Los muchachos de la Calle Pal

Ferenc Molnar

Capítulo I

A la una menos cuarto, después de muchos intentos fallidos, por fin consiguieron su premio la paciencia y la constancia y de repente brotó en la llama incolora de la boquilla de Bunsen una llamarada color esmeralda. Había salido el experimento como quería el profesor y con esto demostraba que esta composición qu1mica tenía realmente la facultad de dar a la llama una coloración verde. En ese preciso momento, perturbando la atmósfera de absorta concentración de la clase de Ciencias, entraba de la calle el alegre sonido de un organillo.

Las notas claras y alegres penetraban con la ligera brisa de primavera a través de la gran ventana abierta en la tibia mañana de un día de marzo. Era una canción popular húngara, pero el sonido breve y a saltos del organillo le imprim1a una cadencia de marcha militar, un paraparapara- pum-pum que provocaba en los chicos una cierta hilaridad.

En la boquilla de Bunsen se movía la verde fosforescencia, pero sólo los más pequeños de los primeros bancos, los que estaban bajo las narices del profesor, parec1an estar aún atentos al experimento.

Los demás miraban de la otra parte de la ventana, donde, además de los techos de las casas cercanas, se veía un campanario, cuyo reloj indicaba que la hora de la lección estaba para caer. Ahora, además de la musiquilla del organillo, se podían distinguir otros sonidos y ruidos que venían de la calle: los bocinazos continuos de los conductores de tranvías, los ruidos de las ruedas de los carros y carrozas, la voz de una criada que cantaba a pleno pulmón en una de las casas de enfrente. A un cierto punto toda la clase empezó a impacientarse.

Muchos se pusieron a rebuscar entre los libros, otros, los más ordenados, a limpiar la pluma antes de guardarla. Boka cerró su bonito tintero de bolsillo de piel roja, cuya tapadera hermética impedía, antes de meterlo en el bolsillo, que se escapara una gota de tinta.

Csele, el más elegante de la clase, estaba recogiendo las páginas sueltas de las lecciones del día, que arrancaba de los libros y se las llevaba a clase en vez de ir cargado con el pesado y antiestético paquete de libros, y las tenía bien dobladitas en los distintos bolsos de su bonito traje. Csonakos, en el último banco, bostezaba abriendo la boca como los hipopótamos hambrientos. Weisz había dado vuelta a los bolsillos y estaba quitando las migajas de pan que se había comido furtivamente, a trocitos, desde las diez en adelante. Gereb movía los pies debajo del banco como si estuviera impaciente por levantarse. Barabas daba la impresión que habla terminado la clase: habla colocado sobre las rodillas la tela encerada y, después de haber empaquetado con mucho orden los libros, tiró de la correa con tal fuerza, que se movió todo el banco. En una palabra, todos de una forma u otra se estaban preparando para dejar la clase y sólo el profesor, ensimismado en su experimento, parecía no haberse dado cuenta que faltaban pocos minutos para terminar la clase.

— ¿Qué pasa? — preguntó a un cierto punto pasando su mirada tranquila sobre la clase aburrida y distraída.

Se hizo un silencio absoluto. Barabas soltó la correa, Gereb se paró con los pies, Weisz metió el forro de los bolsillos, Csonakos dio el enésimo bostezo tras la palma de la mano, Csele suspendió la ordenación de las hojas, Boka se metió en seguida en el bolsillo el tintero y, apenas lo soltó, empezó a salir tinta azul.

— ¿Qué pasa? — repitió el profesor.

Los alumnos estaban sentados mudos y bien compuestos en sus bancos, pero el organillo, que podía prescindir de las normas de la escuela, seguía tocando alegremente. El profesor arrugó la frente.

— Csengey, cierra la ventana.

Al que habla mandado, un pequeñín del primer banco de cara infantil, seria y compungida, se levantó y obedeció, mientras que Csonakos, levantándose, susurró al compañero que estaba delante de él:

— ¡Atento, Nemecsekl

Nemecsek con el rabillo del ojo miró hacia abajo, vio en el suelo la bolita de papel redondeada junto a él y la agarró inmediatamente.

"Pasar a Boka", leyó en un lado de la hoja, al desenvolverla. El contenido estaba en la otra cara, pero Nemecsek no era el tipo que leyese algo que no iba dirigido a él. Rehizo la bola, se aseguró que el profesor no mirase para su zona y se estiró entre dos filas de bancos. ,,,.,

— ¡Atento, Bokal — murmuró.

Boka miró al suelo: lo de hacer rodar las hojas de papel redondeadas por el suelo era el sistema habitual para hacer llegar los mensajes secretos, la experiencia les decía que era el más seguro, porque daba menos en el ojo. En la cara que el rubio y discreto Nemecsek no habla leído estaba escrito:

Hoy, a las tres de la tarde, asamblea general en el campo para la elección del presidente. Se ruega transmitir la orden a los interesados.

Boka metió en el bolsillo el mensaje y empezó a ordenar los libros.

Ya era la una, por lo que la campanilla anunció el final de la lección.

El profesor apagó con un aire resignado la boquilla de Bunsen, dio trabajo e, insinuando con la cabeza un saludo a los alumnos, se fue a la sala contigua de Ciencias Naturales, donde, entre sus queridos animales disecados con los ojos de cristal y los preciosos ejemplares de pájaros exóticos con plumas de varios colores, había, en un ángulo, un esqueleto humano amarillento por el tiempo, auténtico coco para los estudiantes.

En un baleno los muchachos salieron por el pasillo y bajaron por las escaleras hasta el patio empujándose y voceando como todos los estudiantes de este mundo en todas las escuelas de la tierra, cuando no hay superiores que les hagan salir con orden, y dispuestos a callarse de golpe, como por encanto, si aparece un profesor con cara seria, y a volver de nuevo a hacer jolgorio nada más que el impertinente de turno desaparece.

Como un rio en crecida los muchachos pasaron por la puerta y salieron a la calle. Salió con ellos algún profesor. Se saludaron y agitaron las viseras. Pero estaban cansados y teman hambre, por lo que no se detuvieron ante la escuela: unos por una parte y otros por otra se encaminaron rápidos para casa. La cabeza algo pesada por las muchas horas en tensión, se reanimaba al aire libre, con la luz y los colores de la calle. Al principio, al salir a la calle, parecían aturdidos esclavos apenas liberados, pero poco a poco se perdieron en grupos por la ciudad en movimiento y ruidosa en un tinglado de carros, calles que se cruzan, tiendas, autobuses, gente.

Csele se paró junto a la puerta de la escuela a comprar turrón.

Intentaba llegar a un acuerdo, ya que el vendedor había aumentado los precios sin ningún motivo claro. El trozo de turrón, que el vendedor cortaba con una pequeña hacha de la gran masa blanca punteada de almendras, costaba un heller. Todo allí costaba un heller: las tres ciruelas escarchadas engarzadas con un junco, los tres medios higos, tres cachos de nuez, el trozo de regaliz, los caramelos de cebada y también el llamado "bocadillo del estudiante", una mezcla de cacahuetes, uvas pasas, confites, polvo, trozos de algarrobas y moscas.

El vendedor de turrón había aumentado los precios por el siguiente motivo. Como saben los estudiantes de economía, los precios aumentan en los géneros cuya venta se expone a peligro. Por ejemplo, es caro el té que las caravanas transportan a través de Asia, pasando por regiones frecuentadas por bandidos. El comprador siempre tiene que pagar estos riesgos. Por este motivo el vendedor de turrón, que corría el peligro que alguien le echase de los alrededores de la escuela, se rehacía de alguna forma con los precios.

Sabía muy bien, el buen hombre, que de un momento a otro alguien le habría podido prohibir de continuar su comercio ante la escuela, porque, aunque se desmadrase en sonrisitas e inclinaciones de cabeza, no podía evitar que se le considerara una especie de peligro para los estudiantes.

— Gastan todo el dinero comprando porquería a ese italiano — decían los profesores, y el italiano intentaba redondear sus ventas antes de que le echaran de allí.

— Sí, ayer todo costaba un heller — explicaba a Csele en su curioso húngaro, moviendo bajo sus narices la pequeña hacha—. De ahora en adelante todo costará dos.

Gereb se acercó al compañero:

— Tira la visera encima de los dulces — le sugirió en voz baja.

A Csele le gustaba la idea de ver volar a derecha e izquierda todas las golosinas. ¡Qué bien se lo iban a pasar todos los chiquillos! y Gereb volvió a insistir como demonio tentador:

— ¡Venga, Uralal ¡Es un vampiro! ¡Tiralal

Csele se quitó la visera lentamente y la miró indeciso:

— Es una visera bonita — notó—. Me parece una tontería mancharla.

Le había ido mal. No tenía que haber hecho semejante propuesta a ese chulillo, que venía a clase con las hojas sueltas en los bolsillos y no con el paquete de libros, aunque no fuese estético, como todos los demás.

— ¿Qué? ¿Te molesta? — preguntó Gereb.

— Si, me molesta — admitió Csele—. No es por miedo. Lo haría sin ningún reparo. Pero me molesta por la visera. Mira, te puedo probar que no tengo miedo: si me prestas tu visera, se la tiro.

Impaciente por haber perdido tanto tiempo e irritado por esas palabras que le parecían veladamente ofensivas, Gereb respondió secamente:

— Sé tirar mi visera en los dulces o donde sea y no tengo necesidad de nadie. A este vampiro le vaya dar lo que se merece. Si tienes miedo, márchate.

Con gesto decidido y la expresión agresiva se quitó la visera e iba a echarla sobre la mesita que se tambaleaba, en la que estaban bien alineadas las golosinas, cuando alguien le agarró por detrás del brazo.

— ¿Qué vas a hacer? — preguntó una voz grave y baja, una voz casi de hombre.

Gereb se volvió: a sus espaldas encontró a Boka.

— Gereb, ¿qué haces? — repitió la voz viril, gentil y severa a la vez.

Los dos muchachos se miraron un momento en silencio, luego Gereb dejó oir un refunfuño digno de un león enfadado bajo la mirada aguda del domador. Tuvo que rendirse: levantando las espaldas se puso la visera.

— ¿Por qué querías hacer daño a ese pobre hombre? — preguntó Boka en tono conciliador—. Tú sabes muy bien que admiro la valentía, pero en este caso me parece fuera de lugar. ¿No te parece? Venga, vamos.

Sacó las manos del bolso y alargó al compañero una mano con la palma azul, debida a la tinta filtrada por la cerradura hermética del tintero de bolsillo. Nadie hizo caso, excepto Boka, el cual, tras mirar perplejo la palma de la mano, se acercó a la pared y la refregó contra la misma con el resultado de ensuciar de tinta la pared, sin que, terminada la operación, tuviese la mano más limpia. Luego agarró a Gereb y se marcharon, mientras Csele, que se había quedado, terminaba derrotado los tratos con el vendedor de dulces italiano.

— Bueno, paciencia — dijo capitulando, sacando del bolsillo una bonita bolsa de piel verde—. Deme dos heller de turrón.

El buen hombre sonrió: quizás habría podido pretender tres heller. ¡Sueños! Como si esperase que una moneda de un heller se pudiera transformar en un florín. Metió la pequeña hacha en el bloque de turrón, cortó un trozo, lo puso en un pedazo de olea y se lo dio al cliente. Csele miró la oferta con mala cara.

— ¿Cómo es esto? ¡Dos heller y me da menos que otras veces!

Animado por el triunfo comercial, el vendedor sonrió:

— Si cuesta más, es natural que os dé menos, ¿no os parece?

Luego se volvió para despachar a otro joven cliente, que, habiendo asistido a la discusión y habiendo entendido lo de la subida de precio, ya tenía en la mano dos heller. De nuevo la pequeña hacha cortó la masa blanca de turrón punteada de almendras: recogido y algo solemne el buen hombre parecia un carnicero de fábula que levantaba el hacha y decapitaba a muchos enanitos. Poco a poco hacia estragos en el turrón

— ¡Es una porquería, una vergüenza! — seguía protestando Csele. Y dirigiéndose al nuevo cliente añadió: — Hazme caso, no vuelvas a comprar a este vampiro—. Metió en boca los dos heller de turrón y salió corriendo tras la pareja Boka— Gereb, que se había alejado, gritando:

— ¡Esperadme!

Alcanzó a los compañeros en la esquina y los tres se fueron por la calle Pipa, alejándose juntos hacia la calle Soroksari. Boka iba en el medio y hablaba en voz baja con su acostumbrada seriedad. Boka tenía catorce años y en su fresca cara de muchacho no aparecía ninguna señal que preanunciase al futuro hombre. Sin embargo, cuando hablaba con esa voz profunda y seca y el tono decidido, parecía que era mayor que sus compañeros. Sus pensamientos y todo lo que decía eran también serios y demasiado equilibrados para su edad. Sólo raramente salía con una tontería y no tomaba el pelo, como la mayor parte de los de su edad, ni metía bulla por el simple hecho de dar guerra.

Evitaba enzarzarse con los compañeros y hacer de juez en las discusiones de los demás, sabiendo perfectamente que dar una sentencia significaba ganarse un enemigo. Intervenía sólo cuando la discusión pasaba a términos mayores o se alargaba mucho con la posibilidad de que se dieran cuenta los profesores, pero sólo para poner de acuerdo a los que discutían, de tal modo que, como pacificador, no atraía sobre si antipatía y rencor. En una palabra, era un muchacho precavido y ya se podía prever que, aunque no llegara a las altas esferas, se habría hecho camino y habría ocupado con todo decoro un buen puesto en la vida.

Caminando hacia casa, los tres amigos pasaron por la calle Soroksari, dando vuelta por la calle Koztelek, una callecita soleada y silenciosa, si no tenemos en cuenta el rumor monótono que venía del edificio de la Tabacalera, que ocupaba toda una acera. All1 encontraron dos compañeros: Csonakos, el forzudo Csonakos, y el pequeño Nemecsek, el rubio.

Al ver a los tres que se acercaban, Csonakos no pudo esperar más tiempo para manifestar su entusiasmo de su forma habitual, o sea metiéndose en la boca dos dedos y emitiendo un silbido tan fuerte, que hubiese desconcertado a un conductor de locomotoras. Era su especialidad: ningún muchacho de su edad podía emitir un sonido tan fuerte y pocos de su escuela podían orgullecerse de tal habilidad en rotura de tímpanos. Quizás sólo Cinder podía igualar a Csonakos, pero, desde que le habían nombrado presidente del círculo literario estudiantil, cargo por el que todos los miércoles se sentaba junto al profesor de lengua, Cinder ya no entraba en competición, ya que su dignidad no le consentía de meterse los dedos en la boca.

Boka, Gereb y Csele llegaron donde estaban los amigos y se pararon formando un grupo en medio de la calle desierta.

— ¿No les has dicho todavía nada? — preguntó Csonakos a Nemecsek.

— No — respondió el rubio.

— ¿Qué? — preguntaron al unísono los tres apenas llegados.

Csonakos hizo una señal al rubio:

— También ayer por la tarde en el museo han hecho el einstand — explicó.

— ¿Quiénes? — preguntó Boka.

— Ya podéis imaginaros, los dos Pasztor.

El grupo se quedó en silencio pensando en la noticia.

La palabra alemana einstand tiene un significado especial en la jerga de los jóvenes de Budapest. Cuando un muchacho encuentra a otro más débil jugando a canicas o a santos y se los quiere quitar, basta que diga simplemente: "Einstand". Por esta palabra el muchacho más fuerte puede llevarse todo lo que está en juego y puede pegarse contra quien se oponga. Einstand es una expresión breve y precisa para declarar la guerra, para proclamar el estado de asedio, el derecho al abuso por parte del más fuerte y la libertad de saqueo.

Csele, el refinado Csele, rompió el silencio:

— El einstand — exclamó consternado—. ¡Han vuelto de nuevo!

— Efectivamente — confirmó Nemecsek tomando una postura de importante, dada la impresión que había suscitado su revelación.

— Sí, no podemos continuar así — dijo Gereb indignado—. Desde hace mucho tiempu estoy repitiendo que hay que hacer algo, pero Boka no quiere oír. Si les dejamos hacer lo que quieran, terminarán por pegarnos.

Siempre entusiasmado con participar en toda iniciativa de pelea, Csonakos se metió en la boca los dedos para expresar con el habitual silbido su apoyo a Gereb, pero Boka le agarró de la mano y se la bajó.

— Por favor, no nos dejes sordos ahora —.rdenó. Luego se dirigió al rubio: — Dinos cómo sucedieron las cosas.

— ¿El einstand?

— Sí. ¿Cuándo fue?

— Ayer por la tarde.

— ¿Dónde?

— En el parque del museo.

— Expllcanos con precisión los hechos — dijo Boka—. Pero con precisión: tenemos que hacernos una idea bien clara de la situación, si queremos hacer algo contra ellos.

Nemecsek se sintió de repente muy preocupado, al darse cuenta de la importancia que tendrían sus palabras. Nunca había tenido una parte de tanto relieve: él nunca contaba nada, era un cero a la izquierda, mejor aún como el número uno en Matemáticas, que no tiene valor ni como multiplicador ni como divisor ni como exponente de una potencia. Nadie se preocupaba de él, insignificante, pequeño y arrinconado, muchas veces pagaba los cascos rotos por otro.

— Mirad — empezó titubeante, mientras los otros se cerraban alrededor de él—, por la tarde, nada más terminar de comer, Weisz, Richter y yo fuimos al museo. Estaban también Barabas y Kolnay. Al principio quisimos jugar al balón en la calle Eszterhazy, pero el balón era de los del Instituto Real y no nos lo quisieron dejar. Entonces Barabas propuso: "Vamos al jardin del museo y jugamos a canicas, detrás de la tapia". Al poco rato estábamos ya jugando. Ya conocéis el juego: cada uno tira una canica y, si pega una del contrario, todas las canicas que hay en el juego son para él. Tirábamos con orden uno después de otro, detrás de la tapia habla ya unas quince canicas, entre las cuales se velan dos de cristal colorado. A un cierto punto Richter gritó:

"Hemos terminado, vienen los Pasztor". Efectivamente vimos doblar la esquina a los Pasztor. Venían hacia nosotros lentamente, con las manos en los bolsillos y la cabeza baja, con aire amenazador; tuvimos miedo. Contaba poco que nosotros fuésemos cinco; ya sabéis que esos tipos solos pueden hacer frente a diez muchachos como nosotros. Sobre todo pensando que ni siquiera podemos decir que fuésemos cinco, porque, como bien sabéis, nada más que hay un pequeño peligro Kolnay se marcha y Barabas le sigue detrás. Era como si fuéramos tres. No habla que excluir que yo tomase las de Villadiego y entonces no quedaban nada más que dos. Pero, aunque nos hubiéramos marchado los cinco, como ellos corren más veloces que nosotros, nos habrían agarrado. Los Pasztor se acercaron cada vez más a nosotros y miraban fijamente nuestras canicas. Yo le dije a Kolnay: "Creo que las canicas les están gustando". Weisz había predicho: "Si vienen, nos hacen un einstand". Yo, sin embargo, esperaba que nos dejasen en paz, pues nosotros no nos hablamos metido con ellos. Efectivamente, nada más llegar no nos molestaron y se limitaron a observar el juego. Kolnay me dijo al oído: "Es mejor tertninar e irnos". Yo le respondí: "Sería muy bonito que ahora, que has tirado tú y no has sacado nada, nos fuéramos... Ahora tiro yo. Si gano, nos vamos". Antes tocaba a Richter, pero le temblaba la mano de miedo y perdió, también porque estaba mirando a los Pasztor, que estaban allí delante parados, con las manos en los bolsillos. Tiré yo y gané. Todas las canicas eran mías. Me acerqué a cogerlas, habría unas treinta, y uno de los Pasztor se me pone delante y grita: "¡Einstand!" Me vuelvo y veo que Kolnay y Barabas se iban corriendo. Weisz estaba todavía allí, junto a la tapia, pero tenía un miedo terrible. Y Richter parecía indeciso entre quedarse o largarse también él. Entonces yo pensé usar en primer lugar los buenos modales. Me acerco y le digo: "Perdona, pero creo que no tienes ningún derecho a hacer esto". Ya podéis imaginar la respuesta, como si no hubiera dicho nada. El mayor de los Pasztor recogió las canicas y se las metió en el bolsillo y el otro, el más pequeño, me agarra por el babero y me menea gritando: "Oye, ¿eres sordo?

He dicho "¡Einstand!" ¿Qué podía hacer yo? Nada. Como de costumbre, Weisz se puso a refunfuñar sin moverse de la tapia. Kolnay y Barabas espiaban desde la esquina para ver cómo terminaba todo.

¿Qué podía acontecer de especial? Los Pasztor se fueron sin decir nada con mis canicas y así terminó todo.

— ¡Es el colmo! — anotó Gereb despidiendo indignación por todos los poros.

— Esto es un robo — observó Scele—. Una auténtica rapiña.

La atmósfera era pesada y Csonakos, que se huele todo olor de rebelión, lanza un silbido más combativo. Boka, pensativo, no habla todavía y todos están pendientes de él, esperando si por fin se decidirá a hacer algo después de tantos meses en los que no ha querido tomar seriamente las diversas quejas de los compañeros víctimas de tales abusos. Pero por fin se ha acabado su prudente paciencia: ante un acto de injusticia tan grave Boka está indignado.

— Ahora dejemos las cosas como están y vayamos a comer — dijo a media voz—. Por la tarde nos vemos en el campo y volvemos a hablar del asunto. Hay que reconocer que esta vez se han pasado todos los limites.

Todos se quedaron contentos con esta declaración y se entusiasmaron al ver el enojo pintado en la cara inteligente de Boka y el resplandor de pelea que se había encendido en sus grandes ojos negros.

Querían mucho a Boka, sobre todo ahora que por fin se había encendido de rabia, tanto que habrían querido abrazarlo.

Juntos y en silencio volvieron a casa. Llegaba hasta ellos desde la cercana iglesia de Jozsefvaros un alegre sonido de campanas, el sol radiaba en el cielo sereno y alrededor todo parecía bonito y daba un sentido de alegría. Los muchachos se daban cuenta que se estaban madurando cosas importantes para ellos y cada uno, animado por un deseo de hacer algo, estaba ansioso de saber lo que se haría, cómo y cuándo, pues estaban ciertos que algo se haría después de lo que había dicho Boka.

Caminaban despacio hacia la calle Ulliii. Csonakos se quedó atrás con Nemecsek y, cuando Boka miró para atrás, los vio parados ante una ventana de la Tabacalera. Los dos muchachos habían descubierto una capa bastante gorda amarillenta de tabaco en el antepecho de una ventana.

— ¡Huele! — gritó Csonakos alegre.

Aspiró profundamente y se llenó la nariz de polvo de tabaco.

Nemecsek se echó a reír y. tomando polvo con la punta de los dedos. se lo metió en la nariz. Luego, mientras estornudaban los dos, continuaron el camino hasta el final de la calle Kiiztelek, felices por su nueva experiencia. Csonakos estornudaba ruidosamente. el rubio bufaba como un ponny pinchado. Y bufando, estornudando, riendo y corriendo sentían tal alegría, que olvidaron la gran injusticia padecida, ésa que, también según el juicio del equilibrado Boka, era algo inaudita.

Capítulo II

¡El campo!

Vosotros, bienaventurados muchachos del campo que con dar un paso ya os encontráis al aire libre, entre verdes colinas y azules montañas o en la infinita extensión de la llanura bajo la inmensa bóveda celeste, vosotros que tenéis los ojos acostumbrados a amplios horizontes y grandes distancias, porque no hay casas alrededor que os corten el campo visual y os sofoquen, sin duda vosotros no podéis imaginar lo que significa un trozo de terreno libre para un muchacho de Budapest.

Además se trataba sólo de una reducida extensión de terreno cerrada entre los muros de casas tan altas, que parecían alcanzar el cielo, nada más que una calva polvorienta y sin cultivar con el terreno sin igualar y en ciertas partes algo accidentada, unas pocas piedras a las orillas, un montón de arena junto a un muro, algunos brotes de hierba desperdigados. Hoy ya no existe. En su lugar se levanta un edificio de cuatro pisos lleno de inquilinos que viven juntos y resignados, que ni sueñan que hace poco el espacio ocupado ahora por ellos representó la alegría de vivir para un grupo de estudiantes que dejó allí su juventud.

Era un lugar para construir, que por ahora se había salvado de la invasión del cemento, a derecha e izquierda estaba limitado por las paredes de las casas, por delante, a lo largo de la calle Pal, por una tapia semiderruida en la que habla una puerta. El terreno de la parte de atrás pertenecía a una serrería, por lo que casi todo el espacio estaba ocupado por grandes pilas de madera amontonada en grandes cubos regulares entre los cuales los estrechos corredores parecían un auténtico laberinto, constituido por el cruzarse de unas cincuenta callejuelas entre las que uno se podía hasta perder. Además de las pilas, a la derecha se iba a dar a una especie de plazoleta en la que se encontraba la serrería, una casa muy baja con un aire de misterio, siempre cerrada y aparentemente desierta. Durante el verano casi le cubría por completo una parra salvaje y en medio de ese verde se elevaba hacia lo alto una estrecha y negra chimenea que a intervalos regulares echaba rociadas de vapor blanquísimo, que se perdían en el aire. Desde lejos parecía que entre las pilas de madera hubiese una locomotora a baja presión.

Alrededor de la casa baja esperaban algunos carros, cada uno de los cuales a turno se acercaba a un agujero de la pared, en el que sobresalía una especie de cobertizo pendiente desde el que caía una riada de trozos de madera, que con fuerte fracaso llenaban la caja del carro. Entonces el encargado daba un grito, paraba de caer madera, la chimenea dejaba de echar vapor, la misteriosa casa quedaba silenciosa y el carro cargado se alejaba saliendo por la calle María, que hacía esquina con la calle Pal. En ese momento otro carro se acercaba bajo el agujero esperando otra riada de madera. y la chimenea volvía a echar humo.

Junto a la serrería, entre unos morales dispersos irregularmente, estaba el almacén, una vieja casa semiderruida y casi siempre vacía, que parecía inutilizada. Al fondo, entre la serrería y las pilas de madera, una casita de madera para el guardián, un checoslovaco, que por la noche miraba que nadie robara o quemase la madera y durante el día se lo pasaba durmiendo, por lo que se le veía raramente.

No había muchacho en Budapest que hubiese pensado en algo mejor que este estupendo campo: no había en ninguna parte un lugar que se adaptase mejor al juego y a la imaginación de los muchachos.

La parte derecha, dado que era muy llana, sustituía perfectamente las grandes praderas del Far West y era el ambiente ideal para improvisar aventuras entre exploradores y pieles rojas. Las pilas de madera, con un poco de imaginación, podían representar lo que se quisiera: la ciudad, la selva, las Montañas Rocosas, el castillo, la isla, todo lo que se necesitara para jugar. En las pilas de la parte de fuera, los muchachos, moviendo la madera, habían levantado parapetos, que podían representar la entrada al Fuerte. Boka dirigía los trabajos y determinaba los puntos donde había que levantar las torres, mientras el trabajo manual estaba reservado a Csonakos y a Nemecsek. Eran seis torres, encomendada cada una a un capitán. El ejército estaba constituido casi exclusivamente de oficiales, capitanes, tenientes y subtenientes. Había un único soldado: todos los oficiales de los distintos grados tenían a sus órdenes un único soldado y él solo estaba a disposición de todos para los ejercicios, las órdenes, sólo él podía ser castigado, arrestado, cuando cometía algún acto de insubordinación.

Este único soldado era, naturalmente, el pequeño Nemecsek, el rubio. 

Todas las pegas y los trabajos más pesados los tenía que hacer él y el único que le daba una mano era Csonakos, que, aunque fuera oficial, le gustaba trabajar. Capitanes, tenientes y subtenientes, cuando se encontraban entre ellos, se saludaban como salla, alargando la mano a la visera o soltando un rápido "¡hola!" Y así hacían siempre, aunque se encontraran cien veces en una tarde. Las cosas eran muy distintas con el pequeño Nemecsek: tenía que ponerse firme cuando encontraba un superior y hacer un impecable saludo militar sin abrir boca. Todos los oficiales que pasaban junto a él le hacían alguna observación.

— ¡Ponte bien derecho!

— ¡Los talones unidos!

— ¡El pecho fuera! ¡Mete esa barriga!

— ¡Firme!

y Nemecsek se ponía firme. unía los talones. sacaba el pecho fuera, obedecía a todos y era feliz. Porque en este mundo incluso hay algún muchacho que es feliz obedeciendo, aunque la mayoría prefiera mandar. cosa que por otra parte sucede también entre los adultos.

Era comprensible, aunque no muy lógico, que el ejército de la calle Pal estuviese formado por tantos oficiales y por un solo soldado.

A las dos y media de la tarde no había nadie en el campo. El checoslovaco dormía plácidamente ante la casita de madera encima de una manta. Casi siempre dormía durante el día. pues de noche daba vueltas entre las pilas de madera o estaba sentado encima de una contemplando la luna. Se oía la sierra, la pequeña chimenea echaba sus nubecillas blanquísimas y la madera cortada caía en el carro.

Poco después se oyó la puerta de la calle Pal y entró Nemecsek.

Sacó del bolsillo un trozo de pan, miró alrededor en el campo desierto y, al no encontrar a nadie, se puso a comer tranquilamente el trozo de pan. Cuando entró, no se olvidó de trancar la puerta, pues una de las reglas del campo era que quien entrase tenía la obligación de cerrar bien la puerta. Quien se olvidaba venia arrestado. La disciplina militar era muy severa en el campo.

Nemecsek estaba comiendo sentado en una piedra mientras esperaba a los demás. Posiblemente sería un día entretenido. Se percibía en el aire que iban a suceder cosas importantes y Nemecsek se sentía entonces muy contento de pertenecer a la cuadrilla de muchachos de la calle Pal.

Siguió comiendo el pan, pero, luego cansado, se fue a dar una vuelta entre las pilas de madera. Mientras paseaba por ese laberinto, se encontró con el perro negro del checoslovaco. Lo llamó:

— ¡Héctor, ven aquí!

Pero el animal no estaba de buenas pulgas: movió el rabo, como quien va de prisa y encuentra a un amigo por la calle, intenta tocarse el sombrero con la mano y sigue adelante. Después de esa insinuación el perro se marchó corriendo ladrando furiosamente.

Nemecsek lo siguió. El perro se paró en la base de una pila— torre mirando para arriba y ladrando cada vez más furiosamente. Era una pila— torre que Nemecsek conocía muy bien: allá arriba los muchachos habían levantado un parapeto con unos troncos de madera muy gordos para proteger la bandera, una tela roja y verde sujeta a un asta fina.

— ¿Qué te pasa, Héctor? — preguntó afectuosamente el rubio al perro, que seguía dando vueltas alrededor de la pila sin dejar de ladrar.

El muchacho y el perro se llevaban muy bien, quizás porque eran los únicos que no tenían grado alguno en el ejército.

Nemecsek miró para arriba y no vio nada. A pesar de todo tuvo la impresión que se movía algo allá arriba entre los palos del parapeto.

Le entró mucho miedo y empezó a sentir los latidos del corazón. Se cargó de valor y, sostenido moralmente por la compañía del perro amigo, subió por la pila de madera agarrándose a los salientes. Hacia la mitad, al pararse para tomar respiración, oyó con toda claridad un ruido de palos que se movían allá arriba y ya no tuvo dudas: allá arriba había alguien que movía los palos. Al principio pensó bajar y largarse, pero en seguida recuperó el valor perdido al ver al perro que no dejaba de mirarlo.

— ¡Sin miedo, Nemecsekl — dijo en voz alta, sacando ánimo del sonido de su voz.

Lentamente, con mucha prudencia, continuó subiendo y de cuando en cuando se paraba para oír el ruido que venía de arriba y para decirse:

— ¡Sin miedo, Nemecsek! ¡Sin miedo!

Por fin llegó a la copa de la pila de madera. Iba a subirse al parapeto con un último "¡Sin miedo''', cuando se quedó de piedra con una pierna levantada y la vista perdida.

— ¡Dios mío! — gritó.

Resbaló y cayó de mala forma hasta el suelo despellejándose las manos y las rodillas contra los salientes de la pila. Al caer al suelo, el corazón le latia fuertemente y, tirándose un poco para atrás, miró hacia arriba, a la copa de la pila de madera. Allá arriba, junto al asta de la bandera, con un pie en el parapeto, estaba Feri Ats, el terrible Feri Ats, el mayor enemigo de los muchachos de la calle Pal, el jefe del grupo del Jardín Botánico, con la camisa roja fuera. Tranquilo y orgulloso miró al rubio con aire de triunfo.

— ¡Sin miedo, Nemecsek! — le dijo con un tono más bien de chunga que de amenaza.

Pero el rubio había agotado ya toda su capacidad de valor y, temblándole todo el cuerpo, salió como un rayo hacia el campo por el laberinto de pilas seguido por el perro. Le llegaba la voz de Feri Ats cada vez más burlona:

— ¡Sin miedo, Nemecsek!

Al llegar al campo, el muchacho se paró jadeante y volvió a mirar la pila. Allá arriba ya no vio la camisa roja y tampoco se encontraba, sacudida por el viento, la bandera. Eran simplemente dos trozos de tela, uno rojo y otro verde, que la hermana de Csele había recortado y cosido, pero era el estandarte, el emblema de los muchachos de la calle Palo Ahora Feri Ats se lo había quitado, la bandera estaba en manos del enemigo. ¿Dónde estaba él? ¿Se habría escondido entre las pilas? Quizás había escapado por la parte de la serrería, por la puerta que daba a la calle María. Podía estar todavía allí con sus amigos Pasztor.

Al pensar que los dos terribles hermanos pudieran encontrarse cerca y que quizás en ese momento pudieran estar observándole agazapados tras alguna pila, Nemecsek sintió que le corría algo fino por la espalda. Sabia por experiencia qué significaba encontrarse con esos tipos, les conocía demasiado bien. Pero no conocía a su jefe, nunca se había encontrado con Feri Ats hasta entonces. Y, aunque al verlo, se había asustado mucho, tenía que reconocer con sinceridad que le había gustado el muchacho, moreno y guapo, una figura alta y fuerte, con la camisa roja suelta que le daba un aire de guerrero.

Había algo de glorioso en esa camisa roja, y en las espaldas de Feri Ats adquiría un aire especial. Todos los muchachos del Jardin Botánico llevaban camisa roja, como su jefe, pero con un aire distinto.

Cuatro golpes debidamente distanciados junto a la tapia cerca de la puerta le quitaron a Nemecsek el miedo y le despertaron de sus reflexiones. Era la señal convencional de los muchachos de la calle Pal y el rubio corrió a abrir la puerta. Csele, Gereb y Boka entraron en el campo y Nemecsek, aunque no podía contener la excitación y la impaciencia de dar la tremenda noticia, no olvidó sus deberes de soldado con respecto a sus superiores. Se puso firme y saludó militarmente poniendo la mano en la frente.

Los oficiales respondieron con la despreocupación del caso.

— ¿Novedades? — preguntó Boka.

Nervioso y comiéndose el final de las palabras por el deseo de contarlo, Nemecsek desembuchó:

— ¡Horrible! i Algo espantoso! Sabéis...

— ¿Qué dices? — preguntó Boka—. Habla, venga...

— ¡Es para no creerlo! ¡No lo creeréis!

— ¡Pero habla!

— ¡Feri Ats! ¡Feri Ats ha estado aquí!

Los tres oficiales se pusieron tiesos y serios.

— ¡No es posible! — exclamó Gereb—. ¡No es verdad!

Nemecsek se puso la mano sobre el pecho:

— Juro que es verdad.

— No jures — dijo Boka y, para dar más autoridad a la orden, añadió—:

¡Ponte firme!

El rubio obedeció, pegando con los talones. Boka se le acercó y se puso de frente.

— Cuéntanos detenidamente cómo ha sucedido.

Nemecsek tragó saliva.

— Estaba dando una vuelta entre las pilas — dijo—, cuando vi al perro que escapó corriendo ladrando. Le sigo y me paro donde se para él, en la pila del medio. Siento unos ruidos que vienen de arriba y subo por la pila para ver quién estaba allá arriba. Llegado arriba, me encuentro con Feri Ats en camisa roja.

— ¿En la torre?

— Si, encima — Nemecsek iba a repetir de nuevo el juramento llevándose la mano al pecho, pero encontró la mirada de Boka y renunció a la idea—. Estaba allá arriba. Y se ha llevado la bandera.

— ¿Cómo? ¿La bandera? — repitió Csele apretando los dientes.

— Si, la ha cogido y se la ha llevado.

Detrás de Boka el grupo se acercó a las pilas con Nemecsek en retaguardia un poco por su cualidad de soldado y mucho por el miedo de que Feri Ats estuviera todavía allí, escondido en alguna parte y dispuesto a salir en cualquier momento. Ante la torre del centro se pararon los cuatro muchachos y miraron para arriba. Efectivamente, no estaba la bandera y faltaba incluso el asta.

Todos parecían un poco nerviosos, sólo Boka logró conservar su sangre fría. Se volvió a Csele y le dijo con voz tranquila:

— Pide a tu hermana que nos haga otra bandera para mañana.

— Bien — respondió Csele enfadado—, pero ya no tenemos tela verde.

Roja toda la que se quiera, pero se ha terminado la verde.

— ¿Tiene tela blanca? — preguntó Boka sin descomponerse.

— Sí, blanca sí.

— Pues bien, di a tu hermana que la haga blanca y roja, es la nueva bandera. De ahora en adelante nuestros colores serán blanco y rojo. ¿De acuerdo?

Todos estaban de acuerdo. El problema estaba resuelto.

— ¡Soldado Nemecsek! — llamó Gereb.

— ¡A las órdenes! — respondió el rubio.

— Haz la corrección en el estatuto: con esta fecha se determina que la bandera blanco— roja sustituye la bandera rojo— verde.

— Sí, señor.

Tras esta orden el teniente Gereb, al ver que el rubio permanecía firme, se atrevió a dar la orden:

— ¡Descanse!

Como buen soldado, Nemecsek obedeció.

Luego los cuatro muchachos escalaron la pila de madera hasta arriba y vieron que Feri Ats, no contento con robar la bandera, había roto el palo del asta. Estaban mirando el trozo de palo que había quedado, cuando, de la parte de la calle Pal, oyeron el grito convencional:

— ¡Aa—.h! ¡Aa—.h!

Csele miró hacia el rubio:

— ¡Soldado Nemecsekl

— A la orden, señor teniente.

— Responda.

— Sí, señor.

Con las manos unidas junto a la boca para hacer de megáfono el muchacho lanzó el grito convencional con su voz todavía infantil:

— ¡Aa—.h! ¡Aa—.h!

Bajaron los cuatro de la pila y se acercaron al campo. Donde encontraron reunido el grupo de compañeros, entre ellos Csonakos, Weisz, Kende, Kolnay. Todos al llegar Boka, su comandante, se pusieron firmes.

— Hola, muchachos — saludó Boka.

Kolnay se adelantó:

— Me permito decir — comenzó—  que, si hemos entrado en el campo, es porque la puerta estaba abierta. El estatuto prescribe que tiene que estar cerrada por dentro.

Boka miró a Csele y a Gereb, los cuales inmediatamente miraron a Nemecsek. El pobrecito, acostumbrado a hacer de chivo expiatorio, ya se había puesto la mano en el pecho para jurar que no había dejado la puerta abierta.

— ¿Quién de nosotros ha entrado el último? — preguntó el comandante dirigiéndose a los dos oficiales que habían venido con él.

Silencio absoluto: nadie había entrado el último. De repente la cara del soldado Nemecsek se iluminó. Ahora lo recordaba.

— El último ha sido el señor comandante.

Boka le miró sorprendido:

— ¿Yo?

— Sí, señor — afirmó el rubio.

Boka pensó un momento sobre el particular de la llegada.

— Es verdad — admitió—. He entrado el último y me he olvidado de cerrar la puerta. Teniente Gereb, escribid mi nombre en la libreta negra.

Gereb sacó del bolsillo una libreta con las pastas negras, la abrió, agarró el lapicero y puso con letras de molde: JANOS BOKA. Luego, para no olvidar el motivo de la infracción, añadió entre paréntesis:

Puerta.

El incidente causó un cierto efecto entre todos y atiró la simpatía gene) dI sobre Boka. El comandante era justo y leal, no había que añadir nada. Yla autocondena tan sincera pareció a los muchachos como un ejemplo de equidad y de carácter, un gesto digno de un antiguo romano, uno de esos hombres nobles que se encuentran muchas veces en las traducciones del latín. Había reconocido el error y había dado orden de anotarlo en la libreta negra, pero inmediatamente después miró con dureza a Kolnay, que había denunciado la infracción.

— Kolnay, deberías aprender a no charlar tanto y a tener el pico cerrado — dijo bruscamente—. Teniente Gereb, poned también el nombre del subteniente Kolnay, porque nuestro estatuto prohíbe dejar la puerta abierta, pero también hacer de espía.

Apareció de nuevo la libreta con las pastas negras y escribió el segundo nombre también con letras de molde. Un poco más atrás, retirado, Nemecsek no cabía dentro de él por la alegría, no le parecía verdad que ese día se hubiera escapado él. Boka, Kolnay y Nemecsek nada, al menos una vez. No había página de la libreta negra en la que no apareciera su nombre: Nemecsek, NEMECSEK, NEMECSEK siempre y sólo su nombre en todas las formas y medidas. Por orden de todos "Nemecsek" estaba todos los días. El sábado, cuando el tribunal se reunía para deliberar, el imputado era siempre uno y siempre el mismo y cada vez el único condenado: Nemecsek. Es natural: era el único soldado raso.

Desaparecida la libreta en el bolso de Gereb y cerrado el incidente "puerta" y "espía", el grupo que acababa de llegar fue informado sobre el ignominioso acontecimiento del día: Feri Ats, el jefe de los Camisas Rojas, había entrado traidora mente en el campo y con la temeridad y osadía que le caracterizaban había subido a la torre central y se había apoderado de la bandera. Todo el grupo cocía por la indignación de la afrenta sufrida y se apretaba alrededor de Nemecsek, que no se cansaba de repetir lo mismo, añadiendo cada vez algunos particulares inéditos.

— ¿Tú lo viste allá arriba? — preguntaba alguno.

— Sí — respondió el rubio con desenvoltura sin tener miedo a las trampas que le ponían.

— ¿Qué dijo?

— Dijo: "¡Sin miedo, Nemecsek!... "

Al llegar a este punto, el muchacho bajó la cabeza y tragó saliva.

Había dicho la verdad, ni siquiera una palabra que no fuese verdad.

Sin embargo, se daba cuenta que estaba sosteniendo exactamente lo contrario de lo que había sucedido. Al contar las palabras que le dirigiera Feri Ats, había dado a la frase una entonación ambigua, con lo que parecía que el jefe de los Camisas Rojas, al encontrarse ante el heroico soldado enemigo, todo audacia y dispuesto a la lucha, admirado por este desprecio del peligro le hubiese preguntado: "¿Sin miedo, Nemecsek?"

— ¿y tú no tenías miedo?

— ¿Yo? Ni siquiera un tanto así. Estaba encima e iba a subi: me al parapeto, cuando él, saltando por la otra parte, se bajó corno un rayo y escapó corno el viento.

En ese momento Gereb le echó una mirada de desprecio:

— ¡Mentiroso! ¿A quién se la vas a dar? Para que sepas, Feri Ats jamás escapa.

— Oye, Gereb, ¿qué te pasa? — intervino Boka mirando fijamente al amigo—. ¿Eres su defensor?

— ¡Qué defensor ni niño muerto! Subestimar demasiado al enemigo puede ser peligroso y si aquí se empieza a creer que Feri Ats se ha amedrentado a la vista de Nemecsek y ha echado a correr corno un conejo...

Echaron una carcajada: había que admitir que el hecho era inverosímil.

Durante un rato se rieron a costillas del pobre Nemecsek, que, humillado, se había deshinchado y no soltaba una palabra.

Por fin, Boka se puso en el centro y cerró el argumento:

— Ahora hay que hacer algo. Hoy tenemos en programa la elección del presidente y es mejor que votemos lo más pronto posible. Quien salga tendrá plenos poderes y todos tendrán que seguir, sin discutir, sus órdenes. Nos encontramos en una situación de emergencia y puede ser que se compliquen las cosas de tal manera, que la guerra sea inevitable. Es necesario, por tanto, tener un jefe que centre en sí todo poder y disponga de todos como en las guerras entre los países enemigos.

¡Soldado Nemecsek!

— A las órdenes, señor comandante — respondió desinflado el héroe del día.

— Prepara tantas papeletas cuantos hay aquí presentes y da una a cada uno — Boka se dirigió de nuevo a todo el grupo: —  Cada uno escribirá en la papeleta el nombre de quien crea más idóneo para ser presidente.

Las papeletas se doblarán y se meterán en una visera. Luego se hará el recuento. Quien obtenga más votos será el presidente.

La propuesta del comandante fue aprobada por unanimidad. Csonakos, como de costumbre, expresó su entusiasta adhesión con un par de silbidos, que hicieron arrugar la cara a los que estaban más cerca. Alguno rompió unas hojas de cuaderno para hacer las papeletas.

Un poco más allá dos muchachos discutían por el honor de usar su visera como huma. Eran Kolnay y Barabas, siempre los mismos, siempre estaban discutiendo. Kolnay sostenía que la visera de Barabas era nauseabunda por lo sucia que estaba, con un dedo de grasa por el borde. Barabas, admitiendo que su visera no era un fenómeno de frescura y no se parecía en nada a un capullo en flor, decía que al lado de la de Kolnay parecía recién salida de la tintorería. Si se exprimía bien la de Kolnay, se podía sacar grasa suficiente para engrasar todos los engranajes de la serrería. Terminaron pasando a las demostraciones prácticas y cada uno con una navaja sacaba la grasa de la visera del otro. Se pasaba el tiempo, era ya algo tarde y no se podía esperar el resultado de la prueba. Csele ofreció su elegante visera negra y todos la aceptaron. También Kolnay y Barabas cedieron en consideración de la enorme superioridad del tercer concurrente.

¿Quién se podía medir con Csele en cuestión de trajes y más aún con la visera?

Con sorpresa de todos Nemecsek, en vez de distribuir las papeletas, se aprovechó de lo extraordinario del día y de haber sido bastante tiempo el centro de interés del grupo para dejar oír su voz. Apretadas las papeletas en una mano, dio unos pasos, se puso firme y temblando empezó su exposición:

— Pido disculpas, señor comandante, pero quisiera advertir que no me parece justo que sea el único soldado raso, ya que, por ancianidad, hay varios como yo. Ellos, desde que hemos formado el grupo, han ascendido a oficiales y sólo yo no he tenido promoción alguna.

Por esto todos no hacen más que darme órdenes y yo tengo que hacer todo y... órdenes y castigos... sólo yo...

Cada vez se apagaba más la voz y dos lagrimones le bajaban por las mejillas.

— Mirad, está llorando — dijo Csele con tranquilidad—. Hay que echarlo.

Una voz del grupo gritó:

— ¡Vaya, música yagua! ¡Cambiad el babero al niño!

Se rieron todos a carcajadas, por lo que Nemecsek se sintió más avergonzado. Tenía el corazón hinchado, por lo que se desahogó.

— ¡Mirad la libreta negral — se quejó entre sollozos—. Siempre mi nombre, sólo mi nombre. Aquí soy como un perro.

— ¡Si no dejas de sollozar, no serás de los nuestros! — dijo Boka con su voz seca—. No queremos llorones.

La advertencia obtuvo su resultado: la perspectiva de no pertenecer al grupo de la calle PalIe dio tanto miedo a Nemecsek, que dejó casi inmediatamente de caer lágrimas. El comandante le dio una palmada en la espalda.

— Por ahora seguirás de soldado raso, pero, si te comportas bien, durante el mes de mayo tendrás también tú galones.

Los otros estaban de acuerdo: Nemecsek tenía que esperar, tenía que ganarse el grado. Pues si le hubieran hecho oficial, no habría nadie que recibiese órdenes, al que pudiese mandarse o cargar con las culpas. Y entonces se acababa el juego.

— Soldado Nemecsek, saque la punta al lapicero — pidió Gereb en tono autoritario.

El cacho de lápiz que Weisz tenía siempre en el bolsillo con las canicas estaba siempre sin punta. El pobre soldado raso, siempre firme, se puso a sacar punta mohíno con la cara todavía húmeda con las lágrimas. Echó toda la rabia con la cuchilla contra la pobre "Hardtmuth número dos", que no tenia culpa de sus desgracias.

— Tome, señor teniente.

y suspiró algo resignado: de momento tenía que renunciar a su promoción.

Se dieron las papeletas y cada uno, comprendiendo la seriedad e importancia de lo que estaba sucediendo, se apartó y escribió en secreto el voto. Luego el soldado raso retiró las papeletas, que metió en la visera de esele. Barabas, cuando Nemecsek pasó junto a él, le dio un codazo a Kolnay.

— Mira, también la tapadera de milord tiene grasa.

Kolnay, mientras metía su papeleta, observó la visera y se dio cuenta que era verdad. Así los dos eternos rivales estuvieron de acuerdo al menos en eso: porque, aunque la visera del tipo elegante estuviese sucia, no dejaba de estar asquerosa la de ellos. Sin embargo, se sentían rehabilitados.

Terminado de recoger las papeletas, Boka empezó a hacer el recuento. Sacaba una a una de la visera, leía en voz alta el nombre escrito, luego se las pasaba a Gereb para el control. Eran catorce.

— Janos Boka... Janos Boka... Janos Boka...

Luego, una vez:

— Deszo Gereb...

Los muchachos sabían que ése era el voto de Boka.

— Janos Boka... Janos Boka...

y luego:

— Deszo Gereb...

Esta vez los muchachos se miraron interrogativamente y oyeron por tercera vez el nombre de Gereb. Los otros votos eran todos para Boka: once para él y tres para Gereb.

Por primera vez Gereb se podía considerar rival de Boka y esto le produjo una viva satisfacción. Sonriente, algo confuso, miraba al vencedor con una expresión arrogante, mientras el neo— presidente se preguntaba desconcertado quién sería el partidario de Gereb. Uno de los tres votos era el suyo, de Boka, otro de Gereb. ¿Y el tercero? ¿Había alguien en el grupo que no estaba contento con él como jefe? Luego pensó que once votos significaban la unanimidad y se serenó.

— Me habéis escogido como presidente — dijo—. Os doy las gracias.

Aplausos unidos a un silbido de Csonakos. También Nemecsek, con los ojos todavía húmedos, aclamaba al nuevo elegido, porque quería a Boka.

El presidente pidió silencio: quería hablar.

—.s agradezco vuestro aplauso — añadió—, pero nos tenemos que ocupar de cosas importantes. No es necesario que os explique, porque ya sabéis lo que se está cociendo: los Camisas Rojas quieren apropiarse de nuestro campo. Ayer los dos Pasztor han quitado las canicas a Nemecsek de forma ignominiosa, hoy Feri Ats ha tenido la osadía de entrar en el campo y de robarnos nuestra bandera. No hay duda que más tarde o más temprano vendrán en masa y querrán echarnos.

Pero nosotros defenderemos nuestro campo.

— ¡Cierto! — gritó Csonakos—  ¡Viva nuestro campo!

Todos tiraron al aire sus viseras y gritaron con entusiasmo:

— ¡Viva nuestro campal ¡Viva!

y miraron alrededor contentos, miraron con expresión afectuosa la vasta extensión desnuda, la tapia semiderruida, las grandes pilas de madera iluminadas por el sol de primavera. Querían ese trozo de tierra y no lo habrían cedido nunca: lo defenderían con todas sus fuerzas e incluso con la sangre, si era necesario. Gritaban: "¡Viva nuestro campo!", y todavía más fuerte: "¡Viva nuestra patria!", porque aquello era su reino, su mundo. Amor, entusiasmo, fe brillaban en los ojos de los muchachos.

— ¡No, no nos echará nadie! — continuó Boka cuando consiguió silencio—  Antes que vengan ellos, iremos nosotros al Jardín Botánico.

En otras circunstancias los muchachos habrían considerado el proyecto como algo muy audaz, pero en ese momento de exaltación patriótica lo aceptaron sin más.

— ¡De acuerdo! — gritaron unidos—  ¡Iremos!

