Verónica

Johanna Spyri

Capítulo I

La visita al doctor

Era a principios de marzo. El cielo azul estaba libre de toda nube, por el viento del norte, que sacudía los árboles como si se tratase de arbustos, arrancando gruesas ramas que calan al suelo con estrépito. Pero el viento hacía víctimas más interesantes. Seres humanos caían ante él, al igual que los objetos inanimados. No solamente hería a los viejos y débiles, sino a los jóvenes y fuertes; al barrer las nubes, este viento del norte, solía atacar a alguno de los habitantes de los tres o cuatro pueblos que se agrupaban en la ladera de la colina. Un dolor agudo se sentía en los pulmones, y después de una breve enfermedad, el paciente era conducido a la tumba.

En el momento en que escribimos esto, un grupo de personas vestidas de negro permanecían de pie cerca de una de las mejores casas de la lejana aldea de Tannenegg esperando el sonido de la campana de la iglesia que les indicaría el momento en que habían de levantar el féretro donde se hallaba el cadáver de una mujer joven. Última víctima del viento norteño, para conducirlo al cementerio. Dentro de la habitación, en un banco colocado junto a la pared, estaban sentados dos niños formando un extraño contraste. La niña, un diminuto ser de negros ojos, vestida de luto, miraba con interés los rápidos movimientos de una mujer que, de pie ante una cómoda abierta, buscaba con ansiedad algo que no encontraba. El niño la miraba también, pero en sus azules ojos había una alegre mirada de expectación.

— Quiero salir, prima Judit — dijo la niña, con un tono entre enfadado y ansioso—. ¿Dónde puede estar mi madre?

—  Estate quieta, estate quieta — dijo la mujer, volcando nervosamente el contenido del cajón—. Voy a buscar algo que te guste, y entonces te estarás tranquila jugando con ello y no hablarás de salir, ¿me oyes? Bah... aquí no hay nada que valga la pena.

— Bien, danos la rosa —  dijo la niña, todavía enfadada.

La mujer miró a su alrededor.

— Aquí no hay rosas —dijo—, ¿Cómo había de haberlas en marzo? — añadió molesta por haberlas buscado.

— Allí —dijo la niña. señalando un libro que había tenido la mujer y luego había puesto en un estante.

— ¡Ah!, ya sé lo que dices. ¿De modo que tu madre ha guardado siempre la rosa de la doctrina? Yo la envidiaba cuando nos la enseñaba en su libro de himnos — y mientras hablaba volvía las páginas del viejo libro hasta que encontró la rosa y se la dio a la niña.

— Tómala — dijo—, estaos quietos y no os mováis de vuestros sitios hasta que yo regrese —  y salió rápidamente de la habitación.

La niñita tomó en su mano la rosa; era una antigua amiga suya, su juego favorito del domingo.

Cuando su madre quería asegurarse una hora tranquila los domingos, solía darle la rosa a la pequeña Verónica, en la seguridad de entretenerla durante un gran rato en perfecto contento.

— ¿Ves? tienes que hacerlo de este modo —  dijo la niña, mientras sacaba con sus deditos una tira de papel que había en uno de los lados; de repente, ante los asombrados ojos del niño, el rojo cáliz de la flor se abrió, descubriendo una dorada poesía oculta en el centro de la rosa. Luego. Verónica volvió a poner en su sitio la tira de papel, y la rosa plegó sus hojas, volviendo a ser una flor perfecta.

Asombrado por esta magia, el niño miraba extasiado a la rosa y quiso probar a su vez.

Mientras los niños jugaban, conducían a la madre de Verónica al cementerio. Después de un rato, la prima Judith regresó. Era “prima” de todo Tannenegg, sin ser pariente de nadie. Cogió la rosa y la metió en el libro que puso de nuevo en su lugar.

— Estaos quietos un poquito más — dijo—; dentro de poco vuestra madre vendrá a buscaros. Sed buenos y no la molestéis, porque la pobre tiene ya bastante. 

Se refería a la madre del niño, y ambos lo sabían. Sabían también que debían ser buenos y no molestarla, porque durante dos días la habían visto ir y venir por la casa. con los ojos enrojecidos y llorando.

Al poco tiempo, penetró en la habitación y cogió a ambos niños de la mano y se dirigió a la puerta. Parecía estar embargada por tristes pensamientos. En general hablaba alegremente con los niños, pero ese día estaba silenciosa Y, de vez en cuando, se secaba furtivamente una lágrima.

—  ¿ A dónde vamos, mamá? —  preguntó el niño.

— Tenemos que ir a casa del médico, Dietrich —contestó su madre—; tu padre está muy enfermo. 

Y les condujo hacia el pueblo donde las blancas casitas brillaban al sol. Fohrensse era un lugar nuevo que parecía haber brotado de la tierra una noche. En la actualidad semejaba una blanca mancha en la ladera de la colina. Poco antes, sólo eran unas cuantas casitas, situadas en un lugar resguardado en un lado de la colina, un poco más abajo de Tannenegg. Estaba orientado de modo que los vientos del norte que sacudían Tannenegg, no llegaban al lugar donde Fohrensse estaba bañado por el sol. Sin embargo, el lugar estaba lo suficientemente alto para que llegaran a él las frescas brisas, y era notablemente sano. Cuando, no hace mucho desde entonces un emprendedor posadero descubrió sus salutíferas cualidades y construyó allí su posada, ésta se llenó de huéspedes tan rápidamente que pronto inauguró otra. Al poco tiempo surgieron nuevas posadas, cual si salieran de la tierra, y del valle llegaron varios traficantes que se instalaron allí porque el número de huéspedes aumentaba constantemente, pues encontraban el lugar tan saludable que pronto se convirtió en estación de invierno. De este modo, el pequeño y oscuro Fohrensse llegó a ser en pocos años una ciudad grande y floreciente.

Sin embargo, Gertrudis, que caminaba penosamente con los niños, no iba hasta Fohrensee, el de las brillantes casitas. Se metió por un camino que llevaba a algunas viviendas desperdigadas, hasta llegar a un claro donde se erguía una hermosa casa. con grandes cuadras a su alrededor. En aquel momento, de una de las cuadras salía un caballo al cual un lacayo empezó a enganchar. Instantáneamente, el niño soltó la mano de su madre Y se plantó delante del caballo sin que fuera posible inducirle a que se moviese:

— Quédate ah!, si quieres — le dijo su madre—; nosotros iremos a la casa, pero has de tener cuidado de no acercarte demasiado al caballo.

El doctor salía en aquel momento de su casa; debía tener que recorrer una gran distancia porque se iba antes de la hora. Gertrudis se excusó y pidió al doctor que la perdonara por no haber venido a verle antes; había tenido mucho que hacer con su inválido y no le fue posible marcharse antes.

— No importa, ya que ha venido esperaré unos minutos — dijo el médico brevemente—. Entre. ¿Cómo está su esposo?

Gertrudis entró en la habitación y le habló al doctor de su esposo enfermo.

Steffan era un fuerte joven a quien la enfermedad había atacado con inusitada violencia. El doctor sacudió la cabeza en silencio. Cogió un pequeño mortero que había sobre la mesa. sacando de él algo que había molido con una mano de almirez de mármol. Sus miradas se posaron en la niña que, al lado de Gertrudis, contemplaba con interés" la ocupación del médico. La criatura tenía en si algo que atraía la atención. Bajo su cabello negro, y espesas cejas, sus ojos brillaban como si todo lo que contemplara le diera ocasión de pensar.

— El ha tenido la culpa —dijo el doctor mientras llenaba unos papelillos con los polvos. Se refería al padre de la niña. muerto algunos días antes.

— No, no; no ha sido suya la culpa. Era un hombre pacífico y laborioso.

Habían alquilado algunas habitaciones nuestras y vivieron tranquila y alegremente durante tres años sin que se cambiara entre ellos una palabra desagradable. Pero él fue siempre un extraño; en todas partes le llamaban Bergamasco, y ninguno de sus amigos le perdonaba el haberse llevado la mejor chica del lugar. Nunca dejaban de molestarle y aquella noche en Rehbock habían estado especialmente molestos. En apariencia estaban algo excitados y no supieron dar razón de lo ocurrido, pero el resultado fue que el Bergamasco llegó a casa mortalmente herido y murió al día siguiente. Todo ha cambiado desde que construyeron el Rehbock. Antes, nuestro pueblo era tranquilo y todos se contentaban con trabajar toda la semana y descansar el domingo. No se oía hablar de bebidas ni de riñas. Pero tengo un encargo para usted. Lene me pidió que lo hiciera en su lecho de muerte. No dejó dinero, pero tenía objetos de valor y me dijo que los vendiera y con su producto cancelara la deuda que tiene con usted. Tenía mucho interés, porque consideraba que usted había hecho mucho por ella; con frecuencia me hablaba de las muchas visitas que le hizo de día y de noche. De modo que le ruego que me dé la cuenta para que se la pague en seguida, según lo prometí.

— ¿ Qué parientes tiene la niña? — preguntó brevemente el médico.

— Aquí no tiene ninguno —replicó Gertrudis—. Ha estado conmigo durante la enfermedad de su madre y ahora me pertenece. Toda la familia de su madre se ha ido. Se la podría enviar a la parroquia de su padre, en Bérgamo, pero no lo haré; ahora es nuestra.

— No quiero irme allí —dijo la niña con firme tono, agarrándose al vestido de Gertrudis con ambas manos.

El médico abrió un grueso libro, sacó de él una hoja de papel y, con su pluma tachó lo escrito.

— He aquí —dijo alargando el papel a Gertrudis—; ésta es la cuenta que yo le envío.

— ¡Que Dios se lo pague a usted, doctor! —dijo Gertrudis—. Niña dale las gracias al doctor.

La niña obedeció a su modo. Se plantó delante del médico, mirándole fijamente con sus negros ojos y un poco roncamente. con un tono que parecía una orden, dijo:

— Gracias.

El médico rió.

— Es bastante alarmante — dijo—; evidentemente no está acostumbrada más que a decir lo que realmente piensa. Eso me gusta. Pero debo marcharme — y alargando la medicina a Gertrudis, salió precipitadamente para evitar las demostraciones de gratitud.

El niño permanecía donde su madre le había dejado y continuaba mirando al inquieto caballo. El médico miró con cariño a1 pequeño:

— ¿ Te gustada cuidar de un caballo? — preguntó mientras subía al coche.

— No; me gustaría guiar al mío — replicó el niño sin dudar.

— En eso tienes toda la razón: continúa así —  dijo el doctor y partió.

Cuando Gertrudis subía la colina. llevando de la mano a los niños, dijo el pequeño:

— ¿ Qué te parece, mamá, podría yo tener uno?

— ¿ Quieres decir ser un caballero como el doctor y poseer un caballo, Dietrich? —  preguntó su madre.

El niño asintió.

— Podrás si es que te afanas en tu trabajo. El doctor tuvo que hacerlo durante mucho tiempo y aún lo hace. Si te dedicas a tu trabajo como él, y nunca te detienes ni te cansas hasta que has acabado, entonces serás caballero, aun cuando no seas doctor. No importa lo que hagas. Puedes ser un señor si perseveras en tu trabajo.

— Si, y tener un caballo —dijo Dielrich.

La niña había escuchado atentamente toda la conversación. Sus negros ojos brillaron de repente y dijo, mirando a Gertrudis :

— Yo también lo seré.

— Si, si, el señor Verónica, el señor Verónica, ¡qué bien suena! —gritó Dietrich riendo.

Sin embargo, Verónica no creía que se trataba de un asunto de risa. Oprimió con fuerza la mano de Gertrudis y mirándola con brillantes ojos dijo:

— Yo también puedo serlo, ¿verdad, mamá?

— No debes reírte, Dietrich —dijo su madre con amabilidad—. Verónica puede ser exactamente lo que tú; si trabaja con empeño y no se cansa ni se descuida, puede ser una señora del mismo modo que tú puedes ser un señor.

Verónica se puso a marchar alegremente después de la explicación.

No volvió a hablar. Dejó de fruncir las cejas y sus ojos brillaron de alegría infantil a la vista de las primeras flores. La niña estaba entonces encantadora y sus delicadas facciones rodeadas por los negros cabellos, formaban un conjunto delicioso.

Dietrich también estaba silencioso, pero prosiguiendo con el hilo de sus pensamientos dijo de repente:

— ¿Verónica también tendrá un caballo?

— Claro que sí; igual que tú. Todo depende de cómo trabajéis —replicó Gertrudis.

— Entonces tendremos dos caballos —gritó el niño con alegría—. ¿Dónde pondremos la cuadra, mamá?

— Va veremos cuando llegue el momento; tenemos tiempo de sobra. No os conviene pensar en el caballo, vale más que penséis en vuestro trabajo si es que queréis que salga bien.

Dietrich no dijo más. Estaba ocupado pensando en qué lado de la casa quedaría mejor la cuadra.

Aquella noche Gertrudis salió precipitadamente en busca del médico. La enfermedad de su esposo se había agravado.

Al día siguiente dejó de existir.

Capítulo II

Con nuevo valor

Días más tarde, un nuevo grupo de personas enlutadas acompañaba otro féretro al cementerio.

Steffan, el talabartero, habla sido universalmente respetado. Comenzó su vida modestamente; en aquellos tiempos no había industrias importantes en Tannenegg. Casóse con la tranquila y ordenada Gertrudis, que le ayudaba en su trabajo y atendía la casa. Pronto, una ola de prosperidad invadió Fohrensee, y, naturalmente, el único talabartero tenía trabajo a montones. Entonces fue necesario en realidad el trabajo de Gertrudis y ésta no flaqueó. Pronto llegaron a poseer una casita con su jardín, y a pesar de su trabajo, siempre la tuvo Gertrudis limpia y ordenada. Steffan, Gertrudis y el pequeño Dietrich, llevaban una vida sencilla y feliz y eran un ejemplo para sus vecinos.

Ese día, Gertrudis permanecía llorando junto a la ventana y miraba hacia el cementerio donde aquella misma mañana habían llevado a su esposo. Ahora ella tendría que abrirse camino sola, sin nadie que la ayudara, sin nadie que la protegiera, con el solo consuelo de sus dos niños para quienes tenía que trabajar, ya que nunca admitió que Verónica tuviera menos derechos que Dielrich.

No perdió el valor. Tan pronto como pasaron los primeros efectos de la pena, miró al cielo y dijo: “El que me ha enviado este dolor, me dará fuerza para soportarlo”; y con confianza plena en sus fuerzas se puso al trabajo, y parecía capaz de hacer aún más que antes.

Su fortuna, aparte del pequeño capital que había dejado su esposo, consistía en su casa, sobre la que no pesaba ninguna deuda y de la que podía alquilar una gran parte. La cuestión era si podría seguir con el negocio de su esposo basta que Dietrich fuera mayor y ocupara el lugar de su padre. Gertrudis continuó con el hombre que antes ayudaba a Steffan, y no se descuidó un momento para tenerlo todo en buen orden.

Durante las primeras semanas después de la muerte de su madre, la pequeña Verónica todas las tardes se sentaba a llorar en un ángulo oscuro de la habitación. Cuando Gertrudis la hallaba así, le preguntaba qué era lo que la hacía sufrir y en qué podría consolarla, recibiendo la misma triste respuesta:

— Quiero a mi madre.

Gertrudis tomaba a la niña entre sus brazos, la acariciaba y le prometía que ya irían juntas algún día a reunirse con su madre, quien sólo se les había adelantado.

Gradualmente, esta segunda madre llegó a ocupar el lugar de la otra, y ningún juego podía apartar a Verónica del lado de Gertrudis. Sólo el pequeño Dietrich conseguía hacerla salir con él, de vez en cuando.

El cariño del pequeño por su madre era más expresivo. Con frecuencia le echaba los brazos al cuello, diciendo apasionadamente:

— Mi madre me pertenece sólo a mí y a nadie más que a mí.

Entonces las cejas de Verónica se unían hasta formar una línea recta sobre sus brillantes ojos, pero no decía nada. Gertrudis ponía un brazo alrededor del cuello del niño y otro alrededor del de la niña, y exclamaba:

— No debes hablar así, Dietrich. Pertenezco a los dos y los dos me pertenecéis a mí.

En general los niños eran excelentes amigos y absolutamente inseparables. Sólo eran felices compartiéndolo todo y a donde uno iba tenía que ir el otro. Todas las mañanas marchaban a la escuela, acompañados por dos muchachos de la vecindad.

Uno de ellos era el hijo del zapatero, el alto y delgado Jost, que tenía tan pícaros ojos y el otro el hijo del sacristán, tan alto como grueso, y en cuya redonda faz brillaban dos ojos llenos de estúpida sorpresa. Se llamaba Blas, familiarmente Blasi.

Con frecuencia, cuando iban a la escuela, surgían pendencias entre Dietrich y los otros dos muchachos. Uno de ellos solía amenazar a Verónica, con el puño. Apenas iniciaba el gesto cuando Dietrich le arrojaba al suelo y le golpeaba con fuerza. Otras veces ponía una bola de nieve entre los hombros de Verónica, con el resultado para el agresivo muchacho de verse apedreado en plena cara con puñados de nieve fresca, hasta que casi asfixiado pedía socorro. Dietrich no tenía miedo de ninguno de ellos, porque aunque más pequeño y delgado les aventajaba en agilidad, deslizándose entre los brazos de su adversario cuando éste trataba de cogerle. Verónica quedaba vengada continuando su camino sin miedo de que la molestasen. Si alguno de los muchachos estaba de buen humor y quería cortejar a la niña, Dietrich pronto le daba a entender que aquel era su lugar y que no se lo cedería a nadie.

Todas las noches la prima Judith venía a hacerles una corta visita para aconsejar a Gertrudis acerca de los niños o de la economía doméstica. Solía decir que la viuda necesitaba alguien que sacara las uñas por ella, y se consideraba bien dotada para ello, de lo cual estaba orgullosa.

Un día penetró en la habitación donde Verónica estaba con su juego favorito moviéndolo de arriba abajo, a ]a luz del crepúsculo. Verónica sabia ya leer muy bien, pues habían pasado dos años desde la muerte de su madre. Muchas veces había leído el lema que tan misteriosamente salía del cáliz de la flor. Ese día estaba tan absorta en su “vieja rosa” que Dietrich, enfadado, se había ido a la cocina con su madre.

Cuando Judith vio a la niña tan absorta en sus pensamientos, le preguntó en qué pensaba estando en aquella habitación sola y a media luz.

Dietrich, al que no se le escapaba ningún ruido, había oído a la prima Judith y salió corriendo de la cocina para ver lo que pasaba. Verónica contempló a la visitante y dijo:

— Prima Judith, ¿qué es la fortuna?

— Ah, siempre estás haciendo alguna pregunta extraña de esas que nadie ha pensado en hacer — dijo la prima Judith—. ¿Dónde has oído hablar de la fortuna?

— Aquí — dijo Verónica sacando la rosa con la dorada poesía en el centro—. ¿Quiere que se la lea?

— Está bien, hazlo.

Verónica leyó:

“La fortuna está a la vista de todos

para ganarla hay que saber apoderarse de ella”.

— Bien, yo diría qué fortuna es lo que cada uno de nosotros de sea más.

— Entonces, la fortuna es un caballo —  dijo Dietrich prontamente.

Verónica quedóse pensando y después dijo:

— Pero, prima ]udith, ¿cómo puede obtenerse la fortuna?

— Con la mano — replicó Judith—; tenemos las manos para trabajar y si las empleamos diligentemente y hacemos bien nuestra labor, la fortuna viene a nosotros, de modo que ves que eS cierto lo que digo.

Ahora la poesía estaba dotada de vida y significaba algo real y atractivo para Verónica. Retuvo la rosa en su mano largo tiempo, a pesar de las amenazadoras miradas de Dietrich, que al final exclamó con indignación:

— Un día voy a romper el resorte y echaré a perder tu juguete.

La rosa no fue puesta en el libro y el libro en su estante hasta que los niños fueron a rezar sus oraciones de la noche. Este era el último acto de todos los días, y constituía un hábito tan arraigado que no era necesario recordar a los niños cuando tenían que arrodillarse para implorar a Dios antes de dormir.

Capítulo III

Nueve años después

El sol iluminaba alegremente el valle aquella mañana de Pascua. Una multitud salió de la iglesia de Tannenegg y se esparció en todas direcciones. Una larga fila de muchachos y muchachas se dirigía lentamente hacia la casa del pastor.

