tuviste, ni podrías tener una mujer.
El Censor hizo una breve pausa, dejando que el peso de sus palabras descendiera como plomo en el espíritu de su víctima. Cuando leyó en el semblante de Mauros la mezcla de humillación, vergüenza y terror que buscaba, continuó:
—Es una triste realidad la que define nuestra sociedad. Itálica puede perdonar a sus gobernantes cualquier cosa: infidelidades, perversiones, injusticias y corrupciones… siempre y cuando obtengan victorias militares y regresen a la capital con enemigos encadenados y cofres repletos de oro saqueado. Pero del mismo modo, no importa cuán virtuoso seas en otras áreas, ni cuánto talento poseas como persona: Itálica jamás olvida la mancha de una derrota. Y menos aún la de quien permitió que lo dejaran inconsciente al inicio de un enfrentamiento para, así, conservar la vida mientras sus hombres morían. Si después hubieras cumplido con el deber del suicidio, las cosas quizá habrían sido menos nefastas; sin embargo, elegiste conservar la vida y quedaste marcado como un inútil cobarde.
Amyes dio un paso atrás y bajó la voz, aunque cada palabra sonó más letal que la anterior.
—Desde ese momento sabías que tu carrera política estaba acabada para siempre. Por eso el Conde Mondego te eligió desde el principio. Y también por eso jamás te liberará de ese puesto, que es perfecto para el papel que quiere que cumplas. Sabe que eres lo bastante inteligente para entender que nunca llegarás a ser más de lo que él decida… y que, por tanto, jamás te atreverás a traicionarlo.
Mauros cerró los ojos y apretó los dientes mientras luchaba por contener el llanto. Las palabras de Amyes habían golpeado justo en la herida que tanto se había esforzado por olvidar, sin lograrlo jamás. En el Imperio Itálico, todos los aristócratas eran, ante todo, guerreros. De ellos se esperaba que conquistaran triunfos en combate para incrementar el prestigio de sus familias y forjar una reputación que, con el tiempo, les permitiera ser elegidos para cargos de importancia. Para un noble, su primera batalla no era solo una cuestión de supervivencia, sino también el instante decisivo que determinaría el rumbo de toda su carrera política.
Naturalmente, los jóvenes recién ascendidos solían recibir mandos de poca relevancia, como el control de pequeñas unidades de caballería, muchas veces compuestas por hombres de su propia familia, con el fin de que su inexperiencia no causara tragedias. Sin embargo, en la guerra los accidentes eran inevitables. En ocasiones, una batalla podía terminar en derrota y arruinar la vida de un joven aristócrata, no por su culpa, sino por la torpeza de un general al que ni siquiera había visto en persona. Era, sin duda, una situación injusta; pero, como solían decir los itálicos, la vida es injusta y quejarse no cambia nada.
El caso de Mauros, no obstante, era diferente. Su desgracia se debió enteramente a su propia ineptitud, y eso era lo que más le dolía. Nunca fue bueno en los asuntos militares, algo que su padre le recordaba sin descanso. Por eso lo obligaba a entrenar constantemente, aunque los resultados fueran mediocres. Desde muy joven había quedado claro que carecía del talento natural para el arte de la violencia que sí poseían sus hermanos y primos, capaces de blandir la espada con destreza desde la infancia. Tampoco compartía esa virilidad ostentosa que caracterizaba a los jóvenes nobles, que solían entretenerse levantando las faldas de las esclavas y dejando pequeños bastardos a diestra y siniestra.
En realidad, Mauros había descubierto que tenía serios problemas en ese aspecto, aunque jamás se atrevió a confesarlo por temor a la vergüenza. Como consecuencia, comenzó a circular el rumor de que prefería a los hombres.
Ahora bien, en Itálica —de modo similar a lo que ocurría en Etolia, donde se conocían casos como el del esclavo Moros— existía un pequeño grupo de hombres con tales inclinaciones. La sociedad los toleraba siempre que no las manifestaran abiertamente y, sobre todo, mientras no descuidaran su deber como reproductores. Cualquier desviación de esa norma era considerada una mancha que podía conducir a la muerte social… o a algo peor.
Un joven e introvertido Mauros descubrió que, aunque el rumor sobre sus inclinaciones disgustaba a su familia, estaban dispuestos a fingir que no se daban cuenta con tal de que observase ciertas reglas tácitas: debía hacerlo solo con esclavos o prostitutos, nunca con alguien de su misma clase; jamás adoptar una actitud pasiva ni mostrar verdadero afecto; y, por supuesto, mantenerlo en el más absoluto secreto.
De la noche a la mañana, las presiones cesaron. Nadie volvió a exigirle que demostrara su virilidad con las esclavas de la casa ni que se jactara de conquistas. Aliviado, Mauros optó por no desmentir el rumor y dejar que todos creyeran en él. No por deseo, sino por conveniencia. Mientras lo tomaran por un excéntrico, nadie esperaría de él una proeza masculina que no podía cumplir. Así disfrutó de un par de años de aparente calma, convencido de que podría ocultarse tras aquella mentira sin afrontar su verdadero problema.
Nunca cometió error más grande.
Como ya se ha mencionado, la sociedad imperial solo toleraba tales excentricidades bajo la premisa de que el aristócrata, llegado el momento, acabaría casándose y engendrando hijos como cualquier hombre respetable. Los deslices con amantes masculinos se consideraban simples anécdotas de juventud, comparables a cualquier otro vicio excéntrico, pero nunca una forma de vida. Siempre debía existir una esposa legítima destinada a perpetuar el linaje familiar, especialmente entre las casas nobles.
Así que, inevitablemente, llegó el día en que su padre decidió que ya era hora de poner fin a aquella farsa, acabar con los caprichos de su hijo y comprobar por sí mismo que podía cumplir con el deber cívico de la virilidad. Con ese propósito, lo llevó a una prostituta profesional.
Y entonces… se descubrió la verdad: Mauros Atilius era sexualmente impotente.
De la noche a la mañana, su vida se transformó en una tortura. No se trataba de una simple cuestión de orgullo masculino: Para la aristocracia, que un noble fuera incapaz de fecundar a una mujer era una deshonra de la peor especie, pues lo convertía en un ser incompleto, indigno de comandar a otros hombres en la guerra o perpetuar su linaje. Cualquier esposa podría divorciarse de él alegando incapacidad para consumar el matrimonio.
Pero lo más grave era que esa condición contradecía el mismo ideal del ciudadano-guerrero sobre el que se fundaba el Imperio Itálico. No estaba escrito en ninguna ley, pero todos entendían que la potencia sexual masculina simbolizaba la fuerza, el dominio y la autoridad. Por lo tanto, un hombre impotente era, en sentido moral y simbólico, un ser dominado por el destino, incapaz de ejercer mando alguno.
En su desesperación, el padre de Mauros emprendió una misión contradictoria: intentaba curar a su hijo mientras, al mismo tiempo, se esforzaba por ocultar su condición, lo que, por desgracia, incluía mantener alejados a los sanadores que podrían haberlo ayudado. Así fue como Mauros terminó sometido a toda clase de remedios absurdos y humillantes: lo obligaron a correr desnudo bajo el sol del mediodía mientras recitaba oraciones a los dioses de la guerra; a cabalgar sin silla para absorber la “virilidad del caballo”; a asistir a cuanto ritual de fertilidad se celebrara, pasando noches enteras en templos donde se veneraban estatuas fálicas, y a quemar prendas ante los dioses del fuego como ofrenda de purificación.
También tuvo que ingerir brebajes y comidas repugnantes que, según los supersticiosos, devolvían la potencia masculina: huevos crudos batidos con miel, riñones de ciervo hervidos en leche, testículos de toro asados con vino, el corazón de un león dorado con aceite de oliva y, en una ocasión, sangre fresca de gladiador mezclada con vino especiado.