Incluso el pequeño Nemecsek, olvidando por el momento su condición de soldado raso, que le habría permitido al máximo, al seguir la expedición, cargarse a las espaldas los abrigos de los señores oficiales, gritó entusiasmado:

— ¡Si, iremos!

— ¡ Si, iremos! — repitió un eco extraño, bajo y ronco, como la voz de un borracho, que venía de la parte de las pilas de madera.

Todos se dieron media vuelta y vieron al checoslovaco, que les miraba riendo, con la pipa en la boca y el perro Héctor al lado. Los muchachos se echaron a reír y el viejo guardián tiró la gorra al aire y siguió gritando con su voz de embriagado:

— ¡Iremos! ¡SI, iremos!

. El argumento serio estaba zanjado, por lo que se podían poner a Jugar.

— Soldado Nemecsek, id al almacén y traed la pelota y las mazas— ordenó uno.

El "almacén" de los muchachos estaba bajo una pila de madera, una especie de agujero hecho escarbando debajo y apartando un poco la madera. Nemecsek se metió debajo arrastrándose, sacó la pelota y las mazas sin mirar al checoslovaco que le observaba riéndose. Se acercaron al guardián Barabas y Kolnay. Barabas le quitó la gorra de las manos y examinó con curiosidad la parte de denlro. Luego se la pasó a Kolnay, que a su vez la miró muy interesado. Si, no había ninguna duda: la gorra del viejo Jano no tenía rival: no podía haber otra más puerca.

Boka, mientras tanto, se habla acercado a Gereb:

— Has tenido tres votos, te felicito.

— Gracias — le respondió Gereb seco—. ¿No le disgusta esto? — miró a los ojos del presidente y puso una postura arrogante—  ¡Es un asco! — dijo entre dientes.

Capítulo III

Al día siguiente, al terminar la clase de taquigrafía, ya estaba preparado el plano para la proyectada visita al campo enemigo. A las cinco, cuando salían de la escuela, era bastante de día todavía. Pero ya estaban encendidas las luces de las calles. El grupo de la calle Pal, ese día algo reducido. se reunió a unos metros del gimnasio.

— Antes de atacar — dijo Boka—  tenemos que dar al enemigo una prueba de nuestra valentía, para que sepan que valemos tanto como ellos y no somos unos cobardes. Necesito dos voluntarios. dos tipos sin miedo para que me acompañen esta tarde al Jardín Botánico. Iremos a la isla, su lugar de reunión. y pegaremos a un árbol este mensaje.

Sacó de entre la chaqueta un trozo de cartón rojo en el que había escrito con grandes letras negras:

LOS MUCHACHOS DE LA CALLE PAL HAN ESTADO AQUÍ

Todos miraron entusiasmados el trozo de cartón. Repitiéndose uno a otro el texto y aprobándolo. Csonakos. que no seguía el curso de taquígrafIa. materia optativa. pero que esperó a los compañeros a la salida de la escuela para saber los últimos acontecimientos. observó:

— Habría que darles una lección más dura.

Boka movió la cabeza en sentido negativo:

— No. Nosotros somos guerreros leales y caballeros. respetarnos al enemigo, aunque no se lo merezca. No nos mancharemos las manos con actos como el de Feri Ats. que entró en nuestro campo a robarnos la bandera. Iremos a la isla del Jardín Botánico. lugar de reunión de los Camisas Rojas, para demostrarles que tenernos la osadía de hacerlo.

Pero no nos llevaremos nada, aunque pudiéramos. Nos limitaremos a dejar nuestra tarjeta de visita — e indicó el cartón rojo—. Lo pondremos en un sitio que lo vean bien, para que se enteren de nuestra visita y para darles una lección de elegancia.

— Ten en cuenta que ahora están todos allí — advirtió Csele pensativo—. Por la tarde creo que van a la isla a jugar a policías y ladrones. Estoy seguro.

— ¿Con eso qué? ¿Acaso Feri Ats no entró en nuestro campo?

— Pero nosotros no estábamos, estaba sólo Nemecsek.

— Esto no lo sabía él: podía habernos encontrado a todos. Si piensas que es una imprudencia, no vengas, no estás obligado. Quien tenga miedo se puede marchar.

Nadie tenía miedo. El pequeño Nemecsek, quizás para acumular méritos en vistas a una posible promoción, fue el primero que se adelantó:

— Cuenta conmigo.

A la salida de la escuela no estaba obligado a ponerse firme y podía dar de tú al presidente: las reglas militares venían observadas sólo cuando estaban en el campo, fuera no había ni superiores ni súbditos: los muchachos eran todos iguales.

— Voy yo también — dijo Csonakos.

— Pero con la obligación de no silbar — respondió Boka.

— Te prometo no silbar. Pero ni siquiera...

— No.

— De acuerdo. Si no puedo silbar en toda la tarde, déjame que me desahogue ahora.

— Silba lo que te dé la gana.

Esta vez Csonakos superó todas las marcas de tal forma, que los curiosos miraban para atrás entre extrañados y molestos.

— Ahora estoy mejor — dijo al terminar—. Por hoy, misión cumplida.

Boka se dirigió a Csele:

— ¿Tú no quieres venir?

El muchacho dejó caer los brazos:

— ¿Cómo? — dijo desolado—. Mi madre sabe que ahora termina la clase y si a las cinco y media no estoy en casa hay jaleo y luego no me deja salir por un montón de tiempo — una eventualidad de este tipo le metía miedo. No poder salir de casa sería el fin del mundo. Adiós campo, adiós amigos, adiós carrera militar, adiós todo. ¿Para qué le servía ser teniente, si luego tenía que quedarse en casa ?—. Ya sabes cómo es mi madre — añadió en tono amargo—, siempre con el reloj en la boca.

— Bueno, entonces es mejor que te marches a casa antes de que la terrible mariscal te mande en arresto — respondió Boka riendo.

— Irán conmigo Csonakos y Nemecsek. Nos veremos mañana por la mañana en la escuela y ya nos contaremos todo.

Se dieron la mano y el grupo se dividió. Al poco rato, Boka, como si le hubiera fulgurado una idea, llamó a Csele.

— ¿Y Gereb? ¿No ha venido a la clase de taquigrafía?

— No le he visto.

— ¿Por qué? No es el tipo que haga novillos. ¿Estará mal?

— No creo. Esta mañana estaba muy bien. A la salida de la escuela hemos ido corriendo juntos y estaba en forma.

Csele se fue y Boka se quedó un rato pensativo con la cabeza baja.

— ¡Qué raro! — susurró caminando lentamente con Csonakos y Nemecsek—. No lo entiendo.

No le gustaba nada lo que hacía Gereb desde algún tiempo. ¿Cómo se podía explicar su ausencia? Quizás no había pensado que Boka organizase ya para esa tarde una visita al campo enemigo. Sin embargo, él sabía muy bien que algo se estaba cociendo, que la situación era tensa y que había que estar unidos para decidir lo que fuera.

Quizás estaba enfermo y no había podido salir de casa: porque uno esté bien por la mañana no quiere decir que por la tarde no esté en la cama. Pero no había que olvidar tampoco cómo se había comportado últimamente. Su relación con Boka, la expresión con la que le miraba después de la elección, el tono... Se daba perfectamente cuenta que no podía ser un serio rival del neo-presidente, sabía que, mientras en el grupo de la calle Pal estuviese Boka, Gereb sería un segunda fi1a, nunca el jefe. ¿Por esto se comportaba así? ¿Tenía envidia? No, imposible...

Pero en realidad Gereb, dado que era impetuoso y temerario, no podía tener mucha simpatía a Boka, un tipo prudente y reflexivo, tranquilo, que prefería, mientras pudiera, vivir en paz. Gereb, como jefe del grupo, habría sido completamente distinto a Boka: con él habría cambiado todo, el campo, las reglas y sistemas, el espíritu, la vida del grupo.

— ¡Bueno! — suspiró Boka dejando a un lado esta preocupación.

Csonakos iba junto a él muy serio, casi afligido. Nemecsek, por el contrario, estaba feliz de participar en algo importante, él solo con el presidente y un oficial, parecla un rayo de luz algo excitado.

— ¡Nemecsek, un poco de seriedad! — le dijo Boka—. No pienses que nos vamos a divertir. Es algo peligroso. Piensa en los Pasztor.

Al oir ese nombre, cambió la expresión del rubio. ¡Los Pasztor!

Bastaba pensar en esos dos prepotentes para empezar a temblar. Feri Ats era también un tipo con el que no se podía jugar, autoritario y con una osadía felina. Se decía que le habían echado del Instituto Real por su carácter rebelde, que no aguantaba que le contradijera nadie.

Había algo más: Feri Ats fascinaba, tenía algo de noble y, aunque fuera enemigo, atiraba su simpatía. Todo lo contrario que los dos Pasztor: tenían una cara como si les debieran algo, con la cabeza siempre gacha, la mirada perdida, haciendo siempre salvajadas. Nunca se reían, al menos nadie les había visto. Quizás todo esto era simplemente para parecer como duros, pero se comportaban como tales. Era mejor estar siempre lejos de ellos.

Los tres muchachos recorrieron en poco tiempo la larga calle Ulloi, aunque estaban algo preocupados porque se hacía de noche.

Estaban acostumbrados a salir después de comer y estar por ahí dos o tres horas, luego volvían a casa y se ponían a estudiar. Por la noche nunca estaban por la calle.

Siguieron en silencio uno junto al otro durante un cuarto de hora, ahora iban a flanquear la tapia del Jardín Botánico, del que se levantaban como negros tentáculos de monstruos ramas retorcidas de grandes árboles, muchos todavía sin hojas. Llegaba el intermitente agitarse de las hojas movidas por el viento desde el parque sumergido en la oscuridad de la noche, apenas rota por la blanda luz de las farolas de la calle. El lugar no era nada agradable, tenía algo de misterioso, incluso espectral, que sugería a los muchachos la idea del cementerio.

Idea poco alegre para seguir adelante.

La puerta estaba cerrada y también el portón de hierro sujetado con unos barrotes y por el que no se podía ver nada de dentro. Pegando a la puerta, una campana. Nemecsek echó la mano, pero Boka lo agarró.

— ¿Estás loco? ¿Quieres tocar la campana? — Boka no sabía si echarse a reir o darle dos bofetadas por ese acto de inconsciencia—.

Hemos venido para una misión secreta y tú vas a tocar la campana.

As!, adiós todo, porque nos agarrarían en seguida. ¿Piensas quizás que al oír la campana nos abrirán la puerta y nos recibirán con todos los honores? ¡Por aquí!” Nos harían entrar, pero a patadas.

— Entonces, ¿qué hacemos? — preguntó desconcertado el rubio.

Boka indicó con la cabeza la tapia.

— ¿Saltando la tapia?

— Si.

— Nos verá la gente que pasa por la calle.

— No saltaremos por aquí — explicó Boka—. Damos la vuelta: por la otra parte, la que da a la calleja, no hay tapia, sino empalizada. Y en la calleja no hay nunca nadie.

Siguieron por la calle hasta el final de la tapia y se metieron por una callejuela oscura, yendo hasta donde no llegaba la luz de las farolas.

Se pararon al llegar a una acacia que salía de dentro.

— Este — dijo Boka—  es el mejor sitio. Una vez superada la empalizada, nos será fácil entrar en la otra parte bajando por el tronco. Además, desde el árbol podremos inspeccionar la zona y ver dónde están los Camisas Rojas.

Los otros dos estaban de acuerdo. Csonakos, sin pensarlo, apoyó la espalda en la empalizada y unió las manos por delante, haciendo una especie de estribo, un banzo, que permitió a Boka subir con facilidad a los hombros.

— ¿Ves a alguien?

Boka hizo una señal que no.

— ¡Empújalo! — insinuó Nemecsek a Csonakos.

Inmediatamente Boka se agarró a la rama más baja de la acacia, poniéndose encima de la empalizada, que crujió bajo sus pies.

— ¡Salta a la otra parte! — indicó Csonakos.

Todavia algún crujido y luego un ruido amortiguado: Boka había caído sobre unas plantas de legumbres. Un momento con las orejas tiesas y le tocó la vez a Nemecsek, que cayó también encima de las legumbres. Csonakos, por el contrario, antes de meterse dentro, subió a las ramas más altas de la acacia. No era un chico de ciudad como los otros, él había venido de un pueblo y allí había aprendido de niño a escalar por los árboles.

— ¿Qué ves? — preguntó bajito Boka.

Desde la copa del árbol Csonakos respondió en voz baja:

— Está todo tan oscuro... que no veo nada.

— ¿Ves la isla?

— Sí, ésa se ve.

— Tendrían que estar alll. Mira a ver si hay alguien.

Se veía a Csonakos asomarse entre las ramas observando la oscuridad en dirección al lago:

— No puedo ver lo que hay en la isla — dijo el muchacho poniéndose de puntillas sobre una rama—. Hay muchos árboles y no me dejan ver. Espera... me parece que hay alguien en el puente — subió a la última rama, muy fina, pero que podía con él—. Ahora lo veo bien. En el puente hay dos tipos.

— Son dos centinelas — explicó Boka en voz baja—. ¡Baja!

Se oyeron los ruidos de las hojas y Csonakos se bajó del árbol. Los tres compañeros se agazaparon tras un árbol y tuvieron consejo sobre lo que se podía hacer.

— Lo mejor — empezó Boka—  es ir entre los árboles hasta las ruinas del castillo. Ya sabéis que hay unas ruinas a la derecha, junto a la colina.

Los otros dos lo admitieron con la cabeza: conocían el punto.

— Se puede llegar fácilmente, pero hay que tener prudencia: siempre cubiertos, caminar casi a cuatro patas. Una vez que hayamos llegado, uno subirá a lo alto para explorar el campo y, si ve vía libre, hará señas para que subamos. Bajaremos los tres por la otra parte de la colina hasta la orilla del lago y nos esconderemos entre las cañas.

Allí determinaremos lo que se debe hacer.

Csonakos y Nemecsek miraron a su fenomenal jefe con ojos de admiración. Tomaban todas sus palabras como verdades de fe.

— ¿De acuerdo?

— De acuerdo — respondieron Csonakos y Nemecsek.

— Vamos, seguidme: conozco muy bien el camino.

Boka se movió a cuatro patas por las legumbres y nada más moverse los otros dos llegó de la parte de la isla un silbido largo y agudo.

— ¡Nos han visto! — dijo Nemecsek poniéndose de pie.

— ¡Tírate al suelo! — ordenó Boka.

Los dos obedecieron, echándose al suelo sobre la hierba. Se quedaron así, conteniendo la respiración, por unos minutos, preguntándose ansiosamente si el enemigo les habría descubierto. Pero pasaba el tiempo y no sucedía nada, no se veía a nadie. En el gran silencio no se oía nada más que el leve silbido del viento y el susurrar de las hojas.

— No, ha sido una falsa alarma — dijo Boka.

Pero en ese momento les llegó un segundo silbido más agudo. Los muchachos se quedaron pegados. Luego, Nemecsek, temblando de miedo, insinuó:

— Hay que subir otra vez al árbol para echar una ojeada...

— Sí, tienes razón — respondió Boka—. Vete, Csonakos.

En un santiamén el muchacho se subió a la acacia.

— ¿Qué ves?

— Hay gente en el puente, ahora hay cuatro... Pero, ¿qué hacen?

Ahora dos se han puesto uno a cada lado del puente y los otros dos se van para la isla...

— He entendido. Bueno, baja. Los silbidos eran la señal del cambio de guardia.

Csonakos se bajó de la acacia y los tres muchachos se marcharon casi a gatas hacia las ruinas del castillo.

A esas horas el Jardín Botánico estaba sumergido en el silencio y no había nadie. Quien se encontraba dentro del jardín habla entrado de forma abusiva, saltando la tapia y, por tanto, no era alguien que le interesaba la botánica: un grupo de muchachos, que todos los días, regular aunque ilícitamente, entraba en la isla y la hacía teatro de sus juegos, y tres sombras silenciosas que se arrastraban de un árbol a otro con un plan de batalla en la cabeza, conocedores del riesgo al que se exponían y de la importancia de su misión.

Para decir todo, tenían cierto miedo, cosa, por otra parte, muy natural. Aventurarse en la oscuridad del Jardín Botánico a entrar en la guarida del enemigo, situada en una isla en medio de un lago y con el único puente vigilado por centinelas, no era una broma. Se requería mucha osadía para esta empresa. Los centinelas estaban allí atentos a todo: podrían oír un rumor, ver una sombra... ¿Y si los guardias del puente eran los dos Pasztor?

Nemecsek unió el pensamiento de los dos hermanos al de las canicas, sus canicas coloradas, entre ellas algunas de cristal, que le habían quitado. ¡Pensar que había ganado, que las canicas eran suyas! ¡Qué rabia por esos dos ladrones con su einstand!

— ¡Ay!

Boka y Csonakos se pararon de repente.

— ¿Qué te pasa?

Nemecsek, de rodillas en la hierba, estaba chupándose un dedo.

— Pero, ¿qué te pasa? ¿Quieres que nos oigan?

— He metido la mano entre ortigas — explicó el rubio sin quitar el dedo de la boca.

— Chupa, con la saliva se pasa el picor — dijo Csonakos envolviéndose prudentemente la mano en el pañuelo antes de fijarla en el suelo para continuar el camino.

Siguiendo a gatas, los tres amigos llegaron a la colina, junto a la cual se levantaban las ruinas de un castillo medieval. Habla sido recientemente reconstruido, imitando las ruinas que se encontraban en los antiguos parques. Los constructores se habían preocupado de todo tipo de particulares, tanto que no faltaban ni siquiera penachos de grama ni bandejas de musgo en las piedras.

— ¡Las ruinas! — dijo Boka metiéndose entre un muro semiderruido—. Tened los ojos bien abiertos, porque los Camisas Rojas vienen aquí muy a menudo.

— ¿Qué castillo es éste? — preguntó Csonakos—. Nunca he oído hablar de él. ¿Por qué no dice nada el libro de Historia?

— Porque no había ningún castillo aquí — explicó Boka—. Son ruinas falsas.

— Lo que no entiendo es que, una vez que se han puesto, por qué no han construido un castillo — observó Nemecsek—. En medio siglo se habría caído y habrían tenido las ruinas que buscaban.

— ¡Ríete, ríete! — le advirtió Boka—. ¡Verás las ganas que tendrás de reír cuando te miren los ojos de basilisco de los hermanos Pasztor!

Nemecsek hizo una mueca rara. Por naturaleza él se olvidaba con facilidad del peligro: había que recordárselo continuamente.

Empezaron a subir, agarrándose a las ramas de saúco y a las piedras.

Csonakos, que iba en cabeza. de repente se paró y se quedó a gatas. Levantó la mano derecha, se volvió y dijo con voz de alarma:

— Oigo pasos.

Se metieron entre unos arbolitos, tirándose en el suelo, con los ojos que brillaban en la oscuridad. Estaban alerta.

— Pega el oído al suelo, Csonakos — ordenó Boka—. Los indios hacen así para saber si alguien se acerca.

Csonakos obedeció. Se puso de lado y apretó el oído contra el suelo en un lugar que no había hierba. En seguida levantó la cabeza.

— ¡Vienen! — dijo con miedo.

Ahora, sin el sistema de los pieles rojas, se oía mover algo.

Alguien, que podía ser un animal, venia hacia ellos. Los muchachos escondieron la cabeza entre la hierba. Sólo Nemecsek dijo con voz llorosa:

— ¡Yo quisiera estar en casa!

Csonakos, sin perder el buen humor, le aconsejó:

— ¡Estírate lo que puedas, muchacho!

Pero Nemecsek no parecía encontrar fuerzas, por lo que Boka levantó la cabeza y, un poco irritado, ordenó seriamente, pero en voz baja:

— ¡A tierra, soldado Nemecsek!

Había que obedecer las órdenes del comandante y Nemecsek se echó inmediatamente boca abajo. Se oía aún el ruido de pasos, pero el ser misterioso parecía que había cambiado de dirección. Boka levantó la cabeza y vio una figura negra que bajaba por la pendiente de la colina revolviendo entre los matorrales con un bastón.

— ¡Se marcha! Menos mal — dijo a los compañeros respirando—.

Debe ser el guardián.

Nemecsek abrió dos ojos así:

— ¿Uno de los Camisas Rojas?

— ¿Estás sordo o tienes miedo? El guardián del Jardín Botánico.

El rubio respiró profundamente. No tenía miedo de las personas adultas, menos si era el guardián del Jardín Botánico, un viejecillo con una nariz roja, que, en sus tiempos jóvenes, habla sido un buen soldado. Volvieron a arrastrarse por el suelo, pero vieron que el guardián se habla parado escuchando algo, quizás se habla dado cuenta de su presencia.

— ¡Nos ha oído! — dijo Nemecsek, y miró a Boka, esperando las órdenes.

— ¡Al castillo, de prisa! — dijo el comandante.

Echaron a correr por la pendiente que poco antes hablan subido con tanto cuidado y se acercaron a una ventana ojival del castillo, dándose cuenta que estaba cerrada con un portón. Fueron a otra y lo mismo. Por fin, un poco más adelante, encontraron una brecha en la pared, lo suficientemente grande para permitirles entrar. Se colaron y se escondieron en la oscuridad conteniendo la respiración. Vieron pasar la sombra del guardián ante las ventanas, que se alejaba, y pensaron que el hombre iba hacia la entrada del jardín, por la puerta de la calle Ulloi, donde tenía su casita.

— ¡Menos mal que también esto se ha pasado! — exclamó Csonakos.

Miraron alrededor en esa caverna oscura en la que hablan entrado. El aire húmedo olla a moho y a bodega, como si estuvieran en los sótanos de un castillo. Caminando a oscuras, Boka tropezó en la oscuridad con algo, por lo que se agachó a cogerlo. Los otros dos estaban cerca y vieron a la débil luz que entraba por las ventanas góticas que era un tomahawk, la guadaña de guerra de los pieles rojas como venia descrita en los libros de aventuras, con la única diferencia que ésta era toda de madera con la parte de arriba, lo que deberla ser de hierro, envuelta en papel de plata reluciente, que brillaba mucho en la oscuridad.

— Armas del enemigo — dijo Nemecsek con cierto respeto.

— Si — respondió Boka—. Si hay esto, tiene que haber otras cosas.

Los tres se pusieron a rebuscar por todos los sitios y encontraron otras siete. Sin duda hablan encontrado el depósito de las armas de los Camisas Rojas, su arsenal secreto. El primer pensamiento de Csonakos fue coger las ocho guadañas y llevárselas como botín de guerra.

— Ni hablar — dijo Boka—. No tocaremos nada. Sería un robo.

Csonakos se sintió humillado por haber tenido esa idea deshonesta.

— ¡Te has quedado de piedra, viejo amigo! — le pinchó Nemecsek.

Iba a añadir algo, pero recibió un codazo de Boka y se calló.

— No perdamos tiempo — dijo el comandante—. Bajemos la colina, no quiero llegar a la isla cuando no haya nadie.

La propuesta encendió en los otros dos el deseo y la embriaguez de la aventura. Tiraron las guadañas, desordenadamente, para que el enemigo supiera que hablan estado allí, salieron por la hendidura y subieron corriendo a la cima de la colina desde donde se vela gran parte del jardín. Se pararon un poco y miraron alrededor. Boka sacó del bolsillo un trozo de papel de periódico, que envolvía un binóculo de madreperla.

— Es el que usa en el teatro la hermana de Csele — explicó mientras se lo ponla delante de los ojos y miraba en dirección a la isla.

A simple vista se vela perfectamente la isla, rodeada por el lago con tantas cañas y plantas acuáticas. Entre las hojas de los árboles y de los arbustos les impresionó un punto luminoso y oscilante.

— Están allí — dijo Csonakos intranquilo.

Nemecsek estaba fascinado por ese punto luminoso.

— ¡Tienen hasta un farol! — dijo con admiración.

El punto luminoso se movía continuamente, manteniéndose detrás de un árbol y volviendo a aparecer de nuevo. Posiblemente alguien daba una vuelta por la isla llevando en mano el farol.

— Reconocimiento nocturno — dijo Boka observando la maniobra, pero sin quitar los ojos del binóculo—. Quizás lo hacen todas las noches o nos están preparando algo...

Csonakos miró al jefe de la expedición, que habla cortado la frase a la mitad:

— ¿Con esto?

— ¡Dios mío! — dijo Boka—. El que lleva el farol...

— ¿El que lleva el farol? — le preguntó Csonakos.

— Me parece... ¡No, imposible! — Boka se subió más arriba para ver mejor, pero en ese momento desapareció la luz entre las plantas—. ¡Bah, buenas noches! — dijo, bajando el binóculo—. No se ve nada.

— ¿Quién era? — insistió Csonakos.

— No estoy seguro. Por un momento me ha parecido reconocerlo, pero ha desaparecido en seguida... No lo puedo decir, si no estoy seguro.

Csonakos le miró interrogante:

— ¿Es uno de los nuestros?

— Me ha parecido — dijo serio y triste el presidente—. Espero que no haya visto bien.

— Si has visto bien, sería una traición — se destapó Csonakos olvidando por la indignación que le podía oír el enemigo.

— ¡Cállate! — le advirtió Boka—. Ahora iremos a la isla y sabremos la verdad. Ten un poco de paciencia.

Ahora les empujaba adelante además las ganas de saber lo que Boka no había querido decirles. ¿A quién se parecía el muchacho con la linterna? Csonakos y Nemecsek intentaban sacar a su presidente algún dato para saber quién podía ser. ¿Alto o bajo? ¿Un subteniente? ¿Rubio o moreno? Boka no respondía nada y, cuando empezaron a decir nombres, les ordenó que se callaran, haciéndoles notar que no se podía sospechar de nadie sin más.

Bajaron corriendo la colina y siguieron hacia el lago a cuatro patas. Estaban tan nerviosos, que no se preocupaban de evitar los espinos, las ortigas, ni las piedras puntiagudas que habla entre la hierba. Siguieron rápidos y en silencio hasta la orilla del lago. Los juncos y las cañas eran tan altos, que se pusieron de pie sin que les pudiera ver nadie.

Boka dio las órdenes:

— A la orilla, en algún sitio, tiene que haber una barca. Yo y Nemecsek vamos por esta parte y tú por la otra. El primero que la encuentre se para y espera.

A los pocos pasos vieron que flotaba entre unas cañas.

— Esperamos a Csonakos — dijo Boka a Nemecsek.

Se sentaron en la orilla mirando al cielo punteado con alguna estrella, luego se pusieron a escuchar esperando captar alguna voz proveniente de la isla.

— ¡Pongamos el oído en el suelo! — propuso Nemecsek creyendo haber descubierto algo.

Boka no aceptó la sugerencia.

— No vale cuando hay agua por medio — explicó en tono de lección—.

Más bien podríamos oír algo si pusiéramos el oído sobre la superficie del lago. He visto a pescadores del Danubio hablar de una orilla a la otra con este sistema. Por la noche el agua transmite los sonidos muy bien.

Apoyaron los dos el oído en el agua del lago y no oyeron nada más que algunos murmullos sin distinguir una palabra. Llegó Csonakos.

— No hay barca — anunció desilusionado.

— No te desanimes, viejo amigo — le respondió Nemecsek—. La hemos encontrado nosotros.

Bajaron a la orilla, cruzaron las cañas hasta la pequeña embarcación.

— ¿Nos montamos? — preguntó Nemecsek.

— No, aquí no — decidió Boka—. Estamos muy cerca del puente.

Empujemos la barca hasta la parte opuesta, pues, si los centinelas se dan cuenta, tendrán que dar toda la vuelta para cogernos y mientras tanto nos habremos escapado.

El tener presentes tantos pormenores hizo un efecto fabuloso sobre los otros dos, que se sintieron más animados al saber que les guiaba una cabeza privilegiada.

— ¿Tenéis un cordel? — preguntó el genial estratega.

Naturalmente Csonakos tenía. En sus bolsillos había de todo y unas cosas tan raras que habría dejado pequeña una tienda árabe.

Cordel, navaja, hebillas, clavos, una manilla, un destornillador, trapos, libreta, sacacorchos, un cacho de lapicero, ligas y un montón de cosas más. Boka ató el cordel a una anilla a proa de la barca y los tres tiraron de ella, yendo despacio, con prudencia hacia la parte opuesta de la isla. Al llegar al punto fijado, cuando iban a subir a bordo, oyeron el mismo silbido que habían oído antes. Sabían que se trataba de la señal para el cambio de guardia y no se impresionaron. Habían perdido algo de miedo, dado que estaban a punto de alcanzar lo que se habían propuesto. Como sucede a los verdaderos soldados en campo de batalla: hasta que no se enfrentan con el enemigo se sobresaltan por una sombra o un ruido estúpido, que a veces es fruto de su imaginación en estado de alarma, pero cuando las primeras balas silban por encima de sus cabezas ya no piensan en el peligro y se lanzan al combate.

Boka se montó en la barca y le siguió Csonakos, mientras Nemecsek tardaba algo al tener los pies metidos en el cieno de la orilla.

— Venga, viejo, no tengas miedo... — le animaba Csonakos.

— Ya voy…

— Date prisa. ¿Qué esperas?

El rubio tuvo un momento de duda, luego dio un paso adelante.

Un paso y un resbalón. Intentó ponerse de pie agarrándose a una caña, no aguantó el peso y se partió. Un segundo después, sin darse cuenta de lo que estaba sucediendo y sin dar un grito, el pobre soldado raso se había metido hasta el cuello. Menos mal que en ese punto no cubría mucho. Nemecsek se levantó empapado y enfangado y se fue hacia sus compañeros sacudiéndose como un perro. Con la caña entre las manos y unas hojas de una planta acuática en la camisa parecía divertido, por lo que Csonakos se echó a reír.

— Te has pegado un buen trago, ¿eh?

— No he bebido nada — respondió el rubio agarrándose a la barca y subiéndose a bordo. Intentaba aparentar desenvuelto, pero estaba pálido y había tenido miedo—. Nunca había pensado que me daría un baño esta noche — añadió.

No había tiempo que perder.

Boka y Csonakos agarraron los remos y separaron la barca de la orilla. La barca resbaló lentamente y movió a su alrededor las aguas del lago que los remos hend1an sin ruido. Era tal el silencio, que se oía perfectamente el ruido de los dientes del pequeño Nemecsek. Al poco tiempo la barca tocó la orilla de la isla, los muchachos se bajaron rápidamente y se escondieron tras unos arbustos.

— Todo ha salido bien hasta aquí — observó Boka arrastrándose por la orilla en pendiente. Se paró de repente y se volvió—. Olvidaba que no podemos dejar la barca descubierta. Si la encuentran, estamos cogidos, pues en el puente están los centinelas. Csonakos, te quedarás tú a cuidar la barca. Si te das cuenta que la descubren, te metes los dedos en la boca y das un silbido. Volveremos en seguida, subiremos a bordo y escaparemos. Estate preparado con los remos para escapar nada más que estemos a bordo.

Csonakos no objetó nada y agachado volvió a la orilla del lago, cerca de la barca. Ya pregustaba la alegría de exhibirse en uno de sus famosos silbidos y casi deseaba que tuviera que hacerlo.

Boka seguía a cuatro patas con el pequeño Nemecsek a sus espaldas, como un leopardo con su cría de paseo por el bosque. Llegados a los matorrales más altos, puesto que estaban tapados, se pusieron de pie y caminaron de prisa hasta que se acercaron a un punto en que la vegetación era muy abundante. Entonces, separando con cuidado las ramas, pudieron ver el centro de la isla, donde estaba reunido el grupo de los Camisas Rojas. Con el corazón a cien, el pequeño Nemecsek se pegó a su comandante.

— Estáte quieto — le dijo Boka con la tranquilidad acostumbrada.

En medio de la explanada habla una piedra bastante grande encima de la cual hablan apoyado el farol y alrededor estaban reunidos los enemigos de los muchachos de la calle Pal, todos con camisa roja.

No todos: junto a Feri Ats estaban los dos Pasztor y pegando al más pequeño de los terribles hermanos habla uno que no tenía camisa roja.

Nemecsek temblaba como una hoja sacudida por el viento.

— ¿Ves...? — dijo con un bisbiseo ronco y sofocado. Luego sacó un poco de voz—. ¿Lo ves? — preguntó.

— Lo veo — respondió Boka consternado.

El muchacho sin camisa roja era Gereb.

Luego no se habla equivocado cuando habla creído ver en el que tenía el farol a uno de ellos, a uno de la calle Palo Era Gereb, el teniente Gereb. La expedición daba los primeros resultados imprevistos. Los dos muchachos escondidos entre los matorrales se quedaron mirando al grupo de los enemigos con mucha atención. La luz del farol iluminaba todo el grupo, entre los que se distinguían por su estatura los dos Pasztor. Todos estaban callados escuchando a Gereb, que hablaba bajo, y de su atención, de la forma como estaban inclinados hacia él, se daba uno cuenta que estaba diciendo algo importante. En el silencio deljard1n los dos muchachos de la calle Pal pudieron oír la voz de su compañero que decía:

— Se puede entrar en el campo por dos sitios, pero la puerta que da a la calle Pal está siempre cerrada, trancada por dentro, porque así son las órdenes y quien la deja abierta viene castigado. Pasar por ahí es casi imposible. La otra puerta da a la calle María: es la entrada a la serrería y, al menos durante el día, está siempre abierta. Por allí es fácil entrar y, pasando entre las pilas de madera, llegar al campo.

Algunas pilas están con torretas...

— Lo sé — interrumpió Feri Ats con voz profunda y autoritaria, tanto que se estremecieron los dos muchachos de la calle Pal.

— Me habla olvidado que hablas estado allí y lo hablas visto — dijo Gereb. Y añadió— : Hay unas torretas en las que están los centinelas para dar el alarma si ven acercarse a alguien que no sea del grupo de la calle Palo Intentar pasar por allí es muy peligroso y no os lo aconsejo.

Los Camisas Rojas estaban proyectando la invasión del campo.

— La mejor solución — continuó Gereb—  es que me digáis el día que queréis ocupar el campo. Llegaré el último y, en vez de cerrar la puerta, la dejo abierta.

— Bien — dijo Feri Ats—. Haremos así. Por nada de este mundo caería tan bajo de invadir el campo cuando no hubiera nadie. Nos apropiaremos de él respetando las reglas de la batalla, o sea combatiendo.

Si los de la calle Pal se defienden y nos echan, mejor para ellos: se quedarán con su campo y nos retiraremos. Si no consiguen echarnos, el campo será nuestro y podremos colocar nuestra bandera roja.

Vosotros sabéis que no queremos conquistar este campo, porque estemos contra los de la calle Pal...

Uno de los Pasztor siguió el discurso cortado por su jefe:

— Lo hacemos, porque necesitamos ese campo — dijo—. Aqul dentro de poco estará todo lleno de hierba y de flores y no podremos jugar ni al balón ni al tenis. En la calle Eszterhazy cada vez que tenemos que proporcionarnos un poco de espacio hay que andar a bofetadas.

Tenemos una necesidad urgente de un campo para jugar.

Hablan decidido la guerra por los mismos motivos por los que luchan los verdaderos soldados. Los rusos tenían necesidad de mar e hicieron la guerra a los japoneses. Los Camisas Rojas tenían necesidad de un campo para jugar y, dado que no podían conseguirlo de otra forma, iban a conquistarlo con las armas.

— Estamos de acuerdo — concluyó Feri Ats, jefe de los Camisas Rojas dirigiéndose a Gereb—. El día establecido tú dejas abierta la puerta que da a la calle Pal.

— SI — dijo Gereb—, de acuerdo.

Nemecsek sentla el corazón lleno de amargura. Estaba triste con su ropa empapada y miraba con los ojos abiertos a los Camisas Rojas sentados alrededor del farol y junto al traidor. Gereb, el teniente Gereb, el amigo, el superior que él habla respetado hasta hace poco. Y habla dicho "si", habla confirmado su traición. "Si, de acuerdo". Se habla comprometido a traicionar a los compañeros, el campo, la patria. Ese pensamiento era tan horrendo, que Nemecsek se agarró a Boka y explotó en un llanto entre sollozos.

— ¡Señor presidente! ¡Señor presidente! ¡Señor presidente! — repetía con la voz cortada por los sollozos.

Boka lo alejó con cierto cariño.

— ¿Por qué lloras? No vale la pena.

También él, sin embargo, sentía un nudo en la garganta, porque la traición de Gereb era algo horrible, atroz.

De repente, a una orden del jefe, los Camisas Rojas se pusieron de pie.

— Nos vamos — dijo Feri Ats—. ¿Habéis cogido las armas?

El grupo levantó las largas lanzas de madera con la punta plateada y una pequeña bandera roja triangular atada debajo de lo que tendría que haber sido de hierro.

— Si, comandante.

— ¡Adelante! — dijo Feri Ats—. Colocadlas entre los matorrales en forma de pirámide.

Con el jefe en cabeza, el grupo de los Camisas Rojas se fue hacia el interior de la isla y Gereb lo siguió. La explanada iluminada por el farol encima de la piedra se quedó desierta, mientras el pisoteo de los muchachos cada vez era más distante.

— Ahora — dijo Boka sacando de debajo de la chaqueta el cartón rojo al que había metido ya una punta—. Tú quédate aquí y espérame, vuelvo en seguida.

Separó las ramas de un matorral y llegó a la explanada, donde antes estaban sentados en círculo los Camisas Rojas. Se fue derecho al árbol grande, que, como un sombrero, extendía sus ramas y cubría casi todo el espacio, mientras Nemecsek, inmóvil en su sitio, seguía todos los movimientos conteniendo la respiración. Colocó el cartel en el tronco, bien a la vista. Se acercó a la piedra, abrió una puertecita del farol y lo apagó.

En la oscuridad Nemecsek perdió de vista a su comandante, pero, antes de que sus ojos se hubieran acostumbrado a la oscuridad, Boka había vuelto y lo agarró por un brazo.

— Soy yo — le dijo—. Todo bien. Ahora ven conmigo, Nemecsek, y corre todo lo que puedas.

Echaron a correr hacia la orilla.

Al darse cuenta Csonakos que llegaban los compañeros, saltó sobre la barca, fijó un remo en la orilla y se preparó para salir de prisa.

En un instante los otros dos estuvieron a bordo.

— ¡De prisa! — ordenó Boka.

Csonakos apretó con toda su fuerza el remo contra la tierra, pero la barca, más de la mitad todavía en terreno seco, no se movía. Había que bajarse y empujar la proa para meterla en el agua. Y había que hacerlo en seguida porque ya llegaba algún rumor de voces desde la cercana explanada y el enemigo no habría tardado en salir en su búsqueda.

Los Camisas Rojas habían vuelto de su arsenal, donde habían dejado las armas. Al encontrarse a oscuras, al principio supusieron que una ráfaga de viento había apagado el farol, pero Feri Ats se dio cuenta en seguida que la puertecita estaba abierta.

— ¡Aquí hay alguien! — gritó con su voz fuerte, y se oyó en toda la isla, llegando incluso a oídos de los tres muchachos que se esforzaban por sacar la barca de la orilla.

Encendieron el farol y vieron el cartón rojo clavado al tronco del árbol.

LOS MUCHACHOS DE LA CALLE PAL HAN ESTADO AQUÍ

En el grupo de los Camisas Rojas se intercambiaron miradas de estupor. Feri Ats gritó:

— Si han estado aquí, no se han podido marchar.

Dio un silbido y acudieron los centinelas, dejando el puesto del puente. A la pregunta del jefe respondieron que no, no era posible que uno hubiera pasado por el puente sin que ellos no lo hubieran visto. Y no habían visto a nadie.

— Entonces han cogido la barca — dijo el más pequeño de los Pasztor.

Los tres muchachos de la calle Pal, todavía trabajando para desencallar la barca, oyeron casi temblando la orden de Feri Ats:

— ¡Al lago!

En ese instante Csonakos consiguió meter la barca en el agua y saltó inmediatamente a bordo de la misma. Seis manos agarraron los remos y seis brazos enrobustecidos por el miedo empezaron a vogar hacia la orilla.

El aire oscuro de la tarde se llenaba con las órdenes de Feri Ats:

— ¡Wendauer, súbete al árbol! ¡Vosotros, Pasztor, pasad el puente y seguid por la derecha y por la izquierda, alrededor de toda la orilla!

Estaban circundados. Antes de que ellos hubiesen llegado a la orilla, los Pasztor, buenos corredores, habrían dado la vuelta al lago y entonces ya no habrían podido escaparse. Aunque llegasen a la orilla antes que los Pasztor, el vigía de la copa del árbol les habría visto.

Apenas habla llegado la barca a la orilla, el vigía desde lo alto del árbol dio la alarma:

— ¡Allí están! ¡Llegan a la orilla en este momento!

y la voz del jefe:

— ¡Todos detrás de ellos! ¡Agarradlos!

Los tres de la calle Pal habían tocado tierra y ahora corrían como locos por el jardín envuelto en la sombra.

— Si nos alcanzan, estamos perdidos — dijo Boka jadeante, pero sin dejar de correr.

Corrlan entre arbustos y plantas, por los pasillos y entre los viveros.

Boka iba delante abriendo camino y los otros dos le seguían. A un cierto punto se vio en la oscuridad un reflejo de cristales.

— ¡Al invernadero! —.rdenó Boka con la lengua fuera, tirando a la izquierda.

La puerta, por suerte, estaba abierta: entraron los tres muchachos y se echaron en un montón de cedros pequeños.

Silencio. No llegaba ninguna voz fuerte, ningún ruido, como si los perseguidores hubieran perdido las huellas.

Los tres muchachos se sentaron para descansar un poco, mientras miraban alrededor de ese extraño lugar. Por el techo y las paredes de cristal entraba el reflejo del pálido fulgor de la ciudad. Era un lugar muy interesante. Ellos estaban en el ala izquierda, tenía una parte central y un ala derecha. Por todas las partes se veían tiestos de madera pintados de verde con árboles de hojas largas y tronco macizo.

En unas cajas grandes crecían helechos y mimosas. En el centro había unas palmeras con hojas en abanico y había todo un bosquecillo de plantas tropicales. En medio del bosque, una pecera con peces de colores y junto a ella un banco. Todo alrededor magnolias, laureles.

naranjos, helechos gigantescos. En el invernadero calentado a vapor de agua caía continuamente por todas las partes. Las gotas caían encima de las hojas carnosas y los muchachos, cuando se movía el abanico de una palmera, teITÚan que apareciera un extraño animal tropical en el pequeño bosque cerrado, caliente y húmedo. Se sentían seguros, pero ya empezaban a pensar en la huida.

— Nos cerrarán aquí dentro — dijo en voz baja Nemecsek, que estaba sentado bajo una gran palmera cansado por la carrera y las emociones. Le daba una sensación de bienestar aquel ambiente caliente, porque estaba mojado hasta los huesos.

— Si no nos han cerrado todavía, no nos cerrarán ya — le tranquilizó Boka.

Estaban sentados y escuchaban en silencio. Nada. A los Camisas Rojas no les había pasado por la imaginación buscarlos allí. Luego se levantaron y anduvieron a ciegas entre los basales llenos de plantas, hierbas aromáticas y flores. Csonakos tropezó con un basal y se cayó.

Nemecsek se acercó muy solicito:

— Espera — dijo—, que te alumbro.

Sacó del bolsillo una caja de cerillas y, antes de que Boka pudiera impedirlo, encendió una cerilla. El fulgor no duró más que un segundo, pues la mano del presidente cayó encima y se apagó la cerilla.

— ¡Eres tonto! — dijo furioso—. ¿No ves que las paredes son de cristal?

Seguramente fuera han visto la luz.

Se quedaron parados escuchando. Boka no se había equivocado: había bastado ese instante de luz de una cerilla, para que el cristal, reflejando la luz, diese la impresión que todo el invernadero estaba iluminado. Y los Camisas Rojas, que estaban rebuscando en la zona a la caza de los escapados, ahora ya sabían dónde buscar. Se oyeron pasos sobre la graba de la puerta del ala izquierda del invernadero, luego las órdenes de Feri Ats.

— Los Pasztor a la puerta de la derecha, Szebenics a la del centro.

Yo entro por aquí.

En un instante los tres muchachos buscaron un lugar para esconderse.

Csonakos se metió debajo de una estantería. Nemecsek, dado que estaba requetemojado, se metió en la pecera de peces de colores hasta la barbilla, escondiendo la cabeza entre las hojas de un helecho grande, que caía sobre el agua. Boka tuvo apenas tiempo de esconderse detrás de la puerta.

Feri Ats entró seguido de alguno de los suyos, con el farol en la mano. La luz, al reflejarse sobre la pared de cristal, iluminó al jefe de los Camisas Rojas permitiendo a Boka, que estaba a la sombra, observar sin ser visto a su enemigo, que había visto una sola vez, de pasada, en el jardín del museo. Era un muchacho guapo. Feri Ats, con los ojos centelleantes por la desesperación, tenía un aspecto impetuoso, que despedía audacia y ardor de lucha. Era muy guapo.

Desapareció en seguida de la vista de Boka: seguido por los compañeros recorrió los pasillos entre los basales y los viveros, metiendo la linterna por los rincones, mirando por detrás de los arbustos, yendo para el ala derecha. A ninguno le pasó por la cabeza mirar en la pecera, cosa muy natural. Iban a mirar en ese momento la estantería donde estaba escondido Csonakos, cuando el muchacho que Feri Ats había llamado Szebenics dijo señalando la puerta del fondo:

— Se han ido por aquella puerta.

Se movió en la dirección indicada y todos los demás le siguieron algo desorientados por la excitación de la búsqueda.

Pasaron corriendo el invernadero, mientras algunos ruidos sordos indicaban que tampoco los Camisas Rojas se preocupaban mucho por los tiestos. Por fin salieron todos y volvió el silencio al invernadero.

Csonakos salió el primero diciendo:

— Muchachos, me ha caldo un tiesto encima de la cabeza... Estoy lleno de tierra... y no dejaba de escupir, porque le habla entrado tierra por la boca, por las narices, por todas partes.

Nemecsek salió de la pecera y parecla un pequeño marinero.

Chorreaba por todas partes y se quejaba lloriqueando:

— ¿Tengo que vivir siempre en el agua? ¿Soy una rana?

Se sacudió como hacen los perros cuando se mojan.

— No lloriquees — le dijo Boka—. Ya verás que salirnos de aquí.

Nemecsek suspiró:

— ¡Cuánto me gustarla estar en casa!

Pensó cómo le recibirla la madre al verlo en tal estado y añadió:

— Aunque tengo mucho miedo de volver así.

Se fueron corriendo hacia la acacia, por donde habían saltado la empalizada, llegaron en pocos minutos. Csonakos escaló por el árbol, pero antes de poner los pies sobre la empalizada miró al jardín y gritó espantado:

— ¡Vienen!

— ¡Vuélvete al árbol! — le ordenó Boka.

Csonakos obedeció y desde lo alto dio una mano a los compañeros ayudándolos a subir. Escalaron hasta la copa y se encogieron allá arriba, quedando inmóviles. Hubiese sido el colmo de la mala suerte que los hubieran agarrado a misión cumplida y cuando ya estaban a dos pasos de su salvación.

El grupo de los Camisas Rojas llegó bajo la acacia tras una carrera furiosa. Encogidos sobre las ramas más altas, los tres muchachos de la calle Pal vieron que los enemigos se pararon y sintieron que estaban perdidos. Pero de nuevo la voz de Szebenics, que con un golpe de ingenio les habla salvado en el invernadero:

— ¡Han saltado la empalizada! ¡Les he visto subir!

Szebenics debla ser el tonto de la compañía. Dado que normalmente el más tonto es el que más ruido mete, aquel tipo gritaba de tal forma, que los demás, aturdidos por sus voces, le hadan caso: todos eran buenos atletas, por lo que la banda de los Camisas Rojas saltó con facilidad la empalizada y se encontró en la callejuela. El último fue Feri Ats, que se entretuvo un poco para apagar el farol y luego escaló por la acacia. A la altura de las primeras ramas, algunas gotas soltadas por el empapado Nemecsek le cayeron encima de la cara y del cuello.

— ¿Llueve...? — preguntó el jefe de los Camisas Rojas mirando hacia arriba algo perplejo.

Luego se tiró de la otra parte y se unió a sus compañeros.

— ¡Allí están! — gritó uno.

Todos salieron en la dirección indicada, ignorando que su compañero Szebenics se había equivocado por tercera vez, al menos aquella tarde.

— Tenemos que estar agradecidos a ese tipo — comentó Boka—. Si no fuera por su culpa, quizás nos habrían agarrado.

Se sentían ya fuera de peligro. Desde lo alto de la acacia vieron a sus enemigos que corrían como liebres detrás de dos mentecatos que pasaban por la callejuela sin saber nada de lo que se estaba tramando a sus espaldas. Al darse cuenta que el grupo de chicos gritando iba tras ellos, echaron a correr instintivamente, convenciéndose así los Camisas Rojas que eran los fugitivos de la calle Pal. Poco a poco se fue perdiendo el griterío, alejándose hacia el barrio Jozsefvaros, hasta casi no oírse nada.

Los tres muchachos de la calle Pal se bajaron de la empalizada y respiraron profundamente cuando sus pies se posaron sobre la callejuela.

Estaban cansados y tenían hambre. Desde el cercano orfanatrofio, cuyas ventanas encendidas daban luz a la calle, llegó el toque de campana que llamaba a sus huéspedes al refectorio para la cena.

Nemecsek castañeteaba los dientes de frío.

— ¡Démonos prisa! — dijo a los compañeros.

— Espera — dijo Boka—. Tú no puedes esperar en estas condiciones.

Es mejor que vuelvas a casa en tranvía. ¿Tienes dinero?

— No — dijo el rubio saltando para calentarse.

Boka buscó en el bolsillo, pero, aparte su bonito tintero, que seguia tirando tinta, no encontró nada más que tres heller. Los sacó bien embadurnados de tinta y se los dio a Nemecsek.

— Es lo que tengo. Es una pena.

En el forro de la chaqueta de Csonakos se oía algo metálico y busca que te busca salieron dos heller. Nemecsek tenía una de esas monedas de un heller con la efigie de un ángel en una caja de pastillas vacía. Así juntaron los seis heller que necesitaban para el billete del tranvía y Nemecsek, una vez que saludó a los compañeros, se fue corriendo a la parada.

Boka no parecía tener muchas ganas de moverse: estaba en medio de la carretera, con la cabeza baja y la cara triste, el corazón lleno de amargura por lo que había visto aquella tarde, por lo de Gereb. Csonakos no sabía nada de esa sucia historia y estaba alegre.

— Oye — dijo.

Boka le miró y él se metió dos dedos en la boca y emitió uno de esos silbidos terribles. Luego miró a su alrededor con aire de satisfacción, esperando casi un aplauso por parte de los que pasaban, aunque en realidad no pasaba nadie.

— ¡Ah! — exclamó alegremente—. Toda la tarde me he contenido.

Me maria si no lo echaba fuera. Agarró del brazo a Boka, que cada vez parecía más decaído, y se fue con él hacia la calle Ulloi.

Capítulo IV

A la una, unos instantes antes de que la campana anunciara el final de la clase, los muchachos empezaron a recoger sus libros. El profesor Racz también cerró su libro y el cuaderno y bajó de la cátedra mientras el pequeño y servicial Csengey, del primer banco, corrió a ayudarle a poner el abrigo.

Las miradas de los muchachos de la calle Pal se dirigieron a Boka, esperando órdenes. Pensaban que la reunión general de la tarde en el campo empezarla a las dos, pues había que escuchar la relación de la expedición de la noche antes al Jardin Botánico. Todos se habían dado cuenta que les hablan salido bien las cosas y que el presidente con sus dos amigos habla llegado hasta el campamento enemigo, pero queMan saber los particulares, olr los momentos emocionantes, los peligros encontrados, la reacción del enemigo. No habían conseguido sacar ni una palabra a Boka, aunque le habían hartado a preguntas.

Csonakos habla hablado hasta demasiado, pero lo que había contado no estaba muy atado y contenla fanfarronadas increíbles. Había llegado incluso a decir que encontraron unas sombras terribles, probablemente animales feroces, entre las ruinas del castillo y que Nemecsek no se habla ahogado por un pelo al cruzar a nado el lago. Había hecho una descripción fantástica de los Camisas Rojas reunidos en la explanada de la isla, una escena de leyenda, una especie de conciliábulo infernal con muchos seres demoniacos alrededor de un faló. En ese punto habla sido muy locuaz y había descargado ríos de palabras. Pero no decía la verdad, se abandonaba a su imaginación y olvidaba la realidad de los hechos. Además con la maldita costumbre de intercalar sus palabras con continuos silbidos ensordecedores no se le podla escuchar sin ponerse nerviosos y de mal humor.

