¡Por favor patrocina este proyecto!
Repentinamente, todo el entorno a su alrededor se había convertido en una dimensión infernal. El cielo había sido tragado por nubes densas que resplandecían con una misteriosa luz carmesí, de manera que resultaba imposible discernir si ocultaban al sol o si tan solo reflejaban el resplandor de un incendio titánico. El suelo, antes firme, se había transformado en un mosaico de rocas agrietadas y ardientes, donde en cualquier momento podían brotar hilos de magma que rezumaban como venas abiertas en la tierra. De las grietas brotaban vapores y columnas de piedra fundida que palpitaban con ritmo propio. Árboles muertos, ennegrecidos y retorcidos por el calor, se erguían como espectros inmóviles. La ceniza caía en remolinos erráticos, dibujando siluetas de humo que se deshacían al contacto con el viento áspero.
El calor era abrasivo y en cierto modo antinatural, como si pudiera filtrarse a través de la carne y la sangre para herir a la mismísima alma de quienes lo sentían. Los tirios lo aprendieron rápidamente pues, instintivamente, los caballeros envolvieron sus cuerpos en Auras de Batalla y los magos alzaron poderosas Barreras Mágicas, buscando resistir aquella presión invisible que los atenazaba.
Sin embargo, por más que reforzaran sus defensas, la atmósfera parecía morderles desde dentro, deshaciendo su temple, erosionando sus fuerzas de un modo que ninguna técnica conocida podía bloquear. Cada bocanada de aire era una agonía; cada latido, una chispa que amenazaba con incendiar sus propios corazones.
- ¡Formación defensiva! - Gritó Zamek.
Rápidamente, los caballeros tirios se reagruparon, formando un círculo cerrado alrededor de los magos para protegerlos mientras estos incrementaban el número de barreras, tanto defensivas como de detección. Zamek, en cambio, permaneció fuera del círculo, montado sobre el imponente Tuskarru, ya que el tamaño colosal de la bestia habría puesto en peligro a sus propios hombres si intentaba maniobrar cerca de ellos.
La decisión del comandante tirio era acertada: aquella formación les permitiría controlar mejor el entorno y evitar ser sorprendidos por un enemigo desconocido. Sin embargo, contra el adversario que ahora enfrentaban, tales precauciones resultaban inútiles.
Bryan lo sabía mejor que nadie, porque ya había sentido anteriormente la energía que ahora los envolvía a todos. Esto no se parecía a ningún hechizo de Dominio, ni siquiera al más poderoso que había visto hasta ese momento: el de Dean Emma. Al final, todos los Dominios, tanto los que afectaban al entorno como al propio conjurador, seguían siendo proyecciones que respetaban las leyes del mundo. Pero lo que ahora se desplegaba ante ellos era algo mucho más aterrador y, en cierto modo, visceral.
Era magia que corroía los mismísimos cimientos de la realidad en un área determinada, negándola para imponer sus propias reglas demenciales.
Quizá sería apropiado llamarlos Dominios Demoníacos… pero el problema era que no seguían las mismas reglas. Para empezar, no tenían un límite de tiempo claro, y el demonio que los generaba no necesariamente debía estar presente para sostenerlos.
Era casi como una dimensión personal que persistía mientras el demonio existiese. Un entorno autónomo, nacido del alma del demonio, que consume el mundo real y lo reemplaza por su propio caos.
Esta era la tercera vez que Bryan lo veía en persona, así que finalmente se le ocurría una definición.
- Fractura de la Realidad - Susurró con una mezcla de admiración y resignación, antes de soltar un leve suspiro.
La última vez que enfrentó algo así, la Fractura apenas estaba en formación, y sólo consiguió escapar con vida gracias a la intervención de la bestia divina de la Paladín Sofía. Esta vez, sin embargo, el poder del enemigo había madurado por completo. No había posibilidad de esconderse, ni de retroceder.
Sólo le quedaba esperar a que aquella presencia se manifestara... y reaccionar cuando llegase el momento.
Entonces sucedió.
Justo cuando los magos terminaban de entrelazar las últimas capas de sus barreras, el suelo comenzó a temblar. No era la violencia repentina de un terremoto, sino con una vibración profunda, grave, que parecía emanar del núcleo mismo de aquella dimensión. Una presión invisible comprimió el aire… y luego, tras un instante de silencio, el terreno se abrió.