Cada jornada comenzaba con un nuevo disparate que lo dejaba exhausto, asqueado y profundamente avergonzado. Con el tiempo, la desesperación de su padre se tornó en frustración. Aunque los “tratamientos” continuaron, sus visitas se hicieron cada vez más esporádicas. Llegó un punto en que fue evidente que había perdido la esperanza, aunque nunca abandonó su empeño de mantener su condición de impotente en secreto.
Por supuesto, no lo hacía por compasión hacia su hijo, sino por orgullo. Temía que el nombre de su familia —y más aún, su propia reputación— quedaran mancillados por la noticia de haber engendrado a un descendiente incapaz de procrear. Fue meticuloso hasta la obsesión: rotaba constantemente a los esclavos que le entregaban las extravagantes comidas, y disfrazaba a Mauros cada vez que debía asistir a un ritual, todo con tal de borrar cualquier rastro de su vergüenza.
Finalmente, llegó el fatídico día: su primera campaña militar. En casa le habían dejado claro que aquella sería su última oportunidad; debía regresar con méritos, o no regresar en absoluto. Lo único que jugaba a su favor era haber conseguido el mando de una unidad de caballería. El resto dependía enteramente de él.
Por eso, cuando asumió el mando, Mauros estaba desesperado por destacar, por demostrar que no era el inútil que todos creían. Sin embargo, el destino quiso que aquel mes las lluvias interminables y el barro paralizaran toda actividad militar. La guerra se estancó, y pronto quedó claro que el año terminaría sin una sola batalla digna de mención. Con cada jornada de inacción, su ansiedad crecía hasta volverse insoportable.
Cierta noche, recibió la orden de preparar a su unidad para una maniobra secreta: debían desplazarse bajo la oscuridad y atacar al enemigo al despuntar el alba. Aquella sería la última acción de la campaña, su última oportunidad para destacar. No podía fallar. Cuando, entre la neblina y la oscuridad, creyó distinguir movimientos en la distancia, pensó que los dioses le ofrecían por fin una ocasión de gloria. ¡Tenía que ser una patrulla enemiga! De inmediato ordenó una carga, sin esperar confirmación ni avisar a sus superiores.
El resultado fue un desastre. Su unidad se estrelló contra un destacamento aliado que también se desplazaba en la oscuridad por órdenes del general. Como estaba oscuro, nadie supo reconocer a nadie, y en cuestión de segundos, el campo se convirtió en un infierno de confusión, gritos y sangre. Para colmo, el estruendo de aquella carnicería atrajo la atención del enemigo, que lanzó a su propia caballería sobre las tropas itálicas aún desorganizadas.
Mientras intentaba reagrupar a sus hombres, el caballo de Mauros resbaló en el barro y lo arrojó al suelo, dejándolo aturdido y fuera de combate justo cuando la retirada debía haberse iniciado. El caos selló el destino de toda la unidad.
Horas después lo hallaron cubierto de lodo, con la mirada vacía y la voz perdida. Todos sus hombres habían muerto, y solo la ausencia de testigos lo salvó de ser ejecutado por incompetencia. Sin embargo, no escapó al juicio del rumor: desde entonces, Mauros Atilius fue recordado como el decurión cobarde que perdió a sus hombres sin tener siquiera el valor de morir con ellos.
Después de aquel desastre, su reputación en el Ejército quedó completamente arruinada, y con ella se desvaneció cualquier posibilidad de que Mauros tuviera una carrera política en el futuro. También murieron las últimas esperanzas que su familia había depositado en él.
Irónicamente, el único que se benefició de toda su vergüenza fue su padre, pues finalmente encontró una excusa para repudiarlo por completo y pretender que jamás había tenido un hijo, sin que nadie se atreviera a hacer preguntas al respecto. Al regresar, Mauros encontró las puertas cerradas y ni siquiera los esclavos le respondieron cuando intentó hablarles. No hizo falta preguntar nada más.
El recuerdo de aquella derrota continuaba siendo la mayor vergüenza de su historial, y Mauros se había esforzado por enterrar el asunto lo más profundo posible, de modo que muy pocos en la capital lo recordaban. Aun así, podía comprender que alguien con contactos pudiese enterarse y usarlo en su contra.
Sin embargo, nadie, ni siquiera el conde Mondego, había descubierto su impotencia. Su familia jamás lo admitiría; y él se había asegurado con extremo cuidado de que ese último y terrible punto débil permaneciera oculto, porque sabía que otros podrían usarlo para arrastrarlo a la desesperación más absoluta.
Pero ahora se encontraba en aquel lugar, y esta persona aterradora lo observaba con una sonrisa despiadada, como si conociera todos y cada uno de sus vergonzosos secretos.
—¿Quién eres? —preguntó Mauros, ya sin intentar ocultar el temblor de miedo en su voz.
—Deja de perder mi tiempo pretendiendo ser estúpido —replicó Amyes, y la sonrisa desapareció de su semblante para ser reemplazada por una mirada gélida—. Estoy seguro de que sabes quién soy, o al menos puedes adivinarlo. La inteligencia debería alcanzarte para eso.
—¿Eres el Censor del Emperador…? —musitó Mauros, con un hilo de voz, derramando una lágrima.
—¡Ahí está! ¿Ves cómo puedes hacerlo? —dijo Amyes, volviendo a mostrarse animado.
—¡Mi señor! —gritó Mauros, desesperado—. ¡Le juro que no sé nada! —
—¡Vaya, cuánto ánimo! —exclamó Amyes, sin dejar de observarlo, como si pudiera ver hasta el fondo de su alma—. Todavía no te he preguntado nada y ya estás mintiéndome.
—¡Yo nunca le mentiría, mi señor! —exclamó Mauros, con la voz firme en apariencia, pero traicionada por un temblor constante—. Lo juro, no hay nada que pueda ocultarle, nunca he pensado en engañarlo y no podría hacerlo, aunque quisiera; usted merece la verdad de mí, toda la verdad, y aunque no sé cómo demostrarlo, le aseguro que cada palabra que salga de mi boca será sincera… No quiero causar desconfianza ni dar un motivo para su enojo; no podría soportar que algo de lo que dijera le hiciera desconfiar de mí. No tengo secretos para usted, jamás los he tenido y nunca los tendré, lo juro ante los dioses y ante usted mismo…
Amyes permaneció inmóvil, mirando a Mauros sin apartar los ojos. La sonrisa seguía en su rostro, pero se volvió más cruel, como si disfrutara de cada miedo que emanaba del prisionero. Sus ojos, fríos y calculadores, lo miraban con un gélido desdén, el mismo de quien observa un experimento más que a un hombre.
—¡No… no me haga daño, por favor, mi señor! —balbuceó Mauros, su voz quebrándose por completo—. Yo… yo le he dicho la verdad, todo lo que sé… lo juro, no hay nada que ocultar, nada, absolutamente nada… ¡le ruego que no me castigue! —se estremeció, intentando incorporarse, aunque las correas lo mantenían firme—. Por favor… no busco engañarlo, jamás… ¡yo solo… solo quiero sobrevivir! —sus manos temblaban y sus labios se secaban, mientras su mirada buscaba cualquier indicio de misericordia—. Mi señor, no puede ser tan cruel… no me mire así… ¡yo no estoy preparado para… para sufrir su ira!
El Gran Señor no respondió. Solo alzó la mano, despacio, con un movimiento tan preciso que el aire pareció volverse denso a su alrededor. Los dedos, largos y pálidos, se curvaron hacia arriba, como si sostuvieran algo invisible que empezaba a vibrar entre ellos.