Eran los nuevos confirmados de la parroquia, que habían participado de la comunión aquel día, por primera vez. Iban a casa del pastor a expresarle su gratitud por su cariñosa enseñanza y guía antes de lanzarse al mundo. Entre ellos se hallaban Dietrich y Verónica. Gertrudis permanecía a poca distancia de la iglesia y contem-plaba el desfile. Sus ojos se llenaron de lágrimas de emoción al notar cómo la morena Verónica se destacaba de sus compañeras por lo cuidado de su traje y la gracia de su continente. La mirada que Verónica lanzó a su madre al pasar estaba llena de amor y gratitud, y parecía repetir las palabras que le había dicho aquella mañana antes de partir para la iglesia: “No podré darte las gracias por mucho que viva, por cuanto has hecho por mí”. Una expresión de gozo más viva cruz el rostro de Gertrudis cuando llegaron los muchachos después de las chicas, y percibió a un bien formado mozo, que le llevaba la cabeza a sus compañeros, el cual la saludó con alegres miradas y besó su mano repetidas veces. Aquel muchacho era su Dietrich. Su corazón de madre saltó en su pecho a la vista de aquel ser lleno de promesas. Gertrudis esperó a que terminara la visita al pastor, y los muchachos se pararon, y entonces penetró en su casa para expresar al pastor su reconocimiento por lo que había hecho por sus hijos.

— Es usted una madre afortunada — dijo el pastor después que escuché las expresiones de gratitud de Gertrudis—. Los niños que Dios ha confiado a su cuidado son excepcionales y yo siento gran interés por ellos. El chico tiene una cabeza despierta y un gran don de gentes. Verónica es seria y concienzuda; tiene una naturaleza tranquila y puede confiarse en ella en cuanto al cumplimiento del deber, lo que se encuentra raramente. Ambos serán su consuelo en la vejez, si se mantienen siempre en el sendero de la virtud.

— Con la ayuda de Dios —  dijo Gertrudis, y dejó la casa del pastor con lágrimas en los ojos. Al pasar delante del jardín de su vecina Judith, ésta la llamó.

— Acaban de pasar los cuatro. Parece mentira que siendo los niños tan semejantes en la cuna, se diferencien tanto cuando llegan a ser mayores.

— No, no; estos cuatro nunca fueron parecidos —replicó Gertrudis—; pero convengo en que cada día se diferencian más.

— En efecto. Entre todos los demás chicos, los tuyos son los mejores —dijo ]udith con entusiasmo—. Dos como ellos no se encuentran en un día de camino. Verónica te ha recompensado largamente por cuanto hiciste por ella.

— Hace tiempo que me considero pagada con su cariño. Nunca me ha dado más que satisfacciones desde la muerte de su madre. Sólo me preocupa el que trabaje demasiado. Hay algo febril en su pasión por el trabajo; nunca le parece bastante. Por muy tarde que entre en su cuarto a la noche, siempre está terminando alguna cosa y a la mañana por muy temprano que entre, siempre ha empezado algo nuevo. Si no se lo hubiera terminantemente prohibido, trabajaría los domingos. Es una verdadera preocupación para mí que pueda ponerse enferma de tanto trabajar.

— No, Gertrudis, no debes preocuparte por eso; el trabajo no hace daño a nadie y menos a los jóvenes. Déjala que trabaje. Pero no tiene que estar tan seria siempre. Mira a todo el mundo como si estuviera luchando contra enemigos y dificultades de todas clases. Prefiero los ojos alegres de Dietrich. Cuando sale cantando:

Alegremente vivamos el día de hoy

y dejemos penas y preocupaciones

para mañana...

me llega al corazón y podría cantar de gozo también. Nadie puede evitar quererle.

Gertrudis le escuchaba extasiada por los elogios, pero una ligera nube de ansiedad empañaba sus ojos cuando dijo:

— Sí, gracias a Dios es un buen muchacho; pero me gustaría que tuviera algo de la firmeza de Verónica. Es muy agradable que sea así, pero a veces la popularidad no es siempre buena, y esos dos compañeros que tiene no son los que yo escogería por amigos.

— Si pudieran dedicarse a algún trabajo, sería la mejor cosa para ellos —dijo Gertrudis—. La pereza es la madre del vicio. Blasi no es malo, pero si muy perezoso. Jost es el peor de los dos. Es de desear que se rompa una pierna cuando trata de hacer caer a los demás compañeros.

— No, no, Judith; en el día de Pascua no debemos tener esos deseos. Creo y espero que Dios proteged a los muchachos, y este es mi consuelo. Adiós Judith, ven pronto a vernos; siempre nos alegra tu compañía.

En la tarde de aquel soleado día de Pascua, mientras nubes rosadas se movían lentamente en el horizonte y el sol se ponía en la cima de los montes, Gertrudis volvía de un paseo por el bosque. Al lado suyo marchaba Dietrich charlando con animación; la frescura de la juventud estaba impresa en cada movimiento suyo y reía en el fondo de sus ojos. Verónica marchaba al otro lado, escuchando en silencio. Sus nobles rasgos coronados por sus negros cabellos tenían una expresión pensativa, pero de vez en cuando, al emplear Dietrich una expresión especialmente acertada, su cara se iluminaba. Gertrudis miraba orgullosamente ora a su radiante hijo, ora con aprobación a su majestuosa hija, y elevaba al cielo sus ojos donde veía la promesa de otros días brillantes. En todo Tannenegg no se encontraría en aquel día otra madre más feliz. que Gertrudis. Cuando llegaron al cruce de los caminos donde partía la senda que conducía a Rehbock, Dietrich se metió por ella y su madre iba a seguirle, cuando Verónica la retuvo diciendo con ansiedad:

— No vayas por ahí, madre; el otro camino no es mucho más largo.

Dietrich se echó a reír.

— ¿ Vuelves a empezar? ¿Sabes. mamá, que no puedo conseguir que Verónica pase por delante de Rehbock? Prefiere hacer diez minutos más de camino y no me da la razón. Hoy estoy decidido, Verónica, a que sigas este camino o a que nos digas por qué no.

— No, hoy no vamos a pelear, Dietrich, por favor —rogó la muchacha, pero con un tono que no indicaba flaqueza—. Vamos a cantar mientras andamos; a mamá le gusta oírnos cantar.

Al hablar se dirigió por la carretera, y los otros la siguieron.

— Está bien —dijo el muchacho—. Cantemos “alegremente” —y comenzó la familiar canción.

— Hoy cantaría mejor “El bote del pescador” —dijo Verónica, y el amable muchacho, sin enfadarse, dejó su canción y unió su voz clara a la de Verónica, mientras cantaban:

Un pequeño bote, un bote de pesca.

que se mueve ligero en el mar de plata,

rodeado por las rocas.

Un pequeño bote, un bote de pesca.

El pescador tira su anzuelo

y entre sueños piensa:

“Mañana hará buen día”.

Cantando alegremente en el crepúsculo, el feliz trío llegó hasta la casa y desapareció por la puerta. 

Capítulo IV

En el hogar

Dietrich había trabajado ya durante un tiempo en el negocio de su padre. Todo estaba en las mejores condiciones; la tienda, las herramientas y el material habían sido cuidadosamente conservados en perfecto orden. Los antiguos clientes habían continuado viniendo, porque el obrero que ayudaba a Steffan durante tantos años, siguió con los métodos de su amo, manteniendo su buena reputación, y como Fobrensee aumentó, crecieron también los pedidos y floreció el negocio. Dietrich encontró el trabajo muy a propósito para él y con magníficas perspectivas. Dedicóse a él con ahínco, y el que fuera su único dueño no le hizo menos diligente. Estaba decidido a trabajar durante un tiempo, hasta aprender el oficio completamente, y a viajar después una temporada. Cuando conociera un poco el mundo, regresaría para continuar con su negocio, y no se encontraría hombre más feliz que él, viviendo con su madre y Verónica. en paz y prosperidad. Su madre pasaría sus días sin hacer nada, si es que quería, sin preocupaciones, sin penas, con holgura y felicidad, y Verónica.  ¡Verónica! Él le daría una vida mejor que la que ella hubiera soñado. Con estos pensamientos, Dietrich cantaba y silbaba trabajando. Era un trabajador bueno y hábil, que ejecutaba su labor con éxito.

Verónica había persuadido a su madre para permanecer en la Escuela Industrial más tiempo del que acostumbraban las muchachas de la vecindad. Hasta el día de su confirmación había estado tomando lecciones de costura de una de las profesoras más notables. Poco antes de la Pascua, la profesora aseguró a Gertrudis que Verónica había hecho tales progresos, que estaba ya preparada para enseñar y que, habiendo completado el curso de la escuela, no podía aprender más allí. En realidad, Verónica necesitaba enseñanzas más superiores, y la profesora sugirió que merecía la pena que tomara lecciones de bordado de Sabina “la coja”, de Fohrensee. Entonces podría estar segura de un puesto de profesora, tan alto como deseara su ambición.

Siempre había sido el plan de Gertrudis que Verónica aprendiera el trabajo de talabartería, pues, gran parte de él, es a propósito para mujeres y se necesita una mano femenina para realizarlo. De este modo pensaba tener juntos a sus dos hijos. El bordado que ejecutaba Sabina no le parecía necesario para Verónica, pero prefirió que decidiera ella. En cuanto Verónica oyó hablar de este nuevo trabajo, estuvo ansiosa de empezar, y no descansó hasta arrancar a su madre la promesa de que comenzaría después de la confirmación.

Unos días después del domingo de Pascua, Verónica fue a tomar su primera lección.

Muy de mañana partió para Fohrensee; tan temprano era que las gentes empezaban a abrir las ventanas y, sólo de tarde en tarde, se veía alguna cara adormilada en las puertas de las casas. Verónica había salido pronto a fin de aprovechar bien el día de trabajo, porque tenía que volver a la noche a su casa y había una hora de camino. Conocía bien la vieja casita con los hermosos claveles que iluminaban las ventanas, que constituía el hogar de Sabina. Las ventanas estaban abiertas y la puerta también. Verónica entró, y así comenzó su nueva vida.

En Tannenegg, Dietrich, entregado a su trabajo, cantaba alegremente. Su madre, ocupada en los quehaceres, iba y venía por la casa, de la sala a la cocina, y luego, cargada con un cubo, salía al jardín para dar de comer a las aves. Todo estaba silencioso en las casas vecinas, pero la incansable Judith ya estaba lavando sus ropas. Por la carretera, con paso incierto, se acercó el anciano sacristán, haciendo sonar un manojo de llaves; venía de la iglesia y, al pasar por delante de ]udith, ésta le gritó:

— Buenos días, vecino, estaba pensando que los viejos deberían quedarse en la cama y que los jóvenes deberían levantarse para tocar la campana.

— Bien, alguien tiene que hacerlo —  dijo el otro, y siguió adelante.

Judith siguió lavando dos horas más, cuando en la puerta del sacristán apareció un joven, cuya figura tan ancha como larga, llenaba el hueco completamente. Intentó desperezarse, pero no habiendo lugar suficiente para extender los brazos, salió fuera y allí bostezó de modo tal, que el interior de su boca se veía claramente.

— No hay nada dentro, Blasi, lo he visto con claridad –gritó Judith— . Si hubieras estado aquí hace dos horas, hubieras visto una joven con la boca llena de oro. ¿ Eh, qué dices a esto?

Blasi, sorprendido, cerró la boca.

— ¡Cómo! ¿Llena de oro? — exclamó, abriendo sus ojos de par en par—. ¿Y qué llevaba en los bolsillos? ¿De dónde venía?

— Eso no te concierne. Nunca vas a encontrarte con ella —  replicó Gertrudis.

— Dígame, por favor — rogó Blasi, acercándose a Judith—. Puedo ir tras ella, y sin duda la encontraré. Dígame dónde ha ido. ¿Sabe usted su nombre?

— Se llama Aurora, Blasi —dijo Juditb con placidez—. Nunca has oído hablar de la dorada Aurora.

Blasi hizo un gesto y comenzó en un tono enfadado:

— No me parece muy interesante —  pero recordó al momento que había salido para decirle a Judith algo muy diferente, de modo que cambió de tono y dijo:

— ¿ Puede prestarme uno o dos francos? Tengo tiempo de hacer un pequeño negocio antes de las once, para regresar después y tocar la campana del mediodía; debo ayudar un poco a mi padre en su trabajo,

— No, Blasi. No tengo francos para ti — dijo Judith con decisión, — faltan tres horas para las once. Emplea tus fuertes brazos y hallarás los francos que necesites. — y diciendo así, cogió su cesta de ropa y se marchó.

Blasi quedóse mirándola durante un momento y después partió con las manos en los bolsillos, en dirección de la casa del zapatero. En la puerta estaba sentado Jost, clavando unos zapatos. Blasi se acercó y se quedó mirando las manos de su amigo, que le gritó enfadado:

— Siempre estás de fiesta, perezoso. Es indignante va a uno con las manos en los bolsillos, mientras otro tiene que sentarse en este taburete cojo, clavando los zapatos de los demás. ¡Estas botas de los de Tannenegg! Mañana es la fiesta de las cerezas en Fohrensee, y todos quieren ir y yo tengo que tenerles las botas listas. ¡Les deseo una tormenta que les cierre el paso y se los lleve!

Mientras hablaba, arrojaba lejos de sí los zapatos, el martillo y por fin el taburete. Estaba lívido de cólera.

— ¡Vaya tipo! —dijo Blasi, secamente—. A ti te pagan por remendar las botas, y estás mejor que yo. No tengo un céntimo y me acosan las deudas. Iba a pedirte que me dejaras un franco, pues sé que tienes dinero.

— Ciertamente, dormilón; ¡es probable que tenga dinero para ti cuando no lo tengo para mí mismo! Ve a pedírselo a Dietrich; tiene llenos los bolsillos, además de sus ahorros. Pero no seas tan tonto que le pidas sólo un franco; pídele cinco, y dile que le pagarás la semana que viene.

Blasi pareció titubear.

— Hace tiempo que me habría dirigido a él —djjo—, pero su madre está siempre encima y me mira como el pájaro, al que trata de robar su nido. Le tengo miedo.

— ¡ Bah,! No tiene nada de particular pedir un dinero que se va a devolver. ¡No seas tonto, vete! —  Y Jost reforzó su argumento con un empujón, que envió a Blasi más rápidamente de lo que él queda.

Gruñó ante este desagradable método de avance, mientras decía entre dientes:

— No tiene derecho para tratarme así; soy tan bueno como él.

Cuando llegó cerca del jardín de Gertrudis, se detuvo junto a la valla. La madre de Dietrich estaba allí plantando sus verduras. Dio la vuelta y, cuando la vio marchar al lado opuesto del jardín, creyó que pasaría inadvertido y podría penetrar en la habitación donde silbaba Dietrich, mientras trabajaba. Dio la vuelta al jardín e iba a penetrar por la puerta trasera, cuando se dio de manos a boca con Gertrudis. Pasó de largo como si no tuviera idea de entrar, y quedose por allí cerca esperando una ocasión, pero como el tiempo seguía su marcha mientras esperaba dieron las once y tuvo que marcharse a tocar la campana.

Por la tarde, la prima Judith estaba cavando en su jardín. Blasi se paró dubitativo en su puerta y quedóse contemplando su trabajo.

— Me sorprende mucho, Blasi — dijo Judith, levantando la cabeza de su trabajo—, verte en compañía de un sujeto que te roba el dinero de los bolsillos, antes de que te des cuenta de su presencia. Yo no querría trato con él.

— ¿ Quién? ¿Cómo? — preguntó Blasi, buscando en sus bolsillos. — ¿Quién me roba? ¿De quién habla? Sabía que tenía algún dinero; le ruego que me diga quién es el ladrón.

— No quiero ir con cuentos —  dijo Judith, continuando su trabajo.

— ¡Bah! Dígamelo, por favor. Uno no puede defenderse si no sabe quien le ataca —gruñó Blasi— . Usted sabe de quién se trata.

— Bien, te lo diré. Vete a cogerle de la oreja. ¡Se llama Pereza! — y al decir esto, Judith levantó la cabeza y miró a Blasi en plena cara; después volvió a su labor.

El muchacho estaba furioso. Esperaba recuperar algo de lo robado si Judith le hubiera descubierto al ladrón.

— Vaya un lío que ha armado en unos minutos — dijo con rabia.

— Yo tengo que tocar la campana a las cuatro. Creo que debo ayudar en algo a mi padre.

— Me parece que deberías ayudarle más. Son las dos y medía; ¿sabes cuántos minutos hay en hora y medía?

— Con usted es imposible —  dijo Blasi, rabioso, volviéndole la espalda.

— Bien, tú fe las arreglas sin mí, continúa como hasta ahora y prosperarás —  dijo Judith, rápidamente, mientras desaparecía el chico.

Blasi no había desistido en modo alguno de su proyecto. No había visto a nadie en el jardín de Gertrudis cuando pasó. Subióse a la cerca y miró a través de la ventana abierta. La madre de Dietrich estaba sentada junto a su hijo; ambos charlaban y reían sin dejar por eso su trabajo. Blasi vio claramente que no era el momento de hacer su petición. Tendría que esperar hasta que Gertrudis marchara a la cocina, lo que ocurría de vez en cuando. Dieron las cuatro y llegó el momento de ejecutar su gran trabajo del día; tenía que tocar la campana y se veía obligado a irse. Por fin, a la noche, halló Blasi la oportunidad. Estaba acechando desde la puerta, cuando, de repente, Dietrich salió. marchando con rápido paso.

Blasi gritó:

— ¡Espera un minuto! ¿Por qué esa prisa?

— ¿Qué es lo que quieres? Dímelo pronto. Voy a buscar a Verónica; no puede volver sola, por medio del bosque, al anochecer.

— Bien — dijo Blasi, respirando afanosamente y cogiendo a Dietrich por la manga—. Necesito unos cuantos francos. ¿Puedes prestármelas?

Te los devolveré en seguida.

— No llevo mucho ahora. Espera un momento... si, aquí tienes dos francos y medio; ¿será suficiente? —  Y arrojando el dinero a Blasi, el joven continuó su camino.

Al anochecer, Gertrudis estaba en su puerta escrutando el camino y escuchando todos los ruidos. Esperaba oír la voz de sus hijos y oyó las risas de Dietrich y la voz de plata de Verónica. Con el corazón henchido de felicidad, Gertrudis corrió a su encuentro. 

Cuando se hallaban sentados alrededor de la mesa, la madre pidió a Verónica si le gustaba su nuevo trabajo.

— Mucho, madre, mucho — fue la respuesta, y la cara de la muchacha resplandeció con una sonrisa que disipó las nubes que a veces ocultaban su belleza—. No puedo expresarte lo agradable que resulta poder ganar tanto. Pero lo mejor de todo es que puedo regresar a casa por la noche.

— Eso es lo que yo pienso —dijo Dietrich, rápidamente, y no había más que mirarle para comprender que decía la verdad.

— Y yo me alegro tanto como vosotros — dijo Gertrudis, sonriendo—, hoy el día se me ha hecho largo. Me parece que ha pasado un siglo desde que te marchaste esta mañana, Verónica.

— ¡Cómo! ¿ Teniendo a tu hijo al lado todo el día? – preguntó en broma Dietrich.

— ¡Oh, ya sabes lo que digo! Os necesito a los dos para ser perfectamente dichosa, y no puedo prescindir de ninguno —dijo Gertrudis, y los envolvió en cariñosas miradas.

Verónica les habló de la nueva profesora y del nuevo trabajo, y era ya muy avanzada la noche cuando se separaron.

Capítulo V

Por senderos peligrosos

Después de aquella noche, Dietrich casi nunca podía salir solo. Blasi encontraba siempre un pretexto para acompañarle, y cuando Jost averiguó que su amigo seguía regularmente el mismo camino todas las noches, descubrió que tenía mucho que contarle y que consultarle. Ambos le acompañaban por el bosque, y cuando salían por el lado opuesto, veían usualmente una graciosa figura que venía en sentido opuesto. Entonces, sin una palabra, como por un convenio tácito, se detenían, se estrechaban la mano y se separaban; Jost y Blasi volvían hacia el pueblo y Dietrich continuaba. Instintivamente sabían que era lo mejor que podían hacer.

Dietrich supo con certeza que sus compañeros no eran del gusto de Verónica, una noche en que los tres estaban tan absortos en su conversación, que no se dieron cuenta de la llegada de Verónica, y ésta reconoció a Jost y a Blasi, aun cuando éstos se marcharon en seguida.

— No deben tener muy limpia la conciencia — dijo Verónica, cuando Dietrich se unió a ella—. Si se tratara de algo bueno, ¿por qué habían de correr tan precipitadamente en cuanto me vieron?

— ¿No comprendes que hay cosas de las cuales no queremos que te enteres? —  dijo Dietrich.

La muchacha quedó silenciosa durante unos segundos y dijo después con seriedad:

— Me gustaría más que no estuvieras tanto en compañía de esos muchachos. Blasi es un perezoso y no puede ser agradable. Jost es realmente malo y nunca se atreve a mirarme a los ojos; siempre evita una mirada directa, por miedo de que sus ojos lo traicionen.