Desde una zona ennegrecida, aparentemente muerta, emergió algo que en un primer momento confundió incluso a los más veteranos. ¿Un pilar? ¿El tronco de un árbol colosal sin ramas? ¿O acaso una columna de roca envuelta en líquenes carbonizados? Fuera lo que fuera, tenía una superficie cubierta de surcos que brillaban con un fulgor rojizo, como si contuviera fuego en su interior, y se retorcía levemente, como si respirara.
Durante un instante que pareció eterno, nadie supo si aquello era un fenómeno natural, una ilusión mágica, o el preludio de algún conjuro mayor.
Entonces, el "tronco" giró sobre sí mismo con fluidez malsana y se desplegó.
Lo que parecía ser corteza se abrió como escamas incandescentes, revelando una carne viva, abrasadora, que ondulaba con elegancia.
Ya no había duda: se trataba de una criatura.
Se trataba de un ser parecido a una serpiente colosal. Su cuerpo estaba recubierto por placas vegetales endurecidas que se quemaban sin consumirse, como hojas eternamente prendidas en llamas. De su lomo brotaban espinas similares a ramas secas, que se agitaban como pequeños tentáculos. Algunas partes de su cuerpo se asemejaban a troncos que ardían por dentro; otras, a lianas cubiertas de ceniza o savia incandescente. Su silueta era un híbrido imposible entre criatura vegetal, volcán vivo y demonio reptante.
Con un rugido espantoso, la criatura se irguió en espiral, sacudiendo la ceniza a su alrededor en un torbellino que ocultó momentáneamente su inmensidad. Cuando volvió a dejarse ver, ya no reptaba: volaba. Su cuerpo se alzaba con gracia antinatural, girando como un ciclón en el aire, y cada vez que descendía, su contacto con la tierra reventaba el suelo en llamaradas de magma y raíces calcinadas.
Todo lo que tocaba moría dos veces: primero por el fuego, luego por el veneno invisible que parecía emanar de su cuerpo, quizá alguna clase de ácido molecular o sulfúrico altamente concentrado.
La serpiente abrió sus fauces dobles como un capullo de pesadilla: no dos mandíbulas, sino cuatro secciones dentadas que se separaron con un chasquido húmedo, revelando un túnel de carne palpitante, brillante de saliva corrosiva y oscuridad ardiente. Dientes afilados como cuchillas crecían en varias filas irregulares, goteando una mezcla densa entre ácido y bilis negra. El Aura de Batalla plateada que cubría al Tuskarru se desvaneció como si nunca hubiera existido, arrancada por la mera cercanía de aquellas fauces.
El paquidermo apenas tuvo tiempo de barritar antes de que la criatura se lanzara.
La mordida inicial arrancó una sección completa del lomo: piel, músculo, hueso, todo triturado con un crujido húmedo y espeso que retumbó en el aire. Fragmentos del blindaje natural del Tuskarru saltaron como astillas negras mientras chorros de sangre espesa empapaban la tierra. Zamek apenas logró lanzarse al vacío, maldiciendo, cuando su montura fue arrastrada al abismo de colmillos.
La serpiente devoró sin pausa, triturando la carne como si fuera pulpa blanda. Su lengua bífida escarbaba entre los pedazos abiertos, arrancando tendones aún palpitantes. Los colmillos del Tuskarru cayeron al suelo con un golpe seco, partidos a la mitad como si fueran ramas huecas. Un ojo amarillo salió disparado, aplastado por una contracción brutal de la mandíbula, mientras las fauces se cerraban sobre el cráneo con un sonido espeluznante.
Poco después, el torso fue despedazado, cada pata masticada por turnos, devorada, escupida y absorbida. La tierra quedó sembrada de restos calcinados, fragmentos de hueso quebrado y una lluvia de sangre tan densa que empapó las barreras mágicas como una tormenta de aceite rojo.
Cuando todo terminó, no quedaba nada reconocible: solo charcos, jirones, vapor de entrañas abiertas y el eco lejano de un rugido triunfal que no era de este mundo.
Durante todo el ataque Zamek no se quedó de brazos cruzados. Junto a sus caballeros, lanzó una descarga frenética de cortes, canalizando el Aura de Batalla en tajos luminosos y embestidas que habrían partido en dos a cualquier otra bestia. El aire se llenó de gritos de guerra, relámpagos dorados y estallidos de poder.
Pero nada funcionó.
Las hachas rebotaban sin dejar marcas, las lanzas se astillaban al contacto, los hechizos se disipaban antes de tocar la carne abrasadora de aquella abominación. La serpiente ni siquiera giró la cabeza. Continuó devorando al Tuskarru con la indiferencia de un cataclismo, como si los caballeros fueran poco más que un viento insignificante a su alrededor.