Nemecsek estaba tan lleno de la importancia de lo llevado a cabo, que se le vela completamente distinto, muy serio y reservado. A quíen le insistía que le dijera algo, respondía:

— Yo no puedo decir nada. Preguntádselo al señor presidente.

Muchos tenían envidia del rubio, el soldado raso que había tenido la oportunidad de tomar parte en un trabajo tan importante y todos los oficiales arrogantes se daban cuenta ahora del prestigio que habían perdido en relación con el soldado. Llegados a este punto, pensaban que la promoción de Nemecsek era segura, quizás inminente.

De esta forma en el ejército de la calle Pal no habría un solo soldado raso, alguien a quien dar órdenes, si exceptuamos a Héctor, el perro negro de Jano, que no tenía grado alguno y que no lo habría tenido nunca.

Al salir el profesor de clase, Boka levantó la mano y enseñó el pulgar y el índice. ¡Dos! La reunión era para las dos. Todos se pusieron firmes con saludo militar, cosa que despertó cierta envidia entre los compañeros de clase que no pertenecían al grupo de la calle Palo Cuando los estudiantes iban a salir de la escuela, hubo un imprevisto: el profesor Racz se paró a la puerta, se dio la vuelta y dio dos pasos adelante.

— ¡Un momento! — dijo.

Silencio en la clase. El profesor sacó del bolsillo un trozo de papel doblado, lo desdobló, se puso las gafas.

— ¡Weisz!

— ¡Presente! — respondió el pobrecillo alarmado.

El profesor siguió leyendo nombres:

— ¡Richterl, ¡Cselel, ¡Kolnayl, ¡Barabas!, ¡Leszik!, ¡Nemecsek!

Cada uno de los llamados respondía:

— ¡Presente!

Terminada la lista, el profesor se metió el papel en el bolsillo:

— Antes de ir a casa, pasad por la sala de profesores — dijo—. Tengo que deciros algo.

y sin añadir ni una palabra más se fue.

Nada más marcharse, se oyó un rumor por toda la escuela.

— ¿Para qué será?

— ¿Por qué nos ha llamado a nosotros?

— ¿Por qué sólo a nosotros?

— ¿Qué querrá este viejo?

— Esperemos que termine pronto, pues tengo un hambre...

Todos los muchachos que esperaban que explotase la bomba — ciertamente no era un plato de gusto—  formaban parte del grupo de la calle Pal, por lo que miraron a su presidente como para que les diera ánimos y los ayudara.

— No sé qué decir — dijo Boka preocupado—. No tengo la más mínima idea. Id a ver qué os dice: os espero en el pasillo y ya me contaréis — Luego, dirigiéndose al resto del grupo— : Algunos tendremos que quedar aquí algo más — anunció—, por tanto la reunión en el campo es a las tres.

El largo pasillo junto al que estaban todas las clases se encontraba en silencio. Un muñeco de segundo, al pasar junto al grupo parado ante la sala de profesores y notando las caras largas y expresiones de preocupación, preguntó:

— ¿Castigados?

— ¿De dónde se ha caldo este pajarln? — respondió Weisz molesto por la expresión infantil. Añadió— : Estamos esperando el tranvía, ¿te parece bien?

El chaval no supo qué responder y se alejó de las miradas envidiosas de este grupo: él podía irse libremente a casa, donde le espera papá, y ellos no, tenían que estar alli y quién sabe por cuánto tiempo.

No esperaron mucho: tras unos minutos se abrió la puerta de la sala de profesores y apareció la espigada figura del profesor Racz.

— ¡Entrad! — dijo precediendo a los muchachos.

La sala estaba vacía. El grupo se acercó a la mesa verde y se quedó delante. El último cerró la puerta.

El profesor se sentó en la mesa y miró a los estudiantes que tenía delante de él:

— ¿Estáis todos?

— ¡Sí, señor! — le respondieron.

Se oían los chillidos de los muchachos que sallan de la escuela. El profesor mandó cerrar las ventanas y el silencio cayó de improviso en la sala llena de estanterías de libros. En medio de ese silencio de pIorno empezó el profesor Racz:

— Os diré en seguida de lo que se trata — empezó—. Me han dicho que habéis fundado una sociedad llamada "masilla" o algo parecido.

Quien me ha informado de esto me ha dado vuestros nombres. ¿Sois miembros de esta sociedad?

Nadie respondió. Los muchachos estaban con la cabeza baja, en silencio, como reos ante un tribunal. La acusación tenía su fundamento.

El profesor continuó:

— En primer lugar quiero saber de quién ha partido la idea, ya que hace mucho tiempo que el director ha prohibido este tipo de asociaciones entre los estudiantes. ¿Quién ha fundado esta sociedad?

Silencio. Luego se adelantó una voz muy tímida:

— ¡Weisz!

— ¡Ah! — el profesor se volvió y miró al culpable—. ¿No sabes adelantarte tú?

— Sí, pero... — respondió el muchacho temblando.

— ¿Por qué no lo haces?

El muchacho se quedó mudo, no sabiendo cómo hacer para disculparse.

El profesor sacó un cigarrillo y lo encendió lentamente y luego echó unas bocanadas de humo hacia el techo. Visto que el muchacho estaba mudo, siguió:

— De acuerdo. Hagamos las cosas con orden. ¿Qué significa eso de la masilla?

Weisz, mejor que responder, sacó del bolsillo una bola mórbida de un color marrón y la puso encima de la mesa. Se quedó mirándola con expresión nostálgica, luego dijo:

— Mire.

El profesor miró la bola sin tocarla:

— ¿Qué es eso?

— Masilla, profesor.

— ¿Masilla? ¿Para qué sirve?

— Es una pasta que usan los cristaleras para colocar los cristales en las ranuras de las ventanas. La echan por los bordes y luego esperan que se seque. Cuando está blanda, se puede quitar con los dedos.

— ¿Todo esto — indicando la bola— lo has raspado de las ventanas?

— No, señor. Esta es la masilla de la sociedad.

El profesor Racz arrugó la nariz:

— ¿Cómo?

Weisz, que mientras tanto se habla recuperado de su turbación inicial, se decidió a explicar el misterio:

— Es de todos los componentes de la sociedad, porque todos han aportado su parte. Ahora está en mi poder, porque el comité ha establecido que tengo que guardarla yo. Antes la tenía Kolnay, porque era el cajero, pero la dejaba endurecer, nunca la masticaba.

Era un trozo de masilla de buena calidad con una pequeña parte de sulfato de cinz y cola de primera calidad sin un olor desagradable.

No es que fuese apetecible a simple vista, que sólo verla estuviera uno tentado de meterse un trozo en la boca, pero se podía masticar: no estaba prohibido ni hacia mal a la salud. Y los cristaleros de Budapest normalmente la masticaban para tenerla maleable. Pero el profesor Racz no sabia estas cosas y, al olr el verbo "masticar" con relación a esa bola redonda y con bultos de materia blanda y pegajosa. no muy agradable a la vista, al menos para él, sintió que le daba una vuelta el estómago:

— ¿Qué? ¿Masticáis esa porquería? — gritó.

— SI, a la fuerza — explicó Weisz—. De lo contrario se pone dura y ya no sirve para nada. Yo cada día la mastico y también los demás.

— ¿Por qué lo haces?

— Porque las reglas de la sociedad ponen como obligación que el presidente mastique la masilla al menos una vez al dia para dar ejemplo. Asi se impide que se ponga dura.

El profesor Racz miraba al muchacho con expresión de enfado y de reproche, tanto que el pobrecilla se arrepintió de su atrevimiento: no tenia miedo de ser castigado, sino que le mordía la idea de que le consideraran un estúpido.

— Ahora — terminó con voz temblorosa—  soy yo el presidente.

El drama habla llegado a la escena clave y empezaba lo más emocionante.

Se oyó la voz del profesor seca y dura:

— ¿Dónde habéis cogido esta masilla? ¿Cómo habéis encontrado tanta?

Silencio.

Por detrás de las gafas el profesor miró a Kolnay.

— ¡Respóndeme tú! ¿Dónde la habéis cogido?

El interrogado respondió de prisa, acaballando las palabras como quien tiene intención de descargar su conciencia o mejorar su posición ante el acusador con una confesión sincera:

— Desde hace un mes que la estamos recogiendo. Yo la tuve durante una semana hace algún tiempo, entonces era más pequeña. Weisz fue el primero que trajo un trozo y entonces fundamos la sociedad. Su padre le había llevado a dar una vuelta en carroza y se dio cuenta que el cristal de una ventanilla había sido cambiado hacía muy poco, pues la masilla estaba blanda. Entonces raspó y se rompió la uña. Dos días más tarde se rompió el cristal de la ventana de la clase de música y el bedel me dijo que el cristalero vendría a la tarde a ponerlo. Al llegar, le pedí que me diera un poco de masilla, pero no me contestó. O no me había oído o no me quería dar, pero luego me di cuenta que no podía contestarme porque tenia la boca llena de masilla. Me di cuenta porque tenia un morro...

El profesor arrugó la frente:

— ¡ El morro lo tienen los animales!

— Yo quería decir una cara... así — Weisz hinchó los mofletes sacando los labios para adelante con cara de risa—. Con la boca llena de masilla no podía contestar. Le pedí que me dejara estar allí mientras ponía la masilla y me dijo que sí con la cabeza. Después de colocar el cristal se marchó y yo rasqué algo de masilla. No lo he robado para mí, sino para la sociedad.

Teniendo que admitir que habían cogido masilla ilícitamente y usando la expresión "he robado", algo fuerte para los oidos del pobre Kolnay, bajó la cabeza para esconder su humillación.

— ¿No te pondrás a llorar ahora? — insinuó el profesor.

Weisz, algo nervioso, se tiraba de la chaqueta aparentemente ensimismado en un botón:

— Es que por menos de nada se pone a llorar — observó intentando hacerse el fuerte—. ¡Es una lata!

Dado que Kolnay seguía mohino y con la cabeza agachada, pasando de cuando en cuando la mano por los pelos e inspirando con la nariz, le dijo a media voz:

— ¡Venga, basta!

Tras esto, agachó también él la cabeza y se puso a inspirar por la nariz.

El profesor miraba a los dos cortado. "¡Míralos!", pensaba. "Dos muchachos de catorce años que tienen un disgusto padre por una bola sucia". En el fondo también él estaba algo conmovido y no sabía por dónde salír, por lo que aspiró nerviosamente el humo del cigarrillo.

Se adelantó Csele, el dandy de la clase, inesperadamente. Se puso delante del profesor Racz dispuesto a realizar un gesto noble, digno de un antiguo romano, como lo había hecho Boka dos di as antes:

— También yo, profesor, he aportado masilla a la sociedad.

— ¡Muy bien! — respondió el profesor enfadado fijando la vista en el muchacho—. Mejor dicho, mal. ¿Dónde la has cogido?

— En mi casa. Se rompió la tacita de la jaula de los pájaros, mejor dicho la rompí yo y la arreglaron con masilla, que yo raspé mientras estaba fresca. Era poca, pero todo hace montón. Ahora, cuando se lava el canario, cae agua al suelo. Yo me pregunto por qué tiene que lavarse ese pájaro estúpido. ¿Se lavan los pájaros que andan sueltos?

No tienen un baño a su disposición. Sin embargo, no se ve nunca un pájaro con las manos... con las alas manchadas.

El profesor Racz ya no fingía, estaba verdaderamente enfadado:

— ¡Muy bien, Cselel ¿Quieres que nos echemos a reir? Te quitaré las ganas de hacer el gracioso. Sigue contando, Kolnay.

El pobrecillo se limpió las narices para tomar tiempo:

— ¿Qué quiere que le diga?

— ¿Cómo habéis conseguido toda la masilla?

— Se lo ha explicado Csele...

— Csele ba traído muy poca.

— Bueno... Hemos hecho una colecta entre los socios y hemos recogido sesenta heller. La sociedad me encargó de hacerme con masilla.

El profesor se puso más nervioso:

— Así que gastáis dinero para esta porquería.

— No, profesor — respondió Kolnay—. Sería contra la regla. Mi padre es médico y muy a menudo visita a los enfermos en carroza.

Tras la experiencia de Weisz, lo acompañé siempre que podía con la esperanza de encontrar alguna ventanilla con masilla fresca. La encontré a los pocos d1as, quizás era la misma que había llevado a Weisz, por lo que alguien había puesto de nuevo masilla fresca. Pero mi padre no me quitaba el ojo de encima, por lo que sólo pude coger una miaja. Entonces la sociedad recogió y me entregó los sesenta heller para que alquilase aquella carroza y quitase el resto. Ese día me di un paseo hasta la periferia y durante el camino raspé la masilla de la puerta. Luego pagué al cochero y volví a casa a pie.

— ¿El día que te encontré cerca del Colegio Militar? — preguntó el profesor, que tenía muy buena memoria.

— Sí, ese día.

— Ah. Tú hiciste como si no me hubieras visto. ¿Por qué? ¿Por qué no respondiste cuando te saludé? El hecho de venir de dar un paseo no te impedía responder "¡Buenos días!" a tu profesor.

Kolnay agachó la cabeza:

— No podía, profesor.

— ¿Por qué? — preguntó el profesor.

— Tenia... la boca llena de masilla.

Sin dejar de jugar nerviosamente con las solapas de la chaqueta, Weisz echó al compañero una mirada de reproche:

— ¡Vaya héroe! dijo entre dientes—. Desembucha todo y ahora se avergüenza como un ladrón. ¿Por qué no te pones a llorar?

También él, a pesar de todo, estaba indignado: el interrogatorio al que les estaba sometiendo les obligaba a admitir extravagancias pueriles con el fin de recoger masilla, cosa despreciable para los miembros de la sociedad. Todos se sentían algo indignados.

El profesor Racz se levantó y se pusó a pasear por la sala:

— Una organización genial — decia moviendo la cabeza—. Una especie de reunión a carácter cultural. ¡A vuestra edad! ¡En cuarto! ¡Niñerias de elementales! ¿Quién es el presidente?

Weisz, de repente, adquirió el valor perdido:

— Yo, profesor. Ya se lo he dicho antes.

— Hay un cajero, me parece...

— Sí, profesor: Kolnay. Los fondos de la sociedad los administra él.

— Kolnay, examinemos estos fondos.

Los bolsillos de Kolnay no contenían tanto como los de Csonakos por la capacidad y diversidad de contenido, pero estaban bien. El muchacho metió las manos en los bolsillos y empezó a seleccionar las cosas al tacto. Al final sacó una corona y cuarenta y tres heller, que puso encima de la mesa, dos sellos de diez heller cada uno, por el nerviosismo del muchacho, ocho plumines nuevos y una canica de cristal, que no tenían nada que ver. El profesor ni los miró. Contó el dinero y observó los sellos.

— ¿Cómo conseguís dinero? — preguntó secamente.

— Con las cuotas — explicó Kolnay—. Cada socio tiene que dar un tanto a la semana.

— ¿Y por qué?

— Es... la regla: una sociedad tiene que tener un fondo y los miembros deben colaborar. Weisz ha renunciado a su paga de presidente.

— ¿Cuánto es?

— Diez heller a la semana. Todos intentamos que la caja esté fuerte.

Yo he traído un sello, Richter otro: se lo ha... a su padre, su padre...

— ¿Se lo has robado? — preguntó el profesor con voz dura—. ¿Es verdad, Ricter?

El imputado se acercó con la cabeza gacha.

— ¡Venga, sin historias! ¿Se lo has robado?

Movió la cabeza para arriba y para abajo.

— ¡Ah!... — gritó el profesor—. ¿No te avergüenzas? Tu padre es...

— El abogado Emo Richter, profesor. Civilista y también a veces penalista. Le he cogido uno, pero la sociedad lo ha restituido.

— ¿Cómo lo ha restituido si está aquí?

— Sí, porque... yo lo había agarrado...

— ¡Robado!

— Yo lo había robado y tenía mucho miedo que mi padre se diera cuenta y lo dije en una reunión de socios. La sociedad entonces me dio otro igual, para que lo pusiera en el cajón del que había... robado.

Pero, mientras lo estaba poniendo en el escritorio, me cogió mi padre... con las manos en la masa. No estaba robando, sino restituyendo, cuando me agarró. Pero él no sabía esto y, creyendo que quisiera robarle, me dio unos pescozones... — Richter encontró la mirada crítica del profesor y se corrigió—: Me dio una reprimenda.

Luego controló los sellos del cajón y, como las cuentas estaban justas, según él, pensó que el que estaba metiendo lo hubiera robado a alguno. Como yo no hablaba, me dio tantos pescozones... quiero decir, me reprendió severamente. Por fm le dije que me lo habla dado Kolnay y entonces me mandó que se lo restituyera inmediatamente, porque seguramente Kolnay se lo habla robado a alguien. ¿Yo que podía hacer? Si le hubiera explicado cómo estaban las cosas, me habría pegado..., me habrla dado una reprimenda dura y ya me habla dado bastantes... ese día. Por esto agarré el sello y lo devolvl a la caja. Por eso tenemos dos.

El profesor pensó unos minutos sobre lo que habla oldo: habla algo que no le convencla.

— ¿Por qué habéis comprado uno nuevo? — preguntó—. ¿No podlais restituir el que hablais quitado?

Respondió Kolnay en lugar de Richter:

— No, profesor, no se podla: por la parte de atrás ya se habla puesto el sello de la sociedad.

— ¡Tenéis también un sello! ¿Dónde está?

— El guardasellos es Barabas, lo tiene él.

Barabas, llamado en causa, fulminó con una mirada a su enemigo predilecto: no le habla perdonado todavía la cuestión de la visera y ponían las bases para una nueva discusión. Pero, como estaban las cosas, habla que tragar. Barabas se adelantó y puso encima de la mesa el sello de goma con su correspondiente tampón en la cajita de lata. Luego se echó para atrás y contempló con infinita nostalgia los dos objetos maravillosos.

El profesor Racz examinó el sello. Sociedad de Recogedores de Masilla —  Budapest, leyó. No habló en seguida, temiendo que le temblara la voz y se echó a reir moviendo la cabeza. Pero, aunque consiguió contener la hilaridad, no supo conservar la expresión seria y Barabas, que no le perdla de vista y se habla dado cuenta del cambio, esperó el momento más oportuno para agarrar su sello y el tampón.

Pero el profesor, al ver al muchacho que extendla la mano para coger sus objetos, los corrió para el otro lado, lejos de su alcance:

— ¿Te gustarla cogerlos?

— Perdone, profesor — dijo Barabas en tono solemne—, pero yo me he obligado bajo juramento a guardar el sello de la sociedad y a no dárselo a nadie.

— ¡Silencio!

Barabas estaba tan amargado, que no pudo contenerse:

— Visto que nada tiene sentido, ¿por qué no secuestra también la bandera? Csele, ¡dásela! Ya no sirve para nada.

— ¡Vaya! ¡Con bandera y todo! — el pobre profesor tenía ya la cabeza como un bombo—. ¡Sácala!

Era una bandera tricolor, en una orilla había un alambre que hacía de asta. Naturalmente, como la del campo de la calle Pal, era obra de la hermana de Csele: si habla algo que coser, siempre la pobre hermana de Csele tenia que hacerlo. Por suerte era un tipo agradable y servicial. deseando hacer un favor. En caso contrario, menudo jaleo: era mayor que su hermano y más fuerte que él, por lo que hubiera sido imposible obligarle a hacerlo en caso de que no los hubiera hecho caso.

La que sacó Csele del bolso de la chaqueta era blanca, roja y verde, como la bandera nacional húngara y en el centro llevaba escrito a mano con bolígrafo:

SOCIEDAD DE RECOGEDORES DE MASILLA

Libertatem petimus et iurem summam

Esta vez el profesor se enfadó mucho:

— ¡Esto es demasiado! — gritó furioso—. ¿Quién es ese... animal que... Bueno, ese que ha escrito esta joya? ¡En cuarto curso no sabe que ius es neutro!

Ante esa rabia desatada nadie osaba responder:

— ¡Venga! ¡Decidme quién ha sido! — gritó de nuevo—. ¡Que salga esa cabeza privilegiada!

A Csele le pasó por la cabeza una idea luminosa, aunque no fuera digna de un caballero. El escrito con el error era obra de Barabas, pero no se podía meter a un compañero en ese intringulis. Fuera la caballerosidad, fuera la verdad, en primer lugar la lealtad hacia los compañeros. Con mucha dignidad, Csele echó fuera la mentira con la que salvaba a un amigo sin condenar a nadie:

— Mi hermana, profesor.

Ya estaba dicho. Tragó dos veces saliva. No había sido muy correcto calumniar a una mujer, pero en compensación había salvado el honor de la Sociedad de la Masilla. El profesor Racz recogió la respuesta sin rechistar.

Pero no asi Kolnay, que sintió que no podía permitir que su habitual enemigo pasase por todas.

— Perdón, profesor, pero me parece que no haya sido muy leal por parte de Barabas hacer secuestrar la bandera. Ha sido una porq ... un acto que no tiene nombre.

— Bueno, la tiene siempre conmigo el tipo ese — respondió Barabas duramente—. No tenemos masilla, ni sello, ni fondos, ni caja: está claro que la sociedad ha desaparecido. Y si la sociedad no existe, ¿para qué dem... para qué servirla la bandera? Cuando...

— ¡Basta! — le interrumpió el profesor, trastornado por esta discusión entre los muchachos—. Ahora os arreglo yo a todos. No os quiero oír hablar de esta hístoria de sociedad y ¡ay de vosotros si intentáis reorganizarla! A todos dos puntos menos en conducta, tres a Weisz por ser el presidente de la sociedad. Y asi ya estáis arreglados.

— Perdón, profesor — dijo timidamente Weisz—, pero es el último día que era presídente. Hoy deberlamos haber tenido asamblea para la elección de mi sucesor.

— y el candidato para la sucesíón era Kolnay — añadió el intrigante Barabas, metiendo la zancadilla a su eterno rival.

— No me importa lo que habrla sido — respondió el profesor—.

Todos vosotros mañana os quedaréis en clase una hora más después de las lecciones: hasta las dos os quedaréis en clase. en vuestros bancos y en silencio. Así aprenderéis a respetar la escuela. Os podéis marchar.

Insinuando un "Gracias. buenos días". los muchachos se movieron ordenadamente en dirección de la puerta y Weisz. el más cercano a la mesa. intentó aprovecharse de las circunstancias para coger la masilla. El profesor. sin embargo. tenia los ojos bien abiertos.

— ¡Fuera las manosl

Weisz añadió con aire de no romper un plato:

— ¿No podemos coger la masilla?

— ¡No! — gritó el profesor. que no podía aguantar más a ese grupo de descarados—. Os digo más. si alguien tiene todavía. la suelte inmediatamente.

¡Quien no obedezca pagará las consecuencias!

Se separó Leszik del grupo. que hasta entonces había estado arrinconado. Sacó de la boca un trozo de masilla y con aire de quien se somete resignado al martirio la pegó con presión del pulgar en la masa que yada encima de la mesa. ¡Qué pena. tan maleable. Tan homogénea, tan bien masticada!

— ¿Está todo? — preguntó el profesor.

Como respuesta Leszik abrió la boca cuanto pudo metiéndose debajo de las narices del profesor. que se echó para atrás a la vista de ese horno algo pintado de masilla.

— ¿Entendido. muchachos? — El profesor se puso el abrigo y cogió el sombrero—. Que no os pase por la cabeza de reorganizar la sociedad.

Tomarla mis precauciones. ¡Venga, ahora todos a casa!

El grupo de estudiantes salió en silencio. Leszik. que antes no había podido hacerlo por causa de la bola de masilla, saludó con un "¡buenos días'" antes de tomar la puerta detrás de los compañeros.

En el pasillo los miembros de la disuelta Sociedad de Recogedores de Masilla hicieron un corro alrededor de Boka, que les había esperado.

Kolnay contó con tristeza lo que había sucedido y con palabras llenas de dolor contó lo del secuestro del sello y de la bandera y sobre todo de la masilla. Boka respiró.

— ¡Ah. era para esol — exclamó contento—. ¡Menos mal! Yo tenía miedo que se tratase de nuestro grupo de la calle Pal. del campo. Pero nadie ha traicionado nuestro secreto.

Nemecsek. que no había dicho esta boca es mía, se adelantó:

— ¡Mirad!— y enseñó el palmo de la mano en el que se podía ver un discreto trozo de masilla. quizás algo duro, pero todavía con posibilidad de reblandecerse con un buen trabajo de mandíbulas—. Mientras hablabais con el profesor. yo estaba cerca de la ventana y por casualidad ... No creo que haga mucho tiempo que han cambiado el cristal.

A la vista de aquello el grupo decaído se reanimó y se despertó un entusiasmo general. Weisz parecía una flor recién regada.

— ¡Muchachos. si hay masilla, hay sociedad! — anunció con los ojos que le resplandeclan—. Esto quiere decir que tendremos nuestras reuniones en el campo.

— Sl — respondió a coro el grupo—. ¡En el campo!

Salieron charlando alegremente a través del pasillo. Al bajar las escaleras, se oyó el grito de los muchachos de la calle Pal:

— /Aa—.h l/Aa—.h I

Voceando y saltando salieron a la calle encaminándose en grupo hacia casa. Boka estaba apartado, triste, pensativo. Pensaba en Gereb, en el amigo que habla traicionado la confianza suya y de los amigos. Lo vela en su mente caminando por la isla con el farol en la mano, luego junto al más pequeño de los Pasztor en el grupo que estaba alrededor de Feri Ats. Lo volvla a olr explicar con voz baja cómo se podla entrar en el campo de la calle Pal. .. A este punto se esforzaba en cortar el hilo de su pensamiento, ya que el espontáneo ofrecerse a abrir la puerta al enemigo lo heria profundamente.

Comió en silencio, de mala gana. Luego, sin perder tiempo, estudió la lección de latín para el dla siguiente.

A las dos y media los miembros de la Sociedad de Recogedores de Masilla, disuelta por breve tiempo e inmediatamente reconstruida a pesar de las amenazas del profesor Racz, estaban ya en el campo.

Barabas habla salido de casa sin terminar de comer, por lo que tenía un trozo de pan que se habla llevado. Se habla colocado a la entrada de la puerta que da a la calle Pal y esperaba la llegada de Kolnay para darle una torta como anticipo de unas cuentas sin pagar.

Cuando los presentes igualaron al número oficial de socios, Weisz los reunió en círculo en una esquina del campo, entre la tapia y la pared de una casa.

— Se abre la sesión — declaró.

El primero que tomó la palabra fue Kolnay, que ya habla recibido la torta y la habla restituido. Dijo que la sociedad tenla que continuar existiendo y que para defenderla mejor debla ser secreta, obligando a cada uno sobre la palabra a no decir nada en la escuela.

Al terminar, le respondió Barabas tirando por tierra todo lo que habla dicho precedentemente su rival. Lo trató de arribista, lo acusó de pensar sólo en sl mismo y en sus intereses personales dejando a un lado el bien común:

— Kolnay quiere que continúe la sociedad cueste lo que cueste. Ya sabemos todos por qué: hoy termina el mandato de Weisz y tendrla él que entrar como presidente. Yo, sin embargo, sostengo que tendríamos que dejar de una vez esta asociación sin sentido. Vosotros os divertís eligiéndoos mutuamente para hacer de presidentes o de cajeros y estáis siempre los mismos. ¿Qué hacemos nosotros? Los simples miembros de la sociedad no nos queda otra diversión que masticar masilla de la mañana a la tarde. Vosotros, autoridades, por lo que dice el estatuto, tenéis que masticarla una vez al dla, pero no se determina cuánto tiempo. De esta forma cumplís con la ley con dos minutos de masticar. Nosotros estamos todo el dla dando. Miradme la cara: la derecha, por donde mastico más, la tengo más grande. y además ya estoy harto de tener siempre en la boca esa porquerla, con la lengua untada, metida entre los dientes y con ese sabor nauseabundo.

Como la sopa y me parece cola, como el pan y me parece yeso. ¿No terminará de una vez este asunto? ¿Quizás es una condena de mi vida? ¿Un destino implacable, inmutable? ¿El fin de mi existencia?

Nemecsek miró al presidente:

— Pido la palabra — anunció.

Weisz agarró una campanilla que hablan comprado en un rastro por veinte heller y la tocó con cierta solemnidad:

— El secretario pide la palabra. La palabra, al secretario.

El secretario, o sea Nemecsek, iba a empezar su intervención, cuando se quedó sin respiración a! ver a Gereb, que, por la otra esquina y entre las pilas, iba agazapado a la casita del checoslovaco.

Nadie, a excepción de Boka y él. conoclan la traición de Gereb: Boka jamás se lo habrla dicho a los compañeros sin estar presente el interesado.

Pero dado que entonces era el único presente que lo sabia, Nemecsek se dio cuenta que no podla perder de vista al traidor. Y tenia que intentar que Gereb no se diera cuenta, para que no se percatase de que lo hablan descubierto en sus tractativas con los Camisas Rojas.

¿Por qué habla venido al campo tan pronto? ¿Hacía mucho que estaba all1? ¿Por qué se habla escondído? ¿Querla pasar sin ser visto?

¿Por qué iba a la casita del viejo Jano?

Nemecsek, sin embargo, tenia que decir algo, dado que habla pedido la palabra. Le fue fácil salir del aprieto, porque, como sucede siempre en las asambleas, todos quieren hablar y si alguien renuncia mucho mejor: habla siempre alguien dispuesto a sustituirlo.

— El secretario cede su intervención — dijo Weisz tocando la campanilla.

Nemecsek se escapó del grupo y después de un segundo, saliendo por la calle Pa! y corriendo como un loco la calle que había alrededor del campo, dio la vuelta por la calle Maria y se dirigió hacia la puerta de la serrerla, por un pelo no se pegó contra un carro de madera, que  salla en ese momento. La pequeña chimenea echaba sus rociadas de vapor blanquecino y el ruido monocorde de la serrerla le llegó a sus oídos como una advertencia angustiada: "¡A-ten-ción! ¡A-ten-ción! ¡A-ten-ciónl ¡A-ten-ción'"

Nemecsek, sin dejar de correr, prometió estar muy atento.

Al llegar a la parte de atrás de la casa del guardián, se paró para estudiar sus movimientos. La cabaña tenia un techo que salla por ambas partes de tal forma, que casi tocaba la pila que se levantaba allí cerca. Al darse cuenta de esto, Nemecsek se subió a la pila y desde arriba vela la puerta de la cabaña y ante ella al checoslovaco, que estaba sentado en una silla fumando la pipa. El rubio se agazapó y se quedó en espera. Si Gereb venía con la intención de hablar con el viejo Jano, seguramente tendría algo que ver con la traición y los Camisas Rojas. El no habría perdido de vista al compañero y habría podido escuchar todo lo que dijera el checoslovaco. Había sido una suerte descubrir a Gereb y ahora tenía que seguir el desenlace. Quizás podía enterarse de una nueva traición, de un plan secreto.

De repente, al volverse para atrás, vio a Gereb, que caminaba cauto entre las dos últimas filas de pilas, mirando continuamente para atrás para ver si le segula alguien. A un cierto punto, como si estuviera seguro de que nadie le seguía, se fue adelante tranquilo sin mirar para atrás y se acercó a la cabaña donde estaba Jano fumando la pipa con el tabaco de las colillas que los mismos muchachos recogían para él y se las tralan. El perro, que como siempre estaba junto a él, levantó la cabeza y dio un ladrido, echándose de nuevo al ver que se trataba de una persona conocida, nada menos que un oficial.

Gereb debía estar muy cerca de Jano, pero, al estar a la derecha, Nemecsek no le podía ver desde su escondite. Por este motivo el rubio, haciéndose el fuerte, se fue a gatas hacia adelante pasando de la pila al techo de la cabaña y con mucho cuidado se fue subiendo al punto más alto, encima de la puerta, justo encima de donde estaban el viejo guardián y el joven traidor. Al arrastrarse, se oía de vez en cuando un suave crujido y Nemecsek creía que se le paraba el corazón.

Pero, tras unos segundos durante los cuales contenía la respiración para ver si alguien se habla dado cuenta, volvía de nuevo a arrastrarse hasta que llegó a un punto en el que sacando la cabeza podla ver sin que le vieran. Ni el checoslovaco ni Gereb pensaron por un momento mirar para arriba, pues de lo contarlo se habrían caído de miedo al ver en el alero un mechón de pelos rubios y dos ojos inteligentes que los observaban.

Oyó que Gereb saludaba al checoslovaco con mucha cortesía.

— ¡Buenos días, Jano!

— ¡Buenos días! — respondió el viejo guardián con mucha tranquilidad, sin quitarse la pipa de la boca.

Os he traido unos puros — le dijo Gereb acercándose a él.

Esas palabras hicieron perder al checoslovaco su habitual imperturbabilidad.

Se quitó la pipa de la boca y le brillaron los ojos. Raramente en la vida había visto puros enteros: se había acostumbrado a fumar en pípa y a fumar, quemándose las naríces, colillas después que otros se habían fumado la mejor parte.

Gereb sacó del bolsillo tres puros y se los dio.

"¡Vaya!", pensó Nemecsek. "Empezamos bíen. Si ya le ha dado tres puros, tendrá intención de pedírle un favor importante".

Gereb hablaba muy bajo.

— Entremos dentro, Jano. Tengo que decirte algo, pero no quisiera que nos vieran. Se trata de un asunto por el que podrías ganar dinero para fumar bien durante mucho tiempo.

y le enseñó más puros que tenia en el bolsillo.

Nemecsek abrió los ojos. "¡Cómo derrocha 1", se dijo. "Tiene que traerse entre manos un jaleo gordo".

El checoslovaco, seducido por la premisa y a la vista de tanto bien de Dios, se levantó y entró en la cabaña seguido de Gereb y del perro, que, cuando su amo no dormía, no le dejaba nunca.

"¡Vaya, pensó Nemecsek, ahora no oiré nada! Mi proyecto se ha desbaratado".

En ese momento envidiaba a Héctor, que se habla podido colar en la cabaña antes de que cerrasen la puerta. ¿Por qué hablan cerrado la puerta? Quizás habla sido el traidor para evitar oldos indiscretos.

Pensó en una vieja fábula, que oyó de niño, en la que un hada transformaba a un rey en un chisme negro. ¡Si hubiera un hada por allí!

Habrla dado lo que fuera, diez o veinte canicas coloradas — a crédito, ya que entonces no tenía tantas—  para estar en lugar del perro de Jano. ¡Qué divertido que él, bajo la forma de perro, estuviera en la cabaña y Héctor, transformado en un chico rubio, estuviera en el techo 1 Bien miradas las cosas, perro y muchacho tenían algo en común: eran los únicos soldados rasos del campo.

Mas dado que no habla hadas por el lugar, le dio una mano a Nemecsek la carcoma, que, ayudada por parientes y amigos, habla roldo tanto un tablero del techo, que lo habla dejado muy fino. El animal, mientras a la sombra de su agujerito se alimentaba bien con astillas de madera, no se imaginaba el precioso servicio prestado a los muchachos de la calle Pa!. Para que digan luego que la carcoma sólo hace daño.

Nemecsek apoyó el oldo sobre el tablero y escuchó. Al principio oyó sólo algún rumor confuso, pasos sobre el suelo de madera, una silla y luego, con alegría, un clarísimo "¿Entonces?" de Jano, con lo que concluyó que podría seguir toda la conversación.

Gereb hablaba muy bajo, como si tuviera miedo que alguien le espiara dentro de la cabaña.

— Escucha, Jano, lo que te voy a decir es muy importante. Tendréis muchos puros, si me hacéis un favor. ¿Aceptáis?

— ¿Qué tendría que hacer? — preguntó el checoslovaco.

— Algo muy sencillo: echar a los muchachos del campo.

— ¿Echarlos?

— Si, echarlos. Impedir que vengan a jugar con sus balones, que suban a las pilas y todo eso. Si queréis, lo podéis hacer: el campo no es de ellos.

Un momento de silencio: quizás el viejo guardián estaba pensando en esa absurda propuesta. Luego:

— ¿Tendría que echarlos?

— Sí.

— ¿Por qué?

— Para dejar libre el campo. Hay otros que quieren ocuparlo, un grupo de muchachos ricos. Asl terminaríais de fumar colillas, tendrlais todos los puros que quisierais. ¿Aceptáis?

El guardián checoslovaco dudaba:

— Echarlos... — dijo.

— Pensadlo bien, Jano — continuó el demonio tentador—. Muchos puros y una buena propina.

La palabra produjo su efecto.

— ¿Dinero?

— Si, dinero. Muchas coronas.

Las muchas coronas volatilizaron las últimas resistencias del checoslovaco.

— De acuerdo — dijo—. Los echaré.

Nemecsek no perdió tiempo: mientras la puerta de la cabaña rugla para dejar paso a Gereb triunfante, él se habla bajado del techo, rápido y silencioso como un gato se habla dejado caer en la pila de madera, se habla bajado y se habla ido como un rayo hacia el campo.

Sabia que en ese momento todo dependla de él, sus compañeros y el campo, por lo que estaba muy emocionado.

Gritó desde lejos al ver al grupo de sus compañeros:

— ¡Bokal

No respondió nadie:

— ¡Bokal ¡Presidente¡

— No ha llegado todavla — le respondió uno.

Nemecsek echó a correr. Habla que informar inmediatamente a Boka para que interviniera. En el ángulo en que los habla dejado vio a los miembros de la Sociedad de la Masilla, seguian alli. Weisz segula presidiendo la asamblea y, al ver al rubio pasar corriendo, le gritó:

— /Aa—.hI ¡Señor secretario I

Nemecsek, sin pararse, hizo señal de que no podla.

— ¡ Secretario I — gritó Weisz.

Para dar más importancia a su llamada tocó la campana.

— ¡No tengo tiempol— gritó Nemecsek sin pararse. Queda pescar a Boka en casa.

Weisz sacó el último recurso y le gritó:

— ¡Soldado Nemecsek, alto!

A esa orden habla que obedecer, porque Weisz era teniente. El rubio, lleno de rabia, tuvo que pararse.

— A la orden, señor teniente — dijo poniéndose firme.

— Mire lo que le digo — dijo el oficial—. Hace poco hemos decidido que desde hoy la Sociedad de la Masilla continuará su actividad como sociedad secreta. Hemos elegido al nuevo presidente.

— ¡Viva Kolnayl — gritaron los muchachos.

— ¡Muera Kolnayl — gritó Barabas, el único a la oposición.

El ex— presidente añadió:

— Si vos, señor secretario, queréis continuar formando parte de la Sociedad Secreta de Recogedores de Masilla tendréis que prestar juramento de mantener secreto absoluto sobre el grupo, pues si llega a oldos del profesor Racz...

Pero Nemecsek no escuchaba nada. Habla visto a Gereb detrás de las pilas y se daba cuenta que, si le dejaba marcharse, se habria terminado todo. Adiós campo, torres, ejército, esperanza de ascender.

Si, por el contrario, Boka le hubiera hablado, apelándose a la conciencia y al sentido del honor, quizás habria despertado en él sus mejores sentimientos y todo se habria arreglado.

El rubio, que estaba muy nervioso, encontró la fuerza para decir al ex— presidente:

— Lo siento, señor, pero no me puedo entretener. ¡Tengo que irme!

— ¿Tenéis miedo, señor secretario? — insinuó irónico Weisz—. ¿No queréis seguir formando parte de la sociedad? i Tenéis miedo que nos descubran!

Nemecsek segula sin olrlo, pues estaba mirando a Gereb, que entre las pilas observaba a los muchachos para largarse del campo sin que lo vieran. ¿Qué podía importar ahora la Sociedad de la Masilla si todo el grupo de los muchachos de la calle Pal estaba en peligro de desaparecer?

Sin escuchar al superior que lo acusaba de cobardía, se abrochó la chaqueta y escapó corno un rayo por la puerta. Pasó la calle Pal y se dirigió a casa de Boka.

Toda la asamblea se quedó muda e indignada por la imprudencia de este soldado raso y vulgar secretarillo — lo que significaba algo así como recadero para todo—  de la Sociedad de la Masilla. Para osar tanto, tenia que estar dominado por una fuerza mayor que el sentido del deber, pues el rubio habla dado pruebas de sentirlo mucho, siendo siempre disciplinado, paciente y obediente a las órdenes de los superiores.

¿A qué se debla todo eso? Por regla general se dice que el más invencible de los sentimientos humanos es el amor, el único por el que todo lo demás pasa en segunda linea. Pero los recogedores de masílla no pensaban en el amor: nadie pensó que Nemecsek se habla escapado para ir a encontrarse con la mujer amada. Todos lo atribuyeron a miedo. En medio del silencio el ex— presidente dijo con seriedad:

—  Todos vosotros, queridos colegas, habéis visto el grave acto de insubordinación por parte de Erno Nemecsek y su deserción en un momento tan critico para nuestra sociedad. Ante el peligro Erno Nemecsek ha tornado las de Villadiego. Yo lo declaro un tlmido.

— ¡ Tlmido! — repitió a coro la asamblea.

— ¡ Es un vil! — añadió alguien.

— ¡Vil y traidor! — sostuvo Kolnay.

Richter pidió la palabra:

— Propongo que el traidor venga destituido de la carga de secretario — dijo solemnemente—  y expulsado de la sociedad. Propongo además que su nombre venga tratado en las actas secretas con la defillÍción de traidor.

— ¡De acuerdo! ¡Es un traidor! — gritaron los miembros de la asamblea.

El neo— presidente Kolnay levantó la mano y, obtenido silencio, pronunció la sentencia:

— La asamblea general de la Sociedad Secreta de los Recogedores de Masilla declara unánimemente vil y traidor a Erno Nemecsek, lo destituye del cargo de secretario y lo echa para toda la vida de la sociedad sin posibilidad de apelo. ¡Señor protocolista!

— ¡A las órdenes. señor presidente! — dijo Leszik.

— ¡ Escribid la sentencia y poned el nombre del traidor Erno Nemecsek en letras minúsculas. incluidas las iniciales. en señal de desprecio!

Un murmullo de espanto y aprobación se movió entre los presentes: la inscripción del nombre en letras minúsculas era la pena máxima que se pudiera dar a un socio. Todos miraron a Leszik, que. Sentado en el suelo. con el libro de las actas abierto entre las piernas — era un cuaderno de diez heller—  escribia con la lentitud que dictaba el caso:

erno nemecsek

es vil y traidor

De esta forma. el pobre rubio, que no era culpable de nada. Venía expulsado y tachado de traidor por los componentes de la Sociedad Secreta de los Recogedores de Masilla.

Mientras tanto, Erno Nemecsek, o según otro punto de vista erno nemecsek. había llegado a la calle Kiniszi. en cuya esquina, en el primer piso, vivia Boka. Entrando por la puerta casi choca contra el presidente de los muchachos de la calle Pal. que estaba saliendo.

— ¿Oye? — dijo Boka sorprendido al ver al rubio sudando—. ¿Qué haces aquí?

Con las frases entrecortadas por la carrera, Nemecsek le explicó lo que había descubierto y mientras tanto le tiraba de la chaqueta para que no se quedara alll parado a escucharlo. sino que se moviera. corriese. porque no había tiempo que perder.

— ¿Has oido todo esto? — preguntó Boka alicaido. aunque todavía incrédulo. mientras corna al lado de Nemecsek hacia la calle Pal ¿Estás seguro?

— Si, lo he visto y oido.

— ¿Gereb está todavia alll?

— Si nos damos prisa, igual lo encontrarnos.

Al llegar cerca del Policllnico. Nemecsek tuvo un fuerte golpe de tos y se paró:

— ¡Vete adelante. Boka! ¡Corre! — dijo medio agotado. fijándose de la pared—. Yo no puedo, tengo que esperar que me pase.

Boka dudaba, no quena dejarlo solo en ese estado.

— No es nada, estoy resfriado — dijo Nemecsek tosiendo continuamente—. Lo agarré en el Jardín Botánico. No por el baño que me di. sino por la pecera. Tuve unos temblores que me subían por la espalda...

Ya se me pasa...

Se cortó la tos y los dos muchachos corriendo dieron en seguida vuelta por la calle Palo Al entrar por la calle, se abrió la puerta del campo y salió Gereb.

— ¡Alll estál — gritó Nemecsek nervioso agarrando a Boka por un brazo.

El grito del presidente se oyó en la calle silenciosa:

— ¡Gereb!

Gereb, que se marchaba en dirección contraria, se paró y se dio media vuelta, vio a Boka y se echó a reír con una carcajada que chocó contra las paredes de las casas de la calle Pal como un insulto. Luego, sin dejar de reírse, echó a correr, alejándose rápidamente.

Los dos muchachos se quedaron petrificados en una punta de la calle. Estaban fuera de si. Gereb no sólo les había traicionado, sino que además se reía de ellos. Esto quería decir que no había nada que hacer: el traidor no se volvía atrás, el campo estaba en peligro.

Ninguno de los dos dijo una palabra. En silencio recorrieron la calle hasta la puerta del campo. Desde dentro llegaban las voces alegres de todos los días, gritos, risas, el ruido de la pelota contra el suelo o contra la tapia, las aclamaciones por el nuevo presidente de la Sociedad de la Masilla. Nadie de los que estaba alli pensaba que quizás dentro de muy poco aquel trozo de tierra lo habrían ocupado otros, que uno se lo iba a entregar al enemigo traicionándoles. Era terrible pensar en eso. Este trozo de tierra sin cultivar, entre las paredes de las casas, que el cemento no había ganado aún, era todo para aquellos muchachos. Si lo perdían, adiós llanura húngara, adiós prado del Far West, adiós océano sin limites y todo lo que era el campo según las estaciones o el tiempo para sus fantasías. El mundo entero, con sus maravillas y sus misterios, con todas sus sugerencias, estaba encerrado entre aquellas paredes. y ahora pretendían llevarles todo.

— ¿Ves? — dijo Nemecsek escuchando con tristeza el despreocupado jolgorio—. No tienen la minima idea de lo que va a suceder.

— No, no saben nada — respondió Boka agachando la cabeza.

Si el presidente le hubiera dirigido una palabra de aliento, Nemecsek se habría quedado tranquilo: tenia una confianza ilimitada en la inteligencia y habilidad de Boka y nunca se habría desesperado mientras le dirigiera y protegiera él con su inteligencia y seriedad, siempre tan seguro de si. Pero, al verlo en ese estado, notó por primera vez desde que le conocía unas lágrimas que se le escapaban de los ojos, por lo que sintió caérsele el alma a los pies. Se sintió desencajado al oír la voz triste y temblorosa de Boka, que le preguntaba algo que no hubiera pensado nunca:

— ¿y qué haremos ahora?

Capítulo V

Dos días más tarde, al caer la tarde sobre el Jardín Botánico, los dos centinelas del puente se quedaron algo extrañados y apuntaron con las lanzas, al ver una figura que se acercaba. Cuando se dieron cuenta de quién se trataba, se pusieron firmes.

— ¡Presenten armas!

Los centinelas pusieron las lanzas para arriba, por lo que las puntas de plata brillaban al mortecino resplandor de la luna. Ferí Ats, jefe de los Camisas Rojas, en honor del cual los dos centinelas habían presentado armas, llegó corriendo al puente.

— ¿Están todos? — preguntó a uno de los centinelas.

— Sí, señor comandante.

— ¿También Gereb?

— SI, señor comandante. Vino el primero.

Sin añadir más, Feri Ats pasó adelante y de nuevo se levantaron las lanzas, como prescribían las órdenes.

Los Camisas Rojas estaban reunidos en la explanada de la isla. Al llegar el jefe, gritó el mayor de los Pasztor:

— ¡Presenten armas!

Todos se pusieron firmes levantando ante sí las lanzas con las puntas envueltas en papel de plata. Feri Ats respondió con un saludo.

— He llegado un poco tarde y nos tenemos que dar un poco de prisa — dijo con gesto serio y a la vez agradable—. iManos a la obra! En primer lugar encended el farol.

Las reglas prohibían que se encendiera el farol antes de que llegase el comandante, por lo que, si habla luz, era señal de que Feri Ats habla llegado. El más joven de los Pasztor cumplió la orden y, al despuntar la claridad, los Camisas Rojas se pusieron en círculo alrededor de la piedra sobre la que hablan colocado el farol, sentados en el suelo.

Todos mantenían un silencio respetuoso en espera de la palabra del jefe.

— ¿Alguien tiene novedades? — preguntó Feri Ats.

Szebenics dio un paso adelante.

— Empieza.

— Le advierto que ha desaparecido del arsenal la bandera rojoverde que vos, señor comandante, hablais cogido en el campo de la calle Pal.

Feri Ats arrugó la frente:

— ¿No faltan armas?

— No, comandante. En mi calidad de superintendente, nada más llegar he ido a inspeccionar el arsenal controlando tomahawk y lanzas.

Están todas las armas.

— ¿Has visto huellas en los alrededores de las ruinas?

— Sí. Ayer, como todos los dlas, habla tirado por el castillo arena fina, según las órdenes recibidas. Hoy, al inspeccionar el terreno, he encontrado una huella que va desde la brecha del rincón donde estaba la bandera y vuelve para atrás. Desde allf se pierden las huellas, porque el terreno es duro y cubierto de musgo.

— ¿Huellas de un pie pequeño?

— Sl, muy pequeño, más pequeño que el de Wendauer, que es el que los tiene más pequeños.

— Es evidente que ha entrado alguien en el arsenal — dijo el comandante—. Sin duda es uno de los muchachos de la calle Pal.

Se oyó un bisbiseo entre los Camisas Rojas, que hasta entonces hablan permanecido en silencio.

— Mi suposición — añadió Feri Ats—  está basada en el hecho de que cualquiera hubiese llevado más fácilmente las armas que un trozo de tela. Dado que no faltan armas y que se han llevado la bandera, uno de los muchachos de la calle Pal ha entrado en el arsenal con la obligación de recuperarla. ¿Sabes algo, Gereb?

Gereb vema considerado como informador general. Se puso de pie de mala gana.

— No, nada. En el campo no se ha hablado de recuperar la bandera.

— Bien, siéntate. Trataremos esto más tarde, ya que tenemos que hablar de cosas más urgentes. Ya sabéis la afrenta que nos han hecho hace unas noches los muchachos de la calle Pal, mientras estábamos todos en la isla. Se han metido debajo de nuestras narices y han clavado un mensaje en este árbol. Nosotros no sólo no los hemos agarrado, sino que hemos seguido por varios kilómetros a dos pobrecillos, que no teman nada que ver con el asunto y que coman sólo porque nosotros ibamos detrás. ¡Vaya proezal Si lo supieran nuestros enemigos, se reman a carcajada limpia. Parémonos sobre el mensaje escrito en el cartón rojo. Yo lo considero injurioso y provocatorio, una ofensa que tiene que recibir su réplica. Si hemos retrasado la invasión del campo de la calle Pal, ha sido para dar a Gereb el tiempo de estudiar los particulares y establecer mejor los términos de la ocupación.

Vamos a escuchar la relación de Gereb y luego determinaremos la fecha. — Miró al muchacho que estaba junto a él—. ¡De pie! — ordenó.

Gereb obedeció.

— Te escuchamos.

— Habrla que examinar un nuevo sistema para la ocupación del campo — dijo Gereb—. Creo que se puede conseguir sin luchar. Ya sabéis que yo pertenec1a a ese grupo y no quisiera ... O sea, me disgustarla que por mi alguno...

— Habla claro — dijo con tranquilidad Feri Ats.

— Mirad, preferiría no ser yo directamente la causa de que se marchen del campo. He tenido una idea que me parece buena: he hablado con el guardián de la serrerla y está dispuesto a dejarnos el campo libre, lo que...

No pudo terminar la frase, pues Feri Ats le cortó con su voz sonora y seca, que sacaba cuando estaba algo enfadado y que hacia temblar a los más duros de los Camisas Rojas.

— Entonces tú no has entendido nada — dijo mirando a Gereb con ojos amenazadores—. ¿Por quién nos has tomado? Nosotros, Camisas Rojas, no queremos saber nada de corrupciones, compras o cosas parecidas. Necesitamos el campo, pero no lo robaremos ni buscaremos apropiarnos con medios desleales. Si los de la calle Pal se retiran y nos lo dan, bien, de lo contrario lo conquistaremos con la fuerza. No tenemos necesidad de que intervenga un mercenario checoslovaco:

tenemos que echarlos nosotros, no un vulgar guardián checoslovaco.

