45. Navidad

La Navidad es un regalo de amor que Dios le otorga a la humanidad. 

45.1. El por qué de la Navidad

Erase un hombre que no creía en Dios. No tenía reparos en decir lo que pensaba de la religión y las fiestas religiosas, como la Navidad.

Su mujer, en cambio, era creyente a pesar de los comentarios desdeñosos de su marido. Una Nochebuena en que estaba nevando, la esposa se disponía a llevar a los hijos al Oficio navideño de la parroquia de la localidad agrícola en la que vivían. Le pidió al marido que le acompañara, pero él se negó. ¡Qué tonterías! — Arguyó — ¿Por qué Dios se iba a rebajar a descender a la tierra adoptando la forma de hombre? ¡Qué ridiculez! Los niños y la esposa se marcharon y él se quedó en casa. Un rato después, los vientos empezaron a soplar con mayor intensidad y se desató una ventisca. Observando por la ventana, todo lo que aquel hombre veía era una cegadora tormenta de nieve, y decidió relajarse sentado ante la chimenea. 

Al cabo de un rato, oyó un golpazo; algo había golpeado la ventana. Luego, oyó un segundo golpe fuerte, miró hacia fuera, pero no logró ver a más de unos pocos metros de distancia. Cuando empezó a amainar la nevada, se aventuró a salir para averiguar qué había golpeado la ventana. En un campo cercano descubrió una bandada de gansos salvajes. Por lo visto, iban camino al sur para pasar allí el invierno y se vieron sorprendidos por la tormenta de nieve y no pudieron seguir. Perdidos, terminaron en aquella finca sin alimento ni abrigo. Daban aletazos y volaban en círculos por el campo, cegados por la borrasca, sin seguir un rumbo fijo.

El agricultor dedujo que un par de aquellas aves habían chocado con su ventana. Sintió lástima de los gansos y quiso ayudarlos.

Sería ideal que se quedaran en el granero — pensó —. Ahí estarán al abrigo y a salvo durante la noche mientras pasa la tormenta.

Dirigiéndose al establo, abrió las puertas de par en par. Luego, observó y aguardó, con la esperanza de que las aves advirtieran que estaba abierto y entraran. Los gansos, no obstante, se limitaron a revolotear dando vueltas. No aprecia que se hubieran dado cuenta siquiera de la existencia del granero y de lo que podría significar en sus circunstancias. El hombre intentó llamar la atención de las aves, pero solo consiguió asustarlas y que se alejaran más. Entró a la casa y salió con algo de pan. Lo fue partiendo en pedazos y dejando un rastro hasta el establo. Sin embargo, los gansos no entendieron. El hombre empezó a sentir frustración. Corrió tras ellos tratando de ahuyentarlos en dirección al granero. Lo único que consiguió fue asustarlos tratando de ahuyentarlos en dirección al granero. Lo único que consiguió fue asustarlos más y que se dispersaran en todas las direcciones menos hacia el granero. Por mucho que lo intentara, no conseguía que entraran al granero, donde estarían abrigados y seguros. ¿Por qué no me seguirán? — exclamó — ¿es que no se dan cuenta de que ese es el único sitio donde podrán sobrevivir a la nevada? Reflexionando por unos instantes, cayó en la cuenta de que las aves no seguirían a un ser humano. Si yo fuera uno de ellos, entonces sí que podría salvarlos – dijo pensando en voz alta — Seguidamente, se le ocurrió una idea: entró en el establo, agarró un ganso doméstico de su propiedad y lo llevó en brazos, paseándolo entre sus congéneres salvajes. A continuación, lo soltó. Su ganso voló entre los demás y se fue en dirección al interior del establo. Una por una, las otras aves lo siguieron hasta que todas estuvieron a salvo. El campesino se quedó en silencio por un momento, mientras que las palabras que había pronunciado hacía unos instantes aún le resonaban en su cabeza: “si yo fuera uno de ellos, ¡entonces sí que podría salvarlos!” Reflexionó luego en lo que había dicho a su mujer aquel día: “¿Por qué iba Dios a ser como nosotros?” ¡Qué ridiculez! De pronto, todo empezó a cobrar sentido, entendió que eso era precisamente lo que había hecho Dios, Diríase que nosotros éramos como aquellos gansos, estábamos ciegos, perdidos y a punto de perecer. Dios se volvió como nosotros a fin de indicarnos el camino y por consiguiente, salvarnos. El agricultor llegó a la conclusión de que ese había sido ni más ni menos el objeto de la Navidad. Cuando amainaron los vientos y cesó la nevada, su alma quedó en quietud y meditó en tan maravillosa idea. De pronto comprendió el sentido de la Navidad y por qué había venido Jesús a la Tierra. Junto con aquella tormenta pasajera, se disiparon años de incredulidad.

Hincándose de rodillas en la nieve, elevó su primera plegaria: “¡Gracias, Señor, por venir en forma humana a sacarme de la tormenta!”

Autor desconocido

Temas: Fe, esperanza, Navidad.

Pistas para la reflexión

45.2. El tren de Navidad

Hace muchos años, en una casa de ferroviarios vivía el guardavía, Basilio, con Malina, su hija pequeña.

Su trabajo era vigilar los tramos más peligrosos de la vía, que iba entre unas montañas altísimas y atravesaba muchos túneles.

También la tarde de Nochebuena salió Basilio a inspeccionar la vía. Malina estaba colgando en el árbol de Navidad unas estrellas que acababa de recortar. Era feliz pensando en el regalo que su padre le había prometido.

De repente oyó un estruendo espantoso. Belo, su perro empezó a ladrar y arañar la puerta con las pezuñas. 

— ¡Eso sólo puede ser un desprendimiento! ¡Eso son rocas que caen! — gritó Malina y echó a correr, muerta de miedo.

Sí, era eso: una roca enorme estaba encima de las vías. Malina se quedó sin aliento.

— ¡El tren expreso va a pasar dentro de media hora! ¿Qué hago yo ahora? ¿Qué haría papá…? Tengo que avisar al maquinista.

Empezó a pensar deprisa y entró a todo correr en su casa.

“Encender una hoguera cuatrocientos metros antes del lugar del accidente y mover la linterna”, eso decía siempre papá.

De pronto se decidió. Agarró el árbol de Navidad, sin hacer caso de los adornos y descolgó la linterna grande de los trenes que estaba colgada de un clavo. Apenas le quedaba un cuarto de hora.

Iluminada con la luz roja de la linterna, atravesó el túnel sin respirar y dando tropezones. Salió otra vez fuera y siguió caminando, sin parar, entre los raíles, hasta que se topó con un nuevo túnel. Oía el tren que llegaba.

Rápidamente prendió fuego a su árbol de Navidad.

Al momento, el expreso salió disparado del negro agujero. En el mismo instante, el maquinista dio un respingo de miedo. Ante sí veía un fuego brillante y una niña que agitaba un enorme farol rojo. En un abrir y cerrar de ojos, cerró la válvula del vapor y tiró del freno de alarma, se fue parando poco a poco hasta quedar inmóvil.

La locomotora se paró justo delante de Malina. El maquinista y el revisor saltaron del tren y corrieron hacia la niña. El maquinista la reconoció.

— Allí adelante, enfrente del túnel grande, hay una roca que ha caído de lo alto. Por eso he tenido que detener el tren — explicó Malina.

La noticia de la roca caída corrió por todo el tren. En seguida, todo el mundo supo que la pequeña Malina les había salvado.

— ¡La niña está muerta de frío! — exclamó uno de los pasajeros. Y cogiéndola de la mano, la metió en el vagón-restaurante.

