Cuentos de los Hermanos Grimm

Selección de los mejores cuentos de la literatura universal

“Creo que lo que llaman cuentos de hadas es una de las formas más grandes que ha dado la literatura, asociada erróneamente con la niñez”. J.R.R. Tolkien

1. El Rey Rana o Enrique el Férreo

Hermanos Grimm

En aquellos remotos tiempos, en que bastaba desear una cosa para tenerla, vivía un rey que tenía unas hijas lindísimas, especialmente la menor, la cual era tan hermosa que hasta el sol, que tantas cosas había visto, se maravillaba cada vez que sus rayos se posaban en el rostro de la muchacha. Junto al palacio real extendíase un bosque grande y oscuro, y en él, bajo un viejo tilo, fluía un manantial. En las horas de más calor, la princesita solía ir al bosque y sentarse a la orilla de la fuente. Cuando se aburría, poníase a jugar con una pelota de oro, arrojándola al aire y recogiéndola, con la mano, al caer; era su juguete favorito.

Ocurrió una vez que la pelota, en lugar de caer en la manita que la niña tenía levantada, hízolo en el suelo y, rodando, fue a parar dentro del agua. La princesita la siguió con la mirada, pero la pelota desapareció, pues el manantial era tan profundo, tan profundo, que no se podía ver su fondo. La niña se echó a llorar; y lo hacía cada vez más fuerte, sin poder consolarse, cuando, en medio de sus lamentaciones, oyó una voz que decía: "¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras como para ablandar las piedras!" La niña miró en torno suyo, buscando la procedencia de aquella voz, y descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabezota por la superficie del agua. "¡Ah!, ¿eres tú, viejo chapoteador?" dijo, "pues lloro por mi pelota de oro, que se me cayó en la fuente." - "Cálmate y no llores más," replicó la rana, "yo puedo arreglarlo. Pero, ¿qué me darás si te devuelvo tu juguete?" - "Lo que quieras, mi buena rana," respondió la niña, "mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas; hasta la corona de oro que llevo." Mas la rana contestó: "No me interesan tus vestidos, ni tus perlas y piedras preciosas, ni tu corona de oro; pero si estás dispuesta a quererme, si me aceptas por tu amiga y compañera de juegos; si dejas que me siente a la mesa a tu lado y coma de tu platito de oro y beba de tu vasito y duerma en tu camita; si me prometes todo esto, bajaré al fondo y te traeré la pelota de oro." – "¡Oh, sí!" exclamó ella, "te prometo cuanto quieras con tal que me devuelvas la pelota." Mas pensaba para sus adentros: ¡Qué tonterías se le ocurren a este animalejo! Tiene que estarse en el agua con sus semejantes, croa que te croa. ¿Cómo puede ser compañera de las personas?

Obtenida la promesa, la rana se zambulló en el agua, y al poco rato volvió a salir, nadando a grandes zancadas, con la pelota en la boca. Soltóla en la hierba, y la princesita, loca de alegría al ver nuevamente su hermoso juguete, lo recogió y echó a correr con él. "¡Aguarda, aguarda!" gritóle la rana, "llévame contigo; no puedo alcanzarte; no puedo correr tanto como tú!" Pero de nada le sirvió desgañitarse y gritar 'cro cro' con todas sus fuerzas. La niña, sin atender a sus gritos, seguía corriendo hacia el palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, la cual no tuvo más remedio que volver a zambullirse en su charca.

Al día siguiente, estando la princesita a la mesa junto con el Rey y todos los cortesanos, comiendo en su platito de oro, he aquí que plis, plas, plis, plas se oyó que algo subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y, una vez arriba, llamaba a la puerta: "¡Princesita, la menor de las princesitas, ábreme!" Ella corrió a la puerta para ver quién llamaba y, al abrir, encontrase con la rana allí plantada. Cerró de un portazo y volviese a la mesa, llena de zozobra. Al observar el Rey cómo le latía el corazón, le dijo: "Hija mía, ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso hay a la puerta algún gigante que quiere llevarte?" - "No," respondió ella, "no es un gigante, sino una rana asquerosa." - "Y ¿qué quiere de ti esa rana?" - "¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro. Y mientras yo lloraba, la rana me la trajo. Yo le prometí, pues me lo exigió, que sería mi compañera; pero jamás pensé que pudiese alejarse de su charca. Ahora está ahí afuera y quiere entrar." Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía:

"¡Princesita, la más niña,

Ábreme!

¿No sabes lo que

Ayer me dijiste

Junto a la fresca fuente?

¡Princesita, la más niña,

Ábreme!"

Dijo entonces el Rey: "Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta." La niña fue a abrir, y la rana saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó: "¡Súbeme a tu silla!" La princesita vacilaba, pero el Rey le ordenó que lo hiciese. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa, y, ya acomodado en ella, dijo: "Ahora acércame tu platito de oro para que podamos comer juntas." La niña la complació, pero veíase a las claras que obedecía a regañadientes. La rana engullía muy a gusto, mientras a la princesa se le atragantaban todos los bocados. Finalmente, dijo la bestezuela: "¡Ay! Estoy ahíta y me siento cansada; llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda: dormiremos juntas." La princesita se echó a llorar; le repugnaba aquel bicho frío, que ni siquiera se atrevía a tocar; y he aquí que ahora se empeñaba en dormir en su cama. Pero el Rey, enojado, le dijo: "No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas necesitada." Cogióla, pues, con dos dedos, llevóla arriba y la depositó en un rincón. Mas cuando ya se había acostado, acercóse la rana a saltitos y exclamó: "Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú; conque súbeme a tu cama, o se lo diré a tu padre." La princesita acabó la paciencia, cogió a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la arrojó contra la pared: "¡Ahora descansarás, asquerosa!"

Pero en cuanto la rana cayó al suelo, dejó de ser rana, y convirtióse en un príncipe, un apuesto príncipe de bellos ojos y dulce mirada. Y el Rey lo aceptó como compañero y esposo de su hija. Contóle entonces que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie sino ella podía desencantarlo y sacarlo de la charca; díjole que al día siguiente se marcharían a su reino. Durmiéron se, y a la mañana, al despertarlos el sol, llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con penachos de blancas plumas de avestruz y cadenas de oro. Detrás iba, de pie, el criado del joven Rey, el fiel Enrique. Este leal servidor había sentido tal pena al ver a su señor transformado en rana, que se mandó colocar tres aros de hierro en tomo al corazón para evitar que le estallase de dolor y de tristeza. La carroza debía conducir al joven Rey a su reino. El fiel Enrique acomodó en ella a la pareja y volvió a montar en el pescante posterior; no cabía en sí de gozo por la liberación de su señor.

Cuando ya habían recorrido una parte del camino, oyó el príncipe un estallido a su espalda, como si algo se rompiese. Volviéndose, dijo:

"¡Enrique, que el coche estalla!"

"No, no es el coche lo que falla,

Es un aro de mi corazón,

Que ha estado lleno de aflicción

Mientras viviste en la fontana

Convertido en rana."

Por segunda y tercera vez oyóse aquel chasquido durante el camino, y siempre creyó el príncipe que la carroza se rompía; pero no eran sino los aros que saltaban del corazón del fiel Enrique al ver a su amo redimido y feliz.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

1. El rey rana

Hermanos Grimm

En aquellos tiempos lejanos, en que bastaba desear una cosa para tenerla, vivía un rey que tenía unas preciosas hijas; especialmente la menor, la cual era tan bella que hasta el Sol, que tantas cosas había vivido, se maravillaba cada vez que sus rayos se posaban en las mejillas de la muchacha.

Junto al palacio real había un bosque grande y oscuro, y en él, bajo un viejo árbol, fluía un manantial. En las horas en que pegaba más el sol, la princesita solía ir al bosque a sentarse junto a la orilla del agua. Cuando se aburría, jugaba con una pelota de oro, arrojándola al aire y recogiéndola con su manita al caer; era su juguete favorito.

Una vez ocurrió que la pelota, en lugar de caer en las manos de la niña, cayó en el suelo y, rodando, fue a parar en el del agua. La princesita la siguió con la mirada, pero la pelota desapareció, pues el manantial era tan profundo que no se podía ver el fondo.

La niña se echó a llorar; y cada vez lloraba más fuerte, sin poder consolarse, cuando, en medio de sus lamentos, escuchó una voz que decía:

— ¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras tanto como para ablandar las piedras!

La niña miró en torno suyo, buscando la procedencia de aquella voz, y descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabeza por la superficie del agua.

—¡Ah!, ¿eres tú, viejo chapoteador? —dijo—. Pues lloro por mi pelota de oro, que se me cayó en el agua.

—Calma y no llores más —replicó la rana—. Yo puede arreglarlo. Pero, ¿qué me darás si te devuelvo tu pelota?

—Lo que quieras, buena ranita —respondió la niña—; mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas, hasta la corona de oro que llevo.

La rana contestó:

—No me interesa nada de eso; pero si estás dispuesta a quererme, si me aceptas por tu amiga y compañera de juegos, si dejas que me siente a tu lado en la mesa, y coma de tu platito de oro, beba de tu vasito y duerma en tu camita, bajaré al fondo y te traeré́ la pelota de oro. Sólo si puedes prometerme todo esto.

—¡Oh, sí! —exclamó ella—. Te prometo todo lo que quieras con tal que me devuelvas la pelota.

Pero en sus adentros, la princesita pensaba: “¡Qué tonterías se le ocurren a este animal tan feo! Tiene que quedarse en el agua con sus compañeros rana, para que croen juntos. ¿Cómo podría ser compañía de las personas?

Obtenida la promesa, la ranita se zambulló en el agua y, al poco rato, volvió a salir, nadando a grandes zancadas, con la pelota en la boca. La dejó en la hierba, y la princesita, loca de alegría al ver nuevamente su hermoso juguete, lo recogió y echó a correr con él.

—¡Aguarda, aguarda! —gritó la rana—. ¡Llévame contigo, no puedo alcanzarte, no puedo correr tanto como tú!

Pero de nada le sirvió desgañitarse y gritar “Croac-croac” con todas sus fuerzas. La niña, sin hacer caso a sus gritos, corrió hasta el palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, quien no tuvo más remedio que volver a zambullirse en el agua.

Al día siguiente, estando la princesita en la mesa, junto con el Rey y todos los cortesanos, comiendo en su platito de oro, se escuchó un quedo “Plit, plat”, algo subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y, una vez arriba, llamaba a la puerta:

—¡Princesita, la menor de las princesitas, ábreme!

Ella corrió a la puerta para ver quien llamaba y, al abrir, se encontró con la rana allí́ plantada. Cerró de un portazo y regresó a la mesa, llena de zozobra.

Al observar el Rey cómo le latía el corazón, le dijo:

—Hija mía, ¿de qué́ tienes miedo? ¿Acaso hay en la puerta algún gigante que quiere llevarte?

—No —respondió ella—, no es un gigante, sino una rana asquerosa.

—Y ¿qué quiere de ti esa rana?

— ¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro. Y mientras yo lloraba, la rana me la trajo. Yo le prometí́, pues me lo exigió, que sería mi compañera; pero jamás pensé́ que pudiese alejarse de su charca. Ahora está ahí́ afuera y quiere entrar.

Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía:

—¡Princesita, la más niña, ábreme! ¿No recuerdas lo que ayer me dijiste junto al manantial? ¡Princesita, la más niña, ábreme! Dijo entonces el Rey:

—Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta.

La niña fue a abrir, y la ranita saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó: — ¡Súbeme a tu silla!

La princesita vacilaba, pero el Rey le ordenó que lo hiciera. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa y, ya acomodado en ella, dijo:

—Ahora acerca tu platito de oro para que podamos comer las dos.

La niña la complació, pero se notaba a distancia que obedecía a regañadientes. La rana comía muy a gusto, mientras a la princesita se le atoraban todos los bocados. Finalmente, dijo la pequeña bestia:

— ¡Ay! Estoy llena y me siento cansada. Llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda, así́ podremos dormir juntas.

La princesita se echó a llorar. Le repugnaba aquel animal frío y feo, que ni siquiera se atrevía a tocar; y ahora se empeñaba en dormir en su cama. Pero el Rey, enojado, le dijo:

—No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas necesitada.

La tomó con dos dedos, asqueada, y la llevó a su cuarto, depositándola en un rincón.

Pero, ya que se había acostado la princesita, se acercó la rana a saltitos y exclamó:

—Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú; súbeme a tu cama, o se lo diré́ a tu padre.

A la princesita se le acabó la paciencia; tomó a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la azotó contra la pared.

—¡Ahora descansarás, asquerosa!

Pero en cuanto la rana cayó al suelo dejó de ser rana, y se convirtió en un príncipe, un apuesto príncipe de ojos bellos y una dulce mirada. Y el Rey lo aceptó como compañero y esposo de su hija.

Contó entonces que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie, sino ella, podía desencantarlo y sacarlo de la charca; anunció que al día siguiente se marcharían a su reino.

Durmieron, y a la mañana, al despertarse con el sol, llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con penachos de blancas plumas de avestruz y cadenas de oro. En él se fueron al reino del príncipe, donde vivieron muchos años felices.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

2. El gato y el ratón hacen vida común

Hermanos Grimm

Un gato había trabado conocimiento con un ratón, y tales protestas le hizo de cariño y amistad que, al fin, el ratoncito se avino a poner casa con él y hacer vida en común. "Pero tenemos que pensar en el invierno, pues de otro modo pasaremos hambre," dijo el gato. "Tú, ratoncillo, no puedes aventurarte por todas partes, al fin caerías en alguna ratonera." Siguiendo, pues, aquel previsor consejo, compraron un pucherito lleno de manteca. Pero luego se presentó el problema de dónde lo guardarían, hasta que, tras larga reflexión, propuso el gato: "Mira, el mejor lugar es la iglesia. Allí nadie se atreve a robar nada. Lo esconderemos debajo del altar y no lo tocaremos hasta que sea necesario." Así, el pucherito fue puesto a buen recaudo. Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando, cierto día, el gato sintió ganas de probar la golosina y dijo al ratón: "Oye, ratoncito, una prima mía me ha hecho padrino de su hijo; acaba de nacerle un pequeñuelo de piel blanca con manchas pardas, y quiere que yo lo lleve a la pila bautismal. Así es que hoy tengo que marcharme; cuida tú de la casa." - "Muy bien," respondió el ratón, "vete en nombre de Dios, y si te dan algo bueno para comer, acuérdate de mí. También yo chuparía a gusto un poco del vinillo de la fiesta." Pero todo era mentira; ni el gato tenía prima alguna ni lo habían hecho padrino de nadie. Fuese directamente a la iglesia, se deslizó hasta el puchero de grasa, se puso a lamerlo y se zampó toda la capa exterior. Aprovechó luego la ocasión para darse un paseíto por los tejados de la ciudad; después se tendió al sol, relamiéndose los bigotes cada vez que se acordaba de la sabrosa olla. No regresó a casa hasta el anochecer. "Bien, ya estás de vuelta," dijo el ratón, "a buen seguro que has pasado un buen día." - "No estuvo mal," respondió el gato. "¿Y qué nombre le habéis puesto al pequeñuelo?" inquirió el ratón. "Empezado," repuso el gato secamente. "¿Empezado?" exclamó su compañero "¡Vaya nombre raro y estrambótico! ¿Es corriente en vuestra familia?" - "¿Qué le encuentras de particular?" replicó el gato. "No es peor que Robamigas, como se llaman tus padres."

Poco después le vino al gato otro antojo, y dijo al ratón: "Tendrás que volver a hacerme el favor de cuidar de la casa, pues otra vez me piden que sea padrino, y como el pequeño ha nacido con una faja blanca en torno al cuello, no puedo negarme." El bonachón del ratoncito, se mostró conforme, y el gato, rodeando sigilosamente la muralla de la ciudad hasta llegar a la iglesia, se comió la mitad del contenido del puchero. "Nada sabe tan bien," díjose para sus adentros como lo que uno mismo se come. Y quedó la mar de satisfecho con la faena del día. Al llegar a casa preguntóle el ratón: "¿Cómo le habéis puesto esta vez al pequeño?" - "Mitad," contestó el gato. "¿"Mitad? ¡Qué ocurrencia! En mi vida había oído semejante nombre; apuesto a que no está en el calendario."

No transcurrió mucho tiempo antes de que al gato se le hiciese de nuevo la boca agua pensando en la manteca. "Las cosas buenas van siempre de tres en tres," dijo al ratón. "Otra vez he de actuar de padrino; en esta ocasión, el pequeño es negro del todo, sólo tiene las patitas blancas; aparte ellas, ni un pelo blanco en todo el cuerpo. Esto ocurre con muy poca frecuencia. No te importa que vaya, ¿verdad?" - "¡Empezado, Mitad!" contestó el ratón. "Estos nombres me dan mucho que pensar." - "Como estás todo el día en casa, con tu levitón gris y tu larga trenza," dijo el gato, "claro, coges manías. Estas cavilaciones te vienen del no salir nunca." Durante la ausencia de su compañero, el ratón se dedicó a ordenar la casita y dejarla como la plata, mientras el glotón se zampaba el resto de la grasa del puchero: "Es bien verdad que uno no está tranquilo hasta que lo ha limpiado todo," díjose, y, ahíto como un tonel, no volvió a casa hasta bien entrada la noche. Al ratón le faltó tiempo para preguntarle qué nombre habían dado al tercer gatito. "Seguramente no te gustará tampoco," dijo el gato. "Se llama Terminado." - "¡Terminado!" exclamó el ratón. "Éste sí que es el nombre más estrafalario de todos. Jamás lo vi escrito en letra impresa. ¡Terminado! ¿Qué diablos querrá decir?" Y, meneando la cabeza, se hizo un ovillo y se echó a dormir.

Ya no volvieron a invitar al gato a ser padrino, hasta que, llegado el invierno y escaseando la pitanza, pues nada se encontraba por las calles, el ratón acordóse de sus provisiones de reserva. "Anda, gato, vamos a buscar el puchero de manteca que guardamos; ahora nos vendrá, de perlas." - "Sí," respondió el gato, "te sabrá como cuando sacas la lengua por la ventana." Salieron, pues, y, al llegar al escondrijo, allí estaba el puchero, en efecto, pero vacío. "¡Ay!" clamó el ratón. "Ahora lo comprendo todo; ahora veo claramente lo buen amigo que eres. Te lo comiste todo cuando me decías que ibas de padrino: primero Empezado, luego Mitad, luego..." - "¿Vas a callarte?" gritó el gato. "¡Si añades una palabra más, te devoro!"

"Terminado," tenía ya el pobre ratón en la lengua. No pudo aguantar la palabra, y, apenas la hubo soltado, el gato pegó un brinco y, agarrándolo, se lo tragó de un bocado. Así van las cosas de este mundo.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

3. La hija de la Virgen María

Hermanos Grimm

A la entrada de un extenso bosque vivía un leñador con su mujer y un solo hijo, que era una niña de tres años de edad; pero eran tan pobres que no podían mantenerla, pues carecían del pan de cada día. Una mañana fue el leñador muy triste a trabajar y cuando estaba partiendo la leña, se le presentó de repente una señora muy alta y hermosa que llevaba en la cabeza una corona de brillantes estrellas, y dirigiéndole la palabra le dijo: "Soy la señora de este país; tú eres pobre miserable; tráeme a tu hija, la llevaré conmigo, seré su madre y tendré cuidado de ella." El leñador obedeció; fue a buscar a su hija y se la entregó a la señora, que se la llevó a su palacio. La niña era allí muy feliz: comía bizcochos, bebía buena leche, sus vestidos eran de oro y todos procuraban complacerla. Cuando cumplió los catorce años, la llamó un día la señora, y la dijo: "Querida hija mía, tengo que hacer un viaje muy largo; te entrego esas llaves de las trece puertas de palacio, puedes abrir las doce y ver las maravillas que contienen, pero te está prohibido tocar a la decimotercia que se abre con esta llave pequeña; guárdate bien de abrirla, pues te sobrevendrían grandes desgracias." La joven prometió obedecer, y en cuanto partió la señora comenzó a visitar las habitaciones; cada día abría una diferente hasta que hubo acabado de ver las doce; en cada una se hallaba el sitial de un rey, adornado con tanto gusto y magnificencia que nunca había visto cosa semejante. Llenábase de regocijo, y los pajes que la acompañaban se regocijaban también como ella. No la quedaba ya más que la puerta prohibida, y tenía grandes deseos de saber lo que estaba oculto dentro, por lo que dijo a los pajes que la acompañaban. "No quiero abrirla toda, mas quisiera entreabrirla un poco para que pudiéramos ver a través de la rendija." - "¡Ah! no," dijeron los pajes, "sería una gran falta, lo ha prohibido la señora y podría sucederte alguna desgracia." La joven no contestó, pero el deseo y la curiosidad continuaban hablando en su corazón y atormentándola sin dejarla descanso. Apenas se marcharon los pases, dijo para sí: "Ahora estoy sola, y nadie puede verme." Tomó la llave, la puso en el agujero de la cerradura y la dio vuelta en cuanto la hubo colocado. La puerta se abrió y apareció, en medio de rayos del más vivo resplandor, la estatua de un rey magníficamente ataviada; la luz que de ella se desprendía la tocó ligeramente en la punta de un dedo y se volvió de color de oro. Entonces tuvo miedo, cerró la puerta muy ligera y echó a correr, pero continuó teniendo miedo a pesar de cuanto hacía y su corazón latía constantemente sin recobrar su calma habitual; y el color de oro que quedó en su dedo no se quitaba a pesar de que todo se la volvía lavarse.

Al cabo de algunos días volvió la señora de su viaje, llamó a la joven y la pidió las llaves de palacio; cuando se las entregaba la dijo: "¿Has abierto la puerta decimatercera?" - "No," la contestó. La señora puso la mano en su corazón, vio que latía con mucha violencia y comprendió que había violado su mandato y abierto la puerta prohibida. Díjola sin embargo otra vez. "¿De veras no lo has hecho?" - "No," contestó la niña por segunda vez. La señora miró el dedo, que se había dorado al tocarle la luz; no dudó ya de que la niña era culpable y la dijo por tercera vez: "¿No lo has hecho?" - "No," contestó la niña por tercera vez. La señora la dijo entonces: "No me has obedecido y has mentido, no mereces estar conmigo en mi palacio."

La joven cayó en un profundo sueño y cuando despertó estaba acostada en el suelo, en medio de un lugar desierto. Quiso llamar, pero no podía articular una sola palabra; se levantó y quiso huir, mas por cualquiera parte, que lo hiciera, se veía detenida por un espeso bosque que no podía atravesar. En el círculo en que se hallaba encerrada encontró un árbol viejo con el tronco hueco que eligió para servirla de habitación. Allí dormía por la noche, y cuando llovía o nevaba, encontraba allí abrigo. Su alimento consistía en hojas y yerbas, las que buscaba tan lejos como podía llegar. Durante el otoño reunía una gran cantidad de hojas secas, las llevaba al hueco y en cuanto llegaba el tiempo de la nieve y el frío, iba a ocultarse en él. Gastáronse al fin sus vestidos y se la cayeron a pedazos, teniendo que cubrirse también con hojas. Cuando el sol volvía a calentar, salía, se colocaba al pie del árbol y sus largos cabellos la cubrían como un manto por todas partes. Permaneció largo tiempo en aquel estado, experimentando todas las miserias y todos los sufrimientos imaginables.

Un día de primavera cazaba el rey del país en aquel bosque y perseguía a un corzo; el animal se refugió en la espesura que rodeaba al viejo árbol hueco; el príncipe bajó del caballo, separó las ramas y se abrió paso con la espada. Cuando hubo conseguido atravesar, vio sentada debajo del árbol a una joven maravillosamente hermosa, a la que cubrían enteramente sus cabellos de oro desde la cabeza hasta los pies. La miró con asombro y la dijo: "¿Cómo has venido a este desierto?" Mas ella no le contestó, pues le era imposible despegar los labios. El rey añadió, sin embargo. "¿Quieres venir conmigo a mi palacio?" Le contestó afirmativamente con la cabeza. El rey la tomó en sus brazos; la subió en su caballo y se la llevó a su morada, donde la dio vestidos y todo lo demás que necesitaba, pues aun cuando no podía hablar, era tan bella y graciosa que se apasionó y se casó con ella.

Había trascurrido un año poco más o menos, cuando la reina dio a luz un hijo; por la noche, estando sola en su cama, se la apareció su antigua señora, y la dijo así: "Si quieres contar al fin la verdad, y confesar que abriste la puerta prohibida, te abriré la boca y te volveré la palabra, pero si te obstinas e insistes en el pecado e insistes en mentir, me llevaré conmigo tu hijo recién nacido." Entonces pudo hablar la reina, pero dijo solamente: "No, no he abierto la puerta prohibida." La señora la quitó de los brazos su hijo recién nacido y desapareció con él. A la mañana siguiente, como no encontraban el niño, se esparció el rumor entre la servidumbre de palacio de que la reina era ogra y le había matado. Todo lo oía y no podía contestar, pero el rey la amaba con demasiada ternura para creer lo que se decía de ella.

Trascurrido un año, la reina tuvo otro hijo; la señora se la apareció de nuevo por la noche y la dijo: "Si quieres confesar al fin que has abierto la puerta prohibida te volveré a tu hijo, y te desataré la lengua, pero si te obstinas en tu pecado y continúas mintiendo, me llevaré también a este otro hijo." La reina contestó lo mismo que la vez primera: "No, no he abierto la puerta prohibida." La señora cogió a su hijo en los brazos y se le llevó a su morada. Por la mañana cuando se hizo público que el niño había desaparecido también, se dijo en alta voz habérsele comido la reina y los consejeros del rey pidieron que se la procesase; pero la amaba con tanta ternura que les negó el permiso, y mandó no volviesen a hablar más de este asunto bajo pena de la vida.

Al año tercero la reina dio a luz una hermosa niña, y la señora se presentó también a ella durante la noche, y la dijo: "Sígueme." La cogió de la mano, la condujo a su palacio, y la enseñó a sus dos primeros hijos, que la conocieron y jugaron con ella, y como la madre se alegraba mucho de verlos, la dijo la señora: "Si quieres confesar ahora que has abierto la puerta prohibida, te volveré a tus dos hermosos hijos." La reina contestó por tercera vez: "No, no he abierto la puerta prohibida." La señora la volvió a su cama, y la tomó su tercera hija.

A la mañana siguiente, viendo que no la encontraban, decían todos los de palacio a una voz: "La reina es ogra, hay que condenarla a muerte." El rey tuvo en esta ocasión que seguir el parecer de sus consejeros; la reina compareció delante de un tribunal y como no podía hablar ni defenderse, fue condenada a morir en una hoguera. Estaba ya dispuesta la pira, atada ella al palo, y la llama comenzaba a rodearla, cuando el arrepentimiento tocó a su corazón. "Si pudiera," pensó entre sí, "confesar antes de morir que he abierto la puerta." Y exclamó: "Sí, señora, soy culpable." Apenas se la había ocurrido este pensamiento, cuando comenzó a llover y se la apareció la señora, llevando a sus lados los dos niños que la habían nacido primero y en sus brazos la niña que acababa de dar a luz, y dijo a la reina con un acento lleno de bondad: "Todo el que se arrepiente y confiesa su pecado es perdonado." La entregó sus hijos, la desató la lengua y la hizo feliz por el resto de su vida.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

4. Historia de uno que hizo un viaje para saber lo que era miedo

Hermanos Grimm

Un labrador tenía dos hijos, el mayor de los cuales era muy listo y entendido, y sabía muy bien a qué atenerse en todo, pero el menor era tonto y no entendía ni aprendía nada, y cuando le veían las gentes decían: "Trabajo tiene su padre con él." Cuando había algo que hacer, tenía siempre que mandárselo al mayor, pero si su padre le mandaba algo siendo de noche, o le enviaba al oscurecer cerca del cementerio, o siendo ya oscuro al camino o cualquier otro lugar sombrío, le contestaba siempre: "¡Oh!, no, padre, yo no voy allí: ¡tengo miedo! Pues era muy miedoso." Si por la noche referían algún cuento alrededor de la lumbre, en particular si era de espectros y fantasmas, decían todos los que le oían: "¡Qué miedo!" Pero el menor, que estaba en un rincón escuchándolos no podía comprender lo que querían decir: "Siempre dicen ¡miedo, miedo!, yo no sé lo que es miedo: ese debe ser algún oficio del que no entiendo una palabra."

Mas un día le dijo su padre: "Oye tú, el que está en el rincón: ya eres hombre y tienes fuerzas bastantes para aprender algo con que ganarte la vida. Bien ves cuánto trabaja tu hermano, pero tú no haces más que perder el tiempo." - "¡Ay padre!" le contestó, "yo aprendería algo de buena gana, y sobre todo quisiera aprender lo que es miedo, pues de lo contrario no quiero saber nada." Su hermano mayor se echó a reír al oírle, y dijo para sí: ¡Dios mío, qué tonto es mi hermano! nunca llegará a ganarse el sustento. Su padre suspiró y le contestó: "Ya sabrás lo que es miedo: mas no por eso te ganarás la vida."

Poco después fue el sacristán de visita, y le refirió el padre lo que pasaba, diciéndole cómo su hijo menor se daba tan mala maña para todo y que no sabía ni aprendía nada. "¿Podréis creer que cuando le he preguntado si quería aprender algo para ganarse su vida, me contestó que solo quería saber lo que es miedo?" - "Si no es más que eso," le respondió el sacristán, "yo se lo enseñaré: enviádmele a mi casa, y no tardará en saberlo." El padre se alegró mucho, pues pensó entre sí: Ahora quedará un poco menos orgulloso. El sacristán se le llevó a su casa para enviarle a tocar las campanas. A los dos días le despertó a media noche, le mandó levantarse, subir al campanario y tocar las campanas. Ahora sabrás lo que es miedo, dijo para sí. Salió tras él, y cuando el joven estaba en lo alto del campanario, e iba a coger la cuerda de la campana, se puso en medio de la escalera, frente a la puerta, envuelto en una sábana blanca. "¿Quién está ahí?" preguntó el joven. Pero la fantasma no contestó ni se movió. "Responde, o te hago volver por donde has venido, tú no tienes nada que hacer aquí a estas horas de la noche." Pero el sacristán continuó inmóvil, para que el joven creyese que era un espectro. El joven le preguntó por segunda: "¿Quién eres? habla, si eres un hombre honrado, o si no te hago rodar por la escalera abajo." El sacristán creyó que no haría lo que decía y estuvo sin respirar como si fuese de piedra. Entonces le preguntó el joven por tercera vez, y como estaba ya incomodado, dio un salto y echó a rodar al espectro por la escalera abajo de modo que rodó diez escalones y fue a parar a un rincón. En seguida tocó las campanas, y se fue a su casa, se acostó sin decir una palabra y se durmió. La mujer del sacristán esperó un largo rato a su marido; pero no volvía. Llena entonces de recelo, llamó al joven y le preguntó: "¿No sabes dónde se ha quedado mi marido? ha subido a la torre detrás de ti." - "No," contestó el joven, "pero allí había uno en la escalera frente a la puerta, y como no ha querido decirme palabra ni marcharse, he creído que iba a burlarse de mí y le he tirado por la escalera abajo. Id allí y veréis si es él, pues lo sentiría." La mujer fue corriendo; y halló a su marido que estaba en un rincón y se quejaba porque tenía una pierna rota.

Se le llevó en seguida a su casa y fue corriendo a la del padre del joven. "Vuestro hijo," exclamó, "me ha causado una desgracia muy grande, ha tirado a mi marido por las escaleras y le ha roto una pierna; ese es el pago que nos ha dado el bribón." Su padre se asustó, fue corriendo y llamó al joven. "¿Qué mal pensamiento te ha dado para hacer esa picardía?" - "Padre," le contestó, "escuchadme, pues estoy inocente. Era de noche y estaba allí como un alma del otro mundo. Ignoraba quién era, y le he mandado tres veces hablar o marcharse." - "¡Ay!" replicó su padre, "solo me ocasionas disgustos: vete de mi presencia, no quiero volverte a ver más." - "Bien, padre con mucho gusto, pero esperad a que sea de día, yo iré y sabré lo que es miedo, así aprenderé un oficio con que poderme mantener." - "Aprende lo que quieras," le dijo su padre, "todo me es indiferente. Ahí tienes cinco duros para que no te falte por ahora que comer, márchate y no digas a nadie de dónde eres, ni quién es tu padre, para que no tenga que avergonzarme de ti." - "Bien, padre, haré lo que queréis, no tengáis cuidado por mí."

Como era ya de día se quedó el joven con sus cinco duros en el bolsillo, y echó a andar por el camino real, diciendo constantemente: "¿Quién me enseña lo que es miedo? ¿Quién me enseña lo que es miedo?" Entonces encontró un hombre que oyó las palabras que decía el joven para sí, y cuando se hubieron alejado un poco hacia un sitio que se veía una horca, le dijo: "Mira, allí hay siete pobres a los que por sus muchos pecados han echado de la tierra y no quieren recibir en el cielo; por eso ves que están aprendiendo a volar; ponte debajo de ellos, espera a que sea de noche, y sabrás lo que es miedo." - "Si no es más que eso," dijo el joven, "lo haré con facilidad; pero no dejes de enseñarme lo que es miedo y te daré mis cinco duros; vuelve a verme por la mañana temprano." Entonces fue el joven a donde estaba la horca, se puso debajo y esperó a que fuera de noche, y como tenía frío encendió lumbre; pero a media noche era el aire tan frío que no le servía de nada la lumbre; y como al aire hacía moverse a los cadáveres y chocar entre sí, creyó que teniendo frío él que estaba al lado del fuego, mucho más debían tener los que estaban más lejos, por lo que procuraban reunirse para calentarse, y como era muy compasivo, cogió la escalera, subió y los descolgó uno tras otro hasta que bajó a todos siete. En seguida puso más leña en el fuego, sopló y los colocó alrededor para que se pudiesen calentar. Pero como no se movían y la lumbre no hacía ningún efecto en sus cuerpos, les dijo: "Mirad lo que hacéis, porque si no vuelvo a colgaros." Pero los muertos no le oían, callaban y continuaban sin hacer movimiento alguno. Incomodado, les dijo entonces: "Ya que no queréis hacerme caso, después que me he propuesto ayudaros, no quiero que os calentéis más." Y los volvió a colgar uno tras otro. Entonces se echó al lado del fuego y se durmió, y a la mañana siguiente cuando vino el hombre, quería que le diese los cinco duros; pues le dijo: "¿Ahora ya sabrás lo que es miedo?" - "No," respondió, "¿por qué lo he de saber? Los que están ahí arriba tienen la boca bien cerrada, y son tan tontos, que no quieren ni aun calentarse." Entonces vio el hombre que no estaba el dinero para él y se marchó diciendo: "Con este no me ha ido muy bien."

El joven continuó su camino y comenzó otra vez a decir: "¿Quién me enseñará lo que es miedo? ¿quién me enseñará lo que es miedo?" Oyéndolo un carretero que iba tras él, le preguntó: "¿Quién eres?" - "No lo sé," le contestó el joven. "¿De dónde eres?" continuó preguntándole el carretero. "No lo sé." - "¿Quién es tu padre?" - "No puedo decirlo." - "¿En qué vas pensando?" - "¡Ah!" respondió el joven, "quisiera encontrar quien me enseñase lo que es miedo, pero nadie quiere enseñármelo." - "No digas tonterías," replicó el carretero, "ven conmigo, ven conmigo, y veré si puedo conseguirlo." El joven continuó caminando con el carretero y por la noche llegaron a una posada, donde determinaron quedarse. Pero apenas llegó a la puerta, comenzó a decir en alta voz: "¿Quién me enseña lo que es miedo? ¿quién me enseña lo que es miedo?" El posadero al oírle se echó a reír diciendo: "Si quieres saberlo; aquí te se presentará una buena ocasión." - "Calla," le dijo la posadera, "muchos temerarios han perdido ya la vida, y sería lástima que esos hermosos ojos no volvieran a ver la luz más." Pero el joven la contestó: "Aunque me sucediera otra cosa peor, quisiera saberlo, pues ese es el motivo de mi viaje." No dejó descansar a nadie en la posada hasta que le dijeron que no lejos de allí había un castillo arruinado, donde podría saber lo que era miedo con solo pasar en él tres noches. El rey había ofrecido por mujer a su hija, que era la doncella más hermosa que había visto el sol, al que quisiese hacer la prueba. En el castillo había grandes tesoros, ocultos que estaban guardados por los malos espíritus, los cuales se descubrían entonces, y eran suficientes para hacer rico a un pobre. A la mañana siguiente se presentó el joven al rey, diciéndole que si se lo permitía pasaría tres noches en el castillo arruinado. El rey le miró y como le agradase, le dijo: "Puedes llevar contigo tres cosas, con tal que no tengan vida, para quedarte en el castillo." El joven le contestó: "Pues bien, concededme llevar leña para hacer lumbre, un torno y un tajo con su cuchilla."

El rey le dio todo lo que había pedido. En cuanto fue de noche entró el joven en el castillo, encendió en una sala un hermoso fuego, puso al lado el tajo con el cuchillo, y se sentó en el torno. "¡Ah! ¡si me enseñaran lo que es miedo!" dijo, "pero aquí tampoco lo aprenderé." Hacia media noche se puso a atizar el fuego y cuando estaba soplando oyó de repente decir en un rincón: "¡Miau!, ¡miau! ¡frío tenemos!" - "Locos," exclamó, "¿por qué gritáis? si tenéis frío, venid, sentaos a la lumbre, y calentaos." Y apenas hubo dicho esto, vio dos hermosos gatos negros, que se pusieron a su lado y le miraban con sus ojos de fuego; al poco rato, en cuanto se hubieron calentado, dijeron: "Camarada, ¿quieres jugar con nosotros a las cartas?" - "¿Por qué no?" les contestó, "pero enseñadme primero las patas." - "Entonces extendieron sus manos." - "¡Ah!" les dijo, "¡qué uñas tan largas tenéis!, aguardad a que os las corte primero." Entonces los cogió por los pies, los puso en el tajo y los aseguró bien por las patas. "Ya os he visto las uñas," les dijo, "ahora no tengo ganas de jugar." Los mató y los tiró al agua. Pero a poco de haberlos tirado, iba a sentarse a la lumbre, cuando salieron de todos los rincones y rendijas una multitud de gatos y perros negros con cadenas de fuego; eran tantos en número que no se podían contar; gritaban horriblemente, rodeaban la lumbre, tiraban de él y le querían arañar. Los miró un rato con la mayor tranquilidad, y así que se incomodó cogió su cuchillo, exclamando: "Marchaos, canalla." Y se dirigió hacia ellos. Una parte escapó y a la otra la mató y la echó al estanque. En cuanto concluyó su tarea se puso a soplar la lumbre y volvió a calentarse. Y apenas estuvo sentado, comenzaron a cerrársele los ojos y tuvo ganas de dormir. Miró a su alrededor, y vio en un rincón una hermosa cama. "Me viene muy bien," dijo. Y se echó en ella. Pero cuando iban a cerrársele los ojos, comenzó a andar la cama por sí misma y a dar vueltas alrededor del cuarto. "Tanto mejor," dijo, "tanto mejor." Y la cama continuó corriendo por los suelos y escaleras como si tiraran de ella seis caballos. Mas de repente cayó, quedándose él debajo y sintiendo un peso como si tuviera una montaña encima.

Pero levantó las colchas y almohadas y se puso en pie diciendo: "No tengo ganas de andar." Se sentó junto al fuego y se durmió hasta el otro día. El rey vino a la mañana siguiente, y como le vio caído en el suelo creyó que los espectros habían dado fin con él y que estaba muerto. Entonces dijo: "¡Qué lastima de hombre! ¡tan buen mozo!" El joven al oírle, se levantó y le contestó: "Aún no hay por qué tenerme lástima." El rey, admirado, le preguntó cómo le había ido. "Muy bien," le respondió, "ya ha pasado una noche, las otras dos vendrán y pasarán también." Cuando volvió a la casa le miró asombrado el posadero: "Temía," dijo, "no volverte a ver vivo; ¿sabes ya lo que es miedo?" - "No," contestó, "todo es inútil, si no hay alguien que quiera enseñármelo."

A la segunda noche fue de nuevo al castillo, se sentó a la lumbre, y comenzó su vieja canción: "¿Quién me enseña lo que es miedo?" A la media noche comenzaron a oírse ruidos y golpes, primero débiles, después más fuertes, y por último cayó por la chimenea con mucho ruido la mitad de un hombre, quedándose delante de él. "Hola," exclamó, "todavía falta el otro medio, esto es muy poco." Entonces comenzó el ruido de nuevo: parecía que tronaba, y se venía el castillo abajo y cayó la otra mitad. "Espera," le dijo, "encenderé un poco el fuego." Apenas hubo concluido y miró a su alrededor, vio que se habían unido las dos partes, y que un hombre muy horrible se había sentado en su puesto. "Nosotros no hemos apostado," dijo el joven, "el banco es mío." El hombre no le quiso dejar sentar, pero el joven le levantó con todas sus fuerzas y se puso de nuevo en su lugar. Entonces cayeron otros hombres uno después de otro, que cogieron nueve huesos y dos calaveras y se pusieron a jugar a los bolos. El joven, alegrándose, les dijo: "¿Puedo ser de la partida?" - "Sí, si tienes dinero." - "Y bastante," les contestó, "pero vuestras bolas no son bien redondas." Entonces cogió una calavera, la puso en el torno y la redondeó. "Así están mejor," les dijo, "ahora vamos." Jugó con ellos y perdió algún dinero; mas en cuanto dieron las doce todo desapareció de sus ojos. Se echó y durmió con la mayor tranquilidad. A la mañana siguiente fue el rey a informarse. "¿Cómo lo has pasado?" le preguntó. "He jugado y perdido un par de pesetas," le contestó. "¿No has tenido miedo?" - "Por el contrario, me he divertido mucho. ¡Ojalá supiera lo que es miedo!"

A la tercera noche se sentó de nuevo en su banco y dijo incomodado: "¿Cuándo sabré lo que es miedo?" En cuanto comenzó a hacerse tarde se le presentaron seis hombres muy altos que traían una caja de muerto. "¡Ay!" les dijo, "este es de seguro mi primo, que ha muerto hace un par de días." Hizo señal con la mano y dijo: "Ven, primito, ven." Pusieron el ataúd en el suelo, se acercó a él y levantó la tapa; había un cadáver dentro. Le tentó la cara, pero estaba fría como el hielo. "Espera," dijo, "te calentaré un poco." Fue al fuego, calentó su mano, y se la puso en el rostro, pero el muerto permaneció frío. Entonces le cogió en brazos, le llevó a la lumbre y le puso encima de sí y le frotó los brazos para que la sangre se le pusiese de nuevo en movimiento. Como no conseguía nada, se le ocurrió de pronto: "Si me meto con él en la cama, se calentará." Se llevó al muerto a la cama, le tapó y se echó a un lado. Al poco tiempo estaba el muerto caliente y comenzó a moverse. Entonces, dijo el joven: "Mira, hermanito, ya te he calentado." Pero el muerto se levantó diciendo: "Ahora quiero estrangularte." - "¡Hola!" le contestó, "¿son esas las gracias que me das? ¡Pronto volverás a tu caja!" Le cogió, le metió dentro de ella y cerró; entonces volvieron los seis hombres y se le llevaron de allí. "No me asustarán, dijo; aquí no aprendo yo a ganarme la vida."

Entonces entró un hombre que era más alto que los otros y tenía un aspecto horrible, pero era viejo y tenía una larga barba blanca. "¡Ah, malvado, pronto sabrás lo que es miedo, pues vas a morir!" - "No tan pronto," contestó el joven. "Yo te quiero matar," dijo el hechicero. "Poco a poco, eso no se hace tan fácilmente, yo soy tan fuerte como tú y mucho más todavía." - "Eso lo veremos," dijo el anciano, "ven, probaremos." Entonces le condujo a un corredor muy oscuro, junto a una fragua, cogió un hacha y dio en un yunque, que metió de un golpe en la tierra. "Eso lo hago yo mucho mejor," dijo el joven. Y se dirigió a otro yunque; el anciano se puso a su lado para verle, y su barba tocaba en la bigornia. Entonces cogió el joven el hacha, abrió el yunque de un golpe y clavó dentro la barba del anciano. "Ya eres mío," le dijo, "ahora morirás tú." Entonces cogió una barra de hierro y comenzó a pegar con ella al anciano hasta que comenzó a quejarse y le ofreció, si le dejaba libre, darle grandes riquezas. El joven soltó el hacha y le dejó en libertad. El anciano le condujo de nuevo al castillo y le enseñó tres cofres llenos de oro, que había en una cueva. "Una parte es de los pobre, la otra del rey y la tercera tuya." Entonces dieron las doce y desapareció el espíritu, quedando el joven en la oscuridad. "Yo me las arreglaré," dijo. Empezó a andar a tientas, encontró el camino del cuarto y durmió allí junto a la lumbre. A la mañana siguiente volvió el rey y le dijo: "Ahora ya sabrás lo que es miedo." - "No," le contestó, "no lo sé; aquí ha estado mi primo muerto y un hombre barbudo que me ha enseñado mucho dinero, pero no ha podido enseñarme lo que es miedo." Entonces le dijo el rey: "Tú has desencantado el castillo y te casarás con mi hija." - "Todo eso está bien," le contestó, "pero sin embargo, aún no sé lo que es miedo."

Entonces sacaron todo el oro de allí y celebraron las bodas, pero el joven rey, aunque amaba mucho a su esposa y estaba muy contento, no dejaba de decir: "¿Quién me enseñará lo que es miedo? ¿quién me enseñará?" Esto disgustó al fin a su esposa y dijo a sus doncellas: "Voy a procurar enseñarle lo que es miedo." Fue al arroyo que corría por el jardín y mandó traer un cubo entero lleno de peces. Por la noche cuando dormía el joven rey, levantó su esposa la ropa y puso el cubo lleno de agua encima de él, de manera que los peces al saltar, dejaban caer algunas gotas de agua. Entonces despertó diciendo: "¡Ah! ¿quién me asusta? ¿quién me asusta, querida esposa? Ahora sé ya lo que es miedo."

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

5. El lobo y las siete cabritillas

Hermanos Grimm

Erase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas.

— Hijas mías — les dijo—  me voy al bosque; mucho ojo con el lobo, pues si entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo conoceréis enseguida por su bronca voz y sus negras patas.

Las cabritas respondieron:

— Tendremos mucho cuidado, madrecita. Podéis marcharos tranquila.

Despidióse la vieja con un balido y confiada emprendió su camino.

No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo:

— Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para cada una.

Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo.

— No te abriremos –exclamaron—  no eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca: eres el lobo.

Fue éste a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita. Llamando nuevamente a la puerta:

— Abrid hijitas — dijo—  vuestra madre os trae algo a cada una.

Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana y al verla las cabritas, exclamaron:

— No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!

Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo:

— Mira, me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta.

Untada que tuvo ya la pata, fue al encuentro del molinero:

— Échame harina blanca en el pie — díjole.

El molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, negóse al principio, pero la fiera lo amenazó:

— Si no lo haces, te devoro.

El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente.

Volvió el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo:

— Abrid, pequeñas; es vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del bosque.

Las cabritas replicaron:

— Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre.

La fiera puso la pata en la ventana y al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas! Metióse una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuarta, en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta, debajo de la fregadera y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita que oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas. Ya satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y llegado a un verde prado, tumbóse a dormir a la sombra de un árbol.

Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna parte; llamólas a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que llególe la vez a la última, la cual, con vocecita queda, dijo:

— Madre querida, estoy en la caja del reloj.

Sacóla la cabra y entonces la pequeña le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginad con qué desconsuelo lloraba la madre la pérdida de sus hijitas!

Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña y al llegar al prado vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuertemente que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, parecióle que algo se movía y agitaba en su abultada barriga.

¡Válgame Dios! — pensó—, ¿si serán mis pobres hijitas, que se las ha merendado y que están vivas aún? Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo. Abrió la panza al monstruo y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su regocijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su mamita, brincando como sastre en bodas! Pero la cabra dijo:

— Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia, aprovechando que duerme.

Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento.

Terminada ya su siesta, el lobo se levantó y como los guijarros que le llenaban el estómago le diesen mucha sed, encaminóse a un pozo para beber. Mientras andaba, moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:

¿Qué será este ruido

que suena en mi barriga?

Creí que eran seis cabritas,

mas ahora me parecen chinitas.

Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas:

— ¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo!

Y, con su madre, pusiéronse a bailar en corro en torno al pozo.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

6. El fiel Juan

Hermanos Grimm

Érase una vez un anciano Rey, se sintió enfermo y pensó: Sin duda es mi lecho de muerte éste en el que yazgo. Y ordenó: "Que venga mi fiel Juan." Era éste su criado favorito, y le llamaban así porque durante toda su vida había sido fiel a su señor. Cuando estuvo al pie de la cama, díjole el Rey: "Mi fidelísimo Juan, presiento que se acerca mi fin, y sólo hay una cosa que me atormenta: mi hijo. Es muy joven todavía, y no siempre sabe gobernarse con tino. Si no me prometes que lo instruirás en todo lo que necesita saber y velarás por él como un padre, no podré cerrar los ojos tranquilo." - "Os prometo que nunca lo abandonaré," le respondió el fiel Juan, "lo serviré con toda fidelidad, aunque haya de costarme la vida." Dijo entonces el anciano Rey: "Así muero tranquilo y en paz." Y prosiguió: "Cuando yo haya muerto enséñale todo el palacio, todos los aposentos, los salones, los soterrados y los tesoros guardados en ellos. Pero guárdate de mostrarle la última cámara de la galería larga, donde se halla el retrato de la princesa del Tejado de Oro, pues si lo viera, se enamoraría perdidamente de ella, perdería el sentido, y por su causa se expondría a grandes peligros; así que guárdalo de ello." Y cuando el fiel Juan hubo renovado la promesa a su Rey, enmudeció éste y, reclinando la cabeza en la almohada, murió.

Llevado ya a la sepultura el cuerpo del anciano Rey, el fiel Juan dio cuenta a su joven señor de lo que prometiera a su padre en su lecho de muerte, y añadió: "Lo cumpliré puntualmente y te guardaré fidelidad como se la guardé a él, aunque me hubiera de costar la vida." Celebráronse las exequias, pasó el período de luto, y entonces el fiel Juan dijo al Rey: "Es hora de que veas tu herencia; voy a mostrarte el palacio de tu padre." Y lo acompañó por todo el palacio, arriba y abajo, y le hizo ver todos los tesoros y los magníficos aposentos; sólo dejó de abrir el que guardaba el peligroso retrato. Éste se hallaba colocado de tal modo que se veía con sólo abrir la puerta, y era de una perfección tal que parecía vivir y respirar, y que en el mundo entero no podía encontrarse nada más hermoso ni más delicado. Pero al joven Rey no se le escapó que el fiel Juan pasaba muchas veces por delante de esta puerta sin abrirla, y, al fin, le preguntó: "¿Por qué no la abres nunca?" - "Es que en esta pieza hay algo que te causaría espanto," respondióle el criado. Mas el Rey le replicó: "He visto todo el palacio y quiero también saber lo que hay ahí dentro, y, dirigiéndose a la puerta, trató de forzarla." El fiel Juan lo retuvo y le dijo: "Prometí a tu padre, antes de morir, que no verías lo que hay en este cuarto; nos podría traer grandes desgracias, a ti y a mí." - "Al contrario," replicó el joven Rey. "Si no entro, mi perdición es segura. No descansaré ni de día ni de noche hasta que lo haya contemplado con mis propios ojos. No me muevo de aquí hasta que me abras esta puerta."

Entonces comprendió el fiel Juan que no había otro remedio, y con el corazón en el puño y muchos suspiros sacó la llave del gran manojo. Cuando tuvo la puerta abierta, entró el primero con intención de tapar el cuadro, para que el Rey no lo viera. Pero, ¿de qué le sirvió? El Rey, poniéndose de puntillas, miró por encima de su hombro, y al ver el retrato de la doncella, resplandeciente de oro y piedras preciosas, cayó al suelo sin sentido. Levantólo el fiel Juan y lo llevó a su cama, pensando. con gran angustia: "El mal está hecho. ¡Dios mío! ¿Qué pasará ahora?" Y le dio vino para reanimarlo. Vuelto en sí el Rey, sus primeras palabras fueron: "¡Ay!, ¿de quién es este retrato tan hermoso?" - "Es la princesa del Tejado de Oro," respondióle el fiel criado. Y el Rey: "Es tan grande mi amor por ella, que si todas las hojas de los árboles fuesen lenguas, no bastarían para expresarle. Mi vida pondré en juego para alcanzarla, y tú, mi leal Juan, debes ayudarme a conseguirlo."

El fiel criado estuvo cavilando largo tiempo sobre la manera de emprender el negocio. pues sólo el llegar a presencia de la princesa era ya muy difícil. Finalmente, se le ocurrió un medio, y dijo a su señor: "Todo lo que tiene a su alrededor es de oro: mesas, sillas, fuentes, vasos, tazas y todo el ajuar de la casa. En tu tesoro hay cinco toneladas de oro," manda que den una a los orfebres del reino, y con ella fabriquen toda clase de vasos y utensilios, toda suerte de aves, alimañas y animales fabulosos; esto le gustará; con ello nos pondremos en camino, a probar fortuna." El Rey hizo venir a todos los orfebres del país, los cuales trabajaron sin descanso hasta terminar aquellos preciosos objetos. Luego fue cargado todo en un barco, y el fiel Juan y el Rey se vistieron de mercaderes para no ser conocidos de nadie. Luego se hicieron a la mar, y navegaron hasta arribar a la ciudad donde vivía la princesa del Tejado de Oro.

El fiel Juan pidió al Rey que permaneciese a bordo y aguardase su vuelta: "A lo mejor vuelvo con la princesa," dijo. "Procurarás, pues, que todo esté bien dispuesto y ordenado, los objetos de oro a la vista y el barco bien empavesado." Se llenó el cinto de toda clase de objetos preciosos, desembarcó y encaminóse al palacio real. Al entrar en el patio vio junto al pozo a una hermosa muchacha ocupada en llenar de agua dos cubos de oro. Al volverse para llevarse el agua que reflejaba los destellos del oro, vio al extranjero y le preguntó quién era. Respondióle éste: "Soy un mercader,' y, abriendo su cinturón, le mostró lo que contenía. "¡Oh, qué lindo!" exclamó ella, y, dejando los cubos en el suelo, se puso a examinar las joyas una por una. Luego dijo: "Es necesario que la princesa lo vea; le gustan tanto las cosas de oro, que, sin duda, os las comprará todas." Y, cogiendo al hombre de la mano, condújolo al interior del palacio, pues era la camarera principal. Cuando la hija del Rey vio aquellas maravillas, se puso muy contenta y exclamó: "Está tan primorosamente trabajado, que te lo compro todo." A lo que respondió el fiel Juan: "Yo no soy sino el criado de un rico mercader. No es nada lo que traigo aquí en comparación de lo que mi amo tiene en el barco: lo más bello y precioso que jamás se haya hecho en oro." Pidióle ella que se lo llevaran a palacio, pero él contestó: "Hay tantísimas cosas, que precisarían muchos días y más salas que vuestro palacio tiene." Estas palabras sólo sirvieron para estimular la curiosidad de la princesa, la cual dijo al fin: "Acompáñame al barco, quiero ir yo misma a ver los tesoros de tu amo."

El fiel Juan, muy contento, la condujo entonces al barco, y cuando el Rey la vio, parecióle que su hermosura era todavía mayor que la del retrato, y el corazón empezó a latirle con tal violencia que se lo sentía a punto de estallar. Subió la princesa a bordo, y el Rey la acompañó al interior de la nave; pero el fiel Juan se quedó junto al piloto y le dio orden de zarpar: "¡Despliega todas las velas, para que el barco vuele más veloz que un pájaro!" Entretanto, el Rey mostraba a la princesa la vajilla de oro, pieza por pieza: fuentes, vasos y tazas, así como las aves y los animales silvestres y prodigiosos. Transcurrieron muchas horas así, y la princesa, absorta y arrobada, no se dio cuenta de que el barco se había hecho a la mar. Cuando ya lo hubo contemplado todo, dio las gracias al mercader y se dispuso a regresar a palacio, pero al subir a cubierta vio que estaba muy lejos de tierra y que el buque navegaba a toda vela: "¡Ay de mí!" exclamó. "¡Me han traicionado, me han raptado! ¡Estoy en manos de un mercader! ¡Mil veces morir!" Pero el Rey, tomándole la mano, le dijo: "Yo no soy un comerciante, sino un Rey, y de nacimiento no menos ilustre que el tuyo. Si te he raptado con un ardid, ha sido por el inmenso amor que te tengo. Es tan grande, que la primera vez que vi tu retrato caí al suelo sin sentido." Estas palabras apaciguaron a la princesa, y como ya sentía afecto por el Rey, aceptó de buen grado ser su esposa.

Ocurrió, empero, mientras se hallaban aún en alta mar, que el fiel Juan, sentado en la proa del barco tocando un instrumento musical, vio en el aire tres cuervos que llegaban volando. Dejó entonces de tocar y se puso a escuchar su conversación, pues entendía su lenguaje. Dijo uno: "¡Fíjate! se lleva a su casa a la princesa del Tejado de Oro." - "Sí," respondió el segundo. "Pero aún no es suya." Y el tercero: "¿Cómo que no es suya? Si va con él en el barco." Volviendo a tomar la palabra el primero, dijo: "¡Qué importa! En cuanto desembarquen se le acercará al trote un caballo pardo, y él querrá montarlo; pero si lo hace, volarán ambos por los aires, y nunca más volverá el Rey a ver a su princesa." Dijo el segundo: "¿Y no hay ningún remedio?" - "Sí, lo hay: si otro se adelanta a montarlo y, con una pistola que va en el arzón del animal, lo mata de un tiro. Sólo de ese modo puede salvarse el Rey; pero, ¿quién va a saberlo? Y si alguien lo supiera y lo revelara, quedaría convertido en piedra desde las puntas de los pies hasta las rodillas." Habló entonces el segundo: "Todavía sé más. Aunque maten el caballo, tampoco tendrá el Rey a su novia. Cuando entren juntos en palacio, encontrarán en una bandeja una camisa de boda, que parecerá tejida de oro y plata, pero que en realidad será de azufre y pez. Si el Rey se la pone, se consumirá y quemará hasta la medula de los huesos." Preguntó el tercero: "¿Y no hay ningún remedio?" - "Sí, lo hay," contestó el otro. "Si alguien coge la camisa con guantes y la arroja al fuego, el Rey se salvará. ¡Pero eso de qué sirve! Si alguno lo sabe y lo dice al Rey, quedará convertido en piedra desde las rodillas hasta el corazón." Intervino entonces el tercero: "Pues yo sé más todavía. Aunque se queme la camisa, tampoco el Rey tendrá a su novia. Cuando, terminada la boda, empiece la danza y la joven reina salga a bailar, palidecerá de repente y caerá como muerta. Si no acude nadie a levantarla enseguida y no le sorbe del pecho derecho tres gotas de sangre y las vuelve a escupir inmediatamente, la reina morirá. Pero quien lo sepa y lo diga quedará convertido en estatua de piedra, desde la punta de los pies a la coronilla." Después de haber hablado así, los cuervos remontaron el vuelo, y el fiel Juan, que lo había oído y comprendido todo, permaneció desde entonces triste y taciturno; pues si callaba, haría desgraciado a su señor, y si hablaba, lo pagaría con su propia vida. Finalmente, se dijo, para sus adentros: "Salvaré a mi señor, aunque yo me pierda."

Al desembarcar sucedió lo que predijera el cuervo. Un magnífico alazán acercóse al trote: "¡Ea!" exclamó el Rey. "Este caballo me llevará a palacio." Y se disponía a montarlo cuando el fiel Juan, anticipándose, subióse en él de un salto y, sacando la pistola del arzón, abatió al animal de un tiro. Los servidores del Rey, que tenían ojeriza al fiel Juan, prorrumpieron en gritos: "¡Qué escándalo! ¡Matar a un animal tan hermoso, que debía conducir al Rey a palacio!" Pero el monarca dijo: "Callaos y dejadle hacer. Es mi fiel Juan. Él sabrá por qué lo hace." Al llegar al palacio y entrar en la sala, puesta en una bandeja, apareció la camisa de boda, resplandeciente como si fuese tejida de oro y plata. El joven Rey iba ya a cogerla, pero el fiel Juan, apartándolo y cogiendo la prenda con manos enguantadas, la arrojó rápidamente al fuego y estuvo vigilando hasta que la vio consumida. Los demás servidores volvieron a desatarse en murmuraciones: "¡Fijaos, ahora ha quemado la camisa de boda del Rey!" Pero éste dijo: "¡Quién sabe por qué lo hace! Dejadlo, que es mi fiel Juan." Celebróse la boda, y empezó el baile. La novia salió a bailar; el fiel Juan no la perdía de vista, mirándola a la cara. De repente palideció y cayó al suelo como muerta. Juan se lanzó sobre ella, la cogió en brazos y la llevó a una habitación; la depositó sobre una cama, y, arrodillándose, sorbió de su pecho derecho tres gotas de sangre y las escupió seguidamente. Al instante recobró la Reina el aliento y se repuso; pero el Rey, que había presenciado la escena y desconocía los motivos que inducían al fiel Juan a obrar de aquel modo, gritó lleno de cólera: "¡Encerradlo en un calabozo!" Al día siguiente, el leal criado fue condenado a morir y conducido a la horca. Cuando ya había subido la escalera, levantó la voz y dijo: "A todos los que han de morir se les concede la gracia de hablar antes de ser ejecutados. ¿No se me concederá también a mí este derecho?" - "Sí," dijo el Rey. "Te lo concedo." Entonces el fiel Juan habló de esta manera: "He sido condenado injustamente, pues siempre te he sido fiel." Y explicó el coloquio de los cuervos que había oído en alta mar y cómo tuvo que hacer aquellas cosas para salvar a su señor. Entonces exclamó el Rey: "¡Oh, mi fidelísimo Juan! ¡Gracia, gracia! ¡Bajadlo!" Pero al pronunciar la última palabra, el leal criado había caído sin vida, convertido en estatua de piedra.