Con sus ojos sobrehumanos, Bryan observaba todo con una mezcla de asombro y una justa cantidad de temor. La última vez que se enfrentó a esa Ifrit, la criatura aún estaba en un estado incompleto. Incluso entonces, en su manifestación parcial, ya mostraba rasgos propios de una bestia humanoide cubierta de pelo, con cuernos torcidos como los de los demonios tradicionales. Por eso no lograba comprender por qué ahora se manifestaba con esa forma monstruosa de serpiente, un ser imposible que combinaba atributos de criatura biológica y de planta ardiente.
Aún luchaba por entender lo que sucedía, cuando ocurrió algo aún más extraño.
La criatura acababa de devorar los últimos jirones del Tuskarru cuando se enrolló sobre sí misma y comenzó a estremecerse de forma vívida, casi convulsiva. No tenía ojos, y con la boca cerrada era imposible adivinar expresión alguna en ese rostro monstruoso; sin embargo, por la forma en que se arqueaba, giraba y palpitaba, cualquiera podía percibir con claridad que estaba eufórica. Disfrutaba cada segundo de aquella metamorfosis.
Entonces, un crujido atronador sacudió la atmósfera, y todos contemplaron, atónitos, cómo la piel de la criatura comenzaba a agrietarse con rapidez. La misma coraza que había resistido sin esfuerzo los cortes del Aura de Batalla del Gran Caballero se deshacía ahora en miles de fragmentos diminutos, como escamas quemadas que se desintegraban al contacto con el aire. En lugar de caer, aquellas cenizas flotaban hacia arriba, girando sobre sí mismas como un torbellino invertido, hasta formar un velo grisáceo que descendía lentamente desde las alturas, como si cerrara el telón de una obra trágica.
Pero antes de tocar el suelo, la ceniza volvió a reunirse en un solo punto. Allí, se transformó rápidamente en un manto ardiente de color carmesí que envolvió por completo a una figura oculta en su interior, como un capullo al rojo vivo.
De su interior emergió un nuevo ser. No, más bien lo apropiado sería decir que ésta era su forma verdadera, y que la serpiente anterior no era sino un lujoso ropaje: un cuerpo prestado hecho de fuego, corteza y colmillos. Ahora, aquel disfraz ardiente se había transformado en un manto carmesí que reposaba sobre sus hombros como una capa viva, adornada con patrones vegetales y escamosos que aún brillaban como bordados incandescentes. Pero nadie se fijó en eso. Si sus mentes lo percibieron, fue sólo de forma inconsciente. Lo que verdaderamente los atrapó, lo que paralizó incluso a los más endurecidos guerreros, fue la belleza inhumana de la mujer que apareció frente a ellos.
Su silueta parecía la de una diosa salvaje, una encarnación perfecta de la lujuria y el poder. Alta, imponente, con un cuerpo que combinaba voluptuosidad indomable con poder puro en proporciones imposibles: pechos firmes y generosos se alzaban con una arrogancia natural; caderas anchas y fértiles marcaban un equilibrio brutal entre lo erótico y lo temible. El vientre, torneado como si la piedra misma hubiese querido imitar la carne, parecía respirar con una cadencia ritual. Sus piernas largas se erguían como columnas de fuego contenido, esculpidas no por manos humanas, sino por una voluntad elemental nacida del deseo mismo.
La luz del fuego acariciaba su piel bronceada resaltando cada curva como si el mismo calor la adorara. No vestía más que el manto ardiente que aún reposaba sobre sus hombros, pero no la cubría: apenas enmarcaba su desnudez, dejando al descubierto el esplendor impúdico de su figura.
“¡Maldita sea, es demasiado avanzada…! ¡Ni siquiera puedo adivinar el nivel que tiene ahora!” Concluyó Bryan, apesadumbrado. Incluso su visión espiritual era incapaz de discernir la escala que había alcanzado aquella Ifrit tras completar su metamorfosis.
- Ya veo, es una demonio. - Murmuró Zamek, apretando los dientes con furia. Luego se volvió hacia sus hombres: - Dejando de lado sus habilidades únicas... posee alta velocidad de regeneración, mirada cautivadora, absorción de vitalidad, capacidad para engendrar sirvientes y resistencia a las armas mágicas. Creo que había más... pero eso debería ser lo básico. ¡Prepárense para luchar por sus vidas! -
El comandante tirio sonaba seguro, pero en realidad estaba lejos de estarlo. En su interior, un torrente de emociones lo atravesaba como cuchillas: la furia y la tristeza por la pérdida de su montura sagrada, el Tuskarru, se mezclaban con un miedo visceral que le apretaba el estómago al mirar a aquella mujer infernal. Aun así, sabía que el valor de sus hombres colgaba de un hilo, y por eso se obligó a fingir serenidad, pronunciando con convicción las instrucciones más sensatas que se le ocurrieron en ese instante.