De pronto Malina se vio inundada de regalos. Y luego vio a su padre, de pie, en la puerta. Llevaba en sus manos un corderito blanco como la nieve. Malina echó a correr hacia él. ¡Ese era su regalo de Navidad!

El revisor, para darle las gracias, le trajo otro árbol de Navidad que había cortado en el terraplén. Y así pudieron, por fin, celebrar la Nochebuena.

¿Qué cómo sé yo todo esto? Muy sencillo. Porque yo celebré una vez la Nochebuena en aquella casa de ferroviarios con mi tía Malina y con mi abuelo, el guardavía Basilio.

Extractado de Iván Gantshev

Temas: Generosidad, servicialidad, solidaridad, entrega.

Pistas para la reflexión

45.3. El tapiz

El nuevo sacerdote, recién asignado a su primer ministerio pastoral para reabrir una iglesia en los suburbios de Brooklyn, New York, llegó a comienzo de octubre entusiasmado con sus primeras oportunidades. Cuando vio la iglesia se encontró con que estaba en pésimas condiciones y requería de mucho trabajo de reparación. Se fijó la meta de tener todo listo a tiempo para oficiar su primera Misa en la Nochebuena. Trabajó arduamente, reparando los bancos, empañetando las paredes, pintando, etc., y para el 18 de diciembre ya habían casi concluido con los trabajos, adelantándose a su propia meta. Pero el 19 de diciembre cayó una terrible tormenta que azotó la zona durante dos días completos. El día 21 el sacerdote fue a ver la iglesia. Su corazón dio un vuelco cuando vio que el agua se había filtrado a través del techo, causando una gotera enorme en la pared frontal, exactamente detrás del altar, dejando una mancha y un destrozo como a la altura de la cabeza. El sacerdote limpió el suelo, y no sabiendo que más hacer, salió para su casa. 

En el camino vio que una tienda local estaba llevando a cabo una venta de liquidación de cosas antiguas, y decidió entrar. Uno de los artículos era un hermoso tapiz hecho a mano, color hueso, con un trabajo exquisito de aplicaciones, bellos colores y una cruz bordada en el centro. Era justamente el tamaño adecuado para cubrir el hueco en la pared frontal. Lo compró y volvió a la iglesia. Ya para ese entonces había comenzado a nevar. 

Una mujer mayor iba corriendo desde la dirección opuesta tratando de alcanzar el autobús, pero finalmente lo perdió. El sacerdote la invito a esperar en la iglesia, donde había calefacción, pues el siguiente autobús tardaría 45 minutos en llegar. La señora se sentó en el banco sin prestar atención al sacerdote, mientras este buscaba una escalera, ganchos, etc., para colocar el tapiz como tapiz en la pared. El sacerdote estaba muy satisfecho de lo bien que quedaba, y de cómo cubría toda la superficie estropeada. Entonces vio que la mujer venía hacia él, desde el pasillo del centro. Su cara estaba blanca como una hoja de papel: "Padre, ¿dónde consiguió usted ese tapiz?". El sacerdote le explicó. La mujer le pidió que le permitiera ver la esquina inferior derecha para ver si las iniciales EBG aparecían bordadas allí. Sí, estaban. Eran las iniciales de aquella mujer, y ella había hecho ese tapiz 35 años atrás en Austria. La mujer apenas podía creerlo cuando el sacerdote le contó cómo acababa obtener el tapiz. La mujer le explicó que antes de la guerra ella y su esposo tenían una posición económica holgada en Austria. Cuando los nazis llegaron, la forzaron a irse. Su esposo debía seguirla la semana siguiente. Ella fue capturada, enviada a prisión y nunca volvió a ver a su esposo ni su casa. El sacerdote ofreció regalarle el tapiz, pero ella lo rechazó diciéndole que era lo menos que podía hacer. Se sentía muy agradecida pues vivía al otro lado de Staten Island y solamente estaba en Brooklyn por el día para un trabajo de limpieza de casa. El sacerdote le pidió sus señas, con idea de hacerle llegar el tapiz unos días después. 

En la Misa de la Nochebuena la iglesia estaba casi llena. La música y el espíritu que reinaban eran increíbles. Al final, el sacerdote despidió a todos en la puerta y muchos expresaron que volverían. Un hombre mayor, que el pastor reconoció del vecindario, seguía sentado en uno de los bancos mirando hacia el frente, y el sacerdote se preguntaba por qué no se iba. El hombre le preguntó dónde había obtenido ese tapiz que estaba en la pared del frente, porque era idéntico al que su esposa había hecho años atrás en Austria antes de la guerra, y no entendía cómo podía haber dos tapices tan idénticos. Le relató cómo llegaron los nazis y cómo el forzó a su esposa a irse, para la seguridad de ella, y cómo él no pudo seguirla, pues fue arrestado y enviado a prisión. Nunca volvió a ver a su esposa ni su hogar en todos aquellos 35 años. El sacerdote le preguntó si le permitiría llevarlo con él a dar una vuelta. Se dirigieron en el carro hacia Staten Island, hacia la casa de aquella mujer que estuvo tres días atrás en la iglesia. Subieron los tres pisos de escalera que conducían al apartamento de la mujer, llamaron a la puerta y presenció el más hermoso encuentro de Navidad que pudo haber imaginado. 

Una historia real - ofrecida por el Padre Rob Reid. 

Temas: Gen

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45.4. El buey de Belén

El Rubio era un buey de piel canela y ojos claros, redondos y húmedos. Su dueño decía que era más bien flojo para el trabajo, pero, a decir verdad, simplemente era un animal de temperamento pastueño y meditativo.

Uncido al yugo con Natán, su compañero, caminaba aquella mañana como ausente y dejándose ir. El otro, que era muy activo porque tenía sangre burgalesa, le dijo:

— Quillo, ¿qué te pasa? No das pie con bola.

— Es que no he pegado ojo en toda la noche.

— ¿Te sentó mal la cena? 

— ¡Quia! Desde que he engordado como más bien poco.

— ¿Entonces?...

El Rubio se paró en seco porque había cosas que era incapaz de contar andando y sin acompañar sus palabras con sus manos expresivas.

— No te lo vas a creer. Cuando estaba a punto de coger el sueño, en esto se presentó una pareja en el establo.

— ¿Estarían casados? – preguntó Natán que era un buey de un talante más bien conservador.

— Digo yo que sí, porque ella estaba embarazada. Pues como te iba diciendo, entraron, encendieron un candil, adecentaron un rincón, cenaron alguna cosilla y cuando iban a acostarse, mira tú por dónde, a la mujer le llegó la hora del parto. Dio a luz a una criaturita, la envolvió en pañales y la recostó en el pesebre porque, según les oí comentar, no encontraron sitio en la posada.

— Y… ¿qué fue? — interrumpió curioso Natán.

— Un varoncito. La mujer se lo maliciaba porque le oí decir. “¡José, un niño, que me lo decía el corazón!”

— Y luego te dormiste.

— ¡Qué va! No te lo vas a creer, pero en el mismísimo momento de nacer el niño la cueva se llenó de luz y la noche se hizo más clara como el día. Era como si la criatura fuera la luz del mundo. Ya en la cuadra no hacía falta ni el candil, ni sol, ni luna que alumbrara. Todo quedó bañado en una extraña luminosidad.

— ¡Anda ya! — dijo Natán incrédulo y reanudo la marcha al oír restallar a sus espaldas el látigo del labriego.