El Rey y la Reina se afligieron en su corazón. "¡Ay de mí!" se lamentaba el Rey. "¡Qué mal he pagado su gran fidelidad!" Y, mandando levantar la estatua de piedra, la hizo colocar en su alcoba, al lado de su lecho. Cada vez que la miraba, no podía contener las lágrimas, y decía: "¡Ay, ojalá pudiese devolverte la vida, mi fidelísimo Juan!" Transcurrió algún tiempo y la Reina dio a luz dos hijos gemelos, que crecieron y eran la alegría de sus padres. Un día en que la Reina estaba en la iglesia y los dos niños se habían quedado jugando con su padre, miró éste con tristeza la estatua de piedra y suspiró: "¡Ay, mi fiel Juan, si pudiese devolverte la vida!" Y he aquí que la estatua comenzó a hablar, diciendo: "Sí, puedes devolverme a vida, si para ello sacrificas lo que más quieres." A lo que respondió el Rey: "¡Por ti sacrificaría cuanto tengo en el mundo!" - "Siendo así," prosiguió la piedra, "corta con tu propia mano la cabeza a tus hijos y úntame con su sangre. ¡Sólo de este modo volveré a vivir!" Tembló el Rey al oír que tenía que dar muerte a sus queridos hijitos; pero al recordar la gran fidelidad de Juan, que había muerto por él, desenvainó la espada y cortó la cabeza a los dos niños. Y en cuanto hubo rociado la estatua con su sangre, animóse la piedra y el fiel Juan reapareció ante él, vivo y sano, y dijo al Rey: "Tu abnegación no quedará sin recompensa," y, cogiendo las cabezas de los niños, las aplicó debidamente sobre sus cuerpecitos y untó las heridas con su sangre. En el acto quedaron los niños lozanos y llenos de vida, saltando y jugando como si nada hubiese ocurrido. El Rey estaba lleno de contento. Cuando oyó venir a la Reina, ocultó a Juan y a los niños en un gran armario. Al entrar ella, díjole: "¿Has rezado en la iglesia?" - "Sí," respondió su esposa, "pero constantemente estuve pensando en el fiel Juan, que sacrificó su vida por nosotros." Dijo entonces el Rey: "Mi querida esposa, podemos devolverle la vida, pero ello nos costará sacrificar a nuestros dos hijitos." Palideció la Reina y sintió una terrible angustia en el corazón; sin embargo, dijo: "Se lo debemos, por su grandísima lealtad." El rey, contento al ver que su esposa pensaba como él, corrió al armario y, abriéndolo, hizo salir a sus dos hijos y a Juan, diciendo: "¡Loado sea Dios; está salvado y hemos recuperado también a nuestros hijitos!" Y le contó todo lo sucedido. Y desde entonces vivieron juntos y felices hasta la muerte.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

7. Un buen negocio

Hermanos Grimm

Un campesino llevó su vaca al mercado, donde la vendió por siete escudos. Cuando regresaba a su casa hubo de pasar junto a una charca, y ya desde lejos oyó croar las ranas: "¡cuak, cuak, cuak!."

- ¡Bah! -dijo para sus adentros-. Ésas no saben lo que se dicen. Siete son los que he sacado, y no cuatro-. Al llegar al borde del agua, las increpó:

- ¡Bobas que sois! ¡Qué sabéis vosotras! Son siete y no cuatro.

Pero las ranas siguieron impertérritas: "cuak, cuak, cuak."

- Bueno, si no queréis creerlo los contaré delante de vuestras narices.

Y sacando el dinero del bolsillo, contó los siete escudos, a razón de veinticuatro reales cada uno. Pero las ranas, sin prestar atención a su cálculo, seguían croando: "cuak, cuak, cuak."

- ¡Caramba con los bichos! -gritó el campesino, amoscado-. Puesto que os empeñáis en saberlo mejor que yo, contadlo vosotras mismas.

Y arrojó las monedas al agua, quedándose de pie en espera de que las hubiesen contado y se las devolviesen. Pero las ranas seguían en sus trece, y duro con su "cuak, cuak, cuak," sin devolver el dinero. Aguardó el hombre un buen rato, hasta el anochecer; pero entonces ya no tuvo más remedio que marcharse. Púsose a echar pestes contra las ranas, gritándoles:

- ¡Chapuzonas, cabezotas, estúpidas! ¡Podéis tener una gran boca para gritar y ensordecernos, pero sois incapaces de contar siete escudos! ¿Os habéis creído que aguardaré aquí hasta que hayáis terminado?

Y se marchó, mientras lo perseguía el "cuak, cuak, cuak" de las ranas, por lo que el hombre llegó a su casa de un humor de perros.

Al cabo de algún tiempo compró otra vaca y la sacrificó, calculando que si vendía bien la carne sacaría de ella lo bastante para resarcirse de la pérdida de la otra, y aún le quedaría la piel. Al entrar en la ciudad con la carne, viose acosado por toda una jauría de perros, al frente de los cuales iba un gran lebrel. Saltaba éste en torno a la carne, olfateándola y ladrando: -¡Vau, vau, vau! -Y como se empeñaba en no callar, díjole el labrador:

- Sí, ya te veo, bribón, gritas "vau vau" porque quieres que te dé un pedazo de vaca. ¡Pues sí que haría yo buen negocio!

Pero el perro no replicaba sino "vau, vau, vau."

- ¿Me prometes no comértela y me respondes de tus compañeros?

- Vau, vau -repitió el perro.

- Bueno, puesto que te empeñas, te la dejaré; te conozco bien y sé a quién sirves. Pero una cosa te digo: dentro de tres días quiero el dinero; de lo contrario, lo vas a pasar mal. Me lo llevarás a casa.

Y, descargando la carne, se volvió, mientras los perros se lanzaban sobre ella, ladrando: "vau, vau." Oyéndolos desde lejos, el campesino se dijo: "Todos quieren su parte, pero el grande tendrá que responder."

Transcurridos los tres días, pensó el labrador: "Esta noche tendrás el dinero en el bolsillo, y esta idea lo llenó de contento. Pero nadie se presentó a pagar. "¡Es que no te puedes fiar de nadie!," se dijo, y, perdiendo la paciencia, fuese a la ciudad a pedir al carnicero que le satisficiese la deuda. El carnicero se lo tomó a broma, pero el campesino replicó:

- Nada de burlas, yo quiero mi dinero. ¿Acaso el perro no os trajo hace tres días toda la vaca muerta?

Enojóse el carnicero y, echando mano de una escoba, lo despidió a escobazos.

- ¡Aguardad -gritóle el hombre-, todavía hay justicia en la tierra! -y, dirigiéndose al palacio del Rey, solicitó audiencia.

Conducido a presencia del Rey, que estaba con su hija, preguntóle éste qué le ocurría.

- ¡Ah! -exclamó el campesino-. Las ranas y los perros se quedaron con lo que era mío, y ahora el carnicero me ha pagado a palos-, y explicó circunstanciadamente lo ocurrido.

La princesa prorrumpió en una sonora carcajada, y el Rey le dijo:

- No puedo hacerte justicia en este caso, pero, en cambio, te daré a mi hija por esposa. En toda su vida la vi reírse como ahora, y prometí casarla con quien fuese capaz de hacerla reír. Puedes dar gracias a Dios de tu buena suerte!

- ¡Oh! -replicó el campesino-. No la quiero -, en casa tengo ya una mujer, y con ella me sobra. Cada vez que llego a casa, me parece como si me saliese una de cada esquina.

El Rey, colérico, chilló:

- ¡Eres un imbécil!

- ¡Ah, Señor Rey! -respondió el campesino-. ¡Qué podéis esperar de un asno, sino coces!

- Aguarda -dijo el Rey-, te pagaré de otro modo. Márchate ahora y vuelve dentro de tres días; te van a dar quinientos bien contados.

Al pasar el campesino la puerta, díjole el centinela:

- Hiciste reír a la princesa; seguramente te habrán pagado bien.

- Sí, eso creo -murmuró el rústico-. Me darán quinientos.

- Oye -inquirió el soldado-, podrías darme unos cuantos. ¿Qué harás con tanto dinero?

- Por ser tú, te cederé doscientos -dijo el campesino-. Preséntate al Rey dentro de tres días y te los pagarán.

Un judío, que se hallaba cerca y había oído la conversación, corrió tras el labrador y le dijo, tirándole de la chaqueta:

- ¡Maravilla de Dios, vos sí que nacisteis con buena estrella! os cambiaré el dinero en moneda de vellón. ¿Qué haríais vos con los escudos en pieza?

- Trujamán -contestó el campesino-, puedes quedarte con trescientos. Cámbiamelos ahora mismo, y dentro tres días, el Rey te los pagará.

El judío, contento del negociete, diole la cantidad en moneda de cobre, ganándose uno por cada tres. Al expirar el plazo, el campesino, obediente a la orden recibida, se presentó ante el Rey.

- Quitadle la chaqueta -mandó éste-, va a recibir los quinientos prometidos.

- ¡Oh! -dijo el hombre-, ya no son míos: doscientos los regalé al centinela, y los trescientos restantes me los cambió un judío, así que no me toca ya nada.

Presentáronse entonces el soldado y el judío a reclamar lo que les ofreciera el campesino, y recibieron en las espaldas los azotes correspondientes. El soldado los sufrió con paciencia; ya los había probado en otras ocasiones. Pero el judío todo era exclamarse:

- ¡Ay! ¿Esto son los escudos?

El Rey no pudo por menos de reírse del campesino y, calmado su enojo, le dijo:

- Puesto que te has quedado sin recompensa, te daré una compensación. Ve a la cámara del tesoro y llévate todo el dinero que quieras.

El hombre no se lo hizo repetir y se llenó los bolsillos a reventar; luego entró en la posada y se puso a contar el dinero. El judío, que lo había seguido, oyólo que refunfuñaba:

- Este pícaro de Rey me ha jugado una mala pasada; ¿No podía darme él mismo el dinero, y ahora sabría yo cuánto tengo? En cambio, ahora, ¿quién me dice que lo que he cogido, a mi talante, es lo que me tocaba?

"¡Dios nos ampare! -dijo para sus adentros el judío-. ¡Este hombre murmura de nuestro Rey! Voy a denunciarlo; de este modo me darán una recompensa y encima lo castigarán."

Al enterarse el Rey de los improperios del campesino, montó en cólera y mandó al judío que fuese en su busca y se presentase con él en palacio. Corrió el judío en busca del labrador:

- Debéis comparecer inmediatamente ante el Rey -le dijo-; así, tal como estáis.

- Yo sé mejor lo que debo hacer -respondió el campesino-. Antes tengo que encargarme una casaca nueva. ¿Crees que un hombre con tanto dinero en los bolsillos puede ir hecho un desharrapado?

El judío, al ver que no lograría arrastrar al otro sin una chaqueta nueva y temiendo que al Rey se le pasara el enfado y, con él, se esfumara su premio y el castigo del otro, dijo:

- Os prestaré por unas horas una hermosa casaca; y conste que lo hago por pura amistad. ¡Qué no hace un hombre por amor!

Avínose el labrador y, poniéndose la casaca del judío, fuese con él a palacio. Reprochóle el Rey los denuestos que, según el judío, le había dirigido.

- ¡Ay! -exclamó el campesino-. Lo que dice un judío es mentira segura. ¿Cuándo se les ha oído pronunciar una palabra verdadera? ¡Este individuo sería capaz de sostener que la casaca que llevo es suya!

- ¿Cómo? -replicó el judío-. ¡Claro que lo es! ¿No acabo de prestárosla por pura amistad, para que pudierais presentaros dignamente ante el Señor Rey?

Al oírlo el Rey, dijo:

- Fuerza es que el judío engañe a uno de los dos: al labrador o a mí.

Y mandó darle otra azotaina en las costillas, mientras el campesino se marchaba con la buena casaca y el dinero en los bolsillos, diciendo:

- Esta vez he acertado.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

8. El músico prodigioso

Hermanos Grimm

Había una vez un músico prodigioso que vagaba solito por el bosque dándole vueltas a la cabeza. Cuando ya no supo en qué más pensar, dijo para sus adentros: "En la selva se me hará largo el tiempo, y me aburriré; tendría que buscarme un buen compañero." Descolgó el violín que llevaba suspendido del hombro y se puso a rascarlo, haciendo resonar sus notas entre los árboles. A poco se presentó el lobo, saliendo de la maleza. "¡Ay! Es un lobo el que viene. No es de mi gusto ese compañero," pensó el músico. Pero el lobo se le acercó y le dijo: "Hola, músico, ¡qué bien tocas! Me gustaría aprender." - "Pues no te será difícil," respondióle el violinista, "si haces todo lo que yo te diga." - "Sí, músico," asintió el lobo, "te obedeceré como un discípulo a su maestro." El músico le indicó que lo siguiera, y, tras andar un rato, llegaron junto a un viejo roble, hueco y hendido por la mitad. "Mira," dijo el músico, "si quieres aprender a tocar el violín, mete las patas delanteras en esta hendidura." Obedeció el lobo, y el hombre, cogiendo rápidamente una piedra y haciéndola servir de cuña, aprisionó las patas del animal tan fuertemente, que éste quedó apresado, sin poder soltarse. "Ahora aguárdame hasta que vuelva," dijo el músico y prosiguió su camino.

Al cabo de un rato volvió a pensar: "En el bosque se me va a hacer largo el tiempo, y me aburriré; tendría que buscarme otro compañero." Cogió su violín e hizo sonar una nueva melodía. Acudió muy pronto una zorra, deslizándose entre los árboles. "Ahí viene una zorra," pensó el hombre. "No me gusta su compañía." Llegóse la zorra hasta él y dijo: "Hola, músico, ¡qué bien tocas! Me gustaría aprender." - "No te será difícil," contestó el músico, "sólo debes hacer cuanto yo te mande." - "Sí, músico," asintió la zorra, "te obedeceré como un discípulo a su maestro." - "Pues sígueme ordenó él." Y no tardaron en llegar a un sendero, bordeado a ambos lados por altos arbustos. Detúvose entonces el músico y, agarrando un avellano que crecía en una de las márgenes, lo dobló hasta el suelo, sujetando la punta con un pie; hizo luego lo mismo con un arbolillo del lado opuesto y dijo al zorro: "Ahora, amiguito, si quieres aprender, dame la pata izquierda de delante." Obedeció la zorra, y el hombre se la ató al tronco del lado izquierdo. "Dame ahora la derecha," prosiguió. Y sujetóla del mismo modo en el tronco derecho. Después de asegurarse de que los nudos de las cuerdas eran firmes, soltó ambos arbustos, los cuales, al enderezarse, levantaron a la zorra en el aire y la dejaron colgada y pataleando. "Espérame hasta que regrese," díjole el músico, y reemprendió su ruta.

Al cabo de un rato, volvió a pensar: "El tiempo se me va a hacer muy largo y aburrido en el bosque; veamos de encontrar otro compañero." Y, cogiendo el violín, envió sus notas a la selva. A sus sones acercóse saltando un lebrato: "¡Bah!, una liebre," pensó el hombre, "no la quiero por compañero." - "Eh, buen músico," dijo el animalito. "Tocas m y bien; me gustaría aprender." - "Es cosa fácil," respondió él, "siempre que hagas lo que yo te mande." - "Sí, músico," asintió el lebrato, "te obedeceré como un discípulo a su maestro." Caminaron, pues, juntos un rato, hasta llegar a un claro del bosque en el que crecía un álamo blanco. El violinista ató un largo bramante al cuello de la liebre, y sujetó al árbol el otro cabo. "¡Ala! ¡Deprisa! Da veinte carreritas alrededor del álamo," mandó el hombre al animalito, el cual obedeció. Pero cuando hubo terminado sus veinte vueltas, el bramante se había enroscado otras tantas en torno al tronco, quedando el lebrato prisionero; por más tirones y sacudidas que dio, sólo lograba lastimarse el cuello con el cordel. "Aguárdame hasta que vuelva," le dijo el músico, alejándose.

Mientras tanto, el lobo, a fuerza de tirar, esforzarse y dar mordiscos a la piedra, había logrado, tras duro trabajo, sacar las patas de la hendidura. Irritado y furioso, siguió las huellas del músico, dispuesto a destrozarlo. Al verlo pasar la zorra, púsose a lamentarse y a gritar con todas sus fuerzas: "Hermano lobo, ayúdame. ¡El músico me engañó!" El lobo bajó los arbolillos, cortó la cuerda con los dientes y puso en libertad a la zorra, la cual se fue con él, ávida también de venganza. Encontraron luego a la liebre aprisionada, desatáronla a su vez, y, los tres juntos, partieron en busca del enemigo.

En esto el músico había vuelto a probar suerte con su violín, y esta vez con mejor fortuna. Sus sones habían llegado al oído de un pobre leñador, el cual, quieras que no, hubo de dejar su trabajo y, hacha bajo el brazo, dirigióse al lugar de donde procedía la música. "Por fin doy con el compañero que me conviene," exclamó el violinista, "un hombre era lo que buscaba, y no alimañas salvajes." Y púsose a tocar con tanto arte y dulzura, que el pobre leñador quedóse como arrobado, y el corazón le saltaba de puro gozo. Y he aquí que en esto vio acercarse al lobo, la zorra y la liebre, y, por sus caras de pocos amigos, comprendió que llevaban intenciones aviesas. Entonces el leñador blandió la reluciente hacha y colocóse delante del músico como diciendo: "Tenga cuidado quien quiera hacerle daño, pues habrá de entendérselas conmigo." Ante lo cual, los animales se atemorizaron y echaron a correr a través del bosque, mientras el músico, agradecido, obsequiaba al leñador con otra bella melodía.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

9. Los doce hermanos

Hermanos Grimm

Éranse una vez un rey y una reina que vivían en buena paz y contentamiento con sus doce hijos, todos varones. Un día, el Rey dijo a su esposa:

- Si el hijo que has de tener ahora es una niña, deberán morir los doce mayores, para que la herencia sea mayor y quede el reino entero para ella.

Y, así, hizo construir doce ataúdes y llenarlos de virutas de madera, colocando además, en cada uno, una almohadilla. Luego dispuso que se guardasen en una habitación cerrada, y dio la llave a la Reina, con orden de no decir a nadie una palabra de todo ello.

Pero la madre se pasaba los días triste y llorosa, hasta que su hijo menor, que nunca se separaba de su lado y al que había puesto el nombre de Benjamín, como en la Biblia, le dijo, al fin:

- Madrecita, ¿por qué estás tan triste?

- ¡Ay, hijito mío! -respondióle ella-, no puedo decírtelo.

Pero el pequeño no la dejó ya en reposo, y, así, un día ella le abrió la puerta del aposento y le mostró los doce féretros llenos de virutas, diciéndole:

- Mi precioso Benjamín, tu padre mandó hacer estos ataúdes para ti y tus once hermanos; pues si traigo al mundo una niña, todos vosotros habréis de morir y seréis enterrados en ellos.

Y como le hiciera aquella revelación entre amargas lágrimas, quiso el hijo consolarla y le dijo:

- No llores, querida madre; ya encontraremos el medio de salir del apuro. Mira, nos marcharemos.

Respondió ella entonces:

- Vete al bosque con tus once hermanos y cuidad de que uno de vosotros esté siempre de guardia, encaramado en la cima del árbol más alto y mirando la torre del palacio. Si nace un niño, izaré una bandera blanca, y entonces podréis volver todos; pero si es una niña, pondré una bandera roja. Huid en este caso tan deprisa como podáis, y que Dios os ampare y guarde. Todas las noches me levantaré a rezar por vosotros: en invierno, para que no os falte un fuego con que calentaros; y en verano, para que no sufráis demasiado calor.

Después de bendecir a sus hijos, partieron éstos al bosque. Montaban guardia por turno, subido uno de ellos a la copa del roble más alto, fija la mirada en la torre. Transcurridos once días, llególe la vez a Benjamín, el cual vio que izaban una bandera. ¡Ay! No era blanca, sino roja como la sangre, y les advertía que debían morir. Al oírlo los hermanos, dijeron encolerizados:

- ¡Qué tengamos que morir por causa de una niña! Juremos venganza. Cuando encontremos a una muchacha, haremos correr su roja sangre. Adentráronse en la selva, y en lo más espeso de ella, donde apenas entraba la luz del día, encontraron una casita encantada y deshabitada:

- Viviremos aquí -dijeron-. Tú, Benjamín, que eres el menor y el más débil, te quedarás en casa y cuidarás de ella, mientras los demás salimos a buscar comida.

Y fuéronse al bosque a cazar liebres, corzos, aves, palomitas y cuanto fuera bueno para comer. Todo lo llevaban a Benjamín, el cual lo guisaba y preparaba para saciar el hambre de los hermanos. Así vivieron juntos diez años, y la verdad es que el tiempo no se les hacía largo.

Entretanto había crecido la niña que diera a luz la Reina; era hermosa, de muy buen corazón, y tenía una estrella de oro en medio de la frente. Un día que en palacio hacían colada, vio entre la ropa doce camisas de hombre y preguntó a su madre:

- ¿De quién son estas doce camisas? Pues a mi padre le vendrían pequeñas.

Le respondió la Reina con el corazón oprimido:

- Hijita mía, son de tus doce hermanos.

- ¿Y dónde están mis doce hermanos -dijo la niña-. Jamás nadie me habló de ellos:

La Reina le dijo entonces:

- Dónde están, sólo Dios lo sabe. Andarán errantes por el vasto mundo. Y, llevando a su hija al cuarto cerrado, abrió la puerta y le mostró los doce ataúdes, llenos de virutas y con sus correspondientes almohadillas:

- Estos ataúdes -díjole- estaban destinados a tus hermanos, pero ellos huyeron al bosque antes de nacer tú -y le contó todo lo ocurrido. Dijo entonces la niña:

- No llores, madrecita mía, yo iré en busca de mis hermanos.

Y cogiendo las doce camisas se puso en camino, adentrándose en el espeso bosque.

Anduvo durante todo el día, y al anochecer llegó a la casita encantada. Al entrar en ella encontróse con un mocito, el cual le preguntó:

- ¿De dónde vienes y qué buscas aquí? -maravillado de su hermosura, de sus regios vestidos y de la estrella que brillaba en su frente.

- Soy la hija del Rey -contestó ella- y voy en busca de mis doce hermanos; y estoy dispuesta a caminar bajo el cielo azul, hasta que los encuentre.

Mostróle al mismo tiempo las doce camisas, con lo cual Benjamín conoció que era su hermana.

- Yo soy Benjamín, tu hermano menor- le dijo. La niña se echó a llorar de alegría, igual que Benjamín, y se abrazaron y besaron con gran cariño. Después dijo el muchacho:

- Hermanita mía, queda aún un obstáculo. Nos hemos juramentado en que toda niña que encontremos morirá a nuestras manos, ya que por culpa de una niña hemos tenido que abandonar nuestro reino.

A lo que respondió ella:

- Moriré gustosa, si de este modo puedo salvar a mis hermanos.

- No, no -replicó Benjamín-, no morirás; ocúltate debajo de este barreño hasta que lleguen los once restantes; yo hablaré con ellos y los convenceré.

Hízolo así la niña.

Ya anochecido, regresaron de la caza los demás y se sentaron a la mesa. Mientras comían preguntaron a Benjamín:

- ¿Qué novedades hay?

A lo que respondió su hermanito:

- ¿No sabéis nada?

- No -dijeron ellos.

- ¿Conque habéis estado en el bosque y no sabéis nada, y yo, en cambio, que me he quedado en casa, sé más que vosotros? -replicó el chiquillo.

- Pues cuéntanoslo -le pidieron.

- ¿Me prometéis no matar a la primera niña que encontremos?

- Sí -exclamaron todos-, la perdonaremos; pero cuéntanos ya lo que sepas.

- Entonces dijo Benjamín:

- Nuestra hermana está aquí -y, levantando la cuba, salió de debajo de ella la princesita con sus regios vestidos y la estrella dorada en la frente, más linda y delicada que nunca ¡Cómo se alegraron todos y cómo se le echaron al cuello, besándola con toda ternura!

La niña se quedó en casa con Benjamín para ayudarle en los quehaceres domésticos, mientras los otros once salían al bosque a cazar corzos, aves y palomitas para llenar la despensa. Benjamín y la hermanita cuidaban de guisar lo que traían.

Ella iba a buscar leña para el fuego, y hierbas comestibles, y cuidaba de poner siempre el puchero en el hogar a tiempo, para que al regresar los demás encontrasen la comida dispuesta. Ocupábase también en la limpieza de la casa y lavaba la ropa de las camitas, de modo que estaban en todo momento pulcras y blanquísimas. Los hermanos hallábanse contentísimos con ella, y así vivían todos en gran unión y armonía. He aquí que un día los dos pequeños prepararon una sabrosa comida, y, cuando todos estuvieron reunidos, celebraron un verdadero banquete; comieron y bebieron, más alegres que unas pascuas.

Pero ocurrió que la casita encantada tenía un jardincito, en el que crecían doce lirios de esos que también se llaman "estudiantes." La niña, queriendo obsequiar a sus hermanos, cortó las doce flores, para regalar una a cada uno durante la comida. Pero en el preciso momento en que acabó de cortarlas, los muchachos se transformaron en otros tantos cuervos, que huyeron volando por encima del bosque, al mismo tiempo que se esfumaba también la casa y el jardín. La pobre niña se quedó sola en plena selva oscura, y, al volverse a mirar a su alrededor, encontróse con una vieja que estaba a su lado y que le dijo:

- Hija mía. ¿qué has hecho? ¿Por qué tocaste las doce flores blancas?

Eran tus hermanos, y ahora han sido convertidos para siempre en cuervos. A lo que respondió la muchachita, llorando:

- ¿No hay, pues, ningún medio de salvarlos?

- No -dijo la vieja-. No hay sino uno solo en el mundo entero, pero es tan difícil que no podrás libertar a tus hermanos: pues deberías pasar siete años como muda, sin hablar una palabra ni reír. Una palabra sola que pronunciases, aunque faltara solamente una hora para cumplirse los siete años, y todo tu sacrificio habría sido inútil: aquella palabra mataría a tus hermanos.

Díjose entonces la princesita, en su corazón: "Estoy segura de que redimiré a mis hermanos." Y buscó un árbol muy alto, se encaramó en él y allí se estuvo hilando, sin decir palabra ni reírse nunca.

Sucedió, sin embargo, que entró en el bosque un Rey, que iba de cacería. Llevaba un gran lebrel, el cual echó a correr hasta el árbol que servía de morada a la princesita y se puso a saltar en derredor, sin cesar en sus ladridos. Al acercarse el Rey y ver a la bellísima muchacha con la estrella en la frente, quedó tan prendado de su hermosura que le preguntó si quería ser su esposa. Ella no le respondió de palabra; únicamente hizo con la cabeza un leve signo afirmativo. Subió entonces el Rey al árbol, bajó a la niña, la montó en su caballo y la llevó a palacio. Celebróse la boda con gran solemnidad y regocijo, pero sin que la novia hablase ni riese una sola vez.

Al cabo de unos pocos años de vivir felices el uno con el otro, la madre del Rey, mujer malvada si las hay, empezó a calumniar a la joven Reina, diciendo a su hijo:

- Es una vulgar pordiosera esa que has traído a casa; quién sabe qué perversas ruindades estará maquinando en secreto. Si es muda y no puede hablar, siquiera podría reír; pero quien nunca ríe no tiene limpia la conciencia.

Al principio, el Rey no quiso prestarle oídos; pero tanto insistió la vieja y de tantas maldades la acusó, que, al fin, el Rey se dejó convencer y la condenó a muerte.

Encendieron en la corte una gran pira, donde la reina debía morir abrasada. Desde una alta ventana, el Rey contemplaba la ejecución con ojos llorosos, pues seguía queriéndola a pesar de todo. Y he aquí que cuando ya estaba atada al poste y las llamas comenzaban a lamerle los vestidos, sonó el último segundo de los siete años de su penitencia.

Oyóse entonces un gran rumor de alas en el aire, y aparecieron doce cuervos, que descendieron hasta posarse en el suelo. No bien lo hubieron tocado, se transformaron en los doce hermanos, redimidos por el sacrificio de la princesa. Apresuráronse a dispersar la pira y apagar las llamas, desataron a su hermana y la abrazaron y besaron tiernamente.

Y puesto que ya podía abrir la boca y hablar, contó al Rey el motivo de su mutismo y de por qué nunca se había reído. Mucho se alegró el Rey al convencerse de que era inocente, y los dos vivieron juntos y muy felices hasta su muerte. La malvada suegra hubo de comparecer ante un tribunal, y fue condenada. Metida en una tinaja llena de aceite hirviente y serpientes venenosas, encontró en ella una muerte espantosa.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

10. La chusma

Hermanos Grimm

Había una vez un gallito que le dijo a la gallinita: "Las nueces están maduras. Vayamos juntos a la montarla y démonos un buen festín antes de que la ardilla se las lleve todas." - "Sí," dijo la gallinita, "vayamos a darnos ese gusto." Se fueron los dos juntos y, como el día era claro, se quedaron hasta por la tarde. Yo no sé muy bien si fue por lo mucho que habían comido o porque se volvieron muy arrogantes, pero el caso es que no quisieron regresar a casa andando y el gallito tuvo que construir un pequeño coche con cáscaras de nuez. Cuando estuvo terminado, la gallinita se montó y le dijo al gallito: "Anda, ya puedes engancharte al tiro." - "¡No!" dijo el gallito. "¡Vaya, lo que me faltaba! ¡Prefiero irme a casa andando antes que dejarme enganchar al tiro! ¡Eso no era lo acordado! Yo lo que quiero es hacer de cochero y sentarme en el pescante, pero tirar yo... ¡Eso sí que no lo haré!"

Mientras así discutían, llegó un pato graznando: "¡Eh, vosotros, ladrones! ¡Quién os ha mandado venir a mi montaña ¿le las nueces? ¡lo vais a pagar caro!" Dicho esto, se abalanzó sobre el gallito. Pero el gallito tampoco perdió el tiempo y arremetió contra el pato y luego le clavó el espolón con tanta fuerza que éste, le suplicó clemencia y, como castigo, accedió a dejarse enganchar al tiro del coche. El gallito se sentó en el pescante e hizo de cochero, y partieron al galope. "¡Pato, corre todo lo que puedas!" Cuando habían recorrido un trecho del camino se encontraron a dos caminantes: un alfiler y una aguja de coser. Los dos caminantes les echaron el alto y les dijeron que pronto sería completamente de noche, por lo que ya no podrían dar ni un paso más, que, además, el camino estaba muy sucio y que si podían montarse un rato; habían estado a la puerta de la taberna del sastre y tomando cerveza se les había hecho demasiado tarde. El gallito, como era gente flaca que no ocupaba mucho sitio, les dejó montar, pero tuvieron que prometerle que no lo pisarían. A última hora de la tarde llegaron a una posada y, como no querían seguir viajando de noche y el pato, además, ya no andaba muy bien y se iba cayendo de un lado a otro, entraron en ella. El posadero al principio puso muchos reparos y dijo que su casa ya estaba llena, pero probablemente también pensó que aquellos viajeros no eran gente distinguida. Al fin, sin embargo, cedió cuando le dijeron con buenas palabras que le darían el huevo que la gallinita había puesto por el camino y también podría quedarse con el pato, que todos los días ponía uno. Entonces se hicieron servir a cuerpo de rey y se dieron la buena vida. Por la mañana temprano, cuando apenas empezaba a clarear y en la casa aún dormían todos, el gallito despertó a la gallinita, recogió el huevo, lo cascó de un picotazo y ambos se lo comieron; la cáscara, en cambio, la tiraron al fogón. Después se dirigieron a la aguja de coser, que todavía estaba durmiendo, la agarraron de la cabeza y la metieron en el cojín del sillón del posadero; el alfiler, por su parte, lo metieron en la toalla. Después, sin más ni más, se marcharon volando sobre los campos. El pato, que había querido dormir al raso y se había quedado en el patio, les oyó salir zumbando, se despabiló y encontró un arroyo y se marchó nadando arroyo abajo mucho más deprisa que cuando tiraba del coche. Un par de horas después el posadero se levantó de la cama, se lavó y cuando fue a secarse con la toalla se desgarró la cara con el alfiler. Luego se dirigió a la cocina y quiso encenderse una pipa, pero cuando llegó al fogón las cáscaras del huevo le saltaron a los ojos. "Esta mañana todo acierta a ciarme en la cabeza," dijo, y se sentó enojado en su sillón: "¡Ay, ay, ay!" La aguja de coserle había acertado e n un sitio aún peor, y no precisamente en la cabeza. Entonces se puso muy furioso y sospechó de los huéspedes que habían llegado tan tarde la noche anterior, pero cuando fue a buscarlos vio que se habían marchado. Así juró que no volvería a admitiren su casita chusma como aquélla, que corre mucho, no paga nada y encima lo agradece con malas pasadas.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

11. Los dos hermanitos

Hermanos Grimm

El hermanito cogió de la mano a su hermanita y le habló así:

- Desde que mamá murió no hemos tenido una hora de felicidad; la madrastra nos pega todos los días, y si nos acercamos a ella nos echa a puntapiés. Por comida sólo tenemos los mendrugos de pan duro que sobran, y hasta el perrito que está debajo de la mesa, lo pasa mejor que nosotros, pues alguna que otra vez le echan un buen bocado. ¡Dios se apiade de nosotros! ¡Si lo viera nuestra madre! ¿Sabes qué? Ven conmigo, a correr mundo.

Y estuvieron caminando todo el día por prados, campos y pedregales, y cuando empezaba a llover, decía la hermanita:

- ¡Es Dios y nuestros corazones que lloran juntos!

Al atardecer llegaron a un gran bosque, tan fatigados a causa del dolor, del hambre y del largo camino recorrido, que, sentándose en el hueco de un árbol, no tardaron en quedarse dormidos.

A la mañana siguiente, al despertar, el sol estaba ya muy alto en el cielo y sus rayos daban de pleno en el árbol. Dijo entonces el hermanito:

- Hermanita, tengo sed; si supiera de una fuentecilla iría a beber. Me parece que oigo el murmullo de una.

Y levantándose y cogiendo a la niña de la mano, salieron en busca de la fuente. Pero la malvada madrastra era bruja, y no le había pasado por alto la escapada de los niños. Deslizándose solapadamente detrás de ellos, como sólo una hechicera sabe hacerlo, había embrujado todas las fuentes del bosque. Al llegar ellos al borde de una, cuyas aguas saltaban escurridizas entre las piedras, el hermanito se aprestó a beber. Pero la hermanita oyó una voz queda que rumoreaba: "Quién beba de mí se convertirá en tigre; quien beba de mí se convertirá en tigre." Por lo que exclamó la hermanita:

- ¡No bebas, hermanito, te lo ruego; si lo haces te convertirás en tigre y me despedazarás!

El hermanito se aguantó la sed y no bebió, diciendo:

- Esperaré a la próxima fuente.

Cuando llegaron a la segunda, oyó también la hermanita que murmuraba: "Quien beba de mí se transformará en lobo, quien beba de mí se transformará en lobo."

Y exclamó la hermanita:

- ¡No bebas, hermanito, te lo ruego; si lo haces te convertirás en lobo y me devorarás!

El niño renunció a beber, diciendo:

- Aguardaré hasta la próxima fuente; pero de ella beberé, digas tú lo que digas, pues tengo una sed irresistible.

Cuando llegaron a la tercera fuentecilla, la hermanita oyó que, rumoreando, decía: "Quien beba de mí se convertirá en corzo; quien beba de mí se convertirá en corzo." Y exclamó nuevamente la niña:

- ¡Hermanito, te lo ruego, no bebas, pues si lo haces te convertirás en corzo y huirás de mi lado!

Pero el hermanito se había arrodillado ya junto a la fuente y empezaba a beber. Y he aquí que en cuanto las primeras gotas tocaron sus labios, quedó convertido en un pequeño corzo.

La hermanita se echó a llorar a la vista de su embrujado hermanito, y, por su parte, también el corzo lloraba, echado tristemente junto a la niña. Al fin dijo ésta:

- ¡Tranquilízate, mi lindo corzo; nunca te abandonaré!

Y, desatándose una de sus ligas doradas, rodeó con ella el cuello del corzo; luego arrancó juncos y tejió una cuerda muy blanda y suave. Con ella ató al animalito y siguió su camino, cada vez más adentro del bosque.

Anduvieron horas y horas y, al fin, llegaron a una casita; la niña miró adentro, y al ver que estaba desierta, pensó: "Podríamos quedarnos a vivir aquí." Con hojas y musgo arregló un mullido lecho para el corzo, y todas las mañanas salía a recoger raíces, frutos y nueces; para el animalito traía hierba tierna, que él acudía a comer de su mano, jugando contento en torno a su hermanita. Al anochecer, cuando la hermanita, cansada, había rezado sus oraciones, reclinaba la cabeza sobre el dorso del corzo; era su almohada, y allí se quedaba dormida dulcemente. Lástima que el hermanito no hubiese conservado su figura humana, pues habría sido aquélla una vida muy dichosa.

Algún tiempo hacía ya que moraban solos en la selva, cuando he aquí que un día el rey del país organizó una gran cacería. Sonaron en el bosque los cuernos de los monteros, los ladridos de las jaurías y los alegres gritos de los cazadores, y, al oírlos el corzo, le entraron ganas de ir a verlo.

- ¡Hermanita -dijo-, déjame ir a la cacería, no puedo contenerme más!

Y tanto porfió, que, al fin, ella le dejó partir.

- Pero -le recomendó- vuelve en cuanto anochezca. Yo cerraré la puerta para que no entren esos cazadores tan rudos. Y para que pueda conocerte, tú llamarás, y dirás: "¡Hermanita, déjame entrar!." Si no lo dices, no abriré.

Marchóse el corzo brincando. ¡Qué bien se encontraba en libertad!. El Rey y sus acompañantes descubrieron el hermoso animalito y se lanzaron en su persecución; pero no lograron darle alcance; por un momento creyeron que ya era suyo, pero el corzo se metió entre la maleza y desapareció. Al oscurecer regresó a la casita y llamó a la puerta.

- ¡Hermanita, déjame entrar!

Abrióse la puertecita, entró él de un salto y pasóse toda la noche durmiendo de un tirón en su mullido lecho.

A la mañana siguiente reanudóse la cacería, y no bien el corzo oyó el cuerno y el "¡ho, ho!" de los cazadores, entróle un gran desasosiego y dijo:

- ¡Hermanita, ábreme, quiero volver a salir!

La hermanita le abrió la puerta, recordándole:

- Tienes que regresar al oscurecer y repetir las palabras que te enseñé.

Cuando el Rey y sus cazadores vieron de nuevo el corzo del collar dorado, pusiéronse a acosarlo todos en tropel, pero el animal era demasiado veloz para ellos. La persecución se prolongó durante toda la jornada, y, al fin, hacia el atardecer, lograron rodearlo, y uno de los monteros lo hirió levemente en una pata, por lo que él tuvo que escapar cojeando y sin apenas poder correr. Un cazador lo siguió hasta la casita y lo oyó que gritaba:

- ¡Hermanita, déjame entrar!

Vio entonces cómo se abría la puerta y volvía a cerrarse inmediatamente. El cazador tomó buena nota y corrió a contar al Rey lo que había oído y visto; a lo que el Rey respondió:

- ¡Mañana volveremos a la caza!

Pero la hermanita tuvo un gran susto al ver que su cervatillo venía herido. Le restañó la sangre, le aplicó unas hierbas medicinales y le dijo:

- Acuéstate, corzo mío querido, hasta que estés curado.

Pero la herida era tan leve que a la mañana no quedaba ya rastro de ella; así que en cuanto volvió a resonar el estrépito de la cacería, dijo:

- No puedo resistirlo; es preciso que vaya. ¡No me cogerán tan fácilmente!

La hermanita, llorando, le reconvino:

- Te matarán, y yo me quedaré sola en el bosque, abandonada del mundo entero. ¡Vaya, que no te suelto!

- Entonces me moriré aquí de pesar -respondió el corzo-. Cuando oigo el cuerno de caza me parece como si las piernas se me fueran solas.

La hermanita, incapaz de resistir a sus ruegos, le abrió la puerta con el corazón oprimido, y el animalito se precipitó en el bosque, completamente sano y contento. Al verlo el Rey, dijo a sus cazadores:

- Acosadlo hasta la noche, pero que nadie le haga ningún daño.

Cuando ya el sol se hubo puesto, el Rey llamó al cazador y le

dijo:

- Ahora vas a acompañarme a la casita del bosque. Al llegar ante la puerta, llamó con estas palabras:

- ¡Hermanita querida, déjame entrar!

Abrieron, y el Rey entró, encontrándose frente a frente con una niña tan hermosa como jamás viera otra igual. Asustóse la niña al ver que el visitante no era el corzo, sino un hombre que llevaba una corona de oro en la cabeza. El Rey, empero, la miró cariñosamente y, tendiéndole la mano, dijo:

- ¿Quieres venirte conmigo a palacio y ser mi esposa?

- ¡oh, sí! -respondió la muchacha-. Pero el corzo debe venir conmigo; no quiero abandonarlo.

- Permanecerá a tu lado mientras vivas, y nada le faltará ­asintió el Rey-. Entró en esto el corzo, y la hermanita volvió a atarle la cuerda de juncos y, cogiendo el cabo con la mano, se marcharon de la casita del bosque.

El Rey montó a la bella muchacha en su caballo y la llevó a palacio, donde a poco se celebraron las bodas con gran magnificencia. La hermanita pasó a ser Reina, y durante algún tiempo todos vivieron muy felices; el corzo, cuidado con todo esmero, retozaba alegremente por el jardín del palacio. Entretanto, la malvada madrastra, que había sido causa de que los niños huyeran de su casa, estaba persuadida de que la hermanita había sido devorada por las fieras de la selva, y el hermanito, transformado en corzo, muerto por los cazadores. Al enterarse de que eran felices y lo pasaban tan bien, la envidia y el rencor volvieron a agitarse en su corazón sin dejarle un momento de sosiego, y no pensaba sino en el medio de volver a hacer desgraciados a los dos hermanitos.

La bruja tenía una hija tuerta y fea como la noche, que continuamente le hacía reproches y le decía:

- ¡Ser reina! A mí debía haberme tocado esta suerte, y no a ella.

- Cálmate -le respondió la bruja, y, para tranquilizarla, agregó:

- Yo sé lo que tengo que hacer, cuando sea la hora.

Transcurrido un tiempo, la Reina dio a luz un hermoso niño. Encontrándose el Rey de caza, la vieja bruja, adoptando la figura de la camarera, entró en la habitación, donde estaba acostada la Reina, y le dijo:

- Vamos, el baño está preparado; os aliviará y os dará fuerzas. ¡Deprisa, antes de que se enfríe!

Su hija estaba con ella, y entre las dos llevaron a la débil Reina al cuarto de baño y la metieron en la bañera; cerraron la puerta y huyeron, después de encender en el cuarto una hoguera infernal, que en pocos momentos ahogó a la bella y joven Reina.

Realizada su fechoría, la vieja puso una cofia a su hija y la acostó en la cama de la Reina. Prestóle también la figura y el aspecto de ella; lo único que no pudo devolverle fue el ojo perdido; así, para que el Rey no notase el defecto, le dijo que permaneciera echada sobre el costado de que era tuerta. Al anochecer, al regresar el soberano y enterarse de que le había nacido un hijo, alegróse de todo corazón y quiso acercarse al lecho de su esposa para ver cómo seguía. Pero la vieja se apresuró a decirle:

- ¡Ni por pienso! ¡No descorráis las cortinas; la Reina no puede ver la luz y necesita descanso!

Y el Rey se retiró, ignorando que en su cama yacía una falsa reina.

Pero he aquí que a media noche, cuando ya todo el mundo dormía, la niñera, que velaba sola junto a la cuna en la habitación del niño, vio que se abría la puerta y entraba la reina verdadera, que, sacando al reciennacido de la cunita, lo cogió en brazos y le dio de mamar. Mullóle luego la almohadita y, después de acostarlo nuevamente, lo arropó con la colcha. No se olvidó tampoco del corzo, pues, yendo al rincón donde yacía, le acarició el lomo. Hecho esto, volvió a salir de la habitación con todo sigilo, y, a la mañana siguiente, la niñera preguntó a los centinelas si alguien había entrado en el palacio durante la noche; pero ellos contestaron:

- No, no hemos visto a nadie.

La escena se repitió durante muchas noches, sin que la Reina pronunciase jamás una sola palabra. Y si bien la niñera la veía cada vez, no se atrevía a contárselo a nadie.

Después de un tiempo, la Reina, rompiendo su mutismo, empezó a hablar en sus visitas nocturnas, diciendo:

"¿Qué hace mi hijo? ¿Qué hace mi corzo?

Vendré otras dos noches, y ya nunca más."

La niñera no le respondió; pero en cuanto hubo desaparecido corrió a comunicar al Rey todo lo ocurrido. El Rey exclamó:

- ¡Dios mío, ¿qué significa esto?!. La próxima noche me quedaré a velar junto al niño.

Y, al oscurecer, entró en la habitación del principito. Presentóse la Reina a media noche y dijo:

"¿Qué hace mi hijo? ¿Qué hace mi corzo?

Vendré otra noche, y ya nunca más."

Y después de atender al niño como solía, desapareció nuevamente. El Rey no se atrevió a dirigirle la palabra; pero acudió a velar también a la noche siguiente. Y dijo la Reina:

"¿Qué hace mi hijo? ¿Qué hace mi corzo?

Vengo esta vez, y ya nunca más."

El Rey, sin poder ya contenerse, exclamó:

-¡No puede ser más que mi esposa querida!

A lo que respondió ella:

- Sí, soy tu esposa querida.

Y en aquel mismo instante, por merced de Dios, recobró la vida, quedando fresca, sonrosada y sana como antes. Contó luego al Rey el crimen cometido en ella por la malvada bruja y su hija, y el Rey mandó que ambas compareciesen ante un tribunal. Por sentencia de éste, la hija fue conducida al bosque, donde la destrozaron las fieras, mientras la bruja, condenada a la hoguera, expió sus crímenes con una muerte miserable y cruel. Y al quedar reducida a cenizas, el corzo, transformándose de nuevo, recuperó su figura humana, con lo cual el hermanito y la hermanita vivieron juntos y felices hasta el fin de sus días.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

12. Rapunzel

Hermanos Grimm

Había en una ocasión un matrimonio que deseaba hacía mucho tiempo tener un hijo, hasta que al fin la mujer esperaba que el Señor estuviera a punto de cumplir sus deseos. En la alcoba de los esposos había una ventana pequeña, cuyas vistas daban a un hermoso huerto, en el cual se encontraban toda clase de flores y legumbres. Se hallaba empero rodeado de una alta pared, y nadie se atrevía a entrar dentro, porque pertenecía a una hechicera muy poderosa y temida de todos. Un día estaba la mujer a la ventana mirando al huerto en el cual vio un cuadro plantado de ruiponces, y le parecieron tan verdes y tan frescos, que sintió antojo por comerlos. Creció su antojo de día en día y, como no ignoraba que no podía satisfacerle, comenzó a estar triste, pálida y enfermiza.

Asustose el marido y le preguntó:

— ¿Qué tienes, querida esposa?

— ¡Oh! — le contestó—, si no puedo comer ruiponces de los que hay detrás de nuestra casa, me moriré de seguro.

El marido que la quería mucho, pensó para sí.

— Antes de consentir en que muera mi mujer, le traeré el ruiponce, y sea lo que Dios quiera.

Al anochecer saltó las paredes del huerto de la hechicera, cogió en un momento un puñado de ruiponces, y se los llevó a su mujer, que hizo enseguida una ensalada y se las comió con el mayor apetito. Pero le supo tan bien, tan bien, que al día siguiente tenía mucha más ganas todavía de volverlos a comer, no podía tener descanso si su marido no iba otra vez al huerto. Fue por lo tanto al anochecer, pero se asustó mucho, porque estaba en él la hechicera.

— ¿Cómo te atreves, —le dijo encolerizada,— a venir a mi huerto y a robarme mi ruiponce como un ladrón? ¿No sabes que puede venirte una desgracia?

— ¡Ah! — le contestó—, perdonad mi atrevimiento, pues lo he hecho por necesidad. Mi mujer ha visto vuestro ruiponce desde la ventana, y se le ha antojado de tal manera que moriría si no lo comiese.

La hechicera le dijo entonces deponiendo su enojo:

— Si es así como dices, coge cuanto ruiponce quieras, pero con una condición: tienes que entregarme el hijo que dé a luz tu mujer. Nada le faltará, y le cuidaré como si fuera su madre.

El marido se comprometió con pena, y en cuanto vio la luz su hija se la presentó a la hechicera, que puso a la niña el nombre de Rapunzel (que significa ruiponce) y se la llevó.

Rapunzel era la criatura más hermosa que ha habido bajo el sol. Cuando cumplió doce años la encerró la hechicera en una torre que había en un bosque, la cual no tenía escalera ni puerta, sino únicamente una ventana muy pequeña y alta. Cuando la hechicera quería entrar se ponía debajo de ella y decía:

Rapunzel, Rapunzel,

echa tus cabellos

subiré por ellos.

Pues Rapunzel tenía unos cabellos muy largos y hermosos y tan finos como el oro hilado. Apenas oía la voz de la hechicera, desataba su trenza, la dejaba caer desde lo alto de su ventana, que se hallaba a más de veinte varas del suelo y la hechicera subía entonces por ellos.

Mas sucedió, trascurridos un par de años, que pasó por aquel bosque el hijo del rey y se acercó a la torre en la cual oyó un cántico tan dulce y suave que se detuvo escuchándole. Era Rapunzel que pasaba el tiempo en su soledad entreteniéndose en repetir con su dulce voz las más agradables canciones. El hijo del rey hubiera querido entrar, y buscó la puerta de la torre, pero no pudo encontrarla. Marchose a su casa, pero el cántico había penetrado de tal manera en su corazón, que iba todos los días al bosque a escucharle. Estando uno de ellos bajo un árbol, vio que llegaba una hechicera, y la oyó decir:

Rapunzel, Rapunzel,

echa tus cabellos

subiré por ellos.

Rapunzel dejó entonces caer su cabellera y la hechicera subió por ella.

— Si es esa la escalera por la cual se sube, — dijo el príncipe—, quiero yo también probar fortuna.

Y al día siguiente, cuando empezaba a anochecer se acercó a la torre y dijo:

Rapunzel, Rapunzel,

echa tus cabellos

subiré por ellos.

Enseguida cayeron los cabellos y subió el hijo del rey. Al principio se asustó Rapunzel cuando vio entrar un hombre, pues sus ojos no habían visto todavía ninguno, pero el hijo del rey comenzó a hablarle con la mayor amabilidad, y le refirió que su cántico había conmovido de tal manera su corazón, que desde entonces no había podido descansar un solo instante y se había propuesto verle y hablarle. Desapareció con esto el miedo de Rapunzel y cuando le preguntó si quería casarse con él, y vio que era joven y buen mozo, pensó para sí:

— Le querré mucho más que a la vieja hechicera.

Le dijo que sí, y estrechó su mano con la suya, añadiendo:

— De buena gana me marcharía contigo, pero ignoro cómo he de bajar; siempre que vengas tráeme cordones de seda con los cuales iré haciendo una escala, y cuando sea suficientemente larga, bajaré, y me llevarás en tu caballo.

Convinieron en que iría todas las noches, pues la hechicera iba por el día, la cual no notó nada hasta que le preguntó Rapunzel una vez:

— Dime, abuelita ¿cómo es que tardas tanto tiempo en subir, mientras el hijo del rey llega en un momento a mi lado?

— ¡Ah, pícara! — le contestó la hechicera—. ¡Qué es lo que oigo! ¡Yo que creía haberte ocultado a todo el mundo, y me has engañado!

Cogió encolerizada los hermosos cabellos de Rapunzel, les dio un par de vueltas en su mano izquierda, tomó unas tijeras con la derecha, y tris, tras, los cortó, cayendo al suelo las hermosas trenzas, y llegó a tal extremo su furor que llevó a la pobre Rapunzel a un desierto, donde la condenó a vivir entre lágrimas y dolores.

El mismo día en que descubrió la hechicera el secreto de Rapunzel, tomó por la noche los cabellos que le había cortado, los aseguró a la ventana, y cuando vino el príncipe dijo:

Rapunzel, Rapunzel,

echa tus cabellos

subiré por ellos.

Los encontró colgando. El hijo del rey subió entonces, pero no encontró a su querida Rapunzel, sino a la hechicera, que le recibió con la peor cara del mundo.

— ¡Hola! — le dijo burlándose—, vienes a buscar a tu queridita, pero el pájaro no está ya en su nido y no volverá a cantar; le han sacado de su jaula y tus ojos no le verán ya más. Rapunzel es cosa perdida para ti, no la encontrarás nunca.

El príncipe sintió el dolor más profundo y en su desesperación saltó de la torre; tuvo la fortuna de no perder la vida, pero las zarzas en que cayó le atravesaron los ojos. Comenzó a andar a ciegas por el bosque, no comía más que raíces y hierbas y sólo se ocupaba en lamentarse y llorar la pérdida de su querida esposa. Vagó así durante algunos años en la mayor miseria, hasta que llegó al final al desierto donde vivía Rapunzel en continua angustia. Oyó su voz y creyó conocerla; fue derecho hacia ella, la reconoció. Apenas la hubo encontrado, se arrojó a su cuello y lloró amargamente. Las lágrimas que humedecieron sus ojos, les devolvieron su antigua claridad y volvió a ver como antes.

La llevó a su reino donde fueron recibidos con gran alegría, y vivieron muchos años dichosos y contentos.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

13. Los tres enanitos del bosque

Hermanos Grimm

Éranse un hombre que había perdido a su mujer, y una mujer a quien se le había muerto el marido. El hombre tenía una hija, y la mujer, otra. Las muchachas se conocían y salían de paseo juntas; de vuelta solían pasar un rato en casa de la mujer. Un día, ésta dijo a la hija del viudo:

-Di a tu padre que me gustaría casarme con él. Entonces, tú te lavarías todas las mañanas con leche y beberías vino; en cambio, mi hija se lavaría con agua, y agua solamente bebería.

De vuelta a su casa, la niña repitió a su padre lo que le había dicho la mujer. Dijo el hombre:

-¿Qué debo hacer? El matrimonio es un gozo, pero también un tormento.

Al fin, no sabiendo qué partido tomar, quitose un zapato y dijo:

-Coge este zapato, que tiene un agujero en la suela. Llévalo al desván, cuélgalo del clavo grande y échale agua dentro. Si retiene el agua, me casaré con la mujer; pero si el agua se sale, no me casaré.

Cumplió la muchacha lo que le había mandado su padre; pero el agua hinchó el cuero y cerró el agujero, y la bota quedó llena hasta el borde. La niña fue a contar a su padre lo ocurrido. Subió éste al desván, y viendo que su hija había dicho la verdad, se dirigió a casa de la viuda para pedirla en matrimonio. Y se celebró la boda.

A la mañana siguiente, al levantarse las dos muchachas, la hija del hombre encontró preparada leche para lavarse y vino para beber, mientras que la otra no tenía sino agua para lavarse y para beber. Al día siguiente encontraron agua para lavarse y agua para beber, tanto la hija de la mujer como la del hombre. Y a la tercera mañana, la hija del hombre encontró agua para lavarse y para beber, y la hija de la mujer, leche para lavarse y vino para beber; y así continuaron las cosas en adelante. La mujer odiaba a su hijastra mortalmente e ideaba todas las tretas para tratarla peor cada día. Además, sentía envidia de ella porque era hermosa y amable, mientras que su hija era fea y repugnante. Un día de invierno, en que estaban nevados el monte y el valle, la mujer confeccionó un vestido de papel y, llamando a su hijastra, le dijo:

-Toma, ponte este vestido y vete al bosque a llenarme este cesto de fresas, que hoy me apetece comerlas.

-¡Santo Dios! -exclamó la muchacha-. Pero si en invierno no hay fresas; la tierra está helada y la nieve lo cubre todo. ¿Y por qué debo ir vestida de papel? Afuera hace un frío que hiela el aliento; el viento se entrará por el papel, y los espinos me lo desgarrarán.

-¿Habrase visto descaro? -exclamó la madrastra-. ¡Sal enseguida y no vuelvas si no traes el cesto lleno de fresas!

Y le dio un mendrugo de pan seco, diciéndole:

-Es tu comida de todo el día.

Pensaba la mala bruja: "Se va a morir de frío y hambre, y jamás volveré a verla."

La niña, que era obediente, se puso el vestido de papel y salió al campo con la cestita. Hasta donde alcanzaba la vista todo era nieve; no asomaba ni una brizna de hierba. Al llegar al bosque descubrió una casita con tres enanitos que miraban por la ventana. Les dio los buenos días y llamó discretamente a la puerta. Ellos la invitaron a entrar, y la muchacha se sentó en el banco, al lado del fuego, para calentarse y comer su desayuno. Los hombrecillos suplicaron:

-¡Danos un poco!

-Con mucho gusto -respondió ella- y, partiendo su mendrugo de pan, les ofreció la mitad.

Preguntáronle entonces los enanitos:

-¿Qué buscas en el bosque, con tanto frío y con este vestido tan delgado?

-¡Ay! -respondió ella-, tengo que llenar este cesto de fresas, y no puedo volver a casa hasta que lo haya conseguido.

Terminado su pedazo de pan, los enanitos le dieron una escoba, y le dijeron:

-Ve a barrer la nieve de la puerta trasera.

Al quedarse solos, los hombrecillos celebraron consejo:

-¿Qué podríamos regalarle, puesto que es tan buena y juiciosa y ha repartido su pan con nosotros?

Dijo el primero:

-Pues yo le concedo que sea más bella cada día.

El segundo:

-Pues yo, que le caiga una moneda de oro de la boca por cada palabra que pronuncie.

Y el tercero:

-Yo haré que venga un rey y la tome por esposa.

Mientras tanto, la muchacha, cumpliendo el encargo de los enanitos, barría la nieve acumulada detrás de la casa. Y, ¿qué creen que encontró? Pues unas magníficas fresas maduras, rojas, que asomaban por entre la nieve. Muy contenta, llenó la cestita y, después de dar las gracias a los enanitos y estrecharles la mano, dirigiose a su casa, para llevar a su madrastra lo que le había encargado. Al entrar y decir "buenas noches," cayéronle de la boca dos monedas de oro. Púsose entonces a contar lo que le había sucedido en el bosque, y he aquí que a cada palabra le iban cayendo monedas de la boca, de manera que al poco rato todo el suelo estaba lleno de ellas.

-¡Qué petulancia! -exclamó la hermanastra-. ¡Tirar así el dinero!

Mas por dentro sentía una gran envidia, y quiso también salir al bosque a buscar fresas. Su madre se oponía:

-No, hijita, hace muy mal tiempo y podrías enfriarte.

Mas como ella insistiera y no la dejara en paz, cedió al fin, le cosió un espléndido abrigo de pieles y, después de proveerla de bollos con mantequilla y pasteles, la dejó marchar.

La muchacha se fue al bosque, encaminándose directamente a la casita. Vio a los tres enanitos asomados a la ventana, pero ella no los saludó y, sin preocuparse de ellos ni dirigirles la palabra siquiera, penetró en la habitación, se acomodó junto a la lumbre y empezó a comerse sus bollos y pasteles.

-Danos un poco -pidiéronle los enanitos-; pero ella respondió:

-No tengo bastante para mí, ¿cómo voy a repartirlo con ustedes? Terminado que hubo de comer, dijéronle los enanitos:

-Ahí tienes una escoba, ve a barrer afuera, frente a la puerta de atrás.

-Barran ustedes -replicó ella-, que yo no soy su criada.

Viendo que no hacían ademán de regalarle nada, salió afuera, y entonces los enanitos celebraron un nuevo consejo:

-¿Qué le daremos, ya que es tan grosera y tiene un corazón tan codicioso que no quiere desprenderse de nada?