—¡No… no haga eso, mi señor! —suplicó Mauros, inclinando la cabeza, tratando de arrastrarse hacia atrás, aunque las correas se lo impedían—. ¡Yo le juro que no hay nada que ocultar! ¡Por favor, deténgase!
Un resplandor surgió entre los dedos de Amyes, débil al principio, como una chispa suspendida en el aire. Pero creció rápidamente, llenando el espacio con una luz clara y pura. De pronto, cientos de hilos delgados y finísimos como cabellos brotaron en todas direcciones, formando una red luminosa que vibraba con energía contenida. Mauros se quedó paralizado y abrió los ojos de par en par, incapaz de apartar la mirada.
Entonces, Amyes separó las manos mientras realizaba una serie de complicados gestos rituales con los dedos, y la red se rompió en miles de agujas de luz que volaron como un enjambre silencioso hacia el cuerpo de Mauros. El secretario de Mondego contuvo el aliento, esperando un dolor insoportable, pero nada sucedió. Ni un pinchazo, ni un calambre, ni un ardor. Solo el aire, que parecía vibrar a su alrededor.
—No sienta miedo, Mauros —dijo Amyes con voz fría, acariciando la luz que aún titilaba entre sus dedos—. Estas agujas son tan finas, tan ligeras, que atraviesan la piel sin provocar sensación alguna. Pueden penetrar cada fibra de su cuerpo sin que lo perciba.
Mauros lo miró sin entender, cuando repentinamente una horrible sensación lo asaltó: un espasmo le recorrió la espalda, luego otro, más brusco, en el costado. Las manos le temblaron sin control y los dedos se doblaron como si respondieran a una orden ajena. Trató de gritar, pero solo emitió un gemido ronco. El dolor no venía de fuera, sino desde dentro, de los nervios mismos, como si cada uno ardiera por separado. Los músculos se tensaron, el aire se hizo espeso y las venas del cuello se marcaron con violencia.
El cuerpo entero se estremecía bajo una corriente invisible. No era un dolor continuo, sino intermitente, punzante, imposible de anticipar. Sentía los latidos en las sienes, la mandíbula rígida, los ojos húmedos. Intentó apartar la vista de Amyes, pero no pudo.
El mago no se movía. Solo observaba, con aquella calma aterradora, hasta que el temblor comenzó a volverse irregular. Entonces alzó ligeramente la mano.
—Ahora sí, Mauros —dijo con serenidad—, el verdadero interrogatorio está por comenzar.
El agua aún humeaba dentro de la bañera de mármol negro cuando el Gran Duque extendió un brazo para que uno de los esclavos lo secara. El vapor ascendía en ondas lentas, y el resplandor de las lámparas de aceite convertía la piel del anciano en un mapa de sombras doradas. Tres esclavos se movían alrededor de él en silencio, como piezas de un ritual ensayado demasiadas veces. Ninguno levantaba la vista; cruzar miradas, incluso por accidente, con uno de sus amos podía interpretarse como un gesto de desafío. Y con un amo semejante, lo mejor era clavar los ojos en el suelo y no levantarlos por ningún motivo.
Tiberio Claudio permanecía de pie, con el torso desnudo, mirando hacia la ventana abierta. Desde allí se divisaban los jardines exteriores de la villa, aún envueltos por la bruma matinal. El aire fresco se mezclaba con el perfume del incienso y el metal de las joyas que los esclavos colocaban sobre la mesa cercana: un cinturón de oro con gemas de zafiro, una toga imperial ribeteada en escarlata y un manto bordado con el emblema de la Familia Claudia.
Su mente, sin embargo, estaba lejos del presente. Pensaba en la sesión del Senado, en los nombres que caerían ese día y en las piezas que ocuparían su lugar. «Hoy se cumplirán muchos designios», pensó con serenidad: «El tablero se inclina, y todavía hay muchos necios que sueñan con ser jugadores en esta partida.»
Los esclavos lo envolvieron en una túnica blanca, anudaron el cinturón y aseguraron sobre sus hombros el manto de color vino oscuro. Tiberio observó su reflejo en el espejo de plata bruñida y percibió, con fría satisfacción, que el tiempo no lo había marchitado, sino endurecido. Cada arruga sobre su rostro era una prueba de que había superado a todos sus rivales en su camino hacia el poder. Y la sombra de sus ojos llevaba la certeza implacable de la condena a quien se atreviese a ponerse en su contra.
Detrás de él, la habitación permanecía en penumbra. Sobre la cama de terciopelo carmesí yacían tres esclavas tirias, Daira, Alia y Bira, desnudas e inmóviles, sumidas en un sueño pesado tras la larga noche de pasión con su amo. Boca abajo, sus cuerpos bronceados se ofrecían como los despojos de un banquete depravado: caderas anchas y traseros firmes, piernas entreabiertas aún húmedas luego de su uso implacable, el aire cargado de un aroma almizclado, dulce y salado.
Pero sobre esa carne tersa y exótica se entretejían surcos rojos y moretones violáceos, la marca ineludible de la correa y el puño, con el que su sádico amo las había atormentado, hasta que los susurros de la agonía vencieron a la pasión de la noche.
El Gran Duque volvió la vista hacia ellas con un gesto apenas perceptible de satisfacción. Recordó la jornada en que las obtuvo: tres ofrendas de un autoproclamado “rey pirata” derrotado, que se había arrodillado ante él suplicando clemencia. —Los tratos se hacen entre iguales —le había respondido entonces—. Tú solo puedes ofrecerme tu vergüenza.
Lo ejecutó en el acto y se quedó con las mujeres.
Una breve risa escapó de sus labios al evocar aquel rostro aterrado. Sus ojos se detuvieron en el látigo que descansaba sobre la mesa cercana, entre los pliegues de la toga. Por un instante sintió el impulso de tomarlo.
«Tal vez aún tengo tiempo antes de la sesión...» La idea lo atravesó como una corriente cálida, dulce y peligrosa. A su edad, hacía mucho que había dejado de entregarse a los placeres carnales durante el día, especialmente cuando tenía asuntos de Estado pendientes. Pero sus intrigas estaban prosperando últimamente, sobre todo tras haber conseguido condenar a ese liberto en el matadero que era la provincia de Valderán.
Además, Alan de las Égadas había sufrido un ataque cerebral y no era probable que se recuperara. Eso significaba que el príncipe bastardo tendría que partir rápidamente a una campaña militar, donde muy probablemente moriría o provocaría un desastre lo bastante vergonzoso como para sepultar sus aspiraciones políticas.
«Y si no comete un error, me encargaré de que se produzca.»
Tiberio Claudio soltó una carcajada al imaginar la expresión de dolor del padre de Lawrence si despertaba solo para enterarse de la ruina de su hijo: «Por lo menos haré una ofrenda a los dioses para que recibas sus cenizas…»
El Gran Duque volvió a mirar hacia las esclavas, considerando si valía la pena darse aquel gusto. Sin embargo, antes de que su deseo tomara forma, la puerta se abrió con un leve crujido. Un sirviente, con el rostro tenso y la cabeza inclinada, se asomó con evidente temor.
—Mi señor... —murmuró con voz trémula.
Tiberio Claudio giró lentamente, sin apresurarse. Todos en esa casa tenían bien claro cuál era la rutina de su señor y en qué horarios no le gustaba ser importunado con menesteres, consultas o visitantes inoportunos, salvo que ocurriese un asunto de importancia. Si había algo que lo enfurecía, era que sus instrucciones fuesen tomadas a la ligera. Daba igual si el infractor era un esclavo, un sirviente o un noble vasallo: todos podían acabar con la cabeza separada del cuerpo. De ahí que el criado se estremeciese cuando la mirada gélida del Gran Duque se posó sobre él con una nota de desagrado apenas perceptible.