— Estaba así velando — prosiguió el Rubio —, por qué no decirlo, un tanto nervioso, cuando entró corriendo un grupo de pastores. Me entró más miedo que vergüenza porque ya conoces la calaña de esa gentuza. Llenaron el aire con su olor, sus gritos y admiraciones. Se empeñaron en ver al niño. La madre se lo mostró y ellos dijeron que era el Mesías, el Señor. Luego la cueva se inundó de ángeles que cantaban: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”.

— ¡Qué cosas tú! – comentó el otro convencido de que el Rubio tenía una imaginación morisca —. Y mientras tanto ¿tú que hacías?

— Ni respiraba. Estaba sobrecogido. Recostado en el suelo con los ojos muy abiertos para no perderme ni coma, rumiaba muy despacio todo lo que oía y veía.

— Oye — dijo Natán con tono preocupado—. Ten cuidado con lo que comes. He oído decir que en el prado crecen unas hierbas alucinógenas que hacen ver cosas increíbles.

— Lo tengo oído — añade el Rubio que estaba seguro de haberse acostado en ayunas —. Por cierto, ¿a qué estamos?

— A 25 de diciembre… ¿por qué lo preguntas?

— Por nada… No vaya a ser que sea una fecha histórica.

Y los dos muy juntos, unidos por un yugo que les resultaba llevadero, conservando en el corazón el recuerdo de todo aquello, continuaron, sin volver la vista atrás, abriendo surcos infinitos en la campiña Palestina.

Temas: Gen

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45.5. Cuento de Navidad

Era la noche de Navidad. Un ángel se apareció a una familia rica y le dijo a la dueña de la casa:

— Te traigo una buena noticia: esta noche el Señor Jesús vendrá a visitar tu casa. 

La señora quedó entusiasmada: Nunca había creído posible que en su casa sucediese este milagro. Trató de preparar una cena excelente para recibir a Jesús. Encargó pollos, conservas y vino importados.

De repente sonó el timbre. Era una mujer mal vestida, de rostro sufrido, con el vientre hinchado por un embarazo muy adelantado.

— Señora, ¿no tendría algún trabajo para darme?

Estoy embarazada y tengo mucha necesidad del trabajo.

— ¿Pero esta es hora de molestar? Vuelva otro día, respondió la dueña de la casa. Ahora estoy ocupada con la cena para una importante visita.

Poco después, un hombre, sucio de grasa, llamó a la puerta.

— Señora, mi camión se ha arruinado aquí en la esquina. ¿Por casualidad no tendría usted una caja de herramientas que me pueda presta?

La señora, ocupada como estaba limpiando los vasos de cristal y los platos de porcelana, se irritó mucho:

— ¿Usted piensa que mi casa es un taller mecánico? ¿Dónde se ha visto importunar a la gente así? Por favor, no ensucie mi entrada con esos pies inmundos.

La anfitriona siguió preparando la cena: abrió latas de caviar, puso champaña en el refrigerador, escogió de la bodega los mejores vinos, preparó unos coctelitos. Mientras tanto alguien afuera batió las palmas. Será que ahora llega Jesús, pensó ella emocionada y con el corazón acelerado fue a abrir la puerta. Pero no era Jesús. Era un niño harapiento de la calle.

— Señora, deme un plato de comida.

— ¿Cómo te voy a dar comida si todavía no hemos cenado?

Vuelve mañana, porque esta noche estoy muy atareada. Al final, la cena estaba ya lista. Toda la familia emocionada esperaba la ilustre visita. Sin embargo, pasaban las horas y Jesús no parecía. Cansados de esperar empezaron a tomar los coctelitos, que al poco tiempo comenzaron a hacer efecto en los estómagos vacíos y el sueño hizo olvidar los pollos y los platos preparados.

A la mañana siguiente, al despertar, la señora se encontró, con gran espanto frente a un ángel.

— ¿Un ángel puede mentir? Gritó ella. Lo preparé todo con esmero, aguardé toda la noche y Jesús no apareció. ¿Por qué me hizo esta broma?

— No fui yo quien mentí, fue usted la que no tuvo ojos para ver, dijo ángel. Jesús estuvo aquí tres veces, en la persona de la mujer embarazada, en la persona del camionero y en el niño hambriento. Pero usted no fue capaz de reconocerlo y de acogerlo.

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45.6. El centinela

Estos días pasados de la Navidad, cada vez que uno hablaba con cualquier amigo y comentaban cómo ha sido barrido Cristo de la Navidad visible (cómo en los escaparates de los comercios no ves un nacimiento ni por equivocación, sino todo tipo de osos, osas, ositos, gnomos, ciervos y demás habitantes de los bosques; cómo en la tele ya es prácticamente imposible oír un villancico; cómo la gente te dice "felices fiestas", porque les da como corte decir "feliz Navidad", etc.), yo siempre terminaba pensando dos cosas: una era el recuerdo de una vieja fábula y la otra un versículo del Evangelio de San Lucas, que es la frase más terrible que yo haya oído jamás. La fábula es la siguiente:

Erase que se era un viejo pequeño pueblecito, presidido por un castillo aún más viejo, que estaban situados en la frontera de un país lejano, al lado de un gran desierto. Tanto el pueblo como el castillo eran muy aburridos, porque raramente pasaba alguien cerca de ellos. Alguna vez se detenían a pernoctar extrañas caravanas o caminantes solitarios, pero, en cuanto se alimentaban y descansaban, volvían a irse, dejando a los habitantes del pueblecito y del castillo con su diario aburrimiento.

Y así hasta que un día llegó un mensaje del rey de la nación informando de que, en la corte, se habían recibido noticias de que Dios en persona iba a venir a su país, si bien aún no se sabía qué ciudades y zonas visitaría. Pero era probable o, al menos, posible que pasara por nuestro pueblecito. Por lo cual, por si acaso, el pueblo y el castillo debían prepararse para recibirle tal y como Dios se merecía.

Esto trastornó de entusiasmo a las autoridades, que mandaron reparar las calles, limpiar las fachadas, construir arcos triunfales, llenar de colgaduras los balcones. Y, sobre todo, nombraron centinela al más noble habitante de la aldea. Este centinela tendría la obligación de irse a vivir a la torre más alta del castillo y desde allí avizorar constantemente el horizonte, para dar lo antes posible la noticia de la llegada de Dios.

El centinela recibió el encargo con orgullo: jamás en su vida había hecho algo tan importante. Y se dispuso a permanecer firme en la torre con los ojos abiertos como platos. "¿Cómo será Dios?", se preguntaba a sí mismo. "¿Y cómo vendrá? ¿Tal vez con un gran ejército? ¿Quizá con una corte de carros majestuosos?" En este caso, se decía, será fácil adivinar su llegada cuando aún esté lejos.

Y durante las veinticuatro horas del día y de la noche no pensaba en otra cosa y permanecía en pie y con los ojos abiertos. Pero, cuando hubieron pasado así algunos días y noches, el sueño comenzó a rendirle y pensó que tampoco pasaría nada si daba unas cabezadas, ya que Dios vendría precedido por sones de trompetas, que, en todo caso, le despertarían.

Y pasaron no sólo los días, sino también las semanas, y la gente del pequeño pueblo regresó a su vida de cada día y comenzó a olvidarse de la venida de Dios. Y hasta el propio centinela dormía ya tranquilo las noches enteras y él mismo se dedicaba a pensar en otras cosas, porque ya no era capaz de concentrarse sólo en aquella espera.

Y pasaron no sólo las semanas, sino también los meses e incluso los años y ya nadie en el pueblo se acordaba de aquel anuncio para nada. Incluso un año de gran hambre, la población fue desfilando, uno tras otro, hacia tierras más prósperas. Y se quedó solo el centinela, aún subido en su torre, esperando, aunque ya con una muy débil esperanza. Y pasaban ejércitos y caravanas que, por unos momentos, encendían sus sueños, pero ninguno era el ejército o la caravana del Dios anunciado.