Yo lo encuentro perfectamente falso.

— No, no debes juzgarle con tanta dureza — dijo Dietrich con buen humor—. No es lo que tú crees; es un buen amigo mío que me ha enseñado cosas que nunca habría aprendido sin su, ayuda. Es un chico muy inteligente.

Verónica dejó el asunto, pero resultaba claro que no había cambiado de opinión.

Los días se hicieron más largos y brillantes. El bosque estaba lleno de perfumes, y nuestros amigos se paseaban con el sentimiento de que su afecto se hacía más profundo aún y que les esperaban días más hermosos.

Una tarde de mayo, Verónica se paseaba tranquilamente por el sendero, fijos sus ojos en los altos robles de la linde del bosque, que marcaban el comienzo del camino real. Todo estaba en silencio y no se veía a ningún ser humano. Verónica llegó hasta el límite del bosque y miró. Escuchó, miró entre los árboles: todo estaba solitario. Las copas de los árboles se movían suavemente, y a través de sus ramas veía ponerse el sol. Por primera vez. la joven penetró sola en el bosque. Todo estaba oscuro. Andaba rápidamente entre los pinos solemnes, que parecían cerrarse a su paso. Cuando ya salió al camino, vio a Dietrich que atravesaba el campo apresuradamente.

Al llegar a su lado estaba sin aliento.

— No me gusta que hayas venido sola por el bosque, Verónica — dijo—. Creí llegar a tiempo, pero no he podido librarme de mis amigos. He tratado dos o tres veces de marcharme, pero siempre tenían algo que decirme y me han retenido.

— ¿Dónde estabais?

— Tienen algunos asuntos conmigo; es decir, Jost tenía algo que decirme y Blasi e5taba con él. Jost no quería hablar en plena calle y hemos entrado en Rehbock, y por esto me he retrasado. ¿Qué te pasa, Verónica? ¿Por qué te pones tan pálida? ¿Estás enferma?

Verónica parecía un cadáver.

— ¡Cómo! ¡De modo que has estado en Rehoock! — exclamó con evidente desesperación— . ¡No vayas allí, por favor, no vuelvas a aquel lugar!

— Oh, ¿empezamos con la vieja historia? — dijo el joven riendo.

— ¿Qué idea te ha entrado en la cabeza? Seguramente ni tú misma lo sabes. ¿Cuál es el prejuicio que tienes contra aquel lugar?

— No es ningún capricho — dijo Verónica con firmeza—. Voy a contártelo todo. Esa casa ha constituido mi primer terror. Éramos tan pequeños, que probablemente tú no te acuerdas. Fuimos juntos con mamá a casa del médico, pero tú te quedaste fuera, ahora lo recuerdo. Mamá le dijo al doctor que a mi padre le habían matado en el Rehbock. Nunca lo he olvidado. Constantemente lo veo ante mis ojos. Con frecuencia sueño con él, pero en mis sueños no es mi padre, ¡eres tú! ... tú, Dietrich, al que han matado en Rehbock.

Dietrich iba a reír, pero miró a Verónica y quedó silencioso. Hablaba más en serio de lo que había pensado. Trató de calmarla diciéndole que sólo era un sueño del cual no había que asustarse, y que soñaba porque siempre estaba pensando en la tragedia, y que en los sueños las caras siempre cambian. Su explicación, sin embargo, no hizo mucha impresión a Verónica. No volvió a decir nada acerca de ello, pero todos los esfuerzos de Dietrich no bastaron a disipar las sombras de su cara. Gertrudis observó su silencio y la miró con ansiedad.

Cuando se separaron para acostarse, Dietrich entró en la habitación de su madre para tener una charla con ella. Le refirió lo que Verónica había dicho y le rogó que la hiciera entrar en razón y que desechara terrores sin fundamento. Le explicó a su madre que a veces tenía que hablar con sus compañeros y que no había ningún mal en ir a Rehbock. Debía procurar que Verónica mirara todo desde un punto de vista razonable. Gertrudis se conmovió al saber que Verónica había oído y comprendido lo que ella había dicho al doctor y se desesperó de que lo hubiera tomado tan a pecho. Prometió hablar a Verónica, pero previno a su hijo contra una intimidad excesiva con Jost y Blasi. Dietrich le dio alegremente su palabra, declarando que no era especialmente aficionado a su compañía. Su madre, sin embargo, después de pensarlo mucho, decidió no decirle nada a Verónica, ya que olvidada todo más fácilmente si no le hablaba, y consideraba inoportuno despertar los terrores del pasado.

La tarde siguiente, Dietrich dejó su casa más pronto que de costumbre, decidido a no retrasarse más y esperando escapar a sus insistentes compañeros. Pero apenas había llegado a la puerta del jardín cuando Blasi, que le había estado acechando, le alcanzó. Dietrich trató de pasar rápidamente y demostrar que no deseaba su compañía, pero en vano. Blasi no había esperado durante media hora para ser despedido de aquel modo. Explicó que tenía mayores apuros que nunca y deseaba que le prestara más dinero, prometiéndole, claro está, que le pagaría pronto, es decir, tan pronto como pudiera, añadió.

— ¿Cuánto me has devuelto de lo mucho que te he prestado? — dijo Dietrich, furioso—. Déjame, Blasi, no tengo tiempo que perder.

Pero Blasi continuó a su lado y antes de que hubiera terminado de hablar se les unió Jost, que cogió fuertemente a Dietrich por el brazo.

— Ven, ven — gritó—. Tengo algo que decirte que te abrirá los ojos. He venido" corriendo para encontrarte. Acabo de llegar del Rehbock donde he dicho que nos reserven el cuartito de atrás, para que podamos charlar en paz. 1Vamos!

— No iré —dijo Dietrich soltándose—. No tengo tiempo ni creo que tengas nada especial que decirme.

Dietrich anduvo unos pasos pero Jost lo siguió.

— No seas tonto — le gritó furioso—. ¿No puedes escucharme cuando te digo algo por tu bien? Algo que te agradará saber. Te marchas corriendo por causa de ella y esto es en beneficio de los dos. De modo que detente un momento y no corras como si te echaran los perros.

— ¿Qué sabes tú de ella ni de su bien? — preguntó rabioso—. Ocúpate de tus asuntos y déjame en paz.

Como Jost tenía gran interés en conseguir lo que quería, se contuvo y dijo con suavidad:

— Dietrich, yo soy amigo tuyo. Algún día tendrás algo que agradecerme. Como tienes prisa, no te detendré y sólo deseo que me prometas ir de vez en cuando al Rehbock; allí hay un amigo y no te pesará. ¿Vendrás?

— No tengo nada que oponer a eso —  dijo Dietrich y corrió lo más rápidamente que pudo.

Blasi, que se había mantenido al lado de los otros, viendo que no había posibilidad para él entonces, se volvió con Jost y ambos penetraron en el Rehbock.

Dietrich encontró a Verónica al otro lado del bosque. Hiro cuanto pudo para disipar su silencio, pero le fue imposible borrar la impresión que había recibido la noche anterior. La penosa impresión estaba demasiado grabada en su mente para ser fácilmente borrada.

Cuando la familia se dio las buenas noches, después de su conversación habitual, Dietrich dudó en cumplir la promesa. No quería ir; sin embargo, las palabras de Jost respecto a que el asunto le tocaba tan de cerca, le habían impresionado, y aunque le molestaba que Jost pensara siquiera en Verónica, no podía evitar el pensar en aquello. De repente se decidió, dio media vuelta y silenciosamente salió de la casa.

Jost le estaba esperando en la puerta del Rebbock, y juntos entraron en el cuartito trasero. Allí estaba Blasi delante de un vaso vado; claro está que nunca se sentaba largo tiempo delante de uno lleno, porque ya que había que vaciarlo en algún momento, cuando antes mejor.

— Me alegro que hayas venido — gritó—; nos estábamos quedando secos.

Dietrich se dio cuenta de que habían pensado en él como un remedio contra la sequía, de modo que pidió cerveza y cuando la sirvieron, Jost comenzó con precaución:

— Tengo algo que decirte, Dietrich, que no me gustaría que oyeran los demás. Blasi puede quedarse, porque es nuestro camarada.

— Y porque puede ser útil —  dijo Dietricb, porque conocía la antigua costumbre de Jost de empujar a Blasi a donde él mismo no se atrevía a ir.

— Eso no lo sé —dijo Jost—; pero escúchame ahora, ¿sabes que uno que no tenga más de un céntimo en el bolsillo puede convertirse en una noche en alguien capaz de comprar una casa de piedra, como la que tiene el señor de Fohrensee, y ser a la vez un caballero? Yo sé cómo; me lo han explicado y te lo digo. No tienes más que decir una palabra y puedes mandar a paseo el negocio de talabartería.

Estás en condiciones de arriesgar un poco; no eres un tonto y contigo todo marchará como la seda.

— ¿ Te refieres a juegos de cartas? — preguntó Dietrich con desprecio.

— No, no; algo muy diferente. Se hace en un papel. No tienes nada más que apostar algún dinero y puedes ganar dos o tres veces lo apostado en muy poco tiempo.

— Y perder cuatro veces, supongo.

— No hay pérdida posible —dijo Jost confidencialmente—. Al final siempre se gana, si se tiene la constancia suficiente. Para ti no significa nada perder un poco al principio... tú puedes esperar.

— Creo que mi trabajo es más seguro —  dijo Dietrich.

— Oh, desde luego —dijo Jost despreciativamente—. Pero es una lástima ver a un chico como tú, año tras año sentado en su banco, dejándose la piel de las manos; ¡y con la renta que tú tienes! hasta dentro de diez años no podrás construirte una casa como la que quieres y tardarías otros diez en ser un caballero! A ella le gustará más tener algo bueno ahora, y no esperar hasta que tenga cincuenta años.

Dietrich se puso rojo de furia.

— ¿Por qué tienes que ocuparte de ella? —rugió— . Eso no te concierne; resérvate para lo que eres capaz.

— ¿Por qué dices eso? — preguntó Jost—. ¿Qué crees que piensa la gente cuando te ve afanarte así día y noche?

— Y no es completamente desacertado el haber pensado en ella —interrumpió Blasi—; otros hay dispuestos a hacer lo mismo si tuvieran oportunidad — y guiñó un ojo significativamente a Jost. Este no se dio cuenta de la insinuación, sino que continuó dirigiéndose a Dietrich.

— Este plan no tiene riesgos para ti. Compartiremos pérdidas y ganancias y si no nos gusta podemos dejarlo cuando nos convenga.

Pero no comprendo por qué no ha de convenirnos, si podemos ganar tanto dinero, con tanta facilidad y sin trabajar de la mañana a la noche. Aquí viene uno que tiene cuanto quiere. ¡Quisiera estar en su lugar!

En aquel instante pasaba un coche cuyo ocupante arreaba más y más a los caballos.

— Es el doctor —dijo Dietrich mirando fuera—; ha tenido mucho que trabajar y aún continúa. Irá. a visitar a un paciente gravemente enfermo; si no no conduciría de esa forma. Es muy tarde para un anciano como él.

— ¡Trabajo! —dijo Jost—. Bueno. entonces me gusta esa clase de trabajo: estar sentado detrás de un caballo. Otra cosa es tener que trabajar con las manos como hacemos nosotros.

— También el doctor tiene que trabajar con las manos. De eso estoy seguro. Y nosotros somos dueños de nuestras noches. Mientras que él tiene que estar en pie a las once, como esta noche, y más tarde aún.

— Oh, deja toda esa estúpida charla y danos una respuesta: sí o no. ¿Serás tan tonto que continúes estropeándote las manos o te unirás conmigo para vivir felices sin trabajar? Debías estarme agradecido por la oportunidad que te ofrezco. Me he acercado a ti en recuerdo de nuestra antigua amistad. Conozco multitud de gente que aprovecharía al instante esta ocasión. Puedes reflexionar hasta mañana y estoy seguro de que aceptarás. Te esperaré aquí por la noche y traeré alguien conmigo para que te lo explique todo con claridad.

Dietrich convino en pensarlo hasta el día siguiente, y con el buen humor producido por el anuncio de la fortuna en perspectiva, ayudó a Blasi y a Jost a vaciar sus vasos en un brindis dedicado al éxito de sus nuevos proyectos.

Verónica tenía la costumbre de trabajar en su bordado algún tiempo antes de meterse en cama, y esta noche estaba tan interesada en su trabajo, que no se dio cuenta del paso del tiempo, hasta que oyó sonar la una. Dejó su labor y se dispuso a preparar su cama, ya que tenía que levantarse a las cinco. De repente oyó que se abría la puerta exterior y que se cerraba por dentro. Apagó la luz y miró hacia fuera. La luna iluminaba la escena con su luz. suave. Alguien subía con cuidado la escalera, y Verónica percibió a Dietrich. Este marchó cautelosamente a su habitación y cerró la puerta.

Verónica se encerró en su cuarto y se sentó sobre la cama. Toda su sangre parecía haber huido del corazón. Dietrich, a quien ella creía dormido hada largo tiempo, visitaba en secrete el Rebbock. Durante unos minutos permaneció inmóvil por el dolor. Después se levantó con lentitud, encendió la lámpara y nervosamente empezó a bordar. No durmió en toda la noche.

Dietrich tampoco pudo dormirse con facilidad. Su pensamiento trabajaba febrilmente sin tomar ninguna decisión. ¿Qué debía hacer?

Si podía hacerse rico sin trabajar ¿ por qué no aceptar? ¿No sería mejor consultar con su madre? No; esto lo echaría a perder. Su madre estaba demasiado apegada a las viejas ideas, para hacer caso de métodos nuevos de hacerse rico sin trabajar.

¿Y Verónica?

Desde luego. Verónica no. Verónica, que apreciaba el trabajo sobre todas las cosas, no comprendería que alguien tratara de evitarlo.

Pero si él tuviera éxito, su madre y Verónica se beneficiarían tanto como él.

¿Por qué no seguir el plan a su modo? ¿Por qué había de pedirle permiso a Verónica?

Antes de dormir, Dietrich había decidido encontrarse con Jost la noche siguiente y aceptar su ofrecimiento.

Cuando Gertrudis bajó las escaleras por la mañana temprano, halló el desayuno preparado y a Verónica dispuesta a salir.

— Espera un momento —le dijo—; Dietrich va a bajar en seguida; le oigo venir.

— Tengo, que marcharme —replicó Verónica. Se encaminó en dirección a la puerta y volvióse para decir—: Madre — y su voz temblaba—, por amor de Dios, prohíbele ir a ese horrible lugar. La última noche no volvió hasta la una.

Gertrudis quedó muda de sorpresa. Cuando bajó Dietrich, como de costumbre, preguntó por Verónica, y cuando su madre, con alguna ansiedad, le contó lo que la joven le había dicho, dio una explicación tan clara que todas las dudas de Gertrudis se desvanecieron: estaba claro que no hacía nada contra su conciencia. Dijo que su madre aprobaría que ayudara a un amigo ayudándose a su vez. De esto era de lo que habían estado hablando la noche última. Jost tenía que trabajar mucho para conseguir vivir, Dietrich pensó que si poniendo algo de dinero en su asunto podía ayudarle, su madre sería la última en reprochárselo.

Gertrudis tenía un corazón bondadoso. Contestó a su hijo que si el asunto no tenía nada de reprochable era una buena acción el ayudar a Jost, a quien no había dejado nada su padre, ni siquiera los útiles de su oficio y a quien todo parecía ponérsele en contra.

— Tu caso ha sido muy diferente, hijo mío — dijo para concluir.

— Tu padre dejó un negocio excelente y si continúas como hasta ahora, dentro de pocos años viviremos con toda holgura. ¡Qué bueno ha sido Dios con nosotros! ¡Y qué felices van a ser los años que nos restan de pasar juntos!

Dietrich le dio cordialmente la razón, pero no creyó conveniente hablarle más ampliamente de sus planes. Se dijo que no iba a hacer nada malo, pero que las ideas de su madre eran algo anticuadas, y que no entendería el asunto. Prefería, pues, sorprenderla con su éxito.

Capítulo VI

Sabina, la coja, da un buen consejo

La profesora de Verónica, Sabina, era jorobada de nacimiento, y había quedado coja cuando era aún muy joven; estaba acostumbrada a llevar muletas desde los veinte años. Como muchas personas que sufren alguna invalidez, tenía unos ojos inteligentes y penetrantes y, aquel día, solía apartarlos con frecuencia del trabajo que realizaba, para fijarlos en su alumna, sentada frente a ella. Verónica trabajaba en la misma pieza en que había trabajado en su casa en la noche anterior, aquella noche tan llena de tristes presentimientos.

Después de dirigirle varias miradas inquisitivas Sabina dijo al fin, pensativa:

— Estoy perpleja contigo, Verónica. Ese trabajo que estás haciendo, está maravillosamente hecho y las puntadas son perfectas, el puño y la seda, tan blancos como la nieve; sin embargo, debes haberlo hecho principalmente por la noche, porque ayer por la tarde acababas de empezarlo. En cualquier cosa que pongas la mano, resulta bien. Sin embargo, cada día frunces más el ceño y tus ojos despiden chispas, como si fuera a haber tormenta. ¿Qué te sucede, criatura? Eres 'la muchacha más hermosa de toda la comarca cuando tu rostro tiene una expresión agradable; eres alta y derecha como un pino. ¿No lo sabes?

—  ¿ Y de qué me sirve? —  preguntó Verónica, frunciendo el ceño más que nunca.

— ¿ De qué te sirve? Si no lo fueras, ya verías si valía o no — repuso al instante Sabina—. Yo lo sé bien. Ahora, Verónica, desarruga la frente y escúchame. Quiero decirte algo que te hará sentirte más feliz. En Fohrensee va a instalarse una Escuela Industrial, y se proponen instalar en ella un taller para mujeres. Quieren una profesora y superintendente y me han ofrecido la plaza, pero no soy suficientemente fuerte para aceptar. Les he dicho que tú eres tan hábil como yo que sabes muy bien tu trabajo y eres cien veces más fuerte y dispuesta que yo. No cabe duda de que el puesto está a tu disposición. Puedes vivir como una señora, Verónica. Tu fortuna está hecha.

Por primera vez, desde que Sabina empezó a hablar, Verónica alzó los ojos de su labor. Meneó la cabeza tristemente y dijo:

— Mi fortuna no.

— ¡Tu fortuna no! — repitió Sabina, enojada—. ¡Cuando te digo que ese puesto es tuyo! Tu fortuna está hecha.

— No puedo apoderarme de esa fortuna que se me ofrece —  dijo la muchacha, volviendo a inclinarse sobre su labor.

La mirada inquisitiva de Sabina trató de penetrar en sus más íntimos pensamientos.

— ¿Qué clase de expresión es la que has usado, Verónica? ¿Dónde aprendiste eso? No me parece cosa tuya. ¿Quién te metió eso en la cabeza, niña?

— Le contaré alguna de mis experiencias, y entonces comprenderá por qué tengo esta expresión — dijo tranquilamente Verónica—.  Cuando no era más que una niña; aprendí un poemita que decía así:

“La fortuna está a la vista de todos;

para ganarla hay que saber apoderarse de ella”.

Vi que “fortuna” era una cosa digna de tenerse, y que si quería ver lo que era, tenía que apoderarme de ella: Se lo pregunté a la prima Judith y ella me dijo que había que apoderarse de ella como de las demás cosas, con las manos, es decir, por medio del trabajo. Desde aquel día, yo sentí tantos deseos de trabajar como los demás niños de jugar Y. cuanto mayor voy siendo, más me esfuerzo por conseguir la fortuna que puede alcanzarse por medio del trabajo. Aún los domingos, suelo pasar grandes ratos en mi habitación, cosiendo, y cierro la puerta, porque a mi madre no le gusta verme coser esos días. Trabajo todo lo que puedo, hasta por las noches; a veces, hasta la una o las dos de la madrugada; sin embargo, no encuentro esa fortuna que quiero. Cuando mis manos están ocupadas, mis pensamientos vagan de un lado para otro y yo les sigo. Pero no me llevan hacia la “fortuna”, sino bien lejos de ella. Ese ofrecimiento quizá signifique una fortuna, en dinero y posición, pero no es la fortuna que yo quiero. La palabra “fortuna” para mi, significa felicidad.

Sabina no había perdido ni una palabra de esta triste historia.

— Sí, sí, ya te comprendo, Verónica — dijo compasivamente—. Yo también sé algo de eso. Judith te dijo la verdad, pero sólo a medías. La fortuna se consigue con las manos, cierto es; pero la Fortuna que tú ansias, es decir, la Felicidad, se obtiene además de otro modo. Te contaré una pequeña e instructiva historia, y ya verás cómo te esfuerzas por obtenerla, no con tus manos, sino con tus pensamientos y comprenderás, y espero que sacarás de ella algún provecho. Forma parte de la historia de mi vida. Yo he pasado por las mismas experiencias que tú y no puedo por menos de esperar que lo que para mí resultó bueno, será bueno para ti también.