—Espero que tengas un motivo de peso para interrumpirme —dijo Tiberio Claudio con voz suave, aunque en su tono vibraba algo que helaba la sangre.
El criado tragó saliva.
—Mi señor... el Pretor... ha regresado.
La expresión de Tiberio cambió con la rapidez de un relámpago: de la irritación contenida a una calma satisfecha. Sentía que ese día no podía mejorar. Uno de los pocos asuntos pendientes que le quedaban era castigar al miserable desagradecido de Anco Marcio, que se atrevió a desertar de su servicio solo por salvar a una simple mujer. Ahora sabía cómo invertir las horas libres que tenía.
«Marcio siempre parece tan compuesto… me pregunto si lo seguirá siendo cuando haga que mis perros se coman a su ramera delante de él», pensó con crueldad.
—¿Ha regresado, dices? —preguntó, ajustando el broche de su túnica—. Entonces supongo que trae consigo a mis prisioneros.
Hizo un gesto con la mano.
—Haz que me espere en la sala inferior. Y márchate.
El sirviente inclinó la cabeza y se retiró apresuradamente. Tiberio, tras una breve mirada a las esclavas que aún yacían en su lecho, decidió que no las usaría más e indicó con un ademán que se las llevaran también.
—¿Desea que cambiemos las sábanas, amo? —preguntó uno de sus esclavos más antiguos, de cabello canoso.
—¿Por qué harías algo así? —replicó el Gran Duque, vigilando su apariencia en el espejo para asegurarse de que todos sus blasones estuviesen en su lugar.
—Escuché que el oficial Marcio era un hombre leal; imagino que la mujer por la que lo traicionó debe de ser muy hermosa —respondió el esclavo con una sonrisa sugerente, mientras se arrodillaba para atarle los cordones de las botas.
Tiberio Claudio no dijo nada al principio, como si no hubiese oído. Pero en cuanto confirmó que los cordones estaban bien sujetos, le propinó una patada al esclavo en la boca. El anciano salió despedido un par de metros, soltando un grito de agonía.
—Nunca más… —susurró el Gran Duque con calma, como si lo que acababa de hacer no fuese más serio que preguntar la hora—. Vuelvas a insinuar que alguien de mi categoría podría pensar en fornicar con una mujer de origen inferior. ¿Acaso olvidas tu lugar? ¿Con quién crees que estás hablando?
—¡Perdóneme, amo! —exclamó el anciano arrodillándose hasta que su frente golpeó el suelo de piedra.
—No puedes ofenderme, imbécil —dijo Tiberio sonriendo, divertido por la estupidez del esclavo—. No necesito que mis herramientas piensen; tampoco espero que forjen una opinión. No tienes que pensar. No tienes que tener voluntad. Solo debes hacer lo que yo diga. ¿Necesitas algunos latigazos para recordarlo?
—¡Lo recordaré siempre, amo!
—Excelente, tu utilidad aún no ha terminado —respondió el Gran Duque negando con la cabeza de un modo condescendiente. Luego agregó con tono más casual—: En serio, ¿qué tienes en el cerebro?
A pesar del altercado, los demás esclavos no detuvieron su trabajo. Todos vivían aterrorizados del señor de la casa, pero el anciano gozaba de ciertos privilegios. Había servido a la familia Claudia desde los tiempos del padre del Gran Duque, y era inevitable que hubiese ganado un trato preferencial. Era el único que podía hablarle con una familiaridad peligrosa, aunque a veces el precio de esa confianza fuese recibir una patada por el bien del pundonor de su amo.
Y aquello volvió a evidenciarse muy poco después. Apenas se limpió la sangre de la boca, el viejo se acercó para ajustar los broches del manto sobre los hombros del Duque y volvió a insistir:
—He oído que muchos conquistadores disfrutaban de yacer con las mujeres de sus enemigos, justo frente a ellos. Pensé que, siendo usted un conquistador, también lo disfrutaría.
—¿Y qué sabe un esclavo sobre conquistadores? —replicó Tiberio con una mueca de desprecio.
—Creo recordar que cuando usted era joven...
—Cuando era joven, aún era inmaduro —lo interrumpió el Duque.
—¿Acaso no disfrutó la noche anterior? —preguntó el esclavo—. ¿Esas tres jóvenes no son de su gusto?
—Son muy de mi gusto —respondió Tiberio Claudio—. Pero ahora que tengo esta edad, ya no estoy para ese tipo de cosas. No tengo la misma lujuria que cuando era un crío.
El viejo guardó silencio unos segundos y luego levantó la vista, como si se le ocurriera algo.
—Entonces… ¿no ha pensado en venderlas de regreso a su tierra? Seguro que en la Alianza Mercante de Tiro alguien las busca… ¡Y obtendría un buen precio por ellas!
—Tal vez podría, pero no pienso hacerlo —replicó el Gran Duque, mientras una sonrisa cruel se insinuaba en sus labios—. Disfruto demasiado yacer con esas hermanas.
—Pero usted dijo…
—Dije que ya no tengo la misma lujuria —aclaró Tiberio—. Nunca dije que no las deseara. No tienes idea del placer que me causa destruir lentamente sus voluntades de forma metódica y calculada, hasta convertirlas en mascotas obedientes e incapaces de desobedecer. ¿Y quién puede asegurar que en el futuro no me servirán de otro modo?
Entonces se adelantó unos pasos y tomó el látigo con el que las había castigado la noche anterior. Recordó, con regocijo, las expresiones aterradas que mostraron cuando lo usó por primera vez. Soltó una carcajada y volvió a dejar el instrumento en su lugar.
Después, viendo que su atuendo estaba listo, se volvió para irse, no sin antes darle al viejo esclavo un par de palmadas en el hombro.
—¡El poder es lo único que me hace sentir vivo! Pero un esclavo como tú no lo entendería.
Tras decir aquellas palabras, abandonó la habitación.
En cuanto su amo se marchó, la expresión complaciente del viejo desapareció. Se acercó a la cama donde yacían las hermanas desnudas, observó sus heridas y moretones, y comenzó a dar órdenes:
—Llévenselas abajo y preparen medicamentos.
—El amo no ha ordenado que se les dé remedio —objetó otro esclavo.
—Pero yo, el más antiguo de esta casa, te ordeno hacerlo —insistió el anciano—. Además, ya escuchaste al amo: valora mucho a estas tres, y se enojará si les quedan cicatrices permanentes.
El resto asintió y corrió a avisar a las cocinas, donde se guardaban los ungüentos permitidos a los sirvientes de su rango. Cuando quedó solo, el anciano volvió a observar a las jóvenes dormidas y, sin poder contenerse, rompió a llorar.
—Perdónenme, niñas… realmente lo intenté.
Así era. Desde el primer día en que vio cómo su amo las azotaba con violencia, había buscado desesperadamente una forma de salvarlas. Lo único que se le ocurrió fue sugerirle al Gran Duque que las vendiera de vuelta a su tierra, para que obtuviese un beneficio económico. Incluso si no regresaban a su patria, al menos irían a otra casa, lejos de los desquiciados abusos de aquel hombre cruel y sádico.
El anciano permaneció un largo rato arrodillado junto al lecho, contemplando los cuerpos maltrechos de las jóvenes. Sabía que, aun si lograba curarlas, nada podría devolverles lo que aquel monstruo les había arrebatado. Al final, se incorporó con lentitud, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. «No hay escapatoria, porque nadie puede desafiar al monstruo que es el Gran Duque», pensó, antes de perderse entre las sombras del corredor.
Por su parte, Tiberio Claudio descendió por la escalera de mármol, rodeado de un silencio expectante, hasta llegar a la estancia donde el Pretor aguardaba. Sin embargo, de inmediato notó que algo había salido mal: el hombre estaba desaliñado, con el rostro demacrado y las ropas manchadas de polvo y sudor. No traía escoltas.
