Henrietta Elizabeth Marshall
Werner Stauffacher se despidió de su esposa y se encaminó hacia el cantón de Uri. Empleó algunos días yendo de pueblo en pueblo, para averiguar el estado de ánimo de las gentes. En todas partes oyó amargas quejas y lamentaciones contra el poder austriaco. Gessler era cruel para todos, altos y bajos, y todos lo odiaban a cual más. Una de las cosas que más rabia inspiraba al pueblo, era la construcción del castillo cerca de Altorf.
No estaba aún terminado, pero ya Gessler lo usaba para encerrar a los prisioneros.
Stauffacher tuvo gran satisfacción al ver que todos odiaban al Gobernador y que el sentimiento común era absolutamente contrario a la denominación austríaca. Se resolvió, pues, a visitar a su amigo Walter Fürst y para ello se encaminó a Altorf en donde vivía.
Cuando Stauffacher cruzaba la plaza del mercado, en dirección a la casa de Walter, percibió gran ruido de gritos y pasos y se detuvo para ver qué era.
Por la parte baja de la calle venía un destacamento de soldados austriacos. Uno de éstos llevaba un gran mástil, y otro un sombrero rojo adornado con una pluma de pavo. Inmediatamente detrás seguía multitud de mujeres y niños gritando y riendo.
Los soldados se detuvieron en la plaza y formaron un semicírculo.
— ¿Dónde lo ponernos ?— preguntó el que llevaba el mástil.
— Aquí, en el centro.
— No, aquí, en el cruce de las dos calles.
— Sí, es mejor; porque transita más gente.
Mientras algunos soldados obligaban al pueblo a retroceder formando corro, otros cavaron en el suelo para hacer un hoyo en el cual fue plantado el mástil, en cuyo extremo superior colocaron el sombrero rojo.
Stauffacher miraba aquella extraña escena, preguntándose qué significaría.
En cuanto la operación estuvo lista, un heraldo magníficamente ataviado se adelantó e hizo sonar su trompeta.
— ¡Silencio!— gritó luego— Oíd, en nombre de la sagrada Majestad del Emperador! ¿Veis este sombrero al extremo del mástil? Es su voluntad y mandato que todos, al pasar ante él, dobléis la rodilla e inclinéis la cabeza, como si prestarais acatamiento a la misma Majestad de su persona. ¡Y el que desobedezca será castigado con la prisión y la muerte!
Y tras otro toque de trompeta, el heraldo y los soldados se marcharon seguidos por burlonas carcajadas de la multitud que allí se había congregado.
— ¿Qué nueva locura del Gobernador es ésta ?— se preguntaron.
— ¿Quién vio nunca estupidez semejante?
— ¡Saludar a un sombrero! ¡A un sombrero vacío!
— ¡Si fuera la corona del Emperador!
— ¿Qué hombre bien nacido querrá rebajarse a tal extremo?
Esto era un nuevo insulto a un pueblo libre. Los suizos no habían rehusado nunca su homenaje al Emperador, ni obediencia a los nobles enviados a gobernarlos. Pero ¡inclinar la cabeza y doblar la rodilla ante un sombrero! Esto no podía hacerlo nadie.
Así, con murmullos y los corazones afligidos el pueblo se alejó silenciosamente y la plaza del mercado quedó desierta, exceptuando al soldado que al pie del mástil vigilaba el cumplimiento de la orden.
Abrumado por tristes ideas y presa de la ira más grande, Stauffacher se fue a casa de su amigo Walter Fürst.
Cuando Werner Stauffacher llamó a la puerta, Walter Fürst, en persona fue a recibirlo.
— ¡ Ah, querido amigo !— dijo.— Es agradable satisfacción el veros en estos desventurados tiempos. Muchas veces he deseado hablar con vos.
— También yo para tomar vuestro consejo — dijo Stauffacher entrando en la casa.
Pronto se hallaron sentados los dos y empezaron a conversar. Werner relató cómo, paulatinamente, su tristeza había ido aumentando al enterarse de las injusticias y crueldades de Cessler, y que, por fin, después de la visita de este último, su esposa Gertrudis le persuadió de que había llegado la ocasión de obrar.