¡Qué rabia! No aguanto estas intrigas de mujerzuelas.

Nadie osaba decir una palabra ante la indignación del jefe. Gereb tenia los ojos bajos. Feri Ats le echó una mirada para traspasarlo.

— Si tienes miedo y quieres retirarte — dijo seco—, puedes hacerlo.

Te puedes marchar ahora mismo.

Gereb estaba entre dos hierros. En el grupo de la calle Pal ya no estaba a gusto y, si los Camisas Rojas lo echaban, se quedarla más solo que la una, sin saber donde ir. Por este motivo se dio ánimos y, levantando la cabeza, dijo en un tono firme:

— ¿Miedo? No soy un cobarde. Estoy con vosotros y aquí me quedo.

Os baste mi palabra de que seré siempre leal.

— De acuerdo — dijo Feri Ats mirándole y hablándole de un modo por el que se entendía que, aunque aceptaba la colaboración del espía por razones de necesidad, no tenía la más mínima simpatía por su persona—. Si quieres quedarte con nosotros, tendrás que jurar fidelidad a nuestra organización y observar nuestras leyes.

Gereb respiró tranquilo.

— De acuerdo — dijo—.  Juro fidelidad a los Camisas Rojas y me obligo a respetar las leyes.

— La mano — dijo Feri Ats.

Comandante e informador se dieron un apretón de manos.

— Se te admite en nuestro grupo con el grado de subteniente — dijo Feri Ats—. Szebenics te dará una lanza y un tomahawk personales y tomará nota de tu nombre y del grado en tu deber secreto. Ahora escúchame. Ya no nos podemos retrasar porque el tiempo manda.

Atacaremos dentro de tres días, el miércoles. Nos reuniremos mañana por la tarde y determinaremos los particulares. Ya está decidido que la mitad de nuestras fuerzas entrarán en el campo por la calle Marla y ocuparán las torres. Mientras tanto tú abrirás la puerta que da a la calle Pal al resto de las tropas, que, una vez dentro, rodearán a los ocupantes para echarlos fuera. Si el enemigo se mete entre las pilas, los esperarán desde las torres para echarlos fuera. Hay que obrar decididamente y sin perder tiempo, pues tenemos necesidad absoluta de un campo de juego y lo conquistaremos cueste lo que cueste.

El grupo de los Camisas Rojas se puso de pie y levantó las lanzas gritando varias veces con "¡Vivar'. Feri Ats les obligó a guardar silencio:

— Quisiera saber una cosa, Gereb — dijo—. ¿Los muchachos de la calle Pal sospechan que tú estás de nuestra parte?

— No, no creo — respondió el nuevo subteniente de los Camisas Rojas—. Aunque alguno de los suyos haya estado aquella noche que colgaron el cartel, no me habrá reconocido en la oscuridad.

— Así que podrás asistir a la reunión de ellos mañana por la tarde.

— Si.

— ¿Estás seguro que no sospechan nada?

— Seguro — Gereb añadió— : Aunque alguien sospechase, no diría una palabra. Tienen todos mucho miedo de mi. Nadie tiene valor para decir una palabra en ese sentido.

Entonces se oyó una voz nueva, una voz de timbre infantil:

— ¡Pues hay alguien!

Todos se miraron sorprendidos.

— ¿Quién ha abierto la boca? — preguntó Feri Ats bruscamente.

Nadie respondió. La voz misteriosa añadió:

— Yo, ¿por qué?

Los Camisas Rojas se volvieron hacia el punto de donde provenía la voz, o sea un espeso montón de hojas frescas del árbol que dominaba la explanada. Algo se movió allá arriba, se oyó el ruido de las hojas, se partió una rama seca y se vio en el tronco un pie, luego otro, luego las piernas, y por fin un muchacho con el pelo rubio, que saltó del árbol acompañado de algunas hojas.

Se sacudió la chaqueta y los pantalones con la mano, retrasándose con cierta indiferencia hacia los que lo miraban, luego se puso ante el grupo de los Camisas Rojas, que lo estaba mirando mudo, desencajado por esa aparición e intercambió la mirada. Ninguno decía nada.

Gereb, que estaba pálido, fue el primero que habló.

— ¡Nemecsekl

El rubio le miró de frente.

— SI, Nemecsek — dijo tranquilo—. Soy yo. No discutáis sobre quién ha cogido la bandera del arsenal. He sido yo y la tengo aquí. Yo tengo los pies más pequeños que Wendauer. Estaba allá arriba desde las tres y media, habrla podido quedarme otro rato y luego irme sin que ninguno de vosotros se diera cuenta. Pero, al oír a este traidor que nadie de nuestro grupo tiene valor, he perdido los estribos. Ahora te hago ver, me he dicho, si los de la calle Pal son unos cobardes. Aunque lo fueran todos, hay uno que no: Erno Nemecsek, el único soldado raso. y aquí me tenéis. He asistido a vuestra reunión, he escuchado todo lo que habéis dicho, he cogido nuestra bandera. Podéis hacerme lo que queráis, podéis pegarme, si os da la gana. Si me queréis quitar la bandera, lo tendréis que hacer por la fuerza, pues no tengo intención de soltarla. ¡Venga, daos prisa! ¿Qué esperáis? Sois diez contra uno.

Mientras hablaba, su voz se habla hecho más ardiente y sus ojos lucían en la oscuridad. Derecho, con los brazos abiertos como ofreciéndose en venganza de los enemigos y con la bandera agarrada con la derecha, Nemecsek seguía mirando el grupo de los Camisas Rojas, que, mudo e inmóvil, no se habla repuesto de la sorpresa. Esos jóvenes guerreros y fuertes, acostumbrados a dominar a los más débiles y a darse bofetadas con los más fuertes, sin escrúpulos, se habían quedado de piedra ante la vista del rubio caldo del cielo frente a ellos, que les habla hecho frente con tanta sangre fria y les desafiaba provocándoles, como si su pequeñez le hubiera enrobustecido el ánimo para empezar a puntapiés con la compañia, incluyendo a los dos fuertes Pasztor y al mismo Feri Ats, con cuerpo fuerte y carácter dominador.

Antes de despertarse de esa extraña hipnotización, los dos Pasztor, echándose una ojeada, se acercaron a Nemecsek y se pusieron uno a cada parte, agarrándolo por los brazos. El más pequeño, que estaba en la derecha, le iba a retorcer una mano para quitarle la bandera, cuando se oyó la voz de Feri Ats:

— ¡Quieto! ¡Dejadlol

Los Pasztor miraron extrañados a su jefe.

— ¡He dicho que le dejéis en paz!

Los dos hermanos tuvieron que obedecer y soltaron la presa de mala gana.

— Me gusta este muchacho — continuó Feri Ats observando con interés al rubio—. De verdad que tienes valor, Nemecsek. Puedes decirlo muy alto. Eres un tipo fenomenal y te confieso que estada muy contento si te quedaras con nosotros. Un apretón de manos y te quedas con nosotros. ¿Qué te parece, Nemecsek? ¿Quieres ser Camisa Roja?

— ¡Yo, no! — movió la cabeza con cierto desprecio— ¡Jamás! ¡Yo soy de los de la calle Pal! — La voz le temblaba, no por miedo, sino por emoción, por el desprecio de lo que le hablan propuesto. Pálido, con los ojos fuera de las órbitas, la cabeza levantada repitió secamente—: ¡No, nunca!

Feri Ats sonrió:

— Haz lo que quieras — dijo con un tono de indiferencia—. Ya sabes que yo no insisto. No he pedido nunca a nadie que se una a nosotros; todos los muchachos que ves han entrado en el grupo por su iniciativa y muchos han tenido que rogar antes de que los aceptara. Hago una excepción para ti: eres el primero al que le haya invitado a entrar. Si no quieres aceptar, como si no te hubiera dicho nada.

Y le dio la espalda a Nemecsek.

— ¿Qué hay que hacer? — preguntó el mayor de los Pasztor.

El comandante respondió:

— ¡Quitadle la bandera!

El mayor de los Pasztor no se lo hizo repetir dos veces: agarró el brazo a Nemecsek y se lo retorció tanto, que el pobre muchacho se tuvo que morder el labio para no gritar. El mayor de los Pasztor era el más fuerte del grupo, por lo que le retorció muy fuerte. Además no era el tipo que se hiciera escrúpulos frente a un chaval pequeño.

Nemecsek aguantó sin llorar, pero al final tuvo que ceder: la mano, sin fuerza, se abrió y le quitaron la bandera, que tenía entre los dedos.

— ¡Ya está! — dijo el mayor de los Pasztor.

En el grupo segula la tensión. Todos esperaban con ansiedad las decisiones del comandante. ¿Qué lección habría inventado Feri Ats para castigar al insolente rubio, que no sólo habla tenido la osadla de entrar en su territorio a espiar, sino que había rechazado la invitación que le había hecho el jefe? Incluso ahora, al hacer cuentas, estaba bien pinado y esperaba la sentencia con aire arrogante.

Por fin se volvió de nuevo el jefe de los Camisas Rojas hacia Nemecsek. Lo miró un momento en silencio y luego llamó a los dos Pasztor, los torturadores de turno:

— Es muy débil y serla una mezquindad pegarle. Le daremos un baño.

La sentencia fue acogida con risa y se rió hasta Feri Ats y los hermanos Pasztor, siempre de mal humor. Szebenics tiró la visera al aire para expresar su alegria y Wendauer se puso a saltar como un sapo.

Gereb, de pie debajo del árbol, se mataba a reír. Entre risas generales ante la perspectiva de tal espectáculo sólo Nemecsek estaba serio. No tenia miedo ni era la idea del baño lo que le preocupaba. Desde hacía unos días estaba resfriado y tenía una tos nada buena, por lo que su madre le habla prohibido salir de casa. El, escapándose a la vigilancia materna, habla salido de casa a las tres y media; hora más tarde ya estaba allá arriba sentado en una rama del árbol grande, que a modo de sombrilla cubrla la explanada de la isla. ¿Qué podía hacer?

No podía decir a sus enemigos que tenía un resfriado y que se habría puesto peor con un baño. Se habrían reído más. Sobre todo Gereb. Se reía como una hiena, con la boca abierta desde una oreja a otra enseñando los dientes. ¡Cómo le habrla tomado el pelo si hubiera dicho que estaba resfriado! i El héroe resfriado! Nemecsek, después de haber desafiado imperturbablemente al enemigo, dando muestras de un valor admirable, baja la guardia y pide que le perdonen, ya que la ejecución de la sentencia podla provocar un aumento de secreción nasal. El, que no teme la muerte, tiembla ante la idea de la nariz tapada.

No podía decirlo. Y no lo dijo. Sin resistir se dejó llevar hasta la orilla del lago, donde los dos Pasztor, escogido un punto en que el agua cubrla más, lo agarraron por los brazos y lo metieron hasta el cuello. Luego, mientras uno le sujetaba los brazos, otro le empujó la cabeza y la tuvo debajo del agua un rato antes de sacarla de nuevo.

Tras esto, debido a las aclamaciones y peticiones que se hacian entre la satisfacción general desde el puente, se concedió el bis: la cabeza rubia y mojada, resplandeciente a la luz de la luna, desapareció de nuevo debajo del agua para aparecer entre el griterio de los asistentes.

Por fin, los dos esbirros, entusiasmados por las aclamaciones, concedieron un número fuera de programa, algo asl como "La Foca Burlona", a la que siguió "El Delfln Saltador" y terminaron con unos juegos en el agua. Los Camisas Rojas del puente no cablan dentro de si y daban unos gritos ensordecedores. Tiraban las viseras por el aire, se agarraban pata bailar y abrazarse en forma de molinos de viento y continuamente gritaban con todas sus fuerzas:

— ¡ Uia—.p! ¡ Uia—.p!

Era su grito tlpico, algo asl como el grito ¡Ao—.h! de los muchachos de la calle Pal.

Los gritos y las risas con el moverse de brazos y piernas daban la impresión, en el profundo silencio del jardín envuelto en la oscuridad, de una reunión de diablos. Nemecsek desde el lago, zambullido en el agua y saliendo a la superficie de cuando en cuando como una rana, fijaba su mirada triste en Deszo Gereb, que, de pie en la orilla, se reía a carcajada limpia y le calan lágrimas de hilaridad por los ojos.

Por fin terminó el espectáculo y los dos Pasztor soltaron al muchacho, que salió del lago mojado y lleno de barro, saliéndole agua por las mangas de la chaqueta y por los bordes de los pantalones.

Entonces llegó la hilaridad de los Camisas Rojas al máximo: parecía que no hubieran visto nunca algo tan cómico en su vida. Cuando Nemecsek se sacudió de esa forma tan particular que parecia un perro, con gritos y saltos los Camisas Rojas se retiraron para evitar las gotas de agua que despedla. Ese miedo simulado no tenia otro fin que seguir riéndose del pobre rubio.

— Parece un pajarin.

— Quizás tiene sed el pollo. ¿Quieres un poco de agua?

— A mi me parece una regadera rota.

—.Ahora podria frelr unos huevos y calentarse.

— ¡Qué crlol ¡Se lo ha hecho encima!

Nemecsek recogla en silencio, con una sonrisa amarga, retorciendo como podla la chaqueta enchupada. Gereb, temiendo que los nuevos compañeros dudasen de la sinceridad de su alegria y para ganarse algo de simpatla, se hizo el duro.

— ¿Qué tal? — dijo poniéndose ante Nemecsek con cara burlona—.

¿Te ha gustado el baño?

El rubio lo miró con sus grandes ojos azules, algo rojos por el agua sucia del lago.

— Quizás no mucho — respondió seco—, pero es mucho mejor estar en el agua que en la orilla riéndose. Preferirla estar en el agua hasta Navidad, antes que estar seco y caliente junto a los enemigos de mis compañeros. No me importa un bledo el baño. Hace unas noches me cal yo y ahora no ha sido mucho peor. Ya te habla visto en la isla junto a ellos. Nunca haría yo lo que has hecho tú. Podéis rogar todo lo que queráis, tentarme con promesas, darme los regalos que os parezca, pero no sacaréis nada de mí. Aunque me deis diez, veinte baños, no me meteréis miedo y volveré aqul mañana, pasado, siempre. Id a la calle Pal para apoderaros del campo. Os acogeremos como os merecéis. Entonces no seréis diez contra uno y veréis que os responderemos como yo solo no puedo hacer. ¡Vaya éxito! ¡Vaya valentía tirarme al agua y reíros de mi porque no puedo defenderme! Podéis estar orgullosos de haber hecho esto, ¿pero qué habéis sacado? Hace unos dlas, ante el museo, esos dos, los Pasztor, me quitaron las canicas.

¡Vaya coraje! ¡Qué osadla la de robar unas canicas a un muchacho más pequeño que ellos y entre dos gorilas! Y lo mismo habéis hecho hoy. ¿Estáis ahora satisfechos? ¿Queréis continuar la fiesta? ¿Queréis pegarme? Venga, no tengáis miedo. Sabéis perfectamente que podría haber evitado el baño. Sin embargo, lo prefiero así Estoy dispuesto a todo, menos a pasarme de vuestra parte. Podéis tirarme otra vez al agua, podéis ahogarme, pegarme una paliza, matarme, pero no seré un traidor, un renegado como ese tipo.

Ahora, ante el brazo de Nemecsek que indicaba a Gereb, se vela a éste pero sin la sonrisa de antes, toda su cara se habla reducido a un gesto amargo. La luz del farol cala sobre la cabeza rubia y reluciente, sobre la cara punteada de gotas y unos ojos trasparentes, que miraban fijamente al traidor. El, el maltratado, el menospreciado, el débil, pero con un corazón noble y puro, sentía que podía mirar a su compañero de arriba a abajo. YGereb no aguantó esa mirada: oprimido por el peso de su comportamiento y amargado por su vergüenza, bajó la cabeza y así se quedó en silencio.

También ahora los demás estaban callados y aparecían serios, como si estuvieran en la iglesia, como si asistieran a un rito. En el silencio de la noche se olan caer las gotas del traje de Nemecsek sobre las hojas de un arbusto. Por fin, se atrevió a hablar el rubio.

— ¿Tengo que continuar aquí o marcharme?

Como nadie le dio una respuesta, nadie parecía haberle oído, preguntó:

— ¿Tenéis intención de que me muera? ¿Puedo marcharme?

Nadie le respondió, por lo que se dirigió tranquilamente al puente.

El grupo de los Camisas Rojas se quedó parado donde estaba, sin dar un paso. Todos se dieron cuenta que ese muchacho rubio, flaco y ensopado, era un valiente, un ejemplo para todos, un verdadero hombre digno de la estima de todos. Los dos centinelas, que hablan seguido la escena desde el puente, lo vieron acercarse dudosos de lo que tenían que hacer, aunque sabiendo que no lo habrlan detenido. Al poner Nemecsek los pies sobre el puente, se oyó la voz profunda de Feri Ats:

— ¡Presenten armas!

Los centinelas se pusieron firmes y levantaron las lanzas con las puntas de plata. También el resto siguió las órdenes poniéndose firmes y pegando con los tacones. Las puntas resplandecientes de sus armas se percibieron en la luz de la luna. En el silencio profundo sólo se olan los pasos rttmicos de Nemecsek sobre el puente, que poco a poco se apagaron al pisar la hierba, perdiéndose en un chik— chiak de zapatos llenos de agua. Por último, nada: Nemecsek se habla ido.

En la isla los Camisas Rojas se intercambiaron miradas de ansia y de desconcierto y nadie sabIa qué decir. Feri Ats, de pie en medio de ellos, tenia la cabeza gacha y estaba callado. Gereb, pálido y fuera de sI, se le acercó:

— Oye, quisiera ...

Pero no pudo terminar la frase, pues Feri Ats se dio media vuelta: el comandante no querta escucharlo. Entonces se acercó al mayor de los hermanos Pasztor, que estaba todavla, sin darse cuenta, firme.

— Oye, por favor...

Se interrumpió de nuevo, cuando Pasztor, siguiendo el ejemplo de su jefe, se puso a mirar para otra parte. Gereb se quedó embarazado, turbado por ese modo de comportarse. Por fm dijo:

— Entonces... es mejor que me marche.

Esperó todavia un poco, pero nadie dijo nada, por lo que se encaminó hacia el puente, por el que habla pasado Nemecsek. Nadie le presentó armas: los centinelas, agachados sobre el parapeto, paredan estar absortos en la contemplación del agua negra tejida de luces al acariciarla el viento en la superficie. No hicieron caso al pasar Gereb y el silencio duró hasta que sus pasos se perdieron en la oscuridad del jardin.

Al quedarse solo con los suyos, Feri Ats se acercó al mayor de los hermanos Pasztor y le susurró tan cerca que casi se tocaban las mejillas:

— ¿Has robado a ese muchacho las canicas en el jardín del museo? — preguntó.

— Si — respondió el muchachote perplejo.

— ¿Tú y quién más? ¿Tu hermano?

— Si.

— ¿Habéis declarado el einstand y os habéis llevado todo?

— Si.

— Sablais que yo había prohibido a todos los Camisas Rojas, de forma taxativa, quitar canicas a muchachos más pequeños. Lo sablais los dos.

Los hermanos se quedaron en silencio. El comandante se cuadró con expresión de desprecio y ordenó:

— Los dos al agua.

Los Pasztor se quedaron con la boca abierta, como si no hubieran entendido.

— ¿Qué pasa? ¿Os habéis quedado paraliticas? — dijo secamente

Feri Ats—. ¡Venga, os toca a vosotros daros un baño! Como estáis, sin quitaros nada.

Al notar en el grupo un ligero indicio de sonrisa, advirtió:

— El primero que se rla los seguirá.

Nadie tenia ganas de bromas. Feri Ats miró fijamente a los dos hermanos, que no se decidlan a obedecer.

— ¡Moveosl —.rdenó impaciente—. ¡Meteos inmediatamente en el agua, y hasta el cuello! — Luego se volvió hacia los demás—. Daos la vuelta: no hay motivo alguno para que os quedéis mirando.

Los Camisas Rojas se dieron la vuelta y lo mismo hizo el jefe, prefiriendo no ver a sus fidelisimos cumplir con las órdenes sobre ellos mismos. Se oyó la calda, el agua, luego los dos Pasztor se sentaron en el fondo para tocar con la barbilla la superficie del agua. Entonces se volvió Feri Ats para constatar que los dos hablan cumplido el castigo como les habla sido impuesto. Constatado que todo se habla realizado como él habla ordenado, habló a los suyos, que miraban a la otra parte del lago:

— ¡Venga, a deponer las armas!

El grupo fue tras el jefe, los centinelas apagaron el farol y alcanzaron al resto, que ya habla superado el puente, y se pusieron en cola.

Los dos Pasztor, que hablan quedado solos, salieron del agua. Se intercambiaron una mirada; luego, sin decir nada, metieron las manos en los bolsillos de los pantalones, como de costumbre, y se marcharon lentamente, con la cabeza gacha, humillados y chorreando.

Capítulo VI

Al entrar en el campo de la calle Pal a las dos y media, los muchachos vieron en seguida una cartulina escrita y clavada con cuatro clavos en la tapia. Era un aviso que Boka había pensado y escrito por la noche. Estaba escrito en un cuerpo grande con letra de molde, a tinta china y con las primeras letras de cada linea en rojo.

AVISO

¡MUCHACHOS DE LA CALLE PAL, ESTAD ALERTA!

NUESTRO CAMPO ESTA EN PELIGRO; SOLO SI LO DEFENDEMOS CON TODAS NUESTRAS FUERZAS PODREMOS SALVARLO.

EL FUTURO DEL CAMPO ESTA EN NUESTRAS MANOS.

¡LOS CAMISAS ROJAS NOS ATACARAN PARA INVADIRLO!

¡ESTAREMOS PREPARADOS PARA ENFRENTARNOS AL ENEMIGO Y CONSERVAREMOS EL CAMPO,

AUNQUE NOS CUESTE SANGRE!

¡CADA UNO CUMPLA CON SU DEBER!

Firmado: EL PRESIDENTE

Leído el aviso, nadie tenía ganas de jugar. Se pusieron a pasear por la explanada discutiendo entre ellos sobre la batalla. De cuando en cuando miraban el aviso del presidente y leían atentamente alguna frase. Alguien lo aprendíó de memoria, se subió sobre una pila de madera y lo repitió en tono declamatorio a los demás, que estaban debajo escuchándole, aunque ya lo conocían palabra por palabra.

Luego volvían otra vez a leer el aviso y alguien se subía a las pilas de

madera y lo repetía en voz alta a sus compañeros.

Durante toda la tarde no hicieron nada más que hablar de ese aviso. Era la primera vez desde que estaban juntos los muchachos de la calle Pal que Boka les ponía un aviso en toda regla. Ellos pensaban que si el presidente había llegado a ese extremo era porque la situación no tenía arreglo.

Días pasados había corrido la voz de una amenaza por parte de los Camisas Rojas y alguien había insinuado algo sobre Gereb, que sólo se le veía raramente, pero nadie sabía con precisión cómo estaban las cosas. Boka había mantenido el secreto, porque no había encontrado al traidor en el campo para poderle acusar delante de todos y someterlo aljuicio de la Corte Marcial. Por su parte, Gereb no se dejarla ver, si intuia que los compañeros sospechaban algo. Esta era la opinión del presidente, el cual no se suponia que el soldado Nemecsek, por su iniciativa, sin decir nada a nadie, hubiera ido al Jardín Botánico y hubiera creado ese pandemonio en el campo enemigo, revelando a Gereb que ya sabia todo. Sólo supo al día después la escapada del rubio. Al terminar la clase de latln, en el sótano de la escuela, donde el bedel vendía a los alumnos bocadillos, Nemecsek le habla llamado aparte y le habla largado su acción valerosa. Pero incluso sobre esto Boka no habla dicho nada, así que en el campo, por la tarde, nadie sabia nada de lo que se estaba cociendo: se esperaba con intranquilidad al presidente para conocer los particulares.

Al aumentar el nerviosismo, tuvo lugar un incidente que enfadó a los miembros de la Sociedad Secreta de los Recogedores de Masilla: la masilla social se habla secado. Era la que los socios hablan recogido esos días después que el profesor Racz les quitara injusta y cruelmente todas las reservas. Era una bola no muy grande. Y ahora estaba seca, dura como una piedra y no servla para nada. ¿Por qué estaba así? Porque quien tenia obligación de masticarla no lo habla hecho. ¿Yquién era? Kolnay. En su calidad de nuevo presidente tenia la obligación de masticar todos los días la masilla social para conservarla blanda, pero por negligencia no lo habla hecho.

Es fácil imaginar quién habla sido el primero que acusó al presidente, le obligó a enseñarle la masilla y se lo comunicó a los compañeros, en medio de protestas de todo tipo: Barabas. Estaba haciendo una propaganda a todos los niveles entre los compañeros contra su rival, acusándole que por su negligencia se habla perjudicado la sociedad y demostrando que era un presidente inepto e indigno de confianza, por lo que pedla una reunión de la asamblea extraordinaria.

Se lo contó a tantos y tantas veces, que Barabas consiguió poner a todos los compañeros contra Kolnay. Pero el presidente, que conocía perfectamente a los socios y sabia la situación de la masilla, se dio cuenta del resultado de aquella convocatoria e intentó reparar.

— De acuerdo, reuniremos la asamblea — dijo—. Pero mañana. Hoy tenemos que resolver lo del aviso, que es más importante.

— ¿Por qué esperar? — respondió Barabas—. Esto lo podemos resolver en dos minutos.

— Mejor mañana — repitió Kolnay.

— ¿Si? — gritó Barabas furioso—. El señor presidente sabe ya cómo terminaría esto. Es la segunda vez que deja endurecer la masilla. Tiene miedo.

— ¿De ti? — preguntó Kolnay con desprecio.

— De mi no, de la asamblea. Hay que convocarla para hoy.

Kolnay iba a responderle, cuando desde la otra parte de la empalizada se oyó la llamada de los muchachos de la calle Pal.

— j Ao—.hI j Ao—.hI

Todos miraron para la puerta y vieron entrar a Boka, seguido de Nemecsek demacrado, con un jersey rojo de cuello alto. Kolnay se dio cuenta que no podía seguir discutiendo, por lo que capituló.

— De acuerdo, hoy se convocará la asamblea general. Pero más tarde, antes hay que oír lo que nos tiene que decir Boka.

— De acuerdo — respondió Barabas.

Los únicos que seguían hablando eran estos dos, el resto de los miembros de la Sociedad Secreta de Recogedores de Masilla había corrido a hacer corro al presidente, atosigándolo con preguntas. Kolnay y Barabas se acercaron al grupo.

Boka pidió silencio y todos se quedaron sin respiración: nunca hablan obedecido tan rápidamente y de tan buena gana a las órdenes de un profesor o de los padres.

— Ya conocéis el peligro en el que nos encontramos — dijo el presidente—. Después he sabido que uno de los nuestros, entrando en el campo enemigo, ha oído que los Camisas Rojas han decidido atacarnos mañana mismo.

El grupo bisbiseó indignado al conocer la noticia. Nadie esperaba que empezaran tan pronto la batalla.

— Entonces, muchachos, mañana — continuó Boka—. Proclamo desde hoy el estado de asedio. Cada uno tendrá que seguir rápidamente y sin pestañear las órdenes de los superiores, los cuales, a su vez, tendrán que seguir escrupulosamente mis orientaciones. Esta vez, amigos mios, no va en broma, es una cosa muy seria. Ya conocéis a los Camisas Rojas: gente dura, con mucha osadia, bien armados y organizados. Además, son muchos. Nos tenemos que preparar para defendernos. Quede bien clara una cosa: no es obligatorio luchar y no quiero forzar a quien no tenga ganas. Quien, por un motivo u otro, no desee tomar parte en la batalla puede decirlo y se puede marchar libremente. ¿De acuerdo?

El grupo, silencioso y compungido, quedó todo unido. El presidente volvió a repetir:

— Quien no quiera luchar puede decirlo libremente, nadie le preguntará por qué ni le criticará. En el campo quiero sólo voluntarios 

— Esperó un momento y añadió:—. ¿Nadie?

— ¡Nadie! — gritaron los muchachos a una.

— Bien — dijo Boka—. Cada uno de vosotros tiene que obligarse sobre su palabra de honor a estar aquí mañana a las dos en punto.

Uno a uno los muchachos fueron pasando ante el presidente y prometieron encontrarse al día siguiente, a las dos en punto. Boka estrechó la mano a todos.

— El que no se presente mañana mostrará ser un vil y un perjuro.

Si viniera más tarde al campo, le echaremos fuera a patadas, como a un perro.

Leszik dio un paso adelante.

— Me permito notar, señor presidente — dijo—. que no estamos todos. Falta Gereb.

Siguió un silencio profundo. Todos esperaban con mucha curiosidad saber la verdad sobre el compañero ausente. ¿Por qué hablaba todo el mundo de él? ¿Por qué no se le vela por el campo? ¿Qué misterio habla debajo de todo esto? Pero Boka no cambiarla su linea de conducta: desenmascararla al traidor delante de todos, en el campo, pero sólo si estaba él presente. Acusarlo a sus espaldas iba contra su sentido de justicia.

— ¿Por qué no se le ve? — insistió alguno, ya que el presidente se callaba—. ¿Qué le ha pasado?

— Nada — respondió Boka con la voz cortada—. Hablaremos de ello cuando llegue el momento. Ahora hay que pensar sólo en la batalla de

mañana y cómo podemos vencer. Antes de exponeros mi plan de batalla, tengo que asegurarme que entre vosotros hay una concordia absoluta. Esto es fundamental para conseguir la victoria. Por tanto, si entre vosotros hay un rencor escondido, una enemistad antigua o reciente, hay que olvidarlo completamente. El momento es muy peligroso y no puede haber pequeñas rencillas entre nosotros. Os ordeno que quien estuviera enemistado con un compañero tiene que perdonarle.

Todos se quedaron mudos.

— Exijo la mayor sinceridad — continuó Boka dulce y severo a la vez, con ese tono de amistad y de imposición que le merecía obediencia—.

¿Todos de acuerdo y amigos? ¿Ninguna diferencia?

Weisz se decidió.

— Yo creo que ...

y se cortó, no sabiendo si estaba cumpliendo con su deber o hacía el espía.

— ¡No te pares! — le dijo Boka—. ¡Habla!

Dado que segula en silencio y humillado, le ayudó:

— No es necesario que nos cuentes todo. Basta que digas los nombres.

— Kolnay... y Barabas — sopló Weisz animado por el tono bonario del presidente, que, como todos sablan, detestaba a los espías.

Boka miró a Barabas, que se puso más rojo que un tomate.

— ¿Es verdad?

— Sí, bueno... Es que él...

— No es verdad — intervino Kolnay—. Barabas díce que...

— Callaos — cortó Boka—. No tiene importancia quién tiene razón.

Ahora colocad una piedra sobre ese pasado y en paz.

Dado que los dos dudaban en manifestar su perdón:

— ¡Venga, daos la mano! Si no os perdonáis, os echo a los dos del campo. No podemos ganar, si no estamos nosotros de acuerdo. Y lo que importa es vencer.

Los dos eternos rivales se adelantaron hacia el jefe y se quedaron uno frente a otro mirándose como dos perros. Dado que Boka no ponía buena cara, se estrecharon la mano, aunque no fuera de manera cordial. El presidente se quedó con la mosca tras la oreja.

— Mirad, os habéis perdonado — les dijo—. No os quiero ver discutir dentro de cinco minutos. ¿Lo prometéis?

Los dos lo prometieron.

— Señor presidente — dijo Barabas—, quisiera reservarme una cosa.

— ¿Qué te reservas?

— Si los Camisas Rojas no nos atacan, ¿podríamos considerar nula la reconciliación? ¿Y después de la batalla? ¿Después que hayamos ganado? ¡No estaré obligado a estar en paz con Kolnay toda la vida!

Hay una incompatibilidad...

— ¡Bastal — le respondió Boka con una mirada de reproche—. ¡Ya está bien con esta historia!

Barabas se calló. Habría dado todo lo que tenia, hebillas, cromos, unos cien sellos mundiales, los zapatos nuevos, tres monedas de un heller, todo, con tal de darle un sopapo a Kolnay. Echarle las uñas a la cara, pegarle un pisotón, darle unas patadas... ¡Qué alegria! Sobre todo porque su rival segula riéndose corno un tonto. Pero no había que añadir más: habla que hacer la paz para poder hacer la guerra.

— Ahora — dijo Boka—  os comunicaré mi plan estratégico. Soldado Nemecsek, dadme el croquis.

El rubio sacó del bolsillo un trozo de papel y lo desplegó sobre una piedra que siempre servla de mesa. Estaba marcado el campo: el presidente lo habla hecho el dla antes, al elaborar su plan estratégico.

Los muchachos se sentaron en el suelo y lo examinaron, luego esperaron que se les dijera dónde y qué deblan hacer cada uno.

— ¡Atención! — empezó el presidente—. Mirad bien este croquis,

 

que es la planta topográfica de nuestro campo. Según las noticias recogidas por el compañero que se metió la otra noche en el lugar de reunión del enemigo, los Camisas Rojas tienen intención de atacarnos por dos lados a la vez: por la calle Pal y por la calle Maria. ¿Veis estos dos cuadros marcados con "A" y "B"? Indican la posición inicial de los dos batallones que defenderán la puerta de la calle Pal. El batallón "A" estará formado por tres hombres al mando del teniente Weisz. El batallón "B", también de tres hombres, será mandado por el capitán Leszik. La puerta de la calle Maria estará también defendida por dos batallones de tres hombres cada uno: el de la posición indicada por "C" será mandado por el capitán Richter y el de la posición "D" por el teniente Kolnay.

— ¿Y yo? ¿Por qué no estoy yo?

Boka levantó la caberza malhumorado.

— ¿Quién ha abierto la boca? — preguntó enfadado.

Barabas levantó la mano de mala gana.

— ¡ Otra vez tú! Si abres otra vez el pico, te mando al Tribunal de Guerra. ¡Siéntate!

Barabas se sentó sin tenerlas todas consigo.

Boka continuó:

— ¡ Mirad cómo están las pilas! Os habréis dado cuenta que seis, todas a la parte de fuera, están marcadas con un cuadro oscuro y la letra "F" con un número progresivo del uno al seis. Son las torres.

Todas tendrán municiones abundantes, de modo que para defenderlas baste con una guarnición de dos hombres, excepto para la del centro, que tendrá tres. Bombardear al enemigo desde arriba con bombas de arena es bastante fácil. Además, las torres están tan cerca que, si una viene atacada, pueden intervenir los de alIado, concentrando la acción sobre los asaltantes. Ahora, seguidme atentamente.

Todos tenían los ojos fijos en el croquis sobre el que Boka indicaba las posiciones con la punta de un lápiz.

— Las torres uno, dos y tres defenderán el campo contra las fuerzas enemigas provenientes de la puerta de la calle María, mientras las marcadas con los números cuatro, cinco y seis ayudarán a los batallones "A" Y "B", bombardeando al enemigo penetrado en el campo por la puerta de la calle Pal. Luego pondré a las personas sobre las torres. Los cuatro comandantes de batallón pueden escoger sus dos hombres. ¿De acuerdo?

— Sí — respondieron a coro.

Los muchachos estaban encantados y miraban con la boca abierta, admirados, el croquis hecho por Boka sobre el plan de batalla.

Muchos habían sacado del bolso los cuadernos y tomaban nota sobre lo que decía el presidente.

— Vayamos adelante — dijo Boka—. Mucha atención, porque ahora pasamos a la acción. Cuando el centinela colocado en la émpalizada junto a la puerta de la calle Pal indique que se acerca el enemigo, los hombres de los batallones "A" y "B" abrirán la puerta.

— ¿Abrirán la puerta? — preguntó uno extrañado.

— Si. No queremos hacer barricadas en el interior: aceptamos luchar en campo abierto. Es mejor que entren los Camisas Rojas y ya les echaremos nosotros. ¿Cómo? Ahora os lo explico. Cuando los enemigos se encuentren dentro, daremos la señal del inicio del combate.

Las torres cuatro, cinco y seis empezarán a bombardear contemporáneamente en ayuda de los batallones de Weisz y de Leszik, que lucharán abajo. Si conseguimos en seguida echar al enemigo, bien, de lo contrario habrá que impedir que pase la linea de las torres tres, cuatro, cinco y seis, pues significarla invadir todo el territorio. No será fácil aguantar. Pasemos al otro frente, al de la calle Maria. Aquí nuestras fuerzas tienen un trabajo más importante y más dificil.

¡Atentos, Richter y Kolnayl También pondremos un centinela en la empalizada de la calle Marla, el cual indicará la llegada de las fuerzas enemigas encargadas de atacar por esa parte. Los batallones a vuestras órdenes se colocarán al principio ante la puerta, pero cuando los Camisas Rojas hayan pasado dentro, fingiréis marcharos en retirada. El batallón "C", el tuyo, Richter, se esconderá en el almacén, aquí — y Boka pasó la punta del lápiz sobre el rectangulillo correspondiente—. ¿Has entendido?

— Perfectamente.

— Al mismo tiempo el batallón "D", el tuyo, Kolnay, irá a la casita de Jano y se meterá dentro. Poned toda la atención posible porque ahora llega lo más importante y complicado. Seguid por el croquis topográfico. Los Camisas Rojas que sigan a los batallones "C" y "D" irán por los dos lados de la serrerla, probablemente en dos grupos iguales, entrarán por la izquierda en la casita y por la derecha en el almacén, siguiendo a los escapados. De esta forma se encontrarán frente a las torres uno, dos y tres, cuyas guarniciones empezarán a tirar bombas apenas les vean, dejando que se acerquen a las pilas. En ese momento saldrán los batallones "c" y "D" del almacén y de la casita de Jano y atacarán al enemigo por la espalda. Estoy seguro que, si lucháis con valentía y seguís con escrúpulo mis instrucciones, no fallará el plan. Los Camisas Rojas, entre dos fuegos y de sorpresa, tendrán que rendirse. Entonces vosotros empujaréis a los prisioneros hasta el almacén y los cerraréis con llave. Llegados a este punto, pasando por detrás de la primera fila de pilas, el batallón "c" saldrá al campo entre las torres cinco y seis, mientras el batallón "D" lo hará por la tres y cuatro. Los dos ayudarán a los batallones"A" y "B", a la vez que las guarniciones de las torres uno y dos se irán a la cuatro y cinco e intensificarán el bombardeo contra esa parte de fuerzas enemigas mantenidas en campo. Mientras tanto, los cuatro batallones se colocarán ante la linea de las torres y atacarán frontalmente, avanzando y echando a los Camisas Rojas hacia la puerta de la calle Palo Naturalmente, el bombardeo de las torres tendrá que ser intensísimo y sin parar. Si no hay imprevistos catastróficos, los enemigos no podrán sostener la ofensiva de todas las fuerzas unidas, sobre todo si pensamos que la mitad de sus fuerzas para entonces tiene que estar encerrada en el almacén y no podrá darles una mano. En una palabra, tendríamos que conseguir sin un trabajo agotador tirarles de la otra parte de la calle Pal. ¿Lo habéis entendido todo?

Las últimas palabras del presidente fueron acogidas con una explosión de júbilo. Los muchachos bailaban, saltaban, se abrazaban, se relan, tiraban las viseras, movlan los pañuelos, todo entre un clamor de alegría. Nemecsek se quitó la bufanda y la movió como si fuera una bandera.

— ¡Viva nuestro presidente! — gritó con una voz ronca por su resfriado.

— ¡Viva! — respondió el coro.

Pero una vez más Boka pidió silencio a los suyos:

— No he terminado — dijo—. Queda todavla un particular. Tendré mi cuartel general junto a las posiciones del cuerpo de armada en la parte occidental, o sea, en calle María, y, a través de mi ayudante de campo, os comunicaré las órdenes. Tenéis que seguirlas sin rechistar, exactamente como si os las diera yo personalmente. Insisto sobre esto.

— ¿Quién será el ayudante de campo? — preguntó uno.

— Nemecsek — respondió Boka.

En el grupo se intercambiaron unas miradas extrañadas, los socios de la Sociedad Secreta de los Recogedores de Masilla se empujaron, se pegaron unos codazos para animarse a levantar una protesta formal. Todo entre un continuo bisbiseo.

— ¡Venga, dilo!

— ¡Habla tú!

— ¿Por qué no habla él?

Boka miró ese moverse con cierta perplejidad:

— ¿Se puede saber lo que está pasando? — preguntó—. ¿Tenéis que objetar algo?

Leszik, por fin, habló en nombre de todos:

— Si, señor presidente.

— ¿De qué se trata?

— El nombramiento del soldado Nemecsek como ayudante de campo. Es que durante la última asamblea general de la Sociedad de la Masilla...

— Ya he comprendido, basta — interrumpió Boka nervioso—. No quiero saber nada de esas tonterías. Nemecsek será mi ayudante de campo porque lo he determinado yo. Quien diga algo contra él o no le muestre el respeto debido será mandado a la Corte Marcial.

El castigo que se imponla era demasiado duro, desproporcionado con la falta, pero los muchachos se daban cuenta que en una situación de emergencia todo acto de insubordinación tenla un valor distinto y un acto de indisciplina era algo muy grave en tiempo de guerra, pues las consecuencias podlan ser catastróficas. Por esto se resignaron y admitieron a Nemecsek en su nuevo cargo. Sólo los mayores exponentes de la Sociedad de la Masilla segulan arrugando el hocico, pensando que el nombramiento era una ofensa al prestigio de la asociación.

Les humillaba que un ex— socio, expulsado recientemente por indigno, hubiera sido elevado a un puesto tan importante. El hecho que durante el combate todos hubiesen tenido que obedecer las órdenes transmitidas por él, les parecia una humillación. Nemecseck, que hacia poco la asamblea habla declarado vil y traidor, inscribiendo su nombre en el libro de las actas secretas con letras minúsculas, incluidas las iniciales.

Pero ellos no sablan la verdad sobre su compañero.

Boka sacó del bolsillo un papel con el elenco de los componentes de su ejército e indicó la torre que debla ocupar cada uno después que los cuatro comandantes de batallón escogieron a sus hombres. Estos preliminares tuvieron lugar muy seriamente y bastante de prisa por la excitación de los muchachos, que seguían las órdenes como autómatas.

Por fin dijo Boka:

— Ahora haremos una prueba como si fueran maniobras militares.

¡Todos a sus puestos de combate!

Cada uno se fue al lugar asignado.

— j Quedaos donde estáis hasta nueva orden! — añadió el presidente.

La armada, dividida en cuatro batallones colocados a la entrada de las puertas yen seis guarniciones en defensa de las torres, se había movido con orden. Boka se quedó en el centro del campo con su ayudante.

El pobre Nemecsek tema la cara pálida y continuamente estaba tosiendo.

— ¡Tápate bien con la bufanda, Erno! — le dijo Boka en tono afectivo —.

Tienes un resfriado muy malo.

Nemecsek le echó una mirada de satisfacción por esa atención y obedeció como si Boka fuera su hermano mayor y no su presidente.

Se envolvió en la bufanda, tapándose hasta las orejas.

— Tienes que trasmitir esta orden a la torre dos. Escúchame...

Por primera vez en su vida un soldado raso timido y disciplinado se atrevió a interrumpir a su superior:

— Perdona. Tengo que decirte algo.

Boka arrugó la frente:

— Venga, date prisa.

— Hace poco — dijo tímidamente Nemecsek— los de la Sociedad de la Masilla...

— ¡Por favor! — exclamó el presidente malhumorado—. ¡No tomarás en serio esas tonterías de las sociedades secretas!

— Lo que ellos han hecho conmigo lo toman con toda seriedad — protestó el rubio amargamente—. Sé que es una tontería y no me importa lo que piensen o digan. No quisiera perder tu amistad.

— ¿Por qué vas a perderla?

La respuesta de Nemecsek quedó casi apagada entre la lana de su bufanda:

— Me han declarado vil y traidor.

— ¿Traidor, tú?

— SI. yo.

— No entiendo nada — dijo Boka con la mosca tras la oreja—. ¿Qué ha sucedido? ¡Cuéntamelo!

Nemecsek se lo contó con una voz apagada, interrumpiéndose de cuando en cuando para toser o limpiarse las narices. El viernes pasado, al atravesar el campo corriendo para informar a Boka del complot de Gereb con el checoslovaco, le llamaron para que asistiera a una reunión de la Sociedad de la Masilla, secreta desde entonces. El no se podía parar y los miembros de la sociedad hablan atribuido su huida a miedo y a no querer prestar juramento para mantener el secreto.

Por esto lo hablan acusado de traidor y de vil con la correspondiente expulsión de la asociación y cubriéndolo de ignominia. Esto, añadió Nemecsek, no porque creyera que fuese un miedoso y un traidor, sino por la envidia de ver a un soldado raso estimado por el presidente, que le mostraba una amistad y confianza excepcionales. Probablemente por esto hablan escrito su nombre en el libro de las actas con las iniciales minúsculas.

Boka escuchó con paciencia la narración del amigo, que lo dio muchas vueltas, como si entre un tosido y otro no pudiese expresarse con desenvoltura. Cuando se calló Nemecsek, el presidente se quedó pensativo. A pesar de su inteligencia, no lograba comprender cómo se pudiera obrar de modo tan injusto e insensato. Para él la verdad no tenia matices y no podía ser considerada bajo diversos aspectos. Boka no sabia ni podía concebir que los hombres fuesen tan distintos en su mentalidad, en su carácter, en su forma de entender el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso. Se habrla dado cuenta más tarde, como todo el mundo, pagando el precio de experiencias duras y dolorosas.

— Tienes razón, Erno — dijo dirigiendo al amigo una mirada afectuosa— No te preocupes ahora de esta historia. Piensa sólo en tu deber. Cuando termine la batalla, arreglaré yo las cosas y ya verás que tendrán que olrme. ¿De acuerdo? Ahora vete a las torres uno y dos y trasmite a las guarniciones la orden de acercarse lo más rápidamente posible a las torres cuatro y cinco. Tengo que controlar el tiempo que tardan.

Nemecsek, aunque estaba amargado por la perspectiva de retrasar su rehabilitación por motivo de guerra y tener que combatir con el peso de la ignominia, tragó su desilusión y se puso firme.

— ¡A la orden, señor presidente!

Salió corriendo, levantando polvo a sus espaldas, y llegó a las pilas de madera desde las cuales los muchachos miraban con los ojos muy abiertos. En sus caras estaba dibujada la emoción que experimenta todo soldado ante la batalla. Boka se quedó solo en el medio del campo.

De fuera, de la otra parte de la empalizada que limitaba el campo por la calle Pal, llegaban los ruidos de la ciudad, rumores de carros, bocinazos, gritos y un run— run lejano y confuso. Pasó un vendedor ambulante voceando, un muchacho silbaba un viejo motivo. Pero Boka no oía. ¡Qué distante estaba Budapest para él! Tenia la impresión de encontrarse en una llanura inmensa en los llmites de un país desconocido, donde iba a tener lugar una batalla que habría decidido la suerte de dos pueblos y de la que hablarla la historia. El destino de los soldados que esperaban sus órdenes en sus puestos dependía de él.

Todo dependia de él, el futuro de la comunidad de la que había sido elegido presidente, la tranquilidad, la alegrla de jugar al aire libre, correr en un espacio abierto, la alegrla de las tardes pasadas juntos, la satisfacción de tener un campo propio, como si fuera una segunda casa, en el que se encontraban con sus amigos, la satisfacción intima de poseer, aunque sólo fuera temporalmente, un trozo de terreno en el que se sentían libres, lejos de los ojos crlticos de los profesores, de los padres, de los adultos. Boka estaba contento de ser el responsable de todo esto.

Prometía a sí mismo y a los compañeros con el pensamiento y con el corazón que defenderla este lugar con todas las fuerzas.

Echó una mirada al campo tan amado, miró una a una las pilas de madera alineadas, más allá de las cuales, a la izquierda, se veía la chimenea de la serrerla, que lanzaba a lo alto como siempre oleadas de humo, con cierta indiferencia, como si fuera un dia normal, como si el campo no estuviera en peligro.

Sin embargo, al dia siguiente en ese campo habría tenido lugar una guerra decisiva. Si su ejército venda, él, en cierto sentido, habría conseguido la victoria. ¡La victoria! Ante los ojos de Boka paseó la imagen de un hombre con el pelo largo cabalgando un caballo blanco a la cabeza de un ejército inmenso. ¡Napoleón! Yel muchacho corría tras sus fantasías preguntándose por su futuro. ¿Dónde le habría llevado el destino? ¿Serla el dia de mañana un general y al mando de un ejército habrla defendido no un campo de juego, sino un gran territorio, un país, su patria? ¿D quizás serla médico y habría gastado sus energías en la lucha diaria contra las enfermedades y el sufrimiento humano?

Se acercaba lentamente al campo y a los sueños que Boka perseguía al atardecer, tranquilo, sin prisa, como una oveja que vuelve al rebaño. Respirando profundamente Boka volvió a la realidad y se acercó a las pilas de madera para revisionar las guarniciones. Los muchachos, al ver acercarse a su jefe, se pusieron firmes encima de las torres, después de haberse asegurado con una mirada que las municiones — algunas bombas de arena empastada con cola y más arena y tierra a disposición de cada torre incluso en período de pazestaban en orden.

A mitad camino el presidente se paró y se dio media vuelta, quedándose parado como escuchando algo. Luego, corriendo, se acercó a la puerta, quitó el palo y se echó para atrás por la sorpresa de encontrarse ante él al traidor.

— No pensaba que me abrirías tú la puerta — dijo Gereb mirando para otra parte.

Entró en el campo después de cerrar la puerta y colocar el palo.

Boka estaba callado mientras se preguntaba qué querria, cómo habria osado hacerse ver de los compañeros sabiendo que todos conocían su traición. Notó que Gereb se mostraba de forma diversa, intranquilo, sin esa presunción y el aire seguro. Miraba al suelo y se agarraba el cuello de la camisa algo nervioso: se veía que tenía algo que decir y no sabía cómo empezar. Dado que Boka, desconcertado de la visita inesperada, seguía sin abrir boca, los dos muchachos permanecieron, uno junto al otro, en silencio por unos minutos. Por fin, Gereb decidió hablar.

— He venido a hablar contigo — dijo.

Con voz seca, pero con tono frío y destacado, respondió Boka:

— Sin embargo, yo creo que no tenemos nada que decirnos. Te aconsejo que te vayas lo más pronto posible.

Gereb no se movió.

— Por favor, Boka, escúchame — dijo—. Sé que estás al corriente de mi traición y que me he pasado a los Camisas Rojas. Pero no he venido a espiarte, sino a hablarte de amigo.

— No — dijo Boka muy fríamente—. Tú aquí no tienes amigos.

Gereb bajó la cabeza. Se había acercado al campo preparado para que lo acogieran mal, que le diesen una patada, lo insultaran y lo echaran fuera. Pero jamás había esperado que le hablasen con ese tono calmo y alejado, que le miraran con esos ojos limpios pero llenos de tristeza. Esa forma de comportarse lo heria, le hacía peor que una avalancha de puñetazos y de insultos. Puso en su voz toda su desolación.

— Quiero reparar el mal cometido — dijo.

Boka movió la cabeza.

—  No es posible.

— Créeme, estoy arrepentido — exclamó Gereb—. Os he traído la bandera. Mírala.

Sacó de debajo de la chaqueta la bandera rojo— verde, la misma que Feri Ats había robado de la torre central y que los dos Pasztor habían quitado a Nemecsek cuando intentó recuperarla. ¡La bandera! Los ojos de Boka parpadearon. Estaba mal doblada, sucia, rota y se veía que había sido objeto de una lucha dura. Esto la hacía más bonita.

Estaba desgarrada como una verdadera bandera llevada por los soldados al campo de batalla y tan gloriosa. Pero Boka movió de nuevo la cabeza.

— Tenemos que ser nosotros mismos los que la reconquistemos — dijo—, quitándosela al enemigo en combate, al enemigo vencido. Si no lo conseguimos, no servirá de nada que la tengamos. Tendremos que dejar el campo a los Camisas Rojas, deshacer nuestro grupo. ¿Para qué nos servirá entonces la bandera? De todas las formas no queremos tenerla así, mediante tus servicios. Ytampoco te queremos a ti entre nosotros.