Tiberio lo observó en silencio; le bastó un vistazo para deducir lo esencial.
—Creí haberte encomendado una tarea sencilla —dijo, acercándose con lentitud—. Recuperar a un traidor y a su ramera de manos de un liberto recién ascendido. Explícate.
El Pretor abrió la boca, pero lo que brotó de ella fue un torrente incoherente de quejas, justificaciones y sollozos. Balbuceaba nombres, excusas, temores, como si las palabras se atropellaran buscando piedad.
—Mi señor... yo... hice todo lo que estaba en mi poder. Bryan... ese hombre... reaccionó como un salvaje. Nos atacó sin previo aviso... mató a mis escoltas... a plena luz del día... sin siquiera tocar sus armas... Yo intenté razonar... advertirle que era su deber entregarlos, pero...
Tiberio levantó una mano con un gesto irritado, y dos guardias armados que esperaban ocultos a los lados de la habitación emergieron de repente. Antes de que el hombre asustado pudiera hacer o decir algo, fue sujetado por uno y abofeteado por el otro con tal fuerza que cayó al suelo.
—Para con esos patéticos balbuceos —ordenó el Gran Duque con voz grave y controlada, indicándole que se pusiera de pie—. Tus miserias no me conciernen. ¿Dónde están mis prisioneros?
El Pretor tembló de dolor, pero no se atrevió a protestar. En cambio, comenzó a explicar lo ocurrido con un tono más tranquilo y claro.
—Señor... no pude traerlos. El procónsul... los declaró parte de su personal militar. Dijo que Marcio sería su tribuno y la mujer... su escriba espiritual o algo parecido. Luego... luego asesinó a mis hombres, sin pronunciar palabra.
Tiberio entrecerró los ojos. Por un instante, la cólera pareció tensar los músculos de su rostro; sin embargo, se contuvo.
—¿Mató a tus hombres... sin armas? —repitió lentamente—. En público.
Un silencio espeso llenó la sala. El Gran Duque bajó la vista hacia el suelo, pensativo.
«Así que el perro que soportó la humillación frente al Senado, al fin muerde. Interesante».
Volvió a mirar al Pretor.
—Descríbelo todo. Cada detalle. Si tu lengua vuelve a tropezar, haré que tus dientes escupan lo que oculten.
El Pretor asintió con torpeza.
El Pretor asintió con torpeza. Explicó cómo se había interpuesto ante Bryan cuando el ejército se disponía a partir. Relató que el procónsul, rodeado por sus oficiales y por cientos de soldados formados, escuchó en silencio la orden de arresto y luego avanzó hasta quedar frente a él. No levantó la voz, ni necesitó hacerlo: bastó una sola mirada para que sus hombres tensaran las lanzas. Después, dos de los guardias del Pretor cayeron con el cuello roto antes de que alguien comprendiera lo ocurrido. Nadie se atrevió a intervenir. Entonces Bryan le dejó bien claro que no le entregaría a los prisioneros.
—Intenté detenerlo en nombre de la autoridad civil, mi señor, pero él respondió que no tenía obligación de rendir cuentas a nadie fuera del mando militar. Dijo que, como Procónsul, sólo obedecía al Senado y al Emperador. Y... cuando le exigí los prisioneros, me respondió con... con palabras terribles.
Tiberio lo observó en silencio.
—Repítelas. Exactamente como las pronunció.
El Pretor palideció.
—Por mi autoridad como Procónsul —dijo con voz quebrada—, los he nombrado parte de mi Personal Militar. Marcio es mi Tribuno y Gloria es… ¿cómo dijo?... Sacerdotisa Contable de Bienes Espirituales.
—¿Sacerdotisa Contable de Bienes Espirituales? —repitió Tiberio Claudio.
—Así es... yo le dije que ese cargo no existía, pero…
—Dime que no estás a punto de explicarme cómo insultó tu inteligencia y te hizo quedar como un estúpido —lo interrumpió el Gran Duque, cuya mirada se volvió peligrosamente fría—. ¿O acaso insinúas que yo no sé cuáles son los cargos que existen en el ejército imperial?
—¡No, mi señor! ¡Yo nunca me atrevería! —exclamó el Pretor a toda prisa, mirando de soslayo a los guardias, que en ese instante habían llevado las manos a la empuñadura de sus armas, por si su amo ordenaba despacharlo.
—Entonces sigue hablando. ¿Qué hiciste después?
El Pretor vaciló antes de continuar, pero la mirada del Duque lo obligó.
—Revelé que venía con su permiso a tomar esos prisioneros, mi señor…
—¿Le diste a entender que yo te envié? —preguntó Tiberio Claudio, entornando los ojos.
—Más bien se lo dije sin rodeos. ¡No hay forma de que no me haya comprendido! Pero lo que respondió a continuación fue…
—Bien, ¿por qué te detienes?
—¡No me atrevo a decirlo, mi señor!
—¡Dime qué fue lo que ese liberto dijo!
—Él... él dijo: “Lo que el Gran Duque sienta, quiera o necesite me trae sin cuidado. Si desea algo, que venga a pedírmelo en persona. Pero primero que...” —tragó saliva— “...que ponga su cabeza entre las piernas y se bese el culo mientras le pide perdón por enviarlo a esa misión suicida.”
El silencio que siguió fue tan absoluto que incluso el Pretor pareció dudar de haber hablado. Los guardias contenían la respiración; los sirvientes cercanos se inmovilizaron.
Tiberio permaneció inmóvil, como una estatua. Su mirada no expresaba ira, sino una especie de vacío que contenía una infinita cantidad de malas intenciones. Finalmente, sonrió.
—Durante un tiempo pensé que ese joven poseía algo más que insolencia —murmuró con voz serena—. Pero veo que no es más que un perro con lengua de hierro. Sin embargo, aún queda por responder una pregunta: ¿debería matarlo ahora mismo o dejar que la trampa en la que ya ha caído termine con él?
El duque se quedó de pie, en silencio. Nadie se atrevió a hacer o decir nada, porque sabían que si interrumpían a su amo en ese momento terminarían desatando sobre ellos una furia imposible de describir.
«Por un lado, jamás un ser tan inferior se había atrevido a desafiarme de ese modo. Lo correcto sería dedicarme personalmente a desatar sobre él los mayores tormentos que pueda concebir. Pero, por otra parte, sería indigno de mí ensuciarme las manos por un simple plebeyo que apenas ha dejado de ser esclavo. Además, lo más seguro es que muy pronto tanto él, como sus amigos y ese miserable traidor junto con su ramera, acaben muertos por las hordas de bárbaros que ya se preparan para saquear esa maldita provincia olvidada por los dioses. Realmente no tiene sentido que un león se distraiga aplastando a una mosca cuando hay otras presas más dignas de su atención.»
—Que vaya a Valderán... allí aprenderá a morder su propia soberbia —dijo finalmente en voz alta—. Ahora mismo es más importante que me concentre en los engranajes que giran en el Senado.
El Gran Duque giró hacia la salida, y los guardias creyeron que el momento de peligro había pasado. Sin embargo, antes de cruzar el umbral, Tiberio se detuvo.
—Tú, en cambio —dijo sin mirarlo—, acabas de recordarme por qué detesto los fracasos.
—¿Mi señor? —murmuró el Pretor, aterrado, dando un paso hacia él.
Tiberio se volvió lentamente, sin prisa.
—Si hubiese querido arrebatarle a ese liberto mis prisioneros por la fuerza —comenzó el Gran Duque con voz fría y controlada—, habría enviado a hombres infinitamente más valiosos que un simple Pretor. El motivo por el que te mandé a ti fue porque no quería llamar la atención. Imaginé que alguien tan insignificante como tú, apenas un poco más elevado que el plebeyo más bajo, podría hablar en el mismo lenguaje vulgar que ese miserable liberto y hacerle entender con argumentos por qué debía entregármelos.