Por esta razón salió de su casa recorriendo varios pueblos, para enterarse por sí mismo del sentir de las gentes y de sus ánimos para coadyugar al movimiento.
— En todas partes —dijo— he hallado odio para los gobernadores y para los austriacos. Creo, por lo tanto, que debemos iniciar el movimiento de rebelión contra los tiranos, porque el pueblo está dispuesto a seguimos; tan sólo le faltan jefes. Guardemos celosamente este secreto y, en cuanto seamos lo bastante fuertes, nos alzaremos contra los austriacos y los arrojaremos del país.
— La señora Gertrudis es una mujer de grande ánimo— dijo Walter— y tiene mucha razón.
No podemos permanecer indiferentes ante los actos de tiranía de los austriacos. Si hemos de morir, será mucho mejor combatiendo. Haré, por mi parte, todo lo que pueda entre la gente de Uri, y vos, Werner, id a Schwytz y alistad a los que quieran combatir con nosotros.
— Entendido— repuso Werner— y Enrique de Melchthal, estoy seguro, nos ayudará en el cantón de Unterwalden. Es hombre de gran corazón…
— ¿No estáis, pues, enterado?— exclamó Walter.
— ¿Ha muerto?
— No, no ha muerto pero está ciego y pobre. Landenberg, el Gobernador, le ha robado todos sus bienes y además le ha hecho sacar los ojos.
— ¡Walter, Walter!— gritó Stauffacher— ¿cómo habéis podido permanecer tranquilo ante estos horrores?
— Porque es preciso,— repuso Walter —porque no tenemos otra ayuda que nosotros mismos, y porque Austria es poderosa y nosotros débiles. Pero, no temáis, no estoy tranquilo como parece; la sangre me hierve en las venas cuando en ello pienso. ¡Pobre hombre!
Durante algunos minutos, ninguno de los dos interrumpió el silencio. Luego, Walter habló de nuevo y relató detalladamente a su amigo lo ocurrido al pobre Melchthal. Arnaldo —añadió— está oculto aquí. Algunas veces va secretamente a Unterwalden para ver a su padre y amigos; pero ahora está en mi casa.
— Seguramente será de los nuestros— observó Stauffacher.— Es muy joven; mas para vengar a su padre vendrá con nosotros; además tiene muchos amigos y parientes en Unterwalden. Llamadle, Walter.
Este obedeció y en cuanto el joven Arnaldo se enteró de los proyectos de los amigos se regocijó sobremanera.
— Si combatís contra los tiranos ¿quién podrá abrazar vuestra causa con más entusiasmo que yo?— dijo— Haré todo lo que de mí dependa para conseguir el éxito y a este fin trabajaré sin descanso día y noche y, si alcanzo a ver la huída de los austriacos, me tendré por dichoso.
Entonces rogando a Dios y a los santos que les concedieran su ayuda, aquellos tres hombres, Walter Fürst, de Uri, Werner Stauffacher, de Schwytz y Arnaldo de Meltchthal, de Unterwalden, juraron solemnemente protegerse uno a otro; no hacerse traición y ser fieles a su causa hasta la muerte. Juraron, también, ser adictos al Imperio, porque su anhelo era tan sólo combatir contra Austria, no contra el Emperador.
Convinieron en regresar secretamente cada uno a su respectivo cantón y allí persuadir al pueblo a que tomara parte en la gloriosa empresa de libertar al país.
— Nos reuniremos de nuevo— dijo Stauffacher— pero no conviene hacerlo en ninguna casa.
— Es verdad— asintió Walter Fürst.— Conozco un pequeño prado llamado de Rütli, contiguo al lago. Está rodeado de árboles por todas partes y allí nos podremos reunir con seguridad durante la noche.
— Ya lo conozco— observó Arnaldo— es un lugar a propósito.
— Ya lo encontraré— contestó Stauffacher.