Y el centinela comenzó a pensar: "¿Para qué va a venir Dios? Si este pueblo nunca tuvo interés alguno, y ahora, vacío, mucho menos. Y si viniera al país, ¿por qué iba a detenerse precisamente en este castillo tan insignificante?" Pero, como a él le habían dado esa orden y como esa orden le había levantado la esperanza, su decisión de permanecer era más fuerte que sus dudas.

Hasta que un día se dio cuenta de que, con el paso de los días y los años, se había vuelto viejo y sus piernas se resistían a subir la escalera de la torre. Sintió que sus ojos se iban cerrando, que ya apenas veía y que la muerte estaba acercándose. Y no pudo evitar que de su garganta saliera una especie de grito: "Me he pasado toda la vida esperando la visita de Dios y me voy a morir sin verle."

Y entonces, justamente en ese momento, oyó una voz muy tierna a sus espaldas. Una voz que decía: "Pero ¿es que no me conoces?" Entonces el centinela, aunque no veía a nadie, estalló de alegría y dijo: "¡Oh, ya estás aquí! ¿Por qué me has hecho esperar tanto? Y ¿por dónde has venido que yo no te he visto?" Y, aún con mayor dulzura, la voz respondió: "Siempre he estado cerca de ti, a tu lado, más aún: dentro de ti. Has necesitado muchos años para darte cuenta. Pero ahora ya lo sabes. Este es mi secreto: yo estoy siempre con los que me esperan y sólo los que me esperan, pueden verme."

Y entonces el alma del centinela se llenó de alegría. Y viejo y casi muerto, como estaba, volvió a abrir los ojos y se quedó mirando, amorosamente, al horizonte.

Esta es la fábula de la que hablé al principio. Y el texto que San Lucas escribió en el capítulo 18,8 de su evangelio, y que tanto me ha hecho temblar al ver la paganización de las Navidades, es éste: "Pero, cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?" Porque podría suceder que, cuando vuelva, no haya nadie en la torre.

José Luis Martín Descalzo, en "Razones desde la otra orilla".

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45.7. Sueños y esperanzas

Todos los días se iban a la costa y fijaban sus ojos en ese horizonte lejano. Allí se llevaban mucho tiempo soñando con que algún día se vieran atravesando el estrecho de Gibraltar, que los llevaría a la liberación.

Su país era hermoso, pero esa belleza no la podían disfrutar. Hambre… miseria… humillación… eran sus compañeras diariamente. Esas eran muchas de las cosas que les impedían ver ese paisaje de palmeras y esas costas de arenas rubias como el trigo en primavera. Playas que eran visitadas por esos turistas que venían de Europa, de España concretamente, de la tierra de sus sueños y esperanzas.

Abdul y Fátima, hablaban de sus miedos. No tanto por ellos, sino por el fruto de su amor que llevaba ella en su vientre.

— Abdul, no quiero que nuestro hijo nazca en esta miseria… — Le decía ella —Quiero que vea el amanecer con la esperanza de que el día es hermoso. 

— Sí Fátima, Alá está con nosotros y algún día nuestras ilusiones, Él las convertirá en realidad.

Y así día tras día miraban el horizonte… sobre todo esos días en que el sol lucía como nunca y el cielo estaba despejado y claro, dejando ver la costa europea que tanto ansiaban.

Un día llegó Abdul más temprano que de costumbre. Se adivinaba la alegría en su rostro: 

— Fátima… podemos hacerlo. Nos marcharemos y nuestro hijo nacerá allí donde la vida sonríe… Donde la miseria, no es miseria, porque no se pasa hambre ni frío… Donde siempre hay pan y un techo para cobijarse.

Los ojos de ella brillaban… pero solo fue unos instantes, porque rápidamente se fijaron en su abultado vientre, que denotaba su avanzado estado de gestación.

— ¿Lo pondremos en peligro? Le decía… 

Llevaban tiempo tratando de reunir los suficientes "dirham" para comprar esas dos plazas en una de esas barcas clandestinas que los conducirían a la tierra de sus sueños.

— No temas Fátima, solo son unas horas y Alá velará por nosotros.

Llegó el día deseado. Se empezaba a vislumbrar la claridad por el orto, cuando vieron que allí estaba aquella barcaza grande esperándoles en la playa. La mayoría de los que emprendían este viaje eran hombres, algunos muy jóvenes y ella la única mujer y por demás embarazada. El patrón de la barca la miró con recelo…

— ¿Para cuándo espera al chico? 

— Aún le quedan dos meses — Mintió Abdul — 

Ocultó que a Fátima solo le quedaban días para que naciera su criatura.

— Podría traernos complicaciones si se pone de parto — protestó el patrón — pero bueno si son dos meses no habrá problemas.

El mar estaba liso. Su color verde azulado les hacía sentirse tranquilos, transmitiéndoles esperanzas.

Estaban de suerte. Ese día veinticuatro de Diciembre no había lanchas de vigilancias y desembarcaron en una playa. Las órdenes eran que procuraran permanecer ocultos hasta el anochecer donde se desperdigarían para no ser atrapados. Ya cada uno era responsable de su destino. 

Abdul y Fátima, así lo hicieron, permanecieron escondidos tras unos matorrales del bosque de pinos que estaba cerca de la playa donde habían desembarcado.

Al llegar la noche se pusieron a caminar. Cuando llevaban una hora caminando, la cara se le contrajo a Fátima y se arrodilló en el suelo retorciéndose de dolor y sintió que algo se rompía en sus entrañas. Algo viscoso empapaba su túnica. Los dos comprendieron que el momento del parto había llegado y un miedo atroz se apoderó de ellos.

Abdul miraba a su alrededor. Quería buscar un refugio. Hacía frío y Fátima temblaba de pánico y dolor. Eran dolores intermitentes que cada vez eran menos espaciados. De pronto se dio cuenta de que no muy lejos había luz… ¡Sí alguien había cerca, y como pudieron, se encaminaron hacia allá, parando cada vez que el dolor arreciaba. Conforme se iban acercando oían cantos con panderetas que salían de aquella casa:

Es noche de navidad

Un niño nos va a nacer

No quiere oro ni mirra

Solo cobijado ser…

Abdul sabía bien que si lo descubrían, lo podían apresar y devolverlos de nuevo a la miseria, pero miró a Fátima y no lo dudó. Llamó y la puerta se abrió, apareciendo la cara sorprendida de un hombre, que no sabía qué hacer. Solo los gritos de dolor de Fátima le hicieron reaccionar:

— Ven Ana… ven rápido 

Tras darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, recogieron a la mujer, casi una niña y la entraron en la casa, en una habitación cerca de la cocina. 

Abdul ayudaba en lo que podía a aquél hombre… agua caliente… sabanas… Todo lo que Ana les iba pidiendo.

Sonaban las doce campanadas en el reloj del salón cuando se oyó el llanto de un niño.

Abdul no pudo contener la emoción tantas horas contenidas y con los ojos llenos de lágrimas corrió hacia donde estaba ese nuevo ser junto con la mujer que amaba.

Como en Belén hace dos mil años, un niño acababa de nacer. 

Ana y su marido se miraban orgullosos y desviando la vista hacia las figuras del portal que estaba en una mesita bajo el árbol, vio como el niño que estaba en la cuna les sonreía. Con alegría Abdul y Fátima escuchaban lo que les decía aquellas personas que Alá les había puesto en su camino:

Ese niño que acababa de nacer les traía la felicidad. Su hijo al nacer en España era ciudadano español y por lo tanto podían obtener ellos también la misma nacionalidad legalmente.