Se dio la vuelta e iba a dejar plantado a Gereb, pero éste le agarró por la chaqueta.

— ¡Espera, Janos! — dijo con voz apagada—. Reconozco que me he comportado muy mal con vosotros. He cometido una acción muy grave, pero estoy arrepentido. Quiero pagar el error, Janos, y por eso he venido hasta aquí. ¡Perdóname!

— Yo ya te he perdonado — dijo Boka.

— ¿Entonces me admites?

— No, esto no.

— ¿Estás decidido?

— Muy decidido.

Gereb buscó en el bolsillo el pañuelo y se lo pasó por los ojos:

— ¿No puedo hacer nada?

— No, nada — respondió Boka. Y añadió con sentimiento profundo:— 

No, Deszo, no llores aquí, delante de mí. No debes hacerlo, no quiero. Vete a casa y no te preocupes de nosotros, déjanos en paz.

Imagino que también te desprecian los Camisas Rojas, siempre pasa igual. Has vuelto con nosotros porque ellos te han echado.

Gereb se metió el pañuelo en el bolsillo y puso todos los medios para manifestarse fuerte. Miró a la cara por primera vez a Boka:

— De acuerdo, Janos, me voy — dijo—. Me voy y no volveré nunca, no me volveréis a ver. Pero te doy mi palabra de honor que no he venido porque no me quieran los Camisas Rojas. No es éste el motivo.

La razón es otra.

— ¿Cuál? — preguntó Boka.

— No puedo declrtela. Quizás la sepas muy pronto. Entonces... no sé qué será de mi.

Este tono dramático impresionó al presidente:

— ¿Qué quieres decir? No entiendo nada.

— Nada, no te lo puedo explicar — respondió Gereb dándose media vuelta y avanzando hacia la puerta. Se detuvo, quitó la mano del palo y la extendió tímidamente hacia Boka, que ignoró el gesto—. ¿No puedo hacer nada, Janos? — preguntó suplicante—. ¿Todo lo que yo pueda hacer o decir es inútil?

— Si, sería inútil.

— ¿No me admitirías por ningún motivo?

— No, Deszo, no te admitiremos nunca.

— Entonces peor para ti.

Gereb abrió la puerta y salió dando un golpe. Boka lo siguió con la mirada pensativa, mientras se iba. Era la primera vez en su vida que había tenido que mostrarse sín compasión y no le había resultado fácil.

Tuvo el impulso de correr tras el amigo y decirle: "Vuelve, Deszo, si estás arrepentido. Promete que no harás otra y vuelve con nosotras".

Pero en ese momento le pasó por la cabeza el recuerdo de aquel día que le llamó desde la esquína de la calle Pal, mientras se iba tras el coloquio con el checoslovaco. ¡Con qué angustia le había llamado esperando que volviera! Pero Gereb se haía escapado riéndose y Boka no podía olvidar aquella risa de desprecio. Gereb se había marchado sin darse la vuelta y él se habla quedado humillado junto a Nemecsek en la calle.

"¡No!", se dijo con decisión. "No lo llamo ni lo admitiré nunca. Es un tipo de cuidado, un hipócrita. Tiene malas intenciones".

Cerró la puerta y atravesó el espacio abierto hasta llegar a las pilas de madera. Pero se quedó parado a medio camino al ver a los muchachos, que, reagrupados en las torres desde donde hablan asistido a la escena, bailaban y saltaban de alegria aclamando al presidente.

Se hablan quedado sin respiración mientras Boka y Gereb hablaban y, cuando se fue el traidor, hablan explotado de alegria.

— ¡Fenómeno! — gritaban—. ¡Has estado fenomenal, Boka!

— ¡Viva nuestro presidente!

Tiraban las viseras por el aire entusiasmados.

— ¡Muy bien, Boka! ¡Así se hace!

y el silbido de Csonakos, el más agudo, el más penetrante, el más ensordecedor que el muchacho hubiera emitido jamás. En el mundo no había una locomotora que pudiera producirlo más fuerte.

— ¡Ahl — gritó Csonakos, al termínar su silbido—. ¡Jamás lo habla hecho con tanto gusto!

Desde el centro del campo Boka contemplaba satisfecho su ejército alegre, que lo aclamaba. Estaba conmovido. Jamás ningún jefe había sido tan amado por sus soldados. Quizás ni Napoleón. El no comprendía bien a qué se debla este afecto, aunque podía intuirlo.

Los muchachos, desde encima de las pilas de madera, habían seguido la conversación entre el presidente y Gereb, el cual, todos se habían dado cuenta, les habla traicionado. No podlan olr lo que los dos decían, pero por los gestos se lo imaginaban. Habían notado que Gereb, antes de marcharse, habla extendido la mano al presidente y éste habla ignorado el gesto y no se la habla estrechado. Todos lo consideraban un acto viril, por lo que lo hablan aprobado. Cuando más tarde Gereb, ya en la puerta, se habla dado media vuelta para decir algo en tono de súplica, los muchachos se habían quedado un momento sin respiración con los nervios en tensión.

— ¡Vete al infierno! — habla dicho Leszik—  ¡Ya veréis cómo le perdona!

Pero Boka movió la cabeza, cerró la puerta al traidor y vino hacia ellos. Habrlan querido abrazar a su querido Boka, a su enérgico presidente, que no habla cedido a las imploraciones del compañero infiel, resistiendo por el bien de ellos y del campo a los impulsos generosos de su corazón. Pero, dado que no podían abrazarlo, ya porque se encontraban allá arriba, ya porque ciertas manifestaciones no son propias de soldados en tiempo de guerra, hablan exteriorizado su satisfacción con ese ruido infernal.

— ¡Vaya fenómeno, vieJo mio! — gritó Csonakos. En seguida se corrigió, algo preocupado por su valentonada:—  Perdón, quiero decir, señor presidente.

Cuando Boka consiguió calmar los ánimos, empezaron las grandes maniobras. Se oyeron secas las órdenes del presidente, los batallones "A" Y"B" empezaron el combate, mientras el "c" y el "D" se fueron al almacén y a la casita del guardián y las guarniciones desde lo 'alto de las torres bombardearon al supuesto enemigo. Los falsos fugitivos salieron de sus refugios atacando por detrás a los Camisas Rojas diezmados por el bombardeo, luego avanzaron corriendo entre las pilas y en dirección del campo para ayudar a los compañeros. En poco tiempo, en medio de una avalancha de bombas de arena, que volaban por todas las partes, el enemigo fue echado fuera del campo entre gritos de júbilo y de victoria.

En la rapidez con la que hablan echado fuera al presunto enemigo habla cierto optimismo excesivo. Fue la única mota, ya que la prueba salió perfecta, con orden, método y disciplina. Cada uno conoela su parte y la sostenía con escrupulosidad, atento a las órdenes del presidente y pendiente de cualquier posible variante.

— ¡Fuera! — se ola por todas las partes del campo—  ¡Fuera de aquí, perros!

— ¡Prisioneros! ¡Sois prisioneros! ¡Rendíos!

— ¡Feri Ats, te he cogido!

— ¡Adelante, por nuestro campo!

— ¡Victoria!

Boka no participaba en este jolgorio, sino que se mantenia frío y serio.

— Es mejor que no se os suba a la cabeza — les dijo—. Lo hacéis demasiado fácil. Antes de cantar victoria hay que vencer la batalla.

Luego tendréis todo el tiempo necesario para hacer ruido. Por hoy han terminado las maniobras y quien quiera puede irse a casa. Antes de separarnos, quiero advertiros que quien no se encuentre en el campo mañana a la hora vendrá considerado desertor y es mejor que no se acerque por aquí. Esto es todo.

Aunque hubiese terminado el ejercicio militar, nadie tenía ganas de irse a casa. Se formaron algunos grupos y se pusieron a hacer comentarios sobre el tema del dla, o sea la traición de Gereb y su visita al campo. Empezaron a discutir. Sólo a Barabas no le parecía interesar el tema y corría de una parte para otra gritando:

— ¡Sociedad de la Masilla! ¡Vosotros, Sociedad de la Masilla!

— ¿Qué quieres? — le preguntó por fin alguien.

— Asamblea General. Estábamos de acuerdo en convocarla, ¿no es verdad?

Entonces se acordó Kolnay que se habla obligado a convocarla para disculparse de haber dejado secar la masilla. Por tanto tuvo que resignarse a lo que parecía inevitable.

— Sí, sí, de acuerdo — protestó negro—. Invito a los socios a reunirse. — Entre dientes añadió algo que parecla una amenaza.—  ¡Envidioso! Cuando te coja...

Mientras tanto Barabas estaba reuniendo a los miembros de la sociedad dispersados por todo el campo. Después de reunir a todos.

los empujó hacia donde se encontraba Kolnay de mal humor:

— Al menos pongámonos a un lado de los demás. Vamos a la esquina.

Guiado por Barabas. que tenia a flor de labios una sonrisa de triunfo. el grupo de socios se fue a la esquina entre la empalizada y la pared de la casa y se sentó en circulo.

— Se abre la sesión — declaró Kolnay brusco. molesto. Dado que todos lo miraban en silencio, añadió:—  La palabra al socio Barabas.

Barabas tosió dos veces para aclarar la voz y luego dijo:

— ¡Respetable asamblea! El señor presidente tiene sin duda mucha suerte. Por un pelo. a causa de las maniobras, no hemos tenido que dejar esta sesión para tiempo indeterminado, permitiendo que una sospecha pesara sobre la cabeza de nuestro presidente. Pero. Por suerte, se ha encontrado el tiempo y modo para que se pueda disculpar...

Mientras tanto los amigos de Kolnay habían molestado al orador.

— ¡Venga! ¡Vengal — se oía gritar.

— ¡Déjate en pazl ¡Termina de una vez!

— ¡ Cierra la boca. sapo!

— ¡Déjanos en paz!

Pero Barabas no se callaba.

— ¡Dejadme en paz con vuestras tonterías! — gritó dando un puñetazo en la empalizada—  ¡Es inútil que intentéis hacerme callar! Sé lo que estoy diciendo y tengo pleno derecho a decirlo. Antes no se ha podido aclarar la situación por las maniobras, pero ahora no hay motivo para no terminar con la cuestión. La asamblea no será diferida por ninguna razón y el señor presidente puede reservarse las objeciones de normas para proceder con este fin. Es hora de...

A este punto el orador se interrumpió al oír unos golpes contra la puerta que daha a la calle Pal. Estaban todos tan nerviosos por la inminencia de la batalla, que se pusieron de pie. Alguien quería entrar. ¿Quién será? ¿Los enemigos?

— ¿Quién es? — gritó Barahas en medio de un silencio sepulcral.

De nuevo golpearon a la puerta enérgicamente y con impaciencia.

— ¡Vaya. qué golpes! — comentó Barabas—  ¿Quién será?

Uno del grupo se acercó a la empalizada y miró a la otra parte por un agujero.

— Hay un tipo... un hombre — dijo extrañado y perplejo mirando a los compañeros.

— ¿Un hombre?

— Sí. un tipo con barba.

— ¿Es un pobre? — preguntó uno.

— No, no. Parece distinguido.

Se miraron como si quisieran preguntarse algo; luego, tras una tercera serie de golpes, Barabas decidió:

— Hay que abrir.

Kolnay, todavía presidente, fue a quitar el palo y observó con la boca abierta a un señor alto, con un elegante abrigo negro, con barba y gafas, que entró en el campo.

— ¿Sois vosotros los muchachos de la calle Pal? — preguntó el desconocido.

— Sí, señor — respondió Kolnay.

— Sí — hizo eco el grupo de muchachos que se había acercado.

El hombre les miró con una expresión de bondad y dio unos pasos en el campo parándose ante el grupo:

— Soy el padre de Deszo Gereb — dijo.

Nadie rechistó. La cuestión se ponia seria si el padre iba a meter las narices. y tenía que ser más grave de lo que se pensaba para inducir a un adulto, a un señor de aire austero, a intervenir en una cuestión de muchachos.

Leszik dio un codazo a Richter:

— Vete a llamar a Boka — le susurró.

Richter salió como un rayo hacia el almacén, donde el presidente, en medio de un grupo, estaba tratando el caso Gereb, pues los muchachos quedan saber los particulares. El hombre con la barba preguntaba a los miembros de la Sociedad de la Masilla.

— He oído que habéis expulsado a mi hijo — dijo—. ¿Por qué?

Respondió Kolnay, porque estaba más cerca:

— Nos ha traicionado con los Camisas Rojas.

— ¿Camisas Rojas? ¿Quién son éstos?

— Son muchachos de otro grupo, que tienen su sede en la isla del Jardín Botánico — explicó Kolnay—. AlU no tienen mucho espacio para jugar y entonces quieren echarnos de aquí para ocuparlo ellos. Son nuestros enemigos.

El señor apretó los labios y arrugó la frente:

— Hace muy poco mi hijo ha llegado a casa fuera de sí — explicó—.

Al principio no me quería decir qué había sucedido, yo he insistido y al final me ha confesado que sus compañeros le habían acusado de traición. Entonces yo le he dicho: "Iré personalmente a hablar con estos muchachos y pondré las cosas en claro. Si la acusación es falsa, exigiré que te pidan perdón y te readmitan entre ellos con todos los honores. Si es verdad, Iay de ti, Deszo! Tu padre es un hombre honesto y no admite que su hijo traicione a sus amigos. No puedo pensar que tú hayas cometido una acción tan vergonzosa, de ser así tendrás que arrepentirte y lo pagarás". Le he dicho todo esto. Por eso he venido a saber la verdad. ¿Es verdad que mi hijo es un traidor? Por favor, respondedme con sinceridad.

Los muchachos se callaron.

— No tengáis miedo — añadió en tono persuasivo el señor Gereb—.

No creo que tengáis miedo de mi. Decidme la verdad. Es necesario que yo sepa si mi hijo ha merecido la expulsión o si habéis cometido una injusticia con él. Os daréis cuenta de lo importante que es para un padre el buen nombre de su hijo.

Ninguno de los muchachos osaba responder, sabiendo que al decir la verdad habrlan dado un disgusto a aquel pobre padre tan fiero de su dignidad y tan celoso del honor de su hijo. Al ver que el grupo se había cerrado en banda, el señor Gereb se dirigió directamente a Kolnay.

— Hace un momento tú me has dicho que Deszo os ha traicionado —observó muy serio—. No basta con decir esto, hay que presentar las pruebas. ¿Las tienes? ¿Cómo y cuándo mi hijo ha cometido una acción tan indigna? ¿Has sido testigo de la traición?

Kolnay estaba a disgusto.

— Yo no — respondió dudoso—. Sin embargo me lo han dicho.

— Esto no es suficiente, no prueba nada. ¿Quién de vosotros sabe algo más preciso? ¿Quién ha sido testigo de la traición?

En ese momento Richter se acercaba acompañado de Boka y de Nemecsek, por lo que Kolnay, al verlos, se dio prisa para salir de esa situación desagradable.

— Ese muchacho rubio, señor, Nemecsek — dijo indicando al ayudante de campo, que, envuelto en su pesada bufanda, se acercaba a las espaldas de Boka—. El ha visto todo y puede explicarlo.

Esperaron que los tres llegasen a la esquina del campo, pero Boka, que tenía agarrado a Nemecsek por un brazo, en vez de ir hacia el grupo de compañeros, se fue derecho hacia la puerta.

— ¡Boka! — lo llamó Kolnay.

— Un momento — dijo el presidente mirando para atrás—. Esperad un momento, luego iré. Tengo que acompañar a Nemecsek a casa, pues está mal, tiene una tos terrible. Vuelvo en seguida.

Pero el señor vestido de negro los paró y se dirigió al rubio que parecía no poderse mantener de pie.

— ¿Eres tú Nemecsek? — preguntó seco.

— Sí, señor — fue la débil respuesta.

— Yo soy el padre de Gereb — continuó el padre con voz dura—. He venido aquí para saber de vosotros si mi híjo es o no un traidor. Tus compañeros afirman que tú sabes la verdad, que lo has visto todo.

Entonces no me queda más remedio que dirigirme a ti. ¿Mi hijo es un traidor o no? Respóndeme con sinceridad.

La cara del rubio estaba roja por la fiebre, las manos le abrasaban, la cabeza le martilleaba, todo el cuerpo estaba oprimído por la debilidad. La cabeza le daba vueltas. Se veía que estarna mal, que estaba muy enfermo. Aquel hombre de barba negra, que le hablaba en tono severo, como hacia el profesor cuando los chicos se ponían guerreros ... lo miraba por detrás de las gafas como si quisiera comerlo ... y los compañeros callados, con los ojos fuera de si. que lo miraban y... la guerra, el combate de mañana, todo el movimiento... y ahora una pregunta tan seria hecha por el señor vestido de negro. Quería saber la verdad, decla, y lo decla de una manera dura, dejando intuir la amenaza, el tremendo castigo que impondría a su hijo si descubría que la acusación estaba fundada, que echarlo había sído un acto de justicia.

— ¡Venga, responde! — apremiaba el hombre cada vez más preocupado—  ¿Mi hijo es un traidor o no?

Nemecsek cerró los párpados sobre los ojos brillantes por la fiebre, humedeció con saliva los labios. La voz que emitió estaba ronca, parecía la voz de un culpable.

— ¡No, señor, no! No ha traicionado.

El señor Gereb se puso derecho y se dirigió al grupo:

— ¡Vosotros habéis mentido! — exclamó.

Los miembros de la Sociedad de la Masilla se quedaron sin poder abrir la boca.

— ¡ Qué inteligentes! — continuó amargamente el señor de negro— Una acusación tan grave y además falsa! Ibais a deshonrar a un inocente basándoos en una mentira. Jamás he dudado yo de la honestidad de mi hijo. Estaba seguro que no era un traidor.

Nemecsek, que no se podía tener de pie y tenía la impresión que se iba a ahogar, preguntó con su voz de enfermo:

— ¿Puedo irme?

— Sí, vete — le respondió con cierto sarcasmo el señor de la barba—.

Vete y piensa antes de calumniar a un compañero. Tú has visto todo, tú lo sabes todo. ¡Vete, vete! ¡Eres un buen mentiroso!

Sin decir una palabra, Nemecsek salió a la calle Pal vacilando apoyado en Boka. Tenía una confusión en la cabeza que todo le parecía dar vueltas. Ante los ojos se movían la negra figura del hombre que le miraba a través de las gafas, las casas, las pilas de madera, la calle, la casita de Jano, la cara sonriente de Gereb. Le parecla oír unas voces anhelantes, gritos a lo lejos. ¡Muchachos, todos a las torres! ¡Mi hijo no es un traidor I ¡Preparados los batallones "A" y "B"! Yotra vez la voz dura y seca. ¿Es un traidor o no? ¡La verdad!

El hombre vestido de negro se reía, cada vez se le hacía la boca más grande, se hacla enorme, una brecha tan grande como el portón de la escuela. ¡La verdad! ¡Quiero la verdad! Y de repente el profesor Racz salia de la boca que parecla un portón.

— ¿A quién saludas? — preguntó Boka al ver que Nemecsek se quitaba la visera—  No hay un alma en la calle Pal.

— ¿No ves allá arriba al profesor Racz? — dijo el rubio indicando con la mano un punto vago—  ¡Míralo!

Boka sintió miedo y se le lJenaron los ojos de lágrimas. Sosteniendo al amigo enfermo echó a andar más de prisa, luego casi corría llevándose al pobre Nemecsek, que deliraba y se dejaba llevar como un autómata.

Mientras tanto en el campo, tras un largo y pesado silencio, Kolnay se hizo el valiente.

— Me disgusta, señor, lo que ha sucedido — dijo al hombre de negro—. Nosotros habíamos creído a Nemecsek, pero es tan mentiroso ... Nosotros, los de la Sociedad de la Masilla, le habíamos ya declarado antes vil y traidor y echado de la sociedad.

El padre de Gereb movió la cabeza con cierta amargura.

— Teníais que haberos dado cuenta que es un hipócrita — dijo—. Tiene cara de socarrón y su modo de comportarse es ambiguo. Se ve en seguida que no tiene la conciencia tranquila.

Se marchó, se fue a casa contento para recibir a su hijo entre los brazos, a su hijo inocente, ínjustamente acusado de una accíón deshonrante.

A la esquina de la calle Ulloi, ante la entrada príncipal del Policlínico, vío a Boka, que atravesaba la calle sosteniendo por los hombros al pequeño mentíroso rubio y le echó una mirada de compasión.

Pero Nemecsek ni siquiera le vio. Apesadumbrado lloraba, desfogando con las lágrimas todo el dolor que le pesaba en el corazón.

— Todo con letras minúsculas — repetía con la voz rota por los sollozos—. Han escrito... mi nombre... todo en minúsculo, en ese libro, como un traidor. Mi pobre nombre limpio... honesto...

Capítulo VII

A la mañana siguiente, en clase, se veia un fermento poco acostumbrado y, aunque los muchachos se esforzaron por no dejar entrever su nerviosismo al menos durante la hora de latin, el profesor Racz se dio cuenta de esa extraña atmósfera. Continuamente se movían los bancos, como si los asientos quemaran y no había nadie que se interesara de la lección. Incluso en los momentos emocionantes, en los que el profesor, terminado de preguntar a un alumno y mandándole al sitio, miraba la lista para escoger una nueva víctima. Por regla general, en esos momentos de espera, los muchachos estaban sentados inmóviles y mudos, evitando incluso posibles estornudos, apretando los dientes cuando los picores, por motivos desconocidos, les acomeUan precisamente en esas ocasiones. Luego el profesor pronunciaba un nombre y, mientras un pobre infeliz, pálido y desencajado, se acercaba a la cátedra con el paso indeciso de un inocente que sube al paUbulo, el resto se desentumec1a, tosia, se arrascaba, encontraba una postura cómoda, hablaba con el de alIado, rela, encontraba en una palabra toda la alegria de su edad.

Sin embargo esa mañana, aunque alargase a intención, con el sadismo que distingue a algunos profesores, la búsqueda de un nombre en la lista, el profesor Racz se dio cuenta que los muchachos no sufrian: estaban nerviosos, pero no temblaban, no había miedo en el aire.

Efectivamente los muchachos se enfadaban relativamente con las pausas del profesor, con sus intimidaciones "¡basta!" y con ellaUn.

No eran estudiantes, eran soldados, que esa tarde habrían expuesto su vida hasta la última gota de sangre. Por tanto no podlan temblar ante la amenaza de que les preguntaran o que les pusieran un dos.

y no sólo los muchachos de la calle Pal se encontraban en ese estado particular de ánimo, sino todos los muchachos de la clase. La noticia de la batalla había corrido como la pólvora, habla entrado en cada aula, suscitando emoción e intriga incluso entre los muchachos de Bachiller Superior. Aunque no les Interesara nada que cuatro críos se pegaran por un campo de juego, en aquel asunto entraba en cierto sentido el honor de toda la escuela. Todos los Camisas Rojas frecuentaban el Instituto Real de Jozsefvaros yen Budapest como en todas las ciudades del mundo, además de la rivalidad que hay entre estudiantes de escuelas distintas, no faltaba tampoco un cierto olor de desprecio con el que siempre los jóvenes intelectuales del clásico consideran los minus quam del Instituto Técnico. Habría sido una deshonra para toda la escuela que un grupo de futuros tecnócratas hubiese vencido a una escogida élite de abogados, médicos, ingenieros, profesores de Universidad, premios Nóbel y cosas por el estilo.

Era lógico que todos estuvieran de parte de los muchachos de la calle Pal y condividiesen en cierto sentido el nerviosismo ante la proximidad de la batalla.

Todos los estudiantes estaban con ellos, aunque alguien no participase en estas cuestiones. Por ejemplo, el profesor Racz. Es cierto que él no sabía nada de esto, pero, aunque lo hubiera sabido, no hubiese sacado la cara por sus alumnos. Tenía tan poco espíritu de casta, que habría sido capaz de enfadarse, de prohibir la batalla y de contarlo todo a las familias de los muchachos.

Por suerte no sabía nada, por lo que extraña que preguntase aquella mañana:

— ¿Se puede saber qué pasa? ¿Por qué no dejáis de moveros? ¿Porqué estáis tan nerviosos? ¡Estáis tramando algo! — Naturalmente no esperaba una respuesta, por lo que añadió en son de protesta encubriendo bajo una expresión dura su naturaleza indulgente:—  Si, estamos en primavera, el tiempo es muy bueno y querríais estar en el patio con vuestras canicas. No os hacéis a la idea de perder tiempo sentados en un banco ante un libro. ¡Pues tenéis que estar aquí! ¡Tenéis toda la tarde para jugar lo que queráís! Es inadmisible que durante las horas de clase estéis como una manada de potros picados por las moscas. O estáis quietos o tiraré yo las consecuencias. ¡Va veréis la cantidad de suspensos!

Para sujetar esas cabezas electrizadas con el pensamiento de la batalla se necesitaba algo más que el temor de un suspenso, y sobre todo algo distinto del profesor Racz. El no lo sabía, creía en buena fe algo que era una especie de espantapájaros para los estudiantes, sin embargo éstos se habían dado cuenta que era un hombre bueno, que ladraba mucho, pero que no mordía nunca. Los muchachos cuando le obedecían, lo hacían por amor, nunca por miedo.

De esta forma, cuando el profesor mandaba a un alumno a su sitio después de haberle preguntado la lección con un "¡bueno, vete a tu sitio!" y se ponía seriamente a consultar la lista, los muchachos no se ponían muy nerviosos, aunque esperaran con cierta trepidación la decisión del profesor. ¿Qué intención tenía esta mañana? ¿Por qué no explicaba y continuaba martirizando a los pobres infelices con preguntas retorcidas?

Poco más o menos cada uno sabía a qué altura de la lista se encontraba su nombre y la larga experiencia les había enseñado hacia qué punto dirigía la mirada el profesor. Por eso, a medida que el profesor miraba el fondo de la lista, los que tenían el apellido con las primeras letras del alfabeto se desinteresaban de la situación.

Pero el ser diabólico sentado en la cátedra, al llegar al final de la lista sin encontrar lo que estaba buscando, subía con los ojos de nuevo a la cabeza de la misma y empezaba de nuevo. Entonces tocaba a los que su apellido empezaba con las otras letras, poco más o menos desde la "m" hasta la "z", respirar un poco, quedarse temporalmente libres de preocupaciones. La mirada del profesor bajaba, se paraba en la "g" — quizás en la "h" — y luego segula bajando. Los de la "a", "b", "c" podían respirar y pensar en sus cosas, mientras que los de la "k", "1", "m" experimentaban la sensación de estar sentados casi encima de alfileres. Por fm:

— ¡Nemecsekl — preguntó el profesor Racz.

¡Qué pena! Les iba a quitar pocas preocupaciones: la víctima no estaba en clase.

— ¡Ausente! — dijeron algunos de los primeros bancos.

El profesor levantó la vista para mirar el sitio vacío.

— ¿No ha venido esta mañana?

— No, profesor — respondió una voz conocida y apreciada por los muchachos de la calle Pal—. Está enfermo.

— ¿Qué tiene?

— Un fuerte resfriado y tos, profesor.

El profesor miró a los muchachos, que se compusieron en sus sitios. El profesor movió la cabeza.

— Es natural, cogéis las enfermedades por estar siempre corriendo — comentó—. Corriendo, saltando, jugando como fieras y luego tenéis la ropa sudada horas y horas. Por la tarde hace algo de frío todavía.

Tenéis que preocuparos más de vuestra salud: un resfriado es poca cosa, pero es una imprudencia exponerse a coger una enfermedad.

Los muchachos de la calle Pal se intercambiaron en los bancos unas miradas muy elocuentes. Sabían perfectamente la heroica imprudencia por la que habla caldo enfermo su compañero. No podían comunicarse con la palabra o les resultaba dificil, ya que estaban esparcidos por el aula, mezclados con los demás, quien en el tercer banco, quien en el quinto, unos en la fila de la izquierda y otros en la de la derecha. Csonakos estaba en el fondo, como siempre, en el último banco como elemento disturbador. En ese momento no se necesitaba mucho para entenderse: bastaba una mirada, ya que los pensamientos eran comunes. ¡Pobre Nemecsek, qué desgracia I Se había dado tres baños, uno tras otro, por servir a la patria. El primero por un resbalón, el segundo por necesidad y el tercero por honor. Pero todos teman una misma dirección: el bien común, el patríotismo.

Esto ya lo sablan todos, incluso los miembros de la Sociedad Secreta de los Recogedores de Masilla, los cuales inmediatamente, al enterarse de la verdad, habían remediado la injusticia cometida quitando el nombre en minúsculo del mbio del libro de las actas. Quedaba todavía una cuestión por resolver, sobre la que los socios no hablan llegado a un acuerdo, o sea si, antes de cancelar el nombre, era conveniente corregir primero las iniciales escritas en minúscula' o cancelar el nombre sin más particulares.

Kolnay, todavla presidente por no haber concluido la última asamblea, interrumpida con la llegada del señor Gereb, sostenia que bastaba tachar el nombre sin más. Esto supuso que Barabas dijese que no, que no era suficiente: para rehabilitar totalmente al pobre Nemecsek primero habla que poner las iniciales mayúsculas. Otros habrian preferido borrarlo con una goma, para que no quedase rastro de la injusticia cometida.

Era un problema serio, sin duda, pero también éste pasaba en segunda linea por el hecho sin precedentes que tendria lugar por la tarde: la batalla contra los enemigos. Frente a la guerra inminente todo perdia importancia, incluido el honor de Nemecsek y su enfermedad.

Durante el intervalo entre una lección y la otra muchos estudiantes de otras aulas y algunos del Bachiller Superior se acercaron a Boka en el sótano y le ofrecieron su ayuda. Pero el presidente, aunque les diera las gracias por su actitud, rechazaba la ayuda.

— Gracias, gracias, pero no puedo aceptar ayuda de ningún género — decia—. El campo lo tenemos que defender nosotros con nuestras propias fuerzas. Es verdad que los Camisas Roj as son más fuertes que nosotros e incluso mayores, pero tenemos que defender nuestra propiedad y esperamos conseguirlo con nuestras fuerzas.

El interés suscitado por el combate habla corrido como pólvora incluso fuera de la escuela, tanto que a la una, cuando los muchachos gritaban fuera del portón, voceando y hambrientos como siempre, el italiano, vendedor de golosinas, llamó a Boka y le ofreció sus servicios.

— Señorito, si queréis voy yo y les echo a todos fuera — dijo en su bárbaro húngaro.

Boka sonrió.

— Gracias, pero lo conseguiremos solos. Seria poco correcto que intervinieran extraños. y se dirigió de prisa a casa.

Delante de la escuela los muchachos de la calle Pal fueron asaltados por los compañeros, que, no pudiendo ayudarlos materialmente, querian al menos darles sus buenos consejos, enseñándoles lecciones de lucha, golpes secretos completamente infalibles, indicando los diversos modos de zancadilla. Alguno se ofreció a penetrar en las filas de los Camisas Rojas para espiar los movimientos y luego contar.

Naturalmente no fue aceptada la propuesta: Boka había dado órdenes muy precisas sobre el particular. A los que pidieron asistir a la batalla como espectadores se les dijo que no insistieran. Según el presidente la puerta del campo estaba abierta sólo para dejar entrar al enemigo y para echarlo fuera. Nadie más podía entrar.

El desorden ante la puerta de la escuela sólo duró unos instantes, porque los muchachos de la calle Pal tenían prisa de volver a casa, ya que tenian que estar en el campo a las dos en punto. Ala una y diez la calle estaba desierta y el bedel en la puerta, fumando tranquilamente su pipa, observaba con expresión irónica al vendedor ambulante, que reponia su mercancía.

— Cuando os convenzáis que aqul no os podéis hacer ricos será tarde — le dijo con aire socarrón—. Un dla tendréis que marcharos con vuestra mesa.

El vendedor de golosinas no le hizo caso, como siempre. Con su visera almidonada y su camisa blanca se sentla demasiado superior a ese reducto con chaqueta negra llena de grasa. El era un productor autónomo, fabricaba él mismo su mercanc!a y él mismo la vendia, por lo que se encontraba en la categorla de los industrialescomerciantes.

Su dignidad le impedla tomar en consideración todas las sandeces que iba desgranando un simple bedel, un tipo que todos los días tenía que barrer las escaleras, las clases y los pasillos de cada piso con su relativa habitación del fondo con sus lavabos correspondientes.

Además ¿qué derecho tenia él a despreciar sus golosinas, si en el sótano de la escuela, durante los intervalos, engañaba a los muchachos con viejos bocadillos, que metía en el horno para que aparentaran frescos? No era más que envidia, pues los muchachos preferían esperar la hora de salida y gastarse sus cuartos en un trozo de turrón hecho con arte y de "fabricación del dla", mejor que las porquerías del bedel.

Por esto el italiano se encogió de hombros y, cogiendo el paquete y la cesta de los dulces, le hizo al bedel una mueca tipicamente italiana y se fue tranquilamente.

A las dos en punto, al aparecer Boka en el campo con la visera rojo-verde de los muchachos de la calle Pal, estaba esperándole todo el ejército colocado militarmente en el centro del campo. Faltaba sólo Nemecsek, que segula enfermo y estaba en cama con fiebre en la modesta casa de la calle Rakos, cariñosamente asistido — y muy vigilado para que no intentase marcharse al campo de batalla, incluso en pijama—  por su madre. Por tanto la armada de la calle Pal, en el dia de la batalla, estaba formada exclusivamente por oficiales, sin un soldado raso. El perro Héctor no habla sido tomado en consideración porque Boka quena sólo voluntarios.

— ¡Firmes! —.rdenó Boka sin perder tiempo. Luego continuó con su voz profunda y sonora:—  Os comunico que desde este momento dejo temporalmente el cargo de presidente, adecuado al tiempo de paz, sustituyéndolo por el grado y título de general, más adecuado al tiempo de guerra. Como general tomo el supremo mando de las fuerzas militares.

El momento era solemne y todos estaban emocionados. Se daban cuenta que la iniciativa de Boka no estaba inspirada en vanidad, sino más bien por la generosidad, ya que como comandante supremo cargaba a sus espaldas con la responsabilidad de sacar adelante la guerra.

Se necesitaba uno que mandase y Boka era el más adecuado.

El neo-general prosiguió:

— Ahora os expondré por última vez mi plan de batalla, para que no surjan malentendidos.

Recordó a cada uno su obligación, posición y acción, según las maniobras llevadas a cabo el dla anterior y los muchachos, aunque conocían al dedillo todo y estaban seguros de sí, le siguieron con mucha atención.

— ¿Alguna duda? — preguntó al final.

Ninguna, el general habla hablado con claridad.

— ¡Todos a los puestos de combate!

La fila compacta se deshizo y se alejó. Junto a Boka sólo quedó Csele, el elegante del grupo, que habla sido escogido para sustituir a Nemecsek como ayudante de campo. Tema colgada de un cordón azul una trompeta, que les habla costado una corona y ochenta heller; para obtener esta cantidad se habla reunido el fondo común más el capital de la Sociedad de la Masilla, requisado por fines bélicos, a pesar de la reticencia de los socios. Era una vieja trompeta de postillón, pero tenia un sonido metálico y autoritario como si se tratara de una trompeta militar. No tenia otra función que transmitir a los hombres dispersos por los distintos puntos del campo tres señales: una para adve~•tir la llegada del enemigo, otra para ordenar el ataque y una tercera para indicar reunión general. Los muchachos habrían aprendido en seguida las señales, además seguramente vendrían transmitidas en este mismo orden. Raramente se habrla dado orden de atacar antes de llegar el enemigo.

El centinela que, según las previsiones del plan, estaba encima de la empalizada de la calle Pal— no muy cómodo, porque el asiento era estrecho y duro—  movió el brazo y dijo:

— ¡ Una mujer quiere entrar, señor general!

— ¿Quién es? — preguntó Boka sorprendido.

— Parece una criada. Dice que trae una carta para entregar al señor general personalmente.

Boka se acercó a la empalizada.

— ¿Por qué tiene que ser personalmente?

—  No lo sé, señor general.

— ¡ Pregúntaselo!

El centinela se agachó hacia la calle y se puso a hablar. Luego manifestó:

— Dice que tiene que hablarle, que es importante.

— Mira bien que no se trate de un Camisa Roja camuflado para espiar nuestro campo.

El centinela se agachó de nuevo y casi se cae de la otra parte.

— No hay duda, es una mujer.

La sospecha de Boka era excesiva. ¿Szebenics o uno de los Pasztor camuflados de sirvienta? ¿Con esas estaturas, esos pies, esas caras?

— De acuerdo, déjala pasar — dijo Boka convencido.

Fue él mismo a abrir la puerta.

Apareció ante él un tipo no elegante del sexo débil: una mujer pequeña y además en zapatillas, desordenada, con el mandil sucio y las manos manchadas de rojo. Era demasiado abundante para que se la pudiera confundir con uno de los Pasztor. Era una mujer.

— Me manda el señorito Deszo — dijo—  que entregue esta carta al señorito Boka. El señorito dice que es muy urgente y que espere una respuesta.

El señorito Boka cogió la carta que le entregó la mujer, dirigida al Ilustrísimo Presidente de los Muchachos de la calle Pal —  Janos Boka, y sacó unas hojas escritas, cada una distinta por dimensión, consistencia, material, integridad ... : de cuaderno, de carta, de dibujo y hasta las guardas de un libro: estaban dobladas y numeradas. La escritura era del mismo talante de las hojas, muy diversa: al principio clara y ordenada, gruesa y pesada en la segunda linea, torcida en la quinta, encontrando un cierto orden en puntos aislados, generalmente tras una serie de tachaduras. No tenia una sintaxis muy ortodoxa, pero Gereb no había sido nunca una eminencia en redacción.

La carta decia textualmente:

Querido Boka ..

Sé muy bien que no quieres saber nada de mi ni siquiera por carta y me mandarás a paseo, sin embargo quiero y debo intentar por última vez reconciliarme con vosotros antes de romper definitivamente.

Reconozco que me he comportado muy mal con vosotros y te repito que estoy arrepentido de haberos hecho esa jugada, sobre todo después de haber sabido la gentileza que tuvisteis con mi padre al hablar de mi, en modo particular Nemecsek, que llegó a negar mi traición.

Mi padre estaba feliz, estaba tan contento por haberse asegurado de mi inocencia, que para hacerse perdonar y haber dudado de mi se fue corriendo a comprarme un libro que habla deseado siempre y que hasta ahora no había conseguido por las disculpas que ponen siempre los padres — notas bajas, volver tarde a casa, romper los pantalones, responder a mamá, vaso roto y cosas por el estilo—  y que tú conoces por experiencia. Se trata de una obra de Veme, La isla misteriosa, y yo, aunque me hablan dicho que era lo mejor del mundo, se lo he llevado como regalo a Nemecsek sin leer una palabra. Se lo he entregado a su madre, porque él estaba en la cama, pidiéndola que no dijera que se lo habla llevado yo, pues de lo contrario — esto no se lo he dicho—  no lo habrla aceptado.

Por la tarde ya he tenido jaleo en casa .. mi padre quería saber por qué no lela el libro y dónde lo habla puesto. No comprendo por qué los padres se tienen que meter en todo, aunque tengo la impresión que son todos iguales. Ha seguido preguntándome y, como no sabia qué responder y segula con la cabeza baja y sin decir una palabra, se ha metido en la cabeza que hubiera vendido el libro. Me ha llamado de todo, con injurias, amenazas. Luego ha empezado a cumplir sus amenazas dejándome sin cenar. Yo por eso no me vuelvo atrás .. estoy contento de haber regalado el libro a Nemecsek y lo volverla a hacer aunque no me dieran de comer en diez días. Es un pequeño sacrificio que hago de muy buena gana.

Ahora pasemos a cosas más importantes. El lunes en clase, dado que estaba aislado y nadie me dirigía la palabra — ya te puedes figurar cómo estaba, me daba la impresión de ser un leproso—, he dado muchas vueltas a las cosas y he pensado que para remediar no podía hacer otra cosa que repetir la acción en sentido contrario, a vuestro favor. Sin pensar más, por la tarde he ido al Jardin Botánico para coger la bandera y captar algunas informaciones útiles para vosotros.

Me he subido al árbol, al mismo que subiera Nemecsek esa tarde cruel, y he esperado a los Camisas Rojas, que han llegado hacia las cuatro. Han empezado a decir de mí cosas de todo tipo, calumnias e insinuaciones que me ponian los pelos de punta, algunas desde luego poco atinadas, sobre todo las relativas al aspecto exterior. No comprendo qué tiene que ver con todo esto la forma de mis orejas y el hecho que mi canino derecho esté — según ellos—  torcido. Pero no me importaba nada lo que decían esos estúpidos mentales, pues me sentía un "muchacho de la calle Pal ", aunque tú me echaras fuera al día siguiente — reconozco que justamente—, y por tanto eran mis enemigos.

y uno no se siente mal cuando el enemigo dice pestes sobre él. En ese momento me sentia uno de vosotros, porque, aunque me has echado — y no digo que no sea justo—, mi corazón está con vosotros y lo estará siempre, aunque tú no lo creas. Puedes reirte lo que quieras o puedes repetir "¡déjame en paz!" hasta cansarte, pero es la verdad.

Cuando Feri Ats ha dicho: "Gereb, en el fondo, era uno de la calle Pal, incluso cuando estaba con nosotros" y luego: "No es un traidor, no ha renegado nunca de sus compañeros" y más tarde: "Casi nos tendriamas que preguntar si no se metió entre nosotros para espiarnos" he sentido la mayor alegria de mi vida. Es la verdad, tienes que creerme.

Piensa que Feri Ats, a pesar de ser nuestro enemigo, es un tipo extraordinario, no como los maderos de los Pasztor, y sabe muy bien lo que dice. Pero sigamos adelante. Después de terminar todos los argumentos ultrajantes contra el presente, han tenido una especie de consejo y ahora llega lo bueno. Han determinado no atacaros el dia establecido, o sea hoy, para tener el tiempo suficiente de trazar un plan nuevo, dado que el anterior había sido descubierto por Nemecsek.

Por esto han decidido retrasar la batalla un dia y de atacar el jueves, o sea mañana. Como ves, hoy no vendrán. A un cierto punto hablaban tan bajo que he tenido que descolgarme dos ramas más abajo para escucharles. Un ramo pequeño se ha agarrado a la chaqueta y he hecho un poco de ruido, por lo que ese estúpido de Wendauer ha saltado: "Ese tipo del pelo rubio, ¿cómo se llama?, ¿no estará de nuevo encima? Ya veréis que cae como una pera madura". Por suerte todos han pensado que se trataba de una guasa y se han echado a reir. Luego Feri Ats, que como te he dicho tiene las ideas claras, ha dicho que no, que había que atacar según se había establecido, aunque Nemecsek les hubiera descubierto. "El enemigo, al saber que estamos al corriente de haber sido espiados, pensard que cambiaremos los planes", ha dicho. "Pero no los cambiaremos ni un pelo. Esto no se lo esperan". Así han quedado. Han empezado las maniobras y no terminaban nunca. Hasta las seis y media he estado encima del árbol sin poder moverme, para que no me agarraran. Ya te puedes imaginar qué gusto: me dalia todo e incluso ahora me duele cuando me siento. Pero, si me hubieran visto, probablemente habría sido peor y ni síquiera me habría podido sentar. No veía la hora que se fueran de una vez, por lo que, cuando han terminado y he podido bajarme del nido, estaba empezando a oscurecer. He llegado a casa poco antes de cenar, por lo que nadie se ha dado cuenta y no he tenido que enfrentarme con mi padre, de lo contrario hubiese conocido los extremos de la indignación de un padre. Después de cenar he tenido que hacer los deberes a escondidas a la luz de un trozo de vela.

Ahora que te he dicho todo lo que pensaba decirte, no tengo más que añadir, querido Janos, que creas todo lo que te he dicho y que no pienses un momento que tenga intención de sacar partido en favor de los Camisas Rojas. Ya me he puesto contra ellos y, aunque tú por razones probablemente vdlidas me has echado fuera, no te guardo rencor y espero s610 una palabra para volver corriendo. Te prometo que, si me readmites, no te arrepentirds nunca, pues estoy dispuesto a hacer lo que sea para ganarme la confianza y hacer olvidar mi error.

Renunciaría de buena gana a mi grado y participaría en la batalla como soldado raso en lugar de Nemecsek. Pues un soldado raso os hace falta, pues no creo que poddis emplear a Héctor en el combate.

No haría nada mds que ladrar y meterse entre los pies creando una confusión enorme. Ademds trastornado por la confusi6n de la batalla mordería a todos sin hacer distinciones. Yo, por el contrario, no llegaría a tanto, aunque me tengas en menos de lo que merezco.

Te ruego, querido Janos, que me dejes volver y que olvides lo pasado. Yo me comportaré como un súbdito fiel y defenderé el campo con valentía, por lo que ya verds que, una vez ganada la batalla, pensards promocionarme de nuevo. Dime por medio de María — la señora que te lleva esta carta, que no es tan idiota como parece—  si me readmites.

Si la respuesta es positiva, iré inmediatamente, pues estoy aquí fuera, ante la puerta del número 5 de la calle Pal. Espero con impaciencia tu decisi6n. Llamo en causa tu generosidad y espero que no me prolongues mds tiempo mis sufrimientos. Si María me trae el sí, la abrazaré y le daré un beso, aunque huele a cebolla y tiene bigote. ¡Dime que vuelva!

Te estrecha la mano tu fiel amigo y sincero subalterno

Deszii Gereb

Al terminar de leer la carta, Boka se sintió más ligero, como si alguien le hubiera quitado un peso de encima. No porque hubiese llegado al final de ese sermón, sino porque tenia la impresión de que Gereb era sincero y su ánimo bondadoso se abrla al amigo perdido.

Aunque él estuviera dispuesto a recibirlo con los brazos abiertos, se percató de que no podla tomar una decisión de este tipo sin consultar con sus compañeros. Era el presidente, era general, era comandante supremo, pero no era un dictador ni querla serlo ni obrar como tal.

Por tal motivo llamó a Csele, su ayudante de campo.

— Toca reunión general — le ordenó. Para evitar equivocas precisó:— 

La tercero, la número tres. Que se reúnan todos aquí en seguida.

— jA las órdenes, señor generall

Maria asistió al espectáculo y escuchó el desacostumbrado diálogo sin echarse a reir, conservando su aire de muñeca grande. Quizás pensaba que las estupideces de aquellos señoritos estaban lejos de ella o quizás no las encontraba estúpidas. Podla también suceder que estuviese tan preocupada por los platos que habla dejado sin lavar, que no se diera cuenta de lo que estaba sucediendo alrededor. No sólo no se dirigió a Boka como general, sino que manifestó cierta prisa por marcharse.

— Señorito, ¿qué hago? — preguntó—  ¿Qué le digo al señorito?

Podla llamarle señorito o lo que quisiera, en ese momento Boka era todo un general.

— ¡Esperad! — respondió en tono de orden.

Mientras tanto la trompeta habla tocado a reunión general y de todos los puntos del campo los muchachos aflulan en dirección a la puerta de la calle Pal algo inquietos por la señal número tres, que les cogía de sorpresa. Se tranquilizaron al ver al general que les esperaba con aire de tranquilidad. En un minuto se presentaron todos y se pusieron en f¡Ja perfecta. Boka les leyó la carta y, dado que se habla olvidado de ordenar descanso, el ejército se encontró un poco a disgusto.

— ¿Qué decls? — preguntó al terminar la larga carta—  ¿Lo readmitimos?

El grupo no dudó: en el fondo eran unos buenos muchachos. Su respuesta fue rápida, unánime y casi sincronizada:

— ¡SU .

— ¡Descanso! — añadió Boka al darse cuenta de la expresión de disgusto de sus hombres. Luego se dirigió a María, sacándola de sus pensamientos precisamente en el momento en que ella metía los platos en un escondite para lavarlos por la noche, con los de la cena.

— Esta es la respuesta — dijo—. Se lo podéis decir.

Un "si" pronunciado a coro por un grupo de muchachos sale casi siempre claro y sonoro. Pero María prefería que se le precisara.

— ¿Cómo? — preguntó.

— Decirle que ha sido atendida su súplica — dijo Boka. Dado que ésta no se daba cuenta, añadió:—  Decidle simplemente "si".

— ¡Ah! — dijo Marla—  Le digo que si.

Se inclinó desgarbadamente y se marchó. Poco después, al pensar en esos muchachos firmes, en las viseras rojo— verdes, en esas extrañas lanzas, en la trompeta, en el "señor general", sintió cierta perplejidad.

No se rompió la cabeza por encontrar el hilo del misterio. No le importaba lo más minimo. Se dio prisa para resolver el problema de sus platos.

— ¡Csonakos! — llamó Boka.

El interpelado dio un paso adelante:

— ¡Si, señor general!

— ¡Gereb viene asignado a tu torre! — dijo Boka—  ¡No lo perderás de vista un momento y, si observas algo raro, lo agarras y lo metes en la casita de Janol No creo que sea necesario, porque me parece sincero y con ganas de rehabilitarse. Pero es mejor que seamos prudentes. y ahora a lo nuestro. Parece que no atacará el enemigo: lo deja para mañana. No cambiaremos nuestro plan como tampoco lo han hecho los Camisas Rojas. Luego...

Se interrumpió de repente al olr el ruido de la puerta por la patada de Gereb, que se acercaba eufórico. Al entrar y ver al ejército firme ante él, un ejército de oficiales, el nuevo soldado raso se quedó un poco apagado. Se puso serio, con aire compungido y, poniéndose firme ante Boka, se llevó la mano a la visera roja y verde "en saludo militar.

— Soldado raso Gereb — se presentó—  a las órdenes del señor general.

Boka se puso delante, observó la visera con los colores de los muchachos de la calle Pal, de la que sallan unos caracoles negros, notó la mirada derecha y firme, la postura segura, fiereza militar, la barbilla levantada hacia adelante, la posición perfecta en todos los particulares.

— Bien — dijo—. Por ahora has sido asignado a la guarnición de la torre número tres como soldado raso — y repitió: — Por ahora—. Luego añadió: — Veremos por tu comportamiento en el campo durante la batalla si conviene reintegrarte en tu grado. El capitán Richter te mostrará todos los particulares del plan de batalla. — Luego se dirigió a toda la armada, que no perdla a Gereb de vista: — Os prohibo a todos vosotros dirigir a Gereb insinuaciones, reproches o la más mínima alusión al pasado. No le hemos perdonado, le hemos readmitido entre nosotros para que luche a nuestro lado. Nadie debe recordarle el pasado ni hoy ni nunca. Esto vale también para él: no se hable sobre el particular. Una piedra encima, como si nada hubiera ocurrido.

El silencio acogió las palabras del general: los muchachos le miraban admirados y satisfechos de saberse guiados por un jefe tan inteligente, tan bueno, con una capacidad extraordinaria y con unos sentimientos muy nobles. No habla concedido el perdón por impulso momentáneo, por debilidad, mientras conservaba el recuerdo de la traición y se perfilaba la sombra del rencor. Era el perdón de las personas curtidas, de las almas grandes, que sale espontáneamente de la intimidad como manantial de agua pura y fresca, que elimina todo recuerdo triste, toda amargura secreta. Ese perdón que no exalta a quien lo concede, no humilla a quien lo recibe, sino por el contrario, hace felices a los dos.

Los muchachos se dieron cuenta de esto y se propusieron seguir el ejemplo del jefe para el bien y la alegria de todos y de cada uno.

Richter empezó en seguida a enseñar a Gereb lo que habrian tenido que hacer durante la batalla. Le hablaba con desenvoltura, como siempre, sin una minima nota de arrogancia, como si nada les hubiera tenido distantes por un periodo. Sin embargo, el comportamiento de Gereb era distinto. Pero no en cuanto pecador arrepentido, a pesar de la absolución, por el sentido de culpa, sino más bien por su situación de soldado raso con respecto a un superior. También él intentaba olvidar su error, que pronto quemarla en el ardor de la lucha.

Boka había ordenado "rompan filas" y ahora charlaba con su ayudante, mientras los muchachos, quedándose en el mismo sitio, discutían de temas militares y guerreros en grupos de tres o cuatro.

De repente el centinela, a caballo sobre la empalizada, subió la pierna que colgaba de la calle Pal y la metió para adentro anunciando con voz nerviosa:

— ¡Señor general, el enemigo! ¡Viene por esa parte!