— Cruzad el lago en vuestro bote— dijo Arnaldo— y nosotros, que ya os esperaremos en la orilla, os enseñaremos el camino.
— Perfectamente. Falta fijar tan sólo la fecha de la reunión— observó Stauffacher.
— Hoy es miércoles ;— dijo Fürts— dentro de tres semanas a las doce de la noche. ¿Está bien?
— Si,— contestó Stauffacher .— Es decir el miércoles antes de San Martín. En tres semanas hay tiempo para hallar partidarios.
— Adiós, pues.
— Adiós, hasta entonces.
— Adiós.
Stauffacher y Arnaldo se marcharon envueltos en las sombras de la noche, mientras Walter Fürst permanecía ante la puerta de su casa viéndolos alejarse.
— ¿Cómo acabará esto ?— se preguntó.— ¿Qué pasará si fracasamos?
Transcurrieron tres semanas y llegó el miércoles anterior de San Martín. El corto día de invierno había terminado. Las luces de las casas estaban apagadas y todo permanecía tranquilo.
En aquella hora, a la luz de las estrellas, Walter, Werner y Arnaldo, salieron de sus casas para acudir a la cita.
El aire era tranquilo y frío. La tierra se hallaba cubierta de escarcha aun cuando no había nevado y los tres hombres iban avanzando por solitarios senderos en dirección al prado en que debía tener lugar la reunión.
Los tres habían trabajado bien, pero con miedo, porque los espías austriacos se hallaban en todas partes. Era muy difícil, en aquellos tiempos, distinguir el amigo del enemigo. Desde la noche en que se vieron en casa de Walter, no se habían atrevido a reunirse de nueva y cada uno de ellos ignoraba completamente el resultado obtenido por los dos restantes.
La luna brillaba con luz clara, cuando unas siluetas avanzaron a través del bosque. Arnaldo venía de Unterwalden llevando consigo a diez hombres. Conocía todos los caminos y atajos de la montaña y del bosque y en silencio fue conduciendo a sus compañeros al lugar de la cita.
— Somos los primeros— exclamó al salir de la sombra que proyectaban los árboles, viendo que en el espacio iluminado por la luna no había nadie. Mientras hablaba, en un campanario dieron las doce de la noche. Todos contaron atentamente las horas.
— Es la campana de Altorf— dijo Arnaldo;— ¡ Qué bien se oye con este aire tan frío! Ya no pueden tardar.
Mientras aguardaban se pusieron a hablar en voz baja y por fin, a lo lejos, se oyó ruido de remos.
— Será Werner Stauffacher. Veo el bote exclamó Arnaldo mirando a las aguas del lago iluminadas por la luna.— Esperad un poco, voy a buscarlo para conducirlo aquí.
Después de estas palabras desapareció entre la espesura en dirección a la orilla.
Transcurrió algún tiempo en silencio hasta que el bote se halló más cerca.— ¿ Quién va? — preguntó Arnaldo en voz alta.
Amigos de la libertad— repuso la voz de Stauffacher.
— Bienvenidos— dijo Arnaldo, cuando la embarcación llegó a la orilla.— Veo que no venís solo.
— No— contestó Stauffacher— traigo a diez amigos de confianza.— ¿ Y vos?
— Traigo a diez más — contestó Arnaldo disponiéndose a enseñar el camino al recién llegado.
— ¿Y Walter Fürst ?— preguntó Werner al llegar al prado.
— No creo que tarde— contestó Arnaldo— ¡Ah, allí viene! — Y en efecto, Walter Fürst llegó al centro del prado. Lo seguían varios hombres entre los cuales se hallaba un joven alto, de mirada inteligente y de simpático aspecto. Parecía valiente y bueno.
— ¡Guillermo Tell! — exclamó Arnaldo avanzando hacia él y estrechándole la mano. Veo con gusto que sois de los nuestros.
— ¡Guillermo Tell!— dijo uno de los hombres de Schwytz.— ¿No es el yerno de Walter Fürst? A menudo he oído hablar de él. Se dice que es el mejor ballestero de Suiza.