Dijo el primero:

-Yo haré que cada día se vuelva más fea.

Y el segundo:

-Pues yo, que a cada palabra que pronuncie le salte un sapo de la boca.

Y el tercero:

-Yo la condeno a morir de mala muerte.

La muchacha estuvo buscando fresas afuera, pero no halló ninguna y regresó malhumorada a su casa. Al abrir la boca para contar a su madre lo que le había ocurrido en el bosque, he aquí que a cada palabra le saltaba un sapo, por lo que todos se apartaron de ella asqueados. Ello no hizo más que aumentar el odio de la madrastra, quien sólo pensaba en los medios para atormentar a la hija de su marido, cuya belleza era mayor cada día.

Finalmente, cogió un caldero y lo puso al fuego, para cocer lino. Una vez cocido, lo colgó del hombro de su hijastra, dio a ésta un hacha y le mandó que fuese al río helado, abriera un agujero en el hielo y aclarase el lino. La muchacha, obediente, dirigiose al río y se puso a golpear el hielo para agujerearlo. En eso estaba cuando pasó por allí una espléndida carroza en la que viajaba el Rey. Éste mandó detener el coche y preguntó:

-Hija mía, ¿quién eres y qué haces?

-Soy una pobre muchacha y estoy aclarando este lino.

El Rey, compadecido y viéndola tan hermosa, le dijo:

-¿Quieres venirte conmigo?

-¡Oh sí, con toda mi alma! -respondió ella, contenta de librarse de su madrastra y su hermanastra.

Montó, pues, en la carroza, al lado del Rey, y, una vez en la Corte, celebrose la boda con gran pompa y esplendor, tal como los enanitos del bosque habían dispuesto para la muchacha.

Al año, la joven reina dio a luz un hijo, y la madrastra, a cuyos oídos habían llegado las noticias de la suerte de la niña, encaminose al palacio acompañada de su hija, con el pretexto de hacerle una visita.

Como fuera que el Rey había salido y nadie se hallaba presente, la malvada mujer agarró a la Reina por la cabeza mientras su hija la cogía por los pies, y, sacándola de la cama, la arrojaron por la ventana a un río que pasaba por debajo. Luego, la vieja metió a su horrible hija en la cama y la cubrió hasta la cabeza con las sábanas. Al regresar el Rey e intentar hablar con su esposa, detúvole la vieja:

-¡Silencio, silencio! Ahora no; está con un gran sudor, déjela tranquila por hoy.

El Rey, no recelando nada malo, se retiró. Volvió al día siguiente y se puso a hablar a su esposa. Al responderle la otra, a cada palabra le saltaba un sapo, cuando antes lo que caían siempre eran monedas de oro. Al preguntar el Rey qué significaba aquello, la madrastra dijo que era debido a lo mucho que había sudado, y que pronto le pasaría.

Aquella noche, empero, el pinche de cocina vio un pato que entraba nadando por el sumidero y que decía:

"Rey, ¿qué estás haciendo?

¿Velas o estás durmiendo?"

Y, no recibiendo respuesta alguna, prosiguió:

"¿Y qué hace mi gente?"

A lo que respondió el pinche de cocina:

"Duerme profundamente."

Siguió el otro preguntando:

"¿Y qué hace mi hijito?"

Contestó el cocinero:

"Está en su cuna dormidito."

Tomando entonces la figura de la Reina, subió a su habitación y le dio de mamar; luego le mulló la camita y, recobrando su anterior forma de pato, marchose nuevamente nadando por el sumidero. Las dos noches siguientes volvió a presentarse el pato, y a la tercera dijo al pinche de cocina:

-Ve a decir al Rey que coja la espada, salga al umbral y la blanda por tres veces encima de mi cabeza.

Así lo hizo el criado, y el Rey, saliendo armado con su espada, la blandió por tres veces sobre aquel espíritu, y he aquí que a la tercera levantose ante él su esposa, bella, viva y sana como antes.

El Rey sintió en su corazón una gran alegría; pero guardó a la Reina oculta en un aposento hasta el domingo, día señalado para el bautizo de su hijo. Ya celebrada la ceremonia, preguntó:

-¿Qué se merece una persona que saca a otra de la cama y la arroja al agua?

-Pues, cuando menos -respondió la vieja-, que la metan en un tonel erizado de clavos puntiagudos y, desde la cima del monte, lo echen a rodar hasta el río.

A lo que replicó el Rey:

-Has pronunciado tu propia sentencia -y, mandando traer un tonel como ella había dicho, hizo meter en él a la vieja y a su hija, y, después de clavar el fondo, lo hizo soltar por la ladera, por la que bajó rodando y dando tumbos hasta el río.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

14. Las tres hilanderas

Hermanos Grimm

Érase una niña muy holgazana que no quería hilar. Ya podía desgañitarse su madre, no había modo de obligarla. Hasta que la buena mujer perdió la paciencia de tal forma, que la emprendió a bofetadas, y la chica se puso a llorar a voz en grito. Acertaba a pasar en aquel momento la Reina, y, al oír los lamentos, hizo parar la carroza, entró en la casa y preguntó a la madre por qué pegaba a su hija de aquella manera, pues sus gritos se oían desde la calle. Avergonzada la mujer de tener que pregonar la holgazanería de su hija, respondió a la Reina:

- No puedo sacarla de la rueca; todo el tiempo se estaría hilando; pero soy pobre y no puedo comprar tanto lino.

Dijo entonces la Reina:

- No hay nada que me guste tanto como oír hilar; me encanta el zumbar de los tornos. Dejad venir a vuestra hija a palacio conmigo. Tengo lino en abundancia y podrá hilar cuanto guste.

La madre asintió a ello muy contenta, y la Reina se llevó a la muchacha. Llegadas a palacio, condújola a tres aposentos del piso alto, que estaban llenos hasta el techo de magnífico lino.

- Vas a hilarme este lino -le dijo-, y cuando hayas terminado te daré por esposo a mi hijo mayor. Nada me importa que seas pobre; una joven hacendosa lleva consigo su propia dote.

La muchacha sintió en su interior una gran congoja, pues aquel lino no había quien lo hilara, aunque viviera trescientos años y no hiciera otra cosa desde la mañana a la noche.

Al quedarse sola, se echó a llorar y así se estuvo tres días sin mover una mano. Al tercer día presentóse la Reina, y extrañóse al ver que nada tenía hecho aún; pero la moza se excusó diciendo que no había podido empezar todavía por la mucha pena que le daba el estar separada de su madre. Contentóse la Reina con esta excusa, pero le dijo:

- Mañana tienes que empezar el trabajo.

Nuevamente sola, la muchacha, sin saber qué hacer ni cómo salir de apuros, asomóse en su desazón, a la ventana y vio que se acercaban tres mujeres: la primera tenía uno de los pies muy ancho y plano; la segunda un labio inferior enorme, que le caía sobre la barbilla; y la tercera, un dedo pulgar abultadísimo. Las tres se detuvieron ante la ventana y, levantando la mirada, preguntaron a la niña qué le ocurría. Contóles ella su cuita, y las mujeres le brindaron su ayuda:

- Si te avienes a invitarnos a la boda, sin avergonzarte de nosotras, nos llamas primas y nos sientas a tu mesa, hilaremos para ti todo este lino en un santiamén.

- Con toda el alma os lo prometo -respondió la muchacha-. Entrad y podéis empezar ahora mismo.

Hizo entrar, pues, a las tres extrañas mujeres, y en la primera habitación desalojó un espacio donde pudieran instalarse.

Inmediatamente pusieron manos a la obra. La primera tiraba de la hebra y hacía girar la rueda con el pie; la segunda, humedecía el hilo, la tercera lo retorcía, aplicándolo contra la mesa con el dedo, y a cada golpe de pulgar caía al suelo un montón de hilo de lo más fino. Cada vez que venía la Reina, la muchacha escondía a las hilanderas y le mostraba el lino hilado; la Reina se admiraba, deshaciéndose en alabanzas de la moza. Cuando estuvo terminado el lino de la primera habitación, pasaron a la segunda, y después a la tercera, y no tardó en quedar lista toda la labor. Despidiéronse entonces las tres mujeres, diciendo a la muchacha:

- No olvides tu promesa; es por tu bien.

Cuando la doncella mostró a la Reina los cuartos vacíos y la grandísima cantidad de lino hilado, se fijó enseguida el día para la boda. El novio estaba encantado de tener una esposa tan hábil y laboriosa, y no cesaba de ponderarla.

- Tengo tres primas -dijo la muchacha-, a quienes debo grandes favores, y no quiero olvidarme de ellas en la hora de mi dicha. Permitidme, pues, que las invite a la boda y las siente a nuestra mesa.

A lo cual respondieron la Reina y su hijo:

- ¿Y por qué no habríamos de invitarlas?

Así, el día de la fiesta se presentaron las tres mujeres, magníficamente ataviadas, y la novia salió a recibirlas diciéndoles:

- ¡Bienvenidas, queridas primas!

- ¡Uf! -exclamó el novio-. ¡Cuidado que son feas tus parientas!

Y, dirigiéndose a la del enorme pie plano, le preguntó:

- ¿Cómo tenéis este pie tan grande?

- De hacer girar el torno -dijo ella-, de hacer girar el torno.

Pasó entonces el príncipe a la segunda:

- ¿Y por qué os cuelga tanto este labio?

- De tanto lamer la hebra -contestó la mujer-, de tanto lamer la hebra.

Y a la tercera

- ¿Y cómo tenéis este pulgar tan achatado?

- De tanto torcer el hilo -replicó ella-, de tanto torcer el hilo.

Asustado, exclamó el hijo de la Reina:

- Jamás mi linda esposa tocará una rueca.

Y con esto se terminó la pesadilla del hilado.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

15. Hansel y Gretel

Hermanos Grimm

Delante de un gran bosque vivía un pobre leñador con su mujer y sus dos hijos; el niño se llamaba Haensel y la niña Gretel. El leñador tenía muy poco a lo que hincarle el diente y, cuando vino una gran escasez por aquella tierra, ni siquiera podía conseguir el pan diario. Por las noches, cuando estaba acostado, como no paraba de dar vueltas en la cama con estos pensamientos y preocupaciones, se lamentaba y le decía a su mujer:

—¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo vamos a dar de comer a nuestros pobres hijos, si ni siquiera tenemos para nosotros mismos?

—¿Sabes una cosa? —contestó la mujer—. Mañana muy temprano llevaremos a los niños al bosque, donde sea más espeso; allí encenderemos un fuego y les daremos a cada uno un pedacito de pan; después nos iremos nosotros a hacer nuestro trabajo y los dejaremos solos. Ellos no encontrarán el camino de vuelta a casa y con esto nos libramos de ellos.

—No, mujer —replicó el marido—. Por ahí no paso. ¿Cómo voy a consentir abandonar a mis hijos en el bosque? Las fieras vendrían enseguida y los despedazarían.

—¡Ah, qué necio! —dijo ella—. Entonces moriremos los cuatro de hambre; ya puedes ir preparando la madera para los ataúdes.

Y no le dejó en paz hasta que aceptó.

—Me dan tanta pena los pobres chicos —decía el marido.

Los dos niños no podían dormir del hambre y oyeron lo que la mala madre había dicho al padre. Gretel lloraba desconsolada y dijo a Haensel:

— Estamos perdidos.

— Tranquila, Gretel —dijo Haensel—. No te aflijas, yo cuidaré de los dos.

Y cuando los mayores se hubieron dormido, se levantó, se puso su trajecito y, abriendo la puertecita inferior, salió afuera. La luna brillaba muy clara y las piedrecitas que había delante de la casa relucían como batzen. Haensel se agachó y se metió en el bolsillo tantas como le cupieran. Después volvió adentro y le dijo a Gretel:

—Cálmate, querida hermanita y duerme tranquila, que Dios no nos abandonará —y se volvió a meter en la cama.

Cuando ya rompía el nuevo día, antes de que el sol saliese, vino la mujer y despertó a los niños:

—Levantaos, holgazanes, que nos vamos al bosque para coger leña.

Dio a cada uno un pedacito de pan y dijo:

—Aquí tenéis algo para el mediodía, pero no os lo comáis antes, porque no habrá nada más.

Gretel guardó el pan en el delantal porque Hensel tenía las piedras en el bolsillo. Entonces se pusieron todos juntos en camino hacia el bosque. Cuando hubieron caminado un trecho, Haensel se paró y volvió la mirada hacia la casa, y esto lo hacía una y otra vez. El padre le dijo:

—Haensel, ¿qué miras, que te quedas parado? Ten cuidado y mira dónde pones el pie.

—Ah, padre —contestó Haensel—. Estoy mirando mi gato blanco, que está en el tejado y me dice adiós.

La mujer replicó:

—Mentecato, eso no es un gato, es el sol matutino que brilla sobre la chimenea.

Pero Haensel no estaba mirando al gatito sino a las piedrecitas blancas que sacaba de su bolsillo y arrojaba al suelo. Cuando se encontraron en medio del bosque dijo el padre:

—Niños, recoged leña, que quiero encender un fuego para que no paséis frío.

Hensel y Gretel hicieron un montó con ramas secas, como una pequeña montaña. Se le prendió fuego a las ramas y cuando las ramas se elevaron lo suficiente, dijo la mujer:

—Eh, niños, echaos junto al fuego y descansad. Nosotros nos vamos por el bosque a cortar leña. Cuando estemos listos volveremos a por vosotros.

Haensel y Gretel estaban sentados junto al fuego y, cuando llegó el mediodía, cada uno se comió su trocito de pan. Y como oían los golpes del hacha, pensaron que su padre se encontraba cerca. En realidad no era un hacha, era una rama que éste había atado a un árbol seco y que el viento agitaba de un lado para otro. Y después de estar largo rato sentados, los ojos se les cayeron de cansancio y se durmieron profundamente. Cuando al fin se despertaron ya se había hecho muy de noche. Gretel se echó a llorar y dijo:

—¿Cómo vamos a salir del bosque?

Pero Haensel la consoló:

—Espera sólo un poquito a que salga la luna y verás cómo encontramos el camino.

Y cuando la luna llena salió del  todo, Haensel cogió a su hermanita de la mano y se puso a seguir las piedrecitas, que centelleaban con batzen recién acuñadas y les mostraban el camino. Caminaron durante toda la noche y llegaron de nuevo a casa de su padre al amanecer. Llamaron a la puerta y cuando la  mujer abrió y vio que eran Haensel y Gretel dijo:

—¡Malos hijos! ¿Por qué os habéis quedado durmiendo en el bosque? Pensábamos que ya no queríais volver.

Pero el padre se alegró, pues le había apenado mucho haberlos dejado abandonados en el bosque.

No mucho tiempo después volvió la escasez y los niños, ya acostados por la noche, escucharon cómo la madre le decía al padre:

—Todo ha vuelto a volar y sólo nos queda un pan; después de esto se acabó lo que se daba. Los niños tienen que largarse y los llevaremos más lejos por el bosque, para que no vuelvan a descubrir el camino de vuelta. De lo contrario no habrá salvación para nosotros.

Al marido le apenaba mucho esto y se decía:

—Estaría mejor que compartieses el último trozo con tus hijos.

Pero ella no hacía caso de lo que decía, sino que le reñía y le hacía reproches. Quien dice A, ha de decir también B, y como la primera vez había cedido, tenía que ceder otra vez ahora. Los niños habían permanecido despiertos y se habían enterado de la conversación. Cuando los mayores se hubieron Hensel se volvió a levantar con la intención de recoger piedrecitas como la vez anterior. Pero la mujer había cerrado la puerta con llave y Haensel no pudo salir. Mas él consoló a su hermanita y le dijo:

—Gretel, no llores y duerme tranquila. El bueno de Dios nos ayudará.

Muy de mañana vino la mujer y levantó de la cama a los niños. Recibieron sus trocitos de pan, que eran más pequeños que la otra vez. En el camino hacía el bosque Haensel iba haciendo migas de su pan en el bolsillo y con frecuencia se paraba y tiraba una  migaja al suelo.

—Haensel, ¿Qué haces ahí parado y mirando? —preguntaba el padre—. Sigue tu camino.

—Miro a mi palomita, que está sobre el tejado y me dice adiós —contestó Haensel.

—Ignorante —dijo la mujer—. Eso no es una palomita, es el sol de la mañana que brilla arriba sobre la chimenea.

Mas Haensel iba echando una a una las migajas por el camino. La mujer llevó a los niños a un lugar aún más profundo en el bosque, en el que  no había estado en su vida. Allí se volvió a encender un gran fuego y la madre dijo:

—Niños, quedaos aquí sentados y, si os cansáis, podéis echaros a dormir un poco. Nosotros nos vamos por el bosque a cortar leña y por la tarde, cuando hayamos terminado, vendremos a recogeros.

Cuando llegó el mediodía, Gretel compartió su pan con Haensel, que había esparcido el suyo por el camino. Después se durmieron y transcurrió la tarde, pero nadie vino a por los pobres niños. Ellos no se despertaron hasta que ya era noche cerrada y Haensel consoló a su hermanita diciendo:

—Gretel, espera un poco a que salga la luna y entonces veremos las migas de pan que he estado echando al suelo; nos señalarán el camino a casa.

Cuando salió la luna se pusieron en camino, pero no encontraron miga alguna, pues los miles de pájaros que vuelan por el bosque y el campo se las habían comido.

Haensel le dijo a Gretel:

—Encontraremos el camino.

Pero no lo encontraron. Estuvieron caminando toda la noche y también al día siguiente, desde la mañana a la tarde, mas no conseguían salir del bosque y, además, tenían mucha hambre; no tenían más que un par de bayas que había en el suelo. Y como estaban tan cansados que las piernas ya no les sostenían, se echaron bajo un árbol y se durmieron. Y llegó el tercer día desde que salieron de casa de su padre. Ellos volvieron a ponerse en camino, pero no hacían más que perderse aún más en el bosque, de modo que, si no encontraban pronto ayuda, se desmayarían. Al mediodía vieron sobre una rama un hermoso pajarito, blanco como la nieve, que cantaba tan bien que se detuvieron para escucharlo. Cuando terminó, agitó las alas y se marchó volando. Ellos le siguieron hasta llegar a una casita sobre cuyo tejado se posó. Cuando ya estaban muy cerca vieron que la casita estaba construida con pan y recubierta con bizcocho; las ventanas eran de puro azúcar.

—Aquí tenemos para empezar —dijo Hensel— y darnos un banquete. Yo tomaré un trozo del tejado y tú, Gretel, puedes coger de la ventana, que sabe dulce.

Hensel se encaramó al tejado y arrancó un trozo para ver qué sabor tenía, y Gretel se acercó a las ventanas y mordió los cristales. Entonces una voz suave salió de la casa:

Crunch, crunch, crunch,

¿Quién está royendo mi casita?

Los niños respondieron:

Es el viento, el viento,

el niño del cielo,

y siguieron comiendo sin prestar más atención. Hensel, a quien el tejado le gustó mucho, arrancó un trozo grande y Gretel desencajó completamente el cristal de una ventana, se sentó, y se dispuso a disfrutarlo. Entonces se abrió la puerta y una mujer muy mayor, que se apoyaba en un bastón, salió fuera. Haensel y Gretel se asustaron tanto que se les cayó lo que tenían en las manos. La  vieja, sin embargo, movió la cabeza y dijo:

—¡Eh, queridos niños! ¿Quién os ha traído aquí? Pasad adentro y quedaos conmigo. No os pasará nada.

Cogió a los dos de la mano y los llevó dentro de la casa. Dentro había preparada buena comida: leche y bollos de azúcar, manzanas y nueces. Después de esto fueron preparadas dos bonitas camitas con sábanas blancas. Haensel y Gretel se acostaron en ellas, creyendo encontrarse en el Cielo.

Pero esto era que la vieja sólo se había mostrado amable, ya que era en realidad una bruja malvada, que acechaba a los niños y había construido la casita de pan simplemente para atraerles. Cuando uno caía en su poder lo mataba, lo cocinaba y se lo comía; y esto era para ella todo un festín. Las brujas tienen los ojos rojos y no pueden ver bien de lejos, pero tienen un olfato muy fino, como los animales, y notan al hombre cuando éste se acerca. Cuando Hensel y Gretel se pusieron a su alcance se rió maliciosamente, diciendo de forma burlona: «ya los tengo y no se me escaparán». A la mañana siguiente, muy temprano, antes de que los niños se despertaran, ella ya se había levantado y al verlos a ambos descansar plácidamente, con las mejillas tan rojas, murmuró:

—¡Qué buen bocado!

Entonces agarró a Hensel con su mano seca y lo llevó a un pequeño establo, encerrándole tras una reja: por mucho que éste gritara no le servía de nada. Después fue adonde estaba Gretel, la despertó violentamente y le dijo en voz alta:

—Levántate, holgazana, ve a por agua y prepara algo bueno de comer para tu hermano, que están en el establo y tiene que engordar. Cuando esté gordo me lo comeré.

Gretel se puso a llorar amargamente, pero todo fue inútil: tenía que hacer lo que la bruja malvada le mandaba. Y así, para Haensel se preparaba la mejor comida mientras que Gretel no recibía más que despojos. Todas las mañanas la vieja se acercaba al establo y llamaba:

—Haensel, extiende tus dedos para que vea si estas engordando.

Pero Haensel le mostraba los huesecillo y la vieja, que tenía mal la vista, no se daba cuenta y pensaba que era el dedo de Haensel, y se asombraba porque veía que no engordaba. Después de cuatro semanas, como Haensel seguía delgado, se le acabó la paciencia y ya no quiso esperar más.

—¡Eh, Gretel! —gritó a la niña—. Espabila y trae agua: ya puede Haensel estar gordo o flaco, mañana lo mataré y lo guisaré.

¡Ah, cómo se dolía la pobre hermanita al traer el agua y cómo le caían las lágrimas por las mejillas!

—Buen Dios, ayúdanos, por favor —exclamó ella—. Si las fieras del bosque nos hubieran devorado, al menos habríamos muerto juntos.

—Ahórrate el lloriqueo —dijo la vieja—. No te servirá de nada.

Por la mañana temprano Gretel tuvo que salir, colgar el caldero con agua y encender el fuego.

—Primero vamos a hacer pan —dijo la vieja—. Ya he encendido el horno y tengo preparada la masa.

Y entonces empujó a la pobre Gretel hacia el horno, del que ya salían llamas.

—Métete dentro —dijo la bruja— y mira a ver si ya está bien caliente para meter el pan.

En realidad quería ella cerrar el horno cuando Gretel estuviera dentro, para que se asara y entonces comérsela también a ella, pero la niña se dio cuenta de su intención y dijo:

—No sé cómo hacerlo; ¿Cómo puedo entrar ahí dentro?

—Niña tonta —contestó la vieja—, la apertura es suficientemente grande, ¿no ves? Yo misma puedo meterme dentro.

Se encaramó y metió la cabeza en el horno. Y entonces Gretel le dio un empujón, que la metió del todo, cerró la puerta de hierro y corrió el cerro. ¡Uf! Y entonces la bruja comenzó a aullar de manera terrible, mas Gretel salió corriendo mientras la bruja despiadada se abrasaba miserablemente. Gretel fue corriendo hacia Heansel, abrió el establo y exclamó:

—¡Haensel, estamos salvados, la vieja bruja está muerta!

Entonces Haensel saltó afuera como un pájaro de la jaula cuando abren la puerta. ¡Cuánto se alegraron! Se abrazaron, saltaron de júbilo y se besaron. Y como ya no tenían nada que temer, entraron en la casa de la vieja y allí encontraron por todas partes cofres con perlas y piedras preciosas.

—Son mejores que las chinitas —dijo Hensel, y se metió en el bolsillo las que cupieron.

Gretel dijo:

—Yo también quiero llevarme algo a casa.

Y cargó su delantal hasta arriba.

—Y ahora vámonos —dijo Haensel—. A ver si salimos de este bosque embrujado.

Cuando llevaban ya un par de horas caminando llegaron a un gran lago.

—No podemos cruzarlo —dijo Haensel—. No veo ningún embarcadero ni puente.

—Por aquí no pasa ningún barquito —replicó Gretel—, pero por ahí va un pato blanco y, si se lo pido, nos ayudará a cruzarlo.

Y entonces gritó:

Patito, patito,

aquí están Gretel y Haensel.

No hay embarcadero ni puente,

llévanos sobre tu lomo blanco.

El patito se acercó, Haensel se sentó sobre él y pidió a su hermanita que se sentara a su lado.

—No —replicó ella—. Es demasiado para el patito; que nos lleve uno a uno.

Esto hizo el buen animalito y, después de cruzar el lago sin contratiempos y de caminar durante un ratito, el bosque les iba resultando cada vez más familiar, hasta que al final divisaron la casa de su padre. Entonces echaron a correr, entraron de golpe en la casa y abrazaron a su padre. Desde que abandonó a los niños en el bosque, el padre no había vuelto a sentir alegría y la mujer había muerto ya. Gretel soltó su delantal y entonces las perlas y piedras preciosas se desparramaron por la casa, mientras Hensel arrojaba un puñado tras otro de su bolsillo. Con esto se acabaron todas las preocupaciones y vivieron juntos muy felices. Mi cuento se ha acabado y por ahí corre un ratón; quien lo atrape podrá hacerse una capa de piel grande, grande con él.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

16. Las tres hojas de la serpiente

Hermanos Grimm

Vivía una vez un hombre tan pobre, que pasaba apuros para alimentar a su único hijo. Díjole entonces éste:

- Padre mío, estáis muy necesitado, y soy una carga para vos. Mejor será que me marche a buscar el modo de ganarme el pan.

Dióle el padre su bendición y se despidió de él con honda tristeza.

Sucedió que por aquellos días el Rey sostenía una guerra con un imperio muy poderoso. El joven se alistó en su ejército y partió para la guerra. Apenas llegado al campo de batalla, se trabó un combate. El peligro era grande, y llovían muchas balas; el mozo veía caer a sus camaradas de todos lados, y, al sucumbir también el general, los demás se dispusieron a emprender la fuga. Adelantóse él entonces, los animó diciendo:

- ¡No vamos a permitir que se hunda nuestra patria!

Seguido de los demás, lanzóse a la pelea y derrotó al enemigo. Al saber el Rey que sólo a él le debía la victoria, ascendiólo por encima de todos, dióle grandes tesoros y lo nombró el primero del reino.

Tenía el monarca una hija hermosísima, pero muy caprichosa. Había hecho voto de no aceptar a nadie por marido y señor, que no prometiese antes solemnemente que, en caso de morir ella, se haría enterrar vivo en su misma sepultura: "Si de verdad me ama -decía la princesa-, ¿para qué querrá seguir viviendo?." Por su parte, ella se comprometía a hacer lo mismo si moría antes el marido. Hasta aquel momento, el singularísimo voto había ahuyentado a todos los pretendientes; pero su hermosura impresionó en tal grado al joven, que, sin pensarlo un instante, la pidió a su padre.

- ¿Sabes la promesa que has de hacer? -le preguntó el Rey.

- Que debo bajar con ella a la tumba, si muere antes que yo -respondió el mozo-. Tan grande es mi amor, que no me arredra este peligro.

Consintió entonces el Rey, y se celebró la boda con gran solemnidad y esplendor.

Los recién casados vivieron una temporada felices y contentos, hasta que, un día, la joven princesa contrajo una grave enfermedad, a la que ningún médico supo hallar remedio. Cuando hubo muerto, su esposo recordó la promesa que había hecho. Horrorizábale la idea de ser sepultado en vida; pero no había escapatoria posible. El Rey había mandado colocar centinelas en todas las puertas, y era inútil pensar en sustraerse al horrible destino. Llegado el día en que el cuerpo de la princesa debía ser bajado a la cripta real, el príncipe fue conducido a ella, y tras él se cerró la puerta a piedra y lodo.

Junto al féretro había una mesa, y con ella cuatro velas, cuatro hogazas de pan y cuatro botellas de vino. Cuando hubiera consumido aquellas vituallas, habría de morir de hambre y sed.

Dolorido y triste, comía cada día sólo un pedacito de pan y bebía un sorbo de vino; pero bien veía que la muerte se iba acercando irremisiblemente. Una vez que tenía la mirada fija en la pared, vio salir de uno de los rincones de la cripta una serpiente, que se deslizaba en dirección al cadáver. Pensando que venía para devorarlo, sacó la espada y exclamó: "¡Mientras yo esté vivo, no la tocarás!." Y la partió en tres pedazos.

Al cabo de un rato salió del mismo rincón otra serpiente, que enseguida retrocedió, al ver a su compañera muerta y despedazada. Pero regresó a los pocos momentos, llevando en la boca tres hojas verdes. Cogió entonces los tres segmentos de la serpiente muerta y, encajándolos debidamente, aplicó a cada herida una de las hojas. Inmediatamente quedaron soldados los trozos; el animal comenzó a agitarse, recobrada la vida, y se retiró junto con su compañera. Las hojas quedaron en el suelo, y al desgraciado príncipe, que había asistido a aquel prodigio, se le ocurrió que quizás las milagrosas hojas que había devuelto la vida a la serpiente, tendrían también virtud sobre las personas. Recogiólas y aplicó una en la boca de la difunta, y las dos restantes, en sus ojos. Y he aquí que apenas lo hubo hecho, la sangre empezó a circular por las venas y restituyó al lívido rostro su color sonrosado. Respiró la muerta y, abriendo los ojos, dijo:

- ¡Dios mío!, ¿dónde estoy?

- Estás conmigo, esposa querida -respondióle el príncipe, y le contó todo lo ocurrido y cómo la había vuelto a la vida.

Dióle luego un poco de pan y vino, y cuando la princesa hubo recobrado algo de vigor, ayudóla a levantarse y a ir hasta la puerta, donde ambos se pusieron a golpear y gritar tan fuertemente, que los guardias los oyeron y corrieron a informar al Rey. Éste bajó personalmente a la cripta y se encontró con la pareja sana y llena de vida. Todos se alegraron sobremanera ante la inesperada solución del triste caso. El joven príncipe se guardó las tres hojas de la serpiente y las entregó a su criado, diciéndole:

- Guárdamelas con el mayor cuidado y llévalas siempre contigo. ¡Quién sabe si algún día podemos necesitarías!

Sin embargo, habíase producido un cambio en la resucitada esposa. Parecía como si su corazón no sintiera ya afecto alguno por su marido. Transcurrido algún tiempo, quiso él emprender un viaje por mar para ir a ver a su viejo padre, y los dos esposos embarcaron. Ya en la nave, olvidó ella el amor y fidelidad que su esposo le mostrara cuando le salvó la vida, y comenzó a sentir una inclinación culpable hacia el piloto que los conducía. Y un día, en que el joven príncipe se hallaba durmiendo, llamó al piloto y, cogiendo ella a su marido por la cabeza y el otro por los pies, lo arrojaron al mar. Cometido el crimen, dijo la princesa al marino:

- Regresemos ahora a casa; diremos que murió en ruta. Yo te alabaré y encomiaré ante mi padre en términos tales, que me casará contigo y te hará heredero del reino.

Pero el fiel criado, que había asistido a la escena, bajó al agua un botecito sin ser advertido de nadie, y en él se dirigió, a fuerza de remos, al lugar donde cayera su señor, dejando que los traidores siguiesen su camino. Sacó del agua el cuerpo del ahogado, y, con ayuda de las tres hojas milagrosas que llevaba consigo y que aplicó en sus ojos y boca, lo restituyó felizmente a la vida.

Los dos se pusieron entonces a remar con todas sus fuerzas, de día y de noche, y con tal rapidez navegaron en su barquita, que llegaron a presencia del Rey antes que la gran nave. Asombrado éste al verlos regresar solos, preguntóles qué les había sucedido. Al conocer la perversidad de su hija, dijo:

- No puedo creer que haya obrado tan criminalmente; mas pronto la verdad saldrá a la luz del día- y, enviando a los dos a una cámara secreta, los retuvo en ella sin que nadie lo supiera.

Poco después llegó el barco, y la impía mujer se presentó ante su padre con semblante de tristeza. Preguntóle él:

- ¿Por qué regresas sola? ¿Dónde está tu marido?

- ¡Ay, padre querido! -exclamó la princesa-, ha ocurrido una gran desgracia. Durante el viaje mi esposo enfermó súbitamente y murió y, de no haber sido por la ayuda que me prestó el patrón de la nave, yo también lo habría pasado muy mal. Estuvo presente en el acto de su muerte, y puede contároslo todo.

Dijo el Rey:

- Voy a resucitar al difunto -y, abriendo el aposento, mandó salir a los dos hombres.

Al ver la mujer a su marido, quedó como herida de un rayo y, cayendo de rodillas, imploró perdón. Pero el Rey dijo:

- No hay perdón. Él se mostró dispuesto a morir contigo y te restituyó la vida; en cambio, tú le asesinaste mientras dormía, y ahora recibirás el pago que merece tu acción.

Fue embarcada junto con su cómplice en un navío perforado y llevada a alta mar, donde muy pronto los dos fueron tragados por las olas.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

17. La serpiente blanca

Hermanos Grimm

Hace ya de esto mucho tiempo, he aquí que vivía un rey, famoso en todo el país por su sabiduría. Nada le era oculto; habríase dicho que por el aire le llegaban noticias de las cosas más recónditas y secretas. Tenía, empero, una singular costumbre. Cada mediodía, una vez retirada la mesa y cuando nadie hallaba presente, un criado de confianza le servía un plato más. Estaba tapado, y nadie sabía lo que contenía, ni el mismo servidor, pues el Rey no lo descubría ni comía de él hasta encontrarse completamente solo. Las cosas siguieron así durante mucho tiempo, cuando un día picóle al criado una curiosidad irresistible y se llevó la fuente a su habitación. Cerrado que hubo la puerta con todo cuidado, levantó la tapadera y vio que en la bandeja había una serpiente blanca. No pudo reprimir el antojo de probarla; cortó un pedacito y se lo llevó a la boca. Apenas lo hubo tocado con la lengua, oyó un extraño susurro de melódicas voces que venía de la ventana; al acercarse y prestar oído, observó que eran gorriones que hablaban entre sí, contándose mil cosas que vieran en campos y bosques. A comer aquel pedacito de serpiente había recibido el don de entender el lenguaje de los animales.

Sucedió que aquel mismo día se extravió la sortija más hermosa de la Reina, y la sospecha recayó sobre el fiel servidor que tenía acceso a todas las habitaciones. El Rey le mandó comparecer a su presencia, y, en los términos más duros, le amenazó con que, si para el día siguiente no lograba descubrir al ladrón, se le tendría por tal y sería ajusticiado. De nada sirvió al leal criado protestar de su inocencia; el Rey lo hizo salir sin retirar su amenaza. Lleno de temor y congoja, bajó al patio, siempre cavilando la manera de salir del apuro, cuando observó tres patos que solazaban tranquilamente en el arroyo, alisándose las plumas con el pico y sosteniendo una animada conversación. El criado se detuvo a escucharlos. Se relataban dónde habían pasado la mañana y lo que habían encontrado para comer. Uno de ellos dijo malhumorado: "Siento un peso en el estómago; con las prisas me he tragado una sortija que estaba al pie de la ventana de la Reina." Sin pensarlo más, el criado lo agarró por el cuello, lo llevó a la cocina y dijo al cocinero: "Mata éste, que ya está bastante cebado." - "Dices verdad," asintió el cocinero sopesándolo con la mano, "se ha dado buena maña en engordar y está pidiendo ya que lo pongan en el asador." Cortóle el cuello y, al vaciarlo, apareció en su estómago el anillo de la Reina. Fácil le fue al criado probar al Rey su inocencia, y, queriendo éste reparar su injusticia, ofreció a su servidor la gracia que él eligiera, prometiendo darle el cargo que más apeteciera en su Corte.

El criado declinó este honor y se limitó a pedir un caballo y dinero para el viaje, pues deseaba ver el mundo y pasarse un tiempo recorriéndole. Otorgada su petición, púsose en camino. y un buen día llegó junto a un estanque, donde observó tres peces que habían quedado aprisionados entre las cañas y pugnaban, jadeantes, por volver al agua. Digan lo que digan de que los peces son mudos, lo cierto es que el hombre entendió muy bien las quejas de aquellos animales, que se lamentaban de verse condenados a una muerte tan miserable. Siendo, como era, de corazón compasivo, se apeó y devolvió los tres peces al agua. Coleteando de alegría y asomando las cabezas, le dijeron: "Nos acordaremos de que nos salvaste la vida, y ocasión tendremos de pagártelo." Siguió el mozo cabalgando, y al cabo de un rato parecióle como si percibiera una voz procedente de la arena, a sus pies. Aguzando el oído, diose cuenta de que era un rey de las hormigas que se quejaba: "¡Si al menos esos hombres, con sus torpes animales, nos dejaran tranquilas! Este caballo estúpido, con sus pesados cascos, está aplastando sin compasión a mis gentes." El jinete torció hacia un camino que seguía al lado, y el rey de las hormigas le gritó: "¡Nos acordaremos y te lo pagaremos!" La ruta lo condujo a un bosque, y allí vio una pareja de cuervos que, al borde de su nido, arrojaban de él a sus hijos: "¡Fuera de aquí, truhanes!" les gritaban, "no podemos seguir hartándoos; ya tenéis edad para buscaros pitanza." Los pobres pequeñuelos estaban en el suelo, agitando sus débiles alitas y lloriqueando: "¡Infelices de nosotros, desvalidos, que hemos de buscarnos la comida y todavía no sabemos volar! ¿Qué vamos a hacer, sino morirnos de hambre?" Apeóse el mozo, mató al caballo de un sablazo y dejó su cuerpo para pasto de los pequeños cuervos, los cuales lanzáronse a saltos sobre la presa y, una vez hartos, dijeron a su bienhechor: "¡Nos acordaremos y te lo pagaremos!"

El criado hubo de proseguir su ruta a pie, y, al cabo de muchas horas, llegó a una gran ciudad. Las calles rebullían de gente, y se observaba una gran excitación; en esto apareció un pregonero montado a caballo, haciendo saber que la hija del rey buscaba esposo. Quien se atreviese a pretenderla debía, empero, realizar una difícil hazaña: si la cumplía recibiría la mano de la princesa; pero si fracasaba, perdería la vida. Eran muchos los que lo habían intentado ya; mas perecieron en la empresa. El joven vio a la princesa y quedó de tal modo deslumbrado por su hermosura, que, desafiando todo peligro, presentóse ante el Rey a pedir la mano de su hija.

Lo condujeron mar adentro, y en su presencia arrojaron al fondo un anillo. El Rey le mandó que recuperase la joya, y añadió: "Si vuelves sin ella, serás precipitado al mar hasta que mueras ahogado." Todos los presentes se compadecían del apuesto mozo, a quien dejaron solo en la playa. El joven se quedó allí, pensando en la manera de salir de su apuro. De pronto vio tres peces que se le acercaban juntos, y que no eran sino aquellos que él había salvado. El que venía en medio llevaba en la boca una concha, que depositó en la playa, a los pies del joven. Éste la recogió para abrirla, y en su interior apareció el anillo de oro. Saltando de contento, corrió a llevarlo al rey, con la esperanza de que se le concediese la prometida recompensa. Pero la soberbia princesa, al saber que su pretendiente era de linaje inferior, lo rechazó, exigiéndole la realización de un nuevo trabajo. Salió al jardín, y esparció entre la hierba diez sacos llenos de mijo: "Mañana, antes de que salga el sol, debes haberlo recogido todo, sin que falte un grano." Sentóse el doncel en el jardín y se puso a cavilar sobre el modo de cumplir aquel mandato. Pero no se le ocurría nada, y se puso muy triste al pensar que a la mañana siguiente sería conducido al patíbulo. Pero cuando los primeros rayos del sol iluminaron el jardín. ¡Qué era aquello que veía! ¡Los diez estaban completamente llenos y bien alineados, sin que faltase un grano de mijo! Por la noche había acudido el rey de las hormigas con sus miles y miles de súbditos, y los agradecidos animalitos habían recogido el mijo con gran diligencia, y lo habían depositado en los sacos. Bajó la princesa en persona al jardín y pudo ver con asombro que el joven había salido con bien de la prueba. Pero su corazón orgulloso no estaba aplacado aún, y dijo: "Aunque haya realizado los dos trabajos, no será mi esposo hasta que me traiga una manzana del Árbol de la Vida." El pretendiente ignoraba dónde crecía aquel árbol. Púsose en camino, dispuesto a no detenerse mientras lo sostuviesen las piernas, aunque no abrigaba esperanza alguna de encontrar lo que buscaba. Cuando hubo recorrido ya tres reinos, un atardecer llegó a un bosque y se tendió a dormir debajo de un árbol; de súbito, oyó un rumor entre las ramas, al tiempo que una manzana de oro le caía en la mano. Un instante después bajaron volando tres cuervos, que, posándose sobre sus rodillas, le dijeron: "Somos aquellos cuervos pequeños que salvaste de morir de hambre. Cuando, ya crecidos, supimos que andabas en busca de la manzana de oro, cruzamos el mar volando y llegamos hasta el confín del mundo, donde crece el Árbol de la Vida, para traerte la fruta." Loco de contento, reemprendió el mozo el camino de regreso para llevar la manzana de oro a la princesa, la cual no puso ya más dilaciones. Partiéronse la manzana de la vida y se la comieron juntos. Entonces encendióse en el corazón de la doncella un gran amor por su prometido, y vivieron felices hasta una edad muy avanzada.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

18. La paja, la brasa y la alubia

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Vivía en un pueblo una anciana que, habiendo recogido un plato de alubias, se disponía a cocerlas. Preparó fuego en el hogar y, para que ardiera más deprisa, lo encendió con un puñado de paja. Al echar las alubias en el puchero, se le cayó una sin que ella lo advirtiera, y fue a parar al suelo, junto a una brizna de paja. A poco, una ascua saltó del hogar y cayó al lado de otras dos. Abrió entonces la conversación la paja: "Amigos, ¿de dónde venís?" Y respondió la brasa: "¡Suerte que he tenido de poder saltar del fuego! A no ser por mi arrojo, aquí se acababan mis días. Me habría consumido hasta convertirme en ceniza." Dijo la alubia: "También yo he salvado el pellejo; porque si la vieja consigue echarme en la olla, a estas horas estaría ya cocida y convertida en puré sin remisión, como mis compañeras." - "No habría salido mejor librada yo," terció la paja. "Todas mis hermanas han sido arrojadas al fuego por la vieja, y ahora ya no son más que humo. Sesenta cogió de una vez para quitarnos la vida. Por fortuna, yo pude deslizarme entre sus dedos." - "¿Y qué vamos a hacer ahora?" preguntó el carbón. "Yo soy de parecer," propuso la alubia, "que puesto que tuvimos la buena fortuna de escapar de la muerte, sigamos reunidos los tres en amistosa compañía, y, para evitar que nos ocurra aquí algún otro percance, nos marchemos juntos a otras tierras."

La proposición gustó a las otras dos, y todos se pusieron en camino. Al cabo de poco llegaron a la orilla de un arroyuelo, y, como no había puente ni pasarela, no sabían como cruzarlo. Pero a la paja se le ocurrió una idea: "Yo me echaré de través, y haré de puente para que paséis vosotras." Tendióse la paja de orilla a orilla, y el ascua, que por naturaleza era fogosa, apresuróse a aventurarse por la nueva pasarela. Pero cuando estuvo en la mitad, oyendo el murmullo del agua bajo sus pies, sintió miedo y se paró, sin atreverse a dar un paso más. La paja comenzó a arder, y, partiéndose en dos, cayó al arroyo, arrastrando al ascua, que, con un chirrido, expiró al tocar el agua. La alubia, que, prudente, se había quedado en la orilla, no pudo contener la risa ante la escena, y tales fueron sus carcajadas, que reventó. También ella habría acabado allí su existencia; pero quiso la suerte que, un sastre que iba de viaje, se detuviese a descansar a la margen del riachuelo. Como era hombre de corazón compasivo, sacó hilo y aguja y le cosió el desgarrón. La alubia le dio las gracias del modo más efusivo; pero como el sastre había usado hilo negro, desde aquel día todas las alubias tienen una costura negra.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

19. El pescador y su mujer

Hermanos Grimm

Había una vez un pescador que vivía con su mujer en una choza, a la orilla del mar. El pescador iba todos los días a echar su anzuelo, y le echaba y le echaba sin cesar.

Estaba un día sentado junto a su caña en la ribera, con la vista dirigida hacia su límpida agua, cuando de repente vio hundirse el anzuelo y bajar hasta lo más profundo y al sacarle tenía en la punta un barbo muy grande, el cual le dijo: -Te suplico que no me quites la vida; no soy un barbo verdadero, soy un príncipe encantado; ¿de qué te serviría matarme si no puedo serte de mucho regalo? Échame al agua y déjame nadar.

-Ciertamente, le dijo el pescador, no tenías necesidad de hablar tanto, pues no haré tampoco otra cosa que dejar nadar a sus anchas a un barbo que sabe hablar.

Le echó al agua y el barbo se sumergió en el fondo, dejando tras sí una larga huella de sangre.

El pescador se fue a la choza con su mujer: -Marido mío, le dijo, ¿no has cogido hoy nada?

-No, contestó el marido; he cogido un barbo que me ha dicho ser un príncipe encantado y le he dejado nadar lo mismo que antes.

-¿No le has pedido nada para ti? -replicó la mujer.

-No, repuso el marido; ¿y qué había de pedirle?

-¡Ah! -respondió la mujer; es tan triste, es tan triste vivir siempre en una choza tan sucia e infecta como esta; hubieras debido pedirle una casa pequeñita para nosotros; vuelve y llama al barbo, dile que quisiéramos tener una casa pequeñita, pues nos la dará de seguro.

-¡Ah! -dijo el marido, ¿y por qué he de volver?

-¿No le has cogido, continuó la mujer, y dejado nadar como antes? Pues lo harás; ve corriendo.

El marido no hacía mucho caso; sin embargo, fue a la orilla del mar, y cuando llegó allí, la vio toda amarilla y toda verde, se acercó al agua y dijo:

Tararira ondino, tararira ondino,

hermoso pescado, pequeño vecino,

mi pobre Isabel grita y se enfurece,

es preciso darla lo que se merece.

El barbo avanzó hacia él y le dijo: -¿Qué quieres?

-¡Ah! -repuso el hombre, hace poco que te he cogido; mi mujer sostiene que hubiera debido pedirte algo. No está contenta con vivir en una choza de juncos, quisiera mejor una casa de madera.

-Puedes volver, le dijo el barbo, pues ya la tiene.

Volvió el marido y su mujer no estaba ya en la choza, pero en su lugar había una casa pequeña, y su mujer estaba a la puerta sentada en un banco. Le cogió de la mano y le dijo: -Entra y mira: esto es mucho mejor.

Entraron los dos y hallaron dentro de la casa una bonita sala y una alcoba donde estaba su lecho, un comedor y una cocina con su espetera de cobre y estaño muy reluciente, y todos los demás utensilios completos. Detrás había un patio pequeño con gallinas y patos, y un canastillo con legumbres y frutas. -¿Ves, le dijo la mujer, qué bonito es esto?

-Sí, la dijo el marido; si vivimos siempre aquí, seremos muy felices.

-Veremos lo que nos conviene, replicó la mujer.

Después comieron y se acostaron.

Continuaron así durante ocho o quince días, pero al fin dijo la mujer: -¡Escucha, marido mío: esta casa es demasiado estrecha, y el patio y el huerto son tan pequeños!... El barbo hubiera debido en realidad darnos una casa mucho más grande. Yo quisiera vivir en un palacio de piedra; ve a buscar al barbo; es preciso que nos dé un palacio.

-¡Ah!, mujer, replicó el marido, esta casa es en realidad muy buena; ¿de qué nos serviría vivir en un palacio?

-Ve, dijo la mujer, el barbo puede muy bien hacerlo.

-No, mujer, replicó el marido, el barbo acaba de darnos esta casa, no quiero volver, temería importunarle.

-Ve, insistió la mujer, puede hacerlo y lo hará con mucho gusto; ve, te digo.

El marido sentía en el alma dar este paso, y no tenía mucha prisa, pues se decía: -No me parece bien, -pero obedeció sin embargo.

Cuando llegó cerca del mar, el agua tenía un color de violeta y azul oscuro, pareciendo próxima a hincharse; no estaba verde y amarilla como la vez primera; sin embargo, reinaba la más completa calma. El pescador se acercó y dijo:

Tararira ondino, tararira ondino,

hermoso pescado, pequeño vecino,

mi pobre Isabel grita y se enfurece,

es preciso darla lo que se merece.

-¿Qué quiere tu mujer? -dijo el barbo.

-¡Ah! -contestó el marido medio turbado, quiere habitar un palacio grande de piedra.

-Vete, replicó el barbo, la encontrarás a la puerta.

Marchó el marido, creyendo volver a su morada; pero cuando se acercaba a ella, vio en su lugar un gran palacio de piedra. Su mujer, que se hallaba en lo alto de las gradas, iba a entrar dentro; le cogió de la mano y le dijo: -Entra conmigo. -La siguió. Tenía el palacio un inmenso vestíbulo, cuyas paredes eran de mármol; numerosos criados abrían las puertas con grande estrépito delante de sí; las paredes resplandecían con los dorados y estaban cubiertas de hermosas colgaduras; las sillas y las mesas de las habitaciones eran de oro; veíanse suspendidas de los techos millares de arañas de cristal, y había alfombras en todas las salas y piezas; las mesas estaban cargadas de los vinos y manjares más exquisitos, hasta el punto que parecía iban a romperse bajo su peso. Detrás del palacio había un patio muy grande, con establos para las vacas y caballerizas para los caballos y magníficos coches; había además un grande y hermoso jardín, adornado de las flores más hermosas y de árboles frutales, y por último, un parque de lo menos una legua de largo, donde se veían ciervos, gamos, liebres y todo cuanto se pudiera apetecer.

-¿No es muy hermoso todo esto? -dijo la mujer.

-¡Oh!, ¡sí! -repuso el marido; quedémonos aquí y viviremos muy contentos.

-Ya reflexionaremos, dijo la mujer, durmamos primero; y nuestras gentes se acostaron.

A la mañana siguiente despertó la mujer siendo ya muy de día y vio desde su cama la hermosa campiña que se ofrecía a su vista; el marido se estiró al despertarse; diole ella con el codo y le dijo:

-Marido mío, levántate y mira por la ventana; ¿ves?, ¿no podíamos llegar a ser reyes de todo este país? Corre a buscar al barbo y seremos reyes.

-¡Ah!, mujer, repuso el marido, y por qué hemos de ser reyes, yo no tengo ganas de serlo.

-Pues si tú no quieres ser rey, replicó la mujer, yo quiero ser reina. Ve a buscar al barbo, yo quiero ser reina.

-¡Ah!, mujer, insistió el marido; ¿para qué quieres ser reina? Yo no quiero decirle eso.

-¿Y por qué no? -dijo la mujer; ve al instante; es preciso que yo sea reina.

El marido fue, pero estaba muy apesadumbrado de que su mujer quisiese ser reina. No me parece bien, no me parece bien en realidad, pensaba para sí. No quiero ir; y fue sin embargo.

Cuando se acercó al mar, estaba de un color gris, el agua subía a borbotones desde el fondo a la superficie y tenía un olor fétido; se adelantó y dijo:

Tararira ondino, tararira ondino,

hermoso pescado, pequeño vecino,

mi pobre Isabel grita y se enfurece;

es preciso darla lo que se merece.

-¿Y qué quiere tu mujer? -dijo el barbo.

-¡Ah! -contestó el marido; quiere ser reina.

-Vuelve, que ya lo es, replicó el barbo.

Partió el marido, y cuando se acercaba al palacio, vio que se había hecho mucho mayor y tenía una torre muy alta decorada con magníficos adornos. A la puerta había guardias de centinela y una multitud de soldados con trompetas y timbales. Cuando entró en el edificio vio por todas partes mármol del más puro, enriquecido con oro, tapices de terciopelo y grandes cofres de oro macizo. Le abrieron las puertas de la sala: toda la corte se hallaba reunida y su mujer estaba sentada en un elevado trono de oro y de diamantes; llevaba en la cabeza una gran corona de oro, tenía en la mano un cetro de oro puro enriquecido de piedras preciosas, y a su lado estaban colocadas en una doble fila seis jóvenes, cuyas estaturas eran tales, que cada una la llevaba la cabeza a la otra. Se adelantó y dijo:

-¡Ah, mujer!, ¿ya eres reina?

-Sí, le contestó, ya soy reina.

Se colocó delante de ella y la miró, y en cuanto la hubo contemplado por un instante, dijo:

-¡Ah, mujer!, ¡qué bueno es que seas reina! Ahora no tendrás ya nada que desear.

-De ningún modo, marido mío, le contestó muy agitada; hace mucho tiempo que soy reina, quiero ser mucho más. Ve a buscar al barbo y dile que ya soy reina, pero que necesito ser emperatriz.

-¡Ah, mujer! -replicó el marido, yo sé que no puede hacerte emperatriz y no me atrevo a decirle eso.

-¡Yo soy reina, dijo la mujer, y tú eres mi marido! Ve, si ha podido hacernos reyes, también podrá hacernos emperadores. Ve, te digo.

Tuvo que marchar; pero al alejarse se hallaba turbado y se decía a sí mismo: No me parece bien. ¿Emperador? Es pedir demasiado y el barbo se cansará.

Pensando esto vio que el agua estaba negra y hervía a borbotones, la espuma subía a la superficie y el viento la levantaba soplando con violencia, se estremeció, pero se acercó y dijo:

Tararira ondino, tararira ondino,

hermoso pescado, pequeño vecino,

mi pobre Isabel grita y se enfurece,

es preciso darla lo que se merece.

-¿Y qué quiere? -dijo el barbo.

-¡Ah, barbo! -le contestó; mi mujer quiere llegar a ser emperatriz.

-Vuelve, dijo el barbo; lo es desde este instante.

Volvió el marido, y cuando estuvo de regreso, todo el palacio era de mármol pulimentado, enriquecido con estatuas de alabastro y adornado con oro. Delante de la puerta había muchas legiones de soldados, que tocaban trompetas, timbales y tambores; en el interior del palacio los barones y los condes y los duques iban y venían en calidad de simples criados, y le abrían las puertas, que eran de oro macizo. En cuanto entró, vio a su mujer sentada en un trono de oro de una sola pieza y de más de mil pies de alto, llevaba una enorme corona de oro de cinco codos, guarnecida de brillantes y carbunclos; en una mano tenía el cetro y en la otra el globo imperial; a un lado estaban sus guardias en dos filas, más pequeños unos que otros; además había gigantes enormes de cien pies de altos y pequeños enanos que no eran mayores que el dedo pulgar.

Delante de ella había de pie una multitud de príncipes y de duques: el marido avanzó por en medio de ellos, y la dijo:

-Mujer, ya eres emperatriz.

-Sí, le contestó, ya soy emperatriz.

Entonces se puso delante de ella y comenzó a mirarla y le parecía que veía al sol. En cuanto la hubo contemplado así un momento:

-¡Ah, mujer, la dijo, qué buena cosa es ser emperatriz!

Pero permanecía tiesa, muy tiesa y no decía palabra.

Al fin exclamó el marido:

-¡Mujer, ya estarás contenta, ya eres emperatriz! ¿Qué más puedes desear?

-Veamos, contestó la mujer.

Fueron enseguida a acostarse, pero ella no estaba contenta; la ambición la impedía dormir y pensaba siempre en ser todavía más.

El marido durmió profundamente; había andado todo el día, pero la mujer no pudo descansar un momento; se volvía de un lado a otro durante toda la noche, pensando siempre en ser todavía más; y no encontrando nada por qué decidirse. Sin embargo, comenzó a amanecer, y cuando percibió la aurora, se incorporó un poco y miró hacia la luz, y al ver entrar por su ventana los rayos del sol...

-¡Ah! -pensó; ¿por qué no he de poder mandar salir al Sol y a la Luna? Marido mío, dijo empujándole con el codo, ¡despiértate, ve a buscar al barbo; quiero ser semejante a Dios!

El marido estaba dormido todavía, pero se asustó de tal manera, que se cayó de la cama. Creyendo que había oído mal, se frotó los ojos y preguntó:

-¡Ah, mujer! ¿Qué dices?

-Marido mío, si no puedo mandar salir al Sol y a la Luna, y si es preciso que los vea salir sin orden mía, no podré descansar y no tendré una hora de tranquilidad, pues estaré siempre pensando en que no los puedo mandar salir.

Y al decir esto le miró con un ceño tan horrible, que sintió bañarse todo su cuerpo de un sudor frío.

-Ve al instante, quiero ser semejante a Dios.

-¡Ah, mujer! -dijo el marido arrojándose a sus pies; el barbo no puede hacer eso; ha podido muy bien hacerte reina y emperatriz, pero, te lo suplico, conténtate con ser emperatriz.

Entonces echó a llorar; sus cabellos volaron en desorden alrededor de su cabeza, despedazó su cinturón y dio a su marido un puntapié gritando:

-No puedo, no quiero contentarme con esto; marcha al instante.

El marido se vistió rápidamente y echó a correr, como un insensato.

Pero la tempestad se había desencadenado y rugía furiosa; las casas y los árboles se movían; pedazos de roca rodaban por el mar, y el cielo estaba negro como la pez; tronaba, relampagueaba y el mar levantaba olas negras tan altas como campanarios y montañas, y todas llevaban en su cima una corona blanca de espuma. Púsose a gritar, pues apenas podía oírse él mismo sus propias palabras:

Tararira ondino, tararira ondino,

hermoso pescado, pequeño vecino,

mi pobre Isabel grita y se enfurece,

es preciso darla lo que se merece.

-¿Qué quieres tú, amigo? -dijo el barbo.

-¡Ah, contestó, quiere ser semejante a Dios!

-Vuelve y la encontrarás en la choza.

Y a estas horas viven allí todavía.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

20. El sastrecillo valiente (Siete de un golpe)

Hermanos Grimm

No hace mucho tiempo que existía un humilde sastrecillo que se ganaba la vida trabajando con sus hilos y su costura, sentado sobre su mesa, junto a la ventana; risueño y de buen humor, se había puesto a coser a todo trapo. En esto pasó par la calle una campesina que gritaba:

-¡Rica mermeladaaaa... Barataaaa! ¡Rica mermeladaaa, barataaa.

Este pregón sonó a gloria en sus oídos. Asomando el sastrecito su fina cabeza por la ventana, llamó:

-¡Eh, mi amiga! ¡Sube, que aquí te aliviaremos de tu mercancía!

Subió la campesina los tres tramos de escalera con su pesada cesta a cuestas, y el sastrecito le hizo abrir todos y cada uno de sus pomos. Los inspeccionó uno por uno acercándoles la nariz y, por fin, dijo:

-Esta mermelada no me parece mala; así que pásame cuatro onzas, muchacha, y si te pasas del cuarto de libra, no vamos a pelearnos por eso.

La mujer, que esperaba una mejor venta, se marchó malhumorada y refunfuñando:

-¡Vaya! -exclamo el sastrecito, frotándose las manos-. ¡Que Dios me bendiga esta mermelada y me de salud y fuerza!

Y, sacando el pan del armario, cortó una gran rebanada y la untó a su gusto. "Parece que no sabrá mal," se dijo. "Pero antes de probarla, terminaré esta chaqueta."

Dejó el pan sobre la mesa y reanudó la costura; y tan contento estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.

Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía del pan subía hasta donde estaban las moscas sentadas en gran número y éstas, sintiéndose atraídas por el olor, bajaron en verdaderas legiones.

-¡Eh, quién las invitó a ustedes! -dijo el sastrecito, tratando de espantar a tan indeseables huéspedes. Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas.

Por fin el sastrecito perdió la paciencia, sacó un pedazo de paño del hueco que había bajo su mesa, y exclamando: "¡Esperen, que yo mismo voy a servirles!," descargó sin misericordia un gran golpe sobre ellas, y otro y otro. Al retirar el paño y contarlas, vio que por lo menos había aniquilado a veinte.

"¡De lo que soy capaz!," se dijo, admirado de su propia audacia. "La ciudad entera tendrá que enterarse de esto" y, de prisa y corriendo, el sastrecito se cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras el siguiente letrero: SIETE DE UN GOLPE.

"¡Qué digo la ciudad!," añadió. "¡El mundo entero se enterará de esto!"

Y de puro contento, el corazón le temblaba como el rabo al corderito.

Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir por el mundo, convencido de que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo que le sirviera para el viaje; pero sólo encontró un queso viejo que se guardó en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y también se lo guardó en el bolsillo para que acompañara al queso. Luego se puso animosamente en camino, y como era ágil y ligero de pies, no se cansaba nunca.

El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo mas alto, se encontró con un gigante que estaba allí sentado, mirando pacíficamente el paisaje. El sastrecito se le acercó animoso y le dijo:

-¡Buenos días, camarada! ¿Qué, contemplando el ancho mundo? Por él me voy yo, precisamente, a correr fortuna. ¿Te decides a venir conmigo?

El gigante lo miró con desprecio y dijo:

-¡Quítate de mi vista, monigote, miserable criatura!