Aun así, no se hacía muchas ilusiones.
Se sabía poco sobre los demonios. Sus manifestaciones eran tan variables como sus poderes, y su tiempo de vida y maduración podía extenderse por siglos o milenios. Pero si algo quedaba claro era que todos eran peligrosos. Todos, sin excepción, estaban marcados por una esencia oscura y una voluntad torcida.
No podían ser tan poderosos como las verdaderas deidades pues, aunque eran espíritus, seguían siendo criaturas ligadas al mundo material. Sus habilidades dependían del entorno, motivo por el cual debían poseer a otros o manifestarse en un cuerpo físico antes de intervenir plenamente en la realidad. Sin embargo, algunos demonios podían llegar a rivalizar en poder con seres de origen divino completamente desarrollados, como gorgonas, cíclopes o fénix.
Incluso existían leyendas que hablaban de enfrentamientos entre demonios y deidades menores. Nadie sabía con certeza si alguna vez un demonio había salido victorioso, pero el mero hecho de resistir en semejantes combates los colocaba en una categoría temible.
Naturalmente, entre los propios demonios existían grandes diferencias de poder. Aunque no podían “morir” en el sentido estricto (pues su esencia era casi inextinguible), la destrucción de sus recipientes físicos los debilitaba profundamente. A veces les tomaba décadas o siglos reconstruirse. Algunos podían ser eliminados relativamente fácil mediante magia con atributos contrarios o a través de un uso preciso del Aura de Batalla.
Pero Zamek no esperaba tal fortuna.
Bastaba con contemplar la espantosa Fractura de Realidad que esa demonio había provocado con su mera aparición para comprender la magnitud de su poder. Aun así, él era un comandante elegido de la Guardia de Marfil Negro. Tal vez moriría ese día, pero si así era, no pensaba morir con vergüenza.
Zamek soltó su escudo de torre, que cayó sobre el suelo caliente con un golpe sordo y pesado. La superficie, marcada por abolladuras, era testimonio de incontables combates, pero el Gran Caballero sabía que no le brindaría protección alguna contra esta oponente. Decidió dejarlo atrás para no comprometer su equilibrio. El casco, que limitaba su visión, fue lo siguiente en ser descartado. Finalmente, incluso se quitó el peto que protegía su pecho. El motivo de su decisión era renunciar por completo a toda defensa para concentrar cada gramo de fuerza en una única ofensiva brutal.
Durante todo ese tiempo, la Ifrit ni siquiera le dedicó una mirada. En lugar de eso, parecía fascinada por sus propias manos recién formadas. Era la primera vez que tenía extremidades humanas, y nada parecía importarle más que el contraste entre el brillo de sus uñas y el tono de su piel morena.
“¿Acaso cree que no voy a atacarla? ¿O tal vez confía en que podrá bloquearme sin dificultad?” Pensó Zamek, esbozando una sonrisa.
En el fondo, aquella actitud despreocupada le irritaba. Pero otra parte de él le daba la bienvenida.
Esa era la arrogancia de los fuertes, y también una de las pocas armas que los humanos podían aprovechar para vencer a monstruos cuya fuerza física superaba con creces la propia. Zamek había enfrentado criaturas así en el pasado y había salido victorioso al explotar ese instante de descuido. Tras derrotarlas, solía posar un pie sobre sus cadáveres, riendo entre dientes, recordándoles cuán estúpidos habían sido por subestimar a su enemigo.
- Voy a quebrar esa tranquilidad tuya. - Murmuró, aferrando con firmeza su hacha de guerra con ambas manos.
De inmediato, concentró todo su poder en un solo punto, acumulando el Aura de Batalla dentro de su cuerpo hasta alcanzar el límite. Entonces, la liberó de golpe en una sola oleada. El resultado fue un Arte de Batalla con forma de corte de hacha devastador que, a pesar de tener un alcance limitado de apenas tres metros, era capaz de destruir todo lo que se encontrara frente a él.