—Mi señor... le juro que traté de cumplir sus órdenes al pie de la letra —balbuceó el Pretor, dando un paso al frente—. Si me concede otra oportunidad, yo...
—Pero, en lugar de eso —lo interrumpió Tiberio, su voz teñida ahora de ironía—, tuviste la brillante idea de intentar avasallar e intimidar a alguien que no sólo obtuvo el rango de Archimago, sino que además es un Ejecutor Imperial y derrotó a Vlad Cerrón en combate. —Sus ojos se estrecharon—. ¿Qué tan delirante tuviste que ser para pensar que podías intimidarlo con tu cargo civil?
El Pretor se quedó inmóvil. Comenzaba a notar que el Gran Duque no lo escuchaba, y el sentimiento de peligro en su interior no dejaba de crecer. Su respiración se volvió irregular. Buscó una súplica, una argucia, cualquier oportunidad de obtener clemencia, pero Tiberio no estaba dispuesto a escuchar excusas.
—Mi señor... yo sólo... sólo quise mostrarle que actuaba en su nombre...
—Eres un estúpido —replicó Tiberio con desprecio, acercándose paso a paso—. Eres un inútil. Aun así, podrías haberme servido como pieza sacrificable en el futuro, si hubieras sabido callar.
—Por favor... —atinó a decir el Pretor, retrocediendo mientras escuchaba cómo los guardias se aproximaban por detrás. Vio por el rabillo del ojo que los sirvientes tenían la mirada fija en el suelo, como si temiesen compartir su suerte.
El Gran Duque se detuvo frente a él.
—Sin embargo, cometiste el peor error de todos: dijiste mi nombre. —Su voz se tornó glacial—. Fracasaste mientras tratabas de usar la autoridad de la Familia Claudia. —Entonces gritó con furia repentina, golpeando el aire con el bastón—. ¡Ahora existe alguien asociando la palabra “fracaso” con mi apellido!
El Pretor lanzó un gemido y trató de hablar, pero uno de los guardias le hundió el puño en el estómago, cortándole el aliento. Cayó de rodillas, ahogado por el golpe.
Tiberio se inclinó ligeramente hacia él, y en su mirada no había compasión, sólo el reflejo gélido del mármol.
—Tendrías que haber sabido cómo iba a terminar esto —susurró.
No hubo más palabras. Un leve gesto bastó para que los guardias se adelantaran; el Pretor intentó resistir, recibió golpes y, en segundos, fue arrastrado fuera de la sala entre sus gritos sofocados.
Tiberio se ajustó el manto y se dirigió hacia el vestíbulo.
—¡Que ese inútil sirva como alimento vivo para mis perros! —ordenó justo antes de cruzar el umbral.
El grito nunca llegó a salir. Quedó atrapado en la garganta, como si una mano invisible lo hubiese estrangulado antes de nacer. Los músculos de Mauros se contrajeron con violencia, pero las correas de cuero lo mantuvieron inmóvil; solo sus venas sobresalían, tensas, latiendo con un ritmo frenético que parecía el de un corazón a punto de romperse.
El aire olía a ozono y sudor frío. Las luces de aquella cámara parpadeaban débilmente, reflejándose en los ojos vidriosos del prisionero. Lágrimas silenciosas rodaban por sus mejillas mientras sus dedos trataban de aferrarse a algo inexistente.
La razón —o lo que quedaba de ella— trató de resistir, y en ese instante fugaz, su mente buscó comprender lo que estaba ocurriendo.
Al principio parecía que aquellas extrañas agujas de luz no tendrían ningún efecto. Pero no pasó mucho tiempo antes de que comenzara a experimentarlo: no fue un pinchazo, sino una invasión. Un frío imposible se deslizó desde la base del cráneo hasta los talones, tan fino y preciso que parecía recorrer los nervios con la intención de mapearlos. No dolía aún, pero cada célula de su cuerpo entendió que el control ya no le pertenecía. El dolor todavía era una promesa.
Luego, la promesa se cumplió. El hielo se transformó en fuego eléctrico. Una corriente de agonía vibrante se apoderó de su espina dorsal, expandiéndose hacia los músculos y los órganos. Era un sufrimiento que no podía liberarse con gritos ni con lágrimas. Intentó arquear la espalda, pero las correas lo mantuvieron inmóvil; el cuerpo se convirtió en una jaula donde el dolor rebotaba sin salida.
Cuando la voz de Amyes rompió el silencio, no sonó como un juicio, sino como una sentencia matemática.
—Estás mintiendo.
La palabra fue la orden. El dolor se amplificó al instante. Las agujas de luz en el interior de su cuerpo estaban manipulando los puntos neurálgicos con precisión quirúrgica. El cerebro de Mauros apenas logró registrar la idea del castigo antes de que la siguiente oleada lo devorara.
Ya no era un ardor ni un golpe. Era una explosión interna de luz y ruido: una interferencia blanca que borró todo pensamiento coherente. El cuerpo dejó de pertenecerle. Su mente osciló entre el vacío y la náusea, intentando recordar su nombre, una plegaria, cualquier cosa que no fuera el grito que se negaba a salir.
Cuando la corriente se detuvo, Mauros respiró con un jadeo entrecortado, temblando como si hubiese sido sumergido en hielo. La voz de Amyes volvió a sonar, serena y distante.
—Intenta otra vez. Pero esta vez, no mientas.
Mauros levantó la mirada, los ojos inundados de terror. Quiso hablar, pero la lengua se le pegó al paladar. Solo pudo balbucear una palabra:
—P… por favor…
—No me interesa tu súplica, Mauros —dijo Amyes, y la luz en sus dedos volvió a reactivarse con la calma metódica de un cirujano—. Solo la verdad.
La figura del prisionero se tensó antes incluso de que el conjuro lo tocara de nuevo. Y cuando el dolor regresó, Mauros comprendió con horror absoluto que la cantidad de sufrimiento se estaba incrementando a niveles que su carne nunca había conocido.
Dentro de la barrera, Chester observaba la escena con los ojos muy abiertos, inmóvil, como si temiera que un solo movimiento pudiera delatar su presencia. La luz que emanaba del cuerpo de Mauros oscilaba en destellos irregulares, acompañados por el sonido sordo de un cuerpo que se estremecía y luchaba contra las correas de cuero.
—Por los divinos… —susurró Chester apenas, conteniendo el impulso de apartar la mirada—. ¿Qué… qué le está haciendo?
Cándido, a su lado, no parecía alterado. El brillo azulado del conjuro iluminaba apenas su perfil, y su voz llegó grave, pero serena, como quien recita una lección antigua.
—Agujas de Luz —dijo—. Es un conjuro original de Amyes, Protocolo de Censura. Atacan directamente el sistema nervioso, pero sin romper un solo hueso ni dejar marca visible. El dolor que provocan es absoluto, porque se origina donde nace toda percepción del sufrimiento.
Chester tragó saliva, incapaz de apartar la vista. Mauros estaba llorando, pero no por miedo: era puro reflejo, una reacción física al tormento que recorría su cuerpo.
—Entonces… ¿no lo está matando? —preguntó, con voz temblorosa.
—No —respondió Cándido, sin apartar la mirada—. Eso es lo que lo hace tan eficaz. Amyes puede mantener a su víctima al borde del colapso durante horas sin tocar un solo órgano vital.
Un nuevo espasmo sacudió a Mauros fuera de la barrera, acompañado por un quejido seco, tan débil que apenas se oía. Amyes se mantenía inmóvil frente a él, como si solo observara una reacción química predecible.