Nunca olvidarían aquella madrugada fría en la costa española, donde el milagro soñado se había producido.

Todos estaban felices. Mientras, en la TV sonaban esas canciones que Abdul y Fátima no entendían, pero sí Ana y su marido que se miraron llenos de satisfacción:

"Noche de paz…

Noche de amor

En Belén nace Dios…

Y los ángeles cantando están..

Gloria a Dios… Gloria al rey celestial…

María Jesús Rguez. Barberá

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45.8. El sueño de María

Tuve un sueño José. No lo pude comprender, realmente no, pero creo que se trataba del nacimiento de Nuestro Hijo. Creo que sí, era acerca de eso. 

La gente estaba haciendo los preparativos con seis semanas de anticipación.

Decoraban las casas y compraban ropa nueva. Salían de compras muchas veces y adquirían elaborados regalos. Era muy peculiar, ya que los regalos no eran para nuestro Hijo. Los envolvían con hermosos papeles y los ataban con preciosos moños, y todo lo colocaban debajo de un árbol. 

Sí, un árbol, José, dentro de sus casas. Esta gente estaba decorando el árbol también. Las ramas llenas de esferas y adornos que brillaban. Había una figura en lo alto del árbol. Me parecía ver un ángel. ¡Oh! era verdaderamente hermoso.

Toda la gente estaba feliz y sonriente. Todos estaban emocionados por los regalos, se los intercambiaban unos con otros. José, no quedó alguno para nuestro Hijo.

¿Sabes? creo que ni siquiera lo conocen, pues nunca mencionaron su nombre. ¿No te parece extraño que la gente se meta en tantos problemas para celebrar el cumpleaños de alguien que ni siquiera conocen? 

Tuve la extraña sensación de que si nuestro hijo hubiera estado en la celebración hubiese sido un intruso solamente. Todo estaba tan hermoso, José, y todo el mundo tan feliz; pero yo sentí enormes ganas de llorar. Qué tristeza para Jesús, no querer ser deseado en su propia fiesta de cumpleaños. Estoy contenta porque sólo fue un sueño. Pero qué terrible José, si eso hubiese sido realidad.

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Pistas para la reflexión

45.9. El mejor regalo de Navidad

En 1994, dos americanos respondieron a una invitación del Departamento de Educación Rusa, para enseñar moral y ética (basado en principios bíblicos) en las escuelas públicas. Fueron invitados a enseñar en prisiones, negocios, departamentos de bombero y policía, y en un inmenso orfanato. Alrededor de 100 niños y niñas que habían sido abandonados, abusados, y dejados en cargo de un programa del gobierno, estaban en este orfanato. Ellos relatan esta historia en sus propias palabras.

Se acercaban los días de fiestas Navideñas, 1994, tiempo para que nuestros huérfanos escucharan por primera vez, la historia tradicional de Navidad. Les contamos como María y José llegaron a Belén. No encontraron albergue en la posada y la pareja se fue a un establo, donde nació el niño Jesús y fue puesto en un pesebre.

Durante el relato de la historia, los niños y los trabajadores del orfanato estaban asombrados mientras escuchaban. Algunos estaban sentados al borde de sus taburetes, tratando de captar cada palabra. Terminando la historia, les dimos a los niños tres pequeños pedazos de cartulina para que construyeran un pesebre. A cada niño le dimos un pedazo de papel cuadrado cortados de unas servilletas amarillas, que yo había traído conmigo pues no habían servilletas de colores en la cuidad.

Siguiendo las instrucciones, los niños rasgaron el papel y colocaron las tiras con mucho cuidado en el pesebre. Pequeños pedazos de cuadros de franela, cortados de un viejo camisón de dormir que había desechado una señora americana al irse de Rusia, fue usado para la frazada del bebé. Un bebé tipo muñeca fue cortado de una felpa color canela que habíamos traído de los Estados Unidos.

Los huérfanos estaban ocupados montando sus pesebres, mientras yo caminaba entre ellos para ver si necesitaban ayuda. Parecía ir todo bien hasta que llegue a una de las mesas donde estaba sentado el pequeño Misha. Lucía tener alrededor de 6 años y ya había terminado su proyecto. Cuando miré en el pesebre de este pequeño, me sorprendió ver no uno, pero dos bebés en el pesebre. Enseguida llame al traductor para que le preguntara al chico porque había dos bebés en el pesebre. Cruzando sus brazos y mirando a su pesebre ya terminado, empezó a repetir la historia muy seriamente.

Para ser un niño tan pequeño que solo había escuchado la historia de Navidad una vez, contó el relato con exactitud… hasta llegar a la parte donde María coloca el bebé en el pesebre. Entonces Misha empezó a agregar. Inventó su propio fin de la historia diciendo, “y cuando María colocó al bebé en el pesebre, Jesús me miró y me preguntó si yo tenía un lugar donde ir. Yo le dije, "no tengo mamá y no tengo papá, así que no tengo donde quedarme. Entonces Jesús me dijo que me podía quedar con El. Pero le dije que no podía porque no tenía regalo para darle como habían hecho los demás. Pero tenía tantos deseos de quedarme con Jesús, que pensé que podría darle de regalo. Pensé que si lo pudiera mantener caliente, eso fuera un buen regalo.

Le pregunté a Jesús, “Si te mantengo caliente, ¿sería eso un buen regalo?”

Y Jesús me dijo, “Si me mantienes caliente, ese sería el mejor regalo que me hayan dado".

Así que me metí en el pesebre, y entonces Jesús me miró y me dijo que me podría quedar con El… para siempre.”

Mientras el pequeño Misha termina su historia, sus ojos se desbordaban de lágrimas que les salpicaban por sus cachetes. Poniendo su mano sobre su cara bajó su cabeza hacia la mesa y sus hombros se estremecían mientras sollozaba y sollozaba.

El pequeño huérfano había encontrado alguien quien nunca lo abandonaría o lo abusara, alguien quien se mantendría con el… para siempre.

Gracias a Misha he aprendido que lo que cuenta, no es lo que uno tiene en su vida, si no, a quién uno tiene en su vida. No creo que lo ocurrido a Misha fuese imaginación. Creo que Jesús de verdad le invitó a estar junto a él para siempre. Jesús hace esa invitación a todos, pero para escucharla hay que tener corazón de niño. 

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45.10. Navidad en el asilo de ancianos

Esta historia sucedió en una capital centroamericana, donde mi esposo trabajaba como diplomático. Faltaba una semana para la Navidad y la Asociación de esposas de los diplomáticos había proyectado una fiesta de Navidad en el asilo de ancianos. En mi calidad de secretaria, tuve que telefonear a todas las asociadas para pedirles que prepararan algún plato y fueran a atender personalmente a los ancianos. La mayoría contestaba que encantada prepararía un pastel, pero que no tenían tiempo para asistir a la fiesta.

Me molestó constatar que tan solo ocho de treinta y cinco asociadas dijeron que vendrían a ayudar ¡y tenemos que servir a casi doscientos ancianos!

El día de la fiesta llegué al asilo a tiempo y Gladys la presidenta de la asociación ya se encontraba tras la larga mesa en la que cada una iba dejando su torta. La esposa del embajador americano estaba preparando el ponche y cortando pasteles. Las pocas señoras que se habían comprometido a ayudar colocaban los adornos de Navidad, organizaban las sillas y realizaban los diversos trabajitos necesarios para poner en marcha la fiesta.