En términos simples, era una habilidad que amplificaba la precisión y elevaba su fuerza al máximo. Incluso si mil flechas se abatieran sobre él, Zamek confiaba en que podría percibir instantáneamente cada trayectoria, abrirse paso a través de todas sin recibir ni un rasguño, y seguir golpeando a su objetivo con implacable determinación. Luego venía el final. Las vidas se extinguían cuando eran cortadas.
Eso era todo lo que necesitaba.
Y lo mismo sucedería con aquella mujer demonio.
Zamek lo apostó todo a ese único ataque, tratando de convencerse desesperadamente de que sería suficiente.
El filo de su hacha salió disparado con tal violencia que provocó una explosión de aire, desestabilizando incluso a varios Caballeros de la Tierra cercanos, a pesar de que estaban prevenidos.
Incluso Bryan, que observaba desde cierta distancia, se sorprendió al ver la repentina velocidad que el Gran Caballero alcanzaba. Sus ojos sobrehumanos eran capaces de seguir el movimiento, pero su mente aún necesitaba un instante para procesarlo. Vio claramente cómo el arma de Zamek cerraba la distancia en un parpadeo. El filo estaba ya a escasos centímetros del cuello de la Ifrit… quien seguía contemplando con despreocupación el brillo de sus uñas, sin siquiera voltear a mirarlo.
Y entonces… incluso él se quedó boquiabierto.
Aquel corte, que había estremecido el entorno y concentraba toda la fuerza de un Gran Caballero, fue detenido.
Ahora bien, si la Ifrit lo hubiese esquivado a tan corta distancia, todos habrían tenido que admitir (aunque no lo quisieran) que era increíblemente poderosa. Aun así, habría sido algo comprensible.
Pero el problema que en ese momento amenazaba con quebrar la cordura de todos los presentes era que la Ifrit había atrapado el filo de aquella pesada hacha… con los dedos.
Un golpe que rozaba la velocidad del sonido, cargado con todo el poder de un Gran Caballero, fue detenido por un gesto delicado. Como si en lugar de una pesada hacha de guerra, sostuviera las alas de una mariposa.
El entorno seguía siendo un infierno de lava y calor sofocante, pero de algún modo el aire a su alrededor pareció congelarse.
- Imposible… -
La voz del Gran Caballero era apenas un susurro, como si su voluntad hubiese comenzado a quebrarse. No podía creer lo que sus ojos veían.
Y, sin embargo, no había error: el filo de su descomunal hacha de guerra descansaba entre los dedos pulgar e índice de la Ifrit.
¡Esto superaba incluso lo peor que su imaginación pudiera concebir!
Para colmo, cuando Zamek intentó recuperar su arma, descubrió con horror que no podía moverla. La demonio, que aparentaba sostenerla con suavidad, la tenía inmovilizada por completo. Era como si el filo estuviera incrustado en una montaña de piedra sólida, cientos de veces más pesada que él.
Los segundos se alargaron como si el mundo dudara en aceptar lo ocurrido. Zamek permanecía inmóvil, aún con ambas manos aferradas al mango de su hacha, incapaz de entender cómo su golpe definitivo había sido reducido a nada. A su alrededor, los Caballeros de la Tierra observaban en un silencio absoluto, demasiado atónitos como para hacer algo.
Fue entonces cuando la Ifrit finalmente apartó la vista de sus uñas y alzó la mirada.
Sus ojos amarillos, de pupilas felinas y escleróticas negras, se posaron con lentitud sobre el rostro del Gran Caballero. No dijo nada. Sólo lo miró, como quien observa a un objeto roto. Luego, una sonrisa se formó en sus labios carmesí: lenta, torcida, cargada de una malicia primitiva. Poco después sus ojos brillaron con un fulgor extraño, como brasas alimentadas por un viento infernal.
Zamek apenas alcanzó a abrir la boca cuando sucedió.
De repente, el aire a su alrededor se encendió. No fue un fuego común, sino algo mucho más intenso, como si las llamas mismas de los infiernos lo estuvieran reclamando. Su cuerpo, tan resistente y entrenado, hasta el punto de superar los límites humanos, comenzó a arder de una manera inimaginable. La piel, los músculos, los huesos: todo se desintegraba bajo una temperatura insoportable. No fue un dolor que pudiera describirse con palabras humanas. El calor era tan brutal que parecía que su carne se evaporaba antes de siquiera darle la oportunidad de gritar.
En cuestión de segundos, todo lo que alguna vez fue Zamek simplemente desapareció, dejando solo una nube de cenizas flotando en el aire. El aura de batalla que lo había protegido tantas veces antes no sirvió de nada. Fue como si la Ifrit hubiera invocado un soplo de calor tan intensamente concentrado que ni siquiera el acero de su voluntad pudo resistirlo.