-¿Ah, sí? -contestó el sastrecito, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el cinturón--¡Aquí puedes leer qué clase de hombre soy!

El gigante leyó: SIETE DE UN GOLPE, y pensando que se tratara de hombres derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba. Agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua.

-¡A ver si lo haces -dijo-, ya que eres tan fuerte!

-¿Nada más que eso? -contestó el sastrecito-. ¡Es un juego de niños!

Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.

-¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?

El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecito. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla.

-Anda, pedazo de hombre, a ver si haces algo parecido.

-Un buen tiro -dijo el sastre-, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás -y sacando al pájaro del bolsillo, lo arrojó al aire. El pájaro, encantado con su libertad, alzó rápido el vuelo y se perdió de vista.

-¿Qué te pareció este tiro, camarada? -preguntó el sastrecito.

-Tirar, sabes -admitió el gigante-. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga digna de este nombre-y llevando al sastrecito hasta un inmenso roble que estaba derribado en el suelo, le dijo-: Ya que te las das de forzudo, ayúdame a sacar este árbol del bosque.

-Con gusto -respondió el sastrecito-. Tú cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré del ramaje, que es lo más pesado .

En cuanto estuvo el tronco en su puesto, el sastrecito se acomodó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo de cargar también con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecito iba de lo más contento allí detrás, silbando aquella tonadilla que dice: "A caballo salieron los tres sastres," como si la tarea de cargar árboles fuese un juego de niños.

El gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:

-¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!

El sastre saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:

-¡Un grandullón como tú y ni siquiera eres capaz de cargar un árbol!

Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, echando mano a la copa, donde colgaban las frutas maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para sujetar el árbol, y en cuanto lo soltó el gigante, volvió la copa a su primera posición, arrastrando consigo al sastrecito por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño, y el gigante le dijo:

-¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar este tallito enclenque?

-No es que me falte fuerza -respondió el sastrecito-. ¿Crees que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!

El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también esta vez el sastrecito se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:

-Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la noche con nosotros.

El sastrecito aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego: cada uno tenía en la mano un cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecito miró a su alrededor y pensó: "Esto es mucho más espacioso que mi taller."

El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó en un rincón. A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que había despachado para siempre a tan impertinente grillo. A la madrugada, los gigantes, sin acordarse ya del sastrecito, se disponían a marcharse al bosque cuando, de pronto, lo vieron tan alegre y tranquilo como de costumbre. Aquello fue más de lo que podían soportar, y pensando que iba a matarlos a todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.

El sastrecito prosiguió su camino, siempre con su puntiaguda nariz por delante. Tras mucho caminar, llegó al jardín de un palacio real, y como se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba. Mientras estaba así durmiendo, se le acercaron varios cortesanos, lo examinaron par todas partes y leyeron la inscripción: SIETE DE UN GOLPE.

-¡Ah! -exclamaron-. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.

Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que en modo alguno debía perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo, y envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario permaneció en guardia junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y abría los ojos, le comunicó la proposición del rey.

-Justamente he venido con ese propósito -contestó el sastrecito-. Estoy dispuesto a servir al rey -así que lo recibieron honrosamente y le prepararon toda una residencia para él solo.

Pero los soldados del rey lo miraban con malos ojos y, en realidad, deseaban tenerlo a mil millas de distancia.

-¿En qué parará todo esto? -comentaban entre sí-. Si nos peleamos con él y la emprende con nosotros, a cada golpe derribará a siete. No hay aquí quien pueda enfrentársele.

Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del ejército.

-No estamos preparados -le dijeron- para luchar al lado de un hombre capaz de matar a siete de un golpe.

El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder tan fieles servidores: ya se lamentaba hasta de haber visto al sastrecito y de muy buena gana se habría deshecho de él. Pero no se atrevía a despedirlo, por miedo a que acabara con él y todos los suyos, y luego se instalara en el trono. Estuvo pensándolo por horas y horas y, al fin, encontró una solución.

Mandó decir al sastrecito que, siendo tan poderoso hombre de armas como era, tenía una oferta que hacerle. En un bosque del país vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía acercárseles sin correr peligro de muerte. Si el sastrecito lograba vencer y exterminar a estos gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como recompensa. Además, cien soldados de caballería lo auxiliarían en la empresa.

"¡No está mal para un hombre como tú!" se dijo el sastrecito. "Que a uno le ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos los días." Así que contestó:

-Claro que acepto. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no me hacen falta los cien jinetes. El que derriba a siete de un golpe no tiene por qué asustarse con dos.

Así, pues, el sastrecito se puso en camino, seguido por cien jinetes. Cuando llegó a las afueras del bosque, dijo a sus seguidores:

-Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.

Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar a diestro y siniestro. Al cabo de un rato descubrió a los dos gigantes. Estaban durmiendo al pie de un árbol y roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El sastrecito, ni corto ni perezoso, eligió especialmente dos grandes piedras que guardó en los bolsillos y trepó al árbol. A medio camino se deslizó por una rama hasta situarse justo encima de los durmientes, y, acto seguido, hizo muy buena puntería (pues no podía fallar) pues de lo contrario estaría perdido.

Los gigantes, al recibir cada uno un fuerte golpe con la piedra, despertaron echándose entre ellos las culpas de los golpes. Uno dio un empujón a su compañero y le dijo:

-¿Por qué me pegas?

-Estás soñando -respondió el otro-. Yo no te he pegado.

Se volvieron a dormir, y entonces el sastrecito le tiró una piedra al segundo.

-¿Qué significa esto? -gruñó el gigante-. ¿Por qué me tiras piedras?

-Yo no te he tirado nada -gruñó el primero.

Discutieron todavía un rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron las cosas como estaban y cerraron otra vez los ojos. El sastrecito volvió a las andadas. Escogiendo la más grande de sus piedras, la tiró con toda su fuerza al pecho del primer gigante.

-¡Esto ya es demasiado! -vociferó furioso. Y saltando como un loco, arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo hizo estremecerse hasta la copa. El segundo gigante le pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron aporreándose el uno al otro hasta que los dos cayeron muertos. Entonces bajó del árbol el sastrecito.

"Suerte que no arrancaron el árbol en que yo estaba," se dijo, "pues habría tenido que saltar a otro como una ardilla. Menos mal que nosotros los sastres somos livianos."

Y desenvainando la espada, dio un par de tajos a cada uno en el pecho. Enseguida se presentó donde estaban los caballeros y les dijo:

-Se acabaron los gigantes, aunque debo confesar que la faena fue dura. Se pusieron a arrancar árboles para defenderse. ¡Venirle con tronquitos a un hombre como yo, que mata a siete de un golpe!

-¿Y no estás herido? -preguntaron los jinetes.

-No piensen tal cosa -dijo el sastrecito-. Ni siquiera, despeinado.

Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí encontraron a los dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de cuajo.

El sastrecito se presentó al rey para pedirle la recompensa ofrecida; pero el rey se hizo el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.

-Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino -le dijo-, tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña. Por el bosque corre un unicornio que hace grandes destrozos, y debes capturarlo primero.

-Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes -respondió el sastrecito--Siete de un golpe: ésa es mi especialidad.

Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus seguidores que lo aguardasen afuera.

No tuvo que buscar mucho. El unicornio se presentó de pronto y lo embistió ferozmente, decidido a ensartarlo de una vez con su único cuerno.

-Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas -dijo el sastrecito.

Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había embestido con fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente, que por más que hizo no pudo sacarlo, y quedó prisionero.

"¡Ya cayó el pajarito!," dijo el sastre, saliendo de detrás del árbol. Ató la cuerda al cuello de la bestia, cortó el cuerno de un hachazo y llevó su presa al rey.

Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo. Antes de que la boda se celebrase, el sastrecito tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría con la ayuda de los cazadores.

-¡No faltaba más! -dijo el sastrecito-. ¡Si es un juego de niños!

Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de tal modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de enfrentarse con él de nuevo.

Tan pronto vio al sastrecito, el jabalí lo acometió con los agudos colmillos de su boca espumeante, y ya estaba a punto de derribarlo, cuando el héroe huyó a todo correr, se precipitó dentro de una capilla que se levantaba por aquellas cercanías. subió de un salto a la ventana del fondo y, de otro salto, estuvo enseguida afuera. El jabalí se abalanzó tras él en la capilla; pero ya el sastrecito había dado la vuelta y le cerraba la puerta de un golpe, con lo que la enfurecida bestia quedó prisionera, pues era demasiado torpe y pesada para saltar a su vez por la ventana. El sastrecito se apresuró a llamar a los cazadores, para que la contemplasen con su propios ojos.

El rey tuvo ahora que cumplir su promesa y le dio la mano de su hija y la mitad del reino, agregándole: "Ya eres mi heredero al trono."

Se celebró la boda con gran esplendor, y allí fue que se convirtió en todo un rey el sastrecito valiente.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

21. La Cenicienta

Hermanos Grimm

Un hombre rico tenía a su mujer muy enferma, y cuando vio que se acercaba su fin, llamó a su hija única y le dijo:

— Querida hija, sé piadosa y buena, Dios te protegerá desde el cielo y yo no me apartaré de tu lado y te bendeciré.

Poco después cerró los ojos y expiró. La niña iba todos los días a llorar al sepulcro de su madre y continuó siendo siempre piadosa y buena. Llegó el invierno y la nieve cubrió el sepulcro con su blanco manto, llegó la primavera y el sol doró las flores del campo y el padre de la niña se casó de nuevo. La esposa trajo dos niñas que tenían un rostro muy hermoso, pero un corazón muy duro y cruel; entonces comenzaron muy malos tiempos para la pobre huérfana.

— No queremos que esté ese pedazo de ganso sentada a nuestro lado, que gane el pan que coma, váyase a la cocina con la criada.

Le quitaron sus vestidos buenos, le pusieron una basquiña remendada y vieja y le dieron unos zuecos.

— ¡Qué sucia está la orgullosa princesa! — decían riéndose, y la mandaron a ir a la cocina: tenía que trabajar allí desde la mañana hasta la noche, levantarse temprano, traer agua, encender lumbre, coser y lavar; sus hermanas le hacían además todo el daño posible, se burlaban de ella y le vertían la comida en la lumbre, de manera que tenía que bajarse a recogerla. Por la noche cuando estaba cansada de tanto trabajar, no podía acostarse, pues no tenía cama, y la pasaba recostada al lado del hogar, y como siempre estaba llena de polvo y ceniza, la llamaban la Cenicienta.

Sucedió que su padre fue en una ocasión a una feria y preguntó a sus hijastras lo que querían les trajese.

— Un bonito vestido —dijo la una.

— Una buena sortija, —añadió la segunda.

— Y tú Cenicienta, ¿Qué quieres? —le dijo.

— Padre, traedme la primera rama que encontréis en el camino.

Compró a sus dos hijastras hermosos vestidos y sortijas adornadas de perlas y piedras preciosas y a su regreso al pasar por un bosque cubierto de verdor tropezó con su sombrero en una rama de zarza y la cortó. Cuando volvió a su casa dio a sus hijastras lo que le habían pedido y la rama a la Cenicienta, la cual se lo agradeció; corrió al sepulcro de su madre, plantó la rama en él y lloró tanto que, regada por sus lágrimas, no tardó la rama en crecer y convertirse en un hermoso árbol.

La Cenicienta iba tres veces todos los días a ver el árbol, lloraba y oraba y siempre iba a descansar en él un pajarillo, y cuando sentía algún deseo, en el acto le concedía el pajarillo lo que deseaba.

Celebró por entonces el rey unas grandes fiestas, que debían durar tres días e invitó a ellas a todas las jóvenes del país para que su hijo eligiera la que más le agradase por esposa. Cuando supieron las dos hermanastras que debían asistir a aquellas fiestas, llamaron a la Cenicienta y le dijeron.

— Péinanos, límpianos los zapatos y ponles bien las hebillas, pues vamos a una boda al palacio del rey.

La Cenicienta las escuchó llorando, pues las hubiera acompañado con mucho gusto al baile, y suplicó a su madrastra se lo permitiese.

— Cenicienta, —le dijo— estás llena de polvo y ceniza y ¿quieres ir a una boda? ¿No tienes vestidos ni zapatos y quieres bailar?

Pero como insistiese en sus súplicas, le dijo por último:

— Se ha caído un plato de lentejas en la ceniza, si las recoges antes de dos horas, vendrás con nosotras.

La joven salió al jardín por la puerta trasera y dijo:

— Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, venid todos y ayudadme a recoger. Las buenas en el puchero, las malas en el caldero.

Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, después dos tórtolas y por último comenzaron a revolotear alrededor del hogar todos los pájaros del cielo, que acabaron por bajar a la ceniza, y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los restantes pájaros comenzaron también a decir pi, pi, y pusieron todos los granos buenos en el plato. Aun no había trascurrido una hora, y ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó entonces la niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a la boda, pero le dijo:

— No, Cenicienta, no tienes vestido y no sabes bailar, se reirían de nosotras.

Mas viendo que lloraba añadió:

— Si puedes recoger de entre la ceniza dos platos llenos de lentejas en una hora, irás con nosotras.

Creyendo en su interior, que no podría hacerlo, vertió los dos platos de lentejas en la ceniza y se marchó, pero la joven salió entonces al jardín por la puerta trasera y volvió a decir:

— Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, venid todos y ayudadme a recoger. Las buenas en el puchero, las malas en el caldero.

Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, después dos tórtolas y por último comenzaron a revolotear alrededor del hogar todos los pájaros del cielo que acabaron por bajar a la ceniza y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los demás pájaros comenzaron a decir también pi, pi, y pusieron todas las lentejas buenas en el plato, y aun no había trascurrido media hora, cuando ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó la niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a la boda, pero le dijo:

— Todo es inútil, no puedes venir, porque no tienes vestido y no sabes bailar; se reirían de nosotras —le volvió entonces la espalda y se marchó con sus orgullosas hijas.

En cuanto quedó sola en casa, fue la Cenicienta al sepulcro de su madre, debajo del árbol, y comenzó a decir:

Arbolito pequeño,

dame un vestido;

que sea, de oro y plata,

muy bien tejido.

El pájaro le dio entonces un vestido de oro y plata y unos zapatos bordados de plata y seda; en seguida se puso el vestido y se marchó a la boda; sus hermanas y madrastra no la conocieron, creyendo sería alguna princesa extranjera, pues les pareció muy hermosa con su vestido de oro, y ni aun se acordaban de la Cenicienta, creyendo estaría mondando lentejas sentada en el hogar.

Salió a su encuentro el hijo del rey, la tomó de la mano y bailó con ella, no permitiéndole bailar con nadie, pues no la soltó de la mano, y si se acercaba algún otro a invitarla, le decía:

— Es mi pareja.

Bailó hasta el amanecer y entonces decidió marcharse; el príncipe le dijo:

— Iré contigo y te acompañaré —pues deseaba saber quién era aquella joven, pero ella se despidió y saltó al palomar, entonces aguardó el hijo del rey a que fuera su padre y le dijo que la doncella extranjera había saltado al palomar. El anciano creyó que debía ser la Cenicienta; trajeron una piqueta y un martillo para derribar el palomar, pero no había nadie dentro, y cuando llegaron a la casa de la Cenicienta, la encontraron sentada en el hogar con sus sucios vestidos y un turbio candil ardía en la chimenea, pues la Cenicienta había entrado y salido muy ligera del palomar y luego había corrido hacia el sepulcro de su madre, donde se quitó los hermosos vestidos que se llevó el pájaro y después se fue a sentar con su basquiña gris a la cocina.

Al día siguiente, cuando llegó la hora en que iba a principiar la fiesta y se marcharon sus padres y hermanas, corrió la Cenicienta junto al arbolito y dijo:

Arbolito pequeño,

dame un vestido;

que sea, de oro y plata,

muy bien tejido.

Diole entonces el pájaro un vestido mucho más hermoso que el del día anterior y cuando se presentó en la boda con aquel traje, dejó a todos admirados de su extraordinaria belleza; el príncipe que le estaba aguardando, la cogió de la mano y bailó toda la noche con ella; cuando iba algún otro a invitarla, decía:

— Es mi pareja.

Al amanecer manifestó deseos de marcharse, pero el hijo del rey la siguió para ver la casa en que entraba, más de pronto se metió en el jardín de detrás de la casa. Había en él un hermoso árbol muy grande, del cual colgaban hermosas peras; la Cenicienta trepó hasta sus ramas y el príncipe no pudo saber por dónde había ido, pero aguardó hasta que vino su padre y le dijo:

— La doncella extranjera se me ha escapado; me parece que ha saltado al peral. El padre creyó que debía ser la Cenicienta; mandó traer una hacha y derribó el árbol, pero no había nadie en él, y cuando llegaron a la casa, estaba la Cenicienta sentada en el hogar, como la noche anterior, pues había saltado por el otro lado del árbol y fue corriendo al sepulcro de su madre, donde dejó al pájaro sus hermosos vestidos y tomó su basquiña gris.

Al día siguiente, cuando se marcharon sus padres y hermanas, fue también la Cenicienta al sepulcro de su madre y dijo al arbolito:

Arbolito pequeño,

dame un vestido;

que sea, de oro y plata,

muy bien tejido.

Diole entonces el pájaro un vestido que era mucho más hermoso y magnífico que ninguno de los anteriores, y los zapatos eran todos de oro, y cuando se presentó en la boda con aquel vestido, nadie tenía palabras para expresar su asombro; el príncipe bailó toda la noche con ella y cuando se acercaba alguno a invitarla, le decía:

— Es mi pareja.

Al amanecer se empeñó en marcharse la Cenicienta, y el príncipe en acompañarla, mas se escapó con tal ligereza que no pudo seguirla, pero el hijo del rey había mandado untar toda la escalera de pez y se quedó pegado en ella el zapato izquierdo de la joven; levantole el príncipe y vio que era muy pequeño, bonito y todo de oro. Al día siguiente fue a ver al padre de la Cenicienta y le dijo:

— He decidido que sea mi esposa, la que venga bien este zapato de oro.

Alegráronse mucho las dos hermanas porque tenían los pies muy bonitos; la mayor entró con el zapato en su cuarto para probárselo, su madre estaba a su lado, pero no se lo podía meter, porque sus dedos eran demasiado largos y el zapato muy pequeño; al verlo le dijo su madre alargándole un cuchillo:

— Córtate los dedos, pues cuando seas reina no irás nunca a pie.

La joven se cortó los dedos; metió el zapato en el pie, ocultó su dolor y salió a reunirse con el hijo del rey, que la subió a su caballo como si fuera su novia, y se marchó con ella, pero tenía que pasar por el lado del sepulcro de la primera mujer de su padrastro, en cuyo árbol había dos palomas, que comenzaron a decir.

No sigas más adelante,

detente a ver un instante,

que el zapato es muy pequeño

y esa novia no es su dueño.

Se detuvo, le miró los pies y vio correr la sangre; volvió su caballo, condujo a su casa a la novia fingida y dijo que no era la que había pedido, que se probase el zapato la otra hermana. Entró ésta en su cuarto y se lo metió bien por delante, pero el talón era demasiado grueso; entonces su madre le alargó un cuchillo y le dijo:

— Córtate un pedazo del talón, pues cuando seas reina, no irás nunca a pie.

La joven se cortó un pedazo de talón, metió un pie en el zapato, y ocultando el dolor, salió a ver al hijo del rey, que la subió en su caballo como si fuera su novia y se marchó con ella; cuando pasaron delante del árbol había dos palomas que comenzaron a decir:

No sigas más adelante,

detente a ver un instante,

que el zapato es muy pequeño

y esa novia no es su dueño.

Se detuvo, le miró los pies, y vio correr la sangre, volvió su caballo y condujo a su casa a la novia fingida:

— Tampoco es esta la que busco, —dijo—. ¿Tenéis otra hija?

— No, — contestó el marido—; de mi primera mujer tuve una pobre chica, a la que llamamos la Cenicienta, porque está siempre en la cocina, pero esa no puede ser la novia que buscáis.

El hijo del rey insistió en verla, pero la madre le replicó:

— No, no, está demasiado sucia para atreverme a enseñarla.

Se empeñó, sin embargo, en que saliera y hubo que llamar a la Cenicienta. Se lavó primero la cara y las manos, y salió después ante la presencia del príncipe que le alargó el zapato de oro; se sentó en su banco, sacó de su pie el pesado zueco y se puso el zapato que le venía perfectamente, y cuando se levantó y le vio el príncipe la cara, reconoció a la hermosa doncella que había bailado con él, y dijo:

— Esta es mi verdadera novia.

La madrastra y las dos hermanas se pusieron pálidas de ira, pero él subió a la Cenicienta en su caballo y se marchó con ella, y cuando pasaban por delante del árbol, dijeron las dos palomas blancas.

Sigue, príncipe, sigue adelante

sin parar un solo instante,

pues ya encontraste el dueño

del zapatito pequeño.

Después de decir esto, echaron a volar y se pusieron en los hombros de la Cenicienta, una en el derecho y otra en el izquierdo.

Cuando se verificó la boda, fueron las falsas hermanas a acompañarla y tomar parte en su felicidad, y al dirigirse los novios a la iglesia, iba la mayor a la derecha y la menor a la izquierda, y las palomas que llevaba la Cenicienta en sus hombros picaron a la mayor en el ojo derecho y a la menor en el izquierdo, de modo que picaron a cada una en un ojo; a su regreso se puso la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, y las palomas picaron a cada una en el otro ojo, quedando ciegas toda su vida por su falsedad y envidia.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

Análisis de Cenicienta

La Cenicienta es un cuento de hadas que cuenta con varias versiones, orales y escritas, antiguas y modernas, procedentes de varios lugares del mundo; especialmente del continente eurasiático. En el sistema de clasificación de Aarne-Thompson, se adscribe al grupo de los cuentos folclóricos ordinarios con ayudantes sobrenaturales y heroína perseguida, con el número 510A.

La primera versión escrita y publicada es la del italiano Giambattista Basile "La Gatta Cenerentola", 1634. Posteriormente fueron publicadas las dos versiones más populares del cuento, la del francés Charles Perrault "Cenicienta o El zapatito de cristal", que escribió en 1697; y en 1812 la versión de los alemanes hermanos Grimm (Aschenputtel), que forma parte de la colección "Cuentos de la infancia y del hogar". La versión de los hermanos Grimm varía sin embargo en muchos detalles de la italiana y de la francesa, lo que no es extraño si se tiene en cuenta que cada país europeo tenía su propia tradición oral del personaje.

En 1817 Gioachino Rossini compuso la ópera La Cenerentola, y en 1945 Sergei Prokofiev creó el ballet Cinderella.

Disney realizó en 1950 una versión de La Cenicienta que se asemeja más a la de Perrault que a la de Basile o de los hermanos Grimm, razón por la que en Estados Unidos es la de Perrault la más conocida.

Claves del cuento

Orfandad: Al igual que en muchos cuentos la protagonista se queda huérfana en las primeras líneas del texto. De esta manera comprendemos que estamos ante un relato de maduración personal en el que la protagonista debe aprender a tomar las riendas de su vida, y hacer frente a las dificultades de esta sin el apoyo de sus progenitores.

Injusticia: La protagonista se enfrenta ante un ambiente hostil dentro de su propia familia. Un padre ausente que no cuida bien a su hija, una madrastra tirana que no ve en la niña a una hija sino una sirvienta, y unas hermanas que tratan a Cenicienta con burla y desprecio.

La más pequeña: Con la llegada de sus hermanas, Cenicienta se convierte en la más pequeña de la casa, no solo en edad sino en consideración. El nombre que le asignan representa ese estatus al cual le relegan: Cenicienta. El cuento quiere enseñar al niño que, aun la más pequeña, puede llegar a ser una gran heroína.

Pruebas: Cenicienta se enfrentará a una serie de pruebas que le propondrá su madrastra y hermanas, pero aun resolviéndolas, existe una injusticia inherente que no puede superar. En el relato las pruebas son domésticas, pero sería un error pensar que el valor del cuento se reduce a una mera servidumbre en la casa. Las Cenicientas y Cenicientos de la vida se enfrentan a madrastras y hermanastras en la escuela, en el equipo deportivo, en sus puestos de trabajo, ... Según los Hermanos Grimm, la casa de Cenicienta actúa como un símbolo de un mundo que se ha convertido en un “infierno en la Tierra” un lugar donde no hay justicia ni amor de compasión. La casa es para Cenicienta, lo que el bosque supone para Blancanieves, caperucita Roja o Pulgarcito.

Consuelo: Cenicienta cuenta con el consuelo de la oración hacia su verdadera Madre que intercede desde el cielo. Esta es una clave muy importante que aportan los hermanos Grimm y que la distingue de las versiones anteriores. Esta intercesión se manifiesta con la rama de zarza que se transforma en un "hermoso árbol", y con la ayuda de los pájaros.

Los amigos: Puede parecer que Cenicienta se encuentra sola en la historia, pero no olvidemos el importante papel que desempeñan los pájaros. El cuento especifica la ayuda de dos tórtolas y dos palomas, pero luego habla de un número indeterminado de aves del cielo. Estos animales actúan de símbolo que representa a los amigos de Cenicienta que la ayudan en su descenso a los infiernos. Amigos que, por otra parte, actúan de forma providente, ya que son enviados desde el “cielo”.

La llamada: Pero la situación de nuestra protagonista no es eterna, como no lo es para ninguna persona vivir una situación continuada de injusticia y crueldad. El Rey convoca una gran fiesta que durarán "tres días". En ella su hijo elegirá a su "esposa". Quien entiende bien los símbolos cristianos que emplean Jacob y Wilheim Grimm en sus narraciones, el Rey está representando a Dios Padre, las fiestas son expresión de la Salvación Eterna, y el Hijo que escoge esposa, es Cristo que busca el alma humana (mi alma, tu alma) para rescatarla de la esclavitud del pecado (madrastra-hermanastras), casarse con ella (darla plenitud) y conducirla al Palacio-Cielo donde vivirán eternamente. Compruebe la similitud del cuento con el pasaje evangélico de san Mateo.

"Celebró por entonces el rey unas grandes fiestas, que debían durar tres días e invitó a ellas a todas las jóvenes del país para que su hijo eligiera la que más le agradase por esposa".

"Un rey preparaba las bodas de su hijo, por lo que mandó a sus servidores a llamar a los invitados a la fiesta". Mt. 22: 1-14

La ayuda sobrenatural: En todos los cuentos de hadas, los protagonistas reciben una ayuda exterior que los salva de la situación de peligro. Esta ayuda viene al rescate y se presenta en la mayoría de las veces en forma de hecho maravilloso o extraordinario. En el caso de Cenicienta para acudir al baile-banquete, ha de llevar un vestido. Aquí los hermanos Grimm hacen referencia a la parábola del evangelio según de Mateo:

"Después entró el rey para conocer a los que estaban sentados a la mesa, y vio un hombre que no se había puesto el traje de fiesta. Le dijo: Amigo, ¿Cómo es que has entrado sin traje de bodas?". Mt, 22: 1-14

Por ello los pájaros regalan a Cenicienta un traje y unos zapatos nuevos, cada noche, pues para entrar en el “Palacio” debe llevar el “traje de gala”. Un traje que cada día se hace más bello y hermoso.

El príncipe busca a la princesa: Como Cristo busca a toda alma, el príncipe del cuento sale en busca de la joven desconocida. Deja su Palacio y viene a la Tierra (casa de Cenicienta) para salvar al hombre. El signo para encontrarla está representado por el zapato que expresa su humildad. Los autores emplean el símbolo del zapato para expresar la humildad, ya que es el calzado la parte del cuerpo que está en contacto con el polvo o ceniza de la tierra.

Dios busca lo humilde. La prueba de la verdad es que el Príncipe ofrece un zapato y ella ofrece su pareja para complementarse. Las hermanastras ensoberbecidas tratan de hacer entrar su pie, pero estos no entran. A pesar de que sangren, las avecillas alertan de la falsedad de esa acción.

Juicio final: El cuento termina con un juicio final. Castigo para los que actúan mal y premio para los que obran bien. Algunos han querido ver crueldad en este final, pero el castigo forma parte de la estructura mítica del relato de un cuento, así como es de justicia un premio para los que obran bien.

José Alfredo Elía Marcos

(*) Para profundizar más en el análisis de los cuentos recomendamos el Libro de Diego Blanco Albarova: Erase una vez. El Evangelio en los cuentos de la editorial Encuentro.

22. El acertijo

Hermanos Grimm

Érase una vez el hijo de un rey, a quien entraron deseos de correr mundo, y se partió sin más compañía que la de un fiel criado. Llegó un día a un extenso bosque, y al anochecer, no encontrando ningún albergue, no sabía dónde pasar la noche. Vio entonces a una muchacha que se dirigía a una casita, y, al acercarse, se dio cuenta de que era joven y hermosa. Dirigióse a ella y le dijo:

- Mi buena niña, ¿no nos acogerías por una noche en la casita, a mí y al criado?

- De buen grado lo haría -respondió la muchacha con voz triste-; pero no os lo aconsejo. Mejor es que os busquéis otro alojamiento.

- ¿Por qué? -preguntó el príncipe.

- Mi madrastra tiene malas tretas y odia a los forasteros ­contestó la niña suspirando.

Bien se dio cuenta el príncipe de que aquella era la casa de una bruja; pero como no era posible seguir andando en la noche cerrada, y, por otra parte, no era miedoso, entró. La vieja, que estaba sentada en un sillón junto al fuego, miró a los viajeros con sus ojos rojizos:

- ¡Buenas noches! -dijo con voz gangosa, que quería ser amable-. Sentaos a descansar-. Y sopló los carbones, en los que se cocía algo en un puchero.

La hija advirtió a los dos hombres que no comiesen ni bebiesen nada, pues la vieja estaba confeccionando brebajes nocivos. Ellos durmieron apaciblemente hasta la madrugada, y cuando se dispusieron a reemprender la ruta, estando ya el príncipe montado en su caballo, dijo la vieja:

- Aguarda un momento, que tomarás un trago, como despedida.

Mientras entraba a buscar la bebida, el príncipe se alejó a toda prisa, y cuando volvió a salir la bruja con la bebida, sólo halló al criado, que se había entretenido arreglando la silla.

- ¡Lleva esto a tu señor! -le dijo. Pero en el mismo momento se rompió la vasija, y el veneno salpicó al caballo; tan virulento era, que el animal se desplomó muerto, como herido por un rayo. El criado echó a correr para dar cuenta a su amo de lo sucedido, pero, no queriendo perder la silla, volvió a buscarla. Al llegar junto al cadáver del caballo, encontró que un cuervo lo estaba devorando.

"¿Quién sabe si cazaré hoy algo mejor?," se dijo el criado; mató, pues, el cuervo y se lo metió en el zurrón.

Durante toda la jornada estuvieron errando por el bosque, sin encontrar la salida. Al anochecer dieron con una hospedería y entraron en ella. El criado dio el cuervo al posadero, a fin de que se lo guisara para cenar. Pero resultó que había ido a parar a una guarida de ladrones, y ya entrada la noche presentáronse doce bandidos, que concibieron el propósito de asesinar y robar a los forasteros. Sin embargo, antes de llevarlo a la práctica se sentaron a la mesa, junto con el posadero y la bruja, y se comieron una sopa hecha con la carne del cuervo. Pero apenas hubieron tomado un par de cucharadas, cayeron todos muertos, pues el cuervo estaba contaminado con el veneno del caballo.

Ya no quedó en la casa sino la hija del posadero, que era una buena muchacha, inocente por completo de los crímenes de aquellos hombres. Abrió a los forasteros todas las puertas y les mostró los tesoros acumulados. Pero el príncipe le dijo que podía quedarse con todo, pues él nada quería de aquello, y siguió su camino con su criado.

Después de vagar mucho tiempo sin rumbo fijo, llegaron a una ciudad donde residía una orgullosa princesa, hija del Rey, que había mandado pregonar su decisión de casarse con el hombre que fuera capaz de plantearle un acertijo que ella no supiera descifrar, con la condición de que, si lo adivinaba, el pretendiente sería decapitado. Tenía tres días de tiempo para resolverlo; pero eran tan inteligente, que siempre lo había resuelto antes de aquel plazo. Eran ya nueve los pretendientes que habían sucumbido de aquel modo, cuando llegó el príncipe y, deslumbrado por su belleza, quiso poner en juego su vida. Se presentó a la doncella y le planteó su enigma:

- ¿Qué es -le dijo- una cosa que no mató a ninguno y, sin embargo, mató a doce?

En vano la princesa daba mil y mil vueltas a la cabeza, no acertaba a resolver el acertijo. Consultó su libro de enigmas, pero no encontró nada; había terminado sus recursos. No sabiendo ya qué hacer, mandó a su doncella que se introdujese de escondidas en el dormitorio del príncipe y se pusiera al acecho, pensando que tal vez hablaría en sueños y revelaría la respuesta del enigma. Pero el criado, que era muy listo, se metió en la cama en vez de su señor, y cuando se acercó la doncella, arrebatándole de un tirón el manto en que venía envuelta, la echó del aposento a palos. A la segunda noche, la princesa envió a su camarera a ver si tenía mejor suerte. Pero el criado le quitó también el manto y la echó a palos.

Creyó entonces el príncipe que la tercera noche estaría seguro, y se acostó en el lecho. Pero fue la propia princesa la que acudió, envuelta en una capa de color gris, y se sentó a su lado. Cuando creyó que dormía y soñaba, púsose a hablarle en voz queda, con la esperanza de que respondería en sueños, como muchos hacen. Pero él estaba despierto y lo oía todo perfectamente.

Preguntó ella:

- Uno mató a ninguno, ¿qué es esto?

Respondió él:

- Un cuervo que comió de un caballo envenenado y murió a su vez.

Siguió ella preguntando:

- Y mató, sin embargo, a doce, ¿qué es esto?

- Son doce bandidos, que se comieron el cuervo y murieron envenenados.

Sabiendo ya lo que quería, la princesa trató de escabullirse, pero el príncipe la sujetó por la capa, que ella hubo de abandonar. A la mañana, la hija del Rey anunció que había descifrado el enigma y, mandando venir a los doce jueces, dio la solución ante ellos. Pero el joven solicitó ser escuchado y dijo:

- Durante la noche, la princesa se deslizó hasta mi lecho y me lo preguntó; sin esto, nunca habría acertado.

Dijeron los jueces:

- Danos una prueba.

Entonces el criado entró con los tres mantos, y cuando los jueces vieron el gris que solía llevar la princesa, fallaron la sentencia siguiente:

- Que este manto se borde en oro y plata; será el de vuestra boda.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

23. El ratoncillo, el pajarito y la salchicha

Hermanos Grimm AUDIO

Un ratoncillo, un pajarito y una salchicha hacían vida en común. Llevaban ya mucho tiempo juntos, en buena paz y compañía y congeniaban muy bien. La faena del pajarito era volar todos los días al bosque a buscar leña. El ratón cuidaba de traer agua y poner la mesa, y la salchicha tenía a su cargo la cocina.

¡Cuando las cosas van demasiado bien, uno se cansa pronto de ellas! Así, ocurrió que un día el pajarito se encontró con otro pájaro, a quien contó y encomió lo bien que vivía. Pero el otro lo trató de tonto, pues que cargaba con el trabajo más duro, mientras los demás se quedaban en casita muy descansados pues el ratón, en cuanto había encendido el fuego y traído el agua, podía irse a descansar en su cuartito hasta la hora de poner la mesa. Y la salchicha no se movía del lado del puchero, vigilando que la comida se cociese bien, y cuando estaba a punto, no tenía más que zambullirse un momento en las patatas o las verduras, y éstas quedaban adobadas, saladas y sazonadas. No bien llegaba el pajarillo con su carga de leña, sentábanse los tres a la mesa y, terminada la comida, dormían como unos benditos hasta la mañana siguiente. Era, en verdad, una vida regalada.

Al otro día el pajarillo, cediendo a las instigaciones de su amigo, declaró que no quería ir más a buscar leña; estaba cansado de hacer de criado de los demás y de portarse como un bobo. Era preciso volver las tornas y organizar de otro modo el gobierno de la casa. De nada sirvieron los ruegos del ratón y de la salchicha; el pájaro se mantuvo en sus trece. Hubo que hacerlo, pues, a suertes; a la salchicha le tocó la obligación de ir por leña, mientras el ratón cuidaría de la cocina, y el pájaro, del agua.

¿Veréis lo que sucedió? La salchichita se marchó a buscar leña; el pajarillo encendió fuego, y el ratón puso el puchero; luego los dos aguardaron a que la salchicha volviera con la provisión de leña para el día siguiente. Pero tardaba tanto en regresar, que sus dos compañeros empezaron a inquietarse, y el pajarillo emprendió el vuelo en su busca. No tardó en encontrar un perro que, considerando a la salchicha buena presa, la había capturado y asesinado. El pajarillo echó en cara al perro su mala acción, que calificó de robo descarado, pero el can le replicó que la salchicha llevaba documentos comprometedores, y había tenido que pagarlo con la vida.

El pajarillo cargó tristemente con la leña y, de vuelta a su casa, contó lo que acababa de ver y de oír. Los dos compañeros quedaron muy abatidos; pero convinieron en sacar el mejor partido posible de la situación y seguir haciendo vida en común. Así, el pajarillo puso la mesa, mientras el ratón guisaba la comida. Queriendo imitar a la salchicha, metióse en el puchero de las verduras para agitarlas y reblandecerlas; pero aún no había llegado al fondo de la olla que se quedó cogido y sujeto, y hubo de dejar allí la piel y la vida.

Al volver el pajarillo pidió la comida, pero se encontró sin cocinero. Malhumorado, dejó la leña en el suelo de cualquier manera, y se puso a llamar y a buscar, pero el cocinero no aparecía. Por su descuido, el fuego llegó a la leña y prendió en ella. El pájaro precipitóse a buscar agua, pero el cubo se le cayó en el pozo con él dentro, y, no pudiendo salir, murió ahogado.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

24. Madre Nieve (Frau Holle)

Hermanos Grimm

Cierta viuda tenía dos hijas, una de ellas hermosa y diligente; la otra, fea y perezosa. Sin embargo, quería mucho más a esta segunda, porque era verdadera hija suya y cargaba a la otra todas las faenas del hogar, haciendo de ella la cenicienta de la casa. La pobre muchacha tenía que sentarse todos los días junto a un pozo, al borde de la carretera y estarse hilando hasta que le sangraban los dedos. Tan manchado de sangre se le puso un día el huso, que la muchacha quiso lavarlo en el pozo, y he aquí que se le escapó de la mano y le cayó al fondo. Llorando, se fue a contar lo ocurrido a su madrastra, y ésta, que era muy dura de corazón, la riñó ásperamente y le dijo:

— ¡Puesto que has dejado caer el huso al pozo, irás a sacarlo!

Volvió la muchacha al pozo, sin saber qué hacer y en su angustia, se arrojó al agua en busca del huso. Perdió el sentido y al despertarse y volver en sí, encontróse en un bellísimo prado bañado de sol y cubierto de millares de florecillas. Caminando por él, llegó a un horno lleno de pan, el cual le gritó:

— ¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí, que me quemo! Ya estoy bastante cocido.

Acercóse ella y con la pala fue sacando las hogazas. Prosiguiendo su camino, vio un manzano cargado de manzanas, que le gritó, a su vez:

— ¡Sacúdeme, sacúdeme! Todas las manzanas estamos ya maduras.

Sacudiendo ella el árbol, comenzó a caer una lluvia de manzanas, hasta no quedar ninguna, y después que las hubo reunido en un montón, siguió adelante. Finalmente, llegó a una casita, en una de cuyas ventanas estaba asomada una vieja; pero como tenía los dientes muy grandes, la niña echó a correr, asustada. La vieja la llamó:

— ¿De qué tienes miedo, hijita? Quédate conmigo. Si quieres cuidar de mi casa, lo pasarás muy bien.

Sólo tienes que poner cuidado en sacudir bien mi cama para que vuelen las plumas, pues entonces nieva en la Tierra. Yo soy la Madre Nieve.

Al oír a la vieja hablarle en tono tan cariñoso, la muchacha cobró ánimos, y aceptando el ofrecimiento, entró a su servicio. Hacía todas las cosas a plena satisfacción de su ama, sacudiéndole vigorosamente la cama, de modo que las plumas volaban cual copos de nieve. En recompensa, disfrutaba de buena vida, no tenía que escuchar ni una palabra dura y todos los días comía cocido y asado. Cuando ya llevaba una temporada en casa de Madre Nieve, entróle una extraña tristeza, que ni ella misma sabía explicarse, hasta que, al fin, se dio cuenta de que era nostalgia de su tierra.

Aunque estuviera allí mil veces mejor que en su casa, añoraba a los suyos, y así, un día dijo a su ama:

— Siento nostalgia de casa y aunque estoy muy bien aquí, no me siento con fuerzas para continuar; tengo que volverme a los míos.

Respondió Madre Nieve:

— Me place que sientas deseos de regresar a tu casa, y puesto que me has servido tan fielmente, yo misma te acompañaré.

Y, tomándola de la mano, la condujo hasta un gran portal. El portal estaba abierto y en el momento de traspasarlo la muchacha, cayóle encima una copiosísima lluvia de oro; y el oro se le quedó adherido a los vestidos, por lo que todo su cuerpo estaba cubierto del precioso metal.

— Esto es para ti, en premio de la diligencia con que me has servido — díjole Madre Nieve, al tiempo que le devolvía el huso que le había caído al pozo. Cerróse entonces el portal y la doncella se encontró de nuevo en el mundo, no lejos de la casa de su madre. Y cuando llegó al patio, el gallo, que estaba encaramado en el pretil del pozo, gritó:

“¡Quiquiriquí, nuestra doncella de oro vuelve a estar aquí!”

Entró la muchacha, y tanto su madrastra como la hija de ésta la recibieron muy bien al ver que venía cubierta de oro.

Contóles la muchacha todo lo que le había ocurrido, y al enterarse la madrastra de cómo había adquirido tanta riqueza, quiso procurar la misma fortuna a su hija, la fea y perezosa. Mandóla, pues, a hilar junto al pozo, y para que el huso se manchase de sangre, la hizo que se pinchase en un dedo y pusiera la mano en un espino. Luego arrojó el huso al pozo y a continuación saltó ella.

Llegó, como su hermanastra, al delicioso prado, y echó a andar por el mismo sendero. Al pasar junto al horno, volvió el pan a exclamar:

— ¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí, que me quemo! Ya estoy bastante cocido.

Pero le replicó la holgazana:

— ¿Crees que tengo ganas de ensuciarme? — y pasó de largo. No tardó en encontrar el manzano, el cual le gritó:

— ¡Sacúdeme, sacúdeme! Todas las manzanas estamos ya maduras.

Replicóle ella:

— ¡Me guardaré muy bien! ¿Y si me cayese una en la cabeza? — y siguió adelante. Al llegar frente a la casa de Madre Nieve, no se asustó de sus dientes porque ya tenía noticia de ellos, y se quedó a su servicio. El primer día se dominó y trabajó con aplicación, obedeciendo puntualmente a su ama, pues pensaba en el oro que iba a regalarle. Pero al segundo día empezó ya a haraganear; el tercero se hizo la remolona al levantarse por la mañana, y así, cada día peor. Tampoco hacía la cama según las indicaciones de Madre Nieve, ni la sacudía de manera que volasen las plumas. Al fin, la señora se cansó y la despidió, con gran satisfacción de la holgazana, pues creía llegada la hora de la lluvia de oro. Madre Nieve la condujo también al portal; pero en vez de oro vertieron sobre ella un gran caldero de brea.

— Esto es el pago de tus servicios — le dijo su ama, cerrando el portal. Y así se presentó la perezosa en su casa, con todo el cuerpo cubierto de brea, y el gallo del pozo, al verla, se puso a gritar:

“¡Quiquiriquí, nuestra sucia doncella vuelve a estar aquí!”

La brea le quedó adherida, y en todo el resto de su vida no se la pudo quitar del cuerpo.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

25. Los siete cuervos

Hermanos Grimm

Había una vez, hace ya mucho tiempo, un matrimonio que tenía siete hijos y ninguna hija. Esto era siempre motivo de pena para aquellas buenas gentes, porque les hubiera encantado tener una niña. Y con tanto fervor anhelaban su llegada, que por fin un día tuvieron la inmensa alegría de acunar una hijita entre sus brazos. La felicidad del buen matrimonio fue entonces completa, porque además dos siete hemanitos adoraban a la pequeña.

Pero, desdichadamente, la niña no parecía tener muy buena salud. Y a medida que pasaba el tiempo, desmejoraba cada vez más. Hasta que un día se puso tan mal, que los padres no dudaron de que su hijita se moría. Pensaron entonces que había que bautizarla, y para ello era preciso traer agua del pozo.

-tomad vuestros baldes -dijo el padre a los siete niños-, id al pozo, y volved cuanto antes.

Los muchachos obedecieron. Tomaron sus baldes y partieron corriendo. Estaban ansiosos por ayudar a su padre, y en su ansiedad, cada uno quería ser el primero en hundir su balde en el pozo. Se lanzaron atropelladamente sobre el mismo, con tanto aturdimiento y tan mala fortuna, que los baldes escaparon de sus manos y cayeron al fondo del pozo. Los muchachos quedaron desolados. Se miraban uno a otro, sin saber qué hacer ni qué decir.

-¡Dios mío! -exclamó uno de ellos, por fin-. ¿Qué le diremos ahora a papá? No podemos volver a casa sin el agua.

En su desesperación, trataron de sacar los baldes del pozo; pero todo fue en vano. No pudieron lograrlo, y atemorizados al pensar en el enojo con que los recibiría su padre, se quedaron meditando, sentados junto al pozo.

-Si volvemos sin el agua -dijo uno de ellos-, nuestro padre se sentirá tan enojado que nos castigará duramente.

-Es muy cierto -añadió otro-. Y no le faltará razón.

-No debimos ser tan atolondrados... -suspiró un tercero.

-Nadie tiene la culpa -añadió el cuarto-. Si los baldes se han caído al pozo, ha sido solamente una desgracia.

-Sí -comentó el quinto-, pero papá y mamá están demasiado afligidos para que atiendan nuestras razones.

-Yo no me atrevería a volver a casa -se lamentó el sexto, casi a punto de llorar.

-Es inútil que nos lamentemos -concluyó el séptimo-.

La cosa no tiene remedio. Todo lo que nos queda por hacer, es ver de qué manera podemos salir de este embrollo.

Mientras tanto, en la casa, el padre se impacientaba ante la tardanza de los muchachos. Se asomaba a la ventana y miraba el camino, tratando de descubrirlos. Pero el camino estaba desierto y los muchachos no volvían.

-¡Ah! -dijo el pobre hombre de pronto-. Seguramente que esos siete holgazanes se han quedado jugando. Es imposible, de otra manera, que tarden tanto en volver del pozo con el agua.

Y nuevamente volvía a pasearse, y otra vez se asombaba a la ventana para mirar al camino. Pero llegó un momento en que su deseperación por la tardanza de los muchachos fue tanta y tan grande, que sin poder contenerse exclamó:

-¡Perezosos! ¡Ojalá se convirtieran en siete cuervos!

No imaginó nunca lo que podía suceder. Apenas había dicho esas palabras, cuando sintió un aleteo sobre su cabeza; levantó los ojos, y con gran espanto vio contra el cielo azul siete cuervos negros que volaban sobre la casa.

Grande fue su desesperación y la de su mujer cuando comprendieron que aquellos siete cuervos eran sus siete hijos.

-¡Pobres niños! -decía el padre afligido, viendo que los cuervos, después de volar un rato sobre su cabeza, partían hacia el horizonte. ¡Pobres niños! Y ¿qué será ahora de nosotros?

Pero el daño ya estaba hecho, y no podía remediarse. La mujer trató de consolarse.

-Es inútil ya que pensemos en ellos -le dijo-. Quizá algún día vuelvan. Pero por ahora, pensemos en nuestra hijita que está aquí, y tratemos de salvarla.

El buen hombre comprendió que su mujer estaba en lo cierto. Y tantos cuidados prodigaron a la niña, que afortunadamente la pequeña no murió. Pasaron los años, y la niña que fuera tan delicada, creció sana y fuerte.

El matrimonio vivía feliz con el cariño de su hija, pero el padre solía quedarse a veces pensativo mirando hacia el cielo, como si esperara algo; y un buen día le dijo su mujer:

-Oye, marido. Es preciso que la niña no sepa la historia de los siete cuervos; de modo que debemos cuidarnos mucho. Nada ganas con pasarte las horas junto a la ventana. Yo confío en que ellos volverán quizás algún día. Pero mientras tanto, olvidemos aquello.

El padre asintió. Y de este modo, como jamás le hablaron sus padres de los siete hermanos, la niña no supo nunca la triste historia.

Pero un día en que conversaba con una vecina, escapósele a ésta el secreto.

-¡Qué bonita eres! -dijo la mujer; y añadió atolondradamente-: Es lástima que tus hermanos que tanto te querían no estén aquí para verte.

La niña se quedó pensativa, y en seguida preguntó:

-¿Mis hermanos? Debéis estar equivocada. Yo nunca he tenido hermanos. ¿De quién habláis?

La buena mujer comprendió que había hablado por demás y que su charlatanería iba a provocar un disgusto en casa de sus vecinos. Pero ya no había manera de retroceder. Ante las preguntas de la niña, se vio obligada a contarle la triste historia del encantamiento de sus hermanos, debido a la maldición de su padre cuando ella era apenas una niñita recién nacida.

Así fue cómo la pequeña supo que, un poco a causa suya, sus siete hermanos estaban ahora convertidos en siete cuervos. Entonces sintió tal aflicción que decidió hablar a sus padres. La pobre gente comprendió que ya no podía ocultarle la verdad.

. Es cierto todo lo que te ha dicho la vecina -dijo la madre, afligida-. Pero hace ya mucho tiempo, mucho tiempo, y nunca hemos vuelto a verles.

Entonces dijo la niña:

-Pues yo he de ir a buscarles. Soy culpable de que los pobrecitos estén ahora convertidos en siete cuervos, y es preciso que los encuentre para que puedan volver a casa.

-¡Pero no sabemos dónde están! -exclamaron los padres-. ¿Cómo harás para encontrarles? La niña se quedó un momento pensando. Sus padres tenían razón: sería muy difícil saber dónde habitaban ahora los siete cuervos encantados. Pero después de un instante, exclamó:

-No sé todavía cómo haré para encontrarles. Preguntaré y preguntaré hasta dar con ellos. Y el día que eso suceda, volveré a casa con mis hermanitos.

Los padres, comprendiendo que la niña estaba decidida, no se opusieron a su partida. La mamá le preparó una cesta con merienda para el viaje, y entregándole su anillo de bodas como recuerdo, la despidió en el camino.

La niña echó a andar, y después de mucho caminar, sin hallar seña alguna de sus hermanos, llegó al fin del mundo. Ya no le quedaba otra cosa que hacer que lanzarse al espacio; y la niña, siempre en busca de los siete cuervos, llegó al sol.

-Aquí no vas a encontrar a nadie -le dijo el sol de mal modo-. Cualquiera que pretendiera quedarse más de un minuto, se moriría abrasado.

Y como el sol ardía y le quemaba los pies, la niñita huyó presurosa del ardiente astro.

Pensó que quizá estuvieran los cuervos en la luna, y hacia ella se encaminó

-Aquí no vas a encontrar a nadie- le dijo la luna con indeferencia-. Cualquiera que pretendiera quedarse más de un minuto, se moriría congelado.

Y como allí hacía demasiado frío, temblorosa y helada volvió la niña a la tierra y se puso a llorar. En ninguna parte podía encontrar a sus hermanitos. Pronto comprendió que nada ganaría con sus lágrimas, de modo que, secando sus ojos, se dispuso a emprender otra vez el camino. Pero ya no sabía adónde ir. Miró otra vez hacia el cielo, y creyó ver que las estrellas le hacían guiños amistosos. Llena de esperanza, volvió entonces hacia el cielo. Y las estrellas la recibieron con grandes muestras de alegría.

-¡Aquí está! -decían alborozadas-. ¡Aquí está la gentil niñita que ha recorrido el mundo en busca de sus hermanos! Ved qué buena y hermosa es.

Y una de ellas, la más luminosa de todas, aquella que llaman el Lucero del Alba, salió a su encuentro.

-Dulce niña -le dijo-. Has sido tan buena al recorrer todo el mundo en busca de tus siete hermanos, que mereces una recompensa. Tus hermanitos, los siete cuervos encantados, viven en la cumbre de una montaña de cristal, en un castillo. Pero jamás podrás entrar allí si no llevas para abrir la puerta este trocito de madera que te entrego.

La niña, llena de alborozo, le agradeció el obsequio. Y despidiéndose de las buenas estrellas, partió otra vez en busca de sus hermanos. Pronto alcanzó a ver la gran montaña de cristal, que brillaba en medio de la tierra.

-Ahí está el castillo -se dijo la niña- y pronto estaré junto a mis hermanos.

Momentos después se hallaba frente a la puerta del castillo. Era aquella una puerta pesada y enorme, muy difícil de mover; pero, cosa rara, su cerradura era muy chiquita: del tamaño del trocito de madera que Estrella del Alba entregara a la niña. La pequeña buscó la valiosa astilla en sus bolsillos, y con inmensa pena halló que la había perdido.

La pobre niña se echó a llorar. Toda su tarea quedaba perdida. ¿Qué haría ahora? Pronto comprendió, como antes, que llorando no conseguiría resolver su delicada situación; y otra vez secó sus ojos. Pensó un largo rato.

-Mi dedo índice -se dijo- tiene casi el mismo tamaño que el trocito de madera que me dio la buena estrella. Es posible que con él pueda abrir la puerta del castillo.

Probó a hacerlo; hizo rodar el dedito en la cerradura, y la puerta se abrió. ¡Qué alegría sintió la niña! Frente a ella apareció entonces un enano que la saludó con gran reverencia.

-Bienvenida seas a esta casa -le dijo-. ¿Qué deseas?

-Quiero ver a los siete cuervos -contestó la niña sin temor-. Las estrellas me han dicho que vivían aquí.

-Es verdad -respondió el gentil enano-, pero en este momento mis amos han salido. Sin embargo, como no tardarán en volver, si quieres puedes pasar a esperarlos. Es posible que se alegren de verte, pero nunca reciben a nadie.

La niña no se hizo repetir la invitación y entró en el castillo. Cruzó el amplio vestíbulo, y el enano la condujo al comedor, donde se vio frente a una gran mesa puesta para siete cubiertos. Como después de su largo viaje la niña tenía hambre, dijo al enano:

-¿Podría servirme algo de lo que hay sobre la mesa? Estoy muy cansada y tengo hambre y sed.

-Sí -dijo el enano-. Come y bebe si quieres.

Y como la niña no quería privar a ninguno de los siete cuervos de su ración, probó nada más que un bocado de cada plato y bebió un sorbo de cada vaso.

Pero no advirtió que el anillo de bodas de su madre rodó de su dedo y cayó al fondo de uno de los vasos.

De pronto se sintió afuera un aleteo de pájaros y la niña se levantó presurosa.

-Escóndeme -dijo al enano-; no quisiera que tus amos los siete cuervos me vieran todavía.

El enano la hizo ocultar tras una cortina, y poco después se vio entrar por la ventana a los siete cuervos. Se posó cada uno junto a su plato, y comenzaron a comer. De pronto, uno de ellos exclamó:

-Parece como si alguien hubiera comido en mi plato y bebido en mi vaso.

-Pues, ¡y en el mío! -dijo otro.

-¡Y en el mío, y en el mío! -gritaban todos los cuervos a un tiempo, en medio de un agitado batir de alas.

Y cuando el último de ellos miró su vaso, advirtió que algo sonaba en el fondo del mismo. Miraron todos, y con gran sorpresa vieron en el vaso el anillo de bodas de su madre.

Primero se quedaron mudos de asombro. Pero en seguida comprendieron que aquello que parecía un milagro no tenía sino una explicación. Y dando grandes aleteos de alegría, comenzaron a gritar alborozados:

-¡Nuestra hermanita ha venido a buscarnos! ¡Nuestra hermanita ha venido a buscarnos!

Al oírles, salió la niña de su escondite y comenzó a besar a los cuervos. Y sucedió que a medida que los besaba, los feos pájaros negros se fueron convirtiendo en apuestos jóvenes.

Los hermanos se abrazaron, locos de contento.

-No podéis daros una idea de lo feliz que me siento -dijo la pequeña-. Os he buscado tanto, que me parece imposible haberos encontrado a todos sanos y salvos.

-Y nosotros, hermanita -dijeron ellos- nunca sabremos cómo agradecerte lo que has hecho por encontrarnos.

-Ahora, lo que debemos hacer es volver cuanto antes a casa. ¡Imaginaos la alegría que sentirán al veros papá y mamá!

Al recordar a sus padres, los jóvenes desearon vivamente volver al viejo hogar. Se despidieron del enano, y al cabo de un largo viaje llegaron los siete muchachos y la niña a la antigua casa, donde los padres los recibieron alborozados.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

26. Caperucita Roja

Hermanos Grimm

Había una vez una adorable niña que era querida por todo aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita, y no quedaba nada que no le hubiera dado a la niña. Una vez le regaló una pequeña caperuza o gorrito de un color rojo, que le quedaba tan bien que ella nunca quería usar otra cosa, así que la empezaron a llamar Caperucita Roja. Un día su madre le dijo:

— Ven, Caperucita Roja, aquí tengo una hogaza de pan y una botella de vino, llévaselas en esta canasta a tu abuelita que esta enfermita y débil y esto le ayudará. Vete ahora temprano, antes de que caliente el día y en el camino, camina tranquila y con cuidado, no te apartes de la ruta, no vayas a caerte y se quiebre la botella y no quede nada para tu abuelita. Y cuando entres a su dormitorio no olvides decirle, “Buenos días”, ah, y no andes curioseando por todo el aposento.

— No te preocupes, haré bien todo, — dijo Caperucita Roja y tomó las cosas y se despidió cariñosamente.

La abuelita vivía en el bosque, como a un kilómetro de su casa. Y no más había entrado Caperucita Roja en el bosque, siempre dentro del sendero, cuando se encontró con un lobo. Caperucita Roja no sabía que esa criatura pudiera hacer algún daño, y no tuvo ningún temor hacia él.

— Buenos días, Caperucita Roja — dijo el lobo.

— Buenos días, amable lobo.

— ¿A dónde vas tan temprano, Caperucita Roja?

— A casa de mi abuelita.

— ¿Y qué llevas en esa canasta?

— Pan y vino. Ayer fue día de hornear, así que mi pobre abuelita enferma va a tener algo bueno para fortalecerse.

— ¿Y dónde vive tu abuelita, Caperucita Roja?

— Como a medio kilómetro más adentro en el bosque. Su casa está bajo tres grandes robles, al lado de unos avellanos. Seguramente ya los habrás visto — contestó inocentemente Caperucita Roja.

El lobo se dijo en silencio a sí mismo: “¡Qué criatura tan tierna! qué buen bocadito y será más sabroso que esa viejita. Así que debo actuar con delicadeza para obtener a ambas fácilmente.”

Entonces acompañó a Caperucita Roja un pequeño tramo del camino y luego le dijo:

— Mira Caperucita Roja, que lindas flores se ven por allá, ¿por qué no vas y recoges algunas? Y yo creo también que no te has dado cuenta de lo dulce que cantan los pajaritos. Es que vas tan apurada en el camino como si fueras para la escuela, mientras que todo el bosque está lleno de maravillas.

Caperucita Roja levantó sus ojos y cuando vio los rayos del sol danzando aquí y allá entre los árboles y vio las bellas flores y el canto de los pájaros, pensó: “Supongo que podría llevarle unas de estas flores frescas a mi abuelita y que le encantarán. Además, aún es muy temprano y no habrá problema si me atraso un poquito, siempre llegaré a buena hora.” Y así, ella se salió del camino y se fue a cortar flores. Y cuando cortaba una, veía otra más bonita, y otra y otra, y sin darse cuenta se fue adentrando en el bosque. Mientras tanto el lobo aprovechó el tiempo y corrió directo a la casa de la abuelita y tocó a la puerta.

— ¿Quién es? — preguntó la abuelita.

— Caperucita Roja — contestó el lobo—. Traigo pan y vino. Ábreme, por favor.

— Mueve la cerradura y abre tú — gritó la abuelita—, estoy muy débil y no me puedo levantar.

El lobo movió la cerradura, abrió la puerta y sin decir una palabra más, se fue directo a la cama de la abuelita y de un bocado se la tragó. Y enseguida se puso ropa de ella, se colocó un gorro, se metió en la cama y cerró las cortinas.

Mientras tanto, Caperucita Roja se había quedado recolectando flores y cuando vio que tenía tantas que ya no podía llevar más, se acordó de su abuelita y se puso en camino hacia ella. Cuando llegó, se sorprendió al encontrar la puerta abierta y al entrar a la casa, sintió un extraño presentimiento y se dijo para sí misma: “¡Oh Dios! que incómoda me siento hoy, y otras veces que me ha gustado tanto estar con abuelita.” Entonces gritó:

— ¡Buenos días! — pero no hubo respuesta, así que fue al dormitorio y abrió las cortinas. Allí parecía estar la abuelita con su gorro cubriéndole toda la cara y con una apariencia muy extraña—. ¡Oh, abuelita! — dijo—, qué orejas tan grandes que tienes.