— Así es— repuso otro— he visto como, de un flechazo, a cien pasos de distancia, atravesaba una manzana colgada de un árbol.
Entonces a la luz de la luna todos ellos se reunieron formando un círculo, en el centro del cual se hallaban Walter, Werner y Arnaldo.
— Ya sabéis, amigos,— dijo Walter— el motivo de esta reunión , que celebramos en nuestro país libre; pero, haciéndolo, sin embargo, a media noche por miedo a ser sorprendidos.
Soportamos todos muchas crueldades e injusticias, pero ya se ha agotado nuestra paciencia, y los tres hemos jurado libertar a nuestra patria del poder de los austriacos. ¿Queréis ser de los nuestros?
— ¡Sí!— gritaron todos a la vez.
— Entonces oíd el juramento que es preciso hacer— continuó Walter .— Y mientras los oyentes, silenciosos, observaban aquella escena, los tres levantaron las manos al cielo y juraron solemnemente:
— Prometemos no hacernos traición ni abandonarnos unos a otros; no pensar nunca en nosotros mismos, sino tan sólo en nuestra amada Patria. Prometemos no despojar a los austriacos de las tierras que en justicia les pertenecen, sino únicamente libertar a nuestro país de su yugo. Seremos fieles al Emperador, pero los Gobernadores austriacos, sus amigos, criados y soldados, serán arrojados de Suiza. Si es posible, queremos hacer todo eso sin derramar sangre, pero, de lo contrario, estamos dispuestos a morir para legar a nuestros hijos la libertad de la patria que nos legaron nuestros padres. Dios y sus santos nos ayuden y en este juramento queremos vivir y morir. Amén.
Magnas y solemnes resonaron las palabras en la noche tranquila. Ningún otro sonido vino a turbarlas. Sobre las cabezas de aquellos patriotas se extendía el cielo azul obscuro tachonado de estrellas, y en derredor de ellos la umbría selva. Los treinta y tres hombres parecían ser los únicos seres vivientes en todo el mundo. Cuando cesaron las palabras de los tres, una exclamación simultánea salió de todos los pechos. — ¡También lo jurarnos nosotros! — y cada uno de ellos, con la mano alzada al cielo, repitió las solemnes palabras.
Luego discutieron mucho rato el plan que debían seguir, porque la empresa que se proponían llevar a cabo era difícil y peligrosa en extremo. Más por último se pusieron de acuerdo. Luego las estrellas empezaron a palidecer, la luz de la aurora apareció en el horizonte, y las nevadas cumbres de las montañas se enrojecieron a los primeros rayos del sol.
Entonces se despidieron, yéndose cada uno a su casa, después de haber resuelto tener un poco más de paciencia porque se acercaba el primer día del año, fecha en que debía acabar la tiranía de los austriacos.
FICHA DE TRABAJO
CAPÍTULO 4
Heraldo: Mensajero. Caballero que en la Edad Media se encargaba de transmitir mensajes, organizar las fiestas de la caballería, llevar los registros de la nobleza, etc.
Persuadir: Conseguir con razones y argumentos que una persona actúe o piense de un modo determinado.
CAPÍTULO 5
Adicto: Que es seguidor o partidario de una idea, una doctrina, una tendencia, etc.
Anhelo: Deseo intenso o vehemente de una cosa.
Coadyuvar: Contribuir o ayudar a la consecución de una cosa.
CAPÍTULO 6
Ballestero: Soldado que iba armado con una ballesta.
Escarcha: Rocío o vapor de agua condensado que se congela en la superficie del suelo, de las plantas y de los cuerpos expuestos al enfriamiento nocturno o matutino.
Legar: Pasar o transmitir una cosa material o inmaterial de padres a hijos, de generación en generación.
Tachonar: Estar cubierta [una superficie] por algo casi completamente.
Turbar: Alterar el ánimo de una persona confundiéndola o aturdiéndola hasta dejarla sin saber qué hacer ni qué decir.
Umbría: Parte de un terreno o de un lugar que por su orientación siempre está en sombra.
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