Los hombres de Zamek, que observaban con incredulidad y horror, no podían creer la magnitud de la tragedia. No había un cuerpo que enterrar. No había un grito que pudieran recordar. Su comandante, que siempre les había parecido invencible, había sido completamente abrumado por una violencia tajante. Un poder capaz de negarles cualquier forma de orgullo o incluso la dignidad de una muerte honorable.
Solo quedaba el vacío, el espacio en el que Zamek había estado. Nadie podía procesarlo completamente, porque aquello que había sido su comandante había desaparecido en un suspiro, reducido a nada ante un poder más allá de cualquier comprensión humana.
La mirada de la Ifrit se desvió hacia ellos. La mujer demonio seguía sonriendo de ese modo aterrador, como un gato que juega con su presa antes de devorarla. Ahora, no había duda alguna de que ellos eran los siguientes. El calor que emanaba de su presencia parecía abrasar el aire a su alrededor, y sus ojos, esos ojos amarillos, brillaban con una malicia que retorcía el alma. Se estaban dando cuenta de la verdad: la lucha que pensaban que podían ganar ya había sido decidida.
La muerte no era una posibilidad.
Era una certeza.
Y, antes de que pudieran siquiera reaccionar, la Ifrit ya estaba avanzando hacia ellos, con la misma mirada de absoluta superioridad. Cada paso que daba era como un compás ritual, casi grácil, como si bailara sobre el campo de muerte que se extendía frente a ella. Sus caderas se mecían al ritmo de un poder ancestral, y su cuerpo desnudo que en un primer instante había deslumbrado a todos con su sensualidad salvaje ahora se había vuelto un espectáculo terrorífico. Aquellos pechos orgullosos y su figura ardiente, que antes provocaban deseo, se habían transformado en símbolos de fatalidad. Era como contemplar una rueda de destino ineludible que se aproximaba para aplastarlos, sin que pudiesen hacer nada para detenerla.
Los hombres de Zamek retrocedieron instintivamente. Ninguno gritó órdenes, nadie se atrevió a llamar a filas. El miedo, tan puro y absoluto, rompió cualquier lazo de disciplina. No podían resistirse, no frente a esa visión. Sus piernas se movieron solas, como si sus cuerpos hubieran decidido sobrevivir, aunque sus mentes ya se hubiesen rendido. Algunos tropezaron, otros corrieron con la fuerza del pánico latiendo en sus venas.
Pero no llegaron lejos.
La Ifrit simplemente los observaba. Un parpadeo lento, una mirada resplandeciente... y todo acababa. Uno a uno, los cuerpos que huían comenzaban a arder, consumidos por una ignición invisible que convertía carne, huesos y alma en polvo ardiente. Quizá se debía a que eran más débiles que el difunto Zamek, pero con ellos no había fuego visible. Solo una aceleración monstruosa del calor, como si fuesen estatuas de barro expuestas a la llama de un soplete. Los que estaban más lejos caían primero, como advertencia cruel: no importa cuán lejos huyan, sus finales ya han sido escritos en piedra.
El terror creció. Algunos titubearon al ver a sus compañeros arder en el horizonte, dudando entre seguir corriendo o quedarse e intentar luchar, aunque al final acabaron ardiendo antes de siquiera poder emprender alguna acción.
Sin embargo, no todos intentaron escapar.
Unos pocos permanecieron inmóviles, clavados en su sitio no por valentía, sino por algo más primitivo. Sabían que no podían ganar. No podían resistir. Solo les quedaba mirar. Y lo hicieron. Alzaron los ojos hacia esa figura que caminaba hacia ellos como una condena viva, y en sus miradas no había ya súplica, sino algo parecido a la devoción. Como campesinos que contemplan una tormenta que devorará sus hogares u hombres que observan un tornado destruyendo todo a su paso, pero no pueden dejar de encontrar una misteriosa belleza en aquella fuerza abrumadora y la contemplan admirados a pesar de saber que muy pronto serán los siguiente en ser barridos por ella.
Uno de ellos incluso sonrió antes de ser consumido por la nada.
Y entonces, no quedó ninguno.
Solo cenizas.
Desde lejos, entre las sombras, Bryan observó todo en silencio. La expresión en su rostro era ilegible, pero sus ojos, tan fríos como lúcidos, captaron cada detalle. Aún con toda su oscuridad, aun siendo lo que era, algo en él se estremeció.