— Qué lástima. Habría deseado que más señoras hubieran querido ayudar. ¿Por dónde quieres que empiece?

La cálida sonrisa de Gladys casi borró mi resentimiento. Me pidió que les llevara la merienda a los ancianos que no podían salir de su cuarto.

— Cómo no, dije, agarrando una bandeja. ¡Será mejor que comience pronto, pues voy a tardar un siglo en servirles a todos!

Empezó la música y no sé quién se puso a cantar villancicos con los ancianos, que estaban todos reunidos en el inmenso patio del establecimiento. Yo no tenía tiempo de escuchar ni disfrutar las canciones.

Me pasé la tarde corriendo de un lado a otro, llevando pasteles y ponche, sin mirar casi ni de reojo a los pacientes que servía. A cada uno le daba además una bolsa de caramelos y un regalo. Recorrí todas las alas del edificio, me dolían las piernas de subir las escaleras. Una de las tantas veces que subí, una viejita que llevaba un vestido estampado, rasgado y desteñido me tocó el brazo y me dijo tímidamente:

— Perdone, señorita. ¿Tendría la bondad de cambiarme el regalo?

Me volví hacia ella irritada y repliqué:

— ¿Cambiarle el regalo? ¿Por qué? ¿Es que le tocó uno de hombre?

— No, no... dijo vacilante. Es que me tocaron perlas. Las perlas representan lágrimas y yo ya no quiero más lágrimas.

Pensé: ¡Qué superstición más tonta! ¡Hay que ver cómo está el mundo! ¡Deberían agradecer cualquier cosa que les dieran!

— Lo siento. Ahora estoy muy atareada. A lo mejor después se lo puedo cambiar.

Me fui corriendo para llenar otra vez la bandeja y me olvidé al instante de la señora.

Con la bandeja llena de tortas llegué corriendo a la sección de mujeres, en la planta baja. Abrí la puerta del cuarto A-14 apoyándome de espaldas y una vez dentro, di la vuelta; cuando vi lo que había allí, me estremecí de tal modo que la bandeja me empezó a temblar en mis manos. ¡En aquel cuarto feo y deslucido, acostada en un camastro de sábanas grises y con un camisón raído, estaba mi madre! ¿Mamá? ¡No puede ser! ¡Mamá está muerta! y de estar viva, no se encontraría en un lugar así. Se trataba de un asilo para ancianos sin familia, gente pobre y enferma que no tenía donde estar ni quien la cuidara.

No podía ser; los ojos me estaban haciendo una jugarreta. Cuando volví a abrirlos pude ver mejor a la mujer demacrada que ocupaba el cuarto. No era mi madre, sino una viejita de cabello gris y ojos azules, que si se parecía mucho a ella. ¿Qué me habría pasado que pensé que esa pobre mujer era mi madre? Sería la madre de otro, no la mía. Entonces, ¿por qué no me sentí aliviada? Todo lo contrario, me embargó un dolor inmenso y se me hizo un nudo en la garganta.

Sin pronunciar palabra, volví a salir justo a tiempo para que no me viera llorar. Por el oscuro pasillo retorné a la mesa en la que se encontraba Gladys trabajando, muy animada. Se me debía notar lo mal que me sentía, porque su expresión cambió en cuanto me vio y me dijo:

— ¿Qué te pasa, Betty? me preguntó, rodeándome con el brazo.

— Es que vi a mi madre... dije sollozando. ¡Acabo de ver a mi madre allí en un cuarto! No puedo seguir.

— Lo que te pasa es que estás agotada. Tómate un descanso.

Varias personas que se encontraban por allí cerca empezaron a mirarme. Agarré una servilleta y me fui corriendo para que no me vieran llorar.

Me dirigí a un descansillo de la escalera del ala masculina, donde no había luz y me senté en el rincón, sollozando. Señor recé, ¿qué me pasa? ¿Me estoy volviendo loca?, y casi al instante oí su respuesta, que no me llegó con palabras audibles sino en mis pensamientos: «Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres... y no tengo amor, de nada me sirve.» (1Cor.13:3)

Caí en la cuenta de que esas palabras iban sin duda alguna dirigidas a mí. Ese día yo había preparado tortas, caminado kilómetros, llevado comida a muchas personas, pero, ¿para qué? ¿A quién había estado sirviendo? ¿A quién había tratado con cariño? ¡Ni siquiera me había molestado en mirar a nadie! Los ancianos no significaban nada para mí, ni veía sus rostros... hasta que vi en alguien que sufría el rostro amado de mi madre. Entonces cobraron vida para mí los ancianos.

— Perdóname, Señor dije en voz baja. Lo he hecho todo al revés. Tengo que volver a empezar.

Respiré profundamente, me enjugué las lágrimas y volví a la mesa de los pasteles. Gladys me miró desde donde estaba ocupada y me dijo:

— Ya has hecho bastante por hoy, Betty. ¿Por qué no te vas a casa a descansar? A partir de ahora nos las podremos arreglar con las que estamos.

— No me pidas que me vaya le respondí. En realidad recién voy a empezar como debe ser.

Cuando estaba a punto de irme cargando otra bandeja, de pronto me acordé:

— Gladys, ¿tienes otro regalo para señoras? Tengo que cambiar uno.

Ella me pasó una cajita que contenía un broche de piedras rojas con forma de corazón.

— Gracias, es ideal le dije, agarrándola y alejándome deprisa hacia el patio.

Haz que encuentre a esa mujer, oré para mis adentros. Ni me había molestado en mirarle la cara. Había estado demasiado ocupada para prestarle alguna atención y pasé de largo, como hicieron el levita y el sacerdote en la historia del buen samaritano. Busqué entre todos los ancianos, de fila en fila. A todos se les veía contentos, cantando villancicos mientras resonaba la música. Por primera vez en todo el día me empecé a sentir feliz.

Entonces vi el andrajoso vestido estampado. La señora estaba sentada contra la pared, sola, teniendo en su regazo los caramelos sin desenvolver y las perlas. Se veía muy triste y desdichada. Me acerqué corriendo.

La busqué por todas partes. Tome, le traje un regalo diferente.

Alzó la vista sorprendida y luego, casi como quien pide perdón, agarró la caja y la abrió. Los ojos se le iluminaron como un árbol de Navidad y sonrió de oreja a oreja encantada.

— Muchas gracias señorita, exclamó, es muy bonito.

De nuevo se me hizo un nudo en la garganta, pero esta vez no me importó.

Deje que se lo coloque le dije. Y deme esas perlas, que ninguna falta nos hacen las lágrimas en Navidad.

Cuando me fui, la dejé cantando en el patio con los demás y me dio la impresión de que se me quitaba un peso tremendo de encima.

Sólo me quedaba una cosa por hacer antes del fin de la fiesta: volver al cuarto A-14. De alguna forma tenía que darle las gracias a aquella paciente, pero no sabía cómo. Cuando empujé la puerta, me encontré a la señora sentada en la cama, comiéndose la torta y cuando entré sonrió.

— Feliz Navidad mamita, le dije.

Qué bueno que haya vuelto me contestó. Quería darles las gracias a todas las señoras por venir y hacernos la fiesta. Me gustaría hacerle un regalo, pero no tengo nada que le pueda dar. ¿Le puedo cantar una canción?

Ya no me podía contener más y asentí con la cabeza. Me senté en la cama mientras ella me interpretó, con voz chillona, tres estrofas de una canción de lo más triste y de lo menos navideña que he oído en la vida. Pero el resplandor de sus ojos pudo más que la letra y dejó bien claro el mensaje de la Navidad: ¡dichosa tierra!