—Mira bien, Chester —continuó Cándido—. Cada vez que Mauros intenta mentir, Amyes lo percibe y aumenta la intensidad del conjuro.
Chester giró lentamente hacia él, incapaz de comprender del todo lo que oía.
—¿Cómo sabe que está mintiendo? —preguntó al fin.
Cándido hizo una pausa. La luz que se filtraba desde la barrera le dibujó una sombra profunda bajo los ojos.
—Nadie lo sabe con certeza —dijo despacio.
Chester recordó de pronto las palabras que Cándido le había dicho horas antes, cuando cruzaron por primera vez el umbral del Manto: «Amyes puede oír los pensamientos si lo desea».
Sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Observó nuevamente la figura del Censor del Emperador más allá de la barrera, tan inmóvil y recto que parecía una columna esculpida en mármol. Pero en ese momento le parecía más aterrador que una horda de monstruos.
Amyes, por su parte, permanecía inmóvil, completamente indiferente al sufrimiento de su víctima. La luz que flotaba entre sus manos danzaba en líneas precisas, trazando geometrías imposibles con las que controlaba con absoluta precisión cada una de las agujas de luz conectadas a los nervios del prisionero. Sus preguntas caían una tras otra, medidas, cortas, exactas, como bisturíes que abrían la mente del hombre sin romper su cuerpo.
Con cada mentira, el dolor se incrementaba a un grado insoportable. Mauros tenía muy claro el horrible destino que le esperaba a todos aquellos que revelaban la información confidencial del príncipe Antonio, pero este sufrimiento nervioso era simplemente imposible de soportar. En su desesperación, el secretario intentó desviar la atención de Amyes con información secreta que conocía sobre burócratas, senadores y otros personajes importantes del círculo del conde Mondego, con la esperanza de que así lo perdonaran.
Uno por uno comenzó a soltar casos de corrupción sumamente graves: comerciantes que falsificaban Sellos Oficiales, nobles que mantenían casas de placer con esclavas menores, tribunos que vendían los permisos del puerto a mercenarios extranjeros. Era el tipo de confesión que haría estremecer a cualquier magistrado.
Pero no al mago que lo observaba.
—Información irrelevante —dictaminó Amyes con voz neutra, sin siquiera parpadear.
Los músculos de Mauros se crisparon; un estremecimiento recorrió su columna y su respiración se convirtió en un jadeo descompasado.
Detrás de la barrera, Chester trató de reprimir las ganas de preguntar, pero no pudo evitar volverse hacia el Gran Maestre con una mirada inquisidora.
Cándido no se movió.
—Está intentando distraerlo —murmuró—. Amyes no caerá en eso.
Y en efecto, unos instantes después, Amyes alzó la mano apenas un grado. Las agujas de luz en el interior del cuerpo de Mauros se intensificaron. El hombre soltó un grito ahogado que no llegó a resonar en toda la cámara, porque la garganta era forzada a contraerse debido a los espasmos.
—No me interesan los vicios de senadores, ni las orgías secretas de los patricios, ni los pequeños desfalcos de quienes se creen poderosos. Todo eso es ruido —puntualizó Amyes con un tono desprovisto de compasión—. El príncipe Lucio. Háblame de él.
Mauros tardó unos segundos en reaccionar. Su voz era un hilo desgarrado. Trató de esquivar la pregunta, pero el siguiente impulso nervioso lo hizo gritar sin voz. Al fin, entre sollozos, habló:
—¡Tiene un ejército! —logró decir, casi en un susurro—. ¡Un ejército secreto… de veteranos…!
Chester se estremeció dentro de la barrera. Incluso alguien como él, que recién comenzaba a aprender sobre las jerarquías de la alta sociedad, sabía lo que eso significaba: un ejército secreto. En el Imperio Itálico, mantener hombres armados sin haberlos declarado como vasallos, conscriptos o mercenarios equivalía a una traición abierta. ¡Y se trataba de uno de los dos príncipes!
Volvió a mirar hacia Cándido, buscando alguna señal de reacción. Pero el Gran Maestre no parecía sorprendido. Solo frunció el ceño, con una expresión que combinaba cansancio y desaprobación.
En el exterior, Amyes ladeó apenas la cabeza.
—Eso ya lo sabía —dijo simplemente.
El rostro de Mauros se contrajo en confusión. Era evidente que ese secreto le parecía desconocido para todos aquellos que no estuviesen dentro del círculo íntimo del conde Mondego, incluso para el Manto Oscuro.
—¿Cómo…? —alcanzó a susurrar el prisionero, incrédulo.
—El príncipe no es un hombre tan discreto como cree —respondió el Censor del Emperador con un tono casi académico—. Recluta a los violentos, a los legionarios desechados por los mandos. Los peores. Los que matan porque no saben hacer otra cosa.
Cándido habló entonces, con voz grave:
—Esa clase de hombres son útiles en tiempos de guerra, pero en paz son una plaga. Si Lucio los mantiene cerca, no busca proteger el Imperio… busca incendiarlo.
Amyes, dentro del círculo, movió un dedo y el cuerpo de Mauros se arqueó de nuevo. Su voz había adquirido un matiz de impaciencia que sonaba más inquietante que la ira.
—No me hagas perder tiempo. ¿Qué más sabes?
Mauros trató de resistir, pero el dolor volvió. Esta vez no gritó: solo convulsionó, con la mandíbula apretada y los ojos en blanco.
El silencio se prolongó un instante que pareció eterno. Luego, entre jadeos, llegó la segunda revelación:
—Se… se están moviendo —murmuró—. Marchan por el Imperio desde hace más de un año… en secreto… ¡Nadie se ha dado cuenta!
Dentro de la barrera, Cándido soltó una breve carcajada.
—Imposible —dijo con ironía—. Nadie puede mover un ejército tanto tiempo sin ser visto.
Chester asintió en silencio, convencido de lo mismo. En su mente, la escena resultaba absurda: «Por supuesto que es una mentira. El Gran Señor Amyes lo confirmará enseguida». Aquello tenía que ser una invención más, un intento desesperado del prisionero por librarse del tormento. Se preparó instintivamente para escuchar el siguiente grito del desdichado secretario, convencido de que Amyes aumentaría la intensidad del conjuro para castigarlo.
Las redes del Manto Oscuro se extendían por todo el Imperio. Prácticamente no existía una provincia, una ciudad o un camino que no estuviese vigilado por sus informantes y centinelas. Naturalmente, ni siquiera aquella red era perfecta. Una sola persona o un pequeño grupo podían hallar rutas ocultas y evadir la detección durante meses. Los contrabandistas lo hacían. Pero movilizar un ejército era algo completamente distinto.
Para que cientos de hombres —con armaduras, armas, bestias de carga y estandartes— pudiesen desplazarse a lo largo y ancho del territorio sin dejar rastro ni generar rumores, debían contar con ayuda desde dentro: senadores, magistrados, incluso prefectos de las legiones activas. Gente poderosa, dispuesta a traicionar su juramento.
Aun así, lo máximo que alguien podía esperar era ocultarse durante unos días, tal vez una semana, pero jamás un mes… y mucho menos un año. Ni siquiera era necesario hablar de una organización de contraespionaje: la gente común termina notando cuando cientos de personas beben agua o necesitan alimentarse. Tal vez ignoraran la ubicación exacta, pero sabrían en qué región se encontraban. Pretender ocultarlos por completo era como intentar que un incendio forestal pasara desapercibido.
Y sin embargo, según aquel secretario, eso estaba ocurriendo desde hacía más de un año.
«Un ejército invisible marchando por el Imperio…», se burló Chester en silencio. La idea le pareció absurda. Pero su sonrisa se desvaneció al notar algo extraño: los gritos de Mauros se demoraban.