La Ifrit había ejecutado a todos los hombres de Zamek con la facilidad de quien exhala. Pero los últimos… aquellos que la contemplaron con una reverencia extraña. Bryan creía que ellos murieron más rápido. Y sin dolor. Como si la misma criatura que había arrasado sus cuerpos les hubiese concedido, en ese último suspiro, un gesto de respeto.
Finalmente, esos aterradores ojos amarillos se fijaron en los suyos.
“Bueno... supongo que ahora es mi turno.”
Cuando vino a este lugar ya había imaginado que la Ifrit se haría más poderosa, pero su fuerza real superaba por mucho todas sus estimaciones. No solo poseía un poder descomunal, sino que además contaba con habilidades que bordeaban lo absurdo. Esa combustión espontánea era la prueba más evidente.
No estaba seguro de si se trataba de piroquinesis o de una magia diferente. Pero una cosa era clara: a juzgar por la velocidad de aquel poder, ni siquiera consumiendo Esencia de Sangre y utilizando el Paso Sombrío a su máxima capacidad lograría escapar.
- En cualquier caso, no es correcto hacer esperar a una dama. - Dijo Bryan mientras apuntaba el Desgarrador Sombrío directo al corazón de la Ifrit.
Para su sorpresa, aquel gesto pareció divertir a la demonio. Incluso soltó algo parecido a una carcajada contenida, como si acabara de ver a un cachorro intentar morder un fuego que ve por primera vez.
- Ríete todo lo que quieras - Añadió Bryan con una sonrisa intrépida: - ¡Pero voy a hacer que matarme te cueste un poco más! -
En ese instante, activó de golpe toda la Esencia Mágica que recorría su cuerpo, preparado para consumir hasta la última chispa de vida en un ataque final. Su cuerpo comenzó a tensarse, su energía crepitaba como un huracán contenido. Estaba dispuesto a quemar cada fibra de su ser en este último combate.
Pero justo entonces, la expresión de la Ifrit cambió.
Sus párpados descendieron, y comenzó a respirar de forma diferente. No como quien se prepara para atacar, sino como si estuviera… olfateando algo.
Y luego, volvió a abrir los ojos. Ya no brillaban con esa crueldad abrasadora que antecedía a la destrucción. Ahora había en ellos algo distinto. Auténtica curiosidad.
Bryan, al notarlo, detuvo su ataque a medio impulso.
Un presentimiento se deslizó por su mente.
“¿Acaso... puede oler la Esencia Mágica dentro de mi cuerpo?”
Mientras ambos se miraban, inmóviles, sin decidir si atacar o simplemente observarse, una tercera presencia irrumpió en la escena. No era una figura visible, sino un pulso de energía. Al principio, suave, casi imperceptible. Pero con cada intervalo, su intensidad aumentaba, como el latido de un corazón que comienza a acelerarse.
A Bryan le pareció inquietantemente familiar. Había algo en ese flujo que reconocía, aunque no lograba ubicar. Sin poder evitarlo, giró la cabeza en dirección al origen de aquella pulsación.
Y en ese instante, supo que había cometido un error.
Había apartado la vista de la Ifrit.
El corazón le dio un vuelco. Durante una fracción de segundo, estuvo convencido de que ya estaba muerto, que su carne sería reducida a cenizas sin haber siquiera visto el ataque llegar. Pero cuando volvió el rostro con rapidez, la sorpresa lo invadió: la Ifrit también se había vuelto para mirar en la misma dirección.
Los ojos amarillos de la demonio, antes fijos en él, ahora apuntaban al horizonte. Entonces, sin advertencia, la Ifrit dio un solo paso hacia adelante.
Y desapareció.
No se desvaneció. Ni se desintegró. Simplemente dejó de estar allí, como si siempre hubiese sido un espejismo. Bryan parpadeó, incrédulo. Miró a su alrededor, instintivamente, como un cazador que ha perdido de vista a la bestia.
Entonces la vio, a decenas de metros de distancia.
La Ifrit se encontraba ahora cerca del lugar desde donde provenía aquel pulso, de pie sobre una roca agrietada por el calor. Había recorrido esa distancia en un solo parpadeo, con una velocidad que no se podía medir, ni comprender.
Bryan tragó saliva.