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45.11. Carta al hombre de Adviento

Querido hombre: He escuchado tu grito de Adviento. Está delante de mí. Tu grito, hombre, golpea continuamente a mi puerta. Hoy quisiera hablar contigo para que repienses tu llamada. Hoy, hombre, te quiero decir: ¿Por qué “Dios” preguntas? ¿A qué “Dios” esperas? ¿Qué has salido a buscar y a ver en el desierto?

Escucha a tu Dios, hombre de Adviento:

“No llamés a la puerta de un ‘dios’ que no existe, de un ‘dios’ que vos te imaginás... Si esperás... abrite a la sorpresa del Dios que viene y no del ‘dios’ que vos te hacés... Vos, hombre, y todos los hombres, tienen siempre la misma tentación: hacer un ‘dios’ a la imagen de ustedes mismos. Yo te digo hombre, yo Dios de vivos, soy un Dios más allá de tus invenciones.

Vos, hombre, y tantos otros, salen a ver dónde está Dios... Se dicen: “aquí está” pero no lo ven, y se sienten desanimados porque Dios no está donde les dijeron...

Y Dios está vivo. Pero ustedes no tienen mentalidad de Reino: no descubren a Dios en lo sencillo. Les parece que lo sencillo es demasiado poco para que allí esté Dios. Sépanlo: Yo, el Señor Dios, estoy en lo sencillo y pequeño...

Hombre de hoy y de siempre: dejá espacio a tu Dios dentro de tu corazón. Sólo puedo nacer y crecer donde mi palabra es recibida y escuchada.

Qué tranquilo te quedás, hombre, haciendo “lo que hay que hacer” porque “haciendo las cosas de siempre” evitás la novedad del Evangelio. Pero yo te digo que tu corazón queda cerrado, y tus ojos incapaces de ver el camino por donde yo llego. No te defiendas, hombre, como hacés siempre. No te escondas bajo ritos vacíos. Salí a ver al Bautista en el Jordán. Allí vas a ver que los únicos no convertidos son siempre los que se saben justificar.

Hombre, si me esperás, dejá de hacerme vos el camino, y emprendé el camino que Yo te señalo por boca de los profetas. Abrí el corazón a mi Palabra.

Yo, tu Dios, hablé.

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45.12. La Navidad no es cuento

Se dice que, cuando los pastores se alejaron y la quietud volvió, el niño del pesebre levantó la cabeza y miró la puerta entreabierta. Un muchacho joven, tímido, estaba allí, temblando y temeroso.

— Acércate — le dijo Jesús — ¿Por qué tienes miedo?

— No me atrevo… no tengo nada para darte.

— Me gustaría que me des un regalo — dijo el recién nacido.

El pequeño intruso enrojeció de vergüenza y balbuceó:

— De verdad no tengo nada… nada es mío; si tuviera algo, algo mío, te lo daría… mira.

Y buscando en los bolsillos de su pantalón andrajoso, sacó una hoja de cuchillo herrumbrada que había encontrado.

— Es todo lo que tengo, si la quieres, te la doy…

— No — contestó Jesús — guárdala. Querría que me dieras otra cosa. Me gustaría que me hicieras tres regalos.

— Con gusto — dijo el muchacho — pero ¿qué?

— Ofréceme el último de tus dibujos.

El chico, cohibido, enrojeció. Se acercó al pesebre y, para impedir que María y José lo oyeran, murmuró algo al oído del Niño Jesús:

— No puedo… mi dibujo es «remalo»… ¡nadie quiere mirarlo…!

— Justamente, por eso yo lo quiero… siempre tienes que ofrecerme lo que los demás rechazan y lo que no les gusta de ti. Además quisiera que me dieras tu plato.

— Pero… ¡lo rompí esta mañana!  — tartamudeó el chico.

— Por eso lo quiero… Debes ofrecerme siempre lo que está quebrado en tu vida, yo quiero arreglarlo… Y ahora — insistió Jesús— repíteme la respuesta que le diste a tus padres cuando te preguntaron cómo habías roto el plato.

El rostro del muchacho se ensombreció; bajó la cabeza avergonzado y, tristemente, murmuró:

— Les mentí… Dije que el plato se me cayó de las manos, pero no era cierto… ¡Estaba enojado y lo tiré con rabia!

— Eso es lo que quería oírte decir —dijo Jesús— Dame siempre lo que hay de malo en tu vida, tus mentiras, tus calumnias, tus cobardías y tus crueldades. Yo voy a descargarte de ellas… No tienes necesidad de guardarlas… Quiero que seas feliz y siempre voy a perdonarte tus faltas. A partir de hoy me gustaría que vinieras todos los días a mi casa.

Ariel David Busso. Caminos de cielo limpio, de Editorial Lumen

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45.13. La hija del posadero

Hace muchos, muchísimos años, y siglos también, en una aldea de Palestina, un hombre llamado Eliab tenía un kan, que es como si dijéramos una posada para los caminantes y las caravanas.

Aquella helada noche de diciembre, la posada estaba llena, y Eliab andaba ocupadísimo, instalando a sus huéspedes, mientras su esposa Judit trabajaba en la cocina con sus criadas para preparar la cena. 

La pequeña Ester era la encargada de la puerta.

— No abras a nadie — le advirtió su padre —. No hay ni una habitación disponible  — y corrió a saludar a Abumelín, el poderoso mercader de sedas que acababa de llegar, de viaje hacia Damasco.

Cuando Ester se quedó sola en el zaguán, sentada delante de las llamas de la chimenea, oyó que llamaban a la puerta.

Abrió sólo a medias y se asomó por la rendija. Un hombre de hermosa barba y ojos dulces como la miel, sujetaba una mulita del ronzal. El hombre habló así:

— La paz sea contigo, niña. Yo soy José, de la estirpe de David, y ésta es mi esposa, María de Nazaret.

Ester abrió más la puerta y vio, sentada en la mulita, a una mujer. Era muy joven y tan pálida y delicada como una flor.

Vengo fatigada del viaje y estoy muy débil — su voz sonaba como una música — ¿Hay posada para nosotros?

Ester les hubiera dejado entrar, pero recordó las palabras de su padre: “No abras a nadie. No hay ni una habitación…”

— Sólo por esta noche – suplicó el peregrino.

— Voy a ser madre — añadió ella.

Ester no lo pensó más. Soltó la cadena y abrió la puerta de par en par. Acomodó a los recién llegados junto al fuego y se llevó la mulita al establo, que estaba algo alejado, entre unas rocas, detrás del kan. Después los instaló en la habitación de sus padres y volvió al zaguán.

— No habrás abierto a nadie, supongo — le dijo Eliab, al pasar con una bandeja hacia el cuarto de Abumelín — ¿Supongo bien?

— Supones mal — contestó Ester, y algo apurada le confesó que había admitido a un matrimonio de familia noble, de la estirpe de David, aunque no iban muy bien vestidos. Pero ella esperaba un hijo. Por eso, les había dado la habitación de sus padres, para que estuvieran más anchos.

Ester se libró de un buen azote, porque en la puerta sonó un ruidoso aldabonazo.

— ¿Hay posada para el Rey Melchor? – dijo alguien con voz potente.

— ¡Un Rey en mi posada! — y Eliab empezó a temblar — ¡Abre, Ester! ¡Ábrele en seguida! ¡Prepara nuestra habitación para el Rey Melchor y di a ese matrimonio que se vaya!

Ester no tuvo corazón para echar al hombre de la hermosa barba rubia y a su esposa, tan pálida y delicada como una flor.

— Hay una habitación — les dijo — donde mi madre hila y teje con sus criadas. Venid y descansaréis allí.