— Es para oírte mejor, mi niña — fue la respuesta.

— Pero abuelita, qué ojos tan grandes que tienes.

— Son para verte mejor, querida.

— Pero abuelita, qué brazos tan grandes que tienes.

— Para abrazarte mejor.

— Y qué boca tan grande que tienes.

— Para comerte mejor.

Y no había terminado de decir lo anterior, cuando de un salto salió de la cama y se tragó también a Caperucita Roja.

Entonces el lobo decidió hacer una siesta y se volvió a tirar en la cama y una vez dormido empezó a roncar fuertemente. Un cazador que por casualidad pasaba en ese momento por allí, escuchó los fuertes ronquidos y pensó, “¡Cómo ronca esa viejita! Voy a ver si necesita alguna ayuda.” Entonces ingresó al dormitorio y cuando se acercó a la cama vio al lobo tirado allí.

— ¡Así que te encuentro aquí, viejo pecador! — dijo él—. ¡Hacía tiempo que te buscaba!

Y ya se disponía a disparar su arma contra él, cuando pensó que el lobo podría haber devorado a la viejita y que aún podría ser salvada, por lo que decidió no disparar. En su lugar tomó unas tijeras y empezó a cortar el vientre del lobo durmiente. En cuanto había hecho dos cortes, vio brillar una gorrita roja, entonces hizo dos cortes más y la pequeña Caperucita Roja salió rapidísimo, gritando:

— ¡Qué asustada que estuve, qué oscuro que está ahí dentro del lobo! — y enseguida salió también la abuelita, vivita, pero que casi no podía respirar. Rápidamente, Caperucita Roja trajo muchas piedras con las que llenaron el vientre del lobo. Y cuando el lobo despertó, quiso correr e irse lejos, pero las piedras estaban tan pesadas que no soportó el esfuerzo y cayó muerto.

Las tres personas se sintieron felices. El cazador le quitó la piel al lobo y se la llevó a su casa. La abuelita comió la hogaza y bebió el vino que le trajo Caperucita Roja y se reanimó. Pero Caperucita Roja solamente pensó: “Mientras viva, nunca me retiraré del sendero para internarme en el bosque, cosa que mi madre me había ya prohibido hacer.”

También se dice que otra vez que Caperucita Roja llevaba pasteles a la abuelita, otro lobo le habló y trató de hacer que se saliera del sendero. Sin embargo, Caperucita Roja ya estaba a la defensiva y siguió directo en su camino. Al llegar, le contó a su abuelita que se había encontrado con otro lobo y que la había saludado con “buenos días”, pero con una mirada tan sospechosa, que si no hubiera sido porque ella estaba en la vía pública, de seguro que se la hubiera tragado.

— Bueno, — dijo la abuelita—  cerraremos bien la puerta, de modo que no pueda ingresar.

Luego, al cabo de un rato, llegó el lobo y tocó a la puerta y gritó:

— ¡Abre abuelita que soy Caperucita Roja y te traigo unos pasteles!

Pero ellas callaron y no abrieron la puerta, así que aquel hocicón se puso a dar vueltas alrededor de la casa y de último saltó sobre el techo y se sentó a esperar que Caperucita Roja regresara a su casa al atardecer para entonces saltar sobre ella y devorarla en la oscuridad. Pero la abuelita conocía muy bien sus malas intenciones. Al frente de la casa había una gran olla, así que le dijo a la niña:

— Mira Caperucita Roja, ayer hice algunas ricas salsas, por lo que traje con agua la cubeta en las que las cociné y la olla que está afuera.

Y llenaron la gran olla a su máximo, agregando deliciosos condimentos. Y empezaron aquellos deliciosos aromas a llegar a la nariz del lobo y empezó a aspirar y a caminar hacia aquel exquisito olor. Y caminó hasta llegar a la orilla del techo y estiró tanto su cabeza que resbaló y cayó de bruces exactamente en el centro de la olla hirviente, ahogándose y cocinándose inmediatamente. Y Caperucita Roja retornó segura a su casa y en adelante siempre se cuidó de no caer en las trampas de los que buscan hacer daño.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

27. Los músicos de Brema

Hermanos Grimm

Tenía un hombre un asno que durante largos años había transportado incansablemente los sacos al molino; pero al cabo vinieron a faltarle las fuerzas, y cada día se iba haciendo más inútil para el trabajo. El amo pensó en deshacerse de él; pero el burro, dándose cuenta de que soplaban malos vientos, escapó y tomó el camino de la ciudad de Brema, pensando que tal vez podría encontrar trabajo como músico municipal. Después de andar un buen trecho, se encontró con un perro cazador que, echado en el camino, jadeaba, al parecer, cansado de una larga carrera. "Pareces muy fatigado, amigo," le dijo el asno. "¡Ay!" exclamó el perro, "como ya soy viejo y estoy más débil cada día que pasa y ya no sirvo para cazar, mi amo quiso matarme, y yo he puesto tierra por medio. Pero, ¿cómo voy a ganarme el pan?" - "¿Sabes qué?" dijo el asno. "Yo voy a Brema, a ver si puedo encontrar trabajo como músico de la ciudad. Vente conmigo y entra también en la banda. Yo tocaré el laúd, y tú puedes tocar los timbales." Parecióle bien al can la proposición, y prosiguieron juntos la ruta. No había transcurrido mucho rato cuando encontraron un gato con cara de tres días sin pan: "Y, pues, ¿qué contratiempo has sufrido, bigotazos?" preguntóle el asno. "No está uno para poner cara de Pascua cuando le va la piel," respondió el gato. "Porque me hago viejo, se me embotan los dientes y me siento más a gusto al lado del fuego que corriendo tras los ratones, mi ama ha tratado de ahogarme. Cierto que he logrado escapar, pero mi situación es apurada: ¿adónde iré ahora?" - "Vente a Brema con nosotros. Eres un perito en música nocturna y podrás entrar también en la banda." El gato estimó bueno el consejo y se agregó a los otros dos. Más tarde llegaron los tres fugitivos a un cortijo donde, encaramado en lo alto del portal, un gallo gritaba con todos sus pulmones. "Tu voz se nos mete en los sesos," dijo el asno. "¿Qué te pasa?" - "He estado profetizando buen tiempo," respondió el gallo, "porque es el día en que la Virgen María ha lavado la camisita del Niño Jesús y quiere ponerla a secar. Pero como resulta que mañana es domingo y vienen invitados, mi ama, que no tiene compasión, ha mandado a la cocinera que me eche al puchero; y así, esta noche va a cortarme el cuello. Por eso grito ahora con toda la fuerza de mis pulmones, mientras me quedan aún algunas horas." - "¡Bah, cresta roja!" dijo el asno. "Mejor harás viniéndote con nosotros. Mira, nos vamos a Brema; algo mejor que la muerte en cualquier parte lo encontrarás. Tienes buena voz, y si todos juntos armamos una banda, ya saldremos del apuro." El gallo le pareció interesante la oferta, y los cuatro emprendieron el camino de Brema.

Pero no pudieron llegar a la ciudad aquel mismo día, y al anochecer resolvieron pasar la noche en un bosque que encontraron. El asno y el perro se tendieron bajo un alto árbol; el gato y el gallo subiéronse a las ramas, aunque el gallo se encaramó de un vuelo hasta la cima, creyéndose allí más seguro. Antes de dormirse, echó una mirada a los cuatro vientos, y en la lejanía divisó una chispa de luz, por lo que gritó a sus compañeros que no muy lejos debía de haber una casa. Dijo entonces el asno: "Mejor será que levantemos el campo y vayamos a verlo, pues aquí estamos muy mal alojados." Pensó el perro que unos huesos y un poquitín de carne no vendrían mal, y, así se pusieron todos en camino en dirección de la luz; ésta iba aumentando en claridad a medida que se acercaban, hasta que llegaron a una guarida de ladrones, profusamente iluminada. El asno, que era el mayor, acercóse a la ventana, para echar un vistazo al interior. "¿Qué ves, rucio?" preguntó el gallo. "¿Qué veo?" replicó el asno. "Pues una mesa puesta con comida y bebida, y unos bandidos que se están dando el gran atracón." - "¡Tan bien como nos vendría a nosotros!" dijo el gallo. "¡Y tú que lo digas!" añadió el asno. "¡Quién pudiera estar allí!" Los animales deliberaron entonces acerca de la manera de expulsar a los bandoleros, y, al fin, dieron con una solución. El asno se colocó con las patas delanteras sobre la ventana; el perro montó sobre la espalda del asno, el gato trepó sobre el perro, y, finalmente, el gallo se subió de un vuelo sobre la cabeza del gato. Colocados ya, a una señal convenida prorrumpieron a la una en su horrísono música: el asno, rebuznando; el perro, ladrando; el gato, maullando, y cantando el gallo. Y acto seguido se precipitaron por la ventana en el interior de la sala, con gran estrépito de cristales. Levantáronse de un salto los bandidos ante aquel estruendo, pensando que tal vez se trataría de algún fantasma, y, presa de espanto, tomaron las de Villadiego en dirección al bosque. Los cuatro socios se sentaron a la mesa y, con las sobras de sus antecesores, se hartaron como si los esperasen cuatro semanas de ayuno.

Cuando los cuatro músicos hubieron terminado el banquete, apagaron la luz y se buscaron cada uno una yacija apropiada a su naturaleza y gusto. El asno se echó sobre el estiércol; el perro, detrás de la puerta; el gato, sobre las cenizas calientes del hogar, y el gallo se posó en una viga; y como todos estaban rendidos de su larga caminata, no tardaron en dormirse. A media noche, observando desde lejos los ladrones que no había luz en la casa y que todo parecía tranquilo, dijo el capitán: "No debíamos habernos asustado tan fácilmente," y envió a uno de los de la cuadrilla a explorar el terreno. El mensajero lo encontró todo quieto y silencioso, y entró en la cocina para encender luz. Tomando los brillantes ojos del gato por brasas encendidas, aplicó a ellos un fósforo, para que prendiese. Pero el gato no estaba para bromas y, saltándole al rostro, se puso a soplarle y arañarle. Asustado el hombre, echó a correr hacia la puerta trasera; pero el perro, que dormía allí, se levantó de un brinco y le hincó los dientes en la pierna; y cuando el bandolero, en su huida, atravesó la era por encima del estercolero, el asno le propinó una recia coz, mientras el gallo, despertado por todo aquel alboroto y, ya muy animado, gritaba desde su viga: "¡Kikirikí!" El ladrón, corriendo como alma que lleva el diablo, llegó hasta donde estaba el capitán, y le dijo: "¡Uf!, en la casa hay una horrible bruja que me ha soplado y arañado la cara con sus largas uñas. Y en la puerta hay un hombre armado de un cuchillo y me lo ha clavado en la pierna. En la era, un monstruo negro me ha aporreado con un enorme mazo, y en la cima del tejado, el juez venga gritar: '¡Traedme el bribón aquí!' Menos mal que pude escapar." Los bandoleros ya no se atrevieron a volver a la casa, y los músicos de Brema se encontraron en ella tan a gusto, que ya no la abandonaron. Y quien no quiera creerlo, que vaya a verlo.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

28. El hueso cantor

Hermanos Grimm

Había una vez gran alarma en un país por causa de un jabalí que asolaba los campos, destruía el ganado y despanzurraba a las personas a colmillazos. El Rey prometió una gran recompensa a quien librase al país de aquel azote; pero la fiera era tan corpulenta y forzuda, que nadie se atrevía a acercarse al bosque donde tenía su morada. Finalmente, el Rey hizo salir a un pregonero diciendo que otorgaría por esposa a su única hija a aquel que capturase o diese muerte a la alimaña.

Vivían a la sazón dos hermanos en aquel reino, hijos de un hombre pobre, que se ofrecieron a intentar la empresa. El mayor, astuto y listo, lo hizo por soberbia; el menor, que era ingenuo y tonto, movido por su buen corazón. Dijo el Rey: "Para estar seguros de encontrar el animal, entraréis en el bosque por los extremos opuestos." El mayor entró por el lado de Poniente, y el menor, por el de Levante. Al poco rato de avanzar éste, acercósele un hombrecillo que llevaba en la mano un pequeño venablo, y le dijo: "Te doy este venablo porque tu corazón es inocente y bondadoso. Con él puedes enfrentarte sin temor con el salvaje jabalí; no te hará daño alguno." El mozo dio las gracias al hombrecillo y, echándose el arma al hombro, siguió su camino sin miedo. Poco después avistó a la fiera, que corría furiosa contra él; pero el joven le presentó la jabalina, y el animal, en su rabia loca, embistió ciegamente y se atravesó el corazón con el arma. El muchacho se cargó la fiera a la espalda y se volvió para presentarla al Rey.

Al salir del bosque por el lado opuesto, detúvose en la entrada de una casa, donde había mucha gente que se divertía bailando y empinando el codo. Allí estaba también su hermano mayor; había pensado que el jabalí no iba a escapársele, y que primero podría tomarse unos traguitos. Al ver a su hermano menor que salía del bosque con el jabalí a cuestas, su envidioso y perverso corazón no le dejó ya un instante en reposo. "Ven, hermano," le dijo, "llamándolo," descansarás un poco y te reanimarás con un vaso de vino. El pequeño, que no pensaba mal, entró y le contó su encuentro con el hombrecillo que le había dado la jabalina para matar el jabalí.

El mayor lo retuvo hasta el anochecer, y entonces partieron los dos juntos. Al llegar, ya oscurecido, a un puente que cruzaba el río, el mayor hizo que el otro pasara delante, y cuando estuvo en la mitad, le asestó a traición un fuerte golpe y lo mató. Enterrólo bajo el puente y, cargando con el jabalí, lo llevó al Rey, afirmando que lo había cazado y muerto, hazaña por la cual obtuvo la mano de la princesa. Al extrañarse la gente de que no regresara el hermano, dijo: "Seguramente que el animal lo habrá despedazado," y todo el mundo lo creyó así.

Pero como a Dios nada le queda oculto, también aquella negra fechoría hubo de salir a la luz. Unos años más tarde, un pastor que conducía su rebaño por el puente vio abajo, entre la arena, un huesecillo blanco como la nieve, y pensó que con él podría fabricarse una boquilla para su cuerno. Así lo hizo, y al probar el instrumento con la nueva pieza, el huesecillo se puso a cantar, con gran asombro del pastor:

"Ay, amable pastorcillo

que tocas con mi huesecillo.

Mi hermano me ha matado

y bajo este puente enterrado.

El jabalí se llevaba

y la princesa me robaba."

"¡Vaya un cuerno prodigioso, que canta solo!" se dijo el pastor. "Voy a llevarlo al Señor Rey." No bien hubo llegado a presencia del Rey, el cuerno volvió a entonar su canción. El Rey, comprendiendo el sentido, mandó excavar la tierra debajo del puente y apareció el esqueleto entero del asesinado. El mal hermano no pudo negar el hecho. Lo cosieron en un saco y lo echaron al río para que muriera ahogado. Los huesos del muerto fueron depositados en el cementerio, en una hermosa sepultura, y allí reposan en santa paz.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

29. Los tres pelos de oro del diablo

Hermanos Grimm

Érase una vez una mujer muy pobre que dio a luz un niño. Como el pequeño vino al mundo envuelto en la tela de la suerte, predijéronle que al cumplir los catorce años se casaría con la hija del Rey. Ocurrió que unos días después el Rey pasó por el pueblo, sin darse a conocer, y al preguntar qué novedades había, le respondieron:

- Uno de estos días ha nacido un niño con una tela de la suerte. A quien esto sucede, la fortuna lo protege. También le han pronosticado que a los catorce años se casará con la hija del Rey.

El Rey, que era hombre de corazón duro, se irritó al oír aquella profecía, y, yendo a encontrar a los padres, les dijo con tono muy amable:

- Vosotros sois muy pobres; dejadme, pues, a vuestro hijo, que yo lo cuidaré.

Al principio, el matrimonio se negaba, pero al ofrecerles el forastero un buen bolso de oro, pensaron: "Ha nacido con buena estrella; será, pues, por su bien" y, al fin, aceptaron y le entregaron el niño.

El Rey lo metió en una cajita y prosiguió con él su camino, hasta que llegó al borde de un profundo río. Arrojó al agua la caja, y pensó: "Así he librado a mi hija de un pretendiente bien inesperado." Pero la caja, en lugar de irse al fondo, se puso a flotar como un barquito, sin que entrara en ella ni una gota de agua. Y así continuó, corriente abajo, hasta cosa de dos millas de la capital del reino, donde quedó detenida en la presa de un molino. Uno de los mozos, que por fortuna se encontraba presente y la vio, sacó la caja con un gancho, creyendo encontrar en ella algún tesoro. Al abrirla ofrecióse a su vista un hermoso chiquillo, alegre y vivaracho. Llevólo el mozo al molinero Y su mujer, que, como no tenían hijos, exclamaron:

- ¡Es Dios que nos lo envía!

Y cuidaron con todo cariño al niño abandonado, el cual creció en edad, salud y buenas cualidades.

He aquí que un día el Rey, sorprendido por una tempestad, entró a guarecerse en el molino y preguntó a los molineros si aquel guapo muchacho era hijo suyo.

- No -respondieron ellos-, es un niño expósito; hace catorce años que lo encontramos en una caja, en la presa del molino.

Comprendió el Rey que no podía ser otro sino aquel niño de la suerte que había arrojado al río, y dijo.

- Buena gente, ¿dejaríais que el chico llevara una carta mía a la Señora Reina? Le daré en pago dos monedas de oro.

- ¡Como mande el Señor Rey! -respondieron los dos viejos, y mandaron al mozo que se preparase. El Rey escribió entonces una carta a la Reina, en los siguientes términos: "En cuanto se presente el muchacho con esta carta, lo mandarás matar y enterrar, y esta orden debe cumplirse antes de mi regreso."

Púsose el muchacho en camino con la carta, pero se extravió, y al anochecer llegó a un gran bosque. Vio una lucecita en la oscuridad y se dirigió allí, resultando ser una casita muy pequeña. Al entrar sólo había una anciana sentada junto al fuego, la cual asustóse al ver al mozo y le dijo:

- ¿De dónde vienes y adónde vas?

- Vengo del molino -respondió él- y voy a llevar una carta a la Señora Reina. Pero como me extravié, me gustaría pasar aquí la noche.

- ¡Pobre chico! -replicó la mujer-. Has venido a dar en una guarida de bandidos, y si vienen te matarán.

- Venga quien venga, no tengo miedo -contestó el muchacho-. Estoy tan cansado que no puedo dar un paso más - y, tendiéndose sobre un banco, se quedó dormido en el acto.

A poco llegaron los bandidos y preguntaron, enfurecidos, quién era el forastero que allí dormía.

- ¡Ay! -dijo la anciana-, es un chiquillo inocente que se extravió en el bosque; lo he acogido por compasión. Parece que lleva una carta para la Reina.

Los bandoleros abrieron el sobre y leyeron el contenido de la carta, es decir, la orden de que se diera muerte al mozo en cuanto llegara. A pesar de su endurecido corazón, los ladrones se apiadaron, y el capitán rompió la carta y la cambió por otra en la que ordenaba que al llegar el muchacho lo casasen con la hija del Rey. Dejáronlo luego descansar tranquilamente en su banco hasta la mañana, y, cuando se despertó, le dieron la carta y le mostraron el camino. La Reina, al recibir y leer la misiva, se apresuró a cumplir lo que en ella se le mandaba: Organizó una boda magnífica, y la princesa fue unida en matrimonio al favorito de la fortuna. Y como el muchacho era guapo y apuesto, su esposa vivía feliz y satisfecha con él. Transcurrido algún tiempo, regresó el Rey a palacio y vio que se había cumplido el vaticinio: el niño de la suerte se había casado con su hija.

- ¿Cómo pudo ser eso? -preguntó-. En mi carta daba yo una orden muy distinta.

Entonces la Reina le presentó el escrito, para que leyera él mismo lo que allí decía. Leyó el Rey la carta y se dio cuenta de que había sido cambiada por otra. Preguntó entonces al joven qué había sucedido con el mensaje que le confiara, y por qué lo había sustituido por otro.

- No sé nada -respondió el muchacho-. Debieron cambiármela durante la noche, mientras dormía en la casa del bosque.

- Esto no puede quedar así -dijo el Rey encolerizado-. Quien quiera conseguir a mi hija debe ir antes al infierno y traerme tres pelos de oro de la cabeza del diablo. Si lo haces, conservarás a mi hija.

Esperaba el Rey librarse de él para siempre con aquel encargo; pero el afortunado muchacho respondió:

- Traeré los tres cabellos de oro. El diablo no me da miedo-. Se despidió de su esposa y emprendió su peregrinación.

Condújolo su camino a una gran ciudad; el centinela de la puerta le preguntó cuál era su oficio y qué cosas sabía.

- Yo lo sé todo -contestó el muchacho.

- En este caso podrás prestarnos un servicio -dijo el guarda-. Explícanos por qué la fuente de la plaza, de la que antes manaba vino, se ha secado y ni siquiera da agua.

- Lo sabréis -afirmó el mozo-, pero os lo diré cuando vuelva.

Siguió adelante y llegó a una segunda ciudad, donde el guarda de la muralla le preguntó, a su vez, cuál era su oficio y qué cosas sabía.

- Yo lo sé todo -repitió el muchacho.

- Entonces puedes hacernos un favor. Dinos por qué un árbol que tenemos en la ciudad, que antes daba manzanas de oro, ahora no tiene ni hojas siquiera.

- Lo sabréis -respondió él-, pero os lo diré cuando vuelva.

Prosiguiendo su ruta, llegó a la orilla de un ancho y profundo río que había de cruzar. Preguntóle el barquero qué oficio tenía y cuáles eran sus conocimientos.

- Lo sé todo -respondió él.

- Siendo así, puedes hacerme un favor -prosiguió el barquero-. Dime por qué tengo que estar bogando eternamente de una a otra orilla, sin que nadie venga a relevarme.

- Lo sabrás -replicó el joven-, pero te lo diré cuando vuelva.

Cuando hubo cruzado el río, encontró la entrada del infierno. Todo estaba lleno de hollín; el diablo había salido, pero su ama se hallaba sentada en un ancho sillón.

- ¿Qué quieres? -preguntó al mozo; y no parecía enfadada.

- Quisiera tres cabellos de oro de la cabeza del diablo -respondióle él-, pues sin ellos no podré conservar a mi esposa.

- Mucho pides -respondió la mujer-. Si viene el diablo y te encuentra aquí, mal lo vas a pasar. Pero me das lástima; veré de ayudarte.

Y, transformándolo en hormiga, le dijo:

- Disimúlate entre los pliegues de mi falda; aquí estarás seguro.

- Bueno -respondió él-, no está mal para empezar; pero es que, además, quisiera saber tres cosas: por qué una fuente que antes manaba vino se ha secado y no da ni siquiera agua; por qué un árbol que daba manzanas de oro no tiene ahora ni hojas, y por qué un barquero ha de estar bogando sin parar de una a otra orilla, sin que nunca lo releven.

- Son preguntas muy difíciles de contestar -dijo la vieja-, pero tú quédate aquí tranquilo y callado y presta atento oído a lo que diga el diablo cuando yo le arranque los tres cabellos de oro.

Al anochecer llegó el diablo a casa, y ya al entrar notó que el aire no era puro:

- ¡Huelo, huelo a carne humana! -dijo-; aquí pasa algo extraño.

Y registró todos los rincones, buscando y rebuscando, pero no encontró nada. El ama le increpó:

- Yo venga barrer y arreglar; pero apenas llegas tú, lo revuelves todo. Siempre tienes la carne humana pegada en las narices. ¡Siéntate y cena, vamos!

Comió y bebió, y, como estaba cansado, puso la cabeza en el regazo del ama, pidiéndole que lo despiojara un poco.

A los pocos minutos dormía profundamente, resoplando y roncando. Entonces, la vieja le agarró un cabello de oro y, arrancándoselo, lo puso a un lado. - ¡Uy! -gritó el diablo-, ¿qué estás haciendo?

- He tenido un mal sueño -respondió la mujer- y te he tirado de los pelos.

- ¿Y qué has soñado? -preguntó el diablo.

- He soñado que una fuente de una plaza de la que manaba vino, se había secado y ni siquiera salía agua de ella. ¿Quién tiene la culpa?

- ¡Oh, si lo supiesen! -contestó el diablo-. Hay un sapo debajo de una piedra de la fuente; si lo matasen volvería a manar vino.

La vieja se puso a despiojar al diablo, hasta que lo vio nuevamente dormido, y roncando de un modo que hacía vibrar los cristales de las ventanas. Arrancóle entonces el segundo cabello.

- ¡Uy!, ¿qué haces? -gritó el diablo, montando en cólera.

- No lo tomes a mal -excusóse la vieja- es que estaba soñando.

- ¿Y qué has soñado ahora?

- He soñado que en un cierto reino crecía un manzano que antes producía manzanas de oro, y, en cambio, ahora ni hojas echa. ¿A qué se deberá esto?

- ¡Ah, si lo supiesen! -respondió el diablo-. En la raíz vive una rata que lo roe; si la matasen, el árbol volvería a dar manzanas de oro; pero si no la matan, el árbol se secará del todo. Mas déjame tranquilo con tus sueños; si vuelves a molestarme te daré un sopapo.

La mujer lo tranquilizó y siguió despiojándolo, hasta que lo vio otra vez dormido y lo oyó roncar. Cogiéndole el tercer cabello, se lo arrancó de un tirón. El diablo se levantó de un salto, vociferando y dispuesto a arrearle a la vieja; pero ésta logró apaciguarlo por tercera vez, diciéndole:

- ¿Y qué puedo hacerle, si tengo pesadillas?

- ¿Qué has soñado, pues? -volvió a preguntar, lleno de curiosidad.

- He visto un barquero que se quejaba de tener que estar siempre bogando de una a otra orilla, sin que nadie vaya a relevarlo. ¿Quién tiene la culpa?

- ¡Bah, el muy bobo! -respondió el diablo-. Si cuando le llegue alguien a pedirle que lo pase le pone el remo en la mano, el otro tendrá que bogar y él quedará libre. Teniendo ya el ama los tres cabellos de oro y habiéndole sonsacado la respuesta a las tres preguntas, dejó descansar en paz al viejo ogro, que no se despertó hasta la madrugada.

Marchado que se hubo el diablo, la vieja sacó la hormiga del pliegue de su falda y devolvió al hijo de la suerte su figura humana.

- Ahí tienes los tres cabellos de oro -díjole-; y supongo que oirías lo que el diablo respondió a tus tres preguntas.

- Sí -replicó el mozo-, lo he oído y no lo olvidaré.

- Ya tienes, pues, lo que querías, y puedes volverte.

Dando las gracias a la vieja por su ayuda, salió el muchacho del infierno, muy contento del éxito de su empresa. Al llegar al lugar donde estaba el barquero, pidióle éste la prometida respuesta.

- Primero pásame -dijo el muchacho-, y te diré de qué manera puedes librarte-. Cuando estuvieron en la orilla opuesta, le transmitió el consejo del diablo: - Al primero que venga a pedirte que lo pases, ponle el remo en la mano.

Siguió su camino y llegó a la ciudad del árbol estéril, donde le salió al encuentro el guarda, a quien había prometido una respuesta. Repitióle las palabras del diablo: - Matad la rata que roe la raíz y volverá a dar manzanas de oro.

Agradecióselo el guarda y le ofreció, en recompensa, dos asnos cargados de oro. Finalmente, se presentó a las puertas de la otra ciudad, aquella en que se había secado la fuente, y dijo al guarda lo que oyera al diablo:

- Hay un sapo bajo una piedra de la fuente. Buscadlo y matadlo y volveréis a tener vino en abundancia.

Dióle las gracias el guarda, y, con ellas, otros dos asnos cargados de oro.

Al cabo, el afortunado mozo estuvo de regreso a palacio, junto a su esposa, que sintió una gran alegría al verlo de nuevo, y a la que contó sus aventuras. Entregó al Rey los tres cabellos de oro del diablo, y al reparar el monarca en los cuatro asnos con sus cargas de oro, díjole, muy contento:

- Ya que has cumplido todas las condiciones, puedes quedarte con mi hija. Pero, querido yerno, dime de dónde has sacado tanto oro. ¡Es un tesoro inmenso! - He cruzado un río -respondióle el mozo- y lo he cogido de la orilla opuesta, donde hay oro en vez de arena.

- ¿Y no podría yo ir a buscar un poco? -preguntó el Rey, que era muy codicioso.

- Todo el que queráis -dijo el joven-. En el río hay un barquero que os pasará, y en la otra margen podréis llenar los sacos.

El avaro rey se puso en camino sin perder tiempo, y al llegar al río hizo seña al barquero de que lo pasara. El barquero le hizo montar en la barca, y, antes de llegar a la orilla opuesta. poniéndole en la mano la pértiga, saltó a tierra. Desde aquel día, el Rey tiene que estar bogando; es el castigo por sus pecados.

- ¿Y está bogando todavía?

- ¡Claro que sí! Nadie ha ido a quitarle la pértiga de la mano.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

30. El piojito y la pulguita

Hermanos Grimm

Un piojito y una pulguita hacían vida en común y cocían su cerveza en una cáscara de huevo. He aquí que el piojito se cayó dentro y murió abrasado. Ante aquella desgracia, la pulguita se puso a llorar a voz en grito. Al oírla, preguntó la puerta de la habitación: "¿Por qué lloras, Pulguita?" – "Porque Piojito se ha quemado."

Entonces se puso la puerta a rechinar. Y dijo Escobita desde el rincón: "¿Por qué rechinas, Puertecita?" – "¿Cómo quieres que no rechine?

Piojito se ha abrasado,

Pulguita llora."

Y la escobita se puso a barrer desesperadamente. Llegó en esto un carrito y dijo: "¿Por qué barres, Escobita?" – "¿Cómo quieres que no barra?

Piojito se ha abrasado,

Pulguita llora,

Puertecita rechina."

Entonces exclamó Carrito: "Pues voy a correr," y echó a correr desesperadamente. Y dijo Estercolillo, por delante del cual pasaba: "¿Por qué corres, Carrito?" – "¿Cómo quieres que no corra?

Piojito se ha abrasado,

Pulguita llora,

Puertecita rechina,

Escobita barre."

Y dijo entonces Estercolillo: "Pues yo voy a arder desesperadamente," y se puso a arder en brillante llamarada. Había junto a Estercolillo un arbolillo, que preguntó: "¿Por qué ardes, Estercolillo?" – "¿Cómo quieres que no arda?

Piojito se ha abrasado,

Pulguita llora,

Puertecita rechina,

Escobita barre,

Carrito corre."

Y dijo Arbolillo: "Pues yo me sacudiré," y empezó a sacudirse tan vigorosamente, que las hojas le cayeron. Violo una muchachita que acertaba a pasar con su jarrito de agua, y dijo: "Arbolillo, ¿por qué te sacudes?" – "¿Cómo quieres que no me sacuda?

Piojito se ha abrasado,

Pulguita llora,

Puertecita rechina,

Escobita barre,

Carrito corre,

Estercolillo arde."

Dijo la muchachita: "Pues yo romperé mi jarrito de agua," y rompió su jarrito. Y dijo entonces la fuentecita de la que manaba el agua: "Muchachita, ¿por qué rompes tu jarrito?" – "¿Cómo quieres que no lo rompa?

Piojito se ha abrasado.

Pulguita llora,

Puertecita rechina,

Escobita barre,

Carrito corre,

Estercolillo arde,

Arbolillo se sacude."

"¡Ay!" exclamó la fuentecita, "entonces voy a ponerme a manar," y empezó a manar desesperadamente. Y todo se ahogó en su agua: la muchachita, el arbolillo, el estercolillo, el carrito, la escobita, la puertecita, la pulguita y el piojito; todos a la vez.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

31. La doncella sin manos

Hermanos Grimm

A un molinero le iban mal las cosas, y cada día era más pobre; al fin, ya no le quedaban sino el molino y un gran manzano que había detrás. Un día se marchó al bosque a buscar leña, y he aquí que le salió al encuentro un hombre ya viejo, a quien jamás había visto, y le dijo:

- ¿Por qué fatigarse partiendo leña? Yo te haré rico sólo con que me prometas lo que está detrás del molino.

"¿Qué otra cosa puede ser sino el manzano?," pensó el molinero, y aceptó la condición del desconocido. Éste le respondió con una risa burlona:

- Dentro de tres años volveré a buscar lo que es mío -y se marchó.

Al llegar el molinero a su casa, salió a recibirlo su mujer.

- Dime, ¿cómo es que tan de pronto nos hemos vuelto ricos? En un abrir y cerrar de ojos se han llenado todas las arcas y cajones, no sé cómo y sin que haya entrado nadie.

Respondió el molinero:

- He encontrado a un desconocido en el bosque, y me ha prometido grandes tesoros. En cambio, yo le he prometido lo que hay detrás del molino. ¡El manzano bien vale todo eso!

- ¿Qué has hecho, marido? -exclamó la mujer horrorizada-. Era el diablo, y no se refería al manzano, sino a nuestra hija, que estaba detrás del molino barriendo la era.

La hija del molinero era una muchacha muy linda y piadosa; durante aquellos tres años siguió viviendo en el temor de Dios y libre de pecado. Transcurrido que hubo el plazo y llegado el día en que el maligno debía llevársela, lavóse con todo cuidado, y trazó con tiza un círculo a su alrededor. Presentóse el diablo de madrugada, pero no pudo acercársele y dijo muy colérico al molinero:

- Quita toda el agua, para que no pueda lavarse, pues de otro modo no tengo poder sobre ella.

El molinero, asustado, hizo lo que se le mandaba. A la mañana siguiente volvió el diablo, pero la muchacha había estado llorando con las manos en los ojos, por lo que estaban limpísimas. Así tampoco pudo acercársele el demonio, que dijo furioso al molinero:

- Córtale las manos, pues de otro modo no puedo llevármela.

- ¡Cómo puedo cortar las manos a mi propia hija! -contestó el hombre horrorizado. Pero el otro le dijo con tono amenazador:

- Si no lo haces, eres mío, y me llevaré a ti.

El padre, espantado, prometió obedecer y dijo a su hija: - Hija mía, si no te corto las dos manos, se me llevará el demonio, así se lo he prometido en mi desesperación. Ayúdame en mi desgracia, y perdóname el mal que te hago.

- Padre mío -respondió ella-, haced conmigo lo que os plazca; soy vuestra hija.

Y, tendiendo las manos, se las dejó cortar. Vino el diablo por tercera vez, pero la doncella había estado llorando tantas horas con los muñones apretados contra los ojos, que los tenía limpísimos. Entonces el diablo tuvo que renunciar; había perdido todos sus derechos sobre ella.

Dijo el molinero a la muchacha:

- Por tu causa he recibido grandes beneficios; mientras viva, todos mis cuidados serán para ti.

Pero ella le respondió:

- No puedo seguir aquí; voy a marcharme. Personas compasivas habrá que me den lo que necesite.

Se hizo atar a la espalda los brazos amputados, y, al salir el sol, se puso en camino. Anduvo todo el día, hasta que cerró la noche. Llegó entonces frente al jardín del Rey, y, a la luz de la luna, vio que sus árboles estaban llenos de hermosísimos frutos; pero no podía alcanzarlos, pues el jardín estaba rodeado de agua. Como no había cesado de caminar en todo el día, sin comer ni un solo bocado, sufría mucho de hambre y pensó: "¡Ojalá pudiera entrar a comer algunos de esos frutos! Si no, me moriré de hambre." Arrodillóse e invocó a Dios, y he aquí que de pronto apareció un ángel. Éste cerró una esclusa, de manera que el foso quedó seco, y ella pudo cruzarlo a pie enjuto. Entró entonces la muchacha en el jardín, y el ángel con ella. Vio un peral cargado de hermosas peras, todas las cuales estaban contadas. Se acercó y comió una, cogiéndola del árbol directamente con la boca, para acallar el hambre, pero no más. El jardinero la estuvo observando; pero como el ángel seguía a su lado, no se atrevió a intervenir, pensando que la muchacha era un espíritu; y así se quedó callado, sin llamar ni dirigirle la palabra. Comido que hubo la pera, la muchacha, sintiendo el hambre satisfecha, fue a ocultarse entre la maleza.

El Rey, a quien pertenecía el jardín, se presentó a la mañana siguiente, y, al contar las peras y notar que faltaba una, preguntó al jardinero qué se había hecho de ella. Y respondió el jardinero:

- Anoche entró un espíritu, que no tenía manos, y se comió una directamente con la boca.

- ¿Y cómo pudo el espíritu atravesar el agua? -dijo el Rey-. ¿Y adónde fue, después de comerse la pera?

- Bajó del cielo una figura, con un vestido blanco como la nieve, que cerró la esclusa y detuvo el agua, para que el espíritu pudiese cruzar el foso. Y como no podía ser sino un ángel, no me atreví a llamar ni a preguntar nada. Después de comerse la pera, el espíritu se retiró.

- Si las cosas han ocurrido como dices -declaró el Rey-, esta noche velaré contigo.

Cuando ya oscurecía, el Rey se dirigió al jardín, acompañado de un sacerdote, para que hablara al espíritu. Sentáronse los tres debajo del árbol, atentos a lo que ocurriera. A medianoche se presentó la doncella, viniendo del boscaje, y, acercándose al peral, comióse otra pera, alcanzándola directamente con la boca; a su lado se hallaba el ángel vestido de blanco. Salió entonces el sacerdote y preguntó:

- ¿Vienes del mundo o vienes de Dios? ¿Eres espíritu o un ser humano?

A lo que respondió la muchacha:

- No soy espíritu, sino una criatura humana, abandonada de todos menos de Dios.

Dijo entonces el Rey:

- Si te ha abandonado el mundo, yo no te dejaré.

Y se la llevó a su palacio, y, como la viera tan hermosa y piadosa, se enamoró de ella, mandó hacerle unas manos de plata y la tomó por esposa.

Al cabo de un año, el Rey tuvo que partir para la guerra, y encomendó a su madre la joven reina, diciéndole:

- Cuando sea la hora de dar a luz, atendedla y cuidadla bien, y enviadme en seguida una carta.

Sucedió que la Reina tuvo un hijo, y la abuela apresuróse a comunicar al Rey la buena noticia. Pero el mensajero se detuvo a descansar en el camino, junto a un arroyo, y, extenuado de su larga marcha, se durmió. Acudió entonces el diablo, siempre dispuesto a dañar a la virtuosa Reina, y trocó la carta por otra, en la que ponía que la Reina había traído al mundo un monstruo. Cuando el Rey leyó la carta, espantóse y se entristeció sobremanera; pero escribió en contestación que cuidasen de la Reina hasta su regreso.

Volvióse el mensajero con la respuesta, y se quedó a descansar en el mismo lugar, durmiéndose también como a la ida. Vino el diablo nuevamente, y otra vez le cambió la carta del bolsillo, sustituyéndola por otra que contenía la orden de matar a la Reina y a su hijo. La abuela horrorizóse al recibir aquella misiva, y, no pudiendo prestar crédito a lo que leía, volvió a escribir al Rey; pero recibió una respuesta idéntica, ya que todas las veces el diablo cambió la carta que llevaba el mensajero. En la última le ordenaba incluso que, en testimonio de que había cumplido el mandato, guardase la lengua y los ojos de la Reina.

Pero la anciana madre, desolada de que hubiese de ser vertida una sangre tan inocente, mandó que por la noche trajesen un ciervo, al que sacó los ojos y cortó la lengua. Luego dijo a la Reina:

- No puedo resignarme a matarte, como ordena el Rey; pero no puedes seguir aquí. Márchate con tu hijo por el mundo, y no vuelvas jamás.

Atóle el niño a la espalda, y la desgraciada mujer se marchó con los ojos anegados en lágrimas.

Llegado que hubo a un bosque muy grande y salvaje, se hincó de rodillas e invocó a Dios. Se le apareció el ángel del Señor y la condujo a una casita, en la que podía leerse en un letrerito: "Aquí todo el mundo vive de balde." Salió de la casa una doncella, blanca como la nieve, que le dijo: "Bienvenida, Señora Reina," y la acompañó al interior.

Desatándole de la espalda a su hijito, se lo puso al pecho para que pudiese darle de mamar, y después lo tendió en una camita bien mullida. Preguntóle entonces la pobre madre:

- ¿Cómo sabes que soy reina?

Y la blanca doncella, le respondió:

- Soy un ángel que Dios ha enviado a la tierra para que cuide de ti y de tu hijo.

La joven vivió en aquella casa por espacio de siete años, bien cuidada y atendida, y su piedad era tanta, que Dios, compadecido, hizo que volviesen a crecerle las manos.

Finalmente, el Rey, terminada la campaña, regresó a palacio, y su primer deseo fue ver a su esposa e hijo. Entonces la anciana reina prorrumpió a llorar, exclamando:

- ¡Hombre malvado! ¿No me enviaste la orden de matar a aquellas dos almas inocentes? -y mostróle las dos cartas falsificadas por el diablo, añadiendo: - Hice lo que me mandaste ­y le enseñó la lengua y los ojos.

El Rey prorrumpió a llorar con gran amargura y desconsuelo, por el triste fin de su infeliz esposa y de su hijo, hasta que la abuela, apiadada, le dijo:

- Consuélate, que aún viven. De escondidas hice matar una cierva, y guardé estas partes como testimonio. En cuanto a tu esposa, le até el niño a la espalda y la envié a vagar por el mundo, haciéndole prometer que jamás volvería aquí, ya que tan enojado estabas con ella.

Dijo entonces el Rey:

- No cesaré de caminar mientras vea cielo sobre mi cabeza, sin comer ni beber, hasta que haya encontrado a mi esposa y a mi hijo, si es que no han muerto de hambre o de frío.

Estuvo el Rey vagando durante todos aquellos siete años, buscando en todos los riscos y grutas, sin encontrarla en ninguna parte, y ya pensaba que habría muerto de hambre. En todo aquel tiempo no comió ni bebió, pero Dios lo sostuvo. Por fin llegó a un gran bosque, y en él descubrió la casita con el letrerito: "Aquí todo el mundo vive de balde." Salió la blanca doncella y, cogiéndolo de la mano, lo llevó al interior y le dijo:

- Bienvenido, Señor Rey -y le preguntó luego de dónde venía.

- Pronto hará siete años -respondió él- que ando errante en busca de mi esposa y de mi hijo; pero no los encuentro en parte alguna.

El ángel le ofreció comida y bebida, pero él las rehusó, pidiendo sólo que lo dejasen descansar un poco. Tendióse a dormir y se cubrió la cara con un pañuelo.

Entonces el ángel entró en el aposento en que se hallaba la Reina con su hijito, al que solía llamar Dolorido, y le dijo:

- Sal ahí fuera con el niño, que ha llegado tu esposo.

Salió ella a la habitación en que el Rey descansaba, y el pañuelo se le cayó de la cara, por lo que dijo la Reina:

- Dolorido, recoge aquel pañuelo de tu padre y vuelve a cubrirle el rostro.

Obedeció el niño y le puso el lienzo sobre la cara; pero el Rey, que lo había oído en sueños, volvió a dejarlo caer adrede. El niño, impacientándose, exclamó:

- Madrecita. ¿cómo puedo tapar el rostro de mi padre, si no tengo padre ninguno en el mundo? En la oración he aprendido a decir: Padre nuestro que estás en los Cielos; y tú me has dicho que mi padre estaba en el cielo, y era Dios Nuestro Señor. ¿Cómo quieres que conozca a este hombre tan salvaje? ¡No es mi padre!

Al oír el Rey estas palabras, se incorporó y le preguntó quién era. Respondióle ella entonces:

- Soy tu esposa, y éste es Dolorido, tu hijo.

Pero al ver el Rey sus manos de carne, replicó: - Mi esposa tenía las manos de plata.

- Dios misericordioso me devolvió las mías naturales -dijo ella; y el ángel salió fuera y volvió en seguida con las manos de plata. Entonces tuvo el Rey la certeza de que se hallaba ante su esposa y su hijo, y, besándolos a los dos, dijo, fuera de sí de alegría.

- ¡Qué terrible peso se me ha caído del corazón!

El ángel del Señor les dio de comer por última vez a todos juntos, y luego los tres emprendieron el camino de palacio, para reunirse con la abuela. Hubo grandes fiestas y regocijos, y el Rey y la Reina celebraron una segunda boda y vivieron felices hasta el fin.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

32. Juan el listo

Hermanos Grimm

Pregunta la madre a Juan:

- ¿Adónde vas, Juan?

Responde Juan:

- A casa de Margarita.

- Que te vaya bien, Juan.

- Bien me irá. Adiós, madre.

- Adiós, Juan.

Juan llega a casa de Margarita.

- Buenos días, Margarita.

- Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?

- Traer, nada; tú me darás.

Margarita regala a Juan una aguja. Juan dice:

- Adiós, Margarita.

- Adiós, Juan.

Juan coge la aguja, la pone en un carro de heno y se vuelve a casa tras el carro.

- Buenas noches, madre.

- Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?

- Con Margarita estuve.

- ¿Qué le llevaste?

- Llevar, nada; ella me dio.

- ¿Y qué te dio Margarita?

- Una aguja me dio.

- ¿Y dónde tienes la aguja, Juan?

- En el carro de heno la metí.

- Hiciste una tontería, Juan; debías clavártela en la manga.

- No importa, madre; otra vez lo haré mejor.

- ¿Adónde vas, Juan?

- A casa de Margarita, madre.

- Que te vaya bien, Juan.

- Bien me irá. Adiós, madre.

- Adiós, Juan.

Juan llega a casa de Margarita.

- Buenos días, Margarita.

- Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?

- Traer, nada; tú me darás.

Margarita regala a Juan un cuchillo.

- Adiós, Margarita.

- Adiós, Juan.

Juan coge el cuchillo, se lo clava en la manga y regresa a su casa.

- Buenas noches, madre.

- Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?

- Con Margarita estuve.

- ¿Qué le llevaste?

- Llevar, nada; ella me dio.

- ¿Y qué te dio Margarita?

- Un cuchillo me dio.

- ¿Dónde tienes el cuchillo, Juan?

- Lo clavé en la manga.

- Hiciste una tontería, Juan. Debiste meterlo en el bolsillo.

- No importa, madre; otra vez lo haré mejor.

- ¿Adónde vas, Juan?

- A casa de Margarita, madre.

- Que te vaya bien, Juan.

- Bien me irá. Adiós, madre.

- Adiós, Juan.

Juan llega a casa de Margarita.

- Buenos días, Margarita.

- Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?

- Traer, nada; tú me darás.

Margarita regala a Juan una cabrita.

- Adiós, Margarita.

- Adiós, Juan.

Juan coge la cabrita, le ata las patas y se la mete en el bolsillo. Al llegar a casa, está ahogada.

- Buenas noches, madre.

- Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?

- Con Margarita estuve.

- ¿Qué le llevaste?

- Llevar, nada; ella me dio.

- ¿Qué te dio Margarita?

- Una cabra me dio.

- ¿Y dónde tienes la cabra, Juan?

- En el bolsillo la metí.

- Hiciste una tontería, Juan. Debiste atar la cabra de una cuerda.

- No importa, madre; otra vez lo haré mejor.

- ¿Adónde vas, Juan?

- A casa de Margarita, madre.

- Que te vaya bien, Juan.

- Bien me irá. Adiós, madre.

- Adiós, Juan.

Juan llega a casa de Margarita.

- Buenos días, Margarita.

- Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?

- Traer, nada; tú me darás.

Margarita, regala a Juan un trozo de tocino.

- Adiós, Margarita.

- Adiós, Juan.

Juan coge el tocino, lo ata de una cuerda y lo arrastra detrás de sí. Vienen los perros y se comen el tocino. Al llegar a casa tira aún de la cuerda, pero nada cuelga de ella.

- Buenas noches, madre.

- Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?

- Con Margarita estuve.

- ¿Qué le llevaste?

- Llevar, nada; ella me dio.

- ¿Qué te dio Margarita?

- Un trozo de tocino me dio,

- ¿Dónde tienes el tocino, Juan?

- Lo até de una cuerda, lo traje a rastras, los perros se lo comieron.

- Hiciste una tontería, Juan. Debiste llevar el tocino sobre la cabeza.

- No importa, madre; otra vez lo haré mejor.

- ¿Adónde vas, Juan?

- A casa de Margarita, madre.

- Que te vaya bien, Juan.

- Bien me irá. Adiós, madre.

- Adiós, Juan.

Juan llega a casa de Margarita.

- Buenos días, Margarita.

- Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?

- Traer, nada; tú me darás.

Margarita regala a Juan una ternera.

- Adiós, Margarita.

- Adiós, Juan.

Juan coge la ternera, se la pone sobre la cabeza, y el animal le pisotea y lastima la cara.

- Buenas noches, madre.

- Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?

- Con Margarita estuve.

- ¿Qué le llevaste?

- Llevar, nada, ella me dio.

- ¿Qué te dio Margarita?

- Una ternera me dio.

- ¿Dónde tienes la ternera, Juan?

- Sobre la cabeza la puse; me lastimó la cara.

- Hiciste una tontería, Juan. Debías traerla atada y ponerla en el pesebre.

- No importa, madre; otra vez lo haré mejor.

- ¿Adónde vas, Juan?

- A casa de Margarita, madre.

- Que te vaya bien, Juan.

- Bien me irá. Adiós, madre.

- Adiós, Juan.

Juan llega a casa de Margarita.

- Buenos días, Margarita.

- Buenos días, Juan. ¿Qué traes de bueno?

- Traer nada; tú me darás.

Margarita dice a Juan:

- Me voy contigo.

Juan coge a Margarita, la ata a una cuerda, la conduce hasta el pesebre y la amarra en él. Luego va a su madre.

- Buenas noches, madre.

- Buenas noches, Juan. ¿Dónde estuviste?

- Con Margarita estuve.

- ¿Qué le llevaste?

- Llevar, nada.

- ¿Qué te ha dado Margarita?

- Nada me dio; se vino conmigo.

- ¿Y dónde has dejado a Margarita?

- La he llevado atada de una cuerda; la amarré al pesebre y le eché hierba

- Hiciste una tontería, Juan; debías ponerle ojos tiernos.

- No importa, madre; otra vez lo haré mejor.

Juan va al establo, saca los ojos a todas las terneras y ovejas y los pone en la cara de Margarita. Margarita se enfada, se suelta y escapa, y Juan se queda sin novia.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

33. Las tres lenguas

Hermanos Grimm

En Suiza vivía una vez un viejo conde que tenía sólo un hijo, que era tonto de remate e incapaz de aprender nada. Díjole el padre:

- Mira, hijo: por mucho que me esfuerzo, no logro meterte nada en la cabeza. Tendrás que marcharte de casa; te confiaré a un famoso maestro; a ver si él es más afortunado.

El muchacho fue enviado a una ciudad extranjera, y permaneció un año junto al maestro.

Transcurrido dicho tiempo, regresó a casa, y su padre le preguntó:

- ¿Qué has aprendido, hijo mío?

- Padre, he aprendido el ladrar de los perros.

- ¡Dios se apiade de nosotros! -exclamó el padre-; ¿es eso todo lo que aprendiste? Te enviaré a otra ciudad y a otro maestro.

El muchacho fue despachado allí, y estuvo otro año con otro maestro. Al volver le preguntó de nuevo el padre:

- Hijo mío, ¿qué aprendiste?

Respondió el chico:

- Padre, he aprendido lo que dicen los pájaros.

Enfadóse el conde y le dijo:

- ¡Desgraciado! Has disipado un tiempo precioso sin aprender nada. ¿No te avergüenzas de comparecer a mi presencia? Te enviaré a un tercer maestro; pero si tampoco esta vez aprendes nada, renegaré de ti.

El hijo residió otro año entero al cuidado del tercer maestro. y cuando, al regresar a su casa, le preguntó su padre:

- Hijo mío, ¿qué has aprendido? - contestó el muchacho:

- Padre, este año he aprendido el croar de las ranas.

Fuera de sí por la cólera, el padre llamó a toda la servidumbre y les dijo:

- Este hombre ha dejado de ser mi hijo; lo echo de mi casa. ¡Llevadle al bosque y dadle muerte!

Los criados se lo llevaron; pero cuando iban a cumplir la orden de matarle, sintieron compasión y lo soltaron. Cazaron un ciervo, le arrancaron la lengua y los ojos, y los presentaron al padre como prueba de obediencia.

El mozo anduvo algún tiempo errante, hasta que llegó a un castillo, en el que pidió asilo por una noche.

- Bien -díjole el castellano-, si te avienes a pasar la noche en la vieja torre de allá abajo; pero te prevengo que hay peligro de vida, pues está llena de perros salvajes que ladran y aúllan continuamente, y a los que de cuando en cuando hay que arrojar un hombre para que lo devoren.

Por aquel motivo, toda la comarca vivía sumida en desolación y tristeza, sin que nadie pudiese remediarlo. Pero el muchacho no conocía el miedo y dijo:

- Iré adonde están los perros; dadme sólo algo para echarles. No me harán nada.

Como no quiso aceptar nada para sí, diéronle un poco de comida para las furiosas bestias y lo acompañaron hasta la torre. Al entrar en ella, los perros, en vez de ladrarle, lo recibieron agitando amistosamente la cola y agrupándose a su alrededor; comieron lo que les echó y no le tocaron ni un pelo. A la mañana siguiente, ante el asombro general, presentóse el joven sano e indemne al señor del castillo, y le dijo:

- Los perros me han revelado en su lenguaje el por qué residen allí y causan tantos daños al país. Están encantados, y han de guardar un gran tesoro oculto debajo de la torre. No tendrán paz hasta que este tesoro haya sido retirado; y también me han indicado el modo de hacerlo.

Alegráronse todos al oír aquellas palabras, y el castellano le ofreció adoptarlo por hijo si llevaba a feliz término la hazaña. Volvió a bajar el mozo, y, una vez enterado de cómo había de proceder, no le fue difícil sacar del sótano un arca llena de oro. Desde aquel instante cesaron los ladridos de los perros, los cuales desaparecieron, quedando así el país libre del azote.

Al cabo de algún tiempo le dio al joven por ir a Roma en peregrinación. En el camino acertó a pasar junto a una charca pantanoso, donde las ranas croa que te croa. Prestó oídos, y, al comprender lo que decían, entróle una gran tristeza y se quedó caviloso y preocupado. Al llegar a Roma, el Papa acababa de fallecer, y entre los cardenales, había grandes dudas sobre quién habría de ser su sucesor. Al fin convinieron en elegir Papa a aquel en quien se manifestase alguna prodigiosa señal divina. Acababan de adoptar este acuerdo cuando entró el mozo en la iglesia, y, de repente, dos palomas blancas como la nieve emprendieron el vuelo y fueron a posarse sobre sus hombros. Los cardenales vieron en aquello un signo de Dios, y preguntaron al muchacho si quería ser Papa. Él permanecía indeciso, no sabiendo si era digno de ello; pero las palomas lo persuadieron, y, por fin, respondió afirmativamente. Ungiéronlo y consagráronlo, cumpliéndose de este modo lo que oyera a las ranas en el camino y que tanto le había preocupado: que sería Papa. Hubo de celebrar entonces la misa, de la que no sabía ni media palabra; pero las dos palomas, que no se apartaban de sus hombros, se la dijeron toda al oído.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

34. Elsa la Lista

Hermanos Grimm

Érase un hombre que tenía una hija a la que llamaban Elsa la lista. Cuando fue mayor, dijo el padre: "Será cosa de casarla." - " Sí," asintió la madre, "¡con tal que alguien la quiera!" Al fin llegó de muy lejos un joven, llamado Juan, que solicitó su mano, poniendo por condición que la chica fuese juiciosa. "¡Oh," dijo el padre, "nuestra Elsa no es ninguna tonta!" Y la madre dijo "¡Ay, es tan lista que ve el viento correr y oye toser las moscas." - "Así, bueno," dijo Juan, "porque si no es muy juiciosa, no la quiero." Estando todos de sobremesa, dijo la madre: "Elsa, baja al sótano y trae cerveza." La lista Elsa tomó el jarro de la pared y se fue al sótano, haciendo sonar vivamente la tapa por el camino para distraerse. Llegado abajo, buscó un taburete, lo puso frente al barril y se sentó para no tener que agacharse, así que no hiciese daño a la espalda y le cogiese algún mal extraño. Luego colocó el jarro en su sitio y abrió el grifo y, para no tener los ojos ociosos mientras salía la cerveza, los dirigió a lo alto de la pared y, tras pasearlos de un extremo a otro repetidas veces, descubrió, exactamente encima de su cabeza, una piqueta que los albañiles habían dejado allí por descuido. Elsa la lista se echó a llorar, diciendo para sí: "Si me caso con Juan y tenemos un hijo y, cuando ya sea mayor, lo enviamos al sótano a buscar cerveza, puede caérsele la piqueta sobre la cabeza y matarlo." Y allí se quedó sentada llora que te grita a voz en cuello por el posible accidente. Mientras tanto, los de arriba esperaban la bebida, pero Elsa la lista no aparecía. Por fin la madre dijo a la criada: "Vete al sótano a ver qué le pasa a nuestra Elsa." La criada fue, y encontró a Elsa sentada delante del barril, chillando fuertemente. "Elsa, ¿por qué lloras de ese modo?" preguntó la criada. "¡Ay!" dijo Elsa. "¡Cómo no voy a llorar! Si me caso con Juan y tenemos un hijito y llega a crecer y viene aquí abajo a buscar cerveza, a lo mejor, esa piqueta le cae en la cabeza y lo mata." Y la criada dijo: "¡Vaya! Elsa lista que tenemos!" y, sentándose a su lado, también se puso a llorar por el accidente. Transcurrió un rato, y como la criada no volviera y los de arriba tuvieran sed, dijo el padre al criado: "Vete abajo al sótano, a ver dónde Elsa y la criada se habrán quedado." Bajó el criado y encontró llorando a Elsa y a la criada. Les preguntó: "¿Por qué lloráis?" - "¡Ay!" dijo Elsa, "¡cómo no he de llorar! Si me caso con Juan, y tenemos un hijo, y llega a mayor, y lo enviamos a buscar cerveza a la bodega, quizá le caiga la piqueta sobre la cabeza y lo mate." Y dijo el criado: "¡Vaya Elsa lista que tenemos!" y, sentándose junto a ella, se puso a su vez a llorar a moco tendido. Arriba aguardaban la vuelta del criado; pero viendo que tampoco él venía, dijo el marido a su esposa: "Baja tú al sótano a ver qué está haciendo Elsa." Bajó la mujer y encontró a los tres llorando que no podían más y les preguntó la causa, y, al explicarle Elsa que su futuro hijo, si llegaba a tenerlo, a lo mejor moriría del golpe que le daría la piqueta, si acertaba a caerle encima cuando, siendo ya mayor, lo enviasen por cerveza. La madre dijo a su vez: "¡Ay, qué Elsa más lista tenemos!" y, sentándose también, se puso a hacer coro con los demás. Arriba, el hombre esperó un rato, pero como su esposa no regresaba y su sed no cesó, se dijo: "Tendré que bajar yo mismo al sótano, a ver qué está haciendo Elsa." Al entrar en el sótano y verlos a todos sentados llorando, y al oír el motivo de aquel desconsuelo, del que tenía la culpa el hijo de Elsa, el cual, suponiendo que ella lo trajese al mundo, podría morir víctima de la piqueta si un día caía la herramienta en el momento preciso de encontrarse él debajo llenando un jarro de cerveza, exclamó: "Vaya Elsa lista que tenemos!" y se sentó a llorar con los demás. El novio siguió largo rato solo arriba, hasta que, viendo que no volvía nadie, pensó: "Me estarán esperando abajo, tendré que ir a ver qué es lo que pasa." Al bajar las escaleras, vio a los cinco allí sentados, gritando y lamentándose a más y mejor. "¿Pero qué desgracia ha ocurrido aquí?" preguntó. "¡Ay, querido Juan," dijo Elsa. "¡Imagínate que nos casemos y tengamos un hijito y que el niño crezca, y que, quizá, lo mandemos a buscar cerveza aquí abajo y le caiga esa piqueta en la cabeza y lo mate! ¿no es para llorar?" - "¡Vaya!" dijo Juan, "más lesteza no hace falta en mi casa. Elsa, me casaré contigo, porque eres tan lista." Y, cogiéndola de la mano, la llevó arriba y poco después se celebró la boda.