Si podía moverse de ese modo, entonces la Ifrit podía matarlo con una facilidad que rozaba lo absurdo. La rapidez que acababa de presenciar no pertenecía al reino de lo humano ni siquiera al de lo demoniaco común. Quizá únicamente el caballo alado Crisaor podría moverse más rápido que esta criatura, aunque Bryan no podía asegurarlo. No importaba qué hechizo lanzara o cuánta Esencia de Sangre consumiera, lo más que podía esperar era resistir un poco más antes de acabar reducido a cenizas.
Entonces la demonio se agachó para recoger algo del suelo. Su melena llameante cayó como una cascada sobre su espalda morena, y su cuerpo, bañado por el resplandor infernal del entorno, pareció esculpido con una sensualidad antigua, peligrosa. Las curvas de sus caderas se tensaron en el movimiento, y sus pechos, desnudos, se elevaron levemente con la respiración lenta de una criatura que no temía nada. Pero a pesar de esa belleza abrasadora, había en su gesto algo que parecía muy extraño viniendo de ella: ¿Era gentileza? ¿Ternura, incluso…?
En ese momento, Bryan notó que, entre sus manos, la Ifrit estaba sosteniendo un orbe incandescente que parecía formado por lava líquida y llamas que no se apagaban. El aire a su alrededor ondulaba como si temiera tocar aquel objeto.
- ¡El Corazón de la Primera Llama! - Exclamó Bryan, al reconocerlo.
La Ifrit recogiendo el Corazón de la Primera llama
Hola amigos. Soy Acabcor de Perú, y hoy es miércoles 07 de mayo del 2025.
¡Acabo de volver de un viaje agotador y todavía no entiendo cómo logré publicar este capítulo a tiempo!
Pero todo es gracias a ustedes, mis estimados lectores, que me motivan a seguir escribiendo incluso en los momentos más duros.
Este capítulo trae muchos cambios importantes. En la versión original no pasaba gran cosa; no había combates, y la Ifrit ni siquiera existía. En su lugar aparecía una criatura llamada "Señor de Fuego", que al final se transformaba en una mujer de apariencia anciana y gorda, sinceramente, sin fuerza narrativa. No sentía que encajaba en la estética ni en la intensidad que quiero transmitir en esta historia, así que decidí reconstruir todo desde cero.
La principal inspiración para la nueva criatura vino de los videojuegos, en especial Devil May Cry 4, con ese demonio llamado Echidna. A partir de ahí desarrollé a la Ifrit evolucionada, aunque, por supuesto, con muchos elementos propios. También me vino a la mente esa escena brutal en God of War I, cuando Ares aniquila al ejército bárbaro tras el juramento de Kratos. Inicialmente, pensé que la Ifrit los masacrara con sus propias manos, pero luego me pareció más impactante dividir su manifestación en dos fases.
La primera fase es una forma monstruosa, como un capullo o disfraz: una serpiente colosal que devora al Tuskarru de una forma brutal y espectacular. Esta criatura mezcla atributos reptilianos con elementos de fuego y terror biológico. La segunda forma revela su cuerpo humanoide: una demonio pura, de gran poder, belleza salvaje y una sensualidad agresiva. Quería que se sintiera completamente diferente a cualquier otra criatura que Bryan haya enfrentado: no solo más poderosa, sino también malvada y dominante hasta en la forma que utiliza su sexualidad femenina.
Esta Ifrit representa una ruptura total con la criatura del borrador original, la cual no solo desentonaba con la estética del mundo, sino que parecía haber sido puesta sin ningún propósito narrativo claro. Por eso quise eliminar por completo esa línea argumental.
En cuanto al diseño visual, si siguen el grupo de Facebook sabrán que estuve trabajando en una versión inspirada en la Echidna de DMC4, en su forma serpentina sin ojos. Quise llevar eso más lejos: una criatura híbrida entre planta, reptil y fuego, con una mandíbula cuádruple al estilo de las películas de terror, especialmente Resident Evil. Una visión deliberadamente gore y perturbadora. Consideré incluso hacer varias versiones, una de las cuales mostraba la muerte del Tuskarru… pero los créditos para generar imágenes se agotaron muy rápido (y además necesitaba ilustrar también a la Ifrit en su forma femenina, casi desnuda).
Me puse a pensar: ¿Qué preferirán los lectores?
Espero haber elegido bien.
Por último, si este capítulo les gustó y quieren apoyar este proyecto, recuerden que pueden hacerlo a través de mi cuenta de Patreon, con donaciones por YAPE o a través de BCP. Y si encuentran errores ortográficos o de contexto, agradeceré mucho que me los señalen para corregirlos cuanto antes.
¡Nos vemos en el siguiente capítulo!