Boka corrió hacia la puerta y la cerró con el palo. Luego se volvió y miró duramente a Gereb, sobre el que cayeron los ojos de todos los demás. Este se quedó pálido e inmóvil como una piedra junto a Richter.

— ¡Nos has engañadol— Ie dijo violentamente—  ¡Nos has traicionado de nuevo!

Gereb estaba fuera de sí, no encontraba palabras para responder.

Richter lo agarró de un brazo y se lo retorció.

— ¡Hablal — gritó Boka—  ¡Hacías el doble juegol ¿Y ahora?

Gereb movió con dificultad los labios temblorosos, sacó las palabras a trompicones, con la voz enronquecida:

— No lo entiendo". no sé nada. Quizás me vieron allá arriba, en el árbol... y a intención refirieron noticias falsas."

El centinela se asomó a la calle, luego se tiró al suelo, cogió la lanza apoyada en la pared y se puso en línea con sus compañeros:

— Están ahí, señor general — dijo—. Ya están llegando.

— ¿Los Camisas Rojas? — preguntó Boka con profunda emoción, no creyendo todavla lo que le referían—  ¿Son ellos?

— Sí, señor general.

Entonces Boka quitó el palo, abrió la puerta y salió a esperarlos a la calle. Vio que se acercaba un grupo por el fondo de la calle y eran Camisas Rojas. No eran nada más que tres, los dos hermanos Pasztor y Szebenics, los brazos y la cabeza de la comparua. Szebenics, al ver a Boka ante la puerta del campo esperándolos, sacó un asta debajo de la chaqueta con un trapo blanco y lo movió ininterrumpidamente.

— ¡Bandera blanca! — gritó al ver la tela.

— ¡Somos embajadores! — explicó el mayor de los Pasztor.

Boka entró en el campo. Le disgustaba mucho haber acusado injustamente a Gereb y se reprochaba por la facilidad con que había permitido que le atosigasen.

— ¡Déjalo! — gritó a Richter—  Son tres embajadores con bandera blanca, que vienen a parlamentar. Gereb, perdónanos.

El pobrecilla respiró tranquilo y se dio masajes en el brazo retorcido con fuerza por Richter. Cuando dijeron que se acercaban los Camisas Rojas se había descompuesto, las piernas le parecían de paja y el corazón daba saltos como un loco. Sabia que era inocente, porque había dicho la verdad, ¿pero cómo podria demostrarlo? ¿Quién podria creer su buena fe dado los antecedentes? Gracias a Dios la acusación no tenía consistencia y la sospecha se había desvanecido.

Boka mientras tanto se había metido con el centinela, que, inconscientemente y por miedo, había sembrado el pánico sin motivo.

— Te partiese... ¿Dónde tienes los ojos? ¿No sabes contar? — gritaba enfadado sobre todo contra si mismo—. ¿Por qué tienes que alarmarnos si son sólo tres? ¿El enemigo? ¡Llega el enemigo! Quizás piensas que el ejército de los Camisas Rojas consta de los dos Pasztor y del idiota de Szebenics, tan inteligente corno tú. ¡Qué bonito! No metas la pata otra vez de esta forma, pues de lo contrario... Date cuenta: si no hubiera salido a la calle, nos hubiéramos manifestado ridículamente ante los enemigos. Bueno, ahora vuelve a la empalizada y no tengas tanto miedo — se volvió hacia los muchachos y ordenó—. ¡Todos a las torres, de prisa! Se queden conmigo sólo Csele y Kolnay. ¡De prisa!

La armada se dio la vuelta y se alejó a paso de marcha, se metió entre las dos mas de madera y desapareció. Después de haberse perdido entre las pilas de madera la última visera rojo— verde, llamaron a la puerta.

— ¡Abre, Cselel — díjo Boka.

El ayudante obedeció e introdujo en el campo a los tres embajadores con camisa roja nueva y la visera roja en la cabeza. Estaban desarmados y Szebenics tenía en la mano la bandera blanca.

Boka, que sabia las normas a observar y la praxis a seguir en todas las circunstancias de carácter militar, dejó apoyada en la empalizada su lanza para estar desarmado durante las negociaciones de la embajada enemiga. Csele y Kolnay lo imitaron en silencio y el ayudante de campo, en un exceso de celo, deshizo el nudo del cordón azul y posó en el suelo la trompeta, como si se tratara de un arma.

El mayor de los Pasztor dio medio paso hacia adelante:

— ¿Tengo el honor de hablar con el comandante del ejército de los muchachos de la calle Pal? — preguntó solemnemente.

Conocía a Boka, sabia que era el jefe del grupo, pero había que observar el ceremonial.

Le respondió Csele en calidad de ayudante de campo:

— Asi es. El general Janos Boka es nuestro comandante supremo.

— Yo vengo al frente de esta delegación — añadió el mayor de los Pasztor—. Por encargo de nuestro comandante Feri Ats he venido a comunicaros la declaración de guerra.

Al pronunciar el nombre de su comandante, el jefe de la delegación se había puesto firme, haciendo un saludo militar impecable. Los otros dos le imitaron y los tres de la calle Pal hicieron lo mismo con mucha cortesla.

El mayor de los Pasztor continuó:

— No tenemos intención de atacar traidoramente, sin aviso previo, para sorprenderos. Os hacemos saber que atacaremos, con el fin de conquistar el territorio ocupado por vosotros, mañana, jueves, a las dos y media de la tarde. Esto es todo, señores. ¡Señor general, esperamos su respuesta!

Boka se dio cuenta de la solemnidad del momento. Sentia la sensación de que le estaban mirando todos los ojos del mundo y que esperaban su palabra para abrir una nueva página gloriosa.

Dominando su emoción, para dar al enemigo la impresión de estar calmo, respondió:

— Tomamos conocimiento de vuestra declaración de guerra y aceptamos lo establecido por vosotros en relación al dia y a la hora.

Quiero advertir que queremos evitar que el combate degenere en riña salvaje, poco honrosa para ambos frentes.

— Condividimos vuestra opinión, general — dijo el mayor de los Pasztor moviendo las pupilas a los extremos de las órbitas, como hacia habitualmente, lo que daba un aspecto ambiguo.

— Por este motivo — continuó Boka—  hay que establecer algunas reglas sobre el desarrollo de la batalla y las armas que se pueden usar. El cuerpo a cuerpo está permitido conforme a las normas de la lucha greco— romana, naturalmente entre adversarios sin armas.

Están permitidos los duelos con las lanzas, en los que habrá que atenerse a las normas de la esgrima y el bombardeo de bombas de arena y tierra. Otro tipo de armas y sistema de lucha queda excluido, por lo que cometerla un acto de bajeza deshonorable para toda la armada quien no se atuviera a estas normas. Imagino que conocéis perfectamente las reglas de la esgrima y de la lucha.

— Perfectamente.

— A quien se le pone con las espaldas al suelo será considerado vencido y no podrá luchar en un cuerpo a cuerpo, aunque pueda continuar luchando en los otros modos admitidos, la esgrima y el bombardeo.

¿De acuerdo?

— De acuerdo.

— No está permitido usar las lanzas como palos ni herir al adversario con la punta. Sólo está permitida la esgrima.

— Naturalmente.

— Está permitida la lucha entre dos grupos, aunque sean distintos, pero dos o más hombres no pueden luchar contra un enemigo solo.

— Comprendido.

— Me parece que no hay más que añadir. ¿Os comprometéis por vuestro honor a respetar las reglas y a luchar con lealtad?

— En nombre de mi comandante y de todos mis compañeros me comprometo.

— De acuerdo — terminó Boka—. No tengo que añadir más.

Firme hizo el saludo militar y un poco más tarde Kolnay y Csele le imitaron. Los tres de la delegación devolvieron el saludo. pero el jefe tenía todavía algo que añadir.

— Por favor. un momento. señor general — dijo—. Nuestro comandante nos ha encargado que os preguntemos por el soldado Nemecsek.

Sahemos que está enfermo y quisiéramos hacerle una visita en nombre del comandante. No escatimamos la estima y la admiración al enemigo que se comporta valientemente y pensamos que el soldado Nemecsek ha dado pruebas de un valor especial. Nos disgusta que esté enfermo. Desearíamos. señor general, que nos diera su dirección.

— Vive en la calle Rakos, en el número tres — dijo Boka volviéndose un poco triste—. Está bastante mal. ¡pohre Erno!

Se intercambiaron los saludos, luego Szebenics levantó de nuevo la bandera. el mayor de los Pasztor ordenó el atrás— de frente y adelante march y la delegación se acercó a la puerta a paso de marcha.

salió a la calle Pal y se dirigió hacia la calle Rakos. mientras que dentro del campo se oía el sonido de la trompeta que indicaba reunión general: Boka llamaba a todos sus hombres para contarles los últimos acontecimientos.

Los tres Camisas Rojas se pararon ante el número tres de la calle Rakos y el mayor de los Pasztor preguntó a una niña que jugaba en la acera.

— ¿Sabes si vive aquí un tal Erno Nemecsek?

La pequeña afirmó con la cabeza y acompañó al grupo por el patio. Se pararon ante una puerta del bajo, en la que había una placa de metal esmaltado.

ANDRAs NEMECSEK

sastre

Abrió una mujer con la cara cansada, rubia y delgada, con los mismos trazos que el rubio llovido del árbol aquella tarde en la explanada de la isla; también él era delgado, fillO, debilucho. pero muy fuerte de ánimo. Los tres le saludaron, le comunicaron el motivo de la visita y la señora Nemecsek les acompañó a una habitación en la que se encontraba enfermo, cansado y blanquecino el heroico soldado de la armada de la calle Pal, envuelto entre las mantas y con dos almohadas para levantar la caheza.

Szebenics levantó la bandera blanca para darle a entender que sus intenciones eran pacificas. El mayor de los Pasztor se acercó a la cama.

— Feri Ats nos manda para saludarte y desearte una curación inmediata — dijo—. Esperamos todos que te cures en seguida.

Al oír estas palabras, el pobre Nemecsek se levantó sobre los codos y miró a los tres Camisas Rojas con ojos de satisfacción.

— ¿Ha sido declarada la guerra? — preguntó.

— Si, hoy, hace un poco.

— ¿Cuándo tendrá lugar la batalla?

— Mañana.

Una sonrisa se desvaneció en la cara del rubio, que exclamó un poco triste mirando al vacío:

— ¡Mañana! ¡Yo no estaré!

Los tres de la delegación estaban confusos, no sabian qué decir, ni dónde mirar, ni dónde poner las manos. Por fm decidieron estrechar la mano del valeroso soldado y pasaron uno detrás de otro junto a la cama; Szebenics, el menor de los Pasztor y, por último, el mayor, ése de la mirada fija, de la expresión torva, el forzudo, el prepotente, el despótico Pasztor, el fanfarrón temido por todos y que no se reia nunca.

Al pasar junto a la cama y tener entre sus manos la delicada mano de Nemecsek, cuatro huesecillos envueltos en una tela finisima, el fanfarrón de los Camisas Rojas casi se conmueve y se deja escapar unas lágrimas, como un muchacho más de este mundo. Se agachó sobre el enfermo y le murmuró con una voz temblorosa debida a las lágrimas contenidas:

— Nemecsek, perdóname.

— Te perdono — respondió sin duda el rubio con un hilo de voz, mientras no dejaba de toser.

Se puso para adelante y el mayor de los Pasztor le colocó la almohada con una delicadeza extrema. Luego dijo:

— Ahora nos tenemos que ir. Hasta luego, volveremos a hacerte una visita y te traeré las canicas, aquéllas, tú ya sabes... Cúrate pronto, Nemecsek.

Szebenics levantó la bandera y con una última insinuación de saludo salieron de la habitación y se fueron hacia la cocina. La pobre madre estaba alli, de pie, junto a la mesa llorando.

— Queridos hijos, ¡qué buenos sois! — dijo intentando secarse las lágrimas con un pañuelo mojado—. Habéis venido a hacer una visita a mi querido Erno, porque le queréis, ¿no es verdad? Os lo agradezco...

Permitidme que os ofrezca una taza de chocolate.

Los tres embajadores en camisa roja se intercambiaron una mirada:

el chocolate les gustaba mucho y el ofrecimiento les parecía correcto. Tras unos segundos de indecisión, el jefe de la delegación se adelantó, levantó la cabeza de pelo negro, él que la tenia siempre baja, y sin quitar los ojos de la señora Nemecsek dijo en tono muy gentil:

— Gracias, señora. Nosotros queremos mucho a su hijo, pero no tenéis que sentiros obligada por el hecho de que le hayamos visitado.

Tenéis mucho que hacer con Erno enfermo. Gracias una vez más y hasta otro dia — se acercó a los compañeros, controló su alineación—.

¡Adelante, march!

y se fue la delegación a paso de marcha.

Capítulo VIII

A la mañana siguiente el cielo estaba nublado y a un cierto momento se puso a llover. Los muchachos no seguían al profesor y no hacían nada más que mirar desconsoladamente el rectángulo de cielo gris que podían ver por la ventana. Durante el recreo se apoyaron a los cristales para hacer sus cábalas con las nubes. Decían que las nubes no eran "de lluvia", porque no eran oscuras ni estaban bajas.

Además, el viento las empujaba hacia el norte y, cuando las nubes iban al norte, el tiempo era bueno. Luego esa lluvia fma no podía durar mucho. Si seguía lloviendo, Ivaya cisco! ¿Cómo iban a dar la batalla bajo la lluvia? Habría que dejarlo para otro dla.

Paró de llover a mediodía y salió el sol de primavera a secar la poca humedad recogida. Ala una, al salir los muchachos de la escuela, hacía un dla estupendo, un sol de primavera con una brisa delicada.

Tiempo ideal para el combate programado por la tarde, lo que se necesitaba para obtener que las municiones estuvieran en excelentes condiciones dentro de dos horas. La arena y las bombas amasadas, amontonadas en las torres, se habían mojado por la mañana, pero sólo muy poco, por encima, ya que no había llovido mucho. El sol y el vientecillo que soplaba tenían tiempo de secarlas y de formar esa costra que mantenía a las bombas compactas incluso durante el bombardeo.

Si estaban muy secas se deshacían en el aire y la bomba quedaba en una ligera e inofensiva lluvia de arena.

Al salir de la escuela, ninguno se paró para contarse las últimas novedades antes de ir a comer. Tenían el tiempo necesario para ir a casa, comer un bocado, ponerse otros I!antalones peores, ponerse la visera rojo— verde y salir corriendo, quizas a escondidas, hacia el campo.

A las dos menos cuarto estaba en el campo todo el ejército de los muchachos de la calle PaI dando los últimos toques y controlando la eficacia del material de guerra.

El nerviosismo de días anteriores se notaba menos, pues habla desaparecido la incertidumbre. La visita de la delegación enemiga había contribuido a calmar los ánimos, pues abora sabian cómo se iban a desarrollar los hechos, o sea, se sabia que vendría el enemigo y la hora en que llegaría, se estaba al corriente de cómo se habría luchado y de las armas permitidas. A pesar de todo esto se notaba una excitación y nerviosismo considerables, pero interiormente los muchachos estaban serenos y no manifestaban tan claramente su impaciencia.

Había una novedad, en la última media hora Boka había modificado parcialmente el plan de batalla.

Los muchachos, al llegar al campo, habían notado sorprendidos un hoyo delante de las torres cuatro y cínco. Al principio alguno sospechó que lo hubiera hecho el enemigo, un acto de sabotaje. Por eso se acercaron a Boka corriendo.

— Boka, ¿has visto el hoyo?

— Sí, lo he visto.

— ¿Quién lo ha hecho?

— Jano. Se lo he mandado yo.

— ¿Para qué sirve?

— Ahora os lo explico. He cambiado algunas cositas en el plan de batalla — Boka ojeó la libreta de apuntes y luego convocó a los batallones "A" y "B"—. ¿Habéis visto el hoyo? — preguntó.

— Sí — respondió Weisz—. Se ve muy bien. No puede pasar inadvertidamente.

— Es una trinchera — explicó Boka—. ¿Sabéis qué es una trinchera y para qué sirve?

Tenían una idea muy vaga y abstracta. Habían leído algo y quizás alguien se lo había explicado, pero no tenían un concepto muy claro.

— La trinchera — explicó el general—, como veis, parece un hoyo sin agua, tiene la ventaja de que se puede uno esconder sin que le vea el enemigo ní sea blanco de sus proyectiles. Además, el que se esconde dentro puede salir cuando lo crea más oportuno y pillar de sorpresa al enelnígo, o sea, puede empezar la lucha cuando quiere. Por este motivo he cambiado parte de mi plan de batalla. Vosotros dos con vuestros batallones, en lugar de poneros al lado de la puerta de la calle Pal. como habíamos establecido al principio, os escoderéis en la trinchera. Cuando la parte de la armada enemiga que ha entrado en el campo por la calle Pal avance, las guarniciones de las torres no cesarán un instante de bombardearlos. El enemigo no se dará cuenta de la trinchera por el bombardeo continuo, por lo que intentará acercarse a las torres, cosa no muy dificil, ya que no habrá nadie en el campo que se interponga en su camino. A unos cinco metros de la trinchera sacaréis la cabeza para aseguraros y empezaréis a tirarles bombas de arena. El bombardeo desde lo alto de las torres no tíene que cesar con vuestra intervención. Por fin saldréis de la trinchera y perseguiréis al enemigo. No olvidéis una cosa: no lo empujéis inmediatamente hacia la puerta de la calle Pal para echarlos fuera, esperad que termine la acción por el lado de la calle María. Sólo al oír la señal de ataque empujaréis al enemigo hacia la salida. Nada más encerrar a los asaltantes de la calle María en el almacén, las guarniciones de las torres uno y dos se trasladarán a la cuatro y cinco, como estaba previsto, para ayudaros, y lo mismo harán los batallones "C" y "D", que saltando al campo lucharán a vuestro lado. En pocas palabras, nuestro objetivo consiste en sorprender al enemigo en el campo al llegar a la linea de las torres y obligarlo a luchar hasta que lleguen los refuerzos. ¿Lo habéis comprendido?

Weisz y Leszik movieron la cabeza convencidos.

— ¿Ninguna pregunta?

— Ninguna.

— No olvidéis que, al dar la señal de ataque, seremos el doble de los Camisas Rojas, ya que la mitad de su armada aproximadamente estará en el almacén. Ya sabéis que las reglas prohíben que dos hombres luchen contra uno, pero permiten la lucha entre escuadras de distinto número de elementos, de esta forma un grupo de ocho hombres puede atacar a otro de cuatro. Por otra parte, una vez que hayamos atacado con todas nuestras fuerzas en el campo, nadie tendrá motivo ni ocasión de combate individual. Estad unidos, mirando siempre de no luchar dos contra uno, sin separarse del grupo. ¿Entendido?

Mientras hablaba Boka, había salido de su casita el guardián checoslovaco y, metido en la trinchera, la había hecho más profunda con la azada y había quitado la tierra que se había corrido. Poco después había transportado en una carretilla las municiones necesarias: arena, arcilla y bombas ya preparadas.

Encima de las pilas los hombres de las guarniciones trabajaban seriamente ordenando las torres y preparando las bombas para tener reservas abundantes. Habían levantado los parapetos con algún madero más, por lo que sólo se veían desde abajo las cabezas de los más altos y la punta de los pelos de algunos más pequeños.

En cada torre había un asta con la bandera rojo-verde, que movía el viento. Alguien había encontrado un trozo de tela verde y la gentil hermana de Csele había trabajado intensamente con la aguja. La torre tres era la úníca que no tenía la bandera, porque Feri Ats se la había llevado y los muchachos no habían querido sustituirla. Estaban decididos a quitar al enemigo en combate la bandera robada, para que la torre tres tuviera su bandera, aunque estuviese casi rota.

Por otra parte, no podían esperar que estuviera aún en buenas condiciones, a causa de los avatares por los que había pasado. Después que Feri Ats la cogiera de la torre tres del campo de la calle Pal, había estado escondida con las armas de los Camisas Rojas entre las ruinas del castillo del Jardín Botánico. Nemecsek la había cogido el día que entró en el escondite enemigo, dejando en el suelo las huellas de su pequeño pie. Más tarde, al bajarse del árbol desde donde espiaba los movimientos del enemigo, los dos Pasztor se la quitaron de la mano, retorciéndole el brazo, y de esta forma la bandera había vuelto al arsenal secreto de los Camisas Rojas entre las oscuras ruinas del castillo, de donde la había sacado Gereb con la intención de restituirla a sus propietarios legítimos, los muchachos de la calle Pal. Pero Boka no había querido entrar en posesión de la bandera de esa forma, o sea, recibiéndola de manos del traidor que se la habla quitado al enemigo a hurtadillas con el fIn de rehabilitarse ante los suyos.

Cuando Boka readmitió en el grupo a Gereb y supo que la bandera estaba todavía en sus manos, estudió la forma de que volviera a estar en poder de los Camisas Rojas, a quienes pensaba quitársela sólo en el campo con la victoria.

El mismo enemigo le habla ofrecido la idea, al enviar al campo tres embajadores. Terminadas las negociaciones, mientras los tres Camisas Rojas iban a hacer una visita a Nemecsek, una delegación constituida por tres muchachos de la calle Pal salió del campo y se fue al Jardín Botánico. Eran Csele, Weisz y Csonakos. Csele llevaba la bandera blanca y Weisz, envuelta en un trozo de periódico, la bandera rojo-verde de la torre número tres.

Los Camisas Rojas estaban reunidos en la explanada de la isla en consejo de guerra, cuando los centinelas del puente descubrieron al grupillo que avanzaba entre la vegetación. Bajaron las lanzas y cruzaron las puntas para cortar el paso.

— ¡ Alto! ¿Quién va?

Csele, en vez de contestar, sacó de debajo el jersey la bandera blanca y la movió. No es que tuviera mucho de bandera, ya que no se habla tenido tiempo material de encontrar otra mejor. Era un trozo de alambre con un trapo deshilado y bastante sucio, que les había dado el viejo Jano. Resultaba dificil hacerla pasar por una bandera blanca; al verla, todo el mundo pensarla en un trapo muy sucio. Sin embargo, los dos centinelas del puente se dieron en seguida cuenta de que se trataba de una bandera blanca. Dado que era la primera vez que se encontraban con una delegación enemiga que venia a negociar y no tenlan la más InInima idea de lo que habla que hacer en tales circunstancias, se descargaron de toda responsabilidad dando la alarma.

— 1 Uia—.pl ¡Extraños a la vista!

Feri Ats se acercó al puente ordenando que pasaran los tres visitantes y los tres llegaron a la isla por entre los dos centinelas que presentaban armas.

— ¿Venís en calidad de embajadores? — preguntó Feri Ats.

— SI — Csele dio medio paso adelante, como viera hacer al mayor de los Pasztor—. ¿Tenemos el honor de hablar con el comandante?

Feri Ats manifestó no respetar mucho el ceremonial, ya que eludió la pregunta:

— Veamos lo que tenéis que decirme — cortó por lo sano.

—.s traemos la bandera que nos hablais quitado — explicó Csele—.

Como podéis ver ha ido a parar a nuestras manos, pero nosotros no aceptamos recuperarla de manos de quien os la ha quitado a escondidas.

Pedimos que la traigáis mañana al campo de batalla. Si logramos reconquistarla, la conservaremos con honor, ya que adquirirla un valor histórico particular. Si no lo conseguimos, será para vosotros.

Esta es la embajada que os trasmito en nombre de mi general.

Mientras hablaba — entre paréntesis no había referido exactamente el mensaje de Boka, ya que éste no había insinuado nada de valores históricos—, Weisz desenvolvió el periódico y sacó la bandera.

Antes de entregársela al jefe enemigo, en un heroico desprecio de toda regla de higiene, la besó sin escoger el punto menos sucio.

— ¡Jefe del arsenal, Szebenics! — llamó Feri Ats.

— ¡Está en misión! — respondió una voz en la isla.

— Hace poco ha estado en nuestro campo con vuestra delegación — dijo Csele.

— ¡ Ya! Me había olvidado. Entonces que venga el sustituto.

Apareció Wendauer, el más pequeño del grupo.

— Coge la bandera que te den estos señores y llévala al arsenal — le ordenó el comandante. Luego se dirigió a los tres embajadores—.

Nuestro jefe del arsenal la llevará a la batalla. Decidselo a vuestro general.

Csele levantó la bandera blanca para indicar que había terminado la misión y el jefe de los Camisas Rojas le dirigió la palabra.

— Supongo que la bandera os la ha llevado Gereb.

Los tres delegados no dijeron palabra.

— ¿No es asi? — insistió Feri Ats—. ¿Ha sido Gereb?

— No estoy autorizado a responder a esta pregunta — respondió Csele con fiereza militar. Luego—. ¡Firmes! ¡Atrás— de frente! ¡Adelante, march!

El trio diplomático, dejando con las palabras en la boca al comandante de los Camisas Rojas, se marchó por el puente entre los centinelas en posición de presenten— armas para desaparecer entre la vegetación del parque.

Feri Ats siguió con la vista al grupo con la desagradable sensación de haber hecho una figura nada elegante. Era lo suficiente sincero consigo mismo para admitir que el elegante Csele le había dado una lección, mientras él, con esa pregunta fuera de tiempo, se había comportado como una cotorra curiosa. ¡Qué elegancia la de ese muchacho, que ni siquiera se había rebajado a traicionar a un traidor! Sin embargo, él había hablado como si se encontrara frente a un principiante.

Al darse la vuelta para volver a la explanada, se encontró de frente a Wendauer, con la bandera colgando entre las manos, la boca semiabierta y la cara de idiota. Se enfadó.

— ¿Qué haces ah! con esa cara embelesada? Venga, lleva la bandera a su sitio.

Wendauer se fue hacia las ruinas del castillo y, mientras se acercaba, iba pensando: "¡La compañia de la calle Pal no está formada por calzonazos estúpidosl ¡Menudos chicos! El otro dia el rubio parecía un gazapo tímido, una pajilla, y con cuatro palabras nos dejó fuera de combate. Ahora este otro tipo con la palabra precisa. Mañana ya verás que esos tipos nos dan una lección. Es la segunda vez que el grande Feri Ats se queda con un palmo de narices. iQué figura hemos hechol ¡Bahl".

Ya queda explicado cómo la bandera. tras tantas peripecias. Estaba en manos de los Camisas Rojas y por qué la torre número tres era la única que no tenia bandera el dia de la batalla.

A caballo sobre la empalizada de la calle Pal y de la calle María los centinelas esperaban indicar a los compañeros la llegada del enemigo.

A un determinado momento salió del grupo que daba los últimos retoques en las pilas de madera el soldado raso Gereb. Se acercó a Boka. se puso firme y dijo:

— Quisiera pedirle un favor. señor general.

Boka casi no le miró.

— Dime.

— He sido destinado corno artillero a la torre tres, en el lugar más peligroso ...

— ¿Y qué?

— Pido al señor presidente que me destine a un lugar más peligroso aún — dijo Gereb—. Barabas. que es un excelente tirador. seria más útil en la torre que en la trinchera. a la vez que yo podrla luchar en primera linea con la infanterla. He llegado a un acuerdo con Barabas sobre el cambio. siempre que el señor presidente quiera autorizarnos...

Boka miró unos instantes al compañero. luego dijo lentamente:

— Gereb. a pesar de todo eres un muchacho fenomenal.

— ¿Tengo vuestro beneplácito, señor general, para efectuar el cambio?

— S\, de acuerdo.

Gereb saludó militarmente e hizo intención de alejarse, luego se paró mirando timidamente a su superior.

— ¿Hay algo más? — le preguntó Boka.

— Querla decir... — el pobre soldado no sabia dónde mirar—. Quería decir, señor general. que estoy muy contento de oir que soy un muchacho fenomenal, pero que estarla más contento si no hubiera añadido "a pesar de todo". alusión a un hecho pasado que el señor general...

— Si, tienes razón — le interrumpió Boka sonriendo—. Se me ha escapado. ¡Perdóname ITambién yo estoy un poco nervioso. ¿Te parece bien sacar abora a colación estos hilos sentimentales? Vete a tu sitio y ya verás que no habrá referencia alguna respecto al pasado.

¿De acuerdo? ¡March!

Gereb hizo un adelante— atrás y se fue corriendo a la trinchera, poniéndose inmediatamente a la preparación de bombas, escupiendo en la arena para amalgamarla mejor. Pocos minutos después sobresalió un trozo de tierra en forma de muchacho, que gritó a Boka:

— ¿Es verdad que el señor general ha autorizado al soldado Gereb a cambiar el puesto conmigo?

Boka se dio cuenta por la pregunta que se trataba de Barabas.

— Si, es verdad — respondió—. Date prisa y vete a tu puesto.

Barabas salió del hoyo sacudiéndose la tierra. No se fiaba mucho de Gereb, pues pensaba que quien traiciona una vez puede hacerlo más veces. Por esto, antes de creer en su palabra, había pedido una confirmación. Ahora que el general le había quitado las dudas, podía ir tranquilamente a su nuevo puesto. Escaló por la torre de la esquina y Boka pudo ver desde abajo hacer el saludo militar al presentarse al comandante de la guarnición. Un segundo después desaparecían tras el parapeto las cabezas de los tres muchachos, comandante y artilleros: se habían puesto en seguida a fabricar bombas y las estaban alíneando en la base del parapeto.

Los minutos se hacían largos esperando al enemigo, parecía una eternidad. Dominaban a todos la impaciencia y la excitación, por lo que, de cuando en cuando, alguno lanzaba la hipótesis:

— ¿Habrán cambiado de idea?

— Ni hablar — respondió otro—. Tienen miedo.

— La madre no les ha dejado salir de casa.

— jVete a saber lo que hay debajo!

— Para mi ya no víenen.

— iCalmal — ped1a uno más inteligente—. Apenas son las dos y cuarto.

Unos minutos más tarde el ayudante de campo dio una vuelta, dando la orden de estar callados y de prepararse a la última inspección general. Detrás de él venía Boka serio y seguro de sí, como siempre.

Pasó primeramente revista al cuerpo de la armada de la parte de la calle María, donde estaban escuadrados junto a la puerta los batallones "C" y "D".

— ¿Recordáis vuestra consigna? — preguntó el general a los dos comandantes, Richter y Kolnay.

La respuesta fue rápida y casi síncronizada:

— Sí, señor general: al aparecer el enemigo fingir la retirada.

— Para atacarlo luego por la espalda.

— Perfectamente, señor general.

— Fingid de forma convincente, pues exceptuado Szebenics, los Camisas Rojas no son estúpidos.

— De acuerdo, señor general.

Boka se acercó a inspeccionar el almacén, abrió y cerró la puerta de madera, dio vueltas a la llave en la cerradura para cerciorarse que cerraba bien por la parte de fuera. Todo estaba bien. Luego pasó revista a las tres primeras torres, en las que estaban las guarniciones firmes ante las bombas preparadas, bien colocadas y ordenadas en pirámide. La número tres era la más equipada, tenia al menos el triple de municiones que las otras tres y mejores artilleros, dada su posición más estratégica. También estaban bien equipadas las torres cuatro, cinco y seis.

— No toquéis por ninguna razón las bombas de reserva — recomendó el general—. Las usaréis para bombardear al enemigo sólo cuando las guarniciones de las otras torres pasen a las vuestras. ¿Entendido?

— Sí, señor general.

En la torre número cinco estaban tan nerviosos, que, al pasar el general, un artillero gritó:

— ¡Alto! ¿Quién va?

En seguida recibió un codazo en el estómago y su superior le echó una reprimenda.

— ¿No conoces a tu general? — y algo más bajo—. Soldados tan tontos tendrían que ponerles al paredón sin pensar.

Estas palabras le desconcertaron al pobre artillero, dado el nerviosismo del momento, aunque no le pasó por la cabeza que Boka le hiciera fusilar. El general soltó la frase sin hacer mucho caso: estaba tan ensimismado en su parte, que le había salido espontánea. Por otra parte, no fue la primera vez, ni seria la última, que ese general dijera una estupidez.

Continuando la inspección, Boka se acercó a la trinchera en la que, acurrucados en el fondo, estaban los batallones "A" y "B" Y entre ellos Gereb, que parecla radiante. Boka se subió a la orilla.

— ¡Soldados! — gritó en tono enfático—. El éxito de la batalla depende fundamentalmente de vosotros. Si contenéis al enemigo hasta que el cuerpo de la armada por el lado de la calle Maria haya terminado la acción, habremos vencido. ¡No escatiméis esfuerzos!

Respondió un coro de voces desde el fondo de la trinchera y volaron por el aire las viseras rojo— verdes. Cualquiera, al ver desde arriba a esos muchachos entusiasmados en su curiosa posición, habría encontrado la escena más bien ridicula — y el lector, sin gran imaginación, puede hacerse una idea—, pero ellos estaban demasiado electrizados para darse cuenta.

— ¡Basta! ¡Silencio! —.rdenó el general.

Terminada la inspección, se dirigió al centro del campo, donde le esperaba Csele con su trompeta colgando.

— ¡Ayudante!

— ¡A las órdenes, señor general!

— Tenemos que colocarnos en un punto desde el que se pueda seguir la batalla — dijo Boka—. Los generales acostumbran a dirigir las operaciones desde lo alto de una colina. Parece que siempre hay una colina en las inmediaciones de un campo de batalla. Nosotros, visto que no existe, nos subiremos al techo del almacén.

En pocos minutos general y ayudante se aproximaron a la posición establecida y un rayo de luz despidió destellos de la trompeta que llevaba colgada Csele.

— ¡Qué impresión da nuestro tipillo! — comentaban los artilleros sobre las torres. Y alguien añadió con una cierta envidia:

— La trompeta no es suya, es de todos.

Boka sacó del bolsillo el binóculo de teatro, que le había sido útil en la expedición secreta al Jardín Botánico, y se lo colgó al cuello con la correa que tenia. En ese momento no se sentía distinto de Napoleón, sólo le diferenciaban algunos particulares puramente exteriores y sin importancia. El era el jefe de un ejército y también él, antes de empezar la batalla, habla colocado las fuerzas de que disponla según un inteligente plan estratégico.

Todo permanecla inmóvil y en silencio en el campo donde la armada de los muchachos de la calle Pal esperaba el asalto del enemigo.

Como precisión histórica diremos que la espera duró exactamente seis minutos. Luego se oyó un sonido de trompeta por el lado de la calle Pal seguido de otro inmediato por la calle María. Todos empezaron a moverse.

— ¡Vienen!

— ¡Míralos!

Boka se puso pálido y respiró profundamente.

— Es el momento — insinuó Csele con cierta gravedad—. Se va a decidir la suerte de nuestro campo.

Los dos centinelas se bajaron de la empalizada y se fueron corriendo hacia el almacén, donde estaba el general con su ayudante de campo. Al llegar alli, se pusieron fIrmes haciendo el saludo militar.

— ¡El enemigo, señor general!

— ¡Todos a vuestros sitios! — gritó Boka.

Los centinelas se pusieron fIrmes e inmediatamente uno se marchó a los batallones de la puerta de la calle Maria y otro se metió entre los acurrucados de la trinchera. El general puso el binóculo ante los ojos.

— Preparado con la trompeta — dijo despacio a Csele.

Un átimo de tensión, bajó el binóculo y dio la orden fatídica:

— ¡Toca!

El sonido de la trompeta se oyó y dio la señal de ataque. Fuera, en la calle, los Camisas Rojas, divididos en dos grupos, se pararon ante las dos puertas de entrada al campo. Parecían unos diablos con sus camisas rojas, sus viseras rojas y las puntas de sus lanzas de plata relucientes. Inmediatamente respondió la trompeta de ellos, dando la señal de ataque. Csele ya no miraba a lo refInado de los modales y echaba todo el aire que contenlan sus pulmones con la cara roja y los carrillos hinchados.

Perepé, perepé, perepé, tocaba la trompera sobre el techo del almacén.

Paaaaa, parapd, respondlan las otras dos desde la otra parte de la empalizada.

Boka movió el binóculo para todos los lados, hasta que encontró a Feri Ats.

— ¡Mlralo! — dijo—. El comandante enemigo está con el cuerpo de armada de la calle Pa!. Está junto a él Szebenics, que lleva nuestra bandera. Este frente será muy duro para los nuestros: no tendrán tiempo de aburrirse.

El grupo de los Camisas Rojas de la parte de la calle María estaba mandado por el mayor de los hermanos Pasztor y uno sostenía en alto una gran bandera roja. Los dos grupos enemigos, parados ante las puertas en orden de batalla, no se movieron. Las trompetas seguían tocando.

— ¿Qué esperan? — bisbiseó Boka—. ¿Qué treta están tramando?

El ayudante de campo se quitó por un instante la boquilla de la trompeta de los labios:

— ¡Es teatro! — comentó de prisa, volviendo a tocar con fuerza.

De repente cesaron los toques por parte del enemigo y al poco tiempo se oyó desde la parte de la calle María el grito de los Camisas Rojas:

— ; Uia—.p! ; Uia—.p!

Al mismo tiempo todo el grupo, a una señal del mayor de los Pasztor, se echó para delante y entró como una cascada.

Fue un segundo. Los batallones al mando del capitán Richter y del teniente Kolnay, tras un intento de enfrentarse con los invasores, se echaron para atrás rápidamente, luego volvieron las espaldas al enemigo como ovejas al ver al lobo y huyeron desordenadamente unos hacia el almacén y otros hacia la casita de madera.

— ¡Perfecto! ¡Fenomenal! — comentó Boka siguiendo la escena con el binóculo.

Luego miró para la parte de la calle Pal, donde el resto de la armada enemiga al mando de Feri Ats estaba inmóvil, como si estuviera pegado en la calle, ante la puerta abierta. ¿Por qué están parados?

¿Por qué no atacan? ¿Qué tienen escondido?

— ¿Qué hacen? — dijo el general nervioso.

Las manos de Csele temblaban algo jugando nerviosamente con la trompeta.

— ¡Atención, Boka! Preparan una sorpresa.

Mientras el general segula observando, el reparto inmóvil de Feri Ats miró hacia la parte de la calle María, por donde los Camisas Rojas segulan gritando a los batallones "c" y "D" en retirada.

Boka, de repente, hizo algo que no había hecho nunca en su vida: se quitó la visera, la tiró al aire, la recogió y, moviéndola con una mano, se puso a saltar como una rana haciendo crujir bajo los pies los palos del techo.

— ¡Lo hemos conseguido! — gritaba—. ¡Ya lo tenemos! ¡Victoria!

Agarró al ayudante de campo por las espaldas, lo abrazó y dio vueltas satisfecho.

—.ye, ¿qué te pasa? — preguntaba Csele asustado—. ¿Te has vuelto loco? ¿Quieres explicármelo?

Boka señaló a los Camisas Rojas parados ante la puerta de la calle Pal.

— Mira.

— ¿Qué?

— ¿Los ves?

— Claro que los veo, no estoy ciego.

— ¿No entiendes?

— ¿Qué quieres que entienda?

— Oye — dijo Boka—, no eres ciego, pero no ves más allá de tus narices, por no decirte que eres duro de mollera. Nos hemos salvado, ¿entiendes?

Prácticamente hemos ganado la batalla. ¿Llegas?

— No — respondió Csele demasiado deseoso de saber para que le asentara mal—. ¿Quieres dignarte dar una explicación a este pobre idiota?

Boka pataleó por tanta obtusidad.

— ¡Despierta, haz trabajar a ese melón! ¿No ves que están parados?

— Te he dicho que no estoy ciego.

— ¿Por qué están parados? — preguntó Boka—. ¿Por qué no entran? Porque esperan.

— ¡Vaya! — comentó Csele con cierto sarcasmo—. Hasta ahí llego yo también.

— De acuerdo, ¿qué esperan?

— ¿El tranvia? — se adelantó Csele en tono siempre sarcástico.

El general no se percató de la gracia.

— Si está claro, como el agua. Esperan que el reparto de Pasztor lleve a término la acción sobre el frente de la calle Maria. ¿Has entendido?

Sólo cuando Pasztor dé la señal de victoria atacarán. Me he dado cuenta en seguida al verles parados. El plan de batalla encaja perfectamente con el nuestro. Han establecido vencernos en primer lugar por un frente, echando fuera la mitad de nuestro ejército para atacar la otra mitad por dos lados, Pasztor a las espaldas y de lado y Feri Ats de frente. Asi nos habrlan cogido entre dos fuegos. El plan no es estúpido. Sólo que en este caso nos ayuda — se acercó a la orilla del techo y resbaló hasta el suelo—. Ven, vamos.

— ¿Dónde vamos?

— A dar una mano a nuestras tropas del frente de la calle María — explicó Boka—. Aqul no hay nada que ver: aquéllos no se moverán en seguida.

Los batallones "C" y "D" segulan a la perfección su parte y corrlan como liebres, confusamente, al lado de la serreria, entre los morales. Para hacer más real su huida de cuando en cuando lanzaban gritos desesperados.

— ¡ Auxilio! ¡Nos agarran!

— ¡Nos matan!

— ¡ Al almacén, en seguida!

— ¡Nos rendimos! ¡Auxilio!

— ¡Madre!

y los Camisas Rojas, emborrachados con la victoria, les seguían gritando como obsesionados. ¿Caerian en la trampa? Junto al almacén Boka esperaba saber si habría funcionado su plan.

Llegaron los suyos: una parte entró en el almacén, mientras los otros tres se metieron en la casita de madera. Se oyó la orden del mayor de los Pasztor:

— ¡Agarradlosl ¡No tienen que escaparse!

Entonces los Camisas Rojas se dividieron en dos grupos y fueron adelante corriendo por ambos lados de la serrería.

— ¡Da la señal de ataque a la artillería! — mandó Boka.

Se oyó la señal del comienzo del bombardeo para las torres uno, dos y tres, desde donde llegaban los gritos de júbilo de las guarniciones.

Boka se retiró tras las pilas, mientras empezaban a volar las bombas sobre los Camisas Rojas que estaban llegando. En un momento el aire se llenó de arena y a cada caída de una bomba sobre las espaldas del enemigo se olan los gritos de triunfo desde las torres.

Boka tenía la cara encendida, temblaba.

— ¡Ayudante!

— ¡ Si, señor genera!! — respondió Csele saliendo por detrás del almacén.

— Corre hasta la trinchera y trasmite la orden de que esperen el ataque, lo mismo los batallones "A" y "B" Y las torres cuatro, cinco y seis. Se moverán sólo cuando oigan la señal. ¡Corre, de prisa!

Csele salió corriendo avanzando a gatas hasta superar el espacio descubierto y prosiguió casi de rodillas hasta la trinchera, para que los enemigos parados ante la puerta de la calle Pal no se dieran cuenta del hoyo. Trasmitió la orden a! primer compañero que encontró, hizo pasar la orden a las torres cercanas y luego, siempre a gatas, volvió corriendo detrás del almacén, donde estaba el general.

— La orden ha sido dada, señor general.

Mientras tanto los Camisas Rojas del reparto de Pasztor, convencidos de tener la victoria en la mano, segulan gritando y empujando hacia delante al asalto de las torres. Pero las tres guarniciones les tenían bajo control, bombardeándoles sin descanso. En la número tres Barabas, en mangas de camisa y con el pelo de punta, luchaba corno un león y con método: sus tiros, bien medidos y precisos, no equivocaban nunca el objetivo. El mayor de los Pasztor, que él había tornado como blanco desde el principio, nada más quitarse la arena de una bomba le cala otra entre su pelo negro cada vez más terruno y la arena le cala en la cara. Cada vez que le sacudla, Barabas, en lugar de prorrumpir en gritos de alegria, le dirigla una expresión gentil, que pronunciaba con voz lo suficientemente sonora para que se oyera en medio de esa confusión.

— ¡Torna ésta, tesoro! ¡Cariño, la arena es muy buena! ¿No has oido, amigo, el ruido?

El pobrecillo, cegado con la arena, movla las manos para resguardarse, pero Barabas tenía un pulso excepciona! y las bombas encontraban siempre el pasaje para llegar hasta la cabeza.

— j Bum! — comentaba el valiente tirador—. No, ésta estaba floja.

Espera, precioso, ahora te envio una más compacta.

Echaba saliva en las manos, manipulaba un poco la arena y la bola se deshacia no con un bum, sino con un discreto plo[[ en la cabeza del comandante Pasztor.

— ¿Te ha gustado, amigo?

— Sí, ríete — gritaba fuera de sí el mayor de los Pasztor, escupiendo por todas las partes, masticando arena y rabia—. ¡Me las pagarás! ¡Ya verás cuando te coja!

— ¿No digas. conejito? Sube a agarrarme — le tomaba el pelo Barabas desde la torre en su situación de superioridad como bombardero—. ¡Venga! ¡Te estoy esperando, cachorro!

Los dos compañeros de Barabas y los artilleros de la torre más cercana, aunque continuaban bombardeando al enemigo, entre una bomba y otra contemplaban la escena divertida. En ese momento una bomba bien tirada fue a dar en la boca abierta de Pasztor, que estaba gritando su enésimo "¡Me las pagarásl", y se oyó un fuerte "¡Viva!", y una nube de apelativos.

— ¡Que aproveche!

— ¿Te falta sal?

— ¡Mal educado, no hay que escupir.!

Ypuf, plof, spalf, seguia el bombardero implacable y el rojo de las camisas cada vez estaba más apagado por la niebla polvorosa. Mientras la artillerla se exhibía en este bombardeo y la guarnición de la torre tres se cubrla de gloria, en el almacén y en la casita esperaba la infanterla en silencio, con las orejas empinadas sobre lo que estaba sucediendo fuera y esperando la señal para salir y coger al enemigo por la espalda. A causa de la lucha, los Camisas Rojas maltratados, ensordecidos, medio ciegos por la arena ya no pensaban en los dos batallones cobardes que habían perseguido hasta las torres. Además, no sabían dónde se habían metido: se podían haber escondido en las pilas o detrás o haberse escapado.

— ¡Tomad al asalto las torres! — gritó a un cierto punto a sus hombres el mayor de los Pasztor—. ¡Subid! ¡Escalad!

— ¡Toma y llévatela a casa! — dijo Barabas dándole con una bomba en las narices.

— ¡Toma ésta! ¡Y ésta! ¡Y ésta! — se oía desde las torres, mientras un vendaval de bombas y de arena caía sobre los Camisas Rojas, que querlan contraatacar.

Aunque la artillerla atacase con un cierto frenesí, Boka, que seguía atentamente la lucha, conservaba perfectamente la calma y el sentido práctico. A cíerto punto agarró a Csele por el brazo:

— ¡Les quedan pocas municíones! — observó.

— Eso parece — contestó el ayudante de campo—. Barabas cada vez tira una bomba. La tercera torre, dada la cantidad de reservas, debería tener bastantes.

La intensidad del bombardeo disminuia y la razón no podía ser más que la falta de municiones.

— ¡Desgracial — exclamó Csele con rabia—. ¿Qué podemos hacer?

Boka estaba tranquilo.

— No te preocupes, venceremos.

Poco después la torre dos terminaba de bombardear: había agotado sus municiones.

— ¡Vengal — dijo Boka. Y ordenó a su ayudante de campo—. ¡En seguida, a la casita! ¡Ordena el ataque!

Mientras Csele cumplla las órdenes, él mismo abrió la puerta del almacén.

— ¡Muchachos, al asalto!

Los batallones salieron fuera y en un segundo se encontraron bajo las torres. El mayor de los Pasztor estaba escalando la torre número dos y, si hubiera llegado arríba, la habrla conquistado en el cuerpo a cuerpo con los dos de la guarnicíón, que, según las reglas, habrían tenido que luchar de uno en uno. En ese momento se acercó la infantería y se enfrentó con él. Esta intervención inesperada creó desconcierto entre los Camisas Rojas. ¿Quíén eran éstos? ¿De dónde habían salido? Teman la impresión de haberles visto no hacía mucho tiempo.

Efectivamente, eran los seis que habían huido al empezar la batalla, los mismos seis a quien habían perseguido hasta las torres. Si se habían escapado, ¿cómo estaban allí?

Todos los que tienen alguna experiencia de guerra, que han participado en batallas de verdad y la han contado después, afirman que lo peor para una armada, lo que lleva irremisiblemente a la catástrofe, es el desconcierto que crea el barullo. Los jefes, los generales que mandan a un ejército tienen un sagrado terror: prefieren tener ante ellos un enemigo con miles de cañones antes que tener que luchar contra el desconcierto ~ntre sus mas. El soldado asaltado por el desconcierto en el campo de batalla no consigue centrarse y pierde la cabeza. Además, es una enfermedad contagiosa: cada uno trasmite su desconcierto al más cercano y en un baleno se apodera de todos, en pocos minutos la epidemia ba penetrado en la armada, que pasa de la desorientación inicial al desorden, al caos. Del caos al pánico el paso es corto y de repente un ejército, que hasta ese momento ha luchado con entereza, haciendo frente al enemigo, se desconcierta, parece un grupo de gente que grita sin concierto y no escucha órdenes de ningún tipo. La mayoría, a veces, no sabe qué ha pasado, la epidemia se apodera de ellos. Entonces el buen comandante se manifiesta inexperto e indisciplinado, le da todo igual, se deja vencer; eso cuando no se da media vuelta y echa a correr. Un ejército desconcertado es un ejército vencido.

Si un desconcierto estúpido basta para debilitar a un ejército formado por soldados verdaderos, fuertes, hasta héroes, cortando más víctimas que la artillería enemiga, ¿cómo podía hacer frente un grupo de combatientes de quince años en camisa roja? Quizás el jefe, si hubiera estado presente, habría conseguido sostener a los suyos, gracias a su prestigio personal. Pero Feri Ats estaba en la otra parte del campo, convencido que los suyos iban adelante, esperando la señal para conseguir la victoria total de los Camisas Rojas.

De esta forma el cuerpo de armada del mayor de los Pasztor, desconcertado por la imprevista aparición de los nuevos enemigos a las espaldas, en vez de reaccionar con decisión, se quedó parado pensando en esa extraña infantería que parecla haber salido del suelo, creyendo al principio encontrarse con un nuevo reparto de enemigos y dándose cuenta sólo más tarde de la realidad de los hechos.

¿Cuántos eran en realidad los muchachos de la calle Pal? ¿Veinte, treinta, cien? ¿Estos que hablan salido de un sitio desconocido pertenecían a su ejército o constitulan un grupo aparte? ¿Serían tropas mercenarias?

— ¡Demonios infames I — gritaba Pasztor, mientras le tiraban abajo de la pila por la que quería subir—. ¿Habéis salido del infierno?

Cuando reaccionaron, ya se encontraban en desventaja. Boka, que se había metido dentro para ayudar a los compañeros, se encontró luchando en un cuerpo a cuerpo con un enemigo más fuerte y más experto que él en la lucha. Pero el desconcierto anterior había dejado marca en los Camisas Rojas y éstos tenían los nervios a flor de piel.

Por lo que temiendo no vencer al enemigo, le metió la zancadilla.

Inmediatamente, desde las torres, donde los artilleros seguían la pelea, se oyó un grito de provocación:

— ¡Traidorl

— ¡ La zancadilla no está permitida, perro!

— ¡Va contra las reglas!

— ¡Es una marranada!

— ¡Cerdo!

Boka, que había caldo al suelo, se levantó nervioso, lleno de rabia.

— ¿La zancadilla? — gritó al enemigo en camisa roja—. Conoces las reglas: tú te las has saltado a la torera, por lo que nosotros no estamos obligados a observarlas contigo.

Llamó a Csele y con otros dos muchachos arrastraron al Camisa Roja, que pataleaba y se retorcla como un gusano cortado a la mitad, hasta el almacén y lo encerraron dentro.

— ¡Qué estúpido! — comentó Boka jadeante mientras se tocaba la espinilla dolorida—. Con los músculos que tiene, si hubiera luchado observando las reglas, podrla haberme vencido. ¿No sabía que con la zancadilla nos daba derecho a atacarlo entre dos? Peor para él.

Ante las torres la lucha ya se desarrollaba en un cuerpo a cuerpo, mientras que los artilleros usaban la poca arena que les quedaba para centrar a los enemigos cuando no había peligro de pegar a un compañero.

Por el frente de la calle Pal todo estaba en silencio e inmóvil: nadie se movería antes de recibir la orden de atacar. Pero había llegado el momento. A una indicación de Boka el ayudante de campo pasó corriendo junto a las torres, evitando a los soldados que rodaban en el suelo jadeantes corno leones. Inmediatamente las guarniciones de las torres uno y dos dejaron, según las órdenes, sus puestos, llevando la bandera, y se pasaron a la cinco y seis. En el momento en que llegaban al nuevo puesto de lucha se oyó un grito que provenía del campo de lucha y de la torre de la esquina: Richter había conseguido, vete a saber cómo, tirar al suelo por la espalda nada menos que al mayor de los Pasztor, tan fuerte como un toro, y ahora lo llevaba a rastras por los pies hasta el almacén. Poco después se oyeron unos golpes que parecian disparos de cañón: de esta forma desataba la rabia contra las paredes de la casa de madera el comandante del cuerpo de la armada de los Camisas Roj as que había dirigido el ataque por el frente de la calle Maria. Si no lo hubiera hecho, habría reventado.

Ante las torres desiertas segula la batalla rabiosa y los combatientes gritaban desesperadamente en el esfuerzo de la lucha, imprecando al adversario, recordándose de la familia, de varias generaciones pasadas y algunas que tendrlan que llegar. Gritaban cuando les hacian malo cuando daban un golpe perfecto, cuando se calan y cuando se levantaban, cuando les parecia que iban a ganar o cuando temian perder. La que más gritaba era la torre número tres, la única que asistia al combate; eran gritos de ánimo a los compañeros, de desprecio hacia el enemigo, de alegria y de rabia según iba la batalla.

A este pandemonio hay que añadir gritos, golpes, patadas de los prisioneros encerrados en el almacén. Pero el griterlo alcanzaba cotas elevadas cuando un Camisa Roja cala de espaldas y se le llevaba a rastras a acompañar a sus amigos prisioneros. Se ola un rumor que tenía que dejar algo perplejos a los habitantes de la zona. Como compensación se iban apagando los gritos de los Camisas Rojas, que, tras haber visto a su comandante en manos enemigas, se habían puesto muy nerviosos y por fin, persuadidos que no podían hacer nada sobre ese frente para salvar la situación, habían perdido valor. Todas las esperanzas estaban puestas en Feri Ats y en el cuerpo de armada que, inmóvil ante la puerta de la calle Pal, crela que el griterío proveniente del lugar del combate era de los suyos. El comandante iba de arriba a abajo ante su ejército en posición de firme, contento e intentando asomar una sonrisa. Ni siquiera dudaba que Pasztor y compañeros pudieran retroceder un paso ante los muchachos de la calle Pal en el frente de la calle María.

— ¡Escuchad! — decia a los suyos apuntando con el dedo hacia el sitio de donde provenían los gritos—. Dentro de poco nos transmitirán la señal.

El plan establecia que el comandante Pasztor, vencido el enemigo y concluida su acción, habrla informado a Feri Ats mediante un convenido toque de trompeta, lanzándose a hacer migas al resto del ejército enemigo colocado en el frente de la calle Pal. Al mismo tiempo Feri Ats se habría presentado por delante con su ejército, echándose sobre el diezmado ejército adversario, que, cogido entre dos fuegos, no habria podido resistir. Los dos cuerpos de armada se habrían encontrado de esta forma, encerrando como una tenaza a los enemigos, y los habrían echado fuera del campo, a la calle. Por fin, cerrada la puerta ante los lloros y lamentos de la armada deshecha, se habrían reunido en el territorio conquistado a celebrar la victoria.

El programa, en un cierto sentido, era perfecto: no presentaba dificultades, era rápido, no tenía puntos oscuros que engendraran equívocos y redujesen el ritmo de la acción, no le faltaban ni siquiera los puntos divertidos y todo terminaba en gloria con la bandera roja movida por el viento entre las ovaciones de los Camisas Rojas, todos limpios, sin un roto en los pantalones, ni siquiera polvo en sus trajes — quizás algo en los zapatos, pero no estaban seguros—, ni un raspón en la piel. Era un programa muy bonito y el reparto parado ante la puerta de la calle Pal lo estaba ya pregustando mientras esperaba la señal de la trompeta convenida para entrar en el campo. Un paseo. Hay que reconocer que estos valientes muchachos no conocían el pesimismo.

Pero la señal cada vez tardaba más, pasaba el tiempo y no había señales de nada. Llegaban muchos sonidos y de todos los gustos: gritos, silbidos, pataleos, golpes, tumbos, relinchos, ruidos de todo tipo, ruidos de piedras, de maderos, caldas de paredes. Lo único que no llegaba era la señal de la trompeta. Y esto era debido al hecho que el trompeta del reparto del mayor de los Pasztor, Wendauer, estaba encerrado en el almacén gritando con sus compañeros, y su trompeta estaba entre la arena de la torre tres, entre los botines de guerra.

Pero todavla no pasaba ni la más mfnima duda por la cabeza de Feri Ats.

— ¡Calma, calmal — repetía a sus hombres, que ya no podían estar más tiempo parados y hubieran preferido desentumecerse—  ¿Qué prisa tenéis? Nada más olr la señal nos lanzaremos al ataque y en un abrir y cerrar de ojos el campo será nuestro.

Mientras tanto el griterio que llegaba del lugar de la batalla iba atenuándose, por lo que se distinguía la verdadera naturaleza de los ruidos. A un cierto momento lo que antes se habla tomado como un tifón de los mares del Sur se manifestó como un vocear continuo y monótono. Parec1a un ruido proveniente de un lugar cerrado. Esto produjo un efecto desagradable en los Camisas Rojas de Feri Ats y, cuando entre el amortiguado ruido se oyó un grito tan fuerte que hizo temblar los cristales de las casas de los alrededores, se acentuó este sentido de intranquilidad en el reparto que esperaba ante la puerta de la calle Pal. Tenían todos los motivos para estar intranquilos, pues en ese momento se habla cerrado la puerta del almacén tras meter al último representante del reparto de Pasztor.

Entonces el hermano menor del comandante del desafortunado cuerpo de armada dio un paso adelante e insinuó la primera hipótesis no optimista del día:

— Temo que no hayan salido las cosas tan bien como esperábamos — dijo.

— ¿Por qué? — preguntó Feri Ats.

— Bueno... porque... no gritan los nuestros. No son sus voces.

El comandante se paró a escuchar. Efectivamente, tampoco a él le parecian voces familiares, pero la cosa no tenia mucha importancia.

Feri Ats transformó en una sonrisa la mueca de preocupación que se le habla formado en los labios y dijo con aire de despreocupación:

— ¡Claro que son los de la calle Palios que gritan, vete a saber las que están recibiendo de los nuestros'

En ese momento llegó desde el lugar de la lucha un grito de júbilo, inequivocablemente de triunfo, que estremeció al cuerpo de armada de Feri Ats. Era una explosión de alegria con la que los muchachos de la calle Pal acoglan la noticia fresca que los invasores estaban todos en su calabozo de madera.

— ¡Qué barbaridad! — dijo Feri Ats—  !Cómo gritan estos cobardes!

Pero que se tratara de un grito de alegria y no de miedo se había dado cuenta. Como no era tonto habla comprendido otras muchas cosas.

El joven Pasztor estaba muy nervioso:

— Escucha bien — dijo al jefe—. Un ejército de cobardes— miedosos no grita "¡viva'''. Seria absurdo que lo hiciera. Nos hemos fiado demasiado de mi hermano. Ha sido siempre un tarugo. No sabe atarse los cordones. Nos hemos colado con la esperanza de su victoria.

Feri Ats tenía que admitirlo: se habla equivocado en los cálculos.

El reparto al ataque por la parte de la calle Maria había sido vencido y muy pronto lo seria el suyo, ya que habria tenido que enfrentarse solo a la armada completa de los muchachos de la calle Pal. Lo había entendido perfectamente, lo sabía, sin embargo quería agarrarse a un último hilo de esperanza y afinaba el oído, esperando la señal de la trompeta...

Llegó la señal, pero distinta de la que esperaba y no emitida por la trompeta de Wendauer. Eran otros sonidos, a decir verdad desentonados, pero tan alegres que no podía dudarse del significado. De esta forma Csele daba a los compañeros esparcidos por el campo la noticia de la victoria conseguida por los muchachos de la calle Pal por el frente de la calle Maria.

A esta señal el reparto victorioso entró entre las pilas de madera dividiéndose en dos grupos, uno salió al campo por el pasadizo entre las torres cinco y seis y el otro entre la tres y cuatro, poniéndose en orden de batalla y preparándose para el segundo ataque. Dado que estaban radiantes por el éxito y seguros de conseguir la victoria final, esperaban con tranquilidad, sonriendo.

Feri Ats observó con cierta desesperación la llegada de los dos batallones al frente de la calle Palo El último hilo de esperanza se rompía: estaba claro el fmal del cuerpo de armada al mando del mayor de los Pasztor.

— Si han vencido a tu hermano — dijo dirigiéndose al menor de los Pasztor—, ¿dónde se han metido él y sus hombres? Suponiendo que les hayan echado fuera, a la calle, ¿por qué no han venido aquí?

Todos se dieron media vuelta para mirar por la parte de la calle Maria, pero no vieron a nadie. Szebenics corrió hasta la esquina y espió por la calle. No vela nada más que un carro lleno de ladrillos.

Algunos pasaban en aquel momento, pero no más de tres o cuatro.

Nada más.

— No están en la calle Maria — dijo Szebenics volviendo de carrera.

El comandante reflexionaba sobre esta misteriosa desaparición.

— ¿Dónde se habrá metido ese rebaño de idiotas adormecidos? Si los han echado a patadas... — Pero de momento se le metió una sospecha en la cabeza; de repente se recordó del almacén—  ¡Ya está! — gritó— No les han echado a patadas fuera sino dentro. ¡Les han encerrado en una jaula!

Ahora que lo pensaba ola perfectamente un ruido sordo y continuo que provenía de la parte donde estaba el almacén. Pero inútilmente los prisioneros pegaban puñetazos contra las paredes de madera: el almacén estaba con los muchachos de la calle Pal y resistla perfectamente este bombardeo. A pesar de todo los prisioneros no se paraban, haclan todo el ruido que podían con la esperanza de que les oyeran los compañeros desde la otra parte del campo. Wendauer, sin su trompeta, intentaba sustituirla con gritos y silbidos.

— ¡De acuerdo! — Feri Ats se dirigió a sus hombres y tomó una postura dura—  ¡Muchachos, el patoso Pasztor se ha dejado pillar! No sólo le han dado una paliza cuatro crlos, sino que se ha dejado enjaular, con todos sus hombres, y encerrar con llave. Ahora, aunque sean tontos y deficientes, por el honor de nuestro ejército no podemos dejar a nuestros compañeros en manos del enemigo. Aunque hayamos perdido una batalla, podemos ganar la guerra. ¡Camisas Rojas, adelante! ¡A la revancha!

— ¡A la revancha! — repitió el ejército levantando las lanzas.

Y se coló por la puerta tras su comandante y entró en el terreno lanzado al ataque. Boka, que mientras tanto habla vuelto al techo del almacén con su ayudante de campo, gritó a pleno pulmón para sobresalir sobre el ruido de los de abajo:

— ¡Toca la trompeta, Cselel ¡Fuego en toda la linea!

Inmediatamente se oyó la señal y un segundo después una tempestad de bombas cala desde las cuatro torres sobre el enemigo que avanzaba y que tuvo que pararse envuelto en una nube de arena, que le cubría.

— ¡ Adelante las tropas de reserva! — gritó el general desde encima del almacén.

Los batallones de Richter y de Kolnay, todavla enteros, se fueron contra el enemigo, recibiendo alguno una bomba no dirigida a él.

Pero lo tomaban a broma.

— ¡Patata! — gritaban alegremente a la artillerla que, tras ellos, tiraba bombas contra los Camisas Rojas—  ¡Apunta bien antes de tirar!

La infantería esperaba el momento en la trinchera.

Ante la linea de las torres parecla haberse interpuesto un velo opaco. La artillerla, agotadas sus municiones, tiraba la arena y la tierra con la mano hacia el centro del campo, donde a unos veinte pasos o.e latrincneratemalugar labata.\la. 1\ través ne la cortina se lograba distinguir de cuando en cuando la camisa roja del enemigo o la visera rojo-verde de un muchacho de la calle Pal.

Los hombres de los dos batallones de reserva empezaban a dar signos de cansancio. Hablan agotado parte de sus fuerzas luchando contra el reparto del mayor de los Pasztor y ahora sentían las consecuencias del esfuerzo. Feri Ats, por el contrario, contaba con tropas frescas, que luchaban a la desesperada animadas por el deseo de vengar la afrenta sufrida por sus compañeros y que heria a todo el ejército.

Los batallones de reserva de la calle Pal cedían terreno ante la fuerza del enemigo que lenta, pero sensiblemente, se iba acercando cada vez más a la trinchera. Esto significaba acercarse a las torres y ponerse a tiro más cercano y preciso. Barabas, que sentia debilidad por los comandantes, escogió a Feri Ats como blanco de sus tiros.

— Come tranquilamente — le gritaba sometiéndole a un bombardeo continuo—. La arena es de primera calidad. Quizás un poco indigesta...

Encima de la torre, saltando como una rana y gritando desesperadamente, seguia riéndose como un diablo por sus óptimos resultados.

Naturalmente, los Camisas Rojas hablan llevado consigo municiones, por lo que hablan traído a la calle Pal varios sacos de arena y tierra. Pero, obligados por las reservas enemigas a luchar en un continuo cuerpo a cuerpo, no podlan sacar partido de esto y los tiraron para quitarse ese cuidado.

Las trompetas, la de Csele desde el techo del almacén y la del más joven de los Pasztor, tocaban sin interrumpirse incitando a todos a mantener el entusiasmo. Se luchaba a sólo diez pasos de la trinchera.

— Csele, corre hasta la trinchera sin mirar a la batalla y transmite la orden de atacar — dijo Boka—. La infanteria bombardeará al enemigo hasta agotar las municiones y luego saldrán del hoyo para echarlos fuera. ¡Corre!

— ¡Ao—.h! — gritó el ayudante de campo bajándose del techo.

Se fue corriendo a toda velocidad en dirección de la trinchera sin preocuparse de lo que sucedía en el campo. Boka gritó algo a sus espaldas, pero se perdió la voz, cubierta por el ruido del jaleo que se tralan los prisioneros del almacén, por el continuo sonar de las trompetas y por el griterío general.

Desde su posición elevada el general siguió con su mirada al ayudante que corria como el viento, esperando que consiguiera transmitir la orden antes que los Camisas Rojas se dieran cuenta de la presencia de la infantería en el escondite de la trinchera. A un cierto punto vio salir a una figura de entre el polvo, ir al encuentro de Csele poco antes de llegar a su destino.

Lo hablan parado antes de transmitir la orden. Boka se llevó una mano a la frente en un gesto de desesperación y de desaliento. ¿Qué hacer? Si la infanteria de la trinchera no atacaba, perderían la batalla.

"¡Voy yol"

Se bajó del techo, echó a correr, pero, cuando iba a pasar la torre central, oyó el grito de Feri Ats, que le perseguía:

— iPárate!

Boka dudó, se paró un momento. Pero no podía quedarse alll. En otras circunstancias se hubiera enfrentado al enemigo de buena gana, pero, si se paraba ahora, hubiese comprometido la suerte de la guerra. No tema que pensar en sí mismo, sino en todos sus compañeros, en el campo. Su orgullo, su dignidad, su honor no contaban en ese momento.

— ¡ Cobarde! — le gritó Feri Ats viendo que seguía corriendo—  ¿Te escapas? ¡Eres un cobarde! ¡Te agarraré!

Lo alcanzó y se puso ante él cuando iba a saltar a la trinchera.

Boka, sin embargo, tuvo tiempo de gritar a los compañeros:

— ¡Fuego!

Feri Ats, que iba a tirarse encima, recibió una granizada de bombas y un río de arena lo envolvió metiéndosele en los ojos, en la boca, por todas partes.

— ¿Sois diablos? — gritó fuera de sí, como antes lo hiciera Pasztor

¿Salis por debajo de la tierra?

El ataque de la artillería se extendió a todo el frente. Las guarniciones bombardearon al enemigo desde las torres, la infantería desde el fondo de la trinchera. La arena rugía como nevada violenta entre el ruido de la batalla. Había llegado el momento del ataque general.

Boka se colocó en una esquina de la trinchera, a pocos pasos de Csele, que luchaba con el Camisa Roja que le había parado, se empinó un poco y, moviendo una bandera rojo— verde, dio la orden suprema:

— ¡Todos al ataque! ¡Adelante!

Los soldados de la trinchera, que habían estado tanto tiempo inactivos, salieron fuera y paredan diablos, como los había llamado Feri Ats. Se echaron adelante en grupo compacto para evitar la lucha individual, que habria disminuido el efecto. En un respiro echaron a los Camisas Rojas para atrás, alejándolos de la trinchera.

Desde la torre tres Barabas gritó a un cierto punto:

— ¡No tenemos más arena!

Boka le contestó:

— ¡Bajaosl ¡Ataque general!

La orden llegó a las cuatro guarniciones, las cuales abandonaron inmediatamente los puestos bajando por las pilas, por lo que irrumpió en el ataque una segunda oleada a las espaldas de la primera.

y la batalla se hizo más dura que nunca. Los invasores, convencidos de encontrarse en situación desventajosa, lucharon desordenadamente, sin tener en cuenta las reglas. Mientras estuvieron seguros de sí, seguros de ganar, habían respetado las reglas pactadas, pero, al ver que los vendan, se lanzaron a una lucha desesperada sin leyes ni límites, pues lo importante era vencer, aunque no fueran correctos y leales. Eran la mitad, muchos menos que los muchachos de la calle Pal, pero eran mayores y más fuertes y, si luchaban sin demasiadas ataduras, igual podían dar una sorpresa.

— ¡Al almacén! — gritó Feri Ats—  ¡Liberemos a los prisioneros!

De repente el grupo de los Camisas Rojas se echó a un lado, corriendo en dirección del almacén. Era un movimiento imprevisto, por lo que los muchachos de la calle Pal quedaron sorprendidos.

Tenían la victoria en las manos y, en lo mejor, el enemigo se les escapaba, como al clavar un clavo al final se sale por un lado de la madera.

El enemigo que estaba ante ellos se había escapado y, antes de que reaccionara sobre el cambio de situación, Feri Ats, a la cabeza de los suyos, corrfa gritando en dirección del almacén:

— ¡Todos detrás de mil ¡Seguidme!

Se paró de repente, como si le hubieran puesto entre las piernas un freno: había salido por detrás del almacén un muchacho y se le había puesto delante obligándole a ese frenazo. A las espaldas de su jefe, los Camisas Rojas se pararon empujándose, algunos se cayeron al suelo por el impetu de la carrera.

El muchacho que de repente había cortado el camino a Feri Ats era pequeñito, delgadfsimo, una cosita tan reducida, que no hubiera metido miedo a nadie. Se había puesto con los brazos abiertos ante el enemigo:

— ¡Párate! — le había intimado Con voz floja e infantil.

Pero en ese gesto, en esa voz extraña había una autoridad inefable, algo tan perentorio que indujo a Feri Ats, que habria podido eliminar al enemigo de un empujón, a pararse. Con él se paró todo el grupo.

Fue un instante. Se elevó de la armada de los muchachos de la calle Pal, desconcertados por el gesto del enemigo, un coro de voces sorprendidas:

— ¡Nemecsek!

y su estupor no tuvo comparación, cuando el rubio, esa cosita frágil y delgada que parecia caerse a la primera ventolada, se echó sobre Feri Ats, el fuerte, el robusto, el ágil Feri Ats, que le sacaba la cabeza, y, luchando con fuerza desesperada, con ardor, con esa misteriosa, sobrehumana energia que, a veces, es la única que puede dar vencedor al débil, tiró a tierra al enemigo y le puso con las espaldas contra el suelo según las reglas. Luego, cansado del esfuerzo, el cuerpo débil se agachó sobre el del enemigo vencido.

La inesperada e inexplicable calda del jefe creó la desorientación entre los Camisas Rojas y ese desconcierto fue suficiente para determinar la derrota. Los muchachos de la calle Pal, aprovechando la circunstancia favorable, se corrieron a un lado y se pararon ante los enemigos teniéndose agarrados por la mano y formando una especie de cadena. Avanzaron contra los desorientados Camisas Rojas, incapaces de oponer resistencia, y les obligaron a recular por el campo.

Pocos minutos más tarde el ejército invasor venia echado del campo, vencido defInitivamente por la armada de los muchachos de la calle Pal.

Mientras tanto Feri Ats se había levantado con la cara encendida y los ojos que echaban fuego, dispuesto a la lucha. Miró a su alrededor, se volvió para atrás y vio allá arriba, al fInal del campo, a sus hombres, que oponian la última y débil resistencia a los vencedores antes de que les echaran fuera por la puerta que da a la calle Pal. Se dio cuenta que había quedado solo, que habla perdido. Junto a él no habla nada más que el cuerpo sin vida de Nemecsek, que yada boca abajo.

De esta forma asistió, sin poder hacer nada, a la derrota de su ejército, vio al último de los Camisas Rojas salir a la calle. Luego se cerró la puerta entre los gritos de júbilo de los vencedores.

De repente vio llegar a Boka corriendo de la parte del almacén con una jarra de agua, seguido del viejo Jano sudoroso. También se acercaron los demás y al coro de jubilosos vivas siguió un silencio cortante, mientras el ejército victorioso se puso alrededor de Nemecsek desmayado.

Feri Ats se puso a un lado y se quedó mirando con expresión sombría y ansiosa a los vencedores, que se apiñaban tristes alrededor del compañero caldo, sordo al ruido de los puñetazos y gritos de sus hombres prisioneros en el almacén. En ese momento nadie les ola, nadie pensaba en ellos.

Jano levantó a Nemecsek entre los brazos y lo colocó encima de la tierra mórbida de la trinchera. Le humedeció la frente, los labios, le tocó el pulso y la cara y por fm el rubio se movió, abrió los labios, miró a su alrededor y vio a sus compañeros silenciosos y tristes. Esbozó una sonrisa.

— ¿Qué ha pasado? — preguntó con voz cansada.

Estaban tan preocupados que nadie respondió. Le miraron y se callaron. Nemecsek se levantó un poco sobre los codos, se sentó y miró alrededor de nuevo como buscando una respuesta a su pregunta.

— ¿Qué ha pasado? — preguntó otra vez.

Boka se le acercó, le puso una mano en el hombro y le miró afectuosamente.

— ¿Qué tal estás? ¿Mejor?

— Si, estoy mejor — respondió la débil voz.

— ¿No te duele nada?

— No.

Silencio. Nemecsek miró de nuevo a todos sus compañeros, luego la pregunta que le llenaba el ánimo subió a los labios abrasadores:

— ¿Hemos vencido?

Entonces le respondieron todos con un grito de alegria:

— ¡Hemos vencido!

Nadie hacía caso a Feri Ats, que, apoyado en una pila, observaba la escena con los ojos velados por el terror. Boka decía:

— Hemos vencido, pero en los últimos minutos lo hemos pasado mal, se han cambiado los papeles y temíamos perder. Pero afortunadamente has llegado tú y has evitado el desastre. Sin tu colaboración Feri Ats y los suyos habrian llegado al almacén y habrían liberado a los prisioneros. Y entonces no sabemos cómo podría haber terminado.

Al oír esas palabras que debían alegrarle, Nemecsek movía la cabeza, parecía amargado.

— ¡No es verdadl — díjo—  ¡Sé que no es verdadl Lo dices para darme una satisfaccíón, porque estoy enfermo.

Todos le dijeron que no, pero él no les oía. Se pasó la mano por la frente, se apretó las síenes como para ayudarse a pensar. Ya no estaba pálido: su pequeña cara había recobrado el color y los ojos le relucían.

Se veía que tenía mucha fiebre.

— Ya te explicaré todo, Erno, y te convencerás — dijo Boka—. Ahora te llevaremos a casa y te metes en la cama. No tendrías que haber venido aquí: ha sído una imprudencia mayúscula. No comprendo cómo te han dejado salir tus padres.

— No me han dejado — dijo Nemecsek con una sonrisa—. Me he escapado sin decir nada a nadie.

— ¿Cómo lo has conseguido? ¿No estaban en casa?

El rubio explicó con esa sonrisa algo burlona:

— Mi padre ha salido de casa a probar un traje a un cliente y poco después ha marchado mamá a calentar la sopa de una vecina. Ha dejado la puerta abierta para oírme, si le llamaba. Me he sentado en la cama y no he oído nada. Luego he oído un ruido lejos, fuerte y una confusión de voces, luego una trompeta que tocaba, gritos, un grito. Y la voz de Csele muy clara. "¡Corre, Nemecsek!", me decía. "¡Ven a ayudarnos, estamos en peligrol" Luego otra voz, la tuya, Boka, que me decía: "¡No, Erno, no te muevasl Estás enfermo y no tenemos necesidad de ti. Es verdad que, cuando había que jugar, tú no faltabas nunca. Ahora que hay que luchar, que estamos en peligro, tú no estás aquí, estás en la cama". Son palabras tuyas, Janos, las he oído perfectamente. Entonces me he dado cuenta que ten1a que venir, aunque estuviera enfermo. Me ha costado mucho levantarme y, nada más tirarme de la cama, me he caído al suelo, pues la enfermedad me ha debilitado. He conseguido ponerme de pie y me he vestido de prisa.

Cuando estaba preparado para salir, he oído que volvía mamá y me he metido en la cama con toda la ropa cubriéndome con las mantas hasta la barbilla. Por suerte mamá ha tenido que marcharse porque el caldo no estaba listo. Me ha preguntado si ten1a necesidad de algo y le he respondido que no, que estaba bien y que iba a dormirme un poco. Ella se ha ido otra vez y yo he podido venir hasta aquí. No para hacer el héroe, pensaba incluso que no haria nada. Quena luchar con vosotros para defender nuestro campo, pero no estaba seguro que pudiera, porque se me doblaban las piernas y me daba vueltas la cabeza. No sé por qué he venido por la callejuela, entrando por la parte de la calle María. Quizás he pensado que, entrando por la calle Pal, me habría encontrado en medio de los enemigos, lejos de vosotros. De repente he visto frente a mí a Feri Ats, que corría, y he recordado que por su culpa yo no podía participar en la batalla, porque él mandó que me dieran ese baño en el lago por lo que caí enfermo. Me he llenado de rabia y me he dicho: "¡Fuerza, Emo! ¡Es tu momento! ¡Toma la revancha a ese fanfarrón!" He cerrado los ojos y... me he tirado encima.

Nemecsek ya no tenía respiración, parecia agotado. Respiró profundamente y tosió muy fuerte.

— ¡No hables más! ¡No hables! — le exhortó Boka, tendiéndole los brazos para ayudarlo a levantarse—  Ya sabemos lo demás y nos lo contarás en otra ocasión, cuando estés bien. Ahora tienes que ir a casa.

Pero Nemecsek quiso permanecer un poco para asistir a la conclusión de ese dla de batalla y de victoria y nadie pudo con él. Con la asistencia de Jano para evitar jaleos y venganzas de última hora hicieron salir uno a uno a los prisioneros del almacén y tuvieron que soltar las armas todos los que las llevaban. Se les dejó libres y se marcharon mosqueados y silenciosos por la puerta de la calle María, mientras la chimenea echaba oleadas de humo y la sierra silbaba a sus espaldas. Por fm no quedó en el campo nada más que Ferí Ats, derecho, con la cabeza agachada junto a la pila central. Kolnay y Csele se acercaron con la intención de desarmarlo, pero les paró la llamada de Boka:

— ¡Nadie toque al comandante!

Los dos se pararon y Boka se acercó al enemigo vencido.

— ¡Habéis luchado con valentía, general! — le dijo.

Feri Ats le miró con una sonrísa burlona, como si quisiera decirle:

"¡Me importa poco tu reconocimiento'" Boka se puso a un lado para dejarle paso.

— ¡Firmes! —.rdenó a los suyos—  ¡Saludad!

El ejército de los muchachos de la calle Pal se puso firme llevando la mano a la visera. Ante el grupo, también saludó el general, rindiendo de esta manera honores al enemigo vencido. Ala vista de todo esto en Nemecsek despertó el espíritu militar, el instinto de soldado raso.

Se puso de pie con trabajo, se puso firme e hizo un saludo respetuoso a quien era la causa de su mal.

A pesar de su desesperacíón, Feri Ats respondió impecablemente llevando la mano a la frente y, esforzándose por mostrarse valiente, se alejó rápidamente con la lanza bajo el brazo. El único de los Camisas Rojas que se habla quedado con ella, al único que se la había tributado el honor de las armas. Las demás lanzas y los tomahawk estaban amontonados delante de la puerta del almacén y a los pies de la torre número tres, mientras arriba se movía la bandera reconquistada. Gereb se la habla quitado de las manos a Szebenics en el último enfrentamiento y habla subido corriendo a ponerla allá arriba.

— ¿Gereb? — preguntó Nemecsek extrañado cuando se lo contaron— ¿Cómo? ¿Está Gereb aquí?

El exteniente dio un paso adelante:

— Si, también estoy yo aquí.

Nemecsek miró a Boka con expresión interrogativa y el general le explicó:

— SI. Gereb es todavla de los nuestros: ha remediado su error, ha luchado heroicamente y volverá a tener su grado. Se lo ha ganado.

Gereb se puso rojo.

— ¡Gracias. señor general! — Tuvo un momento de indecisión, luego dijo: — Quisiera...

— Di lo que quieras — le dijo Boka.

— Sé que no tengo derecho a hablar. pues la cosa depende exclusivamente del general — dijo Gereb empachado—. Sin embargo pienso que... quisiera advertir que Nemecsek es todavla soldado raso.

¡Qué verdadi Todos. con el nerviosismo de la victoria. Habían olvidado este particular relativo al compañero que más pruebas habla dado de valor y que al final. con su intervención. habla salvado la situación. cuando las cosas hablan tomado un mal cariz.

— Gereb. tienes razón — dijo Boka—. Tendrla que haber pensado antes en ello. Lo remedio inmediatamente. Soldado Nemecsek, sois ascendido ...

— ¡No! — intervino el rubio interrumpiéndole—. Ahora no quiero ascensos. No he venido aqul para esto.

— No me interesa para qué has venido — le respondió Boka seco—.

Lo importante es lo que has hecho. ¡Basta con las historias! Soldado Erno Nemecsek, sois nombrado capitán por méritos de guerra.

Se oyó un ruidoso viva entre los compañeros, luego todos, con el general en cabeza, se pusieron firmes y saludaron militarmente al nuevo oficial.

En ese momento oyeron a las espaldas una exclamación de angustia y. al darse la vuelta, vieron venir corriendo a una mujer despeinada y desencajada tapada con un viejo chal.

— ¡Dios miol — gritó—  ¿Está aqul? ¡Lo sabia!

Era la madre de Nemecsek. Habla buscado por todas las partes a su hijo enfermo, en casa de los vecinos. en casa de los amigos, en la escuela y sólo después habla pensado en el campo y había comprendido que el muchacho estaba all1. Habla ido corriendo, desesperada, llorando. Todos salieron a su encuentro intentando calmarla, pero la pobre mujer estaba fuera de sI. Se quitó de encima el chal y lo puso por encima de los hombros de su hijo, luego apretándolo junto a si. sosteniéndole, casi llevándoselo se fue para casa.

— Vamos con ellos — propuso Weisz siguiéndolos.

— SI, acompañémoslos — dijo alguien.

— Les haremos de escolta de honor — propuso otro.

En un abrir y cerrar de ojos amontonaron el botin de guerra entre las pilas y todo el grupo acompañó a la mujer que apretaba a su hijo enfermo como para darle un poco de calor. Al salir a la calle Pal, se pusieron en fila de dos y caminaron en silencio, siguiendo a la madre de Nemecsek como un cortejo.

Caía la tarde sobre el día más largo, se encendían las primeras farolas y las luces de los comercios daban luz a las aceras. Los que pasaban miraban para atrás observando aquella procesión y preguntándose por el significado. Delante una mujer rubia y delgada, muy cansada, que iba de prisa con un muchacho a su lado, como si fuera un bulto envuelto en el chal hasta los ojos. Detrás de ella, una doble fila de muchachos con la visera rojo-verde, derechos, con paso seguro.

Alguien sonrió pensando en un juego. Otros, que habían visto mejor a la mujer, se pararon, siguiéndola con la mirada y dudando si debían darle una mano. Dos chavales se echaron a reír apuntando con el dedo. Nadie hizo caso. Ni siquiera Csonakos, que respondía a todo tipo de provocaciones y que en otras circunstancias habría quitado a aquellos dos mocosos las ganas de reírse, se quedó callado y en fIla con los compañeros. Estaban escoltando a casa al capitán Nemecsek, al héroe y ningún estúpido con ganas de tomarles el pelo les habría distraído de rendir honores a quien se había dado completamente por salvar el bien común. Con respecto a la pobre señora Nemecsek estaba tan angustiada, que no se daba cuenta de lo que sucedía a su alrededor: no sabía siquiera que vinieran acompañándola.

Dieron la vuelta a la calle Rakos, llegaron a la casa marcada con el número tres. Emo Nemecsek se paró. La madre intentó empujarlo, pero el muchacho se opuso con todas las fuerzas que le quedaban, escapándose de los brazos de su madre. Luego se volvió hacia los compañeros.

— ¡Gracias! — dijo jadeante—  ¡Adiós!

Pasaron delante de él los muchachos uno a uno y les dio la mano a todos, una pobre mano descarnada, que estaba ardiendo. Por fin, tras saludar a todos, dejó que su madre le metiera dentro. Poco después se oyó abrir una puerta y se iluminó una ventana en el piso de abajo.

El grupo de muchachos se quedó en silencio, de pie en la acera, y parecía que nadie podía despegarlos de allí. Estaban callados con la mirada en la ventana iluminada, tras la cual el heroico amigo enfermo volvía a la cama y no sabían cuándo se levantaria.

Por fin, con un suspiro lleno de amargura, Csele dijo:

— Bueno, ¿qué hacemos aquí?

Los otros se movieron, dos, luego un tercero y con un saludo de cansancio se fueron hacia la calle Ulloi. Estaban todos cansados por la lucha y la tensión del día y ateridos porque, al caer la tarde, el viento de la montaña había traído el aire del deshielo a la ciudad.

— ¡Adiós!

Otro grupo se separó y se fue hacia la calle Ferencvaros, otros les siguieron tomando la orilla del Danubio. Yasl, poco a poco, cada uno se fue a casa y en la acera de la calle Rakos, ante el número tres, se quedaron solos Boka y Csonakos.

El general no decla una palabra ni se movía, parecla que hubiera echado raíces. Y Csonakos no tenía ganas de marcharse y dejarle solo.

— ¿Vienes? — le preguntó con voz apagada casi como si tuviera miedo sacarlo de sus meditaciones.

Boka movió la cabeza:

— No.

— ¿Te quieres quedar aquí?

— Sí.

Csonakos dudaba. Le disgustaba dejar al compañero, pero era tarde, hacla frío, probablemente en casa su madre estaba preocupada y le estaba preparando un recibimiento nada agradable. Por fin se decidió.

— Mira, perdóname, yo tengo que irme a casa...

— Sí, sí — dijo Boka—. Vete.

— Luego... adiós.

— Adiós.

Boka siguió con la mirada a Csonakos, que se alejaba arrastrando los pies y se volvía para atrás de cuando en cuando para mirar al amigo, como si preguntara por qué se quedaba alli. Luego dio la vuelta y desapareció.

El silencio rodeaba la calle oscura, desierta, mientras en la otra calle ruidosa, la iluminada calle Ulloi, pasaban los tranvías y las carrozas entre el ir y venir de la gente. El viento movía los globos de las farolas dibujando unas sombras en la calle y en las paredes de las casas. No se veía a nadie en la calle pequeña: no había nadie más que ese muchacho, solo, parado ante la puerta del número tres. Y no se había dado cuenta de estar solo.

Cuando se despertó de sus profundos pensamientos y volvió a la realidad, Boka miró alrededor y sintió que la soledad le apretaba el corazón, le penetraba por todos los poros, le infundían un sentido de hielo, de vaclo, de dolor tan agudo, que casi le faltaban las fuerzas. Se apoyó en la puerta y sintió la necesidad de llorar.

Había comprendido también él lo que los demás habían intuido y que no hablan osado insinuar. Se daba cuenta que su fiel amigo, su valiente soldado se estaba apagando en esa pequeña cama en la habitación de la ventana iluminada. Se daba cuenta que se estaba acercando algo terrible, que una misteriosa ala de tinieblas cubría aquella pobre casa y que nadie habría podido hacer nada por alejarla. Entonces ¿qué importaba ser general, haber ganado la guerra, gozar de la estima y del afecto de los compañeros? Lloraba, quería llorar. No le importaba ser el valiente Boka, el viril. serio, inteligente Janos Boka, el equilibrado, el maduro muchacho que todos admiraban por su personalidad.

¡El gran Boka estaba llorando como un niño! No le importaba.

Mientras lloraba, repetía entre sollozos:

— ¡Erno, querido amigo, mi mejor amigo, pobre amigo, querido, pequeño amigo...!

Un transeúnte lo vio, oyó el lamento y se paró.

— ¿Por qué lloras? — le preguntó—  ¿Qué te ha pasado?

No respondió y el hombre, después de haberle preguntado de nuevo inútilmente, se encogió de hombros y se marchó. Iba detrás una mujer con una cesta. También se paró ella para observar a ese muchacho que lloraba desesperadamente, pero no dijo nada. Extendió la mano hacia él como si quisiera acariciarlo, pero se retiró antes de tocarlo y se alejó tristemente. Pasaron unos minutos muy largos en la calle desierta. Luego con paso rápido se acercó a la puerta un hombre con un paquete debajo del brazo. Iba a entrar por la puerta cuando vio al muchacho. Se paró:

— ¿Eres tú, Boka?

El muchacho levantó la cabeza y la cara bañada de lágrimas brilló a la luz de las farolas.

— Si, señor Nemecsek, soy yo.

El hombre estaba agotado. Venia de Buda, donde había ido a probar un traje a un cliente y volvía a casa con el trabajo debajo del brazo.

No dijo más, no preguntó a Boka por qué lloraba, como el que había pasado un poco antes, no le miró con una simpatla maternal como la mujer de la cesta. Se le acercó, cogió entre las manos esa cabeza inteligente, lo besó en la frente y, apretando contra su cuerpo al amigo de su pobre hijo, lloró con él desconsoladamente.

Entonces Boka sacó fuerzas y volvió a ser el general.

— ¡No, señor Nemecsek, no se comporte asi! — dijo con dulzura.

El pobre hombre se secó los ojos con la palma de la mano e hizo un gesto que queMa significar: "No hay esperanza, no hay esperanza alguna. Deja que me desahogue contigo, pues no lo puedo hacer ante los demás".

— ¡Que Dios te bendiga, Boka, hijo mio! — murmuró con una caricia— 

Vete a casa, es tarde. ¡Hasta pronto, hijo!

Abrió la puerta y desapareció. Boka se secó las lágrimas, dio un respiro profundo, miró a la calle. Era tarde, era hora de ir a casa.

Pero dentro de él había una fuerza que no le dejaba alejarse, le ataba alli, ante aquella casa, junto a esa ventana iluminada. Sabia que era inútil, que ni él ni nadie podrla hacer nada por su pobre amigo. Pero le parecla un deber para él, un deber sagrado, hacer guardia de honor al soldado que estaba muriendo.

Dio unos pasos, pasó a la otra parte de la calle y se quedó todavía en la acera de enfrente mirando el rectángulo amarillo de la ventana del piso de abajo.

De repente por el fondo de la calle corta llegó un ruido de pasos, pasos lentos, inciertos, como si fueran de una persona cansada. "Un obrero que vuelve a casa", pensó Boka. También él habla pasado un dla duro, probablemente más duro que el suyo... No sabia qué estaba pasando en la pequeña habitación de enfrente. ¿Qué estaba pasando?

¿Lo sabia él? Habla un muchacho en la cama, un muchacbo rubio y pequeño que tasia, que se maria. ¿Qué queria decir "morir"? Algo de todos los dias, la muerte, terriblemente real. Sin embargo, ¿qué era?

Eran pensamientos serios, raros, nuevos, que jamás se había hecho antes. La mente se hacla incontrolable. La muerte, la vida, misterios insondables. ¿Y el motivo, el fm? La vida estaba a su alrededor, la vela todos los dias, él mismo estaba vivo. Pero ¿qué era, qué significaba?

Había una especie de niebla fina, un muro muy alto contra el que chocaban los pensamientos volviendo para atrás, rompiéndose en tantas preguntas sin respuesta.

Los pasos se acercaban, el globo de la farola se movió con el viento, un rayo de luz dio en la puerta y se retiró en seguida. Habla uno parado ante la puerta de casa: Boka había entrevisto una figura oscura y el ruido de los pasos se habla parado.

La luz se movió de nuevo, más débilmente, dando claridad en la parte de abajo de la puerta y en las piernas de uno que entraba. ¿Era un inquilino de casa? No, pues salla de nuevo. Sólo una sombra para Boka, pues la luz de la farola ya no iluminaba la puerta.

Ruido de pasos lentos, indecisos. La sombra se movla por la acera.

Se paró, se dio la vuelta. Parecla esperar a alguien. Luego volvió a caminar volviendo hasta la puerta. Se paró, se echó para atrás, unos pasos más. De esta forma, de arriba para abajo, varias veces. A un cierto momento una ventolada más fuerte movió la luz de la farola sobre el rostro del desconocido y le tiró para atrás las solapas de la chaqueta. Se vio por un momento la camisa roja.

Era Feri Ats.

Boka dio unos pasos, se paró bajo una farola y esperó. Un momento después el otro estaba de frente. Se paró, se dio media vuelta y lo vio. Los dos generales se miraron de frente. Era la primera vez que se encontraban asl, cara a cara, los dos solos. Yse encontraron alll, ante la casa donde uno habla venido por cariño y otro por remordimiento.

Se quedaron mirándose un poco de tiempo sin decir una palabra, luego Feri Ats siguió paseando de arriba abajo ante la puerta hasta que salió el portero a cerrarla. Entonces el jefe de los Camisas Rojas se le acercó, quitándose la visera, y le dijo algo bajo, algo que Boka no agarró. Sin embargo se oyó claramente la respuesta del portero:

— ¡Mall ¡Está muy mal!

Luego se cerró la puerta con un golpe que resonó en el silencio de la calle. Era ya muy tarde y el viento era muy fria. Habla que volver a casa.

Mientras Feri Ats se encaminó con la cabeza gacha hacia la derecha, Boka se encaminó hacia la izquierda, por lo que los dos enemigos se alejaron sin decirse una palabra. Poco a poco se perdió el ruido de sus pasos y la calle Raleos se quedó muda y desierta en una noche fría de primavera.

Soplaba un viento fuerte, con ráfagas violentas que limpiaban la calle, cerrando de golpe alguna contraventana y moviendo algunas veletas de los techos. Silbando por las rendijas entraba en las casas con su respiración helada, también entraba en la cocina en la que un padre angustiado cenaba un trozo de tocino mirando continuamente la puerta abierta de la habitación en la que su niño estaba enfermo, con la cara macerada y los ojos encendidos de fiebre.

A un cierto momento se movieron los cristales de la habitación, la llama de la lámpara de petroleo vaciló. La madre se acercó a la cama del hijo, le subió las mantas por encima de los hombros, le tapó bien envolviéndole completamente.

— ¡Qué viento! ¿No lo oyes, hijo?

El pequeño capitán mostró una sonrisa triste y dijo con una voz débil:

— ¡Viene del campo, mamá! De nuestro campo.

Capítulo IX

Los miembros de la Sociedad Secreta de los Recogedores de Masilla se aprestaron a hacer las debidas anotaciones en el libro de actas de la sociedad. La operación era algo compleja, ya que no existían precedentes en los que consultar para redactar los artlculos y consumió mucho tiempo y trabajo al secretario— redactor Leszik.

Al fInal le salió una obra de arte.

ACTA

Redacción de las deliberaciones propuestas, aprobadas y confirmadas durante el dia de hoy en la Asamblea General Extraordinaria.

Art. 1

La inscripción de la página 17 del presente registro, en la que se lee "erno nemecsek" con letras minúsculas, incluidas las iniciales, más los epítetos de "vil" y "traidor", se declara nula, puesto que se trata de un equívoco. La Asamblea de Socios admite que el socio arriba nombrado, victima de apariencias engañosas y calumnias infundadas, ha sido acusado injustamente por lo que le pide perdón, expresándole al mismo tiempo gratitud por su generosidad y por la dignidad con la que ha soportado y perdonado la ofensa y admiración por el valor mostrado en la batalla y por los preciosos servicios prestados a la causa común.

Admitido esto, la Asamblea de Socios, haciéndose responsable de la injusticia cometida, ordena al secretario encargado de redactar las actas dar plena satisfacción al socio ofendido inscribiendo todo su nombre con letras mayúsculas.

Art.2

Según la orden recibida transcribo aquí el nombre del ilustre socio según las últimas disposiciones:

ERNO NEMECSEK

El secretario redactor

Fdo.: Leszik

Art.3

La Asamblea General de la Sociedad Secreta de Recogedores de Masilla vota un aplauso unánime al general Janos Boka por haberse comportado en guerra como un auténtico jefe digno de pasar a la historia.

Para expresar mejor su admiración con respecto al general Boka, la Asamblea ha deliberado: todos los socios escribirán con tinta en la página 168 del libro de Historia, cuarta linea, junto al nombre de Janos Hunyady, nuestro héroe nacional en la guerra contra los turcos, el nombre de Janos Boka. Tal decisión ha sido tomada por el hecho que, sin la guia experta y el valor del general, los Camisas Rojas habrlan ganado y conquistado el campo. Todos los socios, además, escribirán a lápiz junto al nombre del obispo Tiimiiri en el capitulo sobre los desastres de Mohacs del año 1526 el nombre de Feri Ats, también él vencido.

Art.4

Considerando que el general Janos Boka, ignorando nuestras protestas, requisó ilegalmente el capital social de 48 heller para destinarlo a usos bélicos; considerando que tal suma arrebatada con ese pretexto ha sido utilizada para adquirir una trompeta de postillón al precio de una corona y 80 heller, mientras que en el bazar Riiser se pueden encontrar trompetas parecidas a precios mucho más bajos, de lo que resulta que se ha malgastado por el simple hecho de un mejor sonido; considerando que dos trompetas pertenecientes a los Camisas Rojas han pasado a nuestras manos como botín de guerra; considerando que no tenemos necesidad de poseer trompetas en tiempo de paz y que de todas las formas con una basta, la Asamblea ha deliberado pedir al general Boka la restitución del capital social. Tal petición viene realizada en consideración del hecho que la suma se podría obtener fácilmente con la venta de las dos trompetas cogidas al enemigo.

Art.5

La Asamblea vota un reproche solemne a su presidente, Paul Kolnay, por haber dejado secar la masilla social a causa de su negligencia.

Es la conclusión de la discusión trascrita en acta.

Presidente: No he podido masticar la masilla por haber estado completamente absorbido en mis cargos de carácter militar durante la guerra.

Barabas (socio): No es un motivo válido. Es absurdo sostener que le ha faltado tiempo para masticar la masilla.

Presidente: El socio Barabas manifiesta frecuentemente respecto a mi una postura hostil. Lo llamo al orden. Conozco perfectamente mis deberes presidenciales y los he cumplido masticando la masilla social todos los dias durante los periodos en que he ocupado la presidencia. No estoy dispuesto. por tanto. a tolerar más tiempo las acusaciones injustas del socio Barabas. que encuentra siempre pretextos para provocarme.

Barabas (socio): Yo no he provocado a nadie.

Presidente: No es verdad. me estás provocando siempre.

Barabas (socio): No es verdad.

Presidente: Si es verdad.

Barabas (socio): No.

Presidente: Si.

Barabas: No.

Presidente: Si has decidido. como siempre, decir la última palabra. No insisto.

Richter (socio): Propongo a esta ilustre asamblea el voto de reproche para el presidente por no haber cumplido con su deber de masticación y que el resultado conste en acta.

Voces (socios): ¡Muy bien!

Presidente: Hago presente a la asamblea que se podría dejar todo esto a un lado, considerando mi falta. siempre supuesta. pero no concedida como tal. imputable al estado de emergencia determinado por la guerra y de todas las formas abundantemente compensada por mis prestaciones durante el curso de la batalla. No se olvide que, al frente de mi batallón. he luchado valientemente en los dos frentes para defender el territorio común. Me parece que ya he sido bastante maltratado en guerra. por lo que no me parece justo que se me maltrate de nuevo por un poco de masilla endurecida.

Barabas (socio): ¿Qué tiene que ver con esto la batalla?

Presidente: Tiene que ver mucho.

Barabas (socio): No tiene que ver nada.

Presidente: Yo te digo que si.

Barabas (socio): Ni siquiera tanto asi.

Presidente: Si.

Barabas (socio): No.

Presidente: Como siempre. tú dirás la última palabra, pues dila.

Richter (socio): Pido que mi propuesta venga aprobada por la asamblea.

Voces de la derecha (socios): ¡La aprobamos!

Voces de la izquierda (socios): ¡No!

Presidente: ISe vote la propuesta!

Barabas (socio): Pido que se proceda a apelación personal.

Asamblea (socios): De acuerdo.

Se procede a la apelación personal.

Presidente: Con tres votos de diferencia la asamblea determina conceder un voto de reproche al presidente, Paul Kolnay. ¡Es una asquerosidad!

Barabas (socio): El señor presidente debería controlarse: no tiene derecho a insultar a la mayoría.

Presidente: ¿No tengo derecho?

Barabas (socio): ¡No!

Presidente: ¡SI que tengo derecho!

Barabas (socio): ¡No!

Presidente: Bueno, dejemos todo esto.

Habiendo sido agotados los argumentos del orden del día, el presidente

declara terminada la asamblea.

El secretario redactor

Fdo.: LESZIK

El presidente

Fdo.: KOLNAY

Sigue con la opinión de que se le ha hecho una injusticia

Capítulo X

La pequeña casa amarillenta de la calle Rakos estaba en silencio.

Hasta los inquilinos que tenían la costumbre de pararse en el patio y en las escaleras a charlar para comunicarse las novedades y los chismes por las ventanas que daban al patio evitaban el menor ruido y caminaban con cuidado al pasar ante la puerta de los Nemecsek.

Hasta las criadas, normalmente charlatanas, guardaban silencio, no cantaban mientras hacian las labores e iban a sacudir las alfombras al fondo del patio. haciéndolo con discreción y delicadeza.

De cuando en cuando un vecino se acercaba a la puerta del sastre.

— ¿Cómo está? — preguntaba a media voz.

La respuesta era siempre la misma:

— ¡Mal, muy mal!

Las mujeres llevaban siempre un regalito.

— Le he traído una botella de vino añejo, señora Nemecsek. El vino bueno hace bien a los enfermos, les da fuerza.

y otra:

— Tome unos caramelos para su hijo. Se los dé de mi parte...

La pobre mujer daba las gracias con las lágrimas en los ojos. Pero no aceptaba los regalos. porque. decia. su hijo no tomaba nada.

— Hace dos días que no toma nada. Con dificultad conseguimos meterle algunas cucharadas de leche.

Por la tarde el señor Nemecsek volvió a las tres. tras haber ido al comercio a retirar el trabajo para hacer en casa. Entró en la cocina de puntillas, en silencio. preguntó con la mirada a su mujer. que le respondió con un suspiro. No tenían necesidad de hablar para entenderse.

Desde hace unos días su diálogo mudo se reducia a esa mirada suya y al suspiro de ella. Se quedaron mirándose un rato comunicándose con los ojos el dolor; luego. sin pensar en dejar el paquete de los trajes que traía debajo del brazo, el sastre entró con la mujer en la habitación en que estaba su hijo en la cama. ¡Cómo había cambiado en pocos días el rubio del grupo de la calle Pa!! El alegre soldado raso se había transformado en un capitán triste. Demacrado. los pómulos salientes. unas orejas profundas. las manos trasparentes. No estaba pálido: cada vez tenía la cara más encendida, con un sonrosado enfermizo que delataba la fiebre alta y constante que le devoraba desde hacia algunos días.

En silencio se acercaron a la cama y se quedaron con la cabeza gacha, los brazos caldos, la mirada inexpresiva; era pobre gente acostumbrada a una vida triste de continuos sinsabores, probada por la renuncia y el sufrimiento, resignada a los duros golpes del destino.

¿Qué podlan hacer ellos, pobres y solos, frente a la desgracia? No se rebelaban, no se desesperaban ni se quejaban de nada. En esta servil aceptación del dolor estaba la impotencia de los desheredados, para los que la felicidad significa no sufrir y el dolor es el pan cotidiano.

— ¿Duerme? — preguntó bisbiseando el padre.

La mujer respondió que si con la cabeza, pero el muchacho estaba continuamente inmerso en una especie de sopor pesado, por lo que no era fácil saber si dormía o no.

Se oyó llamar a la puerta.

— Será el médico — dijo bajito la mujer.

— Quizás — respondió él—. Vete a abrir.

La madre se fue sin hacer ruido, pasó por la cocina y se acercó a la puerta. Al ver a Boka, el mejor amigo de su hijo, tuvo una sombra de sonrisa.

— ¿Puedo entrar?

— ¡Adelante!

— ¿Qué tal está?

La mujer movió la cabeza:

— ¡Mal!

— ¿Mal? ¿Peor que ayer?

Sin esperar la respuesta, Boka entró en la habitación del enfermo seguido por la mujer. Se quedaron los tres en silencio mirando a ese cuerpo que sufrla y que apenas se insinuaba bajo las mantas. Inmediatamente el enfermo, como si advirtiera junto a si la presencia de las personas más queridas, abrió los ojos con un ligero movimiento de los párpados. Vio en primer lugar a su padre y lo miró con pena, luego a su madre y se le pusieron los ojos dulces. Más tarde vio a Boka y se sonrió.

— ¡Estás aquí, has venido! — bisbiseó con ese poco hálito y fuerza que le quedaban.

Boka se acercó a la cama:

— SI, estoy aqul. ¿Qué tal estás?

El rubio, en vez de responder, preguntó:

— ¿Te quedarás conmigo?

— SI, si tú quieres.

— ¿Te quedarás hasta que me muera?

Boka experimentó que se le encogla el corazón y no encontró palabras para responderle. Sonrió al amigo, luego se volvió hacia la madre para pedir ayuda y salir del paso. Pero la pobrecilla, vuelta hacia la pared, se secaba con la punta del mandil las lágrimas de los ojos.

El padre se aclaró la voz con un tosido:

— ¡No digas tonterlas, Emol — dijo—. ¿Por qué dices eso?

El muchacho no hizo caso: mirando al amigo levantó la mano diáfana para indicar con un gesto a los padres:

— No lo saben — bisbiseó.

— ¿Qué no saben? — preguntó Boka esforzándose por aparecer desenvuelto—. ¿Crees que ellos no lo saben? Mejor que tú.

El rubio se levantó con mucho trabajo quitando las manos a Boka.

que quería ayudarlo. Se sentó en la cama apoyado en las almohadas que su madre le había corrido por detrás y movió el índice para advertirle.

— No creas lo que te dicen ellos — explicó—. Quieren engañarme.

Sin embargo, yo sé que me voy a morir.

— ¡Déjate de tonterías!

— ¿Dices que no es verdad? — preguntó Nemecsek.

— ¡No es verdadl

El enfermo miró a Boka con expresión dura:

— Tú piensas que yo soy un mentiroso.

Hubo que recurrir a todo tipo de argumentos para convencerle que nadie pensaba que fuera un mentiroso. Se había hecho muy quisquilloso y se enfadaba en seguida si no se le creía. Incluso, cuando se le daba razón, desconfiaba.

— Te doy mi palabra de honor — dijo con aire de solemnidad—. Me voy a morir.

Se abrió la puerta y asomó la cabeza la portera.

— Señora, el médico.

Se puso a un lado para que entrara un señor serio, austero, que todos saludaron con ese respeto amedrentado que inspiran los médicos.

El respondió con una señal de cabeza y sin decir una palabra se acercó a la cabecera, tomó el pulso al enfermo, le acarició la frente y por fm aplicó el oído al pecho y escuchó unos instantes.

Al ponerse de pie, mientras colocaba las mantas por encima de los hombros del muchacho, la señora Nemecsek le miró timidamente y, dado que él no decía nada, no pudo contenerse de preguntar a media voz:

— ¿Está peor, doctor?

La respuesta fue lacónica:

— ¡Nol

Se comportaba de una forma rara ese señor tan preciso, solicito, con la mirada que escapaba como el mayor de los Pasztor. Quizás los médicos son raros: miran apenas al enfermo, responden por monosílabos a los familiares o dan unas evasivas sin mirar al interlocutor, manteniéndose inexpresivos, algo rigidos. Es una postura que pone en sujección, y no sólo a las personas modestas, que elimina toda veleidad curiosa, por lo que no se insiste para saber más. Dicen "no", un simple "no", que no significa nada, como si fuera suficiente para una madre en pena, y toman esa postura destacada que infunde en una pobre mujer un sentido paralizante de malestar y le ata en la garganta todas las preguntas.

El médico cogió el sombrero, que habla colocado en una silla, y salió. El sastre abrió la puerta de la habitación.

— Le acompaño, doctor.

Salieron juntos de la habitación y, apenas fuera, el médico hizo una señal al señor Nemecsek para que cerrara la puerta, por lo que el pobre obedeció con el corazón y la cabeza dándole vueltas, pues intula la triste realidad. El médico le habló con cierto afecto:

— Señor Nemecsek, sois un hombre y os puedo decir todo...

El sastre bajó la cabeza.

— Vuestro hijo está muy grave, señor Nemecsek.

Silencio. El pequeño hombre no hablaba, con la cabeza baja esperaba.

— Me duele mucho tener que deelroslo, señor Nemecsek, pero tenéis que saberlo... No pasará la noche, quizás no llegue al anocbecero El sastre segula en silencio curvo e inmóvil. Luego empezó a mover la cabeza. No habló.

—.s lo digo — reanudó el médico—, porque sé que sois pobre y es necesario estar preparado para enfrentarse con la desgracia, de forma que proveáis lo que se necesita en estos casos. Me disgusta mucho.

Se quedó unos instantes mirando al hombre curvo e inmóvil que tenia delante y luego le pasó una mano por el hombro.

— Pasaré dentro de dos horas. ¡Sed fuertes!

El sastre ya no ola nada, ni siquiera se dio cuenta de que se habla ido. Miraba como fuera de sI las baldosas del piso con la cabeza tras un pensamiento: proveer lo que se necesite. ¿Cómo habla dicho el médico?

"Proveáis lo que se necesite en estos casos". ¿Qué habla querido decir? Proveer. ¿Qué habla que proveer? Lo que se necesita. ¿Qué se necesita, para quién? ¿Para él? ¿Para su hijo? Se estremeció. ¿El médico se referla al funeral?

Tambaleándose, oprimido por un cansancio infmito, volvió a la habitación y se sentó en una silla en la esquina. Estaba en silencio, no consegula ni pensar. Se le acercó la mujer.

— ¿Qué te ha dicho? — le preguntó con la voz que temblaba, tímida.

El no contestó, no podla hablar. Segula moviendo la cabeza y nada más.

El enfermo no le haela caso: pareela que se habla recompuesto algo y la carucha demacrada apareela iluminada por una vaga sonrisa.

— Ven aqul, Janos — dijo a Boka—. Más cerca.

Dado que Boka vacilaba:

— Ven, siéntate en la orilla de la cama. No tendrás miedo.

— ¿Miedo? ¿De qué?

— Quizás de que me muera mientras estás junto a m\. No, estáte tranquilo: te avisaré, cuando me dé cuenta que me voy. No temas.

Boka se sentó cerca:

— ¿Quieres decirme algo?

— Sí — Nemecsek le abrazó por el cuello con los brazos finos y le acercó a él, como si fuera un secreto, le habló al oído bisbiseando—. ¿Cómo terminó lo de los Camisas Rojas?

— Los vencimos.

— Sí, ¿pero después? ¿Qué han hecho ellos?

— Se reunieron en el Jardín Botánico en consejo — dijo Boka—  y esperaron que viniera su jefe. Esperaron hasta la noche, pero Feri Ats no se hizo vivo. Entonces se marcharon todos a casa.

— ¿Por qué no se presentó Feri Ats?

Boka alargó los brazos.

— Probablemente porque sabía que lo depondrían, tras la derrota, y en ese momento no tema valor para aguantar las acusaciones de sus compañeros. Hoy por la tarde han tenido otra reunión y se ha presentado.

Ayer por la noche le he visto dar vueltas por aquí fuera.

— ¿Aquí?

— Sí. Cuando salió el portero a cerrar la puerta, le preguntó por ti.

— ¿De veras?

Nemecsek estaba sorprendido y radiante por el honor que le daba

todo esto. Feri Ats, el gran Feri Ats, el admirado enemigo, estaba

preocupado por su enfermedad. Le parecía increíble.

— ¿Era él? — preguntó, porque no le parecía verdad—. ¿Feri Ats en persona?

— Sí, él en persona — confIrmó Boka sin comprender el estupor y la alegría de su amigo, que parecía extasiado. Y continuó:—  Como te decía antes, hoy por la tarde se han reunido de nuevo en la isla y estaban todos. Han hecho un jaleo infernal, según me han dicho. Estaban todos contra Feri Ats, menos Wendauer y Szebenics y han discutido lo que han querido. El más duro era el mayor de los Pasztor: quería por todos los medios que Feri Ats fuese destituido para ocupar su lugar.

Siempre ha intentado ser el jefe y, por fm, lo ha conseguido. Ahora es el jefe de los Camisas Rojas. Pero ha sido una victoria... ¡Ah, no te puedes imaginar lo que ha pasado después!

— ¿Qué ha pasado? ¡Dimel

— Después de tanto discutir y hacer jaleo y elegido el nuevo jefe — siguió Boka—, llega el guardián del Jardín Botánico y les dice que el director estaba furioso por ese griterío y que no quería que estuvieran ni un minuto más allí. ¿Te das cuenta? Les han echado de la isla y del jardin y han colocado provisionalmente dos postes atravesados ante el puente, más tarde lo cerrarán con una puerta.

Nemecsek se reía de gusto. Aunque fuera bueno, la idea del enemigo derrotado y burlado le llenaba de satisfacción, sobre todo tras la caída de Feri Ats, a quien apreciaba, que le gustaba, y la elección del fanfarrón de Pasztor, que no era malo, como había creído antes, pero que no valla la centésima parte de Feri Ats, en todos los sentidos. ¡Los imbéciles de los Camisas Rojas no se habían dado cuenta! Con los altercados y griterío para obtener el cambio ya habían obtenido un buen resultado: estaban en la calle. ¡Se lo habían merecido esos idiotas!

Fuera Feri Ats todo se deshacia: ni isla, ni Jardin Botánico, ni lugar de reunión, ni centinelas, ni farol, ni lanzas con las puntas de plata, ni arsenal, ni lago donde tirar a las víctimas resfriadas. ¡Quizás también tenian que decir adiós a la compañia de los Camisas Rojas!

— El grupo sin una sede desaparecerá — murmuró casi para si.

— Si, es probable — dijo Boka—. Nos hubiera pasado a nosotros lo mismo, si hubiéramos perdido el campo. Además, al faltar Feri Ats...

Pues estoy seguro que no se quedará en el grupo.

— Si. ¿Tú cómo has sabido todo esto?

— Por Kolnay, que a su vez ha sido informado por el hijo de su portero, que conoce al guardián del Jarilln Botánico. Al parecer, Szebenics y Wendauer lo han contado a todo el mundo y la noticia está en la calle. Al venir para acá me he encontrado con Weisz y me lo ha confirmado. Iba al campo, porque hoy tienen asamblea de la Sociedad de la Masilla.

El rubio se oscureció y torció la boca: al oir la Sociedad de la Masilla, le atenazaba la garganta la amargura de la injusticia cometida.

— No me gusta nada — bisbiseó—. Han escrito mi nombre en su librejo con letras minúsculas.

— No te preocupes por esto, ya lo han remediado — le respondió de prisa Boka—. No sólo lo han borrado, sino que lo han vuelto a escribir todo con letras mayúsculas.

Nemecsek movió la cabeza.

— No es verdad, sé que no es verdad. Me dices esto para consolarme, porque estoy enfermo.

— ¡Ni por equivocación! — protestó Boka—. Te lo digo porque es verdad, te doy mi palabra. Lo han vuelto a escribir con letras mayúsculas y con una motivación de elogio. Es la verdad.

Pero el rubio había tenido que tragar mucho con los compañeros en su pasado último de soldado raso y no podía creer que ahora se le hiciera justicia. Movió bajo la nariz de su compañero su dedo indice:

— Sé que te lo has inventado tú y me das tu palabra de honor para darme esta satisfacción.

— Erno, te aseguro...

— No insistas, es tiempo perdido.

De esta forma se enfrentaba con él, le trataba de mentiroso, le cerraba el pico. El neo— capitán replicaba bruscamente a su general, le faltaba al debido respeto, llegaba hasta reprocharle. Esto significaba una infracción grave de las reglas militares y en el campo habría constituido una falta imperdonable. No alli, en aquella habitación, donde los dos muchachos no eran nada más que dos buenos amigos, sin que contara el grado. Por esto Boka aceptó con una sonrisa la orden subrayada por ese fmo dedo indice.

— De acuerdo, lo dejamos — respondió—. Si no me quieres creer, es lo mismo. Tú mismo te convencerás de lo que te he dicho. Se han reunido hoy de nuevo para prepararte un diploma de honor especial y pronto vendrán todos aquí a entregártelo con todas las normas del ceremonial. Espero que entonces lo creas.

Nemecsek lo miraba dubitativo, pero por [m venció la fuerza de la experiencia.

— No — dijo mientras seguia moviendo la cabeza—. Es imposible.

No puede ser verdad.

— ¡Qué cabeza más dura! — exclamó Boka riéndose—. Pronto constatarás con tus ojos si no es verdad, si soy un mentiroso.

y pensaba: "¡Mejor si no se lo cree I Se quedará más contento, cuando vengan con el atestado".

Pero esa historia había agitado al enfermo, despertando en él la amargura y la rebelión por el cruel castigo que le habían echado encima los miembros de la Sociedad de la Masilla. Nemecsek, que había soportado con la humilde resignación del soldado abusos, imposiciones e injusticias, se había hecho muy sensible sobre este punto.

— Se han comportado conmigo de forma vergonzosa — recriminó con aire de rencor. Y añadió.—  Vergonzosa y poco noble. Unos cobardes.

Boka no decía nada. No quería alimentar un tema que ponia tan nervioso a su amigo. Esperaba que callando se terminara todo. Pero Nemecsek seguia en sus trece.

— ¿Por qué lo han hecho? ¿Qué delito había cometido? Es un acto imperdonable — dado que no recibía una satisfacción dijo:—  ¿No es verdad? ¿Tengo razón o no?

— Claro — admitió Boka lacónico.

— ¿Sí? Piensa — Nemecsek se apoyó en los codos, se sentó en la cama y se le bajaron las mantas, descubriendo los hombros—. ¡Piensa, Janos! ¿Quizás no cumpli con mi deber? ¿No he trabajado para ser de utilidad a todo el grupo? Tanto para ellos como para los demás.

Incluso estando enfermo me he ido a defender nuestro campo. No lo he hecho por mi, porque yo no volveré a ver el campo...

Se interrumpió y se quedó en silencio con ese pensamiento, el más triste. ¡El campol ¡No lo habría vuelto a ver! La idea de la muerte no era terrible, pero sí aquel pensamiento. Era un muchacho. Habría aceptado de buena gana cualquier sacrificio, pero no podía abandonar el campo, no quería renunciar a su campo. No tenía miedo de morir, pero no quería dejar para siempre su campo. ¡No queria!

Lloraba el pobre muchacho, lloraba de desesperación y de rabia contra su destino, que le quitaba su bien, su única alegría, su amor de niño, que no le permitia ni siquiera volver una vez a la calle Pal, una sola vez entre las pilas de madera, volver a ver la casita, la sierra con la chimenea echando humo, la empalizada, la explanada, que le parecía inmensa, el almacén destartalado, los morales de los que cortaba las hojas para Csele, porque las necesitaba para dar de comer a los gusanos de seda que tenía en casa. Le pedía siempre que fuera a coger las hojas, porque temia romperse el traje escalando por los árboles. Pero, dado que los gusanos tenían que comer, no había otro remedio que recurrir al soldado Nemecsek siempre a las órdenes, siempre dispuesto a obedecer. Y ahora había terminado todo, no se habría vuelto a subir a los morales, no habría vuelto a oír el puf— pufpuf de la chimenea por la que sallan blancas nubes, que desaparecían en un abrir y cerrar de ojos deshaciéndose en la nada. Y el ruido de la sierra, que mordía los troncos, cavando en la madera con ese ruido metálico y de avispero rabioso... ¡Nunca!

No, se rebelaba a esa renuncia.

La agitación de la mente le hacia perder la cabeza, la presión de la sangre le golpeaba las sienes, le ponía la cara roja, en la que se abrieron de repente unos ojos relucientes por la fiebre.

— ¡Quiero ir al campal

Lo miraron mudos, desconfortados, impotentes. El enfermo apretó los labios y gritó con toda su voluntad:

— ¡Quiero ir al campo!

Boka le agarró una mano, le habló en tono persuasivo, afectuoso.

— Ahora no, Erno. Dentro de unos días, cuando estés bien.

— ¡No, ahoral — se obstinaba Nemecsek—. Quiero ir ahora mismo.

¡Dame los pantalones! ¡Quiero ponerme la visera rojo-verde de los muchachos de la calle Pall — buscó debajo de la almohada con gestos nerviosos y sacó con aire de satisfacción la visera doblada, la estiró y se la puso en la cabeza—. ¡Dame los pantalones!

— ¡Estáte tranquilo, hijo! — le dijo el padre con dulzura—. La próxima semana, cuando estés bien. Ahora, calmo. Volverás al campo, no te preocupes. Pero antes tienes que curarte.

No pudieron dominarlo ní hacerle razonar. Con el poco aliento de sus pulmones gritó:

— ¡No me curaré!

Si se le contradecia, desvariaba, por lo que tuvieron que dejarle hablar, para que no siguiera con la manía de levantarse de la cama.

— ¡Ya sabéis que no me curaré! — gritaba con trabajo—. Fingís, queréis engañarme, pero no lo conseguiréis, pues sé perfectamente que moriré. Entonces dejadme morir donde quiero. ¡Quiero ir al campo! ¡Quiero morir allí!

Era imposible, absurdo, una locura. Todos estaban alrededor calmándolo, persuadiéndolo.

— Erno, ahora no se puede ir. Quizás mañana, ya veremos...

— Dentro de unos días, ya verás...

— Ahora no. ¡Hace un tiempo!

Con todo el amor que le tenían intentaban calmarlo:

— Mañana, ¿eh? Mañana.

No osaban mirarle en la cara, no querían encontrarse con aquellos ojos relucientes e inteligentes.

— Cuando te cures.

Con la disculpa del mal tiempo:

— Llueve, hace mucho aire. No puedes salir así.

Como desmintiendo esas palabras de piedad, el sol se coló de rondón por el patio y la habitación, el rectángulo luminoso de la ventana se imprimió en el suelo oscuro de la habitación. El sol, el tibio sol vivificador de primavera, que calentaba a todos, que infundia fuerza y alegria a todos, pero no en el pobre muchacho enfermo, no en Erno Nemecsek, que con el cuerpo extenuado y macilento y con todas las fuerzas que le quedaban gritó para expresar su última voluntad:

— ¡Quiero ir! ¡Quiero ir!

Movia las manos, desvariaba, jadeaba, con la cara de fuego, los ojos abiertos, las narices dilatadas, la mente excitada y fuera de si por la fiebre altlsima.

— ¡El campal — decía. y se aplacaba algo para explicar, para que los demás le entendieran.

— El campo es... es como un reino, un reino especial, nuestro. Es grande, un pals todo nuestro. ¿Me seguls? No, no me seguis. No me podéis entender, porque vosotros no habéis luchado por la patria y no sabéis qué quiere decir...

En ese momento se oyó que llamaban a la puerta y la señora Nemecsek salió corriendo a abrir.

— Es el señor Csetneky — dijo al marido al entrar en la habitación—.

Le he mandado pasar.

El sastre se fue hacia la cocina, en la puerta se volvió a mirar a su hijo, que seguia invocando su campo con la mirada fija. Luego se acercó al cliente, que le esperaba impaciente.

El señor Csetneky, un empleado municipal, desde hace muchos años se hacia toda la ropa en casa de Andreas Nemecsek y había estado siempre a gusto por su precisión, por su puntualidad, por su discreción.

Pero no asi aquel dia: el señor Csetneky ese dia estaba enfadado y, al ver al sastre, le dijo:

— ¿Me va a probar mi chaqueta, si o no?

Desde la habitación llegaba la voz del enfermo:

— ¡La trompeta I ¡La señal! El campo es una nube de polvo y de arena, las torres bombardean... ¡Adelante!

El sastre cerró la puerta.

— Perdonad, señor Csetneky, os tendré que probar el traje en la cocina. Yo espero que no lo toméis a mal, pues... no puedo haceros pasar a la habitación. Está mi hijo en la cama, está muy grave. Me disgusta...

— ¡Adelante! ¡Al ataque! — seguía gritando el muchacho perdido en su delirio con esa voz apagada y algo incisiva, que llegaba algo amortecida por la puerta cerrada.

— ¡Sobre el enemigol ¡Mirad los Camisas Rojas! Mirad a Feri Ats allí, a la cabeza del grupo, con la lanza de punta de plata. ¡Atentos!

Quieren cogerme, me tirarán aliaga. ¡No!

El señor Csetneky escuchaba con la frente arrugada, perplejo.

— ¿Qué hace? — preguntó—. ¿Qué le pasa?

— ¡Es él que grita, es mi hijo, pobre muchacho!

— ¿Pero no me habéis dicho que está enfermo?

El sastre afirmó.

— Sí, está muy enfermo.

— No lo entiendo, parece que está jugando — dijo el cliente—. ¿Por qué juega a la guerra, si está enfermo? Quien está mal no grita de esa forma.

— Es la fiebre, delira — explicó el señor Nemecsek con gesto desolado—. Y no puedes hacer nada para calmarlo. ¡Dios mio! Está inconsciente.

Fue a la habitación para coger la chaqueta y entonces se oyó en la cocina más claramente la voz del muchacho.

— ¡Atención, a la trinchera! ¡Vienen! ¡Al asalto! ¡Trompeta, la señal! — luego más fuerte, imitando el sonido de la trompeta—. Tararará tarará— tarará. Janos, ¿por qué estás parado? Toca tú también.

Boka tuvo que seguir el juego y hacer caso al enfermo. Ahora tocaban la trompeta los dos, dos que gritaban tarará con las manos a embudo en la boca: la voz ronca, ansiosa, enferma y la otra limpia, clara, sana, pero muy triste. Boka hacia un esfuerzo para aparentar tranquilo, pero le apretaba la garganta y tenía unas ganas locas de llorar. Con mucha dificultad abogaba la angustia que llevaba dentro, hacia fuerza para resistir por aliviar el dolor del amigo.

— Estoy mortificado — dijo el señor Csetneky al ver llegar al sastre a la cocina con la chaqueta bajo el brazo—. Me supongo lo que sentis, pero necesito este traje. tengo necesidad de él.

El señor Nemecsek admitió con la cabeza, ayudó al cliente a quitarse la chaqueta y a ponerse la de la prueba.

— Me aprieta en los sobacos — observó a media voz.

— ¿SI? Lo arreglo en seguida.

Las voces no se paraban. una continua, con insistencia delirante, otra cada vez más baja, con pausas seguidas, de las que parecía reponerse con actos de voluntad.

— ¡Tarará tarará tararí!

— Este ojal está marcado muy arriba — notó el señor Csetneky algo nervioso—. Tiene que bajarlo, pues de lo contrario no me asienta bíen.

— Sí, señor.

— ¡Ataque generall ¡Todos al campo!

— La manga es un poco corta — dijo el señor Csetneky.

— No me parece.

— Sí. Miradla bien, es corta. Vd, Nemecsek, hace siempre las mangas cortas. Es un defecto. una obsesión.

"¡Obsesión''', pensó el pobre hombre mientras marcaba con el y eso la manga para alargarla. "¡ Si supiera cuál es mi obsesión L... •.

Seguían los gritos sin pausas, cada vez más vehementes y ruidosos.

— ¡Ah, ya has llegado, Feri Ats, te he cogido! ¡Te desafio! ¡Veremos quién es más fuerte de los dos!

— ¡Meted un poco de guata entre la tela y el forro! — deda el cliente—. Un poco aqul delante del pecho. ¡Y colocad bien las hombreras!

— ¡Al suelo! ¡Rendios!

El señor Csetneky se quitó la chaqueta que le estaba probando y se puso la otra con la ayuda del sastre.

— ¿Cuándo la habrá terminado?

— ¿Os viene bien pasado mañana?

— ¿Pasado mañana? Bien, de acuerdo, pasado mañana. Nemecsek, no me tengáis otra semana suspendido de un hilo. ¿Tenéis mucho que hacer?

— No es por eso — bisbiseó el señor Nemecsek—. Si el muchacho no estuviera tan grave...

El cliente expresó con la mimica de los brazos y de las manos que él no podla hacer nada.

— Lo siento mucho, pero tengo necesidad urgente y no puedo esperar.

Hacedme el favor de terminarla lo más pronto posible.

El sastre dio un suspiro, que se rompió en una especie de escalofrío.

— Haré lo posible por contentaros.

— ¡Habéis dicho para pasado mañana! ¡A más tardar! ¡Buenos días! — y el señor Csetneky salió al patio, volviéndose antes de salir por la puerta para insistir una vez más antes de que el sastre cerrara—. ¡No lo olvidéis!

"51, tengo que trabajar", pensaba el sastre tocando entre las manos la chaqueta marrón del señor Csetneky. Yen seguida, pues tiene necesidad. Hay que proveer lo que se necesita. El doctor había dicho lo mismo que el señor Csetneky. El cliente se referla al traje. ¿Y el médico? ¿Qué habla entendido el médico? Proveer, buscar, pensar en lo que se necesitaba... ¿Qué se necesitaba en esos momentos? ¿Para qué le habrla servido el dinero que el señor Csetneky le diese al entregar el traje? Quizás habrla pagado al carpintero... ¡Dios mio! El señor Csetneky, dentro de dos dias, habría mostrado su traje por la calle a la hora del paseo. Y el dinero por la confección habría ido a parar al carpintero por un trabajo a medida... Y tenia que proveer, buscar, porque ni el señor Csetneky ni su hijo podían esperar.

El enfermo segula desvariando y desatinando. Había sacado fuerzas para ponerse de pie encima de la cama y estaba firme con el camisón hasta las rodillas y con la visera rojo-verde atravesada en la cabeza. No dejaba de hablar, pero ahora su voz era cavernosa, rota por profundos estertores, por hipo continuo. Los ojos no eran expresivos, parecian ciegos, fijos en el vado.

— Señor general, os hago conocer que yo mismo he tirado al suelo y puesto fuera de combate al comandante enemigo, pido, por tanto, que se me ascienda en el campo por méritos de guerra. Eso, ahora soy capitán. Miradme: he merecido el ascenso porque he luchado para defender el campo y he muerto por el campo heroicamente. ¡Tatararard ... tatarard... Firmes I ISaludad al capitán muerto! JCsele, toca el firmes fuera de ordenanza! Tarará Tarataratá... — se tambaleó, pero se mantuvo en pie agarrándose al catre de la cama. Ysiguió casi afónico, con la respiración silbando—. ¡Fuego desde las torres! ¡Fuego seguidol!Janol¡Bravo, Jano, te haremos también a ti capitán! ¡Nadie escribirá tu nombre con las iniciales minúsculas! ¡Es una vergüenza!

¡Avergonzaos, cobardesl ¿Quién es un vil, quién ha traicionado? ¡Lo sabéis también vosotros que no es verdad! ¡Sois unos envidiosos! Sí, porque Boka es mi amigo, más amigo mio que de vosotros. ¡Cobardes!

¡No me hagáis reírl La Sociedad de la Masilla es una tontería de cuatro estúpidos. Me retiro. Ponedlo en las actas con mayúsculas. Me retiro. Nemecsek se retira. ¡Daos cuenta que la "n" tiene que ser mayúscula, pues es el nombre de un capitán muerto por la patria!

En la esquina, junto a la illesa de trabajo, el sastre cosía en silencio.

Ni veía ni oía nada. Sus dedos secos y pálidos se movían veloces sobre la tela oscura, de cuando en cuando salía una luz de la aguja y del dedal. No levantaba los ojos nunca, por ningún motivo se habría puesto a mirar el techo. Tenía que trabajar, terminar el traje, cobrar el dinero. Si hubiera mirado, habría tirado la chaqueta al suelo y se habría puesto de rodillas en la cama, donde agonizaba su hijo.

El enfermo, mientras tanto, se había sentado y estaba callado mirando absorto la figura complicada de la manta. Parecía más calmo.

— ¿Estás cansado, Erno? — le preguntó Boka, sentado junto a él.

Nemecsek no respondió ni levantó la vista. El amigo le colocó bien en la cama y el enfermo no lo impidió, se quedó tieso mientras la madre ordenaba las almohadas y levantaba las mantas hasta los hombros. No le respondió tampoco a ella, cuando le dijo:

— Ahora estáte tranquilo, hijo. Descansa un poco.

Tenía los ojos fijos en Boka, pero no veía nada. Bisbiseó:

— ¡Papá!...

— No, Erno, yo no soy tu padre — le dijo Boka. Estaba también él extenuado por ese enorme esfuerzo para que no le escaparan las lágrimas.

Su voz estaba semicortada—. Soy yo, Erno, ¿no me conoces?

Soy Janos, soy Boka...

El rubio repitió en un bisbiseo apenas perceptible:

— Soy... Janos... Boka...

Siguió un silencio muy largo. El enfermo cerró los ojos, dio un suspiro profundo y tan doloroso que parecía recoger todas las penas del mundo, todos los sufrimientos humanos.

— Quizás se va a dormir — bisbiseó la madre, que, tras tantas noches en vela angustiada, se tenia de pie con dificultad y mostraba en su cara las marcas de su cansancio—. ¡Si pudiera dormir un poco! ...

— Sí, dejémosle tranquilo — dijo Boka con ese hilo de voz, que ya no era suyo.

Se levantaron de la cama, la mujer y él, Y se sentaron a un lado, en un viejo diván verde. Entonces también el sastre dejó de coser: dejó escurrir la chaqueta oscura sobre las rodillas, apoyó los codos sobre la mesa y se quedó curvo con la cabeza entre las manos. Estaba en silencio.

A un cierto punto se oyó en el patio un cuchicheo, unas pisadas delicadas, como si alguien se acercara de puntillas, hablando a media voz. Boka distinguió una llamada como un soplo:

— ¡Barabas!

Se levantó y salió de la habitación sin hacer ruido y, pasando por la cocina, fue hasta la puerta y la abrió. Se encontró de frente con el grupo de muchachos de la calle Pal.

— ¡Sois vosotros!

Respondió Weisz:

— Si, los de la Sociedad de la Masilla. Estamos todos.

— ¡Buen momento para una visita! — protestó Boka moviendo la cabeza.

— ¿Por qué? Traemos el diploma de honor para Nemecsek. Hemos escrito con tinta roja que la Sociedad pide perdón por la injusticia cometida y que en el libro de las actas ha sido trascrito el nombre todo con letras mayúsculas. M1ralo. Y mira el libro como prueba.

Boka movió de nuevo la cabeza.

— ¡Teníais que haber venido antes! Ahora no se puede pasar.

— ¿Por qué?

— Porque acaba de dormirse y hay que dejarlo en paz.

Los miembros de la Sociedad Secreta de los Recogedores de Masilla se intercambiaron una mirada de desasosiego. Kolnay explicó:

— No hemos podido antes. A parte el tiempo que ha ocupado redactar el acta, hemos tenido una discusión interminable para encargar a uno como jefe de la delegación para entregar el diploma.

No nos poníamos de acuerdo. Hemos tardado media hora en elegir a Weisz.

En ese momento apareció a las espaldas de Boka la señora Nemecsek, que respondió con una sonrisa apagada al saludo empachado de los compañeros de su hijo.

— No duerme — dijo—. Vuelve a delirar.

Los muchachos se quedaron helados y miraron a la mujer con los ojos desencajados.

— Entrad, hijos — les invitó poniéndose a un lado—. Quizás le haga bien veros y vuelva en sí.

El grupo dudó un momento, titubeó, luego, con Weisz en cabeza, entró en fJJa, uno a uno entraron en casa silenciosos y acongojados, como si estuvieran en la iglesia, quitándose la visera antes de cruzar la puerta. Al cerrarse la puerta tras las espaldas del último, los primeros de la fJJa ya estaban en la habitación. Se alinearon junto a la puerta mirando a la cama, en la que Nemecsek se encontraba y vieron al padre agachado sobre la mesa con los ojos perdidos, rígidos por el miedo. El sastre ni siquiera levantó la cabeza al entrar. Estaba inmóvil, con la cabeza entre las manos, como machacado por un cansancio mortal. No lloraba. El enfermo tenia los ojos desencajados y respiraba con dificultad, con la boca abierta, dejando escapar una especie de silbido. Ouizás miró hacia el grupo de compañeros, pero no les reconoció, igual ni los vio. Parec1a que contemplara algo invisible a los demás, una visión desconocida y excluida a los ojos de los mortales.

La señora Nemecsek, que habla entrado por última en la habitación, detrás de los muchachos, les empujó.

— Venga, acercaos.

Se movieron hacia la cama con pasos inciertos, tratando de animarse unos a otros para que uno se adelantara.

— ¡Venga, acércate!

— ¡Vete tú!

Nadie querla decidirse, por lo que Barabas se volvió hacia Weisz:

— Te toca a ti, eres el jefe de la delegación.

Weisz, pálido, apretando los puños hasta hacerse daño con las uñas, se acercó a la cama y los otros detrás, reuniéndose a sus espaldas.

El enfermo no les miraba.

— ¡Hablal — bisbiseó Barabas a Weisz dándole una patada.

El jefe de la delegación habló y le salió una voz rara, temblorosa y desentonada:

— Nemecsek, hemos venido a comunicarte algo. ¿Me oyes?

No, no le oía. Estaba ausente y no quitaba los ojos de la pared de enfrente.

— ¡Nemecsek! — lo llamó Weisz conteniendo apenas los sollozos.

Barabas se dio cuenta y le dijo despacio al oído:

— ¡No te pongas a llorar! ¡Ya verás si lloras!

— No lloro, no — respondió Weisz descubriendo con satisfacción que sus ojos estaban secos y que la voz parecia más firme. Temia no poder resistir mucho y, antes de volver a hablar, hizo una pausa larga durante la cual recogió todas sus energlas y se propuso no ceder a la conmoción y a otros sentimientos que le llevaran al llanto. Luego sacó del bolsillo la hoja en la que había preparado el discurso para esta ocasión:

— Señor capitán, en calidad de jefe de esta delegación, yo hablo en nombre de todos los miembros de la Sociedad Secreta de los Recogedores de Masilla aquí presentes. Hemos reconocido a la unanimidad de haber hecho... — una mirada a la hoja—, de haber obrado sin criterio y de haber infligido un castigo injusto. Os pedimos, señor capitán, que nos perdonéis por el dolor procurado... — mirada a la hoja—  y aceptéis este diploma de honor que os hemos traído...

Volvió la cabeza hacia los compañeros que estaban tras él, temblando con los párpados. Sentía que se iba a dejar dominar y que se iba a poner a llorar y apretaba los dientes, se mordía los labios. Por nada de este mundo, ahora que había empezado, habría renunciado a echar todo el discurso, que, mientras lo declamaba, le parecía perfecto en estilo, forma y solemnidad. Le gustaba mucho el tono oficial, algo enfático. pero a la vez con dignidad militar. que le permitia disculparse y reparar un error con elegancia.

— ¡Pasadme el libro de las actas. señor secretario!

Leszik se adelantó. entregó el registro abierto a Weisz. el cual lo apoyó en el borde de la cama.

— Señor capitán — reanudó mirando a Nemecsek—. Si queréis, podéis ver en la inscripción del articulo dos de las actas vuestro nombre con letras mayúsculas. tras lo que se habla expuesto en el articulo anterior.

Pero el capitán no miraba, no escuchaba. Parecia que se iba a dormir y cerraba los ojos muy despacio. Weisz esperó un poco. Luego pensó que se trataba de una ceremonia demasiado importante para que el más interesado se echara a dormir.

— ¡Nemecsekl — le llamó—. ¡Mira! y se echó para adelante sobre la cara apagada del enfermo inmóvil y silencioso. Pero instintivamente se echó para atrás con una extraña sensación de hielo. Desde atrás. abriéndose camino entre los muchachos, llegó la señora Nemecsek asustada por ese imprevisto silencio.

— ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? — se inclinó sobre el hijo—. ¡Andras! ¡Dios mio, no respira! — gritó desesperada.

El grupo de la Sociedad de la Masilla se tiró para atrás y se apretó en una esquina lleno de miedo, observando sobrecogido la escena. El libro de las actas, que Weisz habla dejado abierto en la cama, se cayó al suelo.

La mujer gritaba, llamaba al marido:

— ¡Andras, por amor de Dios. ven a ayudarme! — luego, con un grito desgarrador—. ¡Ha muerto!

En ese momento se oyeron los sollozos del padre, que hasta entonces había permanecido como petrificado sobre su taburete. con la cabeza metida entre las manos. Ni gritaba ni gemla: desahogaba su gran dolor con el llanto sumiso y celoso de los humildes, con la desesperación parada de los fuertes. Para no estropear la chaqueta del señor Csetneky con las lágrimas, la dejó caer y la metió en la parte baja de la mesa de trabajo. Lloraba con la cara metida entre los brazos cruzados sobre la mesa. los hombros se sobresaltaban en un abandono total, pero grave, extrañamente dulce.

Mientras tanto, la madre besaba el cuerpo inerte del hijo, lo apretaba contra su cuerpo. lo llamaba. Luego, de rodillas junto a la cama, también ella se refugió en el llanto con la cara descompuesta contra la almohada.

Erno Nemecsek. capitán del grupo de los muchachos de la calle Pal, un tiempo secretario de la Sociedad de los Recogedores de Masilla.

yac1a inmóvil, con los ojos cerrados, sereno, perdido en la paz eterna. Ni vela ni ola nada, pues los ángeles hablan bajado junto a su cama y hablan cerrado sus ojos y sus orejas a todo lo que era terreno para abrirlos a otras visiones y a otros sonidos inefables dentro de una esfera de luz perenne.

— ¡No hemos tenido tiempo de dárselol — bisbiseó Barabas tristemente—. ¡Hemos llegado tarde!

Boka estaba rígido junto a la cama, con la cabeza gacha. Poco antes habla tenido que esforzarse para no dejar correr las lágrimas y ahora no sabia explicarse cómo estuvieran sus ojos secos. Nemecsek se habla ido: habla perdido al mejor amigo. Pero no lloraba, no podla.

Sentía un gran vacio en el corazón y en la mente y tenía una sensación de vivir fuera de la realidad. Por fin, miró alrededor, como si quisiera buscar una explicación a esos síntomas absurdos que le estaban sucediendo y se encontró, en una esquina, con los compañeros, pálidos y desencajados, reunidos alrededor de Weisz, que apretaba todavía con las manos el diploma de honor que Nemecsek no había podido ver.

Se acercó a ellos.

— Podéis marcharos ya a casa — dijo.

Los muchachos salieron de la habitación con alivio. Uno tras otro pasaron por la cocina y de aqul al pasillo. El último fue Leszik, que, antes de salir, se acercó a la cama, recogió el libro de las actas y, tras echar una mirada dolorosa al amigo inmóvil, salió con los otros al patio.

Los árboles de fuera eran un coro de trinos y un moverse de alas, por lo que los muchachos se quedaron mirando los pájaros. Estaban desorientados, tristes, pero no habrían sabido defmir lo que experimentaban.

Sabían que Nemecsek habla muerto, pero no entendlan lo que significaba, asl como no sablan concebir el infinito, el universo, la eternidad, aunque conocieran el sentido de las palabras. Era la primera vez que asistían de cerca a un acontecimiento incomprensible, misterioso, aterrador e insondable. Se miraban uno a otro asustados, intentaban darse ánimos, sostenerse mutuamente, pero ninguno decia nada, ninguno hacia preguntas. En realidad no habrían encontrado las palabras adecuadas para dar una respuesta a su turbación.

Al anochecer, Boka se fue a casa, sacó los libros y los cuadernos, pero en seguida se dio cuenta que no podría estar encerrado en casa estudiando. Tenia que hacer ellatln, una traducción bastante dificil, y probablemente al dia siguiente el profesor Racz le preguntaría, pues hacia bastante tiempo que no lo hacia. Era inútil, no habría conseguido estudiar y, además, le importaba un bledo el profesor, el latín y un posible cuatro. Dejó la sintaxis y el diccionario y se marchó.

Dio vueltas por las calles sin un punto de referencia, intentando solamente no pasar por la calle Palo por las calles cercanas. No tenía fuerzas para ver el campo ese dla, sólo pensar en él le hacia estar mal.

Sin embargo, por todas las partes que iba le recordaban al amigo.

La calle UlliiL ..

Habla pasado con Csonakos y Nemecsek el dia que iban al Jardín Botánico...

La calle K6stelek...

En medio de esa calle, a la salida de la escuela, a la una, se hablan parado y Nemecsek les habla contado cómo los dos Pasztor le hablan robado las canicas en el jardín del museo. Csonakos se habla acercado a la Tabacalera y habla absorbido el polvo acumulado en un antepecho de la ventana. ¡Qué estornudos!

Los alrededores del mj1seo ...

Cambió de dirección una vez más. Yse dio cuenta que era estúpido seguir dando vueltas de esta manera, que, por más que se propusiera estar lejos de la calle Pal, una fuerza secreta lo empujaba hacia ella. Decidió enfrentarse con la realidad e ir directamente al campo y en seguida. Nada más tomar esta decisión, se sintió más tranquilo.

Iba de prisa, con ganas de llegar pronto. Cada paso que daba le llenaba de tranquilidad y liberación. Al dar la vuelta por la calle Maria, desapareció de su ánimo toda opresión y se puso a correr con el corazón sobresaltado al ver la empalizada.

Al llegar a la puerta de la calle Pal se paró. ¿Por qué corria? Ya habla llegado.

Lentamente, muy lentamente recorrió los últimos metros, haciendo un esfuerzo para estar tranquilo. Jano estaba fumando la pipa ante la puerta abierta. Al ver a Boka, se echó a reir.

— ¡Les hemos dado una paliza! — dijo—. ¡Les hemos mandado a casita!

El muchacho le respondió con una media sonrisa triste, pero el guardián checoslovaco no perdió su entusiasmo, tan raro en él, por tan poca cosa.

— ¡Les hemos hecho migasl ¡Echado fuera, a la calle! ¡Ya no hay peligro!

— ¡Si! — Boka se acercó y se paró ante el guardián. Tras un breve silencio dijo muy bajo.—  ¡Ha muerto Nemecsek!

J ano se quitó la pipa de la boca y lo miró:

— ¿Nemecsek?

— El rubio, el pequeñito...

— ¡Ah, sil — el hombre volvió a fumar—. ¡Pobre muchacho! 

Tenia un aire raro, pero Jano era un tipo muy original, por lo que Boka no hizo caso. Entró en el campo. Ante él estaba la explanada, testimonio de tantas alegrias y ansias, de juegos y luchas. La atravesó hasta la trinchera, donde se velan claramente las huellas de la batalla reciente. La escarpada habla casi desaparecido por la irruencia de la infanteria durante el ataque y en la tierra movida se cruzaban infinidad de huellas. Las pilas con la cima fortificada, cubiertas con una capa de arena, se velan oscuras en la sombra de la noche.

El general se sentó en la escarpada y apoyó la barbilla entre las manos. !Qué distinto parecla ahora el campo, desierto y silencioso!

Parecla que también durmieran el almacén y la serreria y no se veía salir de la chimenea las acostumbradas oleadas de vapor blanquecino. Desde lejos, como muy distantes, llegaban mortecinos los ruidos de la ciudad, tranvías y carrozas, gente que voceaba, una desentonada canción de una mujer que cantaba en una ventana junto al campo: la criada de turno con veleidades canoras.

Boka se levantó, se acercó al almacén, parándose en el punto donde Nemecsek tiró al suelo a Feri Ats. Yse agachó para palpar las huellas del amigo perdido, destinadas, como él, a desaparecer muy pronto.

El terreno estaba pisoteado y no se podían distinguir. ¿Dónde estaban las pequeñas huellas de los pies de Nemecsek? Boka las habría reconocido en seguida por su pequeñez. También los Camisas Rojas, cuando las encontraron en las ruinas del castillo del Jardin Botánico, se habían maravillado al ver unas huellas más pequeñas que las de Wendauer. ¡Qué dia más grande!

Estaba muy cansado flsicamente y en el espíritu. Las piernas se le doblaban, el corazón era pesado. Haciendo un esfuerzo, se subió a la torre dos y se acurrucó en una esquina. Tenía necesidad de estar solo y allá arriba nadie le habría molestado. Podía perderse con sus recuerdos, con su tristeza y, si quería, podía llorar, nadie le habría visto.

Al poco rato oyó unas voces abajo. Miró desde arriba y vio dos sombras paradas ante el almacén. Estaba demasiado oscuro para identificarlas, por lo que escuchó para reconocer las voces. Los dos hablaban a media voz.

— Aquí— decía uno—  Nemecsek se ha enfrentado con Feri Ats y ha salvado el campo.

Una pausa, luego volvió a hablar:

— Oye, Barabas, hagamos las paces aquí, ahora y para siempre.

Una paz definitiva.

— Sí — respondió el acompañante—. Sí, Kolnay, para siempre. He venido aquí para esto.

Otra pausa. Los dos muchachos estaban uno frente al otro, probablemente esperando que el otro dijera algo. Por fin, se adelantó Kolnay:

— ¡Dame la mano, Barabas¡

Se estrecharon la mano y este apretón selló el [mal de una rivalidad entre los dos y el principio de una sincera amistad. Luego, sin decir nada, Barabás y Kolnay se abrazaron y estuvieron asi un buen rato.

Desde encima de la pila Boka observaba la extraordinaria escena sin respirar. No quería que le vieran: deseaba estar solo y no le parecía el momento de intervenir en un coloquio tan intimo.

— Vamos — dijo Barabas—. Tenemos mucho latín para mañana.

— Sí.

Los dos muchachos se dirigieron hacia la puerta.

— Tú puedes estar tranquilo — dijo Barabas—. Te han preguntado ayer y por unos días ya te puedes arrascar la barriga. Yo estoy a tiro.

Hace un siglo que no me pregunta y uno de estos días, quizás mañana, haré de blanco.

Kolnay mostró que habla tomado seriamente el pacto de amistad, pues no le hubiera dicho nada de este tipo antes a Barabas:

— ¿Sabes que hay que saltarse trece lineas en el segundo trozo?

¿Lo marcaste?

— ¡Yo no!

— ¡No querrás hacer más trabajo de lo que tenemos si el profesor nos lo perdona! — dijo Kolnay—. Son trece... mejor, catorce lineas, desde la décima hasta la veintitrés comprendida. Ha dicho él que las dejemos. Te acompaño a casa y te marco el texto que hay que saltar.

— ¡Muy bien, gracias!— dijo Barabas—. Si no me lo dices, trabajaba para nada.

Volvlan a pensar en los trabajos y en las lecciones, como todos los dias. El resto parecia haberse olvidado. Nemecsek había muerto, pero el profesor Racz estaba vivo y también ellos. Nemecsek pertenece ya al pasado, pero la lección de latin pertenecía al futuro, a mañana.

Nemecsek ya se ba callado para siempre, pero ellos, si les preguntaban, no se podían quedar mudos.

Los dos muchachos atravesaron el campo y poco después desaparecieron en la oscuridad. Se oyó la campana de la iglesia de la calle Jozsekvaros.

"Es tarde", pensó Boka. Estaba solo, pero la soledad no le daba ánimos. Habla que marchar a casa.

Se bajó de la torre y se paró ante el almacén, al ver que Jano se acercaba por la explanada seguido por Héctor, que oliendo por todas las partes le segula a las espaldas moviendo el rabo. Esperó.

— Señorito — le dijo el checoslovaco—, ¿qué hacéis aún aquí? ¿No vais a casa?

— Sí, ahora — respondió Boka.

— Pensad en la cena caliente que os espera — dijo Jano en bromas.

— Sí, una cena caliente — repitió Boka maquínalmente.

Mientras tanto pensaba en la pobre casa de la calle Rakos, donde sólo dos personas, el sastre y su mujer, se habrlan acercado a la mesa. En la habitación de alIado habla cuatro cirios encendidos. En la mesa, en una esquina, la bonita chaqueta color marrón del señor Csetneky. No, no cenarlan esos dos pobres desgraciados.

— ¡Iros, señorito! ¡Es tarde!

Boka le miró algo sorprendido, pues el viejo checoslovaco antes no se habla metido en ciertas cosas y no le preocupaba que los muchachos llegaran tarde a casa. Al levantar la cabeza, por casualidad miró en el interior del almacén y notó apoyados en las paredes de madera unos objetos que no habla visto antes. Una especie de disco metálico pintado de rojo con una linea blanca, parecido a lo que usan los guardabarreras cuando pasa el tren, y un caballete de tres pies, que sostenla un tubo de hierro y unos palos pintados de blanco.

— ¿Qué es eso? — preguntó al checoslovaco indicándole con la cabeza.

Jano se encogió de espaldas sin dar importancia.

— ¿Cuál? ¿Eso? Unos telares.

— Eso lo veo yo también.

— Unos telares del arquitecto.

— ¿Qué arquitecto?

— Un arquitecto.

Boka miraba al viejo guardián y de repente parecla faltarle la respiración.

— ¡Janol ¿Qué arquitecto? ¿Qué historia es ésta? ¿Para qué sirven esos telares?

El checolovaco echó una bocanada de humo.

— Para construir una casa — respondió.

— ¿Dónde?

— Aquí.

— ¿Aqul?

— Sí. El lunes empiezan los trabajos, vendrán a hacer los cimientos alrededor del campo.

— ¿Aqul? — repitió Boka como si soñara—. ¿Aquí? ¿Construirán una casa aquí?

— Una casa — dijo Jano impasible—. Una casa de tres pisos. Los propietarios del terreno lo han decidido.

Sin añadir nada más, y siguiendo fumando, se alejó con su perro a las espaldas.

Boka tenía lágrimas en los ojos y la cabeza que le daba vueltas.

Corriendo atravesó la explanada y se acercó a la puerta de la calle Pal. Quería marcharse de alli, desaparecer de ese campo que lo traicionaba de esta manera. ¡Habla defendido ese trozo de tierra con toda el alma, con sacrificio, valor, pasión! ¿Para qué? ¡Para que se levantara una moderna casa horrible, un bloque de cemento y ladrillos, un nuevo hormiguero humano!

Se paró en la puerta, se volvió para atrás. En su desolación sólo encontraba una pequeña satisfacción. Nemecsek habla muerto. No habla vivido ni siquiera el tiempo necesario para recibir las disculpas de los miembros de la Sociedad de la Masilla y el diploma de honor y para saber que habla sacrificado su vida por nada. El campo estaba perdido: Nemecsek habla muerto a tiempo.

A la mañana siguiente, en la clase de cuarto, el profesor Racz habla subido a la cátedra con paso lento, pesado y se había presentado ante los muchachos sentados en silencio en sus bancos. Conmovido, antes de empezar la clase, había dicho unas palabras afectuosas en memoria del estudiante Erno Nemecsek, tan humilde y bueno, tan desafortunado, e invitó a los muchachos a que se encontraran, al día siguiente, a las tres de la tarde, ante la casa de la calle Rakos, a ser posible vestidos de oscuro, para acompañar al cementerio al compañero desaparecido.

Boka tenia los ojos fijos sobre la mesa que estaba delante. Por primera vez. en su pura alma de muchacho, intula vagamente la dura realidad de la vida humana, que obliga a todos a luchar siempre. todos los dlas. sin pararse. A veces con serenidad. pero más a menudo con una tristeza profunda.

FIN

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