Cuando ya llevaban una temporada casados, dijo el marido: "Mujer, me marcho a trabajar, hay que ganar dinero para nosotros. Ve tú al campo a segar el trigo para hacer pan." - "Sí, mi querido Juan, así lo haré." Cuando Juan se hubo marchado, Elsa se cocinó unas buenas gachas y se las llevó al campo. Al llegar a él, dijo para sí: "¿Qué hago? ¿segar o comer? ¡Bah! primero comeré." Arrebañó el plato de gachas y, cuando ya estuvo harta, volvió a preguntarse: "¿Qué hago? ¿segar o echar una siesta? ¡Bah!, primero dormiré." Y se tumbó en medio del trigo y quedó dormida. Juan hacía ya buen rato que estaba de vuelta, y viendo que Elsa no regresaba, se dijo: "¡Vaya mujer lista que tengo; y tan laboriosa, que ni siquiera piensa en volver a casa a comer!" Pero como se hacía de noche y ella siguiera sin presentarse, Juan se encaminó al campo para ver lo que había segado. Y he aquí que no había segado nada, sino que estaba allí tumbada y durmiendo en medio del trigo. Entonces, Juan fue de nuevo a su casa y volvió enseguida, con una red para cazar pájaros, de la que pendían pequeños cascabeles, y se la colgó en torno al cuerpo. Regresó a su casa, cerró la puerta y, sentándose en su silla, se puso a trabajar. Por fin, ya oscurecido, se despertó la lista Elsa y, al incorporarse, notó un cascabeleo a su alrededor, pues las campanillas sonaban a cada paso que daba. Se espantó y se desconcertó, dudando de si era o no la lista Elsa, y acabó por preguntarse: "¿Soy yo o no soy yo?" Pero no sabía qué responder, y así permaneció un buen rato en aquella duda, hasta que, por fin, pensó: "Iré a casa a preguntar si soy yo o no, ellos lo sabrán de seguro." Y echó a correr hasta la puerta de su casa; pero la encontró cerrada. Llamó entonces a la ventana, gritando: 'Juan, ¿está Elsa en casa?" - "Sí," respondió Juan, "sí está." Ella, asustada, exclamó: "¡Dios mío, entonces no soy yo!" y se fue a llamar a otra puerta; pero al oír la gente aquel ruido de campanillas, todas se negaban a abrir, por lo que no encontró acogimiento en ninguna parte. Huyó del pueblo y nadie ha vuelto a saber de ella.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

35. El sastre en el cielo

Hermanos Grimm

Un día, en que el tiempo era muy hermoso, Dios Nuestro Señor quiso dar un paseo por los jardines celestiales y se hizo acompañar de todos los apóstoles y los santos, por lo que en el Cielo sólo quedó San Pedro. El Señor le había encomendado que no permitiese entrar a nadie durante su ausencia, y, así, Pedro no se movió de la puerta, vigilando. Al cabo de poco llamaron, y Pedro preguntó quién era y qué quería.

- Soy un pobre y honrado sastre -respondió una vocecita suave- que os ruega lo dejéis entrar.

- ¡Sí -refunfuñó Pedro-, honrado como el ladrón que cuelga de la horca! ¡No habrás hecho tú correr los dedos, hurtando el paño a tus clientes! No entrarás en el Cielo; Nuestro Señor me ha prohibido que deje pasar a nadie mientras él esté fuera.

- ¡Un poco de compasión! -suplicó el sastre-. ¡Por un retalito que cae de la mesa! Eso no es robar. Ni merece la pena hablar de esto. Mirad, soy cojo, y con esta caminata me han salido ampollas en los pies. No tengo ánimos para volverme atrás. Dejadme sólo entrar; cuidaré de todas las faenas pesadas: llevar los niños, lavar pañales, limpiar y secar los bancos en que juegan, remendaré sus ropitas...

San Pedro se compadeció del sastre cojo y entreabrió la puerta del Paraíso, lo justito para que su escuálido cuerpo pudiese deslizarse por el resquicio. Luego mandó al hombre que se sentase en un rincón, detrás de la puerta, y se estuviese allí bien quieto y callado, para que el Señor, al volver, no lo viera y se enojara. El sastre obedeció. Al cabo de poco, San Pedro salió un momento; el sastre se levantó y, aprovechando la oportunidad, se dedicó a curiosear por todos los rincones del Cielo.

Llegó, finalmente, a un lugar donde había unas sillas preciosísimas, y, en el centro, un trono, todo de oro, adornado de reluciente pedrería, mucho más alto que las sillas, que tenía delante un escabel, también de oro. Era el sillón donde se sienta Nuestro Señor cuando está en casa, y desde el cual puede ver cuanto ocurre en la Tierra.

El sastre contempló atónito aquel sillón durante un buen rato, pues le gustaba mucho más que todo lo que había visto. Al fin, impertinente como era, no pudo dominarse más: se subió al trono y se sentó. Entonces vio todo lo que estaba ocurriendo en la Tierra, y, así, pudo observar cómo una vieja muy fea que lavaba en un arroyo, apartaba disimuladamente dos pañuelos. El sastre, al verlo, se enfureció de tal modo que empuñó el escabel de oro y lo arrojó, cielo a través, contra la vieja ladrona. Pero luego se dio cuenta de que no podría recuperar el escabel, y se bajó con disimulo del trono y volvió a su sitio detrás de la puerta, con el aire de quien nunca ha roto un plato.

Al regresar Nuestro Señor con su séquito celestial, no reparó en el sastre sentado en la portería; pero al querer ocupar su asiento habitual, echó a faltar el escabel. Preguntó a San Pedro adónde lo había metido, mas el santo no le supo responder. Volvióle a preguntar entonces si había permitido entrar a alguien.

- No sé de nadie que haya estado aquí -contestó San Pedro-, excepto un sastre cojo que está sentado detrás de la puerta.

Nuestro Señor mandó comparecer al sastre, y le preguntó si se había llevado el escabel y qué había hecho con él.

- ¡Oh, Señor! -respondió el sastre, alborozado-. Me he enfadado mucho, porque en la Tierra he visto a una vieja lavandera que robaba dos pañuelos, y le arrojé el escabel a la cabeza.

- ¡Gran pícaro! -increpólo Nuestro Señor-. Si yo juzgase como tú haces, ¿qué sería de ti hace mucho tiempo? No tendría ni sillas, ni bancos, ni trono, ni siquiera atizador del horno, porque todo lo habría arrojado contra los pecadores. Desde este momento no seguirás en el Cielo, sino que te quedarás afuera, en la puerta. ¡Así que, mira adónde vas! Aquí nadie debe castigar sino yo, el Señor.

San Pedro hubo de echar del Cielo al sastre, el cual, como tenía rotos los zapatos y los pies llenos de ampollas, empujando un bastón se dirigió al limbo, donde residen los soldados piadosos y lo pasan lo mejor posible.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

36. La mesa, el asno y el bastón maravillosos

Hermanos Grimm

Érase una vez un sastre que tenía tres hijos y una sola cabra. Como la cabra alimentaba con su leche a toda la familia, necesitaba buen pienso, y todos los días había que llevarla a pacer. De esto se encargaban los hijos, por turno. Un día, el mayor la condujo al cementerio, donde la hierba crecía muy lozana, y la dejó hartarse y saltar a sus anchas. Al anochecer, cuando fue la hora de volverse, le preguntó: "Cabra, ¿estás satisfecha?" a lo que respondió el animal:

"Tan harta me encuentro,

que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"

"Entonces vámonos a casita," dijo el muchacho, y, cogiéndola por la soga, la llevó al establo, donde la dejó bien amarrada. "¿Qué," preguntó el viejo sastre, "ha comido bien la cabra?" - "¡Ya lo creo!" respondió el chico. "Tan harta está, qué no le cabe ni una hoja más." Pero el padre, queriendo cerciorarse, bajó al establo y acariciando al animalito, le preguntó: "Cabrita, ¿estás ahíta?" A lo que replicó la cabra:

"¿Cómo voy a estar ahíta?

Sólo estuve en la zanjita

sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"

"¡Qué me dices!" exclamó el sastre, y, volviendo arriba precipitadamente, puso a su hijo de vuelta y media: "¡Embustero! Me dijiste que la cabra estaba harta, cuando le has hecho pasar hambre." Y, encolerizado, midióle la espalda con la vara, y a palos lo echó de casa.

Al día siguiente le tocó al hijo segundo, el cual buscó un buen lugarcito, en un rincón del huerto, lleno de jugosa hierba, donde la cabra se hinchó de comer, dejándolo todo pelado.

Al anochecer, a la hora de regresar le preguntó: "Cabrita, ¿estás harta?" A lo que replicó la cabra:

"Tan harta me encuentro,

que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"

"¡Vámonos, pues!" dijo el muchacho, y, llegados a casa, la ató al establo. "¿Qué," dijo el viejo sastre, "ha comido bien la cabra?" - "¡Ya lo creo!"-respondió el chico. Tan harta está, que no le cabe una hoja más." Pero el sastre, no fiándose de las palabras del mozo, bajó al establo y preguntó: "Cabrita, ¿estás ahíta?" Y contestó la cabra:

"¿Cómo voy a estar ahíta?

Sólo estuve en la zanjita

sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"

"¡Truhán! ¡Desalmado!" exclamó el sastre. "¡Mira que hacer pasar hambre a un animal tan manso!" Y, subiendo las escaleras de dos en dos, echó a palos al segundo hijo.

Tocóle luego el turno al tercero, el cual, queriendo hacer bien las cosas, buscó un sitio de maleza espesa y frondosa y dejó a la cabra pacer a sus anchas. Al atardecer, a la hora de volverse, preguntó: "Cabrita, ¿estás ahíta?" A lo que respondió la cabra:

"Tan harta me encuentro,

que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"

"¡Pues andando, a casa!" Dijo el mocito, y, conduciéndola al establo, la ató sólidamente. "¿Qué," dijo el viejo sastre, "ha comido bien la cabra?" - "¡Ya lo creo!" respondió el muchacho. "Tan harta está que no le cabe una hoja." Pero el hombre, desconfiado, bajó a preguntar: "Cabrita, ¿estás ahíta?" Y el bellaco animal respondió:

"¿Cómo voy a estar ahíta?

Sólo estuve en la zanjita

sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"

"¡Pandilla de embusteros!" gritó el sastre. "¡Tan mala pieza y tan desagradecido es el uno como los otros! ¡Lo que es de mí, no volveréis a burlaros!" Y, fuera de sí por la ira, subió y le dio al pequeño una paliza tal, que el pobre chico escapó de casa como alma que lleva el diablo.

Y el viejo sastre se quedó solo con su cabra. A la mañana siguiente bajó al establo y, acariciándola, le dijo: "Vamos, animalito mío, yo te llevaré a pacer." Y, cogiéndola de la cuerda, condújola a unos setos verdes donde abundaba el llantén y otras hierbas muy del gusto de las cabras-. Aquí podrás llenarte la tripa hasta reventar -le dijo, y la dejó pacer hasta la puesta del sol. Entonces le preguntó: "Cabrita, ¿estás ahíta?" Y ella respondió:

"Tan harta me encuentro,

que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"

"Pues vámonos a casa," dijo el sastre, y, llevándola al establo, la dejó bien sujeta. Pero, al marcharse, volvióse aún para preguntarle: "¿Has quedado ahíta esta vez?" La cabra, empero, repitió, incorregible:

"¿Cómo voy a estar ahíta?

Sólo estuve en la zanjita

sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"

Al oír esto, el sastre quedóse turulato, dándose entonces cuenta de que había echado de casa a sus tres hijos sin motivo. "¡Aguarda un poco," vociferó, "ingrata criatura! Echarte es poco. ¡Voy a señalarte de modo que jamás puedas volver a presentarte en casa de un sastre honrado!" Y, subiendo al piso alto, cogió su navaja de afeitar y, después de enjabonar la cabeza a la cabra, se la afeitó hasta dejársela lisa como la palma de la mano. Y pensando que la vara de medir sería un instrumento demasiado honroso, acudió al látigo y le propinó tal vapuleo que, no bien pudo soltarse, la bestia echó a correr como alma que lleva el diablo.

El sastre, ya completamente solo en su casa, sintió una gran tristeza. Echaba de menos a sus hijos; pero nadie sabía su paradero. El mayor había entrado de aprendiz en casa de un ebanista, y trabajó con tanta aplicación y diligencia que, al terminar el aprendizaje y sonar la hora de irse por el mundo, su maestro le regaló una mesita, de aspecto ordinario y de madera común, pero que poseía una propiedad muy singular y ventajosa. Cuando la ponían en el suelo y le decían: "¡Mesita, cúbrete!," inmediatamente quedaba cubierta con un mantel blanco y limpio, y, sobre él, un plato, cuchillo y tenedor; además, con tantas fuentes como en ella cabían, llenas de manjares cocidos y asados, y con un gran vaso, de vino tinto, que alegraba el corazón. El joven oficial pensó: "Con esto me basta para comer bien durante toda mi vida." Y emprendió su camino, muy animado y contento, sin inquietarse jamás por si las posadas estaban o no bien provistas. Si así se le antojaba, quedábase en un descampado, en un bosque o en un prado, donde mejor le parecía, descolgábase la mesita de la espalda y, colocándola delante de sí, decía: "¡Mesita, cúbrete!," y en un momento tenía a su alcance cuanto pudiera apetecer. Al fin, pensó en volver a casa de su padre; seguramente se le habría aplacado la cólera, y lo acogería de buen grado al presentarle él la prodigiosa mesita. Y he aquí que una noche, de camino hacia su pueblo, entró en una posada que estaba llena de huéspedes. Lo recibieron muy bien y lo invitaron a cenar con ellos, diciéndole que de otro modo sería difícil que el posadero le sirviese de comer. - No -respondió el ebanista-, no quiero privaros de vuestra escasa cena; antes, al contrario, soy yo quien os invita. Los demás se echaron a reír, pensando que quería gastarles una broma; pero él instaló su mesita de madera en el centro de la sala, y dijo: "¡Mesita, cúbrete!," e inmediatamente quedó llena de manjares, tan apetitosos, que jamás el fondista hubiera sido capaz de prepararlos, y despidiendo un olorcillo capaz de deleitar el olfato más reacio. - ¡A servirse, amigos! -exclamó el ebanista, y los invitados, al ver que la cosa iba en serio, sin hacérselo repetir, acercáronse y, armados de sus respectivos cuchillos, arremetieron a las viandas. Lo que más les admiraba era que, en cuanto se vaciaba una fuente, inmediatamente era sustituida por otra igual y repleta. El posadero lo contemplaba todo desde un rincón, sin saber qué decir, aunque para sus adentros pensaba: "¡Un cocinero así te haría buen servicio en la posada!" El carpintero y sus invitados prolongaron su jolgorio hasta muy avanzada la noche, hasta que, al fin se fueron a dormir, y el joven artesano se retiró también, dejando la mesa prodigiosa contra la pared. Pero el posadero seguía en sus cavilaciones, que no le dejaban un momento de reposo, hasta que recordó que tenía en el desván una mesita vieja muy parecida a la mágica, y así, bonitamente, fue callandito a buscarla y la trocó por la otra. A la mañana siguiente, el carpintero pagó el importe del hospedaje y, cargándose a cuestas la mesita sin reparar en que no era la auténtica, reemprendió su camino. A mediodía llegó a casa de su padre, quien lo recibió con los brazos abiertos. - Y bien, hijo, ¿qué has aprendido? -preguntóle. - Padre, me hice ebanista. - Buen oficio -respondió el viejo-. ¿Y qué has traído de tus andanzas por el mundo? - Padre, lo mejor que traigo es esta mesita. El sastre la miró por todos lados, y luego dijo: - Pues no parece ninguna cosa del otro jueves; es una vulgar mesita, vieja y mala. - Pero es una mesita encantada -replicó el hijo-. Cuando la coloco en el suelo y le mando que se cubra, inmediatamente se llena de unos manjares tan sabrosos, con el correspondiente vino, que el corazón salta de gozo. Invitad a todos los parientes y amigos, que vengan a sacar el vientre de penas; veréis cuán satisfechos los dejará la mesa. Reunida que estuvo la concurrencia, el mozo instaló la mesa en la habitación y dijo: " ¡Mesita, cúbrete!." Pero la mesa no hizo caso y quedó tan vacía como una vulgar mesa de las que no atienden a razones. Entonces se dio cuenta el pobre muchacho de que le habían cambiado la mesa, y sintióse avergonzado de tener que pasar por embustero. Los parientes se rieron en su cara, regresando tan hambrientos y sedientos como habían venido. El padre acudió de nuevo a sus retazos y a sus agujas, y el hijo colocóse como oficial en casa de un maestro ebanista.

El segundo hijo había ido a parar a un molino, donde aprendió la profesión de molinero. Terminado su aprendizaje, díjole su amo: - Como te has portado bien, te regalo un asno muy especial, que ni tira de carros ni soporta cargas. - ¿Para qué sirve entonces? -preguntó el joven oficial. - Escupe oro -respondióle el maestro-. No tienes más que extender un lienzo en el suelo y decir: "¡Briclebrit!," y el animal empezará a echar piezas de oro por delante y por detrás. - ¡He aquí un animal maravilloso! -exclamó el joven, y, dando las gracias al molinero, se marchó a correr mundo. Cuando necesitaba dinero no tenía más que decir a su asno. "¡Briclebrit!," y enseguida llovían las monedas de oro, sin que él tuviese otra molestia que la de recogerlas del suelo. Dondequiera que fuese no se daba por satisfecho sino con lo mejor. ¡Qué importaba el precio, si tenía siempre el bolso lleno! Cuando ya estuvo cansado de ver mundo, pensó: "Debo volver a casa de mi padre; cuando me presente con el asno de oro, se le pasará el enfado y me recibirá bien." Sucedió que fue a parar a la misma hospedería donde su hermano había perdido la mesita encantada. Conducía él mismo el asno del cabestro; el posadero quiso cogerlo para ir a atarlo; pero no lo consintió el joven: - No os molestéis, yo mismo llevaré mi rucio al establo y lo ataré, pues quiero saber dónde lo tengo. Al posadero parecióle aquello algo raro, y pensó que un individuo que se cuidaba personalmente de su asno no sería un cliente muy rumboso; pero cuando vio que el forastero metía mano en el bolsillo y, sacando dos monedas de oro, le encargaba que le preparase lo mejor que hubiera, el hombre abrió unos ojos como naranjas y se apresuró a complacerlo. Después de comer, al preguntar el joven cuánto debía, creyó el hostelero que podía cargar la mano y pidióle dos monedas más de oro. El viajero rebuscó en el bolsillo, pero estaba vacío. - Aguardad un momento, señor fondista -dijo-, voy a buscar oro. Y salió, llevándose el mantel. El otro, intrigado y curioso, escurrióse tras él, y como el forastero se encerrara en el establo y echara el cerrojo, miró por un agujero. El forastero extendió el paño debajo del asno y exclamó: "¡Briclebrit!," e inmediatamente el animal se puso a soltar monedas de oro por delante y por detrás, que no parecía sino que lloviesen. - ¡Caramba! -dijo el posadero-, ¡pronto se acuñan así los ducados! ¡No está mal un bolso como éste! El huésped pagó la cuenta y se retiró a dormir, mientras el posadero bajaba al establo sigilosamente y se llevaba el asno monedero, para sustituirlo por otro. A la madrugada siguiente partió el mozo con el jumento, creyendo que era el "del oro." Al llegar, a mediodía, a casa de su padre, recibiólo éste con gran alegría. - ¿Qué ha sido de ti, hijo mío? - Pues que soy molinero, padre -respondió el muchacho. - ¿Y qué traes de tus andanzas por el mundo? - Nada más que un asno. - Asnos no faltan aquí; mejor hubiera sido una cabra -replicó el padre. - Sí -observó el hijo-, pero es que mi asno no es como los demás, sino un "asno de oro," basta con decirle: "¡Brielebrit!," y enseguida os suelta todo un talego de monedas de oro. Llamad a los parientes, voy a hacerlos ricos a todos. - Esto ya me gusta más -dijo el sastre-; así no necesitaré seguir dándole a la aguja -y apresuróse a ir en busca de los parientes. En cuanto se hallaron todos reunidos, el molinero los dispuso en circulo y, extendiendo un lienzo en el suelo, fue a buscar el asno. - Ahora, atención -dijo primero, y luego: "¡Briclebrit!"-; pero lo que cayeron no eran precisamente ducados, con lo que quedó demostrado que el animal no sabía ni pizca en acuñar monedas, arte que no todos los asnos dominan. El pobre molinero puso una cara de tres palmos; comprendió que le habían engañado y pidió perdón a los parientes, los cuales hubieron de marcharse tan pobres como habían venido. Al viejo no le quedó otro remedio que seguir manejando la aguja, y el muchacho se colocó de mozo en un molino.

El tercer hermano había entrado de aprendiz en el taller de un tornero, y, como es oficio difícil, el aprendizaje fue mucho más largo. Sus hermanos le dieron cuenta, en una carta, de lo que les había sucedido y de cómo el posadero les había robado sus mágicos tesoros la víspera de su llegada a casa. Cuando el muchacho hubo aprendido el oficio, el maestro, en recompensa por su buen comportamiento, le regaló un saco, diciéndole: - Ahí dentro hay una estaca. - El saco puedo colgármelo al hombro y me servirá -dijo el mozo-, pero, ¿qué voy a hacer con el bastón? No es sino un peso más. - Voy a explicártelo -respondióle el maestro-. Si alguien te maltrata o te busca camorra, no tienes más que decir: "¡Bastón, fuera del saco!," y enseguida lo verás saltar y brincar sobre las espaldas de la gente, con tanto vigor y entusiasmo, que en ocho días no podrán moverse. Y no cesará el vapuleo hasta que le grites: "¡Bastón, al saco!." Diole las gracias el joven y se marchó con el saco al hombro; y cada vez que alguien le buscaba el cuerpo, con decir él: "¡Bastón, fuera del saco!," ya estaba éste danzando y cascando las liendres al ofensor o a los ofensores, y no paraba hasta que no les quedaba casaca o jubón en la espalda, y con tal ligereza, que pasaba de uno a otro sin darles tiempo de apercibirse. Un anochecer, el joven tornero entró en la hospedería donde sus hermanos habían sido víctimas del consabido engaño. Dejando el saco sobre la mesa, el joven se puso a explicar todas las maravillas que había visto en sus correrías. - Sí -dijo-, ya sé que hay mesas encantadas, asnos de oro y otras cosas por el estilo, muy buenas todas ellas y que me guardaré muy bien de despreciar, pero nada son en comparación con el tesoro que yo me gané y que llevo en el saco. El hostelero aguzó el oído. "¿Qué diablos podrá ser?," pensó. "De seguro que el saco estará lleno de piedras preciosas. Tendré que pensar en la manera de hacerme con él, pues las cosas buenas van siempre de tres en tres." Cuando le vino el sueño, el forastero se tendió sobre el banco, poniéndose el saco por almohada. El mesonero, en cuanto lo creyó dormido, se le acercó con sigilo y se puso a tirar cauta y suavemente del saco, con la idea de sacarlo y sustituirlo por otro. pero aquello era lo que estaba esperando el tornero, y cuando el fondista tiró un poco más fuerte, gritó: "¡Bastón, fuera del saco!." Inmediatamente salió la estaca y se puso a medir las costillas al posadero con tanto vigor que daba gusto verlo. El hombre pedía compasión, pero cuanto más gritaba, más recios y frecuentes caían los palos, hasta que, al fin, dieron con él en tierra, extenuado. Dijo entonces el tornero: - Si no me entregas ahora la mesita mágica y el asno de oro, empezaremos de nuevo la danza. - ¡Enseguida, enseguida! -exclamó el posadero con voz débil-; todo os lo daré, con tal que encerréis este duende. - Me portaré con clemencia -dijo el joven-; pero que te sirva de lección-. Y gritando: "¡Bastón, al saco!," lo dejó en paz.

El tornero se marchó a la mañana siguiente, en posesión de la mesita encantada y del asno de oro, y tomó la ruta de la casa paterna. Alegróse el sastre al verlo, y le preguntó qué había aprendido por el mundo. - Padre -respondióle el muchacho-, he aprendido el oficio de tornero. - Un oficio de mucho ingenio -declaró el padre-. Pero, ¿qué traes de tus andanzas? - Algo de gran valor, padre -respondió el mozo-; una estaca en un saco. - ¡Qué! -exclamó el viejo-. ¡Una estaca! ¡Pues sí que valía la pena! Aquí puedes cortar una en cada árbol. - Pero no como ésta, padre. Si le digo: "¡Bastón, fuera del saco!," salta de él y arma con el malintencionado una danza tal, que lo pone como nuevo, y no cesa hasta que el otro pide misericordia. Mirad, con esta estaca he recuperado la mesa encantada y el asno de oro que aquel ladrón de posadero robó a mis hermanos. Llamadlos a los dos e invitad a todos los parientes; les daré de comer y beber y les llenaré los bolsillos de ducados. El viejo sastre convocó a los parientes, aunque no sentía gran confianza. Entonces, el tornero tendió una tela en el suelo de la habitación y, trayendo el asno de oro, dijo a su hermano segundo: - Anda, hermano, entiéndete con él. Dijo el molinero: "¡Briclebrit!," e inmediatamente empezó a caer un verdadero chaparrón de ducados, y el asno no cesó de soltarlos hasta que todos hubieron recogido tantos que ya no podían con ellos. (¡Ah, pillín, lo que te habría gustado estar allí!). Después, el tornero instaló la mesa y dijo al carpintero: - Hermano, ahora es tu turno -. Y no bien dijo el otro hermano: ­"¡Mesita, cúbrete!," cuando ésta viose llena de fuentes y platos magníficos. Celebraron entonces un banquete tal como el buen sastre jamás viera en su casa, y toda la parentela permaneció reunida hasta la noche, en plena fiesta y regocijo. El sastre guardó en un armario agujas e hilos, varas y planchas, y vivió en adelante en compañía de sus hijos en paz y felicidad.

Pero, a todo esto, ¿qué se había hecho de la cabra que tuvo la culpa de que el sastre expulsara de casa a sus tres hijos? Pues voy a contároslo. Avergonzada de su afeitada cabeza, fue a ocultarse en la madriguera de una zorra. Al regresar ésta a su casa vio que desde la oscuridad del cubil la miraban dos grandes ojos centelleantes, y huyó la mar de asustada. Se topó con ella el oso, que, al verla tan azorada, le preguntó: - ¿Qué te pasa, hermana zorra, que pones esta cara de susto? - ¡Ay! -respondió la zorra-, en mi madriguera se ha metido un monstruo y me ha asustado con sus ojos como ascuas. - ¡Bah!, pronto lo echaremos -dijo el oso, y acompañó a la zorra hasta su guarida; al llegar, miró al interior; pero al ver aquellos ojos de fuego, entróle a su vez el miedo y, no queriendo habérselas con el fiero animal, puso pies en polvorosa. Topóse con la abeja, la cual, observando que no las tenía todas consigo, dijo: - Oso, pareces cariacontecido. ¿Dónde has dejado tu buen humor? - Es muy fácil hablar -replicó el oso-. El caso es que en la cueva de la pelirroja hay un animal feroz, de ojos de fuego, y no sabemos cómo echarlo. Dijo la abeja: - Me das lástima, oso. Yo soy un pobre ser débil al que ni consideráis digno de vuestras miradas, y, sin embargo, creo que podré ayudaros. Y, volando a la madriguera de la zorra, posóse en la cabeza pelada de la cabra, y le clavó el aguijón con tanta furia, que ésta salió de un brinco, gritando: "¡beee, beee!," y echando a correr como loca. Y ésta es la hora en que nadie ha oído hablar más de ella.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

37. Pulgarcito

Hermanos Grimm

Érase un pobre campesino que estaba una noche junto al hogar atizando el fuego, mientras su mujer hilaba, sentada a su lado.

Dijo el hombre: - ¡Qué triste es no tener hijos! ¡Qué silencio en esta casa, mientras en las otras todo es ruido y alegría! - Sí -respondió la mujer, suspirando-. Aunque fuese uno solo, y aunque fuese pequeño como el pulgar, me daría por satisfecha. Lo querríamos más que nuestra vida.

Sucedió que la mujer se sintió descompuesta, y al cabo de siete meses trajo al mundo un niño que, si bien perfectamente conformado en todos sus miembros, no era más largo que un dedo pulgar.

Y dijeron los padres: - Es tal como lo habíamos deseado, y lo querremos con toda el alma. En consideración a su tamaño, le pusieron por nombre Pulgarcito. Lo alimentaban tan bien como podían, pero el niño no crecía, sino que seguía tan pequeño como al principio. De todos modos, su mirada era avispada y vivaracha, y pronto mostró ser listo como el que más, y muy capaz de salirse con la suya en cualquier cosa que emprendiera.

Un día en que el leñador se disponía a ir al bosque a buscar leña, dijo para sí, hablando a media voz: "¡Si tuviese a alguien para llevarme el carro!." - ¡Padre! -exclamó Pulgarcito-, yo te llevaré el carro. Puedes estar tranquilo; a la hora debida estará en el bosque. Se puso el hombre a reír, diciendo: - ¿Cómo te las arreglarás? ¿No ves que eres demasiado pequeño para manejar las riendas? - No importa, padre. Sólo con que madre enganche, yo me instalaré en la oreja del caballo y lo conduciré adonde tú quieras. "Bueno -pensó el hombre-, no se perderá nada con probarlo."

Cuando sonó la hora convenida, la madre enganchó el caballo y puso a Pulgarcito en su oreja; y así iba el pequeño dando órdenes al animal: "¡Arre! ¡Soo! ¡Tras!." Todo marchó a pedir de boca, como si el pequeño hubiese sido un carretero consumado, y el carro tomó el camino del bosque. Pero he aquí que cuando, al doblar la esquina, el rapazuelo gritó: "¡Arre, arre!," acertaban a pasar dos forasteros.

- ¡Toma! -exclamó uno-, ¿qué es esto? Ahí va un carro, el carretero le grita al caballo y, sin embargo, no se le ve por ninguna parte. - ¡Aquí hay algún misterio! -asintió el otro-. Sigamos el carro y veamos adónde va. Pero el carro entró en el bosque, dirigiéndose en línea recta al sitio en que el padre estaba cortando leña.

Al verlo Pulgarcito, gritó: - ¡Padre, aquí estoy, con el carro, bájame a tierra! El hombre sujetó el caballo con la mano izquierda, mientras con la derecha sacaba de la oreja del rocín a su hijito, el cual se sentó sobre una brizna de hierba. Al ver los dos forasteros a Pulgarcito quedaron mudos de asombro, hasta que, al fin, llevando uno aparte al otro, le dijo: - Oye, esta menudencia podría hacer nuestra fortuna si lo exhibiésemos de ciudad en ciudad. Comprémoslo. -Y, dirigiéndose al leñador, dijeron: - Vendenos este hombrecillo, lo pasará bien con nosotros. - No -respondió el padre-, es la luz de mis ojos, y no lo daría por todo el oro del mundo.

Pero Pulgarcito, que había oído la proposición, agarrándose a un pliegue de los calzones de su padre, se encaramó hasta su hombro y le murmuró al oído: - Padre, dejame que vaya; ya volveré. Entonces el leñador lo cedió a los hombres por una bonita pieza de oro. - ¿Dónde quieres sentarte? -le preguntaron. - Ponme en el ala de vuestro sombrero; podré pasearme por ella y contemplar el paisaje: ya tendré cuidado de no caerme. Hicieron ellos lo que les pedía, y, una vez Pulgarcito se hubo despedido de su padre, los forasteros partieron con él y anduvieron hasta el anochecer. Entonces dijo el pequeño: - Dejame bajar, lo necesito. - ¡Bah!, no te muevas -le replicó el hombre en cuyo sombrero viajaba el enanillo-. No voy a enfadarme; también los pajaritos sueltan algo de vez en cuando. - No, no -protestó Pulgarcito-, yo soy un chico bien educado; bajame, ¡deprisa! El hombre se quitó el sombrero y depositó al pequeñuelo en un campo que se extendía al borde del camino. Pegó él unos brincos entre unos terruños y, de pronto, escabullóse en una gazapera que había estado buscando. - ¡Buenas noches, señores, pueden seguir sin mí! -les gritó desde su refugio, en tono de burla. Acudieron ellos al agujero y estuvieron hurgando en él con palos, pero en vano; Pulgarcito se metía cada vez más adentro; y como la noche no tardó en cerrar, hubieron de reemprender su camino enfurruñados y con las bolsas vacías. Cuando Pulgarcito estuvo seguro de que se habían marchado, salió de su escondrijo. "Eso de andar por el campo a oscuras es peligroso -díjo-; al menor descuido te rompes la crisma." Por fortuna dio con una valva de caracol vacía: "¡Bendito sea Dios! -exclamó-. Aquí puedo pasar la noche seguro." Y se metió en ella. Al poco rato, a punto ya de dormirse, oyó que pasaban dos hombres y que uno de ellos decía. - ¿Cómo nos las compondremos para hacernos con el dinero y la plata del cura? - Yo puedo decírtelo -gritó Pulgacito. - ¿Qué es esto? -preguntó, asustado, uno de los ladrones-. He oído hablar a alguien. Sa pararon los dos a escuchar, y Pulgarcito prosiguió: -Llevenme con ustedes, yo los ayudaré. - ¿Dónde estás? - Busca por el suelo, fijate de dónde viene la voz -respondió. Al fin lo descubrieron los ladrones y la levantaron en el aire: - ¡Infeliz microbio! ¿Tú pretendes ayudarnos? - Mira -respondió él-. Me meteré entre los barrotes de la reja, en el cuarto del cura, y les pasaré todo lo que quieran llevar. - Está bien -dijeron los ladrones-. Veremos cómo te portas. Al llegar a la casa del cura, Pulgarcito se deslizó en el interior del cuarto, y, ya dentro, gritó con todas sus fuerzas: - ¿Quieren llevarse todo lo que hay aquí? Los rateros, asustados, dijeron: - ¡Habla bajito, no vayas a despertar a alguien!

Mas Pulgarcito, como si no les hubiese oído, repitió a grito pelado: - ¿Qué quieren? ¿Van a llevarse todo lo que hay? Oyóle la cocinera, que dormía en una habitación contigua, e, incorporándose en la cama, se puso a escuchar. Los ladrones, asustados, habían echado a correr; pero al cabo de un trecho recobraron ánimos, y pensando que aquel diablillo sólo quería gastarles una broma, retrocedieron y le dijeron: - Vamos, no juegues y pásanos algo.

Entonces Pulgarcito se puso a gritar por tercera vez con toda la fuerza de sus pulmones: - ¡Se los daré todo enseguida; sólo tienen que alargar las manos! La criada, que seguía al acecho, oyó con toda claridad sus palabras y, saltando de la cama, precipitóse a la puerta, ante lo cual los ladrones echaron a correr como alma que lleva el diablo.

La criada, al no ver nada sospechoso, salió a encender una vela, y Pulgarcito se aprovechó de su momentánea ausencia para irse al pajar sin ser visto por nadie. La doméstica, después de explorar todos los rincones, volvió a la cama convencida de que había estado soñando despierta.

Pulgarcito trepó por los tallitos de heno y acabó por encontrar un lugar a propósito para dormir. Deseaba descansar hasta que amaneciese, y encaminarse luego a la casa de sus padres.

Pero aún le quedaban por pasar muchas otras aventuras. ¡Nunca se acaban las penas y tribulaciones en este bajo mundo! Al rayar el alba, la criada saltó de la cama para ir a alimentar al ganado. Entró primero en el pajar y tomó un brazado de hierba, precisamente aquella en que el pobre Pulgarcito estaba durmiendo.

Y es el caso que su sueño era tan profundo, que no se dio cuenta de nada ni se despertó hasta hallarse ya en la boca de la vaca, que lo había arrebatado junto con la hierba. - ¡Válgame Dios! -exclamó-. ¿Cómo habré ido a parar a este molino? Pero pronto comprendió dónde se había metido. Era cosa de prestar atención para no meterse entre los dientes y quedar reducido a papilla. Luego hubo de deslizarse con la hierba hasta el estómago. - En este cuartito se han olvidado de las ventanas -dijo-. Aquí el sol no entra, ni encienden una lucecita siquiera. El aposento no le gustaba, y lo peor era que, como cada vez entraba más heno por la puerta, el espacio se reducía continuamente. Al fin, asustado de veras, pse puso a gritar con todas sus fuerzas: - ¡Basta de forraje, basta de forraje! La criada, que estaba ordeñando la vaca, al oír hablar sin ver a nadie y observando que era la misma voz de la noche pasada, se espantó tanto que cayó de su taburete y vertió toda la leche.

Corrió hacia el señor cura y le dijo, alborotada: - ¡Santo Dios, señor párroco, la vaca ha hablado! - ¿Estás loca? -respondió el cura; pero, con todo, bajó al establo a ver qué ocurría. Apenas puesto el pie en él, Pulgarcito volvió a gritar: - ¡Basta de forraje, basta de forraje! Se pasmó el cura a su vez, pensando que algún mal espíritu se había introducido en la vaca, y dio orden de que la mataran. Así lo hicieron; pero el estómago, en el que se hallaba encerrado Pulgarcito, fue arrojado al estercolero.

Allí trató el pequeñín de abrirse paso hacia el exterior, y, aunque le costó mucho, por fin pudo llegar a la entrada. Ya iba a asomar la cabeza cuando le sobrevino una nueva desgracia, en forma de un lobo hambriento que se tragó el estómago de un bocado. Pulgarcito no se desanimó. "Tal vez pueda entenderme con el lobo," pensó, y, desde su panza, le dijo: - Amigo lobo, sé de un lugar donde podrás comer a gusto. - ¿Dónde está? -preguntó el lobo. - En tal y tal casa. Tendrás que entrar por la alcantarilla y encontrarás bollos, tocino y embutidos para darte un hartazgo -. Y le dio las señas de la casa de sus padres. El lobo no se lo hizo repetir; se escurrió por la alcantarilla, y, entrando en la despensa, se hinchó hasta el hartarse. Ya harto, quiso marcharse; pero se había llenado de tal modo, que no podía salir por el mismo camino. Con esto había contado Pulgarcito, el cual, dentro del vientre del lobo, se puso a gritar y alborotar con todo el vigor de sus pulmones. - ¡Cállate! -le decía el lobo-. Vas a despertar a la gente de la casa. - ¡Y qué! -replicó el pequeñuelo-. Tú bien te has llenado, ahora me toca a mí divertirme -y reanudó el griterío. Despertaron, por fin, su padre y su madre y corrieron a la despensa, mirando al interior por una rendija. Al ver que dentro había un lobo, volvieron a buscar, el hombre, un hacha, y la mujer, una hoz. - Quédate tú detrás -dijo el hombre al entrar en el cuarto-. Yo le pegaré un hachazo, y si no lo mato, entonces le abres tú la barriga con la hoz. Oyó Pulgarcito la voz de su padre y gritó: - Padre mío, estoy aquí, en la panza del lobo. Y exclamó entonces el hombre, gozoso: - ¡Alabado sea Dios, ha aparecido nuestro hijo! -y mandó a su mujer que dejase la hoz, para no herir a Pulgarcito. Levantando el brazo, asestó un golpe tal en la cabeza de la fiera, que ésta se desplomó, muerta en el acto. Subieron entonces a buscar cuchillo y tijeras, y, abriendo la barriga del animal, sacaron de ella a su hijito. - ¡Ay! -exclamó el padre-, ¡cuánta angustia nos has hecho pasar! - Sí, padre, he corrido mucho mundo; a Dios gracias vuelvo a respirar el aire puro.

- ¿Y dónde estuviste? - ¡Ay, padre! Estuve en una gazapera, en el estómago de una vaca y en la panza de un lobo. Pero desde hoy me quedaré con ustedes. - Y no volveremos a venderte por todos los tesoros del mundo -dijeron los padres, acariciando y besando a su querido Pulgarcito. Le dieron de comer y de beber y le encargaron vestidos nuevos, pues los que llevaba se habían estropeado durante sus correrías.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

38. La boda de Dama Raposa

Hermanos Grimm

Cuento primero

Érase una vez un viejo zorro de nueve colas que, creyendo que su esposa le era infiel, quiso probarla. Tendióse debajo del banco y se quedó rígido, sin menear ningún miembro, como si hubiese muerto. Dama Zorra se encerró en su aposento, y su criada, ama Gata, se instaló en su cocina a guisar.

Al correr la voz de que el viejo zorro había estirado la pata, empezaron a acudir pretendientes. Oyó la doncella que alguien llamaba a la puerta de la calle; salió a abrir y se encontró frente a frente con un zorro joven, que le dijo:

"Dama Gata, ¿en qué pensáis?

¿Dormís o acaso veláis?"

Y respondió la gata:

"Velando estoy, no durmiendo.

¿Queréis saber qué estoy haciendo?

Pues buena cerveza, con manteca al lado.

¿No desea el señor ser mi invitado?."

- Muchas gracias, doncella -replicó el zorro-. ¿Y qué hace dama Raposa?

Y respondió la gata:

"Está en su aposento,

toda hecha un lamento.

Triste tiene el rostro, triste y lloroso

porque se ha muerto su querido esposo."

- Decidle, doncella, que hay aquí un zorro joven que quisiera hacerle la corte.

- Bien, mi joven señor.

"Y subió la Gata, trip-trap.

Y llamó a la puerta, clip-clap.

-Señora Raposa, ¿estáis ahí?

-Sí, Gatita, cierto que sí.

-Hay un pretendiente que os solicita.

-¿Es guapo o es feo? Dímelo, Gatita.

¿Tiene también nueve hermosas colas pinceladas, como el señor Zorro, que en gloria esté?."

- ¡Oh, no! -respondió la gata-, tiene sólo una.

- Entonces no lo quiero.

Volvióse la gata a la puerta y despidió al pretendiente.

No tardaron en volver a llamar: era otro galán, que venía a solicitar a dama Raposa. Tenía éste dos colas, pero no logró más éxito que el primero. Y así fueron acudiendo otros, cada cual con una cola más que el anterior, y todos fueron despedidos, hasta que llegó, finalmente, uno que poseía nueve rabos, como el viejo señor Zorro. Al saberlo la viuda, dijo, alegre, a su doncella:

"¡Ábreme las puertas de par en par,

y el viejo zorro me vas a echar!"

Pero en cuanto se iba a celebrar la boda, saliendo el zorro viejo de debajo del banco, propinó un buen vapuleo a toda aquella chusma y los arrojó a la calle junto con dama Raposa.

Cuento segundo

Habiendo muerto el viejo señor Zorro, presentóse el Lobo en calidad de pretendiente. Llamó a la puerta, y la Gata, doncella de dama Raposa, acudió a abrir. Saludóla el Lobo y le dijo:

"Buenos días, señora Gatita.

¿Cómo estáis aquí tan solita?

¿Qué guisáis que tan bueno parece?"

Respondió la Gata:

"Sopitas de leche para merendar;

si os apetecen, os podéis quedar."

- Muchas gracias, señora Gata -respondió el Lobo-. ¿Está en casa dama Raposa?

Dijo la Gata:

"Está en su aposento,

hecha toda un lamento.

Triste tiene el rostro, triste y lloroso,

porque se ha muerto su querido esposo."

Replicó el Lobo:

"Si quiere volverse a casar,

no tiene más que bajar."

"La gata se sube al piso alto,

tres escalones de un salto,

llega a la puerta cerrada

y llama con la uña afilada.

-¿Estáis ahí, dama Raposa?

Si os queréis volver a casar,

no tenéis más que bajar."

Preguntó dama Raposa:

- ¿Lleva el señor calzoncitos rojos y tiene el hocico puntiagudo?

- No -respondió la Gata.

- Entonces no me sirve.

Despedido el Lobo, vino un perro, y luego, sucesivamente, un ciervo, una liebre, un oso, un león y todos los demás animales de la selva. Pero siempre carecían de alguna de las cualidades del viejo señor Zorro, y la Gata hubo de ir despachándolos uno tras otro. Finalmente, se presentó un zorro joven, y a la pregunta de dama Raposa: "¿Lleva calzoncitos rojos y tiene el hocico puntiagudo?," - "Sí -respondió la Gata-, sí que tiene todo eso."

- En tal caso, que suba -exclamó dama Raposa, y dio orden a la criada para que preparase la fiesta de la boda.

"Gata, barre el aposento

y echa por la ventana al zorro que está dentro.

Buenos y gordos ratones se traía,

pero él solo se los comía

y para mí nada había."

Celebróse la boda con el joven señor Zorro, y hubo baile y jolgorio, y si no han terminado es que siguen todavía.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

39. Los duendes zapateros y los duendecillos

Hermanos Grimm

Cuento primero

Había una vez un zapatero que, sin ninguna culpa por su parte, llegó a ser tan pobre, tan pobre, que, al fin, no le quedó más que el trozo de cuero indispensable para hacer un par de zapatos. Los cortó una noche, pensando coserlos a la mañana siguiente y, como estaba muy cansado, se acostó y se quedó dormido.

Al día siguiente, fue a buscar el trabajo que había preparado la víspera y se encontró hecho el par de zapatos. El pobre hombre no podía creer lo que veían sus ojos. Examinando detenidamente los zapatos, se dio cuenta de que cada puntada ocupaba el lugar preciso. ¡Aquellos zapatos eran una verdadera obra maestra!

Al poco, entró un comprador y tanto le gustó el par, que pagó por él más de lo acostumbrado. Con aquel dinero, el zapatero pudo comprar cuero para hacer dos pares. Los cortó al anochecer, dispuesto a trabajar en ellos al día siguiente, pero no fue preciso, pues al levantarse, allí estaban terminados, y para aquellos zapatos tampoco le faltó un nuevo comprador. Este se los pagó tan espléndidamente, que pudo comprar cuero para cuatro pares. Cortó el material y a primera hora de la mañana siguiente, cuando iba a ponerse a coser, estaban acabados también, y lo mismo sucedió los días siguientes. ¡Era algo, en todos los aspectos, portentoso! Los zapatos que cortaba por la noche aparecían cosidos por la mañana con el mayor primor y perfección y los vendía rápidamente. Corrió la voz y mucha gente fue a comprar aquellos zapatos. Total, que pronto el zapatero pudo empezar a vivir bien e incluso llegó a convertirse en un hombre acomodado.

Una noche, cuando el zapatero se iba a descansar, una vez concluido el trabajo, le dijo a su mujer:

—¿Qué te parece si no nos acostásemos esta noche y procurásemos ver quién nos hace el favor de coser estos zapatos magníficos?¡Ojalá pudiéramos pagárselos algún día!

La mujer estuvo de acuerdo y encendió una vela. Hecho esto, los dos se ocultaron tras una cortina, dispuestos a vigilar. Al sonar la medianoche, vieron entrar en la zapatería a dos duendecillos desnudos, que se sentaron delante de la mesa del zapatero y tomaron el trabajo que estaba allí preparado. Luego, comenzaron a coser, agujerear y clavetear, moviendo sus deditos tan hábil y velozmente, que el zapatero, maravillado, apenas podía seguirlos con la vista. Hasta que concluyeron la tarea y la colocaron sobre la mesa, los pequeños hombrecillos no pararon ni un momento. Después se levantaron de un salto y salieron corriendo a la calle.

Al día siguiente, por la mañana, la mujer del zapatero le dijo a su marido:

—Esos pequeños duendes nos han hecho ricos y debemos demostrarles que somos gente agradecida. Como andan desnuditos por el mundo, deben tener mucho frío. ¿Qué te parece si les cosemos unas camisas, chaquetas, chalecos y pantalones, así como un par de calcetines y un par de guantes de punto para cada uno? Tú, naturalmente, te encargarás de hacerles unos buenos zapatos.

El zapatero accedió con gusto a la proposición de su mujer. Enseguida los dos, muy ilusionados, se pusieron manos a la obra, y no abandonaron su trabajo hasta que lo tuvieron terminado del todo, al anochecer. Entonces se fueron a cenar, y cuando llegó la hora de acostarse dejaron los regalos sobre la mesa en lugar de los zapatos cortados de cada día. Después se colocaron de modo que pudieran observar lo que hacían los duendes. Al sonar las doce, entraron estos dispuestos a ponerse a trabajar, pero, al ver las preciosas prendas de ropa, se quedaron paralizados por la sorpresa. Enseguida se recuperaron y, a toda prisa, se vistieron camisas, chaquetas y pantalones mientras cantaban alegremente:

¡Oh! Qué trajes tan refinados,

con guantes y zapatos combinados.

Ahora somos duendes elegantes,

¡ya no seremos zapateros como antes!

Danzaron y cantaron dando vueltas por la zapatería y, por fin, sin dejar de bailar, salieron a la calle.

El zapatero y su esposa no volvieron a verlos jamás, pero gracias al trabajo de los duendecillos, pudieron vivir felices el resto de sus días.

Cuento segundo

Érase una vez una pobre criada muy limpia y laboriosa; barría todos los días y echaba la basura en un gran montón, delante de la puerta. Una mañana, al ponerse a trabajar, encontró una carta en el suelo; pero como no sabía leer, puso la escoba en el rincón para ir a enseñarla a su señora. Y resultó ser una invitación de los enanillos que deseaban que la muchacha fuera madrina en el bautizo de un niño. La muchacha estaba indecisa; pero, al fin, tras muchas dudas y puesto que le decían que no estaba bien rehusar un ofrecimiento como aquel, resolvió aceptar.

Presentáronse entonces tres enanitos y la condujeron a una montaña hueca, que era su residencia. Todo era allí pequeño, pero tan lindo y primoroso, que no hay palabras para describirlo. La madre yacía en una cama de negro ébano, incrustada de perlas; las mantas estaban bordadas en oro; la cuna del niño era de marfil, y la bañera, de oro.

La muchacha ofició de madrina, y, terminado el bautismo, quiso volverse a su casa; pero los enanillos le rogaron con gran insistencia que se quedase tres días con ellos.

Accedió ella, y pasó aquel tiempo en medio de gran alegría y solaz, desviviéndose los enanos por obsequiarla. Al fin se dispuso a partir, y los hombrecitos le llenaron los bolsillos de oro y la acompañaron hasta la salida de la montaña.

Cuando llegó a su casa, queriendo reanudar su trabajo, cogió la escoba, que seguía en su rincón, y se puso a barrer. Salieron entonces de la casa unas personas desconocidas que le preguntaron quién era y qué hacía allí. Y es que no había pasado, en compañía de los enanos, tres días, como ella creyera, sino siete años, y, entretanto, sus antiguos señores habían muerto.

Cuento tercero

Los duendecillos habían quitado a una madre su hijito de la cuna, reemplazándolo por un monstruo de enorme cabeza y ojos inmóviles, que no quería sino comer y beber. En su apuro, la mujer fue a pedir consejo a su vecina, la cual le dijo que llevase el monstruo a la cocina, lo sentase en el hogar y luego, encendiendo fuego, hirviese agua en dos cáscaras de huevo. Aquello haría reír al monstruo, y, sólo con que riera una vez, se arreglaría todo.

Siguió la mujer las instrucciones de la vecina. Al poner al fuego las dos cáscaras de huevo llenas de agua, dijo el monstruo:

"Muy viejo soy, pasé por mil situaciones;

pero jamás vi que nadie hirviera agua en cascarones."

Y prorrumpió en una gran carcajada. A su risa comparecieron repentinamente muchos duendecillos que traían al otro niño. Lo depositaron en el hogar y se marcharon con el monstruo.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

40. La novia del bandolero

Hermanos Grimm

Érase una vez un molinero que tenía una hija muy linda, y cuando ya fue crecida, deseaba verla bien casada y colocada. Pensaba: "Si se presenta un pretendiente como Dios manda y la pide, se la daré."

Poco tiempo después, llegó uno que parecía muy rico, y como el molinero no sabía nada malo de él, le prometió a su hija. La muchacha, sin embargo, no sentía por él la inclinación que es natural que una prometida sienta por su novio, ni le inspiraba confianza el mozo. Cada vez que lo veía o pensaba en él, una extraña angustia le oprimía el corazón. Un día le dijo él:

- Eres mi prometida, y nunca has venido a visitarme.

Respondió la doncella:

- Aún no sé dónde está tu casa.

- Mi casa está en medio del bosque oscuro -contestó el novio.

Ella todo era inventar pretextos, diciendo que no sabría hallar el camino, pero un día el novio le dijo muy decidido:

- El próximo domingo tienes que venir a casa. He invitado ya a mis amigos, y para que encuentres el camino en el bosque, esparciré cenizas.

Llegó el domingo, y la muchacha se puso en camino; sin saber por qué, sentía un extraño temor, y para asegurarse de que a la vuelta no se extraviaría, llenóse los bolsillos de guisantes y lentejas.

A la entrada del bosque vio el rastro de ceniza y lo siguió; pero a cada paso tiraba al suelo, a derecha e izquierda, unos guisantes. Tuvo que andar casi todo el día antes de llegar al centro del bosque, donde más oscuro era. Allí había una casa solitaria, de aspecto tenebroso y lúgubre. Dominando su aprensión, entró en la casa; dentro reinaba un profundo silencio, y no se veía nadie en parte alguna. De pronto se oyó una voz:

"Vuélvete, vuélvete, joven prometida.

Asesinos viven en esta guarida."

La muchacha levantó los ojos y vio que la voz era de un pájaro, encerrado en una jaula que colgaba de la pared. El cual repitió:

"Vuélvete, vuélvete, joven prometida.

Asesinos viven en esta guarida."

Siguió la muchacha recorriendo toda la casa, de una habitación a otra; pero estaba completamente desierta, sin un alma viviente. Llegó al fin a la bodega, donde había una mujer viejísima, que no cesaba de menear la cabeza.

- ¿Podríais decirme -preguntó la muchacha- si vive aquí mi prometido?

- ¡Ay, pobre niña! -exclamó la vieja-. ¡Dónde te has metido! Estás en una guarida de bandidos. Creíste ser una novia y celebrar pronto tu boda, pero es con la muerte con quien vas a desposarte. Mira lo que he tenido que preparar para ti: Este gran caldero con agua. Cuando te tengan en su poder, te despedazarán sin piedad, y, después de cocerte, se te comerán, pues se alimentan de carne humana. Si yo no me apiado de ti y te salvo, estás perdida.

Dichas estas palabras, la vieja la condujo detrás de un gran barril, donde no pudiese ser vista.

- Permanece callada como un ratoncito -le dijo-, sin mover ni un dedo. De lo contrario no hay salvación para ti. Por la noche, mientras los bandidos duerman, huiremos. Hace tiempo que estoy esperando la oportunidad.

Casi en el mismo momento se presentó la pandilla de desalmados. Traían raptada otra doncella, estaban borrachos y no hacían caso de sus lamentaciones y lágrimas. Diéronle a beber tres vasos de vino: uno, blanco; otro, tinto, y el tercero, amarillo. Después de beberlos, le estalló el corazón. Arrancáronle entonces los hermosos vestidos y, extendiéndola sobre una mesa, cortaron su cuerpo a pedazos y lo salaron. La infeliz novia, escondida detrás del barril, temblaba y se estremecía de horror, pues veía claramente la suerte que habría corrido en manos de aquellos malvados. Uno de ellos observó que la joven asesinada llevaba un anillo de oro en el dedo meñique y, como no pudiera quitárselo, le cortó el dedo de un hachazo. El dedo saltó en el aire, y, por encima del barril, fue a caer en el regazo de la novia. El bandido cogió una luz y se puso a buscarlo por todas partes. No encontrándolo, le dijo otro de los asesinos:

- ¿Has mirado detrás del barril grande?

Pero la vieja exclamó, presurosa:

- Venid a comer, ya lo buscaréis mañana. No se va a escapar el dedo.

- La vieja tiene razón -dijeron los bandidos, y, abandonando la búsqueda, sentáronse a la mesa. La mujer les echó un somnífero en el vino, y al poco rato todos dormían y roncaban, tendidos en la bodega. Al oírlo la novia, salió de detrás del barril y hubo de pasar por encima de los durmientes, pues todos yacían en el suelo; y se moría de miedo, temiendo despertarlos. Pero Dios la ayudó y pudo salir felizmente de aquel lugar, y, con ella, la vieja, la cual abrió la puerta, y escaparon las dos a toda prisa. El viento había esparcido la ceniza, pero los guisantes y lentejas, que habían germinado y brotado, mostraban ahora el camino a la luz de la luna. Las dos mujeres estuvieron andando toda la noche, y no llegaron al molino hasta la mañana siguiente. Entonces la muchacha contó a su padre todo lo que le había ocurrido.

Cuando llegó el día designado para celebrar la boda, presentóse el novio. El padre había invitado a todos sus parientes y conocidos y, sentados todos a la mesa, pidió a cada cual que narrase algo para entretener a la concurrencia. La novia permanecía callada, y entonces le dijo su prometido:

- Anda, corazoncito, ¿no sabes nada? ¡Cuéntanos algo!

Respondió ella:

- Pues voy a contaros un sueño que he tenido. He aquí que soñé que caminaba a través de un bosque, sola, y llegué a una casa. No había en ella alma viviente, pero de la pared colgaba una jaula, y un pájaro encerrado en ella me gritó:

"Vuélvete, vuélvete, joven prometida.

Asesinos viven en esta guarida."

Lo gritó dos veces. Tesoro mío, sólo es un sueño. Entonces yo recorrí todas las habitaciones, y todas estaban desiertas; ¡pero daban un miedo!. Finalmente, bajé a la bodega, donde había una mujer viejísima, que no cesaba de menear la cabeza. Le pregunté: "¿Vive mi novio en esta casa?." Y ella me respondió: "¡Ay, hija mía, has caído en una cueva de asesinos! Tu novio vive aquí, pero te matará y despedazará, y luego de cocerte se te comerá." Tesoro mío, sólo es un sueño. Pero la vieja me ocultó detrás de un gran barril, y, estando allí disimulada, entraron los bandidos, con ellos traían a una doncella, a la que forzaron a beber de tres clases de vino: blanco, tinto y amarillo, por lo cual le estalló el corazón. Tesoro mío, sólo es un sueño. Quitáronle entonces sus primorosos vestidos, cortaron sobre una mesa su hermoso cuerpo a pedazos y le echaron sal. Tesoro mío, sólo es un sueño. Uno de los bandidos observó que conservaba aún un anillo en el dedo meñique, y, como le costara sacarlo, cogiendo un hacha le cortó el dedo, el cual, saltando por encima del barril, fue a caerme en el regazo. Y aquí está el dedo con el anillo.

Y, con estas palabras, sacó el dedo y lo mostró a los presentes.

El bandido, que en el curso del relato se había ido volviendo blanco como la cera, levantóse de un brinco y trató de huir, pero los invitados lo sujetaron, y lo entregaron a la autoridad. Y fue ajusticiado con toda su banda, en castigo de sus crímenes.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

41. El señor Korbes

Hermanos Grimm

Éranse una vez una gallina y un gallito que decidieron salir juntos de viaje. El gallito construyó un hermoso coche de cuatro ruedas encarnadas y le enganchó cuatro ratoncitos. La gallinita y el gallito montaron en el carruaje y emprendieron la marcha. Al poco rato se encontraron con un gato, que les dijo:

- ¿Adónde vais?

Y respondió el gallito:

"Por esos mundos vamos;

la casa del señor Korbes es la que buscamos."

- Llevadme con vosotros -suplicó el gato.

- Con mucho gusto -respondió el gallito-. Siéntate detrás, no fuera que te cayeses por delante.

"Tened mucho cuidado,

no vayáis a ensuciar mi cochecito colorado.

Ruedecitas, rodad;

ratoncillos, silbad.

Por esos mundos vamos;

la casa del señor Korbes es la que buscamos."

Subió luego una piedra de molino; luego, un huevo; luego, un pato; luego, un alfiler y, finalmente, una aguja de coser; todos se instalaron en el coche y siguieron viaje. Pero al llegar a la casa del señor Korbes, éste no estaba. Los ratoncitos metieron el coche en el granero; el gallito y la gallinita volaron a una percha; el gato se sentó en la chimenea; el pato fue a posarse en la barra del pozo; el huevo se envolvió en la toalla; el alfiler se clavó en el almohadón de la butaca; la aguja saltó a la almohada de la cama, y la piedra de molino situóse sobre la puerta.

En éstas llegó el señor Korbes y se dirigió a la chimenea para encender fuego; pero el gato le llenó la cara de ceniza. Corrió a la cocina para lavarse, y el pato le salpicó de agua todo el rostro. Al querer secarse con la toalla, rodó el huevo y, rompiéndose, se le pegó en los ojos. Deseando descansar, sentóse en la butaca, pero le pinchó el alfiler. Encolerizado, se echó en la cama; pero al apoyar la cabeza en la almohada, clavósele la aguja. Furioso ya, se lanzó a la calle; mas, al llegar a la puerta, cayóle encima la piedra de molino y lo mató.

¡Qué mala persona debía de ser ese señor Korbes!

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

42. El señor padrino

Hermanos Grimm

Un hombre pobre tenía tantos hijos, que ya no sabía a quién nombrar padrino cuando le nació otro; no le quedaban más conocidos a quienes dirigirse. Con la cabeza llena de preocupaciones, se fue a acostar. Mientras dormía, soñó lo que debía hacer en su caso: salir a la puerta de su casa y pedir al primero que pasara aceptase ser padrino de su hijo. Así lo hizo en cuanto despertó; y el primer desconocido que pasó, aceptó su ofrecimiento. El desconocido regaló a su ahijado un vasito con agua, diciéndole:

- Ésta es un agua milagrosa, con la cual podrás curar a los enfermos; sólo debes mirar dónde está la Muerte. Si está en la cabecera, darás agua al enfermo, y éste sanará; pero si está en los pies, nada hay que hacer: ha sonado su última hora.