Antes de poder mirar hacia el prisionero, percibió que Cándido, a su lado, se ponía rígido. Cuando giró la cabeza, vio al Gran Maestre con el rostro tenso y la mirada fija en Amyes, como si algo gravísimo acabara de suceder.
El corazón de Chester dio un vuelco. Volvió la vista hacia el Censor del Emperador, que en ese momento se encontraba inmóvil, contemplando a Mauros con los ojos muy abiertos. Su respiración parecía contenida, como si dudara de lo que veía. La luz que danzaba entre sus manos vaciló.
—¿No estás… mintiendo? —preguntó al fin, con la voz cargada de incredulidad.
El eco de aquella frase cayó como una piedra en el silencio de la cámara.
Entonces Cándido dio un paso al frente, y la barrera que los ocultaba colapsó por completo.
—¡¿Qué dijiste?! —exclamó, con una mezcla de alarma y furia contenida.
Amyes giró lentamente el rostro hacia él, visiblemente molesto.
—Cándido, te agradecería que no interrumpieras la secuencia —dijo con frialdad—. La mente del sujeto aún no ha terminado de fracturarse.
—No me interesa tu método —replicó el Gran Maestre, sin apartar la vista de Mauros—. Continúa. Quiero cada detalle.
Amyes exhaló con un dejo de fastidio.
—Como desees.
El resplandor aumentó y, con él, los espasmos de Mauros se reanudaron hasta llevar las correas al límite de su resistencia.
Hola, amigos. Soy Acabcor, desde Perú, y hoy es martes 04 de noviembre del 2025.
Ha pasado bastante tiempo desde mi última publicación, y como sé que los hice esperar más de la cuenta, decidí compensarlo con un capítulo especialmente extenso. Les he traído 30 páginas.
En realidad, iba a alargarlo un poco más, pero eso habría significado retrasarme un par de semanas adicionales, y quería publicar cuanto antes para que no sintieran que había abandonado el proyecto.
Mis próximas publicaciones serán:
👉 El Villano que Desafía su Destino,
👉 luego el capítulo final de El Séptimo Campione,
👉 y después volveremos con The Great Demon King.
Planeo ir intercalando proyectos; de esa forma podré descansar mentalmente entre historias, madurar mejor mis ideas y entregar un producto de mayor calidad, al mismo tiempo que diversifico los avances en cada obra.
También quiero encontrar tiempo para trabajar en las correcciones prometidas. Aún debo elegir un nuevo título para la obra principal y reescribir los primeros volúmenes.
Por cierto, ya lo comenté en El Séptimo Campione, pero quiero saber su opinión sobre el nuevo diseño de la página. Espero que la elección de colores sea más cómoda para la lectura de todos.
Ahora bien, hablemos del capítulo. Como saben, seguimos dentro del flashback centrado en el interrogatorio y en los métodos que utiliza Amyes: una mezcla de técnicas mágicas y manipulación psicológica que espero les haya resultado interesante.
Respecto a Mauros y su trauma, quería aclarar que se trata de un elemento histórico real de la antigua Roma. Existe mucha confusión—especialmente en tiempos modernos influenciados por corrientes progresistas—sobre la supuesta aceptación de la homosexualidad como “estilo de vida” en Roma.
Eso no es cierto, al menos no de la manera en que se plantea hoy. La tolerancia existía solo en círculos muy pequeños y se veía como una excentricidad, no como una forma de vida ni como una identidad. En la mentalidad romana jamás existió la idea de dos hombres formando un hogar en igualdad; uno era el dominante y el otro el subordinado. Esa era la lógica social.
Hoy circulan teorías muy llamativas en redes sociales que intentan presentar el pasado como más tolerante que el presente, pero eso es simplemente falso. Nunca en la historia humana ha habido más tolerancia en este tema que ahora.
Otro aspecto universal en muchas culturas antiguas —desde Egipto hasta las sociedades prehispánicas— es la importancia de la virilidad. La potencia sexual masculina era sinónimo de autoridad, orden y continuidad familiar.
Por eso la impotencia era considerada una maldición terrible, especialmente en sociedades militares como la romana. Quise incorporar este elemento porque ayuda a transmitir la idea de un mundo culturalmente diferente al nuestro.
Aunque hoy en día pueda parecer exagerado que la reputación de un hombre dependiera de su capacidad de engendrar hijos, así funcionó la mayor parte de la historia. Nuestros antepasados se escandalizarían si vieran las tasas actuales de natalidad y la cantidad de personas que deciden no tener hijos. Pero ello se debe a que las sociedades antiguas daban enorme importancia a los ritos de madurez, especialmente aquellos relacionados con la paternidad: para muchas culturas, el hombre solo alcanzaba su plenitud al convertirse en padre.
Es un tema profundo, pero importante para entender cómo veía el mundo la gente del pasado.
La tortura utilizada por Amyes fue un tema que pensé mucho. Necesitaba algo que encajara con su personalidad sociópata y que fuera verdaderamente aterrador.
Recordé una historia sobre torturas antiguas donde irritaban directamente un nervio dental después de arrancar un diente, y lo insoportable que era el dolor. Eso me llevó a concebir una especie de acupuntura extrema hecha de agujas de luz, capaces de penetrar hasta el sistema nervioso y amplificar su efecto cada vez que la víctima miente.
Por cierto, generar las imágenes para representar esta escena me tomó ¡tres días de reintentos con la IA!
La sección de Tiberio Claudio era algo que esperaba incluir desde hace tiempo, porque quería mostrar qué ocurrió con el pretor que fracasó de manera tan estrepitosa frente a Bryan cuando este escapaba con las legiones.
Por si no lo había dejado claro antes, Tiberio Claudio tiene tendencias sádicas… lo cual, considerando su familia, no debería sorprender a nadie. Basta con mirar a su sobrino–nieto.
Aclaro también que las tres esclavas están juntas porque esta parte ocurre en el pasado, antes de que Daira fuese vendida a Silano.
Sobre las imágenes de las esclavas con poca ropa: están presentadas de esa forma para evitar problemas de censura. En el futuro podría usar este mismo recurso para ocultar incluso fragmentos de texto delicados. Háganme saber si ese formato les resulta incómodo al navegar o leer, para evaluar alternativas. Lamentablemente, como saben, actualmente hay una especie de cacería absurda por parte de plataformas y procesadores de pago respecto a cualquier contenido que consideren inapropiado.
Para el intercambio entre Tiberio Claudio y el pretor me inspiré —no tiene sentido fingir lo contrario— en Darth Vader. Me pregunté una y otra vez qué diría el Señor Oscuro de los Sith en una situación así, adaptado a un tono más sobrio y sin caer en clichés.
En cuanto a la revelación que hace Mauros, el impacto no está en lo que dice, sino en cómo un ejército completo pudo permanecer oculto durante tanto tiempo.
Recordemos que Bryan logró mover su ejército usando una ruta secreta, pero solo pudo mantenerlo oculto unos cinco días. Más habría sido imposible: un ejército de 30 000 personas consume toneladas de comida y produce toneladas de desechos cada día.
Por eso resulta tan increíble que, según Mauros, un ejército entero se haya movido durante más de un año sin ser detectado por el Manto Oscuro.
Algo así no debería ser posible… y sin embargo ocurrió. Habrá que descubrir cómo.
Pero lo que realmente quiero saber es su opinión en los comentarios:
❓ ¿Cuál fue su parte favorita del capítulo?
❓ ¿Qué les parecieron las imágenes?
❓ ¿Les gustaron los diálogos?
❓ ¿Qué opinan del rumbo que está tomando la historia?
❓ ¿Qué les parece el nuevo diseño de la página?
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¡Nos vemos en el siguiente capítulo!