Acababa de arreglarles el cuarto y de improvisarles una cama, cuando sonaron en la puerta del kan dos aldabonazos.

— ¿Hay posada para el rey Gaspar? — preguntó una voz de trueno.

A Eliab se le doblaron las rodillas. ¡Otro Rey en su posada! ¿Dónde podría alojarlo?

— ¡Ah, sí! ¿En la habitación donde tu madre hila y teje con sus criadas! Es espaciosa y Abumelín me prestará sus tapices para adornarla. ¡Abre, Ester! ¡Abre el Rey Gaspar en seguida!

Con lágrimas en los ojos, habló Ester al hombre de la hermosa barba rubia y a su pálida esposa:

— Mi habitación es chiquitita; os la ofrezco de todo corazón.

La cama de Ester era tan pequeña que parecía una cuna, pero ninguno de los dos protestó por la nueva mudanza.

— El Niño estará muy bien aquí — dijo ella.

— Gracias pequeña — dijo él.

Ester pensaba marcharse a dormir a la cuadra, con la mulita de los peregrinos y el buey de su padre, pero al acercarse a la puerta, sonaron en ella tres aldabonazos.

— ¿Hay posada para el Rey Baltasar? — rugió una garganta que parecía la de un león.

Eliab, al oírlo, sintió que se desmayaba. ¡Tres Reyes en su posada! ¿Dónde hospedar dignamente al que acaba de llegar?

— ¡En tu cuarto, Ester! — se le ocurrió de pronto — ¡No hay otra solución! ¡Anda, abre! ¿Abre al Rey Baltasar, que se impacienta!

Llena de tristeza y de vergüenza, volvió a Hablar Ester a los peregrinos.

— Yo iba a dormir en el establo — les confesó — Si queréis aceptarme ese alojamiento, mejor será que dormir a la intemperie. Es el único que puedo daros.

Los esposos, una vez más, aceptaron y poco después todos dormían en el kan.

A eso de medianoche, Eliab se despertó sobresaltado: por la puerta abierta entraba una dorada claridad, como si fuese de día. En el kan no se veía a nadie. Su esposa Judit y su hija Ester, que se habían acostado junto a él en el zaguán, también se habían marchado.

— ¿Qué sucede? — preguntó el posadero a una criada, la única que se había quedado, porque era muy vieja y no podía andar.

— ¡El Mesías ha nacido en tu establo y está recostado sobre las pajas del pesebre! Sollozó la anciana — ¿por qué no quisiste dar posada al Rey de todos los Reyes de la tierra?

— ¿Qué yo no he querido dar posada a…? — y entonces recordó a aquellos peregrinos de la estirpe de David, que esperaban un Hijo, y se sintió morir.

Blanco como la nieve, avanzando a trompicones, fue abriéndose camino entre los grupos de pastores y aldeanos que se dirigían al establo. Una estrella flotaba sobre las rocas, como un pájaro de luz.

Llegó a la puerta y trató de entrar como hacían todos, pero allí estaban Melchor, Gaspar y Baltasar, sus reales huéspedes, y le cerraron el paso.

— ¿Por qué nos diste posada a nosotros y al Él no? — dijo Melchor.

— ¿No sabías que somos Reyes de la Tierra, pero Él es Rey del Cielo? — dijo Gaspar.

— Quédate fuera — dijo Baltasar — Tu corazón es de hielo, y en hielo te convertirás, para que conozcas el frío de una noche sin cobijo.

Y Eliab quedó allí, olvidado de todos, arrodillado en la nieve. Su cuerpo se iba volviendo como de piedra y un frío inmenso le entraba por los huesos y le llegaba al corazón.

Pero alcanzó a ver, entre la gente, lo que pasaba dentro del establo. María y José le daban el Niño a su hija Ester para que lo tuviera en brazos, mientras le ahuecaban las pajas del pesebre. Y el Niño miraba a Eliab y le sonreía. Y dos lágrimas de amor y arrepentimiento le brotaron a Eliab del corazón, se le subieron a los ojos y resbalaron por su cara, fundiendo con su calor el hielo de su cuerpo.

Pudo levantarse, y los tres Reyes de la Tierra le dejaron entrar a adorar al Rey del Cielo.

— Y te prometo — le dijo Eliab al Niño, llenándole de besos y de lágrimas — que jamás me negaré a dar posada al peregrino, por pequeño y humilde que sea.

Juan A. de La Iglesia

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45.14. El árbol con estrellitas

La noche en que nació el Niño Jesús reinó gran alegría tanto en el cielo como en la tierra. Cerca de la cueva del pesebre crecían una palmera, un abeto y un olivo. Y estos árboles vieron que los pastores venían a la cueva con regalos que ofrecían al recién nacido. Asimismo, la gente del pueblo se vestía de fiesta y subía al pesebre portando sendos obsequios.

La palmera dijo a sus árboles vecinos:

— Yo le llevaré la palma más grande que tengo y la colocaré sobre la cuna, para que abanique suavemente al Niño.

— Yo le daré el aceite de mis frutos para ungir sus piececitos — dijo el olivo.

El abeto nada dijo, porque nada tenía para ofrecer al Niño.

La palmera, un poco imprudente, le preguntó:

— ¿Y tú no le das nada?

— ¿Qué puedo ofrecerle yo? —dijo, acongojado, el abeto.

— ¡Cierto que no puedes darle nada! Además, pincharías con tus agujas sus deditos y harías llorar al Niño —dijo la palmera.

— Podrías darle resina, pero se pegarían las manos del Niñito — dijo el olivo.

El abeto, desconsolado, se puso a llorar y sus lágrimas de resina caían al suelo. Pero un angelito, que escuchó todo, se compadeció del pobre abeto y, hallando otro compañero celestial, le dijo:

— Este arbolito está triste, porque no tiene nada que dar al Niño. Ayudémoslo porque posee buen corazón.

Los dos angelitos subieron al cielo y fueron encendiendo, una a una, todas las estrellas de diciembre, y el firmamento se puso como una infinita pradera de blancas margaritas…

— Tenemos que llevar al Niño las estrellas más bonitas, para que las vea y sonría — dijeron los ángeles.

Y tomando mil rutilantes estrellas, bajaron a colocarlas en las tristes ramas del abeto.

— ¿Ves qué bonito ha quedado el árbol? — dijo un angelito.

El abeto sonrió de gratitud y felicidad. Y, radiante de luz y de dicha, fue avanzando muy despacito, para evitar que se le cayera alguna estrellita, y se puso a la entrada de la cueva.

Los azules ojitos del Niño brillaron de alegría al admirar aquel árbol resplandeciente de luces estelares.

El Niño Dios sonrió y esta dulce sonrisa fue el mejor premio para el humilde abeto, cuyo buen corazón e inmensa voluntad se vieron satisfechos con creces.

Y, desde entonces, las piadosas gentes adornan al abeto en Nochebuena con estrellitas que resplandecen iluminadas por bombillitas multicolores. La palmera, también desde entonces, solo se contenta con dar frutos a los seres humanos. El olivo proporciona sus aceitunas y aceite. Pero no tienen la dicha inefable de adornar la fiesta de Navidad.

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Citas, proverbios y refranes

“Honraré la Navidad en mi corazón y procuraré conservarla durante todo el año”. Charles Dickens

“La Navidad agita una varita mágica sobre el mundo, y por eso, todo es más suave y más hermoso”. Norman Vincent Peale

“Siendo niños éramos agradecidos con los que nos llenaban los calcetines por Navidad. ¿Por qué no agradecíamos a Dios que llenara nuestros calcetines con nuestros pies?” Gilbert Keith Chesterton

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