En lo sucesivo, el hombre pudo predecir siempre si un enfermo tenía o no salvación; cobró grandísima fama por su arte y ganó mucho dinero. Un día lo llamaron a la vera del hijo del Rey. Al entrar en la habitación, viendo a la Muerte a la cabecera, le administró el agua milagrosa, y el enfermo salió; y lo mismo sucedió la segunda vez. Pero la tercera, la Muerte estaba a los pies de la cama, y el niño hubo de morir.

Un día le entraron al hombre deseos de visitar a su padrino, para contarle sus experiencias con el agua prodigiosa. Pero al llegar a su casa, encontróse con un cuadro verdaderamente extraño. En el primer tramo de escalera estaban peleándose la pala y la escoba, aporreándose de lo lindo. Preguntóles:

- ¿Dónde vive el señor padrino?

Y la escoba respondió:

- Un tramo más arriba.

Al llegar al segundo rellano vio en el suelo un gran número de dedos muertos. Preguntóles:

- ¿Dónde vive el señor padrino?

Y contestó uno de los dedos:

- Un tramo más arriba.

En el tercer rellano había un montón de cabezas muertas, las cuales lo enviaron otro tramo más arriba. En el cuarto piso vio unos pescados friéndose en una sartén puesta sobre un fuego, y que le dijeron:

- Un tramo más arriba.

Y cuando estuvo en el quinto piso, encontróse ante una habitación cerrada y, al mirar por el ojo de la cerradura, descubrió al padrino, que llevaba dos largos cuernos. Al abrir la puerta, el padrino se metió precipitadamente en la cama, tapándose cabeza y todo. Díjole entonces el hombre:

- Señor padrino, qué cosas más raras hay en vuestra casa. Cuando llegué al primer tramo de la escalera, estaban riñendo la pala y la escoba y se cascaban reciamente.

- ¡Qué simple eres! -replicó el padrino-. Eran el mozo y la sirvienta que hablaban.

- Pero en el segundo rellano vi en el suelo muchos dedos muertos.

- ¡Eres un necio! No eran sino escorzoneras.

- Pues en el tercero había un montón de calaveras.

- ¡Imbécil! Eran repollos.

- En el cuarto, unos peces se freían en una sartén -. Al terminar de decir esto, comparecieron los peces, y se pusieron ellos mismos sobre la mesa. - Y cuando hube subido al piso quinto, miré por el ojo de la cerradura y os vi a vos, padrino, con unos cuernos largos, largos.

- ¡Cuidado! ¡Esto no es verdad!

El hombre se asustó y echó a correr. ¡Quién sabe lo que el padrino habría hecho con él!

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

43. La dama duende

Hermanos Grimm

Vivió hace mucho tiempo, en un país muy lejano, una linda muchachita curiosa, indiscreta y desobediente. Sus padres no conseguían sacar partido de ella, tan rebelde como era, y les preocupaba que siguiera creciendo sin poder domar su testarudez. Un día se dirigió a ellos con estas palabras: - Mamá, papá, he decidido ir a conocer a la famosa Dama Duende.

- ¡No vayas hija mía!, - Le advirtieron ellos - Pues su fama proviene de su maldad. Es una mujer siniestra que no guarda nada bueno y no será una visita provechosa para ti. - Sin embargo, - contestó la muchacha - yo he oído que es capaz de hacer prodigios y que dispone de poderes mágicos que le permiten realizar las mayores maravillas. ¡Iré a conocerla!

De nada sirvieron las advertencias, súplicas y consejos de sus progenitores, y a la mañana siguiente la chiquilla partió en busca de la misteriosa Dama Duende. Caminando por la vereda que conducía a lo más recóndito del bosque, al fín halló la cabaña donde habitaba la extraña mujer: - Entra y cálmate, estás temblando como un ratoncillo asustado - Observó la enigmática Dama al verla.

- Señora, viniendo hacia aquí he encontrado a un hombre verde que me ha dado un susto de muerte - Explicó la muchacha. - No había razón para tanto miedo, seguramente sería un cazador. - Alegó la dama dulcemente. - También me topé con un hombre negro que me hizo temblar. - Sería un carbonero, no había motivo para temerle. - Razonó la mujer acercándose a la niña.

- Dama Duende, debo deciros que mientras venía hacia aquí para conoceros hubo otro incidente que me provocó mucho miedo: se cruzó en mi camino un hombre rojo. - A buen seguro era un carnicero: no había motivo para tu miedo. - Respondía la Dama Duende con paciencia. En su cara, una enigmática mueca comenzaba a perfilarse y su voz se tornaba más zalamera con cada palabra pronunciada.

- También me ocurrió, Señora, que antes de llamar a vuestra puerta atisbé por la ventana y ví al demonio en persona, echando fuego por la boca, con afiladas garras y lanzando estertóreos aullidos. - ¡Ja, ja, ja! - La dama no pudo evitar una sardónica carcajada, al tiempo que cambiaba su agradable y dulce aspecto por el de una horrible bruja, encorvada y fea.

- Lo único que viste - continuó hablando la mujer a la niña cada vez más espantada -, fue a la Dama Duende ataviada con sus mejores galas y luciendo su verdadero aspecto. Pero no te preocupes, porque llevo mucho tiempo esperándote y tu misión a mi lado va a comenzar en breve. ¡Acércate a mi lado, que me alumbrarás! "Sin duda requiere mi ayuda," - pensó la incauta niña.

Pero cuando se acercó a la bruja, ésta la convirtió en un tronco de leña que echó a la lumbre de la chimenea, y cuando ya había prendido con el fuego, la horripilante bruja se sentó cerca y dijo en voz alta: - ¡Esta si que da luz! ¡Otra alma inocente en mi hoguera aumentará aún más mi poder! Y nunca más se supo de la curiosa niña y nunca se apagó la llama de aquel tenebroso hogar.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

44. La Muerte Madrina

Hermanos Grimm

Un hombre muy pobre tenía doce hijos; y aunque trabajaba día y noche, no alcanzaba a darles más que pan. Cuando nació su hijo número trece, no sabía qué hacer; salió a la carretera y decidió que al primero que pasara le haría padrino de su hijito. Y el primero que pasó fue Dios Nuestro Señor; él ya conocía los apuros del pobre y le dijo: "Hijo mío, me das mucha pena. Quiero ser el padrino de tu último hijito y cuidaré de él para que sea feliz." El hombre le preguntó: "¿Quién eres?" - "Soy tu Dios." - "Pues no quiero que seas padrino de mi hijo; no, no quiero que seas el padrino, porque tú das mucho a los ricos y dejas que los pobres pasemos hambre." El hombre contestó así al Señor, porque no comprendía con qué sabiduría reparte Dios la riqueza y la pobreza; y el desgraciado se apartó de Dios y siguió su camino. Se encontró luego con el diablo, que le preguntó: "¿Qué buscas? Si me escoges para padrino de tu hijo, le daré muchísimo dinero y tendrá todo lo que quiera en este mundo." El hombre preguntó: "¿Quién eres tú?" - "Soy el demonio." - "No, no quiero que seas el padrino de mi niño; eres malo y engañas siempre a los hombres." Siguió andando, y se encontró con la muerte, que estaba flaca y en los huesos; y la muerte le dijo: "Quiero ser madrina de tu hijo." - "¿Quién eres?" - "Soy la muerte, que hace iguales a todos los hombres." Y el hombre dijo: "Me convienes; tú te llevas a los ricos igual que a los pobres, sin hacer diferencias. Serás la madrina." La muerte dijo entonces: "Yo haré rico y famoso a tu hijo; a mis amigos no les falta nunca nada." Y el hombre dijo: "El prócimo domingo será el bautizo; no dejes de ir a tiempo." La muerte vino como había prometido y se hizo madrina.

El niñito creció y se hizo un muchacho; y , un día, su madrina entró en la casa y dijo que la siguiera. Llevó al chico a un bosque, le enseñó una planta que crecía allí y le dijo: "Voy a darte ahora mi regalo de madrina: te haré un médico famoso. Cuando te llamen a visitar un enfermo, me encontrarás siempre al lado de su cama. Si estoy a la cabecera, podrás asegurar que le curarás; le darás esta hierba y se pondrá bueno. Pero si me ves a los pies de la cama, el enfermo me pertenecerá, y tú dirás que no tiene remedio y que ningún médico le podrá salvar. No des a ningún enfermo la hierba contra mi voluntad, porque lo pagarías caro."

Al poco tiempo, el muchacho era ya un médico famoso en todo el mundo; la gente decía: "En cuanto ve a un enfermo, puede decir si se curará o no. Es un gran médico." Y le llamaban de muchos países para que fuera a visitar a los enfermos y le daban mucho dinero, así que se hizo rico muy pronto. Ocurrió que el rey se puso malo. Llamaron al médico famoso para que dijera si se podía curar; pero en cuanto se acercó al rey, vio que la Muerte estaba a los pies de la cama. Allí no valían hierbas. Y el médico pensó: "¡Si yo pudiera engañar a la Muerte siquiera una vez! Claro que lo tomará a mal, pero como soy su ahijado, puede que haga la vista gorda. Voy a probar." Cogió al rey y le dio la vuelta en la cama, y le puso con los pies en la almohada y la cabeza a los pies; y así, la Muerte se quedó junto a la cabeza; entonces le dio la hierba y el rey convaleció y recobró la salud. Pero la Muerte fue a casa del médico muy enfadada, le amenazó con el dedo y dijo: "¡Me has tomado el pelo! Por una vez, te lo perdono, porque eres mi ahijado; pero como lo vuelvas a hacer, ya verás: te llevaré a ti."

Y al poco tiempo, la hija del rey se puso muy enferma. Era hija única, y su padre estaba tan desesperado que no hacía más que llorar. Mandó decir que al que salvara a su hija le casaría con ella y le haría su heredero. El médico, al entrar en la habitación de la princesa, vio que la Muerte estaba a los pies de la cama. ¡Que el muchacho habría recordado la amenaza de su madrina! Pero la gran blleza de la princesa y la felicidad de casarse con ella le trastornaron tanto que se desechó a todos los pensamientos. No vio las miradas encolerizadas que le echaba la Muerte, ni cómo le amenazaba con el puño cerrado: cogió en brazos a la princesa y la puso con los pies en la almohada y la cabeza a los pies, le dio la hierba mágica, y al poco rato la cara de la princesa se animó y empezó a mejorar.

Y la Muerte, furiosa porque la habían engañado otra vez, fue a grandes zancadas a casa del médico y le dijo: "¡Se acabó! ¡Ahora te llevaré a ti!" Le agarró con su mano fría, le agarró con tanta fuerza, que el pobre muchacho no se podía soltar, y se lo llevó a una cueva muy honda. Y el médico vio en la cueva miles y miles de luces, filas de velas que no se acababan nunca; unas velas eran grandes, otras medianas y otras pequeñas. Y cada momento unas se apagaban, y otras se estaban encendiendo otra vez; era como si las lucesitas estuvieran brincando. La Muerte le dijo: "Mira, esas velas que ves son las vidas de los hombres. Las grandes son las vidas de los niños; las medianas son las vidas de los cónyuges, y las pequeñas las de los ancianos. Pero hay también niños y jóvenes que no tienen más que una velita pequeña." - "¡Dime cuál es mi luz!" dijo el médico, pensando que era todavía una vela bien grande. Y la Muerte le enseñó un cabito de vela, casi consumido: "Ahí la tienes." - "¡Ay, madrina, madrina mía! ¡Enciéndeme una luz nueva! ¡Por favor, hazlo por mí! ¡Mira que todavía no he disfrutado de la vida, que me van a hacer rey y me voy a casar con la princesa!" - "No puede ser," dijo la Muerte. "No puedo encender una luz mientras no se haya apagado otra." - "¡Pues enciende una vela nueva con la que se está apagando!" suplicó el médico. La Muerte hizo como si fuera a obedecerle; llevó una vela nueva y larga. Pero como quería vengarse, a sabiendas tiró el cabito de vela al suelo, y la lucecita se apagó. Y en el mismo momento, el médico se cayó al suelo, y dio ya en manos de la Muerte.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

45. Las correrías de Pulgarcito

Hermanos Grimm

Un sastre tenía un hijo que había salido muy pequeño, no mayor que el dedo pulgar, y por eso lo llamaban Pulgarcito. Era, empero, muy animoso, y dijo un día a su padre:

- Padre, tengo ganas de correr mundo, y voy a hacerlo.

- Bien, hijo mío - respondióle el hombre, y, cogiendo una aguja de zurcir bien larga, y haciéndole en el ojo un nudo con lacre derretido:

- Ahí tienes una espada para el camino - le dijo.

El muchacho quiso comer por última vez en la casa y fue a la cocina, dando saltitos, para ver lo que guisaba su madre como despedida. Pero el plato aún se estaba cociendo en el fuego. Preguntó el pequeño:

- Madre, ¿qué tenemos hoy para comer?

- Míralo tú mismo - dijo la mujer.

Pulgarcito saltó sobre los fogones para echar una mirada al puchero; pero estiró tanto el cuello, que el vapor que salía del cacharro lo arrastró y se lo llevó chimenea arriba. Después de volar un rato suspendido en el aire, al fin volvió a caer al suelo. Pulgarcito encontróse así solo en el ancho mundo, y encontró empleo con un sastre; pero la comida no le satisfacía.

- Señora patrona - dijo Pulgarcito -, como no me deis mejor de comer, me marcharé, y mañana escribiré con yeso en la puerta de esta casa: "Patatas, muchas; carne, poca. Adiós, rey de las patatas."

- ¿Y qué quieres tú, saltamontes? - replicóle la patrona enfadada -, y, agarrando un trapo, se dispuso a zurrarle -, pero nuestro sastrecillo corrió a esconderse bajo el dedal y, asomando la cabeza, sacó la lengua a la mujer. Levantó ésta el dedal para cogerlo; mas el hombrecillo se escabulló entre los retales, y, al sacudirlos ella tratando de descubrirlo, él se escondió en la juntura de la mesa.

- ¡Je, je, patrona! - gritó desde su refugio, sacando la cabeza; y viendo que ella hacía ademán de pegarle, saltó al cajón. Al fin, la mujer logró pescarlo y lo echó a la calle.

El sastrecillo se puso en camino y llegó a un gran bosque, allí se topó con una pandilla de bandoleros que se proponían robar el tesoro del Rey. Al ver a aquel enanillo, pensaron: "Una criatura tan pequeña podría pasar por el ojo de la cerradura y servirnos de ganzúa."

- ¡Hola! - gritóle uno -. Gigante Goliat, ¿quieres venirte con nosotros a la cámara del tesoro real? Te será fácil introducirte en ella y echarnos el dinero.

Pulgarcito lo estuvo pensando un rato; al cabo, se avino a irse con la cuadrilla. Examinó la puerta por arriba y por abajo, buscando una grieta, y, por fin, descubrió una lo bastante grande para filtrarse por ella. Se disponía a hacerlo cuando lo vio uno de los centinelas que montaba guardia ante la puerta, y le dijo a su compañero:

- Mira qué araña tan fea. Voy a aplastarla.

- ¡Deja al pobre animalito! - dijo el otro -. Ningún mal te ha hecho.

Con lo cual, Pulgarcito pudo entrar sin contratiempo en la cámara del tesoro y, abriendo la ventana bajo la cual aguardaban los bandidos, empezó a echarles doblones uno tras otro. Estando así ocupado, oyó venir al Rey, que quería inspeccionar su cámara, y se escondió ágilmente. Diose cuenta el Rey de que faltaban bastantes monedas de oro, pero no acertaba a comprender cómo se las habían robado, ya que las cerraduras y cerrojos estaban intactos, y todo parecía hallarse en perfecto orden. Al salir, dijo a los guardias:

- ¡Cuidado! Hay alguien que va detrás de mi dinero.

Y cuando Pulgarcito reanudó su trabajo, ellos oyeron el sonar de las piezas de oro: clip-clap, clip-clap. Al punto se precipitaron en la cámara, seguros de echar el guante al ladrón. Pero el sastrecillo, que los oyó entrar, más ligero que ellos saltó a una esquina, tapándose con una moneda y quedando perfectamente disimulado; y desde su escondrijo se burlaba de los guardias gritando:

- ¡Estoy aquí!

Los centinelas corrieron a él; pero antes de que llegasen, nuestro hombrecillo había cambiado ya de sitio, siempre debajo de una moneda, y no cesaba de gritar:

- ¡Estoy aquí!

Y cuando los hombres se lanzaban para cogerlo, Pulgarcito los llamaba ya desde otra esquina:

- ¡Estoy aquí!

Y de este modo se estuvo burlando de ellos, corriendo de un extremo a otro de la cámara, hasta que sus perseguidores, rendidos de fatiga. renunciaron a la caza y se marcharon. Entonces él acabó de echar todas las monedas por la ventana, tirando las últimas con todas sus fuerzas; y cuando se hubieron terminado, saltó él también por el mismo camino. Los ladrones lo acogieron con grandes elogios:

- ¡Eres un gran héroe! - le dijeron -. ¿Quieres ser nuestro capitán?

Mas Pulgarcito, tras unos momentos de reflexión, les contestó que antes deseaba correr mundo. Al repartir el botín pidió sólo un cuarto, pues no podía cargar con más.

Ciñéndose nuevamente su espada, despidióse de los bandidos y echó camino adelante. Trabajó con varios maestros de su oficio, pero con ninguno se sentía a gusto y, al fin, entró de criado en una hospedería. Las sirvientas le tenían ojeriza, pues, sin ellas verlo, él sabía todo lo que hacían a hurtadillas, y descubría al dueño lo que robaban de los platos y de la bodega. Dijéronse las criadas:

- Vamos a jugarle una mala pasada.

Y se concertaron para hacerle una trastada. Un día en que una de las mozas estaba cortando hierba en el huerto, viendo a Pulgarcito que saltaba por entre las plantas, lo recogió con la guadaña junto con la hierba y, atándolo en un gran pañuelo, a la chita callando fue a echarlo a las vacas, una de las cuales, negra y grandota, se lo tragó sin hacerle ningún daño. No obstante, a Pulgarcito no le gustaba aquella nueva morada, pues estaba muy oscura y no encendían ninguna luz. Cuando ordeñaron al animal, gritó él:

"Bueno, bueno, bueno;

¿estará pronto el cubo lleno?."

Pero con el ruido de la leche que caía no lo oyeron. Luego entró el amo en el establo y dijo:

- Mañana mataremos esta vaca.

Entonces sí que tuvo miedo Pulgarcito, y se puso a gritar: - ¡Sacadme, estoy aquí dentro!

El amo oyó la voz, pero no sabía de dónde procedía. -¿Dónde estás? - preguntó.

- A oscuras - respondió el prisionero; pero el otro no comprendió lo que quería significar y se marchó.

A la mañana siguiente sacrificaron la vaca. Por fortuna, al cortarla y descuartizarla, Pulgarcito no recibió golpe ni corte alguno, aunque fue a parar entre la carne destinada a embutidos. Al llegar el carnicero y poner mano a la obra, gritóle el enanillo con toda la fuerza de sus pulmones:

- ¡Cuidado al trinchar, cuidado al trinchar, que estoy aquí dentro!

Pero con el estrépito de los trinchantes, nadie lo oyó. ¡Qué apuros hubo de pasar el pobre Pulgarcito! Pero como la necesidad tiene piernas, el cuitado empezó a saltar entre los cuchillos con tal ligereza, que salió de la prueba sin un rasguño. Lo único que no pudo hacer fue escabullirse, y, quieras o no, hubo de resignarse a pasar, entre los pedazos de carne, al seno de una morcilla. La prisión resultaba algo estrecha, y, para postres, lo colgaron en la chimenea, para que se ahumara. El tiempo se le hacía larguísimo y se aburría soberanamente. Al fin, al llegar el invierno, descolgaron el embutido para obsequiar con él a un forastero. Cuando la patrona cortó la morcilla en rodajas, él tuvo buen cuidado de encogerse y no sacar la cabeza, atento a que no le cercenasen el cuello. Finalmente, vio una oportunidad y, tomando impulso, saltó al exterior.

No queriendo seguir en aquella casa donde tan malos tragos hubo de pasar, Pulgarcito reanudó su vida de trotamundos. Sin embargo, la libertad fue de corta duración. Hallándose en despoblado, una zorra, con quien se topó casualmente lo engulló en un santiamén.

- ¡Eh, señora Zorra! - gritóle Pulgarcito -, que estoy atascado en vuestro gaznate. ¡Soltadme, por favor!

- Tienes razón - respondióle la zorra -; tú no eres sino una miga para mí; si me prometes las gallinas del corral de tu padre, te soltaré.

- ¡De mil amores! - replicó Pulgarcito -; te las garantizo todas.

La zorra lo dejó en libertad, y ella misma lo llevó a su casa. Cuando su padre volvió a ver a su querido pequeñuelo, gustoso dio a la zorra todas las gallinas del corral.

- En compensación te traigo una moneda - díjole Pulgarcito, ofreciéndole el cuarto que había ganado en el curso de sus correrías.

- ¿Por qué dejaron que la zorra se merendase las pobres gallinas?

- ¡Va tontuelo! ¿No crees que tu padre daría todas las gallinas del corral por conservar a su hijito?

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

46. El pájaro del brujo

Hermanos Grimm AUDIO

Érase una vez un brujo que, adoptando la figura de anciano, iba a mendigar de puerta en puerta y robaba a las muchachas hermosas. Nadie sabía adónde las llevaba, pues desaparecían para siempre. Un día se presentó en la casa de un hombre rico, que tenía tres hijas muy bellas; iba, como de costumbre, en figura de achacoso mendigo, con una cesta a la espalda, como para meter en ella las limosnas que le hicieran. Pidió algo de comer, y al salir la mayor a darle un pedazo de pan, tocóla él con un dedo, y la muchacha se encontró en un instante dentro de la cesta.

Alejóse entonces el brujo a largos pasos, y se llevó a la chica a su casa, que estaba en medio de un tenebroso bosque. Todo era magnífico en la casa; el viejo dio a la joven cuanto ella pudiera apetecer y le dijo:

- Tesoro mío, aquí lo pasarás muy bien; tendrás todo lo que tu corazón pueda apetecer.

Así pasaron unos días, al cabo de los cuales dijo él:

- Debo marcharme y dejarte sola por breve tiempo. Ahí tienes las llaves de la casa: puedes recorrerla toda y ver cuanto hay en ella. Sólo no entrarás en la habitación correspondiente a esta llavecita. Te lo prohibo bajo pena de muerte. - Dióle también un huevo, diciéndole: - Guárdame este huevo cuidadosamente, y llévalo siempre contigo, pues si se perdiese ocurriría una gran desgracia.

Cogió la muchacha las llaves y el huevo, prometiendo cumplirlo todo al pie de la letra. Cuando se hubo marchado el brujo, visitó ella toda la casa, de arriba abajo, y vio que todos los aposentos relucían de oro y plata, como jamás soñara tal magnificencia. Llegó, por fin, ante la puerta prohibida, y su primera intención fue pasar de largo; pero la curiosidad no la dejaba en paz. Miró la llave y vio que era igual a las otras, la metió en la cerradura, y, casi sin hacer ninguna fuerza, la puerta se abrió. Pero, ¿qué es lo que vieron sus ojos? En el centro de la pieza había una gran pila ensangrentada, llena de miembros humanos, y, junto a ella, un tajo y un hacha reluciente. Fue tal su espanto, que se le cayó en la pila el huevo que sostenía en la mano, y, aunque se apresuró a recogerlo y secar la sangre, todo fue inútil; no hubo medio de borrar la mancha, por mucho que la lavó y frotó.

A poco regresaba de su viaje el hombre, y lo primero que hizo fue pedirle las llaves y el huevo. Dióselo todo ella, pero las manos le temblaban, y el brujo comprendió, por la mancha roja, que la muchacha había entrado en la cámara sangrienta:

- Puesto que has entrado en el aposento, contraviniendo mi voluntad - le dijo, - volverás a entrar ahora en contra de la tuya. Tu vida ha terminado.

La derribó al suelo, la arrastró por los cabellos, púsole la cabeza sobre el tajo y se la cortó de un hachazo, haciendo fluir su sangre por el suelo. Luego echó el cuerpo en la pila, con los demás.

- Iré ahora por la segunda - se dijo el brujo. Y, adoptando nuevamente la figura de un pordiosero, volvió a llamar a la puerta de aquel hombre para pedir limosna. Dióle la segunda hermana un pedazo de pan, y el hechicero se apoderó de ella con sólo tocarla, como hiciera con la otra, y se la llevó. La muchacha no tuvo mejor suerte que su hermana: cediendo a la curiosidad, abrió la cámara sangrienta y, al regreso de su raptor, hubo de pagar también con la cabeza. El brujo raptó luego la tercera, que era lista y astuta. Una vez hubo recibido las llaves y el huevo, lo primero que hizo en cuanto el hombre partió, fue poner el huevo a buen recaudo; luego registró toda la casa y, en último lugar, abrió el aposento vedado. ¡Dios del cielo, qué espectáculo! Sus dos hermanas queridas, lastimosamente despedazadas, yacían en la pila. La muchacha no perdió tiempo en lamentaciones, sino que se puso en seguida a recoger sus miembros y acoplarlos debidamente: cabeza, tronco, brazos y piernas. Y cuando ya no faltó nada, todos los miembros empezaron a moverse y soldarse, y las dos doncellas abrieron los ojos y recobraron la vida. Con gran alegría, se besaron y abrazaron cariñosamente.

El hombre, a su regreso, pidió en seguida las llaves y el huevo; y al no descubrir en éste ninguna huella de sangre, dijo:

- ¡Tú has pasado la prueba, tú serás mi novia!

Pero desde aquel momento había perdido todo poder sobre ella, y tenía que hacer a la fuerza lo que ella le exigía.

- Pues bien - le dijo la muchacha -, ante todo llevarás a mi padre y a mi madre un cesto lleno de oro, transportándolo sobre tu espalda; entretanto, yo prepararé la boda.

Y, corriendo a ver sus hermanas, que había ocultado en otro aposento, les dijo:

- Éste es el momento en que puedo salvaros; el malvado os llevará a casa él mismo; pero en cuanto estéis allí, enviadme socorro. - Metió a las dos en una gran cesta, las cubrió de oro y, llamando al brujo, le dijo: - Ahora llevarás este cesto a mi casa, y no se te ocurra detenerte en el camino a descansar, que yo te estaré mirando desde mi ventanita.

Cargóse el brujo la cesta a la espalda y emprendió su ruta; mas pesaba tanto, que pronto el sudor empezó a manarle por el rostro. Sentóse para descansar unos minutos; pero, inmediatamente, salió del cesto una voz:

- Estoy mirando por mi ventanita y veo que te paras. ¡Andando, enseguida!

Creyó él que era la voz de su novia y púsose a caminar de nuevo. Quiso repetir la parada al cabo de un rato; pero enseguida se dejó oír la misma voz:

- Estoy mirando por mi ventanita y veo que te paras. ¡Andando, enseguida!. - Y así cada vez que intentaba detenerse, hasta que, finalmente, llegó a la casa de las muchachas, gimiendo y jadeante, y dejó en ella el cesto que contenía las dos doncellas y el oro.

Mientras tanto, la novia disponía en casa la fiesta de la boda, a la que invitó a todos los amigos del brujo. Cogió luego una calavera que regañaba los dientes, púsole un adorno y una corona de flores y, llevándola arriba, la colocó en un tragaluz, como si mirase afuera. Cuando ya lo tuvo todo dispuesto, metióse ella en un barril de miel y luego se revolcó entre las plumas de un colchón, que partió en dos, con lo que las plumas se le pegaron en todo el cuerpo y tomó el aspecto de un ave rarísima; nadie habría sido capaz de reconocerla. Encaminóse entonces a su casa, y durante el camino se cruzó con algunos de los invitados a la boda, los cuales le preguntaron:

" - ¿De dónde vienes, pájaro embrujado?

- De la casa del brujo me han soltado.

- ¿Qué hace, pues, la joven prometida?

- La casa tiene ya toda barrida,

y ella, compuesta y aseada,

mirando está por el tragaluz de la entrada."

Finalmente, encontróse con el novio, que volvía caminando pesadamente y que, como los demás, le preguntó:

" - ¿De dónde vienes, pájaro embrujado?

- De la casa del brujo me han soltado.

- ¿Qué hace, pues, mi joven prometida?

- La casa tiene ya toda barrida,

y ella, compuesta y aseada,

mirando está por el tragaluz de la entrada."

Levantó el novio la vista y, viendo la compuesta calavera, creyó que era su prometida y le dirigió un amable saludo con un gesto de la cabeza. Pero en cuanto hubo entrado en la casa junto con sus invitados, presentáronse los hermanos y parientes de la novia, que habían acudido a socorrerla. Cerraron todas las puertas para que nadie pudiese escapar y prendieron fuego a la casa, haciendo morir abrasado al brujo y a toda aquella chusma.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

47. El enebro

Hermanos Grimm

Hace ya mucho, mucho tiempo, como unos dos mil años, vivía un hombre millonario que tenía una mujer tan bella como piadosa. Se amaban tiernamente, pero no tenían hijos, a pesar de lo mucho que los deseaban; la esposa los pedía al cielo día y noche; pero no venía ninguno. Frente a su casa, en un patio, crecía un enebro, y un día de invierno en que la mujer se encontraba debajo de él pelando una manzana, se cortó en un dedo y la sangre cayó en la nieve.

- ¡Ay! - exclamó con un profundo suspiro, y, al mirar la sangre, le entró una gran melancolía: "¡Si tuviese un hijo rojo como la sangre y blanco como la nieve!," y, al decir estas palabras, sintió de pronto en su interior una extraña alegría; tuvo el presentimiento de que iba a ocurrir algo inesperado.

Entró en su casa, pasó un mes y se descongeló la nieve; a los dos meses, todo estaba verde, y las flores brotaron del suelo; a los cuatro, todos los árboles eran un revoltijo de nuevas ramas verdes. Cantaban los pajaritos, y sus trinos resonaban en todo el bosque, y las flores habían caído de los árboles al terminar el quinto mes; y la mujer no se cansaba de pasarse horas y horas bajo el enebro, que tan bien olía. El corazón le saltaba de gozo, cayó de rodillas y no cabía en sí de regocijo. Y cuando ya hubo transcurrido el sexto mes, y los frutos estaban ya abultados y jugosos, sintió en su alma una gran placidez y quietud. Al llegar el séptimo mes comió muchas bayas de enebro, y enfermó y sintió una profunda tristeza. Pasó luego el octavo mes, llamó a su marido y, llorando, le dijo:

- Si muero, entiérrame bajo el enebro.

Y, de repente, se sintió consolada y contenta, y de este modo transcurrió el mes noveno. Dio entonces a luz un niño blanco como la nieve y colorado como la sangre, y, al verlo, fue tal su alegría, que murió.

Su esposo la enterró bajo el enebro, y no terminaba de llorar; al cabo de algún tiempo, sus lágrimas empezaron a manar menos copiosamente, al fin se secaron, y el hombre tomó otra mujer.

Con su segunda esposa tuvo una hija, y ya dijimos que del primer matrimonio le había quedado un niño rojo como la sangre y blanco como la nieve. Al ver la mujer a su hija, quedó prendada de ella; pero cuando miraba al pequeño, los celos le oprimía el corazón; le parecía que era un estorbo continuo, y no pensaba sino en tratar que toda la fortuna quedase para su hija. El demonio le inspiró un odio profundo hacia el niño; empezó a mandarlo de un rincón a otro, tratándolo a empujones y codazos, por lo que el pobre pequeñito vivía en constante sobresalto. Cuando volvía de la escuela, no había un momento de reposo para él.

Un día en que la mujer estaba en el piso de arriba, acudió su hijita y le dijo:

- ¡Mamá, dame una manzana!

- Sí, hija mía - asintió la madre, y le ofreció una muy hermosa que sacó del arca. Pero aquella arca tenía una tapa muy grande y pesada, con una cerradura de hierro ancha y cortante.

- Mamá - prosiguió la niña -, ¿no podrías darle también una al hermanito?

La mujer hizo un gesto de mal humor, pero respondió:

- Sí, cuando vuelva de la escuela.

Y he aquí que cuando lo vio venir desde la ventana, como si en aquel mismo momento hubiese entrado en su alma el demonio, quitando a la niña la manzana que le diera, le dijo:

- ¡No vas a tenerla tú antes que tu hermano!

Y volviendo el fruto al arca, la cerró. Al llegar el niño a la puerta, el maligno le inspiró que lo acogiese cariñosamente:

- Hijo mío, ¿te apetecería una manzana? - preguntó al pequeño, mirándolo con ojos coléricos.

- Mamá - respondió el niño, - ¡pones una cara que me asusta! ¡Sí, quiero una manzana!

Y la voz interior del demonio le hizo decir:

- Ven conmigo - y, levantando la tapa de la caja: - agárralo tú mismo.

Y al inclinarse el pequeño, volvió a tentarla el diablo. De un golpe brusco cerró el arca con tanta violencia, que cortó en redondo la cabeza del niño, la cual cayó entre las manzanas. En el mismo instante sintió la mujer una gran angustia y pensó: "¡Ojalá no lo hubiese hecho!." Bajó a su habitación y sacó de la cómoda un paño blanco; colocó nuevamente la cabeza sobre el cuello, le ató el paño a modo de bufanda, de manera que no se notara la herida, y sentó al niño muerto en una silla delante de la puerta, con una manzana en la mano.

Mas tarde, Marlenita entró en la cocina, en busca de su madre. Ésta estaba junto al fuego y agitaba el agua hirviendo que tenía en un puchero.

- Mamá - dijo la niña, - el hermanito está sentado delante de la puerta; está todo blanco y tiene una manzana en la mano. Le he pedido que me la dé, pero no me responde. ¡Me ha dado mucho miedo!

- Vuelve – le dijo la madre, - y si tampoco te contesta, le pegas un coscorrón.

Y salió Marlenita y dijo:

- ¡Hermano, dame la manzana! - Pero al seguir, él callado, la niña le pegó un golpe en la cabeza, la cual, se desprendió, y cayó al suelo. La chiquita se asustó terriblemente y rompió a llorar y gritar. Corrió al lado de su madre y exclamó:

- ¡Ay mamá! ¡He cortado la cabeza a mi hermano! - y lloraba desconsoladamente.

- ¡Marlenita! - exclamó la madre. - ¿Qué has hecho? Pero cállate, que nadie lo sepa. Como esto ya no tiene remedio, lo cocinaremos en estofado.

Y, tomando el cuerpo del niño, lo cortó a pedazos, lo echó en la olla y lo coció. Mientras, Marlenita no hacía sino llorar y más llorar, y tantas lágrimas cayeron al puchero, que no hubo necesidad de echarle sal. Al llegar el padre a casa, se sentó a la mesa y preguntó:

- ¿Dónde está mi hijo?

Su mujer le sirvió una gran fuente, muy grande, de carne con salsa negra, mientras Marlenita seguía llorando sin poder contenerse. Repitió el hombre:

- ¿Dónde está mi hijo?

- ¡Ay! - dijo la mujer -, se ha marchado a casa de los parientes de su madre; quiere pasar una temporada con ellos.

- ¿Y qué va a hacer allí? Por lo menos podría haberse despedido de mí.

- ¡Estaba tan impaciente! Me pidió que lo dejase quedarse allí seis semanas. Lo cuidarán bien; está en buenas manos.

- ¡Ay! - exclamó el padre. - Esto me disgusta mucho. Ha obrado mal; siquiera podía haberme dicho adiós.

Y empezó a comer; dirigiéndose a la niña, dijo:

- Marlenita, ¿por qué lloras? Ya volverá tu hermano. ¡Mujer! - prosiguió, - ¡qué buena está hoy la comida! Sírveme más.

Y cuanto más comía, más deliciosa la encontraba.

- Ponme más - insistía, - no quiero que quede nada; me parece como si todo esto fuese mío.

Y seguía comiendo, tirando los huesos debajo de la mesa, hasta que ya no quedó ni pizca.

Pero Marlenita, yendo a su cómoda, sacó del cajón inferior su pañuelo de seda más bonito, envolvió en él los huesos que recogió de debajo de la mesa y se los llevó fuera, llorando lágrimas de sangre. Los depositó allí entre la hierba, debajo del enebro, y cuando lo hizo todo, sintió de pronto un gran alivio y dejó de llorar. Entonces el enebro empezó a moverse, y sus ramas a juntarse y separarse como cuando una persona, sintiéndose contenta de corazón, junta las manos dando palmadas. Se formó una especie de niebla que rodeó el arbolito, y en el medio de la niebla apareció de pronto una llama, de la cual salió volando un hermoso pajarito, que se elevó en el aire a gran altura, cantando melodiosamente. Y cuando había desaparecido, el enebro volvió a quedarse como antes; pero el paño con los huesos se había esfumado. Marlenita sintió en su alma una paz y gran alegría, como si su hermanito viviese aún. Entró nuevamente en la casa, se sentó a la mesa y comió su comida.

Pero el pájaro siguió volando, hasta llegar a la casa de un orfebre, donde se detuvo y se puso a cantar:

"Mi madre me mató,

mi padre me comió,

y mi buena hermanita

mis huesecitos guardó,

Los guardó en un pañito

de seda, ¡muy bonito!,

y al pie del enebro los enterró.

Kivit, kivit, ¡qué lindo pajarito soy yo!"

El orfebre estaba en su taller haciendo una cadena de oro, y al oír el canto del pájaro que se había posado en su tejado, le pareció que nunca había oído nada tan hermoso. Se levantó, y al pasar el dintel de la puerta, se le salió una zapatilla, y, así, tuvo que seguir hasta el medio de la calle descalzo de un pie, con el delantal puesto, en una mano la cadena de oro, y la tenaza en la otra; y el sol inundaba la calle con sus brillantes rayos. Levantando la cabeza, el orfebre miró al pajarito:

- ¡Qué bien cantas! - le dijo -. ¡Repite tu canción!

- No - contestó el pájaro; - si no me pagan, no la vuelvo a cantar. Dame tu cadena y volveré a cantar.

- Ahí tienes la cadena - dijo el orfebre -. Repite la canción.

Bajó volando el pájaro, cogió con la patita derecha la cadena y, posándose enfrente del orfebre, cantó:

"Mi madre me mató,

mi padre me comió,

y mí buena hermanita

mis huesecitos guardó.

Los guardó en un pañito

de seda, ¡muy bonito!,

y al pie del enebro los enterró.

Kivit, kivit, ¡qué lindo pajarito soy yo!"

Voló la avecilla a la tienda del zapatero y, posándose en el tejado, volvió a cantar:

"Mi madre me mató,

mi padre me comió,

y mi buena hermanita

mis huesecitos guardó.

Los guardó en un pañito

de seda, ¡muy bonito!,

y al pie del enebro los enterró.

Kivit, kivit, ¡qué lindo pajarito soy yo!"

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

48. El viejo Sultán

Hermanos Grimm

Un campesino tenía un perro muy fiel, llamado "Sultán," que se había hecho viejo en su servicio y ya no le quedaban dientes para sujetar su presa.

Un día, estando el labrador con su mujer en la puerta de la casa, dijo:

- Mañana mataré al viejo "Sultán"; ya no sirve para nada.

La mujer, compadecida del fiel animal, respondió:

- Nos ha servido durante tantos años, siempre con tanta lealtad, que bien podríamos darle ahora el pan de limosna.

- ¡Qué dices, mujer! -replicó el campesino-. ¡Tú no estás en tus cabales! No le queda un colmillo en la boca, ningún ladrón le teme; ya ha terminado su misión. Si nos ha servido, tampoco le ha faltado su buena comida.

El pobre perro, que estaba tendido a poca distancia tomando el sol, oyó la conversación y entróle una gran tristeza al pensar que el día siguiente sería el último de su vida. Tenía en el bosque un buen amigo, el lobo, y, al caer la tarde, se fue a verlo para contarle la suerte que le esperaba.

- Ánimo, compadre -le dijo el lobo-, yo te sacaré del apuro. Se me ha ocurrido una idea. Mañana, de madrugada, tu amo y su mujer saldrán a buscar hierba y tendrán que llevarse a su hijito, pues no quedará nadie en casa. Mientras trabajan, acostumbran dejar al niño a la sombra del vallado. Tú te pondrás a su lado, como para vigilarlo. Yo saldré del bosque y robaré la criatura, y tú simularás que sales en mí persecución. Entonces, yo soltaré al pequeño, y los padres, pensando que lo has salvado, no querrán causarte ya ningún daño, pues son gente agradecida; antes, al contrario, en adelante te tratarán a cuerpo de rey y no te faltará nada.

Parecióle bien al perro la combinación, y las cosas discurrieron tal como habían sido planeadas. El padre prorrumpió en grandes gritos al ver que el lobo escapaba con su hijo; pero cuando el viejo "Sultán" le trajo al pequeñuelo sano y salvo, acariciando contentísimo al animal, le dijo:

- Nadie tocará un pelo de tu piel, y no te faltará el sustento mientras vivas-. Luego se dirigió a su esposa: - Ve a casa enseguida y le cueces a "Sultán" unas sopas de pan, que ésas no necesita mascarlas, y le pones en su yacija la almohada de mi cama; se la regalo.

Y, desde aquel día, "Sultán" se dio una vida de príncipe.

Al poco tiempo acudió el lobo a visitarlo, felicitándolo por lo bien que había salido el ardid.

- Pero, compadre -añadió-, ahora será cosa de que hagas la vista gorda cuando se me presente oportunidad de llevarme una oveja de tu amo. Hoy en día resulta muy difícil ganarse la vida.

- Con eso no cuentes -respondióle el perro-; yo soy fiel a mi dueño, y en esto no puedo transigir.

El lobo pensó que no hablaba en serio, y, al llegar la noche, presentóse callandito, con ánimo de robar una oveja; pero el campesino, a quien el leal "Sultán" había revelado los propósitos de la fiera, estaba al acecho, armado del mayal, y le dio una paliza que no le dejó hueso sano. El lobo escapó con el rabo entre piernas; pero le gritó al perro:

- ¡Espera, mal amigo, me la vas a pagar!

A la mañana siguiente, el lobo envió al jabalí en busca del perro, con el encargo de citarlo en el bosque, para arreglar sus diferencias. El pobre "Sultán" no encontró más auxiliar que un gato que sólo tenía tres patas, y, mientras se dirigían a la cita, el pobre minino tenía que andar a saltos, enderezando el rabo cada vez, del dolor que aquel ejercicio le causaba. El lobo y el jabalí estaban ya en el lugar convenido, aguardando al can; pero, al verlo de lejos, creyeron que blandía un sable, pues tal les pareció la cola enhiesta del gato. En cuanto a éste, que avanzaba a saltos sobre sus tres patas, pensaron que cada vez cogía una piedra para arrojársela después. A los dos compinches les entró miedo; el jabalí se escurrió entre la maleza, y el lobo se encaramó a un árbol. Al llegar el perro y el gato, extrañáronse de no ver a nadie. El jabalí, empero, no había podido ocultarse del todo entre las matas y le salían las orejas. El gato, al dirigir en torno una cautelosa mirada, vio algo que se movía y, pensando que era un ratón, pegó un brinco y mordió con toda su fuerza. El jabalí echó a correr chillando desaforadamente y gritando:

- ¡El culpable está en el árbol!

Gato y perro levantaron la mirada y descubrieron al lobo, que, avergonzado de haberse comportado tan cobardemente, hizo las paces con "Sultán."

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

49. Los seis cisnes

Hermanos Grimm

Hallándose un rey de cacería en un gran bosque, salió en persecución de una pieza con tal ardor, que ninguno de sus acompañantes pudo seguirlo. Al anochecer detuvo su caballo y dirigiendo una mirada a su alrededor, se dio cuenta de que se había extraviado y, aunque trató de buscar una salida no logró encontrar ninguna. Vio entonces a una vieja, que se le acercaba cabeceando. Era una bruja.

- Buena mujer -le dijo el Rey-, ¿no podrías indicarme un camino para salir del bosque?.

- Oh, si, Señor rey -respondió la vieja-. Si puedo, pero con una condición. Si no la aceptáis, jamás saldréis de esta selva. Y moriréis de hambre.

- ¿Y qué condición es ésa? -preguntó el Rey.

- Tengo una hija -declaró la vieja-, hermosa como no encontraríais otra igual en el mundo entero, y muy digna de ser vuestra esposa. Si os comprometéis a hacerla Reina, os mostraré el camino para salir del bosque. El Rey, aunque angustiado en su corazón, aceptó el trato, y la vieja lo condujo a su casita, donde su hija estaba sentada junto al fuego. Recibió al Rey como si lo hubiese estado esperando, y aunque el soberano pudo comprobar que era realmente muy hermosa, no le gustó, y no podía mirarla sin un secreto terror. Cuando la doncella hubo montado en la grupa del caballo, la vieja indicó el camino al Rey, y la pareja llegó, sin contratiempo, al palacio, donde poco después se celebró la boda.

El Rey estuvo ya casado una vez, y de su primera esposa le habían quedado siete hijos: seis varones y una niña, a los que amaba más que todo en el mundo. Temiendo que la madrastra los tratara mal o llegara tal vez a causarles algún daño, los llevó a un castillo solitario, que se alzaba en medio de un bosque. Tan oculto estaba y tan difícil era el camino que conducía allá, que ni él mismo habría sido capaz de seguirlo a no ser por un ovillo maravilloso que un hada le había regalado. Cuando lo arrojaba delante de sí, se desenrollaba él solo y le mostraba el camino. Pero el rey salía con tanta frecuencia a visitar a sus hijos, que, al cabo, aquellas ausencias chocaron a la Reina, la cual sintió curiosidad por saber qué iba a hacer solo al bosque. Sobornó a los criados, y éstos le revelaron el secreto, descubriéndole también lo referente al ovillo, único capaz de indicar el camino. Desde entonces la mujer no tuvo un momento de reposo hasta que hubo averiguado el lugar donde su marido guardaba la milagrosa madeja. Luego confeccionó unas camisetas de seda blanca y, poniendo en práctica las artes de brujería aprendidas de su madre, hechizó las ropas. Un día en que el Rey salió de caza, cogió ella las camisetas y se dirigió al bosque. El ovillo le señaló el camino. Los niños, al ver desde lejos que alguien se acercaba, pensando que sería su padre, corrieron a recibirlo, llenos de gozo. Entonces ella les echó a cada uno una de las camisetas y, al tocar sus cuerpos, los transformó en cisnes, que huyeron volando por encima del bosque. Ya satisfecha regresó a casa creyéndose libre de sus hijastros. Pero resultó que la niña no había salido con sus hermanos, y la Reina ignoraba su existencia. Al día siguiente, el Rey fue a visitar a sus hijos y sólo encontró a la niña.

- ¿Dónde están tus hermanos? -le preguntó el Rey.

- ¡Ay, padre mío! -respondió la pequeña-. Se marcharon y me dejaron sola - y le contó lo que viera desde la ventana: cómo los hermanitos transformados en cisnes, habían salido volando por encima de los árboles; y le mostró las plumas que habían dejado caer y ella había recogido. Se entristeció el Rey, sin pensar que la Reina fuese la artista de aquella maldad. Temiendo que también le fuese robada la niña, quiso llevársela consigo. Mas la pequeña tenía miedo a su madrastra, y rogó al padre le permitiera pasar aquella noche en el castillo solitario.

Pensaba la pobre muchachita: "No puedo ya quedarme aquí; debo salir en busca de mis hermanos." Y, al llegar la noche, huyó a través del bosque. Anduvo toda la noche y todo el día siguiente sin descansar, hasta que la rindió la fatiga. Viendo una cabaña solitaria, entró en ella y halló un aposento con seis diminutas camas; pero no se atrevió a meterse en ninguna, sino que se deslizó debajo de una de ellas, dispuesta a pasar la noche sobre el duro suelo.

Más a la puesta del sol oyó un rumor y, al mismo tiempo, vio seis cisnes que entraban por la ventana. Se posaron en el suelo y se soplaron mutuamente las plumas, y éstas les cayeron, y su piel de cisne quedo alisada como una camisa. Entonces reconoció la niña a sus hermanitos y, contentísima, salió a rastras de debajo de la cama. No se alegraron menos ellos al ver a su hermana; pero el gozo fue de breve duración.

- No puedes quedarte aquí -le dijeron-, pues esto es una guarida de bandidos. Si te encuentran cuando lleguen, te matarán.

- ¿Y no podríais protegerme? -preguntó la niña.

- No -replicaron ellos-, pues sólo nos está permitido despojarnos, cada noche, que nuestro plumaje de cisne durante un cuarto de hora, tiempo durante el cual podemos vivir en nuestra figura humana, pero luego volvemos a transformarnos en cisnes.

Preguntó la hermanita, llorando:

- ¿Y no hay modo de desencantaros?

- No -dijeron ellos-, las condiciones son demasiado terribles. Deberías permanecer durante seis años sin hablar ni reír, y en este tiempo tendrías que confeccionarnos seis camisas de velloritas. Una sola palabra que saliera de tu boca, lo echaría todo a rodar.

Y cuando los hermanos hubieron dicho esto, transcurrido ya el cuarto de hora, volvieron a remontar el vuelo, saliendo por la ventana.

Pero la muchacha había adoptado la firme resolución de redimir a sus hermanos, aunque le costase la vida. Salió de la cabaña y se fue al bosque, donde pasó la noche, oculta entre el ramaje de un árbol. A la mañana siguiente empezó a recoger velloritas para hacer las camisas. No podía hablar con nadie, y, en cuanto a reír, bien pocos motivos tenía. Llevaba ya mucho tiempo en aquella situación, cuando el Rey de aquel país, yendo de cacería por el bosque, pasó cerca del árbol que servía de morada a la muchacha. Unos monteros la vieron y la llamaron:

- ¿Quién eres? -pero ella no respondió.

- Baja -insistieron los hombres-. No te haremos ningún daño -. Más la doncella se limitó a sacudir la cabeza. Los cazadores siguieron acosándola a preguntas, y ella les echó la cadena de oro que llevaba al cuello, creyendo que así se darían por satisfechos. Pero como los hombres insistieran, les echó el cinturón y luego las ligas y, poco a poco, todas las prendas de que pudo desprenderse, quedando, al fin, sólo con la camiseta. Más los tercos cazadores treparon a la copa del árbol y, bajando a la muchacha, la condujeron ante el Rey, el cual le pregunto:

- ¿Quién eres? ¿Qué haces en el árbol? -pero ella no respondió. El Rey insistió, formulando de nuevo las mismas preguntas en todas las lenguas que conocía. Pero en vano; ella permaneció siempre muda. No obstante, viéndola tan hermosa, el Rey se sintió enternecido, y en su alma nació un gran amor por la muchacha. La envolvió en su manto y, subiéndola a su caballo, la llevó a palacio. Una vez allí mandó vestirla con ricas prendas, viéndose entonces la doncella más hermosa que la luz del día. Más no hubo modo de arrancarle una sola palabra. Sentóla a su lado en la mesa y su modestia y recato le gustaron tanto, que dijo:

- La quiero por esposa, y no querré a ninguna otra del mundo.

Y al cabo de algunos días se celebró la boda.

Pero la madre del Rey era una mujer malvada, a quien disgustó aquel casamiento, y no cesaba de hablar mal de su nuera.

- ¡Quién sabe de dónde ha salido esta chica que no habla! -Murmuraba-. Es indigna de un Rey.

Transcurrido algo más de un año, cuando la Reina tuvo su primer hijo, la vieja se lo quitó mientras dormía, y manchó de sangre la boca de la madre. Luego se dirigió al Rey y la acusó de haber devorado al niño. El Rey se negó a darle crédito, y mandó que nadie molestara a su esposa. Ella, empero, seguía ocupada constantemente en la confección de las camisas, sin atender otra cosa. Y con el próximo hijo que tuvo, la suegra repitió la maldad, sin que tampoco el Rey prestara oídos a sus palabras. Dijo:

- Es demasiado piadosa y buena, para ser capaz de actos semejantes. Si no fuese muda y pudiese defenderse, su inocencia quedaría bien patente.

Pero cuando, por tercera vez, la vieja robó al niño recién nacido y volvió a acusar a la madre sin que ésta pronunciase una palabra en su defensa, el Rey no tuvo más remedio que entregarla un tribunal, y la infeliz reina fue condenada a morir en la hoguera.

El día señalado para la ejecución de la sentencia resultó ser el que marcaba el término de los seis años durante los cuales le había estado prohibido hablar y reír. Así había liberado a sus queridos hermanos del hechizo que pesaba sobre ellos. Además, había terminado las seis camisas, y sólo a la última le faltaba la manga izquierda. Cuando fue conducida la hoguera, se puso las camisas sobre el brazo y cuando, ya atada al poste del tormento, dirigió una mirada a su alrededor, vio seis cisnes, que se acercaban en raudo vuelo. Comprendiendo que se aproximaba el momento de su liberación, sintió una gran alegría. Los cisnes llegaron a la pira y se posaron en ella, a fin de que su hermana les echara las camisas; y no bien éstas hubieron tocado sus cuerpos, se les cayó el plumaje de ave y surgieron los seis hermanos en su figura natural, sanos y hermosos. Sólo al menor le faltaba el brazo izquierdo, sustituido por un ala de cisne. Se abrazaron y se besaron, y la Reina, dirigiéndose al Rey, que asistía, consternado, a la escena, rompiendo, por fin, a hablar, le dijo:

- Esposo mío amadísimo, ahora ya puedo hablar y declarar que sido calumniada y acusada falsamente -y relató los engaños de que había sido víctima por la maldad de la vieja, que le había robado los tres niños, ocultándolos.

Los niños fueron recuperados, con gran alegría del Rey, y la perversa suegra, en castigo, hubo de subir a la hoguera y morir abrasada. El Rey y la Reina, con sus seis hermanos, vivieron largos años en paz y felicidad.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

50. La bella durmiente

Hermanos Grimm

Hace muchos años vivía un rey y una reina, que decían todos los días:

— ¡Ay, si tuviéramos un hijo! — y no les nacía ninguno; pero una vez, estando la reina bañándose, saltó una rana en el agua, la cual le dijo:

— Antes de un año verás cumplido tu deseo, y tendrás una hija.

No tardó en verificarse lo que había predicho la rana, pues la reina dio a luz una niña tan hermosa, que el rey, lleno de alegría, ignoraba que hacer y dispuso un gran festín, al cual invitó no sólo a sus parientes, amigos y conocidos, sino también a las hadas para que la niña fuese amable y de buenas costumbres. Había trece hadas en su reino, pero como sólo tenía doce cubiertos de oro, que son los únicos con que comen, una de ellas no podía asistir al banquete. Celebrose éste con gran magnificencia, y al terminarse, regaló a la niña cada una de las hadas un don especial; ésta la virtud, aquella la hermosura, la tercera las riquezas, y así le concedieron todo cuanto puede desearse en el mundo; mas apenas había hablado la undécima, entró de repente la decimotercera, deseosa de vengarse porque no la habían convidado, y sin saludar ni mirar a nadie, dijo en alta voz:

— La princesa se herirá con un huso al cumplir los quince años y quedará muerta en el acto.

Y salió de la sala sin decir otra palabra. Asustáronse todos los presentes, pero entró enseguida la duodécima que no había hecho aún su regalo; no pudiendo evitar el mal que había predicho su compañera, procuró modificarle y dijo:

— La princesa no morirá, pero estará sumergida en un profundo sueño por espacio de un siglo, del cual volverá, trascurrido este tiempo.

El rey, que quería evitar a su querida hija todo género de desgracias, dio la orden de que se quemasen todos los husos de su reino; pero la joven se hallaba adornada de todas las gracias que la habían concedido las hadas, pues era muy hermosa, amable, graciosa y entendida, de manera, que cuantos la veían, sentían hacia ella el mayor cariño. Mas al llegar el día en que cumplió los quince años, dio la casualidad de que se hallase sola en palacio por haber salido el rey y la reina; comenzó a recorrer aquella vasta morada, deseosa de saber lo que contenía y vio una tras otra todas las habitaciones hasta que llegó a una torre muy elevada; subió una estrecha escalera y llegó a una puerta, la cual no se tardó en abrir, dejándola ver una pequeña habitación, donde se hallaba una anciana con su huso hilando con la mayor laboriosidad.

— Buenos días, abuelita, — dijo la princesa—, ¿qué haces?

— Estoy hilando, — contestó la anciana haciendo una cortesía con la cabeza.

— ¿Qué es eso que se mueve con tanta ligereza? — continuó diciendo la niña; y fue a coger el huso para ponerse a hilar; pero apenas le había tocado, se realizó el encanto y se hirió en el dedo.

En el mismo instante en que sintió la cortadura fue a parar a su cama, donde cayó en un profundo sueño, el cual se extendió a todo el palacio. El rey y la reina, que habían entrado en aquel mismo momento se quedaron dormidos, igualmente que toda la corte; también se durmieron los caballos en la cuadra, los perros en el patio, las palomas en el techo, las moscas en la pared, y hasta el fuego que ardía en el fogón dejó de arder, y la comida cesó de cocer, y el cocinero y los pinches se durmieron por último, para que no quedase nadie despierto. Cesó también el viento y no volvió a moverse ni aun la hoja de un árbol de los alrededores del palacio.

No tardó mucho en nacer y crecer un zarzal en torno de aquel edificio, el cual fue haciéndose más grande cada día hasta que le cercó por completo, de manera que ni aun su techo se veía, y solo los ancianos del país podían dar alguna noticia de la hermosa Briar Rose que se hallaba allí dormida; pues con este nombre era conocida la princesa, y de tiempo en tiempo venían algunos príncipes que querían penetrar a través de la zarza en el palacio, mas les era imposible, pues las espinas se cerraban fuertemente, y los jóvenes quedaban cogidos por ellas, no pudiendo muchas veces soltarse, de modo que morían allí. Trascurridos muchos, muchos años, fue un príncipe a aquel país y oyó lo que refería un anciano de aquella zarza, detrás de la cual había un palacio, en el que dormía desde el siglo anterior una hermosa princesa, llamada Briar Rose, y con ella estaban dormidos el rey y la reina y toda la corte. Añadió además haber oído decir a su abuelo que muchos príncipes habían tratado ya de atravesar por el zarzal, pero que no lo habían podido conseguir, quedando en él muertos.

Entonces dijo el doncel:

— Yo no tengo miedo y he de ver a la bella Briar Rose.

El buen anciano quiso distraerle de su propósito, mas viendo que no lo conseguía, le dejó entregarse a su suerte. Pero precisamente entonces habían trascurrido los cien años y llegado el día, en el cual debía despertar, Briar Rose. Cuando se acercó el príncipe a la zarza, la halló convertida en un hermoso rosal, que abriéndose por sí mismo le dejó pasar cerrándose después. Llegó a la cuadra y vio dormidos a los perros y caballos, miró el techo y vio a las palomas con la cabeza debajo de las alas, y cuando entró en el edificio, notó que las moscas estaban dormidas en las paredes, el cocinero se hallaba en la cocina en actitud de llamar a los pinches, y la criada estaba cerca de un gallo que parecía dispuesto a cantar. Fue un poco más lejos y vio en un salón a toda la corte dormida, y al rey y a la reina durmiendo en su trono. Fue un poco más allá y todo se encontraba tranquilo, sin que se oyese el menor ruido, hasta que al fin llegó a la torre y abrió la puerta del cuarto en que dormía Briar Rose. Quedose mirándola, y era tan hermosa, que no pudo separar sus ojos de ella; se inclinó y le dio un beso, pero apenas la habían tocado sus labios, abrió los ojos Briar Rose, despertó y le miró con la mayor amabilidad. Bajaron entonces juntos y despertó el rey y la reina y toda la corte y se miraron unos a otros llenos de admiración; despertaron los caballos en la cuadra y comenzaron a relinchar, y los perros ladraron al levantarse y las palomas que se hallaban en el techo sacaron sus cabecitas de debajo de sus alas, miraron a su alrededor y echaron a volar; las moscas se separaron de las paredes, el fuego se reanimó y se puso a chisporrotear en la cocina y se coció la comida; el cocinero dio un cachete a cada pinche, los cuales comenzaron a llorar, y la criada despertó al canto del gallo. Celebrose entonces con grande magnificencia la boda del príncipe con Briar Rose y vivieron felices hasta el fin de sus días.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

51. Piñoncito

Hermanos Grimm

Un guardabosque salió un día de caza y, hallándose en el espesor de la selva, oyó de pronto unos gritos como de niño pequeño. Dirigiéndose hacia la parte de la que venían las voces, llegó al pie de un alto árbol, en cuya copa se veía una criatura de poca edad. Su madre se había quedado dormida, sentada en el suelo con el pequeño en brazos, y un ave de rapiña, al descubrir el bebé en su regazo, había bajado volando y, cogiendo al niño con el pico, lo había depositado en la copa del árbol.