Cuando tenía tu edad, Verónica, era tan desgraciada que me acostaba todas las noches llorando. ¿No adivinas por qué? No, porque uno solamente comprende los sufrimientos que uno ha experimentado y no se puede imaginar los de los demás. ¡Sufría porque era jorobada! Recuerdo, como si fuera ayer, la primera vez que me di cuenta clara de mi desgracia; cuando vi por vez primera que era diferente de los demás niños y tendría que seguir siéndolo durante toda mi vida.

Un día, salíamos todos de la escuela y sin saber por qué, comenzamos a pelear, y uno de los niños me dijo en tono desdeñoso: “¡Cállate, Sabina, no eres más que una jorobada!” Desde aquel día nunca tuve un momento feliz, me volví tímida y huía de las gentes; si veía que alguien me miraba, pensaba que se estaba burlando de mí, porque era jorobada. Me aparté de los demás niños, pues si uno de ellos reía, yo me figuraba que se reía de mis hombros deformes.

Sí algún extraño era cariñoso conmigo, yo pensaba que era porque aún no había visto mi joroba y que, tan pronto como la viera, su amabilidad se trocaría en desprecio. Miraba la figura de todas las personas que veía; todas eran derechas, menos yo. Me sentía la criatura más desdichada del mundo, y no veía esperanzas de cambiar en toda mi vida.

Una vez, uno de los niños de la escuela murió, y todos sus compañeros le acompañaron en manifestación de duelo hasta la iglesia. Yo no quise ir con ellos, y me escondí entre las personas mayores; porque todo el mundo miraba a los niños y a mí no me gustaba que me miraran. Entonces oí que una mujer le decía a otra: “Menos mal que la madre del niño tiene mucho que trabajar; no tendrá tiempo de pensar en su pena, y se le olvidará antes el dolor si sigue trabajando”.

Entonces, como un rayo de esperanza, se me ocurrió que si yo tenía que trabajar, quizá pudiera olvidar también mi pena. Tenía que buscarme un trabajo. Aquel mismo día le rogué a mi madre que me enseñara a trabajar. A ella le agradó mi petición, y me hizo dar lecciones de costura y cuando terminé y sabía hacer toda clase de trabajos de aguja, tenía todos los encargos que quería y aún más. Con frecuencia oía a los demás decir: “¡Qué bien está saliendo adelante Sabina!”

Pero, ¿cómo crees que andaba de espíritu? Igual que tú ahora, Verónica. ¡Oh, sí, no tienes que mirarme con esos ojos! Ya sé lo que estás pensando. Piensas que mis penas no podían ser nunca iguales a las tuyas. La gente siempre piensa que sus propias penas son las peores.

Me pasaba el día sentada cosiendo a todas horas; mi trabajo era perfecto; no tenía rival. Yo sabía que era bueno y me alegraba, a medías ¡pues, ¿de qué me serviría después de todo? No podía apartar de mi imaginación el pensamiento de que era jorobada. Era como un riachuelo de aguas turbulentas que brotaba de mi corazón, y me amargaba todas mis alegrías: “Siempre deforme, nunca como las demás muchachas”; no podía olvidarlo ni un momento.

Y así siguieron las cosas, basta que cumplí los veinte años, y entonces mi pie se puso enfermo y tuve que guardar cama durante muchos meses. ¡Oh, qué amargamente sufría! ¿Todas las desgracias de este mundo se habían reservado para mí? — pensaba—. ¿Cómo podía prever que de esa misma enfermedad iba a proceder mi fortuna?

El doctor venía a verme a diario; se tomaba tanto interés en mi caso, como si yo le pagara espléndidamente.

Se dio cuenta de que era trabajadora y que no me gustaba estar ociosa aunque sufriera enormes dolores. Le agradaba encontrarme trabajando. Cuando el último ataque terminó, el doctor me dijo que aquella sería su última visita. y también que me había quedado coja para siempre. Al principio no podía andar en absoluto; luego, poco a poco, aprendí a manejar mis muletas. Cuando le ofrecí al doctor el dinero que le debía por sus servicios, me dijo que no hablara de eso; que los dos teníamos que trabajar, pero con la diferencia de que él estaba bueno y sano y yo no. Me tomó cariñosamente la mano y me dijo que iba a ser muy duro para mí no poder divertirme después de estar trabajando toda la semana; no salir con los demás, los domingos; y que si me gustaba leer, su esposa tenía muchos libros buenos que me prestaría con mucho gusto; y que de ese modo, los domingos serian menos aburridos.

Yo prefería coser, como tú, pero acepté el ofrecimiento del doctor y fui a su casa. Su esposa fue muy amable conmigo y me dio a leer un libro, rogándome que volviera por otro tan pronto como lo hubiera terminado. El mismo domingo empecé a leerlo, y me interesó de tal modo que apenas si dejé el libro en todo el día y durante la semana lo tomaba en todos los momentos que tenía libres. Era una historia sobre los países extranjeros; cómo se vive en ellos, sus costumbres, y tradiciones. Me interesaron particularmente los capítulos que trataban del modo cómo son tratadas las mujeres en los diferentes países; cómo en algunos países las venden o cambian por ganado, lana o telas, y cómo pertenecen a sus esposos como si fueran un mueble más, y éstos pueden tratarlas como les plazca, igual que si fueran perros o gatos. En algunos lugares decía el libro, se quema a la esposa cuando muere el esposo, porque no es más que una parte de él y no tiene valor alguno, cuando él ha muerto.

¡Oh, cuántas cosas extrañas hay en este mundo!

Me sentía ansiosa y sedienta de conocimientos. La esposa del doctor me prestaba un libro tras otro y en cada uno de ellos había algo nuevo y maravilloso. Vi qué terrible era la condición de las mujeres en el mundo hasta que Nuestro Señor Jesucristo vino a la tierra y nos enseñó que un alma vale tanto como la otra, que todas son iguales, la del hombre y la de la mujer, la del amo y la del criado; que todo el mundo debe ser libre; y que dos personas sólo deben unirse por amor, y no como el que realiza una venta. Pero, aun en el día de hoy, existen todavía países e islas donde los hombres no hacen más que matarse entre sí, y las mujeres son compradas y vendidas como mercancías. Sólo donde la influencia del cristianismo ha penetrado, existe verdadera libertad para la mujer.

Ya podrás imaginarte la cantidad de ideas nuevas que se me ocurrían conforme iba leyendo, y te aseguro que, durante muchos días, a veces, pude olvidarme de que era jorobada, y cuando lo recordaba, la idea había perdido toda su amargura. Me ponía a pensar en las privaciones y sufrimientos de los demás, hasta que éstos sobrepasaban la importancia del mío y éste se empequeñecía; y gradualmente, llegué a comprender la parte buena de mi suerte. Lo independiente que podía vivir, bastándome a mí misma; qué ancho campo de conocimientos me había abierto la lectura y, en una palabra, lo qafortunada que era, ¡más afortunada que muchos!

Sí, Verónica, te aseguro que ahora soy una mujer feliz, con el corazón lleno de gratitud hacia el buen Dios por todo el bien que me ha hecho. Y por eso te digo, hija mía, basándome en mi propia experiencia que no tienes derecho a ir por todas partes con esa cara de tormenta; ¡con toda la belleza y frescura de tu juventud! Dime, ¿es Dios quien te debe algo a ti, o tú la que estás en deuda con Él? ¿No tienes nada de qué darle gracias? Los demás ven el brillante porvenir que te espera. Anímate, muchacha, y trata de dar otra dirección a tus pensamientos.

— Mucho me alegraría de poder hacerlo — dijo Verónica, que había escuchado atentamente todo lo que Sabina le había dicho—. ¿ Podría prestarme el libro ese de que me ha hablado?

Sabina se alegró mucho de su petición. Al alcance de su mano tenía un libro que acababa de leer y del que esperaba grandes bienes para la muchacha. Las encendidas palabras de Sabina habían conmovido a Verónica, haciéndola creer que su futuro seria más feliz, y que las nubes de tristeza que se cernían sobre su cabeza, iban a desaparecer.

No perdió el tiempo, pues no acostumbraba hacerlo. Aquella misma noche abrió el libro y comenzó a leer. Pero sus entusiastas esperanzas no se realizaron. Leía las palabras y comprendía su significado; pero era lo mismo que si las oyera desde lejos y a través de ellas, se escuchara un ruido más fuerte que las abogaba en sus oídos y en su corazón. Eran las aguas turbulentas de que había hablado Sabina. Las olas aumentaban; el ruido aumentaba con ellas hasta que Verónica dejó de comprender lo que leía. Sin embargo, siguió leyendo; quizá más tarde, llegara a entenderlo. ¡Ay! ¿no era aquello el ruido de la puerta que se abría y volvía a cerrarse, a altas horas de la noche? Tiró el libro; se puso a pasear agitadamente de un extremo al otro de su cuarto durante un rato, luego tomó su costura y trabajó seguidamente hasta que llegó la mañana y con ella un nuevo día, lleno de obligaciones.

Capítulo VII

El rayo

Blasi, el haragán, Se hallaba en la puerta de su casa, gozando del sol de aquella hermosa mañana de verano con las dos manos hundidas en los bolsillos como era su costumbre, y mirando a su alrededor como si quisiera ver si todas las cosas seguían siendo las mismas del día anterior.

Judith volvía del pozo, llevando su cántaro en la cabeza.

Blasi miró al suelo, dio media vuelta y buscó por delante y detrás.

— No veo nada — dijo, y hundió más aún las manos en los bolsillos.

— A mí siempre me pasa lo mismo cuando pierdo algo —  dijo Judith—. Tampoco lo veo.

— ¡Oh, se está burlando otra vez de mí!

— Esas son todas las gracias que me das por decirte que estás perdiendo algo, y cuando iba a hacerte un regalo que vale más de cinco francos.

— ¡Qué es? Enséñemelo —  dijo Blasi, con más animación.

— Primero te diré una cosa, y luego te lo daré — replicó Judith—. Mira, Blasi, mi bendito padre solía decir: “Si te metes las manos en los bolsillos se quedarán vacías, pero si las sacas, se te llenarán”. Y como tú tienes las dos manos metidas en los bolsillos, estás perdiendo una ocasión de llenarlas. ¿No es así?

— Bueno, así será — dijo furioso Blasi—. Ahora, deme lo que me prometió.

— Acabo de dártelo ahora mismo. Te dije que harás mejor sacando las manos de los bolsillos, y entonces se te llenarían con lo que ganaras. Ese es un buen consejo y vale más de cinco francos.

— ¡Disparates! Nadie sabe cómo hay que tomar sus cosas —  gruñó Blasi.

— No podrás tomarlas de ningún modo, si no sacas las manos del bolsillo — dijo Judith—, pero es lo mismo. Tengo algo verdaderamente bueno para ti. —Y Judith se acercó más a él—. ¿ Te gustaría tener una camisa limpia y bien planchadita para el domingo? Yo te la lavaría y plancharía si me dices una cosa.

Aquel era un ofrecimiento digno de tenerse en cuenta. El domingo era un día triste para Blasi, porque cuando se había puesto sus dos camisas por los dos lados, nunca le quedaba una limpia para el domingo. No tenia nadie que se las lavara. Su madre había muerto, y su padre tenía otras cosas que hacer, para dedicarse a lavar la ropa de su hijo. Blasi gastaba su dinero en algo que no eran lavados y no le gustaba tener que lavarlas él.

La proposición era por lo tanto tentadora.

— Acércate un poco al pozo; nadie sabe quién puede estar detrás de esos árboles. Escucha; ¿puedes decirme qué es lo que le pasa a Dietrich? Ahora nunca silba, nunca se ríe y su madre tiene un aire muy triste y apenas si contesta cuando le hablan. Algo le ha ocurrido a Dietrich.

— Sí, y le sigue pasando; toda clase de cosas. Pero Jost puede decírselo mejor que yo. Se pasan juntos casi toda la noche en el Rehbock; cuando todo el mundo se ha ido, ellos se encierran en el cuartito de atrás. Al principio hacen lo que los demás, beben un poco y luego un poco más, y Dietrich paga. Pero eso no es nada en comparación con lo que tiene que pagar después. Hacen algo en un papel, él y Jost. A veces es una lotería, luego una cosa que llaman especular. Yo no entiendo nada de eso. Alguien viene de Fohrensee y se lo explica. No es un vecino de Fohrensee; pero creo que usted lo ha visto; tiene el cabello rojo, la cara roja y la barba roja.

Va una vez por semana a Fohrensee, para sus negocios y el resto del tiempo vive en la ciudad; aquí lo arregla todo y luego les trae la cuenta de las pérdidas y las ganancias; aunque siempre hay más pérdida que ganancia. Dietrich mete cada vez más dinero en todo eso. Jost no arriesga más que promesas. No hace más que decirle a Dietrich que las ganancias han de venir y que al comienzo siempre hay que perder un poco, pues así se gana más al fin, por los intereses, claro está. El hombre de pelo rojo dice que sí a todo. Cuando yo quiero arriesgar también algo en el negocio, y le pido a Dietrich que me preste un poco de dinero, Jost se comporta como si él fuera el amo y señor de todo y “borrico” es la cosa más dulce que me llama. Estoy esperando mi ocasión para vengarme de él de un modo que no olvidará en toda su vida.

— Me parece una buena idea —dijo Judith—. Bueno, ya me has dicho bastante. Tráeme tu camisa el sábado y yo te la lavaré.

Judith alzó su cántaro e iba a dar media vuelta, pero Blasi la detuvo.

— Un momento, quería hacerle una pregunta. ¿Cree que ella le hará caso?

La pregunta pareció interesarle a Judith porque se detuvo en seco.

— ¿ Quién? ¿A quién? ¿ De qué hablas?

— Hablo de Verónica y Jost. ¿ Cree que ella lo aceptar? — Y mientras hablaba, Blasi se acercó a Judith—. El decía últimamente unas cosas que me han hecho pensar que sí.

— Si sabes de algo más estúpido que eso, me gustarla que me lo dijeras — le repuso Judith muy enojada; pero no se alejó, porque quería oír todo lo que Blasi tuviera que contarle.

— Ya sé a lo que se refiere — prosiguió él—, pero no soy tan estúpido como piensa. Ella ha cambiado mucho y eso quiere decir algo. Jost dice que sabe lo que Dietrich anda haciendo, y está furiosa con él porque no se lo ha contado él mismo. Jost dice que si se menciona delante de ella el nombre de Dietrich se pone como una fiera, y también que, desde hace algún tiempo, no le importa demostrarle a Dietrich que ella puede pasarse muy bien sin él y usted ya sabe que es capaz de todo cuando se enfurece.

— ¡Bueno, eso es la última gota! —  dijo Judith, y poniéndose el cántaro en el hombro se alejó, llena de cólera. y tan rabiosa que Blasi que la había visto marcharse con estúpido asombro, murmuró:

— ¡Quién sabe si ella lo querrá también!

Juditb marchó a su casa, diciendo en alta voz:

— ¡Sí. si! ¡Verónica es capaz de todo cuando se enfurece!

Porque Judith había mirado siempre al hijo de su vecina como si fuera su propio hijo. Era su pasión. su favorito y pensaba favorecerle. Quería a Verónica porque era una muchacha muy trabajadora, y porque no quena hablar con nadie más que con Dielrich. Esta misma reserva. sin embargo, le resultaba muy desagradable a Judith si se refería a sí misma, pero le agradaba que fueran reservados con los demás.

Había esperado que Dietrich se casaría con Verónica, poco después de la confirmación, que pondrían un lindo establecimiento, y se convertirían en sus queridos vecinos. Pensaba ser su intima amiga y consejera. entrar y salir libremente de su casa y ser madrina de sus hijos. A ellos. lee. dejarla todo lo que poseía. Pero ahora, todos aquellos hermosos castillos en el aire se habían venido al suelo y sus planes resultaban fallidos. Judith entró violentamente en la cocina y dejó en el suelo el cántaro, con un golpe tan fuerte, que el agua voló por los aires.

— Y nadie puede sacarle ni una palabra; exactamente como si se hubiera comido la lengua.

Esto último se refería a Gertrudis, que había cambiado mucho en los últimos meses. Ya no tenía su rostro la expresión alegre que antes lo distinguía. Se había vuelto callada y reservada. Hasta evitaba a su antigua y sincera amiga Judith si esta última mostraba deseos de hablar de su hijo y de los planes para su porvenir. Gertrudis le demostraba claramente que no tenía tiempo para hablar.

Gertrudis sabía dónde Dietrich pasaba las noches. Había hablado más de una vez de esto con él. Dietrich le contestaba que tenía que seguir yendo un poco más, hasta que un negocio que Jost había emprendido se solucionara satisfactoriamente. Le aseguró que el negocio tenía que salir bien y que ella misma se sorprenderla y se alegraría con los resultados. Alguien que entendía muy bien aquellas cosas, le había dicho que no podía fallar. Habla entregado grandes sumas a veces. por él y por Jost, pero confiaba que dentro de poco todo le sería pagado, más los intereses. Gertrudis no pretendía entender de negocios, pero veía que Dietrich los consideraba seguros y provechosos y sabia que su bija no era capaz de engañarla. Sin embargo, cada día se sentía más inquieta, y su inquietud no disminuyó al ver que Verónica iba gradualmente apartándose de ella.

Este estado de cosas se había producido .la mañana misma en que las palabras suplicantes de la muchacha no hallaron cabida en los oídos de la madre; o al menos, eso era lo que creía Verónica, ya que no habían aportado ningún cambio en la conducta de Dietrich.

¿Por qué todos los días, cuando llegaba la noche, se sentía tan angustiosamente inquieta? La misma Gertrudis no lo sabía. ¡Pobre Gertrudis!

Una noche, después de haberse retirado a su habitación, sintió que alguien salía de la casa, apresuradamente. Ahora, aquello se había convertido en una cosa regular. Con frecuencia se había dicho:

«¡Ah!, ¿cuánto tiempo durará esto? —  y trataba de convencerse de que pronto terminaría, y volverían a vivir como antes, dichosa y ordenadamente. Pero aquella noche estaba tan inquieta que no podía permanecer en su dormitorio y salió al jardín.

La luna se asomó tras unas nubes, iluminando los árboles y los cuidados macizos de flores. Gertrudis se sentó en un banco bajo el manzano, y miró el jardín, plateado por los rayos de la luna. Lo había plantado y cuidado con sus propias manos. Había hecho aquello como lo hacía todo, con esmero y para darle gusto a su hijo. ¿Por qué Dietrich no podía ser feliz ya en él? ¿ Por qué estaba ella tan preocupada por causa suya? Dietrich iba por un camino muy peligroso; ella lo sabía, pero ¿acaso no conocía él el camino recto y podía volver sobre sus pasos? Sus pensamientos retrocedieron a los días en que su pequeño Dietrich amaba la conducta buena y ordenada; no era posible que hubiera perdido aquel amor, que hubiera dejado de creer que una conducta arreglada era la mayor de las bendiciones. Recordó la noche en que el cadáver de su esposo salió de su casa para ser enterrado. Había cogido a los niños de la mano y, atontada por el dolor, iba a acostarlos, cuando Dietrich le dijo:

— No, mamá, no; no debemos irnos a la cama sin haber dicho antes nuestras oraciones.

¿Rezaría ahora su hijo?

“¡Oh, Dietrich, hijo mio, te has apartado del camino del bien, pero sabes cómo volver a él” —se dijo y unió sus manos en silenciosa oración, pues era su costumbre contarle todas sus cuitas a Dios, su Ayuda y Consuelo.

En aquel momento, en medio de la quietud de la noche se escuchó un gran griterío, primero a lo lejos, luego cada vez más cerca, hasta convertirse en un verdadero tumulto. Entonces, las voces se dispersaron en distintas direcciones y algunas de ellas sonaron en dirección al jardín. Un miedo vago se apoderó de Gertrudis. Tres hombres, chillando y jurando, pasaron junto a la cerca; ella reconoció una de las voces.

— Jost — gritó débilmente—, Jost, ¿qué pasa? ¿Dónde está Dietrich?

No obtuvo respuesta; Jost no la oyó, o hizo como que no la oía. Corrió más aprisa que antes, seguido del segundo hombre. El último se detuvo un instante; era Blasi, quien le dijo apresuradamente :

— Todavía no volverá. Puede ir a acostarse. —  Y se dispuso a marcharse.

— ¡Oh, por favor, dime lo que ha ocurrido! — le dijo Gertrudis, pálida de terror—. No me dejes así, dime, Blasi, ¿ por qué Dietrich no ha vuelto con vosotros?

Blasi respetaba demasiado a la madre de Dietrich para dejarla cuando ella le hacía una pregunta, por mucho que le hubiese gustado escapar. Se acercó a la cerca y replicó:

— Ha habido una riña en el Rehbock. Dos hombres han sido muertos. Alguien robó la bolsa del tratante en ganado...

— ¿Ha muerto Dietrich? ¡Dime! —  exclamó Gertrudis, temblorosa.

— No; luchó con valor, hasta dejar a uno de los hombres muerto en el suelo; y ahora, se ha escapado.

Y Blasi echó acorrer.

Gertrudis subió cansadamente a su cuarto, como si su último día hubiera llegado. Se sentó en la cama y cuando la luz del alba entró en la habitación, seguía aún en el mismo sitio, escuchando, llena de temblorosa inquietud, tal y como escuchara durante la larga noche; pero en vano. Dietrich no vino aquella noche, como tampoco vino por la mañana.

Capítulo VIII

Cada uno según quien es

En todo Tannenegg y Fobrensee no se hablaba m.is que de la riña de la noche anterior. Nunca se había visto cosa parecida. En cada casa, en cada esquina, en todos los caminos, había grupos de gente hablando de lo mismo, contando cada uno lo que sabía del asunto.

Todo el mundo hacia preguntas y nadie prestaba oído a las respuestas. ¡Qué riña la del Rebbock! Había comenzado en la mesa de juego. El tratante en ganados de Fohrensee volvía a su casa con la bolsa llena de dinero, y se detuvo en el Rehbock, para jugar un poco a las cartas. Cuando estalló la disputa, sus grandes puños tomaron parte en ella. La pelea no cesó hasta que dos de los contendientes cayeron al suelo. muertos al parecer. Entonces el tratante en ganados descubrió que su bolsa llena de oro había desaparecido y dio la voz. de alarma.

En aquel momento, el pelirrojo de Fohrensee gritó:

— ¡No dejéis que nadie se marche! ¡Corred tras ellos! ¡Es el único modo de hallar al ladrón!

El hombre no había tomado parte en la riña y se había metido entre los contendientes, tratando de apaciguarlos y restaurar la paz.

Su consejo fue inútil. Muchos se habían marchado ya. El primero de todos en desaparecer, había sido Dietrich j luego varios salieron tras él y al fin se fueron todos.

Camino de su casa, Jost les dijo a sus compañeros que Dietrich se había escapado y que él, Jost, le había dicho al verle huir, que indudablemente tendría sus razones para hacerlo. ¡Pero la verdad era que Jost no le había dicho tal cosa a Dietrich!

Uno de los hombres fue corriendo en busca del doctor, y éste fue aquella misma noche al Rehbock, viendo que los dos hombres no estaban muertos, después de todo. Así pues, dio orden de que nadie los despertara hasta que se les hubiera pasado el efecto de su borrachera.

Por la mañana, los que habían estado en el Rehbock la noche anterior, fueron llamados ante el magistrado; y todos negaron enérgicamente haberse llevado el dinero del tratante en ganado, jurando que podían demostrar su inocencia. Dietrich era el único que no estaba allí; se había ido, nadie sabía adónde. Alguien murmuró, y más tarde se repitió en alta voz, que Dietrich no se habría escapado así de tener limpia la conciencia; y aunque nadie creyó seriamente que Dietrich fuera capaz de un acto deshonroso, un poco más tarde ya les parecía más probable, especialmente cuando se supo que había perdido mucho dinero en el juego y que no podía devolver lo que había perdido. Y muchos menearon la cabeza y dijeron:

— ¡Qué fácil es llegar hasta el fondo del mal camino una vez que se ha empezado a bajar la cuesta!

La cuestión más importante era saber adónde se había ido Dietrich. Nadie sabía nada de él. El tratante de ganado no dejó piedra por remover, pero no pudo saber dónde se hallaba. Había presentado una denuncia contra Dietrich y esperaba que el brazo de la Ley llegaría hasta donde no alcanzaba el suyo. Pero fue en vano. Gradualmente, sin que nadie supiera cómo, corrió la noticia de que Dietrich se había ido a Australia y no volvería más. Y poco a poco, todo el mundo creyó en ella.

Menos una persona. Una sola persona en todo Tannenegg era lo suficientemente atrevida para ponerse enfrente de la opinión pública. Esa persona era Judith. No tímidamente y en secreto, sino en voz alta y en todo lugar, declaraba decididamente:

— No hay ni una palabra de verdad en lo que dicen. Es mentira del principio al fin. Dietrich ha robado ese dinero lo mismo que yo y no hace falta decir más. Yo investigaré todo esto, hasta encontrar al verdadero culpable como que me llamo Judith.

Lo primero que había que hacer era conseguir un relato claro de todo el asunto; pues aunque lo había oído contar una docena de veces, siempre había sido entre varias personas, que se interrumpían entre sí, hacían preguntas y tenían demasiadas ganas de oír el final para interesarse por un relato detallado. Así pues, decidió dirigirse a Blasi quien, como había estado allí, debería saber bien la historia. Pero tuvo que buscarlo mucho, porque desde la desgraciada noche se había mantenido oculto. Puso su cubo dentro del pozo y luego se dio una vuelta por el patio de la casita del sacristán. Blasi se hallaba en la puerta trasera, como antes acostumbrara hacerlo en la delantera, sólo que, en vez de alzar el rostro para percibir mejor los perfumes agradables de los campos, tenía la cabeza baja y miraba tristemente el descuidado jardín.

— ¿Qué te ocurre, Blasi? — preguntó Judith acercándose a él, antes de que se diera cuenta.

— Nada; y si sabe algo bueno, mejor será que me lo diga —  repuso malhumorado Blasi.

— Quizá lo sepa, y no sería malo que te lo dijera. Quizá merezca la pena el enterarse de que en un jardín pueden crecer verduras en lugar de ortigas, que por lo visto es lo que tú cultivas.

— No me importa lo que crece en el jardín; todo me es igual, ahora que Dietrich se ha ido. Ahora no tengo nada que hacer por las tardes. Me entran ganas de irme con él.

— ¿Adónde? ¿Sabes dónde está?

— Yo no, pero Jost lo sabe y yo sé que Jost está esperando noticias suyas. Aunque me llame estúpido, yo no le quito ojo — dijo Blasi con enfurecido énfasis—. y también sé que Jost fue el que aconsejó a Dietrich que huyera y se escondiese, aunque no quería que yo lo supiera. ¡Ob, no soy tan tonto!

Juditb asintió, como si la noticia que le daba Blasi confirmara sus sospechas.

— Mira, Blasi, aquí tienes algo para ti. Pero quiero que me digas exactamente lo que ocurrió desde el principio hasta el fin; y no olvides ni un detalle. Quiero que me cuentes toda la historia, completa.

— Puede estar segura que lo haré así — dijo Blasi, mirando con cariño la moneda de plata que le había dado Judith— . Ya verá; al principio estaban todos juntos en el cuartito de detrás; el pelirrojo, Jost y Dietrich, y cuando yo entré vi en seguida que había ocurrido algo que no le agradaba mucho a los dos, porque Dietrich tenía los codos sobre la mesa y la cabeza hundida entre las manos y Jost juraba a todo jurar. De pronto dijo Jost: “Doblaremos nuestras apuestas, Dietricb, y quizá esta vez tendremos más suerte”. Dietrich no contestó más que con un gemido. Entonces el pelirrojo, dijo: “Vengan, vayamos a jugar a las cartas con el tratante en ganado, y además beberemos un vaso para levantarnos el ánimo”.

— Dietrich no jugaba nunca; ni bebía más que cuando tenía sed —gritó indignada Judith.

— ¡Bah! Cuando todo el mundo juega a las cartas, uno no puede decir que no, y en cuanto a la bebida, Dietrich solía ahogar en ella últimamente una buena cantidad de penas, Se lo aseguro. Bueno, así, pues, comenzó el juego y bien pronto se hizo muy fuerte. Yo vi que el pelirrojo tenía aspecto de estar muy satisfecho, y les instaba a todos a que jugaran más, y cuanto más chillaba el tratante en ganado, él le llenaba más el vaso. Cuando la disputa se convirtió en riña, oí que el pelirrojo le decía al tratante en ganado: “Venga aquí; usted hará que se acabe”. Así, pues, no hacía más que excitarle, hasta que el otro comenzó a pegar con sus gruesos puños. El pelirrojo se mezcló con el grupo permaneciendo junto al tratante en ganado, pero nunca pegaba él mismo; ¡cómo iba a hacerlo, un caballero como él! Yo no vi cómo Dietrich tiraba al suelo al de Fohrensee, pero cuando la riña era más violenta le vi huir, seguido de Jost y creí haber visto que Jost le daba algo a Dietrich. Corrí tras ellos y oí que ]ost le aconsejaba a Dietrich que huyera a toda prisa y le hiciera saber dónde se había escondido. Cuando llegué hasta ellos, Jost me echó atrás de un empujón; no pude decirle ni una palabra a Dietrich, que seguía corriendo, y Jost me metió a empujones en la casa. El ruido iba en aumento, porque el tratante en ganado acababa de descubrir que su bolsa había desaparecido y el pelirrojo se puso a gritar como un loco diciendo que nadie debía salir, hasta que todo el mundo fuera registrado. Cuando vieron que Dietrich se habla ido, echaron a correr tras él, pero no pudieron alcanzarle. Ahora ya sabe lo mismo que yo j excepto que yo fui a buscar al doctor, quien dijo que los dos hombres no estaban muertos. Nada más. Cuando Jost se lo diga así a Dietrich, no habrá ya nada que impida el que venga. Es decir, si no hay algo más.

— ¿Qué quieres decir con “algo más”? — dijo Judith enojada—. Pero... todos sois iguales. Uno repite lo que ha dicho el otro, hasta que todos decís lo mismo y luego, como es natural, os lo creéis. Sois muy buenos amigos ... todos. Pienso no dejar piedra sobre piedra hasta averiguar la verdad de todo esto. Entonces podrás mirarle a la cara a los demás, ¡topo ciego! —  Y Judith se apartó de allí con tanta prisa como si la tierra ardiera bajo sus enfurecidas plantas.

Blasi no comprendía sus palabras ni el motivo de su cólera. Se le quedó mirando, meneó tristemente la cabeza y se dijo:

— Las mujeres son todas estúpidas.

La “estúpida” Judith entró en su casa, se vistió con su traje de fiesta y se puso en camino. Cuando se le ocurría un proyecto no esperaba a mañana para llevarlo a cabo. Y ese día estaba decidida a ver al tratante en ganado y decirle lo que pensaba de aquel asunto. Se detuvo un momento al pasar frente a la casa de Gertrudis, y luego continuó su camino, diciendo casi en voz alta:

— No, no le diré nada, ya que ella no me dice nada a mí.

Judith estaba ofendida con Gertrudis porque desde el primer momento ésta no le había contado sus penas, pues Judith era una persona a quien le gustaba dar y recibir consuelos. Verónica era demasiado reticente para agradar a su cariñosa vecina, quien nunca podía cambiar una palabra con ella acerca de lo que ocurría. Verónica y Gertrudis eran silenciosas por naturaleza y no hablaban de lo que las afectaba profundamente, especialmente de sus penas. El primer día, después de la terrible tragedia, hablaron de ella y lloraron juntas para aliviar sus corazones de tan gran dolor. Luego, Gertrudis dijo:

— Dietrich ha pecado y nosotros debemos reparar sus pecados, pero no ha robado; estoy segura de que no es un ladrón y Verónica respondió al instante:

— Si todo el mundo dijera que él había robado ese dinero, no lo creería, pues él no es un ladrón.

Tan pronto como se supo que Dietrich se había ido, la pobre viuda se vio acosada por cartas y más cartas, con cuentas y recibos. Su hijo había pedido prestadas grandes sumas y había perdido aún más en el juego. Bien pronto descubrió que no solamente los ahorros de su esposo. sino también la tienda estaban grandemente gravados. Habló del asunto con el obrero que había sido tantos años Su empleado y le preguntó si quería ayudarla a sacar adelante el negocio como había hecho a la muerte de su esposo, cuando Dietrich era un niño. El hombre estaba furioso con Dietrich por haber tirado de ese modo a la calle el resultado de tantos años de trabajo, y al principio se negó a seguir trabajando en el negocio. Sin embargo, al fin cedió a las súplicas de Gertrudis y consintió en permanecer con ella, al menos basta que se pudiera decidir sobre el futuro de la tienda; y Gertrudis convino con él en que si ésta prosperaba se la cedería, en el caso de que Dietrich no volviera dentro de determinado plazo.

Y de ese modo, la madre puso manos a la obra. Trabajaba sin descanso; parecía haber cobrado nuevas energías y valor en lugar de sentirse aplastada por aquella nueva carga.

Resultaba curioso el ver de qué modo más diferente las dos mujeres más cercanas a Dietrich habían sido afectadas por su desgracia. El rostro de Gertrudis volvió a asumir poco a poco su habitual aire de alegría y paz. mientras que las bellas facciones de Verónica seguían oscurecidas por el gesto triste y el ceño fruncido que nunca las abandonaban. Sin embargo, todas las muchachas la envidiaban, y eso no tenía nada de extraño, pues era un cuadro muy atractivo para cualquiera con sus vestidos, limpios y bien cortados, que siempre parecían nuevos y recién puestos, y su aspecto de fuerza y actividad. No pocos de los extranjeros que venían a Fohrensee hacían indagaciones acerca de ella, preguntándose de dónde podría proceder; pues en seguida se fijaban en la notable diferencia que había entre ella y las demás mujeres del pueblo. El trabajo que ejecutaba con sus manos, aunque fuera el bordado más complicado, no estaba sucio ni arrugado, sino tan fresco y limpio como si acabaran de entregárselo. Podía poner el precio que quería a sus trabajos, pues para todo lo que hacía encontraba compradores. Además, le habían concedido la plaza de maestra de que le habló Sabina. Se hallaba a la cabeza de una gran escuela industrial para mujeres, donde recibía un espléndido sueldo y podía muy bien reunir una pequeña fortunita. Era muy corriente el oír decir cuando se hablaba de ella que era una verdadera dama y que podía tener todo lo que quería, y con frecuencia se decía: “Si yo estuviera en su lugar, no iría por ahí con una cara más triste que una tormenta de treinta días, como la que ella lleva, cuando puede ser la esposa de un caballero, si eso le gusta...”. Le habían propuesto a Verónica el vivir en el edificio de la escuela en Fohrensee. Pero ella no había aceptado el ofrecimiento; no podía dejar sola a su madre en aquella triste época. Todas las noches, después del trabajo, volvía a la casita de Gertrudis.

Durante los largos días de verano, Verónica podía muy bien volver a su casa antes de que fuera de noche. Pero cuando los días acortaron, el crepúsculo venía antes de que hubiera podido llegar al bosque. Una clara tarde de sábado, a fines de agosto, Verónica se entretuvo más de lo corriente en el taller para dejar todas las cosas ordenadas para el domingo.

Al salir, tomó apresuradamente el camino de la colina, no tanto por miedo a cruzar el bosque de noche, como por deseo de evitar a Gertrudis la inquietud que su retraso podía producirle. Cuando llegaba al lindero del bosque, vio a Jost que venía hacia ella. El joven le tendió la mano con amistosa sonrisa, diciendo:

— Vine a buscarte; pensé que era demasiado oscuro para que tú pasaras sola por el bosque; no puedo dejarte sin protección en estas circunstancias.

— ¡Puedes evitarte tantos cuidados! —  dijo Verónica brevemente cruzando al otro lado del camino. Jost cruzó también.

— Verónica — dijo al cabo de un rato—, no debes tratarme como me tratas desde que Dietrich se marchó. Yo sé también como tú que él hizo mal huyendo de esa forma sin dejarte dicho a dónde pensaba ir; pero quizá escriba y, mientras tanto...

— No digas ni una palabra más —  le interrumpió Verónica.

Así, pues, Jost se vio obligado a guardar silencio durante un rato. Ella volvió a cruzar al otro lado del camino y Jost la siguió, diciéndole con todo insinuante:

— ¿No comprendes, Verónica, que yo no tengo la culpa de que las cosas hayan resultado así? Muchas veces pensé en ti cuando veía que Dietrich arriesgaba tanto dinero y le decía “piensa en ella”, porque sabía lo que tú opinabas de esas cosas.

— ¡Oh, cállate, Judas! —gritó Verónica, llena de rabia, echando a correr con todas sus fuerzas. Jost la siguió, pisándole los talones. Cuando hubieron pasado el bosque y se encontraban ya en los límites de Tannenegg, él le dijo en tono dulzón:

— Verónica, ¿no ves lo preciosa que eres para mí? Te protegeré y cuidaré de ti aunque tú no me dirijas la palabra. Vendré a buscarte todos los días, pues no puedo consentir que cruces el bosque sola. Puedes encontrarte en él con toda clase de gentes y habrá veces que te alegrarás de mi compañía. Y poco a poco, te irás convenciendo de lo mucho que te quiero.

Verónica Se hallaba entonces cerca de su casa. Apretó el paso y, sin volver siquiera la cabeza una vez, entró de un salto en ella y cerró la puerta a toda prisa.

— Yo acabaré por domesticarte —  murmuró Jost, mordiéndose los labios hasta que brotó sangre de ellos.

Verónica permaneció apoyada contra la puerta hasta que le oyó marchar; luego la abrió, y volvió a salir de nuevo, dirigiéndose a la casa del sacristán. Blasi se hallaba en la puerta, con aire entristecido y las manos metidas en los bolsillos. Estaba reflexionando melancólicamente en que acababa de gastar el último céntimo de la moneda que le dio ]udith, para pagar su vaso de cerveza en el Rehbock. No veía ningún destello de esperanza en el porvenir y aquello le hacía mirar desconsoladamente al suelo. De repente, vio a Verónica junto a él. Se le quedó mirando, sorprendido.

— Blasi, ¿quieres hacerme un favor? — le preguntó ella en tono amistoso—. Yo te lo pagaré cuando necesites algo de mí.

Aquella era una oportunidad inesperada. Blasi abrió aún más los ojos y la miró, encantado.

— Dime de qué se trata, Verónica — dijo—. Haría cualquier cosa por ti.

— Sólo quiero que vayas a buscarme todas las tardes al lindero del bosque hasta que los días vuelvan a alargar. ¿Quieres? Yo te pagaré el vaso de cerveza que tomas por la noche.

Blasi seguía mudo de asombro, mirando a Verónica que aguardaba su respuesta.

— ¡Cómo! ¿Quieres que vayamos los dos? — dijo de repente—. No lo comprendo. Jost va también, porque tú le dijiste que fuera a buscarte.

Los oscuros ojos de Verónica brillaron con un fuego que deslumbró al pobre Blasi.

— ¡Ah, sí! ¿Conque le dije que fuera?... ¿ Quién te contó tal cosa?

— Jost lo contó él mismo anoche, en el Rehbock, ante una sala llena de gente; y algunos dijeron que ibas a demostrar que podías pasarlo muy bien sin el que se escapó.

Verónica se puso roja como la púrpura.

— Dile a Jost — dijo desdeñosamente—, que aunque no sirva para otra cosa, es un maestro en el arte de mentir. Yo se lo hubiera dicho en persona, pero no quiero volver a hablarle. ¿Quieres venir a buscarme mañana o no, Blasi? —  y decidida dio media vuelta para marcharse.

— Claro que si, si estás enfadada con Jost. Puedes contar conmigo— replicó alegremente. Ella, entonces, le dio la mano y se marchó.

A la tarde siguiente, mientras Blasi se dirigía tranquilamente hacia el bosque, se encontró con Jost que le encaminaba a toda prisa al mismo lugar.

— ¿Adónde vas? —  le preguntó perentoriamente Jost.

— Voy a buscar a Verónica; me pidió que lo hiciera —  repuso Blasi, a quien no desagradaba que se supiera adónde iba.

— Tienes que ser muy estúpido para tomar en serio una broma allí —dijo Jost, soltando la carcajada—. ¿No comprendes que ella queda burlarse de ti? Anoche dos reímos mucho cuando me dijo que pensaba hacerte ir todo el invierno a Fohrensee para buscarla; y que tú nunca te enterarías de que ella te estaba tomando el pelo. Por lo visto, la cosa no ha empezado mal.

Jost volvió a reír con todas sus fuerzas y Blasi comenzó a vacilar.

— Si al menos supiera cuál de los dos mentíais —  dijo, y se detuvo para reflexionar. De repente echó a correr a toda prisa, pues se le había ocurrido la idea de que, por el aspecto de Verónica podría decidir, si ella le había engañado o no. Jost vio que Blasi estaba decidido a no abandonar la empresa; así, pues, dio media vuelta y desapareció entre los arbustos, pues no tenía ninguna gana de que Blasi viera cómo le trataba Verónica.

Cuando Blasi se encontró con Verónica, el rostro de la muchacha era tan dulce y amable, que al pobre chico le impresionó su belleza. No parecía el rostro de una persona que quiere burlarse de alguien.

Verónica era sincera. Habló cariñosamente con él durante el camino, más amable de lo que él creía podía ser, y cuando se separaron, le dijo persuasiva:

— Vendrás mañana y todos los días, ¿verdad, Blasi?

Luego puso una moneda en su mano y le dio las gracias por tu bondad, tan amablemente que parecía como si él le hubiera hecho un gran favor en lugar de haber recibido el pago por el servicio que le había prestado.

Cuando el muchacho se alejó, nuevas ideas invadieron su cerebro. Por primera vez en su vida, sintió deseos de emplear el dinero que tenía en la mano en algo que no era una bebida. Recordó que no llevaba corbata, y se dio cuenta de que iba sucio y desarreglado. Así no podía ir un joven a quien la gente veía acompañado de la linda Verónica por la carretera. Por la mañana se compraría una corbata; tenía dinero suficiente para comprarla. Entonces sus pensamientos le llevaron aún más allá. Verónica no le había hablado con tanta amabilidad desde hada más de un año. No lo hacía para burlarse de él, Jost era un mentiroso como ella le había dicho; y si no, ¿por qué echó a correr en lugar de acompañarle al encuentro de Verónica? No, no se dejarla engañar más tiempo por él. Mientras caminaban, ella le había hecho muchas preguntas acerca de si mismo; en qué trabajaba y si le iban bien sus negocios, etc., etc. El no había podido contestarle muy satisfactoriamente cuando le preguntó esto, pues desde el día de la Confirmación, hacía tres años, no había hecho más que esperar a que algo se presentara. No tenía otra cosa que hacer más que tocar la campana a las once, y luego permanecer en la puerta de su casa hasta que era hora de volver a tocarla a las cuatro. Luego, por las tardes, se iba al Rehbock para saber las noticias que corrían por el lugar. Todo esto se le presentaba bajo un nuevo aspecto ante sus ojos, ahora que Verónica le había preguntado por sus ocupaciones. Después le había animado tan cariñosamente que buscara algo que hacer, y le había prometido ayudarle en lo que pudiera. ¿Por qué se preocupaba por él? Y, de repente, una luz vino a iluminar su ignorancia.

— Dietrich se ha ido y no es muy probable que vuelva — se dijo,— ella detesta a Jost; y las mujeres hacen siempre lo último que uno esperaba que hicieran; lo he oído decir más de mil veces. ¡Está enamorada de mi! ¡Santo Dios! —gritó lleno de sorpresa. cuando la idea se le presentó en toda su magnitud—. ¡Entonces debo acicalarme! Hoy mismo daré el primer paso.

La idea que se le había ocurrido a Blasi, de que Verónica quería que él ocupara el lugar de Dietrich, le sugirió un plan aún más completo. Decidió convertirse cuanto antes en talabartero y, antes de entrar en su casa, dio media vuelta y se dirigió al jardín de Gertrudis.

El obrero de Gertrudis se paseaba de arriba abajo por él para recrearse un poco, pues nunca iba a la taberna. Blasi se acercó a él y le abrió su pecho; le dijo que quería ser talabartero y quería que él le enseñara el oficio.

El obrero accedió gustoso; se dijo que sería un cambio agradable el tener un muchacho joven con quien hablar, en lugar de pasarse el día sentado ante la ventana, trabajando en silencio. Le dijo que hablaría con el ama y que Blasi podía volver por la contestación a la mañana siguiente. Estaba seguro de que ella estaría conforme, pues siempre le pedía consejo en los asuntos del negocio.

— Porque mira, Blasi — le dijo pomposamente— , si yo no cuidara de las cosas todo el negocio se arruinaría. En realidad, sólo hay dos medios de salvarlo j o Dietrich tiene que volver, y eso pronto, para encargarse del negocio y trabajar en él más aún que antes, o si no tendrá que venir a parar por completo a mis manos, y yo me quedaré con él con pérdidas y ganancias.

— Podría haber un tercer medio; ¿quién sabe? —  dijo Blasi significativamente, y guiñó el ojo tan misteriosamente al obrero: que éste se dijo:

— Por lo visto, éste sale ahora del Rehbock.

Capítulo IX

Gertrudis da buenos consejos

Los fríos y tristes días de diciembre habían llegado. Ahora siempre oscurecía mucho antes de que Verónica hubiera llegado a su casa; pero nunca tenía que apresurarse por miedo a cruzar el bosque sola, pues en el lindero de éste hallaba siempre a Blasi en el preciso lugar donde las casas comenzaban a escasear. Si hacia buen tiempo, lo encontraba paseándose de arriba abajo frente a la cabaña que marcaba el límite de Fohrensee; y si llovía o nevaba, guarecido bajo el abrigo de sus aleros. Nunca faltaba y unca llegó tarde. Sin embargo, todo el día andaba muy ocupado y tenía que correr la mitad del camino para llegar a la cabaña a tiempo. Su maestro no le dejaba libre ni un solo momento hasta que no terminaba su jornada de trabajo.

Gertrudis había acogido favorablemente la petición de Blasi, y el obrero había comenzado en seguida a enseñarle el oficio. Ahora trabajaba de la mañana basta la noche, nunca tenía tiempo de meterse las manos en los bolsillos, y el talabartero le imponía en todos los detalles de su trabajo, orgulloso de mostrarle lo a fondo que conocía su oficio. Blasi estaba contento y más que contento con su nueva vida; se daba cuenta con alegría de que era un ser útil, y había aumentado su propia estimación. Le parecía que era casi un caballero. Pero en cuanto terminaba su trabajo y echaba a correr basta Fohrensee y bacía luego el camino de vuelta, se hallaba tan cansado que sólo tenía gana de acostarse; no tenía tiempo ni deseos de holgazanear. Y así, pues, llegó un tiempo en que cuando Verónica le dio su moneda él se opuso a que se la diera, diciéndole que no quería ser pagado y prefería que aceptaran sus servicios a título de simple amistad. Verónica consintió en aceptarlos así, pero de cuando en cuando le decía: “Blasi, hoy es tu cumpleaños”, u “hoy es el festival de las cerezas y queda hacerte un regalito”, u hoy he trabajado horas extraordinarias, y me gustaría darte parte de la paga pues si no hubieras venido a buscarme, yo no me habría podido quedar hasta tan tarde”; y cada vez le ponía en la mano una moneda de bastante valor, así que él tenía ahorrada una suma considerable de dinero. Luego, un día le daba un pañuelo de seda; otro, media docena de camisas nuevas, blancas como la nieve; o un paquete de pañuelos listos para el uso; y todo ese aumento de guardarropa y dinero aumentaba su nivel de vida y espoleaba su ambición.

La noche de Nochebuena, Verónica llegó muy tarde a su casa. Era una noche oscura y lluviosa. Se había retrasado, pues había estado arreglando las cosas de la escuela. dejándolas en orden para las vacaciones.

Cundo entró en el gabinete halló a su madre trabajando a la luz de la lámpara. cosiendo una vieja valija del correo. Los años habían marcado su huella en Gertrudis; aunque seguía siendo tan industriosa como siempre, no podía trabajar tan fácilmente como antes.

— ¡Oh, madre. no puedo dejar que hagas un trabajo tan pesado! —dijo Verónica, tan pronto como vio lo que estaba haciendo—. ¿No te dije que yo —volvería a casa temprano para arreglarla para el otro día de Navidad, y no solamente lo has hecho tú, sino que te encuentro trabajando en esa valija? No puedo consentir que lo hagas. ¿Por qué no dejas que haga yo un poquito y mientras tanto descansas un rato? Estás muy fatigada.

— Tú también necesitas la noche para descansar, hija querida, después de haber estado trabajando todo el día — le dijo Gertrudis cariñosamente—. Y me alegro de que se trate de un trabajo como éste, que yo puedo hacer. Quiero que él se lo encuentre todo tal y como estaba cuando vuelva a casa. Creo que con previsión y economía puedo arreglarme de modo que no tenga que vender esta casa mientras él está fuera. Estoy segura de que se alegrará mucho al ver que aún tiene un hogar. Y, además. eso le ayudará a emprende; una nueva vida y le hará volver a sus antiguas ideas.

— ¡Madre, madre, esa no es una razón para que tú trabajes más allá de tus fuerzas! Has cuidado de mí durante todos estos largos años, y ahora es justo que me llegue a mí la vez de cuidarte. No te preocupes por la casa, querida madre; he hecho un arreglo con el tratante en ganado. Cuando me dijiste que te había amenazado con quedarse con ella, fui a verle y logré que me dejara arreglar el asunto. El se alegró mucho de que yo me comprometiera a irle pagando el dinero poco a poco, pues no veía otro medio de cobrarse.

— ¿Es verdad. Verónica? — dijo Gertrudis, y una sonrisa de alegría apareció en su rostro—. ¡Si supieras qué peso me has quitado del corazón! ¡Oh, eres buena y valiente! ¡Si al menos pudiera verte contenta, qué feliz sería! ¡Si pudiera saber qué es lo que puede hacerte feliz! ¡Haría cualquier cosa por lograr que fueras dichosa!

— No hay que pensar en eso, madre querida. La felicidad no se hizo para mí. Quizá otros puedan ser felices. pero yo no — Verónica hablaba con voz emocionada—. He trabajado y luchado por conseguirla desde que era muy pequeña, pero en vano. La prima Judith me dijo que la fortuna se conseguía por medio del trabajo, y que fortuna. significaba lo que uno más quería; por eso yo trabajaba siempre, aun cuando no sabía qué era lo que yo más quería. Después, cuando comprendí que la única fortuna que yo quería era la felicidad, seguí trabajando porque quería ser feliz, pero no fue así.

Mientras trabajaba no hacía más que pensar en todas las cosas tristes o desagradables que me habían ocurrido. Entonces Sabina me dijo cómo, cuando ella sufría lo indecible por su deformidad, había encontrado un consuelo en la lectura —y Verónica relató cómo Sabina le había enviado sus encantadores libros, y cómo ella había tratado de ahuyentar sus penas con el nuevo interés que hallaba en ellos—. Pero —añadió suspirando—  no me sirvió de nada; nada puede ayudarme. Mientras leía seguía siendo desgraciada. i Qué me importaba a mí lo que estaba escrito en aquellos libros! ; mis penas no eran por eso menores. Mis antiguas ideas volvieron a no dejarme en paz. Aun cuando estaba leyendo no podía fijar mi atención en lo que leía, y cuando dejaba el libro, no había ganado nada con su lectura. La felicidad no se ha hecho para mi, y el poema que hay en mi rosa, quizá sea cierto para los demás; no para mí. No puedo “apoderarme” de la única “fortuna” que apetezco.

Verónica había hablado apasionadamente, con una vehemencia que Gertrudis nunca había visto en ella. Su carácter firme y disciplinado nunca le había traicionado, hallando su expresión en tales palabras. Ahora que las compuertas del dique estaban abiertas las aguas se desbordaron. Gertrudis se entristeció al ver su emoción.

— Verónica — dijo cariñosa y tristemente—, no sabes lo que eso me apena. No tenía idea de que sufrieras así. Siempre has sido tan callada y reservada que creí que tu espíritu estaba en paz, aunque tu rostro tuviera a veces un gesto de tristeza. Ahora veo que tienes el corazón oprimido. Si al menos pudiera enseñarte el camino que conduce hacia la paz... hacia la felicidad.

La muchacha no dijo nada; no hizo más que menear la cabeza como si dijera: “La paz no se ha hecho para mí, y sus ojos brillaban con el fuego de su excitación interior.

— Verónica —dijo de pronto Gertrudis— , mañana es Navidad. ¿No recuerdas que cuando erais niños rezábamos siempre juntos por la noche, y lo felices que eran entonces todas nuestras Navidades, lo contentos que decíais vuestras oraciones? ¿Quieres rezar ahora conmigo, hija mía, como hadas cuando eras pequeña?

La muchacha volvió el rostro y se enjugó las lágrimas.

— Así lo haré, madre —dijo, haciendo un esfuerzo por tranquilizarse—, eso me recordará los felices días pasados y te proporcionará un placer.

Juntó sus manos y comenzó a rezar el Padrenuestro. Gertrudis la imitó, reverentemente. Cuando llegó a las palabras. “Perdónanos nuestras deudas”, Verónica ocultó el rostro entre sus manos y prorrumpió en violentos sollozos.

— No, madre, no debo decir eso. Yo no puedo perdonarle. No puedo perdonar a Dietrich el haberte tratado así, y luego haberse escapado y escondido sin enviarte siquiera una carta para que supiera dónde está. Debe comprender que estás sufriendo, y yo también. ¡Y ese Judas! Nunca, nunca podré perdonarle. El fue el que arrastró por mal camino a Dietrich y le engañó. El ha sido el que ha deshecho nuestra felicidad. ¿Cómo puedo perdonarle? ¿No merece nuestro odio? ¿Puedo dejar de desearle el peor castigo que haya sufrido ser humano alguno?

Verónica se puso a sollozar como si la contenida angustia de su corazón fuera incapaz de aliviarse con nada. Gertrudis aguardó en silencio, con las manos cruzadas, a que aclarara la tormenta. Al fin le dijo dulcemente:

— Si yo sintiera lo que sientes, hija mía, no podría soportarlo. Me mataría. Pero no me ocurre lo que a ti. Cuando mi Dietrich era un niño y yo tenía que ocuparme de todas sus cosas, pues él no tenía la edad suficiente para cuidarse solo, había muchas cosas de su carácter que me preocupaban. Siempre quería ser el primero en todo, y lo que le gustaba tenía que tenerlo al instante, sin esfuerzo ninguno de su parte. Conforme fue creciendo, esas cualidades crecían con él, y yo comprendí que, sin la disciplina de una buena escuela, su terquedad le impediría llegar a ser algo grande y bueno. Desde los primeros días de su vida, lo puse en manos de Dios y rogué que El me guiara y aconsejara en su educación. Y durante estos años, mi súplica constante por mi hijo, ha sido: “Condúcele según Tu voluntad, oh, Señor, y no le dejes de Tu mano”. Cuando llegó la hora de esta dura prueba, que casi no tuve fuerzas de soportar, no perdí, sin embargo, mi fe y pensé que Dios, a Quien yo había entregado a mi Dietrich, no le dejaría perderse. Si la vida tenía que enseñarle sus duras lecciones, mejor era que las aprendiera bien para purgar con ellas sus pecados. Y aunque yo tenga que sufrir también, hágase la voluntad del Señor; yo he tenido muchas pruebas en mi vida, y todas ellas me han servido de mucho. No estés tan enojada con Dietrich porque no ha escrito. Quizá haya escrito y la carta se ha extraviado. Yo todos los días espero carta suya, pero si no escribe puedes estar segura de que el pobrecito no lo pasa muy bien. El sabe lo mucho que le queremos y si se ha extraviado por un mal camino, debemos compadecerle aún más y rogar a Dios que vuelve a llevarle al camino del bien. En cuanto a Jost, yo pienso como tú que él tiene la culpa de lo ocurrido a nuestro Dietrich. Le arrastró al mal y le engañó. Jost es una pobre oveja descarriada que ha huido del redil. No tiene nadie que la guíe, nadie que le enseñe cómo volver a él. Está solo en el mundo. ¿No debemos rogar para que pueda conocer la maldad de sus actos, para que su conciencia se despierte y pueda arrepentirse y salvar su alma?

Verónica había escuchado atentamente lo que Gertrudis decía.

Después de una pausa repuso pensativa:

— Madre, ¿eres feliz con esa fe en Dios?

Y sin vacilar un instante, ésta le respondió:

— No sé de nada que pueda hacernos más feliz que la fe... la firme confianza de nuestros corazones en Nuestro Padre Celestial, que ordena nuestras vidas para que todo lo que ocurra en ellas sea para nuestro bien si le obedecemos y nos unimos a Él. Yo no soy muy instruida, Verónica; no he leído tanto como Sabina la coja o como tú, y tú comprendes las cosas mucho mejor que yo; pero me parece que habrías sacado más con la lectura de tus libros, si hubieras tratado de encontrar en ellos algo que te sirviera para alivio de tus penas en lugar de interesarte por las costumbres de otras personas y el modo cómo viven, si hubieras aprendido en esos libros que Jesucristo, Nuestro Señor, fue el primero en decirnos que todos los hombres eran iguales ante Dios, y que un alma vale tanto como otra ante Él, y cómo nuestro Salvador trajo al mundo la buena nueva de que tenemos un Padre Celestial, que ama a sus hijos y los bendice si ponen su confianza en El. Nuestro Salvador nos muestra el camino que conduce a ese Padre Celestial, y nos ayudará. a vencer las dificultades que se nos presenten en él. Nos habla con una ternura más grande que la del mejor amigo, y nos invita a dejar nuestras cargas y pesares en su gozo, pues El nos ayudará a soportarlos.

— Pero madre —dijo Verónica, mirando asombrada y casi espantada el rostro lleno de paz de ésta—, ¿puedes decir de veras que has encontrado la paz y la felicidad, cuando no tienes noticias suyas y no sabes si dentro de un minuto puedes enterarte de que le ha sucedido algo horrible?

— Si, Verónica, lo digo y lo siento —repuso Gertrudis, y sin necesidad de sus palabras, su rostro habría demostrado que lo que decía era cierto—. Sé que todo lo que nos sucede procede de Dios y es para nuestro bien. Por eso, Verónica, debemos desechar de nuestros corazones todo odio y amargura; esos son malas pasiones, y debemos pedir perdón por haberlas sentido. ¿Seguimos con la oración donde habíamos quedado, hija mía? Trata de rezar conmigo; eso te aliviará. 

Verónica permaneció un rato en silencio y luego se levantó y se fue a su cuarto. No podía dormir, pero no se sentía inclinada a buscar consuelo a sus penas en la costura, como tenía por costumbre hacer. Las palabras de Gertrudis habían hallado un eco en su corazón. ¡Cuán frecuentemente había dicho en .los últimos tiempos, llevada de la amargura de su corazón! :

— Sí que es una bonita verdad la que,

“La fortuna está a la vista de todos,

Para ganarla hay que saber apoderarse de ella”.

Pero ahora Gertrudis le había enseñado que, después de todo, aquellas palabras eran verdaderas y que ella se había apoderado de la Felicidad, la mayor de las Fortunas, aun en medio de su gran pena, mayor aún que la de Verónica.

La noche pasó sin que Verónica pudiera dormir; pero las palabras de su madre sonaban sin cesar en sus oídos y ella luchó por tratar de tranquilizar y aquietar su inquieto corazón.

Capítulo X

El hombre propone y Dios dispone

Seguían sin recibir noticias de Dietrich. Jost hizo algunas tentativas para demostrarle a Verónica lo mucho que ansiaba conquistar su favor. Muchas veces iba a buscarla, y se esforzaba por convencerla de la sinceridad de su cariño. Pero no podía alabarse de que sus esfuerzos le sirvieran de algo; pues Verónica iba siempre acompañada de Blasi, quien marchaba a su lado con aire triunfante, como si quisiera decir: “¡Jost puede juzgar por si mismo quién tiene aquí el lugar de honor! Cuando Jost se unía a ellos, Verónica tenía buen cuidado de que Blasi ocupara el puesto libre entre ella y el intruso, y nunca le dirigía la palabra, ni parecía oír lo que los dos decían. Jost se tornaba pálido de contenida ira. Y cuando se encontraba con Blasi en otras partes, le dirigía palabras desdeñosas. Si Blasi entraba por casualidad en el Rehbock para tomar un vaso de cerveza, Jost exclamaba:

— ¡Hola, ella lo permite esta noche, imbécil de criado! ¿Qué pasará cuando ella no necesite más tus servicios y te despida? Ya empieza a ablandarse conmigo, pero hasta que me suplique que le hable no le haré caso ni le dirigiré la palabra.

Frases como éstas, dichas delante de todas las personas reunidas en el Rehbock, exasperaban a Blasi, y varias veces cogió su jarro de cerveza para tirárselo a la cabeza al insolente. Sin embargo, nunca lo hizo porque Verónica le había rogado que no hiciera ningún caso a Jost y, especialmente. que no se peleara con él, y la influencia que ella ejercía sobre Blasi iba tornándose cada día más fuerte. Así, pues, nunca le tiró el jarro, sino que lo apuraba de un trago y salía de la sala.

Por aquella época, Blasi comenzó a encontrarse muchas veces con Judith, cuando iba a buscar a Verónica. Judith, por lo visto, tenía algún asunto que la obligaba a ir con frecuencia a Fohrensee. Extraños rumores corrían entre los vecinos de Fohrensee; pues todos ellos sabían que iba a visitar al tratante en ganado. Con frecuencia solían verlos en la calle, frente a la casa, gesticulando vehementemente con brazos y manos. Y la gente decía:

— Algo va a ocurrir. Acabarán por casarse. Claro está que ella es mucho más lista que él, pero también él es veinticinco años más joven y eso es algo.

Una tarde del mes de enero, Judith se encontró con Blasi cuando éste doblaba la esquina de la casa de Gertrudis, donde estaba siempre trabajando basta que llegaba la hora de ir a buscar a Verónica.

— ¿ Qué te pasa que vas siempre riéndote y con una cara de contento como si hubieras ganado en el juego? —  preguntó Judith.

— Precisamente eso era lo que yo iba a preguntarle —respondió Blasi—. ¿Qué motivo de risa tiene?

— Contéstame y yo te contestaré, muchacho.

— Está bien; no es nada para avergonzarse. Ella me quiere a mí.

— ¡Santo Dios! — exclamó Judith—. ¿Quién? ¿De quién hablas?

Blasi dio media vuelta y señaló con el dedo la casa que acababa de dejar.

— Esa —dijo simplemente.

Judith soltó la carcajada.

— ¿Está enamorada de los tres? — dijo—. Primero era Dietrich, luego Jost y ahora tú.

— No veo la gracia — dijo enojado Blasi—. Dietrich se ha escapado y ella huye de Jost como si fuera la peste, ¿entonces quién queda? ¿A quién va a llamar en su ayuda el día que necesite a alguien?

Judith seguía aún riendo.

— Ahora le toca a usted —dijo Blasi—, dígame qué es lo que motiva su satisfacción.

— Algo muy parecido a lo tuyo Blasi; acércate — y le murmuró: — Yo también tengo a quien querer.

— ¡Dios bendito! — exclamó Blasi—. Va a ser tan rica como un judío, porque el tratante en ganado tiene más dinero que todos los vecinos de Fohrensee juntos.

— No hablo del tratante en ganado.

— ¡Bah!, ¿entonces de quién habla?

— De otra persona, y te aseguro que ella no va a olvidarse de mí en mucho tiempo.

Y mientras hablaba, Judith hizo un gesto con las manos como si quisiera estrangular a alguien, alguien que no escaparía vivo de sus uñas.

Blasi meneó la cabeza y se alejó en silencio. Pero en su interior iba pensando; “No la comprendo; tiene la cabeza perdida. Pero, después de todo, no es más que una mujer”.

Poco después había llegado a la casita del lindero. Verónica no tardó en llegar; Blasi se unió a ella y los dos se pusieron en camino sobre la tierra dura y helada. La muchacha iba más silenciosa que de costumbre, absorta en sus pensamientos. En la mitad del bosque se detuvo de repente y dijo:

— Blasi, ¿ quieres hacerme un gran favor?

— Haría cualquier cosa por ti, Verónica — fue la pronta respuesta.— Saltaría al estanque grande si tú me lo dijeses y nunca más saldría de él. 

— No, ahora no podrías hacerlo; está helado —dijo la muchacha, riendo—. No quiero que hagas eso, sino algo muy distinto. ¿Crees que podrás averiguar si Jost sabe algo de Dietrich? Quizá él le baya dicho a Jost dónde está y adónde se le podría enviar una carta.

— Si, pero dime, Verónica, ¿todo este tiempo seguías pensando en él? — preguntó el pobre Blasi, desilusionado.

— No hablemos de eso —repuso ella brevemente—. Para decirte la verdad, estoy muy inquieta por nuestra madre. En los últimos tiempos no se encuentra muy bien, y no hace más que decir: “¡Si al menos pudiera verle una vez más!”, como si pensara que no iba a vivir mucho. ¡Oh, ayúdame a averiguar el paradero de Dietrich si es que puedes, Blasi, ayúdame!

Los ojos de Verónica estaban llenos de lágrimas cuando los alzó implorantes hacia BIasi. Este se sintió profundamente conmovido a la vista de las lágrimas; pero se le había ocurrido un pensamiento que le llenó de miedo: “Ahora empieza a ablandarse y todo resultará como Jost dijo”. Y decidió impedírselo a toda costa.

— ¡No pierdas el ánimo y yo haré todo lo que pueda! ¡Ya veré lo que puedo hacer! —  le dijo en tono decidido y con su aire más valeroso.

La dejó en la puerta de su casa y se alejó a toda prisa. Averiguaría todo lo que Jost podía o queda decir del paradero de Dietrich. Echó a correr hacia el Rehbock, donde encontró a Jost sentado ante su vaso. Porque aunque Jost, según él decía, tenía la desgracia de tener que pasarse el día trabajando mientras los demás hacían lo que les parecía bien, por lo visto debía sacar bastante dinero con su trabajo, ya que éste le permitía pasarse la noche en el Rehbock, bebiendo vaso tras vaso hasta altas horas de la noche.

Blasi se sentó a su lado e inició el asunto muy hábilmente. Quería saber qué había sido de su viejo amigo, en dónde estaba ahora y si había medio de comunicarse con él. No le importaba pagar lo que se bebiera aquella noche, dijo, si Jost le decía exactamente todo lo que sabía de Dielrich, pues los tres habían sido amigos de niños y debían seguir siéndolo. Mientras Blasi hablaba de modo tan inteligente, Jost le miraba de reojo, y cuando terminó le dijo burlonamente:

— ¡Ah!, ¿conque al fin se ha ablandado? Ya me lo esperaba. Dile que puedo darle todos los informes que desee; pero que tiene que venir a pedírmelos ella y hablarme amablemente como yo le hablo. Dile que nunca volverá a verlo en toda su vida; está demasiado lejos. Pero si quiere enviarle una carta, no tiene más que pedírmelo y yo le haré ese favor, si ella quiere hacerme a mí uno a su vez. Ahora, Blasi, vete y dale ese recado de mi parte. Yo me pagaré la cerveza.

Blasi se quedó pasmado. Jost había comprendido desde el primer momento adónde iba a parar con sus subterfugios y le había tratado con desdén. ¿Cómo iba a llevarle ese recado a Verónica? Quizá volviera a llorar de nuevo al oírlo y le daba mucha pena verla llorar. Pero era inútil discutir con Jost, que le miraba sonriendo despreciativamente. Por primera vez en su vida, Blasi dejó el vaso sin vaciar. Se metió la gorra y salió de la taberna. Cuando entró en la casita de la viuda, halló a Verónica junto a la mesa, terminando de coser una vieja valija del correo. Al verle entrar la dejó y le dirigió una mirada ansiosa.

— Es inútil; Jost está furioso —y Blasi tiró su gorra al rincón más lejano de la habitación. Luego le relató su conversación y dijo claramente que, para él, era inútil querer sacarle algo a Jost.

Verónica guardó silencio durante algún tiempo, pensando en las palabras de Jost.

— ¡Quiere humillarme! Tengo que ir a rogarle que me lo diga; tengo que ser amable con él y hacerle un favor. ¿Qué favor? No, no quiero tener que ver nada con él.

Volvió a tomar de nuevo la valija, cosió el último agujero y dejó la labor. Luego dijo:

— ¿Puedo pedirte un favor aún, Blasi? Espero poderte pagar algún día tus bondades.

— No tienes más que hablar, Verónica —dijo Blasi—. Haré lo que me digas. Si quieres me iré en busca de Dietrich, aunque tenga que ir a pie hasta Australia.

— ¡Oh, no; no es un viaje tan largo como todo eso! Siento mucho tener que pedirte que me hagas un recado tan desagradable pero mi madre está muy preocupada porque aún no se ha enviado esta valija al correo. Tiene mucha prisa por dejarlo todo arreglado. Como si no tuviera tiempo que perder —Verónica hizo una pausa, y las lágrimas cuya vista tanto turbaba a Blasi, inundaron su rostro—. Le prometí que la valija sería entregada mañana por la mañana, a •primera hora, y como ves no puedo pedirle ese favor a nadie más que a tí. No puedes dejar tu trabajo por el día y por la noche tienes que ir a buscarme; así que no queda otra hora que por la mañana temprano.

— La llevaré aunque nieve y hiele; pero, ¿adónde tengo que ir?

— No es un camino muy agradable, a menos que des un largo rodeo por la carretera. La valija pertenece a la oficina de correos del Valle. ¿Crees que podrás bajar por el sendero, con lo empinado que es y la nieve que hay en él? Me apenaría muchísimo si te sucediera algo, Blasi.

Pero Blasi no tenía miedo. Estaba orgulloso de poder demostrarle Verónica que podía contar con Su valor, cuando había que hacer frente a las fuerzas de la Naturaleza y no a las traidoras mañas de Jost.

Verónica luchó duramente consigo misma, aquella noche: ¿Debo hacerlo?, se preguntaba una y otra vez y su corazón se rebelaba siempre contra la idea y terminaba gimiendo en alta voz:

— ¡Oh, no puedo, no puedo!

Luego, la imagen de Gertrudis se alzaba ante ella, pálida y dolorida, y le oía pronunciar estas desgarradoras palabras: “¡Si al menos pudiera verle aunque sólo fuera una vez!”

Verónica no pudo dormir, pero tampoco logró decidirse.

A la mañana siguiente parecía como si hubieran querido tomarle la palabra a Blasi, y su deseo de servir a Verónica, hiciera el tiempo que hiciera, fuera puesto a prueba; porque nevaba furiosamente cuando salió de la casa y el viento soplaba con tal violencia, que casi no podía hacerle frente. La nieve le daba en la cara y le cegaba, pero no consiguió detenerle. Siguió adelante, y aunque aún estaba oscuro y no podía ver a dos pasos de distancia, emprendió el camino tan confiada y tranquilamente como si le fuera imposible extraviarse. Y no se extravió. Cuando el día comenzaba a aclarar, vio que se hallaba cerca del Valle, a pesar de la nieve y el viento.

— Viene muy temprano — le dijo el jefe de correos, que estaba muy ocupado clasificando las cartas a la luz de una lámpara. Blasi le dijo que tenía que entregar su labor al amanecer, y después de haberle dado la valija y recibido el precio de su trabajo, se dispuso a volver. No habla dado ni veinte pasos, cuando el jefe de correos le llamó.

— ¡Eh, Blasi! Si quieres puedes hacer un favor que no te costará nada — y le tendió una carta—. Es para la viuda de Miller. Jost viene a retirar su correspondencia, pero me figuro que se alegrará de que le eviten un paseo en un día como hoy. Puedes decirle que hoy excuse de venir por aquí.

Blasi cogió la carta. La viuda de Miller era una anciana sorda, que vivía completamente sola, en una pequeña casa semiderruida, a un lado del camino sobre una colina solitaria. La senda que tomó Blasi pasaba frente a su casa. La mujer era tía de Jost y había conocido mejores tiempos en vida de su esposo; pero ahora, se hallaba en la miseria, y se había amargado y no quería saber nada del resto del mundo.

Blasi se abrió camino hasta la cabaña por entre la nieve, espesa y profunda. Al acercarse a la puerta sacó la carta del bolsillo y miró la dirección.

— ¡Santos cielos! ¡Si es de Dietrich! — exclamó—. No copié todos sus trabajos en la escuela en balde. ¡Conozco su letra como si fuera la mía!

En su excitación, se habla puesto a hablar en alta voz, mientras llamaba repetidas veces a la puerta, que la anciana no se dio mucha prisa en abrir. Al fin abrió él mismo la puerta y entró en la habitación. La viuda se hallaba sentada y se le quedó mirando con asombro. Entonces, él le explicó cómo había venido con la carta, pero ella era demasiado sorda para entenderle. Blasi le puso la carta ante los ojos y le chilló al oído:

— ¡Léala! Quiero saber lo que dice. Es de Dietrich.

Ella apartó la carta diciendo:

— No es para mí. Yo nunca recibo cartas. Llévatela.

Blasi estaba completamente fuera de sí.

— Su nombre está en el sobre —dijo— . Así que la leeré; quiero saber lo que dice. — y abrió el sobre y comenzó a leer:

Hamburgo, 14 enero...

Mi querido Jost:

El encabezamiento extrañó a Blasi, que siguió, adelante. La carta era muy corta y él la leyó dos veces.

— ¿Quieres marcharte? —  le dijo la anciana enojada, porque Blasi permanecía allí, como si hubiera echado raíces en d suelo. Este volvió a meter la carta en el rasgado sobre y salió, pero se detuvo de nuevo en el exterior. ¿Qué hacer? La carta era de Jost. ¡Tenía miedo de él y había abierto una carta suya! De repente se le ocurrió una

idea y sin perder un momento la puso en ejecución. Cerró el sobre lo mejor que pudo, echó a correr hacia la oficina de correos, y dejó la carta en el mostrador, diciendo:

— La anciana dice que la carta no es para ella —  y echó a correr de nuevo hacia su casa.

Verónica no tuvo más que un pensamiento en todo el día. Gertrudis estaba tan enferma cuando fue a verla por la mañana que el corazón de Verónica exclamó: “¡Tienes que hacerlo!” Y todo el día no hizo más que, repetirse: “Lo haré esta noche”.

Cuando Blasi fue a buscarla aquella tarde, estaba tan ansioso por contarle lo que sabía, que casi no la saludó, antes de empezar a contárselo; pero su aspecto le asustó tanto que en vez de hablar exclamó:

— ¿ Qué te pasa? ¿Estás enferma? Siéntate en la cabaña y descansa un poco.

Verónica meneó la cabeza; no podía perder ni un momento, dijo, pues tenía mucha prisa por llegar a casa, y además no estaba enferma. Entonces Blasi le contó su historia; tenía tantos deseos de hacerlo, que casi se comía las palabras. Verónica le escuchaba con gran atención. De repente, su rostro asumió una expresión de tan deslumbradora alegría, que Blasi se quedó todo confuso y perplejo.

— ¡Hamburgo! ¿Dijiste Hamburgo, Blasi? ¿Es de ahí de donde venía la carta?

Sus ojos bailaban de alegría; Blasi nunca la había visto así.

— Claro que sí; estoy seguro de ello; puedo leer muy bien la letra de Dietrich —  y se dijo para sí: “Las mujeres son unas criaturas muy extrañas. Nadie las entiende. Hace un momento estaba muerta de pena, y ahora está más alegre que un día de sol”.

— Repíteme palabra por palabra lo que leíste en la carta, por favor, Blasi.

Él le dijo todo lo que podía recordar. No le llevó mucho tiempo. Dietrich decía que no tenía muchas cosas que contar, pero que escribía porque Jost era la única persona en el mundo que se preocupaba por él. Quizá algún día su madre cambiarla de modo de pensar; pero como la había hecho sufrir tanto, no esperaba quo le perdonara aún. Si Verónica iba a casarse con otro, él no quería saberlo. No podía decidirse a marcharse a Australia como Jost le aconsejaba; estaba demasiado lejos y casi estaba ya muerto de nostalgia en Hamburgo. Si le perseguían por haber matado a un hombre, pensaba que podía ocultarse muy bien allí y quizá, dentro de algunos años, cuando el asunto estuviera olvidado, podría volver a su casa.

Si ocurría lo peor y lo detenían, al menos volvería a su comarca, aunque fuera al Correccional. Si lo sentía, más que nada era por su madre. Quería que Jost le escribiera y le contara lo que pasaba en su casa, añadiendo que lo más seguro era enviar las cartas a la misma dirección, pues él iba siempre a recoger sus cartas en persona.

Verónica escuchó atentamente lo que le decía Blasi y cuando éste hubo acabado, siguió andando en silencio a su lado, absorta en sus pensamientos. De repente, él le preguntó qué debía hacer si Jost se enteraba que él habia abierto su carta y lo demandaba ante el Juez de Paz, pero Verónica le dijo que no creía que Jost quisiera hablar de la carta. Le aconsejó que, cuando se encontrara con Jost, se portara con él como si nada hubiera ocurrido. Ella se encargaba del resto. Blasi se alegró mucho de que las cosas se arreglaran así; tenía una confianza sin límites en la habilidad de Verónica.

Las cartas de toda la comarca se recogían en la oficina central de Fohrensee desde donde eran enviadas a la ciudad más próxima, para ser distribuidas en los distintos correos. Verónica trazó su plan de acuerdo con esto. Al día siguiente, tan pronto como llegó a Fohrensee, fue a la oficina de correos y pidió que le dejaran ver la dirección de una carta que acababa de ser enviada, con destino a Hamburgo. El jefe de correos, que la conocía muy bien, no halló nada extraño en su petición, pensando que tendría algo que ver con los trabajos escolares.

— Anoche llegó una carta para Hamburgo — dijo su hija, que era su ayudante—, ahí está con las otras que llegaron con ella.

El jefe de correos se acercó a la mesa, buscó la carta y se la dio a Verónica.

— La dirección no está muy bien escrita —  dijo.

La letra era la de una persona que no tiene costumbre de escribir, o que intenta desfigurarla a propósito. La carta iba dirigida a una mujer del mismo nombre que la viuda del molinero. El nombre de la calle era ilegible, pero las palabras, “Se pasará a buscar”, estaban escritas claramente.

Verónica estaba segura de que la carta que había ido a buscar era aquélla. Como se había imaginado, Jost había escrito el día anterior. Sin duda alguna había visto que la carta de Dietrich había sido abierta. ¿Escribía a Dietrich tan pronto para asustarle y hacerle marchar más lejos? ¿Le sugería una nueva dirección, al ver que la antigua había sido descubierta? Estaba segura de que Jost trataba de impedir que los demás se comunicaran con Dietrich. No había momento que perder. ¡Lo que habría dado por poder quedarse con la carta! Pero no se atrevió. Se la devolvió al jefe de correos y le pidió un trozo de papel. Su mano temblaba de emoción y su corazón latía tan fuertemente que creyó que el jefe de correos iba a oírlo.

Escribió lo siguiente:

“Querido Dietricb: tu madre está muy enferma. Ven cuanto antes. No tienes nada que temer.— Verónica”.

Metió el papel en un sobre, puso la misma dirección que había puesto Jost y se la tendió al jefe de correos.

— Muchísimas gracias — le dijo—. ¿ Quiere hacerme el favor de mandar esta carta por el correo de la mañana?

— Sí, si, ya comprendo; se trata de un asunto urgente —dijo éste echando las dos cartas en la misma pila—. Viajarán juntas y llegarán a Hamburgo al mismo tiempo.

Todo el día las manos de Verónica temblaron mientras trabajaba. Exteriormente estaba tranquila y serena; pero dentro de ella rugía una tempestad de conjeturas, temores y esperanzas. ¿Qué le había escrito Jost a Dietrich acerca de su madre... y acerca de ella? Jost evidentemente le había hecho creer que había matado a un hombre. ¿Qué razón tenía para engañarle así y mantenerle a distancia? Estas preguntas hicieron que las mejillas de Verónica se ruborizaran, pues sospechaba cuál era la respuesta. ¿Creía Jost que ella se casaría con él si Dietrich no volvía? Por la mente de Verónica pasaron toda la serie de soluciones posibles, y la conclusión a que llegó, la aterró. No quería pensar, sin buenas razones, que alguien pudiera ser un bandido; pero la evidencia de este caso resultaba irresistible. Si Dietrich volvía todo se aclararía. Pero, y si no volvía, ¿qué ocurriría entonces? ¿Era posible que todo siguiera igual? A la mañana siguiente hablaría de ello con Gertrudis.

Capítulo XI

El poema resulta cierto

Verónica no pudo realizar sus planes. Cuando llegó a su casa encontró a Gertrudis poseída de una fiebre altísima. Le habló a Verónica como si ésta fuese aún una niña y acabara de volver de la escuela. Verónica se sentó en silencio al lado de su cama e hizo todo lo que pudo por aliviarla y tranquilizarla y, cuando poco a poco, la mente de su madre se aclaró, le propuso ir en busca del doctor. Pero Gertrudis no queda un médico. Le dijo que no le dolía nada; no tenía más que un poco de debilidad. Verónica la veló toda la noche, pero como es natural, no hubo ocasión de hablar de la carta, ni de las emociones del día. No quería despertar esperanzas que quizá no se realizaran, y si Dietrich venía, ya era suficiente. Durante las largas horas de la noche, la muchacha pensó en los temores y esperanzas que le traía la vida, mientras Gertrudis dormitaba. De cuando en cuando dirigía palabras de cariño a sus hijas y Verónica comprendió que ella pensaba que los dos estaban a la cabecera de su cama.

Por la mañana, Gertrudis estaba mucho mejor. No queda ni oír hablar de llamar al médico, declarando que sólo necesitaba unos cuantos días de descanso.

Verónica no quiso dejarla; mandó recado a Sabina para que ella ocupara su puesto por unos días, sabiendo que podía confiar absolutamente en ella, pues Sabina la quería mucho y estaba muy orgullosa de su antigua alumna, que era la mejor maestra de la escuela adonde ella la había recomendado.

Aquel día y la noche siguiente, Gertrudis permaneció tranquila, dormitando casi todo el tiempo. Al tercer día, se veía evidentemente que estaba buscando algo, cada vez que abría los ojos, aunque no delirara; y con frecuencia, exclamaba:

— ¡Oh, si al menos pudiera verle una vez más!

Cuando el sol de la tarde entró por la ventana e iluminó la habitación, una sonrisa de felicidad brilló en su rostro y murmuró:

“Y entre sueños piensa,

mañana hará buen día”.

Un poco después se volvió hacia Verónica y le dijo:

— Verónica, cántalo de nuevo con él, por favor; es muy hermoso y me gusta oíroslo cantar juntos. “Mañana hará buen día”.

— Has estado soñando, madre; no hemos cantado —dijo la pobre muchacha secándose las lágrimas que acudían a su rostro.

Era ya de noche y todo estaba en silencio. La lamparita de noche iluminaba con su pálida luz el rostro de la madre, medio dormida. Verónica estaba sentada a su lado velándola. Sus inquietos pensamientos no le dejaban punto de reposo. ¿Habría recibido su carta? ¿Vendría? ¿Cómo? ¿Cuándo? y ¿cómo estaría su madre? De repente, Gertrudis se irguió en la cama con una fuerza que no había tenido en muchos días.

— ¿Ves? ¿Ves, Verónica? — le dijo—. ¡Ábrele la puerta! No debe permanecer ahí fuera llamando como un extraño. ¡Hazle ver lo mucho que nos alegramos de que haya vuelto!

— Nadie llama a la puerta, madre; estás soñando —dijo Verónica meneando tristemente la cabeza; pero la ansiedad de Gertrudis era más de lo que ella podía resistir y se puso en pie y salió de la habitación, pensando que su obediencia le agradaría. Entonces oyó unos pasos, pero como el camino pasaba frente a su casa. podría ser cualquier transeúnte. Abrió la puerta y... ¡Dietrich se hallaba ante ella!

— Me llamaste pues de no ser así no hubiera venido —dijo el joven como excusa, pues Verónica no decía una palabra. muda de sorpresa—. ¿Quieres darme la mano, Verónica?

Ella le dio la mano, diciendo solamente:

— Ven a ver a tu madre; oyó tus pasos y no hace falta prepararla. Debes dominarte; la encontrarás muy cambiada.

Dietrich entró en la habitación. Su madre se hallaba aún sentada en la cama, mirando la puerta, en actitud expectante. ¡Cuánto había cambiado! ¡Qué pequeña. delgada y débil parecía! Su vista acobardó por completo a Dietrich. De un salto se halló junto a su cama, la estrechó entre sus brazos y exclamó una y otra vez, entre sollozos:

— ¡Perdóname, madre querida, perdóname! ¡Nunca volveré a hacerlo! ¡Llevaré una vida muy distinta! ¡Todo saldrá bien! ¡Tienes que vivir feliz, madre!

— ¡Gracias a Dios que has venido, Dietrich! —dijo su madre, temblando de debilidad y excitación—. Hace mucho tiempo que te perdoné. ¿Cómo no iba a hacerlo? Pero, hijito querido, ¿por qué no escribías ni una palabra, sólo una palabra para decirle a tu madre dónde estabas? ¿No comprendías que me estabas haciendo muy desgraciada?

— ¡Cómo, madre! ¿Qué quieres decir? Te he escrito tres veces y dos a Verónica; y tú me contestaste por medio de Jost que no querías volver a oír hablar de mí; que os había deshonrado y que nadie se atrevía a mencionar mi nombre delante de Verónica, pues estaba furiosa conmigo. Tenía que enviaros mis cartas por intermedio de Jost, porque él me había dado la dirección de su vieja tía, para que yo no corriera ningún peligro. Mejor era que no supieras dónde estaba, ya que me andaban buscando por haber dado muerte a un hombre. ¿Y no has recibido nunca mis cartas... ni una sola?

Su madre sólo pudo menear la cabeza en respuesta. Trató de hablar, pero había abusado demasiado de sus fuerzas, y cayó de nuevo sobre la almohada. Verónica, que había permanecido junto a ellos en silencio, dio un paso adelante.

— Voy a buscar al médico —dijo—; quédate con ella, Dietrich— y salió a toda prisa de la habitación.

— Déjame ir a mi —dijo—, es demasiado tarde para que salgas tú y, además. sabes cuidarla mejor que yo.

Y salió de la casa; Verónica volvió a la cabecera de la enferma. Dietrich tomó el camino más corto, que pasaba por el Rehbock. En la taberna se escuchaban gritos y cantos. Dietrich pasó corriendo ante ella. De repente oyó su nombre; alguien corría tras él, gritando:

— ¿Espera, Dietrich, espera!

Dio media vuelta y vio a Blasi, quien lo había reconocido al pasar frente a la puerta y había echado a correr tras él.

— ¡No huyas, Dietrich! ¡Bien venido! ¿De dónde vienes? ¿La has visto? ¡No huyas! ¡Escúchame!

Dietrich se detuvo y estrechó la mano de Blasi, e iba ya a emprender el camino de nuevo, cuando éste le retuvo:

— Ha ocurrido algo que debes saber —continuó—. ¡No creas que voy al Rehbock todas las noches, ni mucho menos! Me enteré de que había nuevas noticias y vine esta noche para saber qué ocurría, y se aseguró que merecía la pena el oírlas. ¡Se ha descubierto al pelirrojo! El tratante en ganado le acusó de haberle robado su dinero. El hombre lo negó; hubo una larga investigación y al fin averiguaron muchas más cosas contra él. Ha resultado ser un pillo redomado. Y cuando le probaron todos sus delitos, dio media vuelta y acusó a otro que, según él dijo, era quien lo dirigía todo; pero nadie sabe quién es. No corras tanto; no puedo seguirte. Ahora, ya estás libre de toda sospecha, Dietrích; porque me figuro que tú te enterarías que estaban haciendo correr la noticia de que tú eras quien había robado el dinero y por eso te escapaste. Yo nunca lo creí; nunca, palabra de honor. Por favor, detente; todo se arregló y ya no tienes por qué huir.

— No pienso huir, Blasi, y te agradezco mucho que me hayas dado esas buenas noticias. Pero ya sabes que todo no se ha arreglado, pues aún queda lo de Marx.

— ¡Marx! — exclamó Blasi—. ¿Qué tiene que ver con esto Marx? A ningún hombre le hace daño que le den una buena tunda. Marx está tan vivo y bueno como tú, y todavía sigue bebiendo más de lo necesario para apagar su sed.

Dietrich se detuvo y lanzó un largo suspiro:

— ¿Es verdad, Blasi, de veras es cierto? Tú no me lo dirías si no fuera verdad. Ella me escribió que no tenía nada que temer; pero no la comprendí bien, ni la comprendo ahora, del todo. Jost me escribió que Marx había muerto y que lo mejor que podía hacer era irme lo más lejos que pudiera, porque me andaban buscando por todas partes. No lo entiendo. Pero ahora debo ir en busca del médico. Ven a verme mañana, Blasi, y hablaremos. Ahora, buenas noches.

Dietrich estrechó la mano de su antiguo camarada y echó a correr. Pero Blasi no podía callar tan fácilmente todas las buenas noticias que le tenía reservadas y le gritó a voz en grito:

— ¡Todavía no sabes nada! Ahora paso todo el día en tu casa; tú tendrás que ser el que venga a verme. Trabajo en tu oficio. ¡Ya verás! ¡Muchos se darían por contentos si supieran trabajar tan bien como yo!

Pero Dietrich había desaparecido. Era más de medíanoche cuando llegó a casa del doctor y llamó varias veces a la puerta, sin que le abrieran. Al fin, vino una criada y la abrió, diciendo:

— ¿Por qué todos vendrán al mismo tiempo? El doctor ya ha sido llamado afuera una vez esta noche y acaba de acostarse. ¡Nunca llueve, pero diluvia!

— Espero que tendrá la bondad de venir conmigo —dijo Dietrich;— es muy importante, o sino no vendría.

La criada llamó a la puerta del dormitorio del doctor, Este tardó algún rato en contestar:

— ¿Quién está ahí?

— Dietrich de Tannenegg — dijo la criada.

— ¿Ha vuelto? No, soy demasiado viejo y estoy demasiado cansado para eso. Si le pillaran, deberían darle una buena paliza; se la merece.

Dietrich se acercó en persona a la puerta.

— No es para mí, doctor —dijo humildemente— , es para mi madre; está muy enferma. ¡En nombre de Dios, doctor, venga a verla!

— Eso es otra cosa; ella es una buena mujer, que ha estado trabajando para ti —dijo la voz del doctor.

Bien pronto éste salía del dormitorio y cuando Dietrich le describió el estado de su madre, tomó algunas medicinas consigo, y se puso en camino.

— Esta noche no puedo emplear mi caballo; ha trabajado mucho durante el día y tiene que descansar. Subiremos la colina a pie, y mientras emprendían la marcha, continuó:

— Recuerdo que, en este mismo sitio, vi una vez a cierto niño, mirando mi caballo y cuando yo le pregunté si le gustada cuidar caballos cuando fuera mayor, me contestó: “No, yo quiero un caballo mío”. Pensé que se había propuesto una cosa buena y sólo intentaría alcanzarla por el buen camino. Pero no es bueno querer empezar siendo un caballero. Primero hay que trabajar en servicio de todos. Porque el que trata de empezar por el fin, acabará por el principio;  lo que no tiene nada de agradable. ¿Tengo o no razón, Dietrich?

— ¡Tiene razón, doctor! ¡Si uno pudiera mirar hacia delante! —repuso Dietrich.

— Sí, eso estada muy bien; pero como no podemos, debemos confiar en los que son nuestros amigos que, como han recorrido antes que nosotros el camino del bien, pueden guiarnos por él, como la noble mujer a quien vamos a ver ahora.

Cuando entraron en la habitación de Gertrudis, la encontraron dormida. El doctor se sentó a la cabecera de su cama, y le tomó el pulso varias veces. Luego se puso en pie y volviéndose hacia Verónica, dijo:

— Yo no puedo hacer nada en este caso; cuidad bien de ella; merece todos los cuidados, pero la lámpara de la vida Se está apagando y pronto se extinguirá del todo. Ha sufrido mucho, y los sufrimientos gastan más que los años.

Y al decir estas palabras, el doctor se encaminó hacia la puerta, sin dirigir ni una mirada a Dietrich, quien se arrojó de rodillas junto a su madre moribunda, sollozando:

— ¡Oh, Dios de los cielos, no la dejes morir! ¡Deja que viva! ¡Deja que sea un poco feliz en este mundo! ¡Castígame como merezco, pero ¡oh, déjala vivir!

Gertrudis abrió los ojos. Agarró la mano de su hijo, que yacía junto a la suya y la apretó fuertemente, mientras murmuraba:

— Sí, Dietrich mío, reza, reza; puedes rezar, todo se arreglará.

Cerró los ojos y no volvió a hablar más. La mano que estrechaba la de Dietrich fue enfriándose. Verónica, que se hallaba en pie detrás de Dietrich, llorando en silencio, se acercó a la cama, tomó en la suya la otra mano de Gertrudis y dijo entre sollozos:

— ¡Duerme bien, querida madre! Sí, para ti, “Mañana hará buen día” —y salió de la habitación.

Dos días más tarde Dietrich acompañaba a su madre a su último lugar de descanso. Ahora no había razón alguna para huir de los demás, pues todo el mundo sabía que se había descubierto al verdadero ladrón. Pero, nada le retenía en su casa. Cuando volvió del entierro y entró en la casa, comprendió que no tenía ningún derecho a estar en ella, pues ya no le pertenecía. Fue a su cuarto, llenó su mochila y bajó la escalera. Verónica estaba sola en el gabinetito, apoyada contra la ventana, con los ojos en el cementerio, donde yacía su madre.

Dietrich entró en la habitación.

— Verónica, dame la mano una vez más. Me voy —  dijo acercándose a ella.

— ¿A dónde vas, Dietrich? —  preguntó ella con una voz fría; y su frialdad hirió al joven en el corazón, como si hubiera sido un cuchillo.

“No le importa nada”, se dijo.

— Me voy por esos mundos. Voy a trabajar para pagar mis deudas. No tengo hogar; y como en este mundo no hay nadie que me quiera, creo que podré soportar mi carga mejor en cualquier sitio, que aquí.

— Entonces vete, en nombre de Dios —  dijo Verónica, tendiéndole la mano. Aquello era demasiado para Dietrich. Luchó por dominarse, pero no pudo y exclamó:

— ¿Puedes dejarme ir con tanta frialdad, Verónica? ¿Sin decirme ni siquiera una palabra amable? Si pudiera quedarme aquí, contigo, trabajaría día y noche, como un criado; haría cualquier cosa por ti. Pero ¡no! ¡Debo irme! ¡No puedo soportarlo! ¡Cómo iba a soportar el verte en brazos de otro... yo que te he perdido... que te he perdido para siempre!

El joven se dejó caer en una silla, hundió el rostro entre sus manos y se puso a llorar como un niño.

Verónica estaba tan pálida como la nieve. Se acercó a él y le puso una mano en el hombro.

— Dietrich —dijo suavemente—, si eso es lo que sientes, ¿por qué no me preguntas lo que siento yo, cuando pienso que voy a vivir aquí sola, si tú te marchas; cuando quizá me dejes para siempre?

Dietrich alzó los ojos, y la miró. En los de Verónica había la mirada con que él soñara siempre en su destierro. Saltó de la silla y le cogió la mano.

— Verónica, ¿puedes amarme? ¿ Puedes confiar en mí?

Ella no retiró la mano y le miró a los ojos.

— Siempre te he amado, Dietrich —dijo—, y si supiera que sabes rezar de nuevo y me prometes vivir con arreglo a la ley de Dios, también confiaría en ti.

El joven la estrechó contra su corazón.

— ¿Es verdad, es posible? —exclamó—. ¡Oh, Verónica! ¿es posible que sea verdad?

Pero de repente, dio un paso atrás y dijo con acento de temor:

— No, no me atrevo. No puedo. ¿Quién soy yo? Nada; no tengo nada, menos aún que nada; y sé que tú estás muy por encima de mí. Jost me escribió que no debía tener ninguna esperanza. Quería hacerte tan feliz... pensaba conseguir dinero y comprarte toda suerte de cosas hermosas, para que fueras la mujer más feliz del mundo. Y ahora, ¡ahora! no soy más que un mendigo, un miserable.

Verónica meneó la cabeza.

— No comprendes en lo que consiste verdaderamente la felicidad, Dietrich. Yo la he estado buscando más tiempo que tú, y puedes creerme que no es lo que tú crees. No es una cosa que está lejos de nosotros, donde no podamos alcanzarla; podemos disfrutar de ella mientras trabajamos. No somos mendigos; esta casa es nuestra y aún podemos seguir viviendo en ella. Pero Dietrich, trata de vivir como tu madre; ese es el verdadero camino que conduce a la felicidad.

— Lo haremos —  exclamó Dietricb con solemne alegría, oprimiendo la mano de Verónica contra su corazón, y en su rostro y en su voz había un algo que la hizo comprender que nunca más la dejaría y que los dos caminarían juntos por el camino que conduce la verdadera paz y felicidad.

En aquel momento, Judith entró en la habitación. Cuando vio los rostros de los dos jóvenes, se quedó muda de asombro. Pero inmediatamente se dio cuenta de lo que pasaba.

— ¡Ah! ¡Ah! ¡Esto es algo que llena de gozo mi corazón! — exclamó, y su rostro resplandecía de contento—. Pero, ¡mirad por la ventana! ¡Vine para decíroslo! Ya podéis decir adiós para siempre a ese pillo.

Se acercaron a la ventana que daba a la carretera y miraron hacia fuera. Jost pasaba ante ellos. Llevaba las manos atadas e iba seguido por un policía que lo empujaba para que se diera prisa. Jost miró a la ventana y lo que vio en ella le hizo estremecerse de rabia; pero el policía le obligó a seguir adelante.

— ¿Qué quiere decir eso? —  preguntaron Dietrich y Verónica a la vez volviéndose hacia Judith.

— Tenía que suceder — explicó ésta—. Ya se ha averiguado todo. Primero detuvieron al pelirrojo, después de que yo conseguí meter en la cabezota del tratante en ganado que él era el hombre que le había robado su dinero. Cuando el pelirrojo se vio acorralado y comprendió que no podía salir con bien, se volvió hacia Jost y declaró que Jost lo había planeado todo y que él no hacía más que cumplir sus órdenes. Lo único que puedo aseguraros es que ahora van a cosechar lo que sembraron. Y aquí habrá una boda, ¿verdad?, y nuestro Dietrich volverá a vivir regularmente, en su hogar. Bienvenido, vecino; viviremos como buenos amigos hasta el fin de nuestros días. — Y Judith les estrechó cordialmente las manos y salió corriendo para hacer saber por el pueblo la buena nueva del matrimonio.

*      *      *

Hace ya diez años desde que Dietrich y Verónica salieron de la iglesia de Tannenegg, convertidos en esposos. Antes que nada fueron al pequeño cementerio y se arrodillaron ante la tumba de Gertrudis, cubierta de flores. Con ojos llorosos y tristes recuerdos en sus felices corazones, dijeron:

— ¡Si al menos hubiera podido vivir para vernos ahora!

Hoy, no hay en todo Tannenegg un jardín más hermoso ni más lleno de flores, que el de la casita blanca de Dietrich. Dentro de ella todo está limpio y cuidado de punta a cabo y el que entra encuentra difícil abandonar tan hospitalario y agradable refugio.

Dietrich ha construido un grande y hermoso taller; y en él, trabaja noche y día, laborioso y feliz, cuando no sale para atender a sus negocios. Muchas veces tiene que ir hasta Fohrensee y aún más allá; pues sus negocios prosperan que da gusto y todo el mundo reconoce la sin rival excelencia de su trabajo.

En el rostro de Verónica brilla una felicidad tal, que es un gozo mirarlo. Ha renunciado a su puesto en la escuela de Fohrensee; pero por eso, no Se pasa todo el día con las manos cruzadas; su limpia y ordenada casa, y sus sanos y relucientes hijos son pruebas de sus cuidados y desvelos y en la feria anual de la ciudad, si alguien pregunta quién es el autor del más bello bordado, la respusta invariablemente, es la siguiente: “Lo ha hecho Verónica de Tannenegg”.

Blasi se ha convertido en el ayudante de Dietrich. Constantemente anda por la casa y los niños le llaman tío Blasi. Tan pronto como termina su trabajo, al caer la noche, su primera pregunta es: “¿ Dónde están nuestros niños?” Nunca habla de ellos de otro modo; los niños son suyos, son su alegría y su orgullo. Además tiene otros títulos, pues él y la prima Judith, son su padrino y madrina.

El día favorito de Blasi es el domingo, cuando Dietrich sale a dar un paseo con su esposa, y le deja la casa y los niños para él. Entonces se coloca en una rodilla al robusto Dieterli y en la otra a la pequeña Verónica, de negros ojos, y los niños cabalgan en sus caballos todo lo que quieren, pues, por muchas vueltas y saltos que tenga que dar el corcel, éste no se fatiga nunca. Y además, siempre está dispuesto a hacer todo lo que ellos deseen.

Sólo hay un placer que los niños estimen más que montarse sobre las rodillas del tío Blasi, y es cuando Verónica toma a su hijita en brazos, y estrecha contra sí a su Dieterli. Entonces, la madre toma un cromo que tiene en las manos y que representa una rosa. De repente, la flor se abre y dentro de ella aparee un poemita escrito en letras doradas. Cada vez que la rosa se abre los niños lanzan gritos de alegría y nunca se cansan de ver tal maravilla, ni Verónica se cansa tampoco de repetirla; porque la rosa y el poema están tan mezclados con su propia historia, que son para ella una fuente de recuerdos, tristes o alegres. Con frecuencia les dice a los niños:

— Algún día, cuando seáis mayores, os explicaré lo que quiere decir el poema, y os lo aprenderéis de memoria.

Cuando Blasi y Judith se encuentran, les gusta hablar de tiempos pasados, y él le dice muchas veces que estaba completamente decidido a casarse con Verónica; y siempre termina del mismo modo:

— Ya comprenderá. que nunca habría dejado que se la llevara otro; pero un viejo amigo como Dietrich, es algo distinto...

Y Judith le responde, riéndose:

— Si, tienes razón, Blasi; tratándose de Dietrich es muy distinto.

FIN

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