Ben Hur

Lewis Wallace

Tercera parte

1. Quinto Arrio embarca

Un grupo de veinte o treinta personas — la mayoría esclavos— avanzaba una noche con antorchas encendidas hacia la muralla de la ciudad de Miseno, cima situada a corta distancia de Nápoles.

Los soldados conversaban de luchas navales, de la conquista de mercados y de ascensos.

— ¡Dichoso Quinto! Nuestra enhorabuena…

— Este nombramiento presagia tu futuro ascenso.

Entonces Quinto Arrio extrajo de los pliegues de su túnica un rollo de pergamino, indicando que lo había recibido aquella noche, mientras cenaba, de Sejanio.

— ¡De Sejano! — exclamaron sus amigos, que se afanaron por leerlo en seguida.

Roma, XIX de las Kalendas de septiembre Sejano a. C. Cecilio Rufo, duunviro.

César tiene excelentes informes de Quinto Arrio, el tribuno, y especialmente ha oído hablar de su valor, por lo que su voluntad es trasladarle de inmediato a Oriente. También es voluntad de nuestro César que prepares cien trirremes de primera clase con sus tripulaciones para enviarlos contra los piratas del Egeo, y que sea enviado Quinto para ejercer el mando.

Los detalles son cosa tuya. La necesidad es urgente, como habrás podido ver por los informes adjuntos.

Sejano

Arrio prestó poca atención a la lectura y los vítores de sus amigos, mientras descendían por el monte hasta el mar, en donde les aguardaba un navío.

— ¡Por las Ninfas! — exclamó uno de los amigos— . Ya no podemos decir que nuestro amigo será un hombre importante, porque… ya lo es.

— Lo que acabáis de saber es bien conocido en Roma. Voy a subir a bordo embarcándome para Sicilia. Rogad a los dioses por mí. Ahora iré a conocer a los patronos del barco.

La galera era de la clase llamada naves libúrnicas. Era larga, estrecha, baja y muy rápida en la marcha y la maniobra. Los marineros habían recogido en parte la vela.

Tenía ciento veinte remos, blancos y pulidos por la piedra pómez, que impulsaban la galera con rapidez.

Sonó un toque de cometa y de las escotas salieron los marineros de guerra, magníficamente equipados, que se alinearon en cubierta. El tribuno, volviéndose a sus amigos, les dijo:

— Amigos míos, ahora a mi deber.

Luego estrechó a todos sus amigos en sus brazos en señal de despedida.

— Los dioses te acompañen, Quinto — decían todos.

— ¡Adiós, amigos! — contestó éste.

Hizo un ademán de despedida, a los que le habían acompañado y subió a la embarcación.

2. Al remo

El tribuno se dirigió, con la orden del duunviro en la mano, al hortator jefe de los remeros, preguntándole con qué fuerza contaba.

— Doscientos cincuenta y dos remeros, más diez supernumerarios. Hacemos turnos de ochenta y cuatro.

— ¿Cómo sueles ordenar los tumos?

— Hasta ahora lo hacía cada dos horas.

— El sistema es duro, pues los remeros no pueden descansar ni de día ni de noche, y por tanto lo reformaré. — Y dirigiéndose al maestre de las velas le dijo— : El viento es favorable; deja, pues, que las velas ayuden a los remeros.

Luego conversó con el piloto y al final le dijo:

— Eres el hombre que yo habría escogido. Después de pasar el cabo de Camponellano iremos a Messina; luego hasta la costa de Calabria… ¿Conoces las estrellas que nos guiarán por el mar Jónico?

— Perfectamente.

— Entonces, desde Melita pondrás proa a Citerea. No echaremos el ancla, si lo permiten los dioses, hasta la bahía de Antemona. Es un servicio urgente y confío en ti.

Arrio era un hombre prudente y creía que el favor de los dioses estaba más en relación con la prudencia y buen tino que con los votos. No se tomó descanso, como buen menino que era, hasta conocer el navío en todos sus detalles.

Hacia el mediodía la galera se adentraba por el mar de Paestum. En el altar del puente, erigido a Júpiter, Neptuno y a todas las Oceánicas, Arrio ofreció solemnes plegarias.

Arrio vigilaba a todos, pero de modo especial a los remeros. Había una sucesión de bancos escalonados. Para acomodar a los remeros a un lado, el espacio que les correspondía permitía situar diecinueve bancos poco separados entre sí, con un vigésimo banco dividido en forma que lo que hubiese sido el asiento superior se encontraba bajo el asiento inferior del primer banco. Los remeros no podían hablar entre sí mientras remaban: el tiempo para descansar lo empleaban en dormir. Nunca reían. Su vida en la cautividad era tan terrible que no lograban soportarla muchos años. Entre ellos se hallaban de todas las nacionalidades. Al cabo de algún tiempo de este ejercicio, que desarrollaba rudamente sus miembros, las mentes se embrutecían hasta descender a un estado de semiinconsciencia que permitía a sus organismos soportar las mayores vejaciones.

Poco aficionado a los dados, Arrio contemplaba hora tras hora a los remeros, conocidos por un número y no por nombre alguno, y los estudiaba uno por uno. Se fijó sobre todo en un remero muy joven, de miembros singularmente perfectos. Su rostro delataba la procedencia de noble estirpe oriental.

— ¡Por los dioses! — exclamó en su interior— . ¡Este hombre es impresionante y promete mucho!

En aquel momento se volvió y le miró.

— ¡Es un judío, un muchacho!

El remero se estremeció bajo la mirada del romano, vacilándole al instante el remo. Bajó la mirada; pero al levantarla observó, sorprendido, que el romano le sonreía.

La galera se adentraba por los estrechos de Messina, y después torció el rumbo hacia el Este dejando atrás, humeante, la cima del Etna.

Cada vez que el romano volvía a su camarote se dedicaba a pensar en el remero, y se decía: «El mozo tiene alma. Un judío no es, desde luego, un bárbaro».

3. Arrio y Ben Hur en cubierta

El cuarto día de viaje la galera avanzaba por el mar Jónico. Arrio tomaba nota de cuanto se refería al navío, pero cuando quedaba solo volvía a pensar en el remero judío.

— ¿Conoces al número sesenta? — preguntó al hortator— . Es un judío, por supuesto, y muy joven. ¿Qué carácter tiene?

— Poco conozco a la gente, porque el barco es nuevo. Sólo sé que ese remero es obediente. Una vez solicitó un favor. Pidió que se le cambiase alternativamente del lado derecho al izquierdo.

— ¿Dio alguna razón?

— Había observado que quienes están siempre del mismo lado se deforman.

— ¡Por Pólux! La idea es original. ¿Qué más sabes?

— Es muy limpio, el más aseado de todos sus compañeros.

— En eso se parece a los romanos — dijo Arrio en tono aprobatorio— . Si estoy en cubierta, cuando acabe el relevo, mándamelo. Y que venga solo.

Un par de horas más tarde el remero se presentó a él.

— El jefe dice que el noble Arrio desea verme.

Arrio le examinó: era alto, elegante y reluciente bajo el sol. Le contempló con admiración y pensó en el circo. Tenía unos ojos más curiosos que desconfiados.

— El hortator me ha dicho que eres el mejor remero. ¿Llevas mucho tiempo de servicio?

— El hortator es muy amable. Llevo unos tres años de servicio sin descansar un solo día.

— El trabajo es duro — replicó el romano— y pocos hombres resisten un solo año sin enfermar.

— El noble romano olvida que es el espíritu lo que sostiene al hombre. Gracias a él sobrevive el débil, en tanto perece el fuerte.

— Por tu forma de expresarte se conoce que eres de Israel.

— Antes de que existieran los romanos, mis antepasados eran ya hebreos.

— El fuerte orgullo de tu raza no se ha extinguido en ti.

— Nunca pesa tanto el orgullo — dijo el judío, y una oleada de sangre inundó su faz— como cuando uno está encadenado.

— ¿De dónde procede tu orgullo?

— De ser judío.

Arrio se sonrió.

— Nunca he estado en Jerusalén, pero he oído hablar de sus príncipes. ¿De qué condición eres tú?

— Mi padre fue un príncipe de Jerusalén. Era conocido y honrado en la sala de los huéspedes del gran Augusto.

— ¿Su nombre?

— Ithamar, de la casa de Hur.

— ¿Tú eres un hijo de Hur? — exclamó asombrado el tribuno, levantando una mano— . ¿Qué fue lo que te trajo aquí?

— Me acusaron de intento de asesinato de Valerio Graco, el procurador — replicó el judío inclinando la cabeza.

— ¿Tú? — exclamó Arrio más asombrado aún— . ¡Tú el asesino! Roma entera se estremeció al conocer tu historia.

— ¡Oh tribuno! ¡Han transcurrido tres años y nada sé de mi madre y mi hermana!

Si algo sabes de ellas, dímelo; yo te lo imploro.

Tanto se arrimó a Arrio que rozaba los pliegues de su túnica.

— He pasado tres duros años de cautiverio, sin descanso, sin hablar con nadie. He estado en la guerra, he visto morir a muchos hombres. ¡Si al menos, olvidado de todos, también yo pudiera olvidar! Pero tengo fija en la memoria la mirada de mi madre y mi hermana. Dime, te lo suplico, si viven o si han muerto. Yo las arrastré a esta ruina…

— Así ¿admites tu crimen?

Un brusco cambio se operó en la faz del judío.

— Por la verdad del Dios de mis padres, yo te juro que soy inocente.

El tribuno pareció impresionado.

— ¡Oh, noble romano, cree en mí y arroja en mis tinieblas un poco de luz!

— Supongo que fuiste juzgado con juicio y testigos.

— Nada de eso. Me ataron y me encarcelaron en la Torre. Nadie habló conmigo. Desde entonces he sido un condenado a galeras.

— Y ¿cómo te hubieses defendido?

— Pues mostrando fielmente los hechos. Yo era un niño, y de haber deseado matarle no era aquél el momento adecuado. Mi estirpe era muy amiga de Roma.

— ¿Quién estaba contigo cuando ocurrió el suceso?

— Estaba en la azotea con mi hermana, cuando de pronto se desprendió una teja que cayó sobre Graco. ¡Qué horror! Creí entonces haberle matado.

— ¿Y tu madre?

— Estaba en su cuarto, más abajo.

— ¿Qué fue de ella?

— No lo sé — dijo Ben-Hur, retorciéndose las manos con frenesí— . La sacaron de la casa, juntamente con el ganado y todo lo que teníamos. Todo lo perdonaría si a mi madre… Pero no. Un esclavo no puede hablar de perdón ni de venganza.

Arrio le contemplaba estremecido. Por doquier le llamaban «el buen tribuno» por su buen corazón y su afán de justicia y odio a la crueldad.

— Ya es bastante — dijo— . Vuelve a tu lugar.

Judá se apartó, pero al instante volvió la cabeza y pidió al tribuno una palabra sobre su familia. Pero éste, sin responderle, le admiró una vez más, pensando que sería un excelente hombre para el circo.

— ¡Espera! — gritó— . Si consiguieses la libertad, ¿qué te gustaría ser?

— Si el noble Arrio no se burla de mí, responderé que me ocuparía de mi principal deber: saber qué ha sido de mi madre y de mi hermana y lucharía por devolverlas a nuestra casa. Mucho han perdido por mi causa.

— Lo que deseo saber es qué harías si tu madre y tu hermana hubiesen fallecido, o si no las encontraras.

— Quisiera ser soldado.

El romano reflexionó y poco después despidió a Judá, que volvió a los remos. Pero ya un rayo de esperanza había penetrado en el corazón de Ben-Hur.

— ¡Oh Dios! ¡Soy un hijo fiel de Judea, a la que tanto has amado! ¡Ayúdame, te lo ruego!

4. Número sesenta

Las cien galeras se reunieron justamente en la bahía de Antemona, al este de la isla de Ceterca. El tribuno empleó un día entero en observarlas.

Después la flota, en perfecto orden, avanzó hacia las costas de la isla. Los piratas procedían de las apartadas costas del Euxino y el pánico reinaba en los mares y en las ciudades costeras, pues aquéllos eran cada vez más fuertes y numerosos. Después de saquear Hefrestia, en Lemmos, el adversario pasaba por entre las islas del archipiélago Thesaliano, desapareciendo en los golfos situados entre Eubea y la Hélade.

Éstas eran las noticias que circulaban.

El tribuno estaba contento, pues veía que los piratas se refugiaban, según noticias recientes, en aguas donde su aplastamiento era indudable.

Consultando cuidadosamente los mapas, Arrio llegó a la conclusión de que los piratas se encontraban un poco más abajo de las Termopilas. Así, pues, los rodeó por el Norte y por el Sur. El monte Ochoa se dibujó bajo el cielo y el piloto anunció la costa de Eubea.

Las fuerzas de Arrio eran inferiores a las de los piratas, pero tenían la ventaja de estar dispuestas no sólo con sabia estrategia, sino con mayor disciplina.

El descanso en la bahía de Antemona había devuelto las fuerzas a Ben-Hur, de forma que el remo no pesaba en absoluto en sus manos.

«El tribuno está en el altar — pensó— . Esto significa que vamos a entrar en batalla». Y su tensión nerviosa aumentó. Había asistido a muchas batallas, mas nunca pudo presenciar nada de ellas.

Siempre remaba en silencio y en la semioscuridad. Para él y sus compañeros las batallas tenían un significado muy especial, pues si eran derrotados acaso podría cambiar la suerte, o cuando menos podría producirse un cambio de dueño.

A una voz de mando del tribuno los soldados se armaron, y a partir de aquel momento todo fueron preparativos para entablar la lucha con los piratas. En la mente de Judá asomó un rayo de esperanza al pensar en el tribuno Arrio, pues acaso éste se acordara de él en el fragor de la batalla y a lo mejor…

El tribuno Arrio se detuvo a contemplar a los remeros. El corazón de Judá palpitaba ansiado y esperanzado. El romano dijo algo al oído del hortator.

— ¡Qué fuerza tiene! — dijo éste.

— ¡Y qué espíritu! — agregó el tribuno— . ¡Por Pólux! Trabaja mejor sin los hierros. No vuelvas a ponérselos.

¡Un rayo de luz después de tres años de oscuridad y de dolor! ¡Vio a su madre y a su hermana en sus brazos! Judá no sentía temor por la batalla, sino sólo alegría y esperanza.

Reinaba la más profunda oscuridad sobre las aguas.

— Los piratas están muy próximos — exclamó Arrio, poniéndose el yelmo, la espada y el escudo— . ¡Vamos, preparaos!

5. El combate naval

Todos los hombres despertaron. Los oficiales acudieron a sus puestos y los soldados tomaron sus armas. Se encendieron linternas y se llenó de agua buen número de cubos. Ben-Hur no estaba entonces de servicio y oía en rumor de los preparativos: los marineros recogían las velas y colocaban a los lados salvavidas, pez, venablos y flechas.

Luego se produjo un silencio expectante, un silencio que significaba: «Preparados».

A una señal procedente de cubierta, y comunicada al hortator por un oficial colocado en la escalera, los remeros se detuvieron.

¿Qué significaría todo aquello?

De todos los esclavos encadenados ninguno se hizo esta pregunta: nada les interesaba. Ni patriotismo ni deber. Sólo el estremecimiento del peligro inminente. Atados con cadenas al banco, en caso de derrota no quedaba, probablemente, otra alternativa que seguir al barco en su hundimiento.

Imposible preguntar quién era el enemigo. ¿Serían compatriotas, hermanos o enemigos comunes? Por esas razones los romanos ataban fuertemente a los remeros a las galeras: para evitar que se identificaran con el enemigo y lucharan contra ellos. Pero poco tiempo les quedó para pensar en estas cosas. Un sordo rumor de remos absorbió la atención de Judá, a la par que la galera se balanceaba. De repente se produjo un violento choque. Los remeros colocados frente al jefe vacilaron en sus asientos y no pocos cayeron de sus sitios. La galera dio un salto hacia atrás y luego avanzó con nuevos bríos. Se oyeron estridentes gritos de terror. Ben-Hur notó que bajo sus pies algo se quebraba, se rompía y se hundía. Un clamor de triunfo llegó desde cubierta. El espolón romano había vencido. La lucha continuaba sin ninguna pausa, pasando a un grado más despiadado. Los marineros descendían para agarrar grandes trozos de estopa que lanzaban encendidos contra las embarcaciones enemigas.

Otra vez la galera se tambaleó sobre un lado con tanta furia que los remeros de aquella parte apenas si podían mantenerse en sus asientos. Se oían los ruidos propios de un barco al deshacerse en astillas y los gritos de marineros moribundos. A menudo traían el cuerpo de algún romano agonizante, cubierto de sangre. También penetraban abajo nubes de humo espeso con olor de carne humana.

De pronto la galera se detuvo. Se oyeron pasos apresurados, gritos y el crujido de dos barcos dispuestos al abordaje. Con seguridad el barco romano había sido abordado. Llegó hasta Judá el cuerpo destrozado de un hombre del Norte, un bárbaro. Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Ben-Hur. ¿Y si mataban al tribuno Arrio? ¡Adiós las esperanzas de volver a ver a los suyos! El tumulto tronaba sobre su cabeza. Los remeros, aterrorizados, se echaron al suelo, afanosos de ocultarse en algún sitio. Sólo el hortator seguía impasible en su puesto, marcando a golpes de martillo el compás de los remeros, con lo que ofrecía al Mundo un ejemplo de inigualable disciplina.

Este ejemplo dio a Ben-Hur serenidad para pensar. La lucha seguía en cubierta. Ben-Hur dirigió una mirada al hortator y se lanzó afuera, no para huir, sino para salvar la vida del tribuno.

Antes de poder salir del todo afuera vio cubierto el cielo de humo y fuego. La popa del navío se abrió y el mar saltó al interior, haciéndose plena oscuridad para Ben-Hur.

Comenzó a luchar contra las aguas, pero una fuerte oleada le arrojó de nuevo al interior de la bodega; y allí habría expirado, lo mismo que el hortator y los pobres remeros, a no ser que la misma fuerza del mar, formando un remolino, le extrajo y le lanzó al exterior junto con infinidad de fragmentos de maderas y otros restos. Judá se agarró a un madero, sosteniendo el aliento, y ya en la superficie del mar se mantuvo firmemente sujeto a él. Pero la muerte, que le había respetado en el seno de las aguas, le amenazaba ahora en la superficie, pues se hallaba rodeado de barcos incendiados y hombres de los dos bandos en lucha, agarrados como él a maderos. Puesto que unos y otros eran sus enemigos, Judá trató de apartarse de aquel infernal escenario.

El rumor de unos remos fue el primer anuncio de una poderosa galera que avanzaba hacia él. Su grandiosa proa surgía amenazadora, y alumbrada por el reflejo de los incendios semejaba la cabeza de un monstruo marino.

Intentó esquivarle frenéticamente empujando el tablón hacia adelante. Su salvación dependía de un segundo. Hizo otro esfuerzo y en aquel momento vio aparecer al alcance de su mano un casco dorado. Unos fuertes dedos intentaban asirse al borde de la tabla. El casco desapareció bajo las aguas y reapareció de nuevo unos segundos después; los brazos del romano se movieron con desesperación; apareció la cabeza, iluminada por los reflejos rojizos de los incendios, crispado su rostro por el terror y la agonía. El judío lanzó una exclamación de sorpresa al reconocer aquel rostro. Asió la cabeza e impidió que desapareciera de nuevo bajo las aguas. Luego subió el cuerpo del romano a su improvisada balsa.

Aquel hombre era Quinto Arrio, el tribuno.

El remolino de agua, levantado por los remos y la estela de la nave, estuvo a punto de hundir a Ben-Hur y al romano en las profundidades del mar. El judío consiguió mantener a flote su inestable tabla de salvación.

La batalla naval concluía en medio de esfuerzos desesperados por ambas partes contendientes. ¿Quién saldría vencedor? La vida del tribuno dependía del resultado final de la lucha. Ben-Hur lo sabía y esperaba con ansiedad el término de la contienda.

Cuando la luz volvió a iluminar la escena del combate, el hebreo divisó a gran distancia la línea gris de una costa. Era imposible llegar a ella a nado. Otros náufragos pugnaban por mantenerse a flote asidos a maderos; restos de embarcaciones humeaban aún en algunos lugares del mar; una galera escorada, con remos y velas destrozados, permanecía cercana a la costa. En el horizonte se divisaban varias embarcaciones, perseguidas o perseguidoras, lo que indicaba que la batalla aún no había concluido.

Transcurrió algún tiempo y Ben-Hur sintió más ansiedad por el romano. Si no llegaba ayuda la muerte de Arrio parecía segura.

Le quitó el casco y la coraza. Sintió nuevas esperanzas al comprobar que el corazón del tribuno latía aún. Pero no podía hacer nada más que esperar. Y esto es lo que hizo mientras elevaba al cielo una fervorosa plegaria.

6. Arrio adopta a Ben Hur

Todos los que se salvan de morir ahogados sufren luego dolores mucho más intensos que los experimentados en el momento de la asfixia. Arrio los sufrió auxiliado por Ben-Hur, y al fin, con enorme contento de éste, abrió los ojos.

Primero el romano hablaba de modo incoherente, mas pronto recobró sus facultades y pudo decir a Ben-Hur:

— Nuestras vidas dependen del resultado de esta batalla naval, pues aún no ha concluido… De todos modos, me doy cuenta de lo mucho que has hecho por mí: has salvado mi vida arriesgando la tuya. Pero ten la seguridad de que sabré recompensarte. Queda por ver, con todo, si llegado el caso podrías hacerme aún un favor mayor que el que ya me has prestado.

— Si no es algo prohibido, lo haré con gusto — replicó Ben-Hur.

El romano reposó unos instantes.

— ¿Eres realmente hijo de Hur, el judío?

— Lo soy, como ya te dije.

— Conocí a tu padre.

Judá se acercó más a él, porque su voz era muy débil.

— Le conocí y le aprecié mucho. Es imposible que tú no hayas oído hablar de Catón y de Bruto, dos hombres tan grandes en la vida como en la muerte. Al morir dejaron una ley: «Un romano no debe sobrevivir a su derrota». Es costumbre entre caballeros romanos llevar un anillo. Toma el mío.

Tendió una mano al judío, y éste lo cogió y se lo puso.

— Este anillo tiene su importancia. Soy rico y tengo muchas propiedades. Si muero ve a Roma y pide a mi mayordomo lo que quieras. Pero si logro salvarme será mayor mi recompensa: con seguiré tu libertad y te devolveré a tu casa y a los tuyos. ¿Me escuchas?

— No puedo hacer otra cosa.

— Entonces hazme una promesa. Por los dioses…

— No… buen tribuno: recuerda que soy judío.

— Por tu dios, en ese caso: júrame que harás lo que voy a decirte.

— Noble Arrio, por la forma de decírmelo sospecho de que se trata de algo muy grave. Dime antes de qué se trata.

— ¿Y luego me darás tu promesa?

— Decirte que sí sería tanto como prometértelo ahora y… Pero ¡mira! Por el Norte viene un barco:

— ¿En qué dirección?

— Hacia aquí.

— ¿Sabes distinguir de qué nacionalidad?

— No, pues sólo he trabajado en los remos.

— ¿Lleva alguna bandera?

— No puedo divisarla.

Ambos permanecieron inquietos, sumidos en sus cavilaciones.

— ¿Conserva su rumbo el navío?

— Sigue acercándose y… no veo ninguna bandera.

— Entonces no hay duda: se trata de una galera enemiga, pues de ser un buque romano llevaría muy altas las banderas. En este caso habrás de escucharme. Soy muy viejo para soportar el deshonor. Deseo que en Roma se diga que Quinto Arrio se hundió con su barco, y nunca — ¡nunca!— que caí prisionero de los piratas. Por tanto, si es de veras pirata ese barco, júrame que arrojarás mi cuerpo al mar. ¿Me oyes?

— ¡No lo quiero jurar! La ley me haría responsable de tu muerte. La sentencia romana hizo de mí un esclavo condenándome a perpetuidad a las galeras, pero yo no soy un esclavo. Vuelvo a ser un hijo de Israel y dueño de mí mismo. Toma tu anillo.

Arrio permaneció inmutable.

»¿No lo quieres? Entonces, no con irritación ni desprecio, sino para liberarme de algo odioso, de una obligación que me anularía para siempre, entregaré tu regalo al mar.

Y lo arrojó al mar, tal como decía.

— Has cometido una verdadera locura — prosiguió Arrio— . Los hombres que se deciden a morir no necesitan de nadie, y si yo solicitaba tu ayuda es porque el alma que nos atribuye Platón se rebela ante la idea de la propia destrucción. Por eso quería darte la oportunidad de hacerme un favor. Pero tú has rehusado, y ahora permíteme que te compadezca.

— En tres años de esclavitud tú has sido el primero en dirigirme una mirada amable. Es decir, no, hubo otro… — y guardó silencio con gran reverencia acordándose del joven de la fuente.

— Quizás necesiten remeros — observó Arrio.

Ben-Hur seguía con atención los movimientos de la nave.

— Ahora se aleja.

— ¿Hacia dónde?

— Hacia la galera escorada cerca de la orilla. Se aproxima a ella… Ahora envía hombres a bordo…

Arrio pareció despertar de su indiferencia con un estremecimiento. Luego exclamó:

— ¡Da las gracias a Dios! ¡Estamos salvados! ¡Son romanos! Un pirata no obraría de ese modo. Hazles señales y vendrá a recogernos. ¡Pronto! Yo seré duunviro y tú… Conocí a tu padre y le aprecié mucho. Tú serás para mí como un hijo. ¡Aún perseguiremos a los corsarios piratas!

Judá obedeció y poco después la galera enfiló hacia ellos. Arrio fue recibido con todos los honores. Izaron la insignia de almirante y mandó dirigirse hacia el Norte para reunirse con el resto de la flota. A su tiempo los cincuenta navíos que bajaban por el canal se enfrentaron con los piratas fugitivos y les derrotaron por completo. Para redondear la gloria de Arrio se capturaron veinte galeras.

Al regreso de aquella expedición Arrio fue recibido con indescriptible entusiasmo en el puerto de Miseno. A su lado iba siempre Ben-Hur, lo que atrajo mucho la atención. Poniéndole una mano en el hombro Arrio dijo:

— Amigos, éste es mi hijo y mi heredero. Os ruego que le améis como a mí mismo.

Arrio formalizó la adopción, y de esta forma el romano cumplió la palabra dada al judío. Al mes siguiente se celebró el armilustrium con la mayor suntuosidad en el teatro Scauro. A un lado de la enorme sala destacaban veinte proas de galeras, entre otros trofeos militares, y una inscripción que decía:

ARREBATADAS A LOS PIRATAS

EN EL ESTRECHO DE EURIPO

POR QUINTO ARRIO DUUNVIRO

VOCABULARIO

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