Trepó a ella el guardabosque, y, recogiendo a la criatura, pensó: "Me lo llevaré a casa y lo criaré junto con Lenita." Y, dicho y hecho, los dos niños crecieron juntos. Al que había sido encontrado en el árbol, por haberlo llevado allí un ave le pusieron por nombre Piñoncito. Él y Lenita se querían tanto, tantísimo, que en cuanto el uno no veía al otro se sentía triste.

Tenía el guardabosque una vieja cocinera, la cual, un atardecer, cogió dos cubos y fue al pozo por agua; tantas veces repitió la operación, que Lenita, intrigada, hubo de preguntarle:

- ¿Para qué traes tanta agua, viejecita?

- Si no se lo cuentas a nadie, te lo diré -respondióle la cocinera. Aseguróle Lenita que no, que no se lo diría a nadie, y entonces le reveló la vieja su propósito-: Mañana temprano, en cuanto el guardabosque se haya marchado de caza, herviré esta agua, y, cuando ya esté hirviendo en el caldero, echaré en él a Piñoncito y lo coceré.

Por la mañana, de madrugada, levantóse el hombre y se fue al bosque, mientras los niños seguían aún en la cama. Entonces dijo Lenita a Piñoncito:

- Si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.

Respondióle Piñoncito:

- ¡Jamás de los jamases!

Y díjole Lenita:

- Pues voy a descubrirte una cosa a ti solo. Anoche, al ver que la vieja traía tantos cubos de agua del pozo, le pregunté por qué lo hacía, y me dijo que me lo diría si no se lo contaba a nadie. Yo se lo prometí, y entonces me dijo ella que esta mañana, cuando padre estuviese de caza, herviría el agua en el caldero, te echaría en él y te cocería. Así que levantémonos enseguida, vistámonos y nos escaparemos.

Levantáronse los dos niños, vistiéronse rápidamente y huyeron. Cuando el agua hirvió en el caldero, la cocinera se dirigió a la habitación en busca de Piñoncito, con el propósito de echarlo a cocer; pero al acercarse a la cama se encontró con que los dos pequeños se habían marchado. Entróle a la vieja un gran miedo, y pensó: "¿Qué diré cuando vuelva el guardabosque y vea que no están los niños? Hay que correr y traerlos de nuevo."

Envió a tres mozos, con el encargo de alcanzar a los niños y traerlos a casa. Los pequeños se habían sentado a la orilla del bosque, y, al ver de lejos a los tres criados que se dirigían hacia ellos, dijo Lenita a Piñoncito:

- Si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.

- ¡Jamás de los jamases! -respondió Piñoncito.

Y Lenita:

- Transfórmate en rosal, y yo seré una rosa.

Al llegar los tres criados al bosque no vieron más que un rosal con una sola rosa; pero de los niños, ni rastro. Dijéronse entonces:

- Aquí no hay nada -y, regresando a la casa, dijeron a la cocinera que sólo habían visto un rosal con una rosa. Riñólos la vieja:

- ¡Bobalicones! Debisteis cortar el rosal y traer a casa la rosa. ¡Id a buscarla corriendo!

Y tuvieron que encaminarse nuevamente al bosque. Pero los niños los vieron venir de lejos, y dijo Lenita:

- Piñoncito, si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.

Respondió Piñoncito:

- ¡Jamás de los jamases!

Y Lenita:

- Transfórmate en una iglesia, y yo seré una corona dentro de ella.

Al llegar los mozos vieron la iglesia, con la corona en su interior, por lo que se dijeron:

- ¡Qué vamos a hacer aquí! Volvámonos a casa.

Ya en ella, preguntóles la cocinera si habían encontrado algo. Ellos respondieron que no, aparte una iglesia con una corona dentro.

- ¡Zoquetes! -increpólos la vieja-. ¿Por qué no derribasteis la iglesia y trajisteis la corona?

Entonces se puso en camino la propia cocinera, acompañada de los tres criados, en busca de los niños. Pero éstos vieron acercarse a los tres hombres y, detrás de ellos, renqueando, a la vieja. Y dijo Lenita:

- Piñoncito, si tú no me abandonas, yo jamás te abandonaré.

Y dijo Piñoncito:

- ¡Jamás de los jamases!

- Pues transfórmate en un estanque, y yo seré un pato que nada en él -dijo Lenita.

Llegó la cocinera y, al ver el estanque, se tendió en la orilla para sorberlo. Pero el pato acudió nadando a toda prisa y, cogiéndola por la cabeza con el pico, se la hundió en el agua, y de este modo se ahogó la bruja. Los niños regresaron a casa, alegres y contentos; y si no han muerto, todavía deben de estar vivos.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

52. El rey Pico de Tordo

Hermanos Grimm

Había una vez un rey que tenía una hija cuya belleza física excedía cualquier comparación, pero era tan horrible en su espíritu, tan orgullosa y tan arrogante, que ningún pretendiente lo consideraba adecuado para ella. Los rechazaba uno tras otro, y los ridiculizaba lo más que podía.

En una ocasión el rey hizo una gran fiesta y repartió muchas invitaciones para los jóvenes que estuvieran en condición de casarse, ya fuera vecinos cercanos o visitantes de lejos. El día de la fiesta, los jóvenes fueron colocados en filas de acuerdo a su rango y posición. Primero iban los reyes, luego los grandes duques, después los príncipes, los condes, los barones y por último la clase alta pero no cortesana.

Y la hija del rey fue llevada a través de las filas, y para cada joven ella tenía alguna objeción que hacer: que muy gordo y parece un cerdo, que muy flaco y parece una caña, que muy blanco y parece de cal, que muy alto y parece una varilla, que calvo y parece una bola, que muy... , que...y que...., y siempre inventaba algo para criticar y humillar.

Así que siempre tenía algo que decir en contra de cada uno, pero a ella le simpatizó especialmente un buen rey que sobresalía alto en la fila, pero cuya mandíbula le había crecido un poco en demasía.

-"¡Bien."- gritaba y reía, -"ese tiene una barbilla como la de un tordo!"-

Y desde entonces le dejaron el sobrenombre de Rey Pico de Tordo.

Pero el viejo rey, al ver que su hija no hacía más que mofarse de la gente, y ofender a los pretendientes que allí se habían reunido, se puso furioso, y prometió que ella tendría por esposo al primer mendigo que llegara a sus puertas.

Pocos días después, un músico llegó y cantó bajo las ventanas, tratando de ganar alguito. Cuando el rey lo oyó, ordenó a su criado:

-"Déjalo entrar."-

Así el músico entró, con su sucio y roto vestido, y cantó delante del rey y de su hija, y cuando terminó pidió por algún pequeño regalo. El rey dijo:

-"Tu canción me ha complacido muchísimo, y por lo tanto te daré a mi hija para que sea tu esposa."

La hija del rey se estremeció, pero el rey dijo:

-"Yo hice un juramento de darte en matrimonio al primer mendigo, y lo mantengo."-

Todo lo que ella dijo fue en vano. El obispo fue traído y ella tuvo que dejarse casar con el músico en el acto. Cuando todo terminó, el rey dijo:

-"Ya no es correcto para tí, esposa de músico, permanecer de ahora en adelante dentro de mi palacio. Debes de irte junto con tu marido."-

El mendigo la tomó de la mano, y ella se vio obligada a caminar a pie con él. Cuando ya habían caminado un largo trecho llegaron a un bosque, y ella preguntó:

-"¿De quién será tan lindo bosque?"

-"Pertenece al rey Pico de Tordo. Si lo hubieras aceptado, todo eso sería tuyo."- respondió el músico mendigo.

-"¡Ay, que muchacha más infeliz soy, si sólo hubiera aceptado al rey Pico de Tordo!"

Más adelante llegaron a una pradera, y ella preguntó de nuevo:

-"¿De quién serán estas hermosas y verdes praderas?"-

-"Pertenecen al rey Pico de Tordo. Si lo hubieras aceptado, todo eso sería tuyo."- respondió otra vez el músico mendigo.

-"¡Ay, que muchacha más infeliz soy, si sólo hubiera aceptado al rey Pico de Tordo!"

Y luego llegaron a un gran pueblo, y ella volvió a preguntar:

-"¿A quién pertenecerá este lindo y gran pueblo?"-

-"Pertenece al rey Pico de Tordo. Si lo hubieras aceptado, todo eso sería tuyo."- respondió el músico mendigo.

-"¡Ay, que muchacha más infeliz soy, si sólo hubiera aceptado al rey Pico de Tordo!"

-"Eso no me agrada."- dijo el músico, oírte siempre deseando otro marido. ¿No soy suficiente para tí?"

Al fin llegaron a una pequeña choza, y ella exclamó:

-"¡Ay Dios!, que casita tan pequeña. ¿De quién será este miserable tugurio?"

El músico contestó:

-"Esta es mi casa y la tuya, donde viviremos juntos."-

Ella tuvo que agacharse para poder pasar por la pequeña puerta.

-"¿Dónde están los sirvientes?"- dijo la hija del rey.

-"¿Cuáles sirvientes?"- contestó el mendigo.

-"Tú debes hacer por tí misma lo que quieras que se haga. Para empezar enciende el fuego ahora mismo y pon agua a hervir para hacer la cena. Estoy muy cansado."

Pero la hija del rey no sabía nada de cómo encender fuegos o cocinar, y el mendigo tuvo que darle una mano para que medio pudiera hacer las cosas. Cuando terminaron su raquítica comida fueron a su cama, y él la obligó a que en la mañana debería levantarse temprano para poner en orden la pequeña casa.

Por unos días ellos vivieron de esa manera lo mejor que podían, y gastaron todas sus provisiones. Entonces el hombre dijo:

-"Esposa, no podemos seguir comiendo y viviendo aquí, sin ganar nada. Tienes que confeccionar canastas."-

Él salió, cortó algunas tiras de mimbre y las llevó adentro. Entonces ella comenzó a tejer, pero las fuertes tiras herían sus delicadas manos.

-"Ya veo que esto no funciona."- dijo el hombre.

-"Más bien ponte a hilar, talvez lo hagas mejor."-

Ella se sentó y trató de hilar, pero el duro hilo pronto cortó sus suaves dedos que hasta sangraron.

-"Ves"- dijo el hombre, -"no calzas con ningún trabajo. Veo que hice un mal negocio contigo. Ahora yo trataré de hacer comercio con ollas y utensilios de barro. Tú te sentarás en la plaza del mercado y venderás los artículos."-

-"¡Caray!"- pensó ella, -"si alguien del reino de mi padre viene a ese mercado y me ve sentada allí, vendiendo, cómo se burlará de mí."-

Pero no había alternativa. Ella tenía que estar allá, a menos que escogiera morir de hambre.

La primera vez le fue muy bien, ya que la gente estaba complacida de comprar los utensilios de la mujer porque ella tenía bonita apariencia, y todos pagaban lo que ella pedía. Y algunos hasta le daban el dinero y le dejaban allí la mercancía. De modo que ellos vivieron de lo que ella ganaba mientras ese dinero durara. Entonces el esposo compró un montón de vajillas nuevas.

Con todo eso, ella se sentó en la esquina de la plaza del mercado, y las colocó a su alrededor, listas para la venta. Pero repentinamente apareció galopando un jinete aparentemente borracho, y pasó sobre las vajillas de manera que todas se quebraron en mil pedazos. Ella comenzó a llorar y no sabía que hacer por miedo.

-"¡Ay no!, ¿Qué será de mí?"-, gritaba, -"¿Qué dirá mi esposo de todo esto?"-

Ella corrió a la casa y le contó a él todo su infortunio.

-"¿A quién se le ocurre sentarse en la esquina de la plaza del mercado con vajillas?"- dijo él.

-"Deja de llorar, ya veo muy bien que no puedes hacer un trabajo ordinario, de modo que fui al palacio de nuestro rey y le pedí si no podría encontrar un campo de criada en la cocina, y me prometieron que te tomarían, y así tendrás la comida de gratis."-

La hija del rey era ahora criada de la cocina, y tenía que estar en el fregadero y hacer los mandados, y realizar los trabajos más sucios. En ambas bolsas de su ropa ella siempre llevaba una pequeña jarra, en las cuales echaba lo que le correspondía de su comida para llevarla a casa, y así se mantuvieron.

Sucedió que anunciaron que se iba a celebrar la boda del hijo mayor del rey, así que la pobre mujer subió y se colocó cerca de la puerta del salón para poder ver. Cuando se encendieron todas las candelas, y la gente, cada una más elegante que la otra, entró, y todo se llenó de pompa y esplendor, ella pensó en su destino, con un corazón triste, y maldijo el orgullo y arrogancia que la dominaron y la llevaron a tanta pobreza.

El olor de los deliciosos platos que se servían adentro y afuera llegaron a ella, y ahora y entonces, los sirvientes le daban a ella algunos de esos bocadillos que guardaba en sus jarras para llevar a casa.

En un momento dado entró el hijo del rey, vestido en terciopelo y seda, con cadenas de oro en su garganta. Y cuando él vio a la bella criada parada por la puerta, la tomó de la mano y hubiera bailado con ella. Pero ella rehusó y se atemorizó mucho, ya que vio que era el rey Pico de Tordo, el pretendiente que ella había echado con burla. Su resistencia era indescriptible. Él la llevó al salón, pero los hilos que sostenían sus jarras se rompieron, las jarras cayeron, la sopa se regó, y los bocadillos se esparcieron por todo lado. Y cuando la gente vio aquello, se soltó una risa generalizada y burla por doquier, y ella se sentía tan avergonzada que desearía estar kilómetros bajo tierra en ese momento. Ella se soltó y corrió hacia la puerta y se hubiera ido, pero en las gradas un hombre la sostuvo y la llevó de regreso. Se fijó de nuevo en el rey y confirmó que era el rey Pico de Tordo. Entonces él le dijo cariñosamente:

-"No tengas temor. Yo y el músico que ha estado viviendo contigo en aquel tugurio, somos la misma persona. Por amor a tí, yo me disfracé, y también yo fui el jinete loco que quebró tu vajilla. Todo eso lo hice para abatir al espiritu de orgullo que te poseía, y castigarte por la insolencia con que te burlaste de mí."-

Entonces ella lloró amargamente y dijo:

-"He cometido un grave error, y no valgo nada para ser tu esposa."-

Pero él respondió:

-"Confórtate, los días terribles ya pasaron, ahora celebremos nuestra boda."-

Entonces llegaron cortesanas y la vistieron con los más espléndidos vestidos, y su padre y la corte entera llegó, y le desearon a ella la mayor felicidad en su matrimonio con el rey Pico de Tordo. Y que la dicha vaya en crecimiento. Son mis deseos, pues yo también estuve allí.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

53. Blancanieves

Hermanos Grimm

Era un crudo día de invierno, y los copos de nieve caían del cielo como blancas plumas. La Reina cosía junto a una ventana, cuyo marco era de ébano. Y como mientras cosía miraba caer los copos, con la aguja se pinchó un dedo, y tres gotas de sangre fueron a caer sobre la nieve. El rojo de la sangre se destacaba bellamente sobre el fondo blanco, y ella pensó: “¡Ah, sí pudiere tener una hija que fuere blanca como nieve, roja como la sangre y negra como el ébano de esta ventana!”. No mucho tiempo después le nació una niña que era blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y de cabello negro como la madera de ébano; y por eso le pusieron por nombre Blancanieves. Pero al nacer ella, murió la Reina.

Un año más tarde, el Rey volvió a casarse. La nueva Reina era muy bella, pero orgullosa y altanera, y no podía sufrir que nadie la aventajase en hermosura. Tenía un espejo prodigioso, y cada vez que se miraba en él, le preguntaba:

— Espejito en la pared, dime una cosa: ¿Quién es de este país la más hermosa? — y el espejo le contestaba, invariablemente:

— Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país.

La Reina quedaba satisfecha, pues sabía que el espejo decía siempre la verdad. Blancanieves fue creciendo y se hacía más bella cada día. Cuando cumplió los siete años, era tan hermosa como la luz del día y mucho más que la misma Reina. Al preguntar ésta un día al espejo:

— Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa? — respondió el espejo:

— Señora Reina, tú eres como una estrella, pero Blancanieves es mil veces más bella.

Se espantó la Reina, palideciendo de envidia y, desde entonces, cada vez que veía a Blancanieves sentía que se le revolvía el corazón; tal era el odio que abrigaba contra ella. Y la envidia y la soberbia, como las malas hierbas, crecían cada vez más altas en su alma, no dejándole un instante de reposo, de día ni de noche.

Finalmente, llamó un día a un servidor y le dijo:

— Llévate a la niña al bosque; no quiero tenerla más tiempo ante mis ojos. La matarás, y en prueba de haber cumplido mi orden, me traerás sus pulmones y su hígado.

Obedeció el cazador y se marchó al bosque con la muchacha. Pero cuando se disponía a clavar su cuchillo de monte en el inocente corazón de la niña, se echó ésta a llorar:

— ¡Piedad, buen cazador, déjame vivir! — suplicaba—. Me quedaré en el bosque y jamás volveré al palacio.

Y era tan hermosa, que el cazador, apiadándose de ella, le dijo:

— ¡Márchate entonces, pobrecilla!

Y pensó: “No tardarán las fieras en devorarte”.

Sin embargo, le pareció como si se le quitase una piedra del corazón por no tener que matarla. Y como acertara a pasar por allí un cachorro de jabalí, lo degolló, le sacó los pulmones y el hígado, y se los llevó a la Reina como prueba de haber cumplido su mandato. La perversa mujer los entregó al cocinero para que se los guisara, y se los comió convencida de que comía la carne de Blancanieves.

La pobre niña se encontró sola y abandonada en el inmenso bosque. Se moría de miedo, y el menor movimiento de las hojas de los árboles le daba un sobresalto. No sabiendo qué hacer, echó a correr por entre espinos y piedras puntiagudas, y los animales de la selva pasaban saltando por su lado sin causarle el menor daño. Siguió corriendo mientras la llevaron los pies y hasta que se ocultó el sol. Entonces vio una casita y entró en ella para descansar.

Todo era diminuto en la casita, pero tan primoroso y limpio, que no hay palabras para describirlo. Había una mesita cubierta con un mantel blanquísimo, con siete minúsculos platitos y siete vasitos; y al lado de cada platito había su cucharilla, su cuchillito y su tenedorcito. Alineadas junto a la pared se veían siete camitas, con sábanas de inmaculada blancura.

Blancanieves, como estaba muy hambrienta, comió un poquito de legumbres y un bocadito de pan de cada plato, y bebió una gota de vino de cada copita, pues no quería tomarlo todo de uno solo. Luego, sintiéndose muy cansada, quiso echarse en una de las camitas; pero ninguna era de su medida: resultaba demasiado larga o demasiado corta; hasta que, por fin, la séptima le vino bien; se acostó en ella, se encomendó a Dios y se quedó dormida.

Cerrada ya la noche, llegaron los dueños de la casita, que eran siete enanos que se dedicaban a excavar minerales en el monte. Encendieron sus siete lamparillas y, al iluminarse la habitación, vieron que alguien había entrado, pues las cosas no estaban en el orden en que ellos las habían dejado al marcharse.

Dijo el primero:

— ¿Quién se sentó en mi sillita?

El segundo:

— ¿Quién ha comido de mi platito?

El tercero:

— ¿Quién ha cortado un poco de mi pan?

El cuarto:

— ¿Quién ha comido de mi verdurita?

El quinto:

— ¿Quién ha pinchado con mi tenedorcito?

El sexto:

— ¿Quién ha cortado con mi cuchillito?

Y el séptimo:

— ¿Quién ha bebido de mi vasito?

Luego, el primero, recorrió la habitación y viendo un pequeño hueco en su cama, exclamó alarmado:

— ¿Quién se ha subido en mi camita?

Acudieron corriendo los demás y exclamaron todos:

— ¡Alguien estuvo echado en la mía!

Pero el séptimo, al examinar la suya, descubrió a Blancanieves, dormida en ella. Llamó entonces a los demás, los cuales acudieron presurosos y no pudieron reprimir sus exclamaciones de admiración cuando, acercando las siete lamparillas, vieron a la niña.

— ¡Oh, Dios mío; oh, Dios mío! — decían—, ¡qué criatura más hermosa!

Y fue tal su alegría, que decidieron no despertarla, sino dejar que siguiera durmiendo en la camita. El séptimo enano se acostó junto a sus compañeros, una hora con cada uno, y así transcurrió la noche. Al clarear el día se despertó Blancanieves y, al ver a los siete enanos, tuvo un sobresalto. Pero ellos la saludaron afablemente y le preguntaron:

— ¿Cómo te llamas?

— Me llamo Blancanieves — respondió ella.

— ¿Y cómo llegaste a nuestra casa? — siguieron preguntando los hombrecillos. Entonces ella les contó que su madrastra había dado orden de matarla, pero que el cazador le había perdonado la vida, y ella había estado corriendo todo el día, hasta que, al atardecer, encontró la casita.

Dijeron los enanos:

— ¿Quieres cuidar de nuestra casa? ¿Cocinar, hacer las camas, lavar, remendar la ropa y mantenerlo todo ordenado y limpio? Si es así, puedes quedarte con nosotros y nada te faltará.

— ¡Sí! — exclamó Blancanieves—. Con mucho gusto — y se quedó con ellos.

A partir de entonces, cuidaba la casa con todo esmero. Por la mañana, ellos salían a la montaña en busca de mineral y oro, y al regresar, por la tarde, encontraban la comida preparada. Durante el día, la niña se quedaba sola, y los buenos enanitos le advirtieron:

— Guárdate de tu madrastra, que no tardará en saber que estás aquí. ¡No dejes entrar a nadie!

La Reina, entretanto, desde que creía haberse comido los pulmones y el hígado de Blancanieves, vivía segura de volver a ser la primera en belleza. Se acercó un día al espejo y le preguntó:

— Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa? — y respondió el espejo:

— Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella.

La Reina se sobresaltó, pues sabía que el espejo jamás mentía, y se dio cuenta de que el cazador la había engañado, y que Blancanieves no estaba muerta. Pensó entonces en otra manera de deshacerse de ella, pues mientras hubiese en el país alguien que la superase en belleza, la envidia no la dejaría reposar. Finalmente, ideó un medio. Se tiznó la cara y se vistió como una vieja buhonera, quedando completamente desconocida.

Así disfrazada se dirigió a las siete montañas y, llamando a la puerta de los siete enanitos, gritó:

— ¡Vendo cosas buenas y bonitas!

Se asomó Blancanieves a la ventana y le dijo:

— ¡Buenos días, buena mujer! ¿Qué traes para vender?

— Cosas finas, cosas finas — respondió la Reina—. Lazos de todos los colores — y sacó uno trenzado de seda multicolor.

“Bien puedo dejar entrar a esta pobre mujer”, pensó Blancanieves y, abriendo la puerta, compró el primoroso lacito.

— ¡Qué linda eres, niña! — exclamó la vieja—. Ven, que yo misma te pondré el lazo.

Blancanieves, sin sospechar nada, se puso delante de la vendedora para que le atase la cinta alrededor del cuello, pero la bruja lo hizo tan bruscamente y apretando tanto, que a la niña se le cortó la respiración y cayó como muerta.

— ¡Ahora ya no eres la más hermosa! — dijo la madrastra y se alejó precipitadamente.

Al cabo de poco rato, ya anochecido, regresaron los siete enanos. Imagínense su susto cuando vieron tendida en el suelo a su querida Blancanieves, sin moverse, como muerta. Corrieron a incorporarla y viendo que el lazo le apretaba el cuello, se apresuraron a cortarlo. La niña comenzó a respirar levemente, y poco a poco fue volviendo en sí. Al oír los enanos lo que había sucedido, le dijeron:

— La vieja vendedora no era otra que la malvada Reina. Guárdate muy bien de dejar entrar a nadie, mientras nosotros estemos ausentes.

La mala mujer, al llegar a palacio, corrió ante el espejo y le preguntó:

— Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa? — y respondió el espejo, como la vez anterior:

— Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella.

Al oírlo, del despecho, toda la sangre le afluyó al corazón, pues supo que Blancanieves continuaba viviendo. “Esta vez — se dijo—  idearé una trampa de la que no te escaparás”, y valiéndose de las artes diabólicas en que era maestra, fabricó un peine envenenado. Luego volvió a disfrazarse, adoptando también la figura de una vieja, y se fue a las montañas y llamó a la puerta de los siete enanos.

— ¡Buena mercancía para vender! — gritó.

Blancanieves, asomándose a la ventana, le dijo:

— Sigue tu camino, que no puedo abrirle a nadie.

— ¡Al menos podrás mirar lo que traigo! — respondió la vieja y, sacando el peine, lo levantó en el aire.

Pero le gustó tanto el peine a la niña que, olvidándose de todas las advertencias, abrió la puerta. Cuando se pusieron de acuerdo sobre el precio dijo la vieja:

— Ven que te peinaré como Dios manda.

La pobrecilla, no pensando nada malo, dejó hacer a la vieja; mas apenas hubo ésta clavado el peine en el cabello, el veneno produjo su efecto y la niña se desplomó insensible.

— ¡Dechado de belleza — exclamó la malvada bruja—, ahora sí que estás lista! — y se marchó.

Pero, afortunadamente, faltaba poco para la noche, y los enanitos no tardaron en regresar.

Al encontrar a Blancanieves inanimada en el suelo, enseguida sospecharon de la madrastra y, buscando, descubrieron el peine envenenado. Se lo quitaron rápidamente y, al momento, volvió la niña en sí y les explicó lo ocurrido. Ellos le advirtieron de nuevo que debía estar alerta y no abrir la puerta a nadie.

La Reina, de regreso en palacio, fue directamente a su espejo:

— Espejito en la pared, dime una cosa: ¿Quién es de este país la más hermosa? — y como las veces anteriores, respondió el espejo, al fin:

— Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella.

Al oír estas palabras del espejo, la malvada bruja se puso a temblar de rabia.

— ¡Blancanieves morirá — gritó—, aunque me haya de costar a mí la vida!

Y, bajando a una cámara secreta donde nadie tenía acceso sino ella, preparó una manzana con un veneno de lo más virulento. Por fuera era preciosa, blanca y sonrosada, capaz de hacer la boca agua a cualquiera que la viese. Pero un solo bocado significaba la muerte segura. Cuando tuvo preparada la manzana, se pintó nuevamente la cara, se vistió de campesina y se encaminó a las siete montañas, a la casa de los siete enanos. Llamó a la puerta. Blancanieves asomó la cabeza a la ventana y dijo:

— No debo abrir a nadie; los siete enanitos me lo han prohibido.

— Como quieras — respondió la campesina—. Pero yo quiero deshacerme de mis manzanas. Mira, te regalo una.

— No — contestó la niña—, no puedo aceptar nada.

— ¿Temes acaso que te envenene? — dijo la vieja—. Fíjate, corto la manzana en dos mitades: tú te comes la parte roja, y yo la blanca.

La fruta estaba preparada de modo que sólo el lado encarnado tenía veneno. Blancanieves miraba la fruta con ojos codiciosos, y cuando vio que la campesina la comía, ya no pudo resistir. Alargó la mano y tomó la mitad envenenada. Pero no bien se hubo metido en la boca el primer trocito, cayó en el suelo, muerta. La Reina la contempló con una mirada de rencor, y, echándose a reír, dijo:

— ¡Blanca como la nieve; roja como la sangre; negra como el ébano! Esta vez, no te resucitarán los enanos.

Y cuando, al llegar a palacio, preguntó al espejo:

— Espejito en la pared, dime una cosa: ¿Quién es de este país la más hermosa? — le respondió el espejo, al fin:

— Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país.

Sólo entonces se aquietó su envidioso corazón, suponiendo que un corazón envidioso pudiera aquietarse.

Los enanitos, al volver a su casa aquella noche, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, sin que de sus labios saliera el hálito más leve. Estaba muerta. La levantaron, miraron si tenía encima algún objeto emponzoñado, la desabrocharon, le peinaron el pelo, la lavaron con agua y vino, pero todo fue inútil. La pobre niña estaba muerta y bien muerta. La colocaron en un ataúd, y los siete, sentándose alrededor, la estuvieron llorando por espacio de tres días. Luego pensaron en darle sepultura; pero viendo que el cuerpo se conservaba lozano, como el de una persona viva, y que sus mejillas seguían sonrosadas, dijeron:

— No podemos enterrarla en el seno de la negra tierra — y mandaron fabricar una caja de cristal transparente que permitiese verla desde todos los lados. La colocaron en ella y grabaron su nombre con letras de oro: “Princesa Blancanieves”. Después transportaron el ataúd a la cumbre de la montaña, y uno de ellos, por turno, estaba siempre allí velándola. Y hasta los animales acudieron a llorar a Blancanieves: primero, una lechuza; luego, un cuervo y, finalmente, una palomita.

Y así estuvo Blancanieves mucho tiempo, reposando en su ataúd, sin descomponerse, como dormida, pues seguía siendo blanca como la nieve, roja como la sangre y con el cabello negro como ébano. Sucedió, entonces, que un príncipe que se había metido en el bosque se dirigió a la casa de los enanitos, para pasar la noche. Vio en la montaña el ataúd que contenía a la hermosa Blancanieves y leyó la inscripción grabada con letras de oro. Dijo entonces a los enanos:

— Denme el ataúd, pagaré por él lo que me pidan.

Pero los enanos contestaron:

— Ni por todo el oro del mundo lo venderíamos.

— En tal caso, regálenmelo — propuso el príncipe—, pues ya no podré vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y reverenciaré como a lo que más quiero.

Al oír estas palabras, los hombrecillos sintieron compasión del príncipe y le regalaron el féretro.

El príncipe mandó que sus criados lo transportasen en hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron con un madero, y de la sacudida saltó de la garganta de Blancanieves el bocado de la manzana envenenada, que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa abrió los ojos y recobró la vida.

Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo:

— ¡Dios Santo!, ¿Dónde estoy?

Y el príncipe le respondió, loco de alegría:

— Estás conmigo — y después de explicarle todo lo ocurrido, le dijo:

— Te quiero más que a nadie en el mundo. Ven al castillo de mi padre y serás mi esposa.

Accedió Blancanieves y se marchó con él al palacio, donde enseguida se dispuso la boda, que debía celebrarse con gran magnificencia y esplendor.

A la fiesta fue invitada también la malvada madrastra de Blancanieves. Una vez que se hubo ataviado con sus vestidos más lujosos, fue al espejo y le preguntó:

— Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa? — y respondió el espejo:

— Señora Reina, eres aquí como una estrella, pero la reina joven es mil veces más bella.

La malvada mujer soltó una palabrota y tuvo tal sobresalto, que quedó como fuera de sí. Su primer propósito fue no ir a la boda. Pero la inquietud la roía, y no pudo resistir al deseo de ver a aquella joven reina. Al entrar en el salón reconoció a Blancanieves y fue tal su espanto y pasmo, que se quedó clavada en el suelo sin poder moverse. Pero habían puesto ya al fuego unas zapatillas de hierro y estaban incandescentes. Tomándolas con tenazas, la obligaron a ponérselas, y hubo de bailar con ellas hasta que cayó muerta.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

Análisis de Blancanieves

Escrito en 1812 y originalmente titulado Schneewittchen (Aarne-Thompson, tipo 709), Blancanieves se trata de uno de los cuentos más famosos de los hermanos Grimm. Rápidamente se difundió por toda Europa, y traducido a muchas lenguas pronto traspasó las fronteras del Viejo continente, para constituir un relato clásico que millones de padres han transmitido a sus hijos por generaciones. En 1937 Walt Disney llevó el cuento al cine realizando el primer largometraje de dibujos animados de la historia. La versión que se realizó para la gran pantalla distorsionó en gran medida el mensaje original expresado por los hermanos Grimm. En los años 70, el feminismo radical realizó una dura crítica contra los cuentos populares, y su ataque más virulento fue hacia Blancanieves. Andrea Dworkin (1974), Robert Moore (1975), Kay Stone (1975) o Karen E. Rowe (1979), entre otras, pretendieron ver en Blancanieves una proyección de estereotipos engendrados por una supuesta cultura patriarcal. En 1977 el psicoanalista italiano Bruno Bettelheim realiza una interpretación del cuento desde el psicoanálisis freudiano. Para Bruno la historia se reduce a un problema de complejo de Edipo por parte de madre e hija.

En los últimos años hemos visto surgir sucesivas versiones del cuento en libros o películas que pretendiendo adaptar el texto para hacerlo menos cruel, menos machista, más ecológico,… han construido un producto que se opone y distorsiona el mensaje original.

En realidad, Blancanieves es una narración teológica, donde el Evangelio aparece presentado con un lenguaje simbólico que un alma sencilla puede entender. Por eso, Blancanieves es un cuento para niños y, como diría nuestra escritora favorita Johanna Spyri, para los que son como niños. A continuación presentamos un análisis que ayude a entender los símbolos cristianos que aparecen en este maravilloso relato, a partir del texto original realizado por los hermanos Grimm.    

El origen de la protagonista: Blancanieves es fruto del sueño de una madre en medio de un “crudo invierno”. El invierno es la época más dura del año: las temperaturas son bajas, el alimento escasea, y las horas de luz del día son pocas. El invierno representa el momento de mayor oscuridad en la vida de alguien. Fruto de esa oscuridad que todo lo llena, es que la madre se pincha en el dedo mientras cose y tres gotas de sangre resbalan hacia una nieve que, como un lienzo blanco, expresa la pureza inmaculada con que es creado el género humano (Blanca-nieve). Entonces, la Madre, exclama en un acto de pro-creación con Dios:

“¡Ah, sí pudiera tener una hija que fuera blanca como nieve, roja como la sangre y negra como el ébano de esta ventana!”.

En esta sencilla frase aparece resumida la historia de la salvación. El sacrificio de Dios que se ofrece por la humanidad. Una humanidad blanca como la nieve pero herida por la envidia de la madrastra. Herida que sangra y que es reconstruida y reparada a través de la cruz (representada por la madera de ébano de la ventana).

Orfandad: Pero Blancanieves se queda huérfana. Su madre fallece y su padre se casa con otra mujer. El tema de la orfandad indica que el relato que viene a continuación es una guía de maduración para el niño, algo con lo que puede aprender y que va a ser una guía práctica en su vida. A pesar de que la protagonista no tiene el apoyo de sus padres, ella va a superar las duras pruebas de la existencia. Pero la muerte de la Reina tiene además otro significado teológico. Al crear al hombre, Dios también muere para darle vida.

Crueldad de la Sombra: La nueva esposa del Rey es una mujer “orgullosa y altanera”. Además, posee un espejo (símbolo de la verdad) que es capaz de mostrar la realidad. Pero su orgullo solo la hace aceptar aquello que la agrada. Si algo la disgusta lo destruye, como vemos cuando pide al siervo-cazador los pulmones (símbolo del aliento-alma) e hígado (símbolo del cuerpo) de la joven. Cuando Prometeo roba el fuego de los dioses, Zeus le castiga a sufrir un tormento eterno atado a una montaña donde un águila le devoraba de día el hígado, que se regeneraba cada noche.

La crueldad de la Sombra se ve manifiesta cuando, no se contenta con ver muerta a la niña sino que, ordena al cocinero que prepare las vísceras para luego devorarlas. Este tema de engullir a la víctima lo vemos en muchos relatos de los hermanos Grimm y en la tradición narrativa de los cuentos en Europa. El lobo engulle y devora a Caperucita y a su abuela, y a los cabritillos del cuento. Ogros y brujas pretenden devorar a los protagonistas en Pulgarcito, Haensel y Gretel, Jack y las habichuelas, etc. La mitología clásica también lo expresa cuando Saturno devora a sus hijos. Y es que cuando el Mal ataca a una persona, destroza y aniquila no solo su alma, sino también su cuerpo.

La figura cambiante: El destino de la niña es la muerte, por mandato de la madrastra. Pero ella no puede ejecutarla y ordena a un secuaz suyo, un servidor de las tinieblas para que cumpla tal misión. Pero la providencia actúa y en un acto de misericordia (dar el corazón al mísero, al débil), el servidor-cazador salva la vida de Blancanieves y la deja libre. Según Joseph Campbell, este servidor constituye el arquetipo de figura cambiante. Un rol importante en los relatos y en la vida real, pues salva de apuros a nuestro héroe. Además, por este acto de misericordia, el cazador, cambia de bando. Ya no es siervo de las tinieblas, cambia su vida y es redimido.

La belleza: “Era tan hermosa como la luz del día y mucho más que la misma Reina”. Muchos ríos de tinta ha derramado el feminismo radical, escandalizado porque en Blancanieves, los autores solo primen su belleza, y descuiden otras cualidades que poseen las mujeres, como su inteligencia, su voluntad, o su capacidad para actuar. Pero nos olvidamos que Blancanieves es un símbolo que expresa el alma de cada persona. Y ¿Cuál es la más excelsa cualidad del alma? Pues su belleza. Ahora bien. Esta belleza no es la de la “apariencia” externa que aparece en la publicidad y que sólo se consigue comprando aquellos productos cosméticos que el mercader promete. La belleza del alma corresponde a un espíritu afable y sereno. Justo lo que le falta a la Madrastra.

“Que el adorno de ustedes no sea el externo: peinados ostentosos, joyas de oro o vestidos lujosos, sino que sea lo que procede de lo íntimo del corazón, con el adorno incorruptible de un espíritu tierno y sereno, lo cual es precioso delante de Dios”, 1 Pedro 3:3-4.

Un detalle a destacar es que cuando muere Blancanieves, su aspecto externo seguía siendo hermoso “viendo que el cuerpo se conservaba lozano, como el de una persona viva, y que sus mejillas seguían sonrosadas”. Por eso estuvo “sin descomponerse, como dormida, pues seguía siendo blanca como la nieve, roja como la sangre y con el cabello negro como ébano”. Pero cuando muere la joven pierde la gran Belleza pues el trozo de manzana ha herido de muerte su alma.

El bosque: En muchos cuentos el bosque actúa como símbolo del mundo y de las duras pruebas que este ofrece al hombre. El cazador lo expresa claramente cuando afirma: “No tardarán las fieras en devorarte”. Y es que muchas veces nos encontramos en el mundo, aislados y desamparados como Blancanieves: “La pobre niña se encontró sola y abandonada en el inmenso bosque”.

Los amigos: No es cierto que Blancanieves esté sola. Tú y yo no estamos solos en el mundo. Dios nos da 7 amigos que nos ayudan en la vida. Esos siete amigos (de nuevo aparece el número simbólico) son los sacramentos que dan alimento (eucaristía) y reparan las heridas del combate (bautismo, confesión, unción).

Pero el cazador no cuenta con la intervención divina que nos cuida y hace que “los animales de la selva pasasen saltando por su lado sin causarle el menor daño”.

La casita en la montaña: “Entonces vio una casita y entró en ella para descansar”. La casa de los enanitos representa a la Iglesia, como lugar de descanso en medio del bosque. Toda ella está ordenada, y las camas están vestidas con “sábanas de inmaculada blancura”. La versión de Disney distorsionó este símbolo empleado por los hermanos Grimm, presentando en el film una “pocilga” de casa, donde la misión de Blancanieves se reduce a mantenerla pulcra y ordenada. Esto ha servido de base para que la crítica del feminismo radical de los años 70 viera en esta actitud una “forma de opresión contra la mujer” fruto de lo que denominan “patriarcado”. Nada más lejos de la intención original de los autores.

Cuando Blancanieves llega a la casa repone fuerzas comiendo un “bocadito de pan de cada plato”, y bebe “una gota de vino de cada copita”. Esta sencilla imagen, que ha sido mutilada en muchas versiones del cuento, hace una clara alusión a la eucaristía. Por último Blancanieves reposa en la séptima camita, un claro símbolo del domingo (séptimo día de la semana) como día de descanso. Entonces la niña “se acostó en ella, se encomendó a Dios y se quedó dormida”.

Las lámparas: Otro de los símbolos que no se escapan a una persona religiosa es cuando llegan los enanos a su casa. Cada uno porta una lámpara, y la encienden al entrar en la vivienda. Esto nos llama la atención pues se entiende que llegarían de noche y deberían haberlas encendido fuera. Es por ello que las lámparas remiten a otro símbolo que encontramos en el Evangelio de las cinco vírgenes prudentes que esperan al novio con las lámparas encendidas.

“Entonces el Reino de Dios será semejante a diez muchachas, que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco sensatas”. Mt. 25. 1-2

El encuentro en la casa representa el encuentro de los invitados a la boda con la novia del esposo (el alma humana). Por ello cuando la ven dormida exclaman: “¡Oh, Dios mío; oh, Dios mío!, ¡qué criatura más hermosa!”.

Algunos critican la labor que encomiendan los enanos a Blancanieves. Quizás hubieran preferido que se encargara de conducir el tractor de la huerta, diseñar los planos del granero, o dedicarse a labores informáticas gestionando la página web www.sieteenanitos.com.

La permanencia en la casa de la joven se produce a cambio de un esfuerzo-misión muy sencillo por su parte: “cuidar de nuestra casa”. ¿Te parece poca misión para una persona que aspira a la santidad? Cuidar de su alma.

Estar vigilante: Aunque Blancanieves está segura en la casita-Iglesia, debe estar vigilante. Ya le previenen los enanos: “Guárdate de tu madrastra, que no tardará en saber que estás aquí. ¡No dejes entrar a nadie!”. El lector debe prestar atención que el aviso advierte de “no dejar entrar”, no que Blancanieves no pueda salir, como algunas lecturas malintencionadas pretenden ver. Quien quiera ver en este cuento un signo de un destino doméstico de la mujer, hace una lectura pobre y se pierde la enorme profundidad del mensaje del relato. La casita está en el bosque y en el bosque realiza su actividad Blancanieves, pero su hogar, su refugio y su descanso está en la casa de los enanos.

El mal acecha: La madrastra acecha a Blancanieves, como el mal nos está acechando continuamente. Reconocemos al Maligno por tres detalles: es mentiroso, es tramposo y pretende nuestra destrucción. Por eso la Madrastra se disfraza de buhonera, vieja y campesina, para engañar a Blancanieves con mentiras, y preparar venenos y pociones que acaben con su vida, usando las “artes diabólicas en que era maestra”.

La cinta: El primer intento del Mal es a través de una cinta que regala a Blancanieves. Esta cinta remite a aquella cinta que empleaban las mujeres en su cintura cuando estaban embarazadas. (1) El Maligno quiere apoderarse de la progenie de la mujer, tal y como delata el Apocalipsis:

"El Dragón se detuvo delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz." Apocalipsis, 12: 4

El peine: El segundo intento lo realiza sobre el pelo de Blancanieves usando un peine envenenado. Cortar la respiración o envenenar su comida son acciones lógicas cuando se quiere acabar con la vida de alguien, pero ¿Qué absurdo método es hacerlo con un peine emponzoñado, cuando es más práctico emplear una daga, una flecha o cualquier otra arma? ¿Qué quieren decir los autores con el peine? De nuevo, este sencillo objeto remite a un símbolo más poderoso. En la Sagrada Escritura, el pelo representa la fe. Recordemos a Sansón que no se cortaba la cabellera pues era expresión de su fe por el Dios vivo. Así que el Maligno intenta acabar ahora con Blancanieves, ahogando y envenenado su fe.

La manzana: En su tercer y definitivo intento, el Maligno prepara la muerte total del alma, por ello la madrastra desciende a una cámara secreta, donde nadie tenía acceso salvo ella y allí “preparó una manzana con un veneno de lo más virulento. Por fuera era preciosa, blanca y sonrosada, capaz de hacer la boca agua a cualquiera que la viese. Pero un solo bocado significaba la muerte segura.”

El símbolo de los hermanos Grimm es claro y diáfano para el cristiano. La manzana está representando el fruto del pecado original de nuestros primeros padres.

“Blancanieves miraba la fruta con ojos codiciosos”.

Al morder del fruto, la muerte entra en Blancanieves, como la muerte entró al género humano por Adán y Eva. Pero el relato del Génesis no dice nada de que el fruto fuera una manzana.

"Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió." Génesis, 3-6

¿De dónde pues ha quedado esa imagen en Occidente? Si bien la representación del fruto aparece en la iconografía del arte cristiano, no se especifica de manera clara que este fuera una manzana. Solo a partir de este cuento de los hermanos Grimm, quedó fijada esta fruta como símbolo del pecado original.

La muerte de Blancanieves: Por tres veces la malvada madrastra tratará de conseguir su propósito (el mal no descansa), como tres fueron las gotas derramadas por su madre en el origen. Pero lo interesante de la historia es que por dos veces Blancanieves muere, y otras dos veces resucita, gracias a la acción divina que actúa a través de los siete enanos (Iglesia-sacramentos). La vida de gracia alimenta, repara y reconstruye el alma herida.

“la lavaron con agua y vino, pero todo fue inútil. La pobre niña estaba muerta y bien muerta”.

¿De qué se consuela la madrastra? “¡Ahora ya no eres la más hermosa!” Ese es el objetivo del mal. El Maligno abomina la belleza humana, y no ceja en su empeño por destruirla. Él odia tu belleza y la mía, por eso quiere destruirnos.

Pero la muerte del alma es sólo la mitad de la historia. Después de Eva viene María, y  Cristo es el nuevo Adán. Ya lo dice San Pablo en la carta a los Romanos:

“Sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado para que fuera destruido el cuerpo del pecado y ya no sirviéramos al pecado” Ro 6,6

Pero la historia no termina aquí…

El Príncipe: “Sucedió, entonces, que un príncipe que se había metido en el bosque se dirigió a la casa de los enanitos, para pasar la noche.” Es difícil condensar en menos palabras y de forma tan poética la acción redentora de Jesucristo, porque a esta hora del análisis, supongo que el lector se habrá dado cuenta de quién es el Príncipe del cuento. Siento desilusionar a algunos, pero no hay príncipe azul terrenal que se compare con el que es capaz de salvar y resucitar el alma de Blancanieves.

Jesucristo es el Príncipe que se ha metido en el bosque del mundo. El bosque de la historia humana y se ha acercado a la “casa” para sufrir y padecer “la Noche” y vencer sobre la Muerte.

“Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él.” Juan 3, 16-17

Él es el único capaz de dar “lo que le pidan” con tal de rescatar nuestra alma.

El rescate: “…ya no podré vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y reverenciaré como a lo que más quiero”. Ese es el amor que tiene Dios con nosotros. Amor de Esposo por su amada Esposa. Como el día de la boda, el Príncipe acaba de pronunciar sus votos matrimoniales con nuestra alma.

“¿(El novio) aceptas a (la novia) como tu legítima esposa y prometes serle fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, amarla y respetarla todos los días de tu vida hasta que la muerte os separe?” Votos matrimoniales católicos.

La resurrección: Como en muchos cuentos, relatos y mitos… así como en la vida real, el héroe-heroína, tras la muerte, termina resucitando, y en este hecho tiene mucho que ver la intervención divina. Veamos como sucede en Blancanieves:

“El príncipe mandó que sus criados lo transportasen en hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron con un madero, y de la sacudida saltó de la garganta de Blancanieves el bocado de la manzana envenenada, que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa abrió los ojos y recobró la vida.

Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo:

— ¡Dios Santo!, ¿Dónde estoy?”

¿Dónde está el beso de la versión Disney? ¿Cuál es ese madero dónde tropiezan? ¿Qué representa ese trozo de manzana envenenada en la boca? Siento desilusionar a muchos, pero el Príncipe de Blancanieves NO BESA. (2)

Él toma en brazos el cuerpo sin vida de Blancanieves, lo rescata de la muerte para darle nueva vida. Esta intervención divina es el hecho sobrenatural que actúa en los cuentos y que se realiza de manera real en nuestras vidas. Cristo vence a la muerte y por el “madero” de la Cruz sale victorioso. El fragmento nos recuerda la resurrección de Lázaro en el Evangelio de san Juan:

“¿Dónde le habéis puesto? Le contestaron: Ven a verlo Señor. Jesús se echó a llorar, por lo que los judíos decían: Mirad cuánto lo quería… (entonces) gritó muy fuerte: ¡Lázaro, sal fuera! Y el muerto salió atado de pies y manos con vendas, y envuelta la cara en un sudario. Jesús les dijo: Desatadlo y dejadlo andar”. Jn. 11. 34-36, 43-44

El Cielo: Dios tiene esperando una recompensa para el alma santa. Esta promesa es la que pronuncia el Príncipe cuando la joven despierta de la muerte: “Te quiero más que a nadie en el mundo. Ven al castillo de mi padre y serás mi esposa.”

El Castillo del cuento es un símbolo del Reino de los Cielos, su padre es Dios celestial y la boda representa la unión esponsal entre Cristo y el alma humana.

“El Rey me ha llevado a sus estancias. Seamos felices y gocemos contigo.”. Cantar de los Cantares, 1. 4

El juicio final: La madrastra es invitada a la boda, y cuando reconoce a Blancanieves es cuando se queda petrificada en el suelo. El símbolo de las zapatillas incandescentes que han de ponerse con tenazas y que la obligan a danzar hasta la extenuación remiten al fuego eterno del infierno. Pues la justicia divina es clara e implacable:

“A ese criado inútil echadlo a las tinieblas exteriores. Allí será el llanto y el crujir de dientes”. Mt. 25.30

Este es quizás uno de los pasajes más polémicos del cuento, donde algunos han pretendido ver una crueldad gratuita por parte de los autores. Amparados en esta supuesta violencia del texto, algunos condenan la historia como no apta para niños. ¡Pobrecitos! Los jóvenes infantes podrán ver toda la violencia que se les presenta por televisión, el cine o las plataformas digitales, pero no podrán oír que la madrastra tuvo un castigo por actuar mal. En realidad lo que se pretende es usurpar esta joya de la literatura y de la teología al corazón de las nuevas generaciones

Espero que estas reflexiones ayuden a hacer justicia a este magnífico cuento que fue escrito hace unos 200 años para ser “contado” de generación en generación mostrando con imágenes vivas el relato de la Historia de la Salvación del género humano por Cristo Nuestro Señor.

José Alfredo Elía Marcos

(1) Algunas versiones del cuento han traducido la cinta como un corpiño que oprime el pecho de Blancanieves. Esta prenda se acerca más a la idea original de los hermanos Grimm, pues donde la vieja corta la respiración de la joven no es en el cuello, sino en el pecho.

(2) Recientemente las reporteras estadounidenses Julie Tremaine y Katie Dowd, bajo la lupa de la “cultura de la cancelación”, han solicitado a Disney eliminar la secuencia del beso en el film de 1937, por ser un “beso no consensuado” del príncipe a la protagonista. Detrás de todo esto está una idea instalada en la crítica del feminismo radical de que no debemos ser salvados por nadie. Cada uno se salva a sí mismo por su propias fuerzas. Por eso no quieren que las princesas sean rescatadas por príncipes. Con esto están negando la acción salvadora de Cristo (Príncipe) sobre el género humano (Princesa).

(3) Para profundizar más en el análisis de los cuentos recomendamos el Libro de Diego Blanco Albarova: Erase una vez. El Evangelio en los cuentos de la editorial Encuentro.

54. El morral, el sombrerillo y el cuerno

Hermanos Grimm

Érase que se eran tres hermanos; las cosas les habían ido de mal en peor, y al final su miseria era tan grande, que ya nada les quedaba donde hincar el diente. Dijeron entonces:

- Así no podemos seguir; mejor será que nos vayamos por esos mundos a probar fortuna.

Pusiéronse, pues, en camino y recorrieron muchos lugares y pisaron mucha hierba, sin que por ninguna parte se les presentase la buena suerte. De este modo llegaron un día a un dilatado bosque, en medio del cual se alzaba una montaña, y al acercarse vieron que toda ella era de plata. Dijo entonces el mayor:

- Ya he encontrado la fortuna que deseaba, y no aspiro a otra mayor.

Cogió toda la plata con que pudo cargar y se volvió a casa. Pero los otros dos dijeron:

- A la fortuna le pedimos algo más que plata -y, sin tocar el metal, siguieron su ruta.

Al cabo de otras dos o tres jornadas de marcha llegaron a una montaña, que era de oro puro. El segundo hermano se detuvo y se puso a reflexionar; estaba indeciso: "¿Qué debo hacer?- preguntábase-. ¿Tomar todo el oro que necesito para el resto de mi vida, o seguir adelante?."

Decidióse al fin; se llenó los bolsillos del metal, se despidió de su hermano y regresó a su casa.

El tercero reflexionó así: "El oro y la plata no me dicen gran cosa. Seguiré buscando la fortuna; tal vez me reserve algo mejor." Siguió caminando, y a los tres días llegó a un bosque, más vasto aún que el anterior; no se terminaba nunca, y como no encontrara nada de comer ni de beber, el mozo se vio en trance de morir de hambre. Trepó entonces a un alto árbol para ver si descubría el límite de aquella selva; pero las copas de los árboles se extendían hasta el infinito. Se dispuso a bajar al suelo, mientras pensaba, atormentado por el hambre: "¡Si por lo menos pudiese llenarme la tripa!." Y he aquí que, al tocar el suelo, vio con asombro, debajo del árbol, una mesa magníficamente puesta, cubierta de abundantes viandas que despedían un agradable tufillo. "Por esta vez -pensó-, mis deseos se cumplen en el momento oportuno," y, sin pararse a considerar quién había guisado y servido aquel banquete, acercóse a la mesa y comió hasta saciarse. Cuando hubo terminado, ocurriósele una idea:

"Sería lástima que este lindo mantel se perdiese y estropease en el bosque," y, después de doblarlo cuidadosamente, lo guardó en su morral. Reemprendió luego el camino hasta el anochecer, en que, volviendo a acuciarle el hambre, quiso poner el mantel a prueba. Lo extendió y dijo:

- Quisiera que volvieses a cubrirte de buenos manjares.

Y apenas hubo expresado su deseo, el lienzo quedó cubierto de platos, llenos de sabrosísimas viandas. "Ahora veo -díjose­ en qué cocina guisan para mí. Mejor es esto que el oro y la plata," pues se daba perfecta cuenta de que había encontrado una mesa prodigiosa.

Pero considerando que aquel mantel no era aún un tesoro suficiente para poder retirarse a vivir en su casa con tranquilidad y holgura, continuó sus andanzas, siempre en pos de la fortuna.

Un anochecer se encontró, en un bosque solitario, con un carbonero, todo tiznado y cubierto de polvo negro, que estaba haciendo carbón y tenía al fuego unas patatas destinadas a su cena.

- ¡Buenas noches, mirlo negro! -le dijo, saludándolo-. ¿Qué tal lo pasas, tan solito?

- Pues todos los días igual, y cada noche patatas para cenar -respondió el carbonero-. Si te apetecen, te invito.

- ¡Muchas gracias! -dijo el viajero-, no quiero privarte de tu comida; tú no esperabas invitados. Pero si te contentas con lo que yo pueda ofrecerte, serás tú mi huésped.

- ¿Y quién te traerá las viandas? Pues, por lo que veo, no llevas nada, y en dos horas a la redonda no hay quien pueda venderte comida.

- Así y todo -respondió el otro-, te voy a ofrecer una cena como jamás viste igual.

Y, sacando el mantel de la mochila, lo extendió en el suelo y dijo: "¡Mantelito, cúbrete!," y en el acto aparecieron cocidos y guisados, todo caliente como si saliese de la cocina. El carbonero abrió unos ojos como naranjas, pero no se hizo rogar, sino que alargó la mano y se puso a embaular tasajos como el puño. Cenado que hubieron, el carbonero dijo, con aire satisfecho:

- Oye, me gusta tu mantelito; me iría de perlas aquí en el bosque, donde nadie cuida de cocerme nada que sea apetitoso. Te propongo un cambio. Mira aquella mochila de soldado, colgada allí en el rincón; es verdad que es vieja y no tiene aspecto; pero posee virtudes prodigiosas. Como yo no la necesito, te la cambiaría por tu mantel.

- Primero tengo que saber qué prodigiosas virtudes son esas que dices -respondió el viajero.

- Te lo voy a decir -explicó el carbonero-: Cada vez que la golpees con la mano, saldrán un cabo y seis soldados, armados de punta en blanco, que obedecerán cualquier orden que les des.

- Bien, si no tienes otra cosa -dijo el otro-, acepto el trato.

Dio el mantel al carbonero, descolgó la mochila del gancho y, colgándosela al hombro, se despidió.

Después de haber andado un trecho, quiso probar las virtudes maravillosas de la mochila y le dio unos golpes. Inmediatamente aparecieron los siete guerreros, preguntando el cabo:

- ¿Qué ordena Su Señoría?

- Volved al encuentro del carbonero, a marchas forzadas, y exigidle que os entregue el mantelito.

Los soldados dieron media vuelta a la izquierda, y al poco rato estaban de regreso con el mantel, que, sin gastar cumplidos, habían quitado al carbonero. Mandóles entonces que se retirasen y prosiguió la ruta, confiando en que la fortuna se le mostraría aún más propicia. A la puesta del sol llegó al campamento de otro carbonero, que estaba también cociendo su cena.

- Si quieres cenar conmigo patatas con sal, pero sin manteca, siéntate aquí -invitó el tiznado desconocido.

- No -rechazó él-. Por esta vez, tú serás mi invitado.

Y desplegó el mantel, que al instante quedó lleno de espléndidos manjares. Cenaron y bebieron juntos, con excelente humor, y luego dijo el carbonero:

- Allí, en aquel banco, hay un sombrerillo viejo y sobado, pero que tiene singulares propiedades. Cuando uno se lo pone y le da la vuelta en la cabeza, salen doce culebrinas puestas en hilera, que se ponen a disparar y derriban cuanto tienen por delante, sin que nadie pueda resistir sus efectos. A mí, el sombrerillo de nada me sirve y te lo cambiaría por el mantel.

- Sea en buena hora -respondió el mozo, y, cogiendo el sombrerillo, se lo encasquetó, entregando al propio tiempo el mantel al carbonero.

Cuando había avanzado otro trecho, golpeó la mochila y mandó, a los soldados que fuesen a recuperar el mantel. "Todo marcha a pedir de boca -pensó-, y me parece que no estoy aún al cabo de mi fortuna." Y no se equivocaba, pues al término de la jornada siguiente se encontró con un tercer carbonero, quien, como los anteriores, lo invitó a cenar sus patatas sin adobar. Él le ofreció también una opípara cena a costa del mantel mágico, quedando el carbonero tan satisfecho, que le propuso trocar la tela por un cuerno dotado de virtudes mayores todavía que el sombrerillo. Cuando lo tocaban, derrumbábanse murallas y baluartes, y, al final, ciudades y pueblos quedaban reducidos a montones de escombros. El joven aceptó el cambio, pero al poco rato envió a su tropa a reclamarlo, con lo que estuvo en posesión de la mochila, el sombrerillo y el cuerno. "Ahora -díjose- tengo hecha mi fortuna, y es hora de que vuelva a casa a ver qué tal les va a mis hermanos."

Al llegar a su pueblo, comprobó que sus hermanos, con la plata y el oro recogidos, se habían construido una hermosa casa y se daban la gran vida. Presentóse a ellos, pero como iba con su mochila a la espalda, el tronado sombrerillo en la cabeza y una chaqueta medio desgarrada, se negaron a reconocerlo por hermano suyo. Decían, burlándose de él:

- Pretendes hacerte pasar por hermano nuestro, el que despreció el oro y la plata porque pedía algo mejor. No cabe duda de que él volverá con gran magnificencia, en una carroza, como un verdadero rey, y no hecho un pordiosero -y le dieron con la puerta en las narices.

Él, indignado, púsose a golpear su mochila tantas veces, que salieron de ella ciento cincuenta hombres perfectamente armados, los cuales formaron y se alinearon militarmente. Mandóles rodear la casa, mientras dos recibieron orden de proveerse de varas de avellano y zurrar la badana a los dos insolentes hasta que se aviniesen a reconocerlo. Todo aquello originó un enorme alboroto; agrupáronse los habitantes para acudir en socorro de los atropellados; pero nada pudieron contra la tropa del mozo. Al fin, llegó el hecho a oídos del Rey, el cual, airado, envió al lugar del suceso a un capitán al frente de su compañía, con orden de arrojar de la ciudad a aquellos aguafiestas. Pero el hombre de la mochila reunió en un santiamén una tropa mucho más numerosa y rechazó al capitán con todos sus hombres, que hubieron de retirarse con las narices ensangrentadas. Dijo el Rey:

- Hay que parar los pies a ese aventurero, cueste lo que cueste.

Y al día siguiente envió contra él huestes más numerosas, pero no obtuvo mejor éxito que la víspera. El adversario le opuso más gente y, para terminar más pronto, dando un par de vueltas a su sombrerillo, comenzó a entrar en juego la artillería, que derrotó al ejército del Rey y lo puso en vergonzosa fuga.

- Ahora no haré las paces -dijo- hasta que el Rey me conceda la mano de su hija y me nombre regente del reino.

Y, mandando comunicar su decisión al Rey, dijo éste a su hija:

- ¡Dura cosa es la necesidad! ¿Qué remedio me queda, sino ceder a lo que exige? Si quiero tener paz y guardar la corona en mi cabeza, fuerza es que me rinda a sus demandas.

Celebróse, pues, la boda; pero la princesa sentía gran enojo por el hecho de que su marido fuese un hombre vulgar, que iba siempre con un sombrero desastrado y una vieja mochila a la espalda. ¡Con qué gusto se habría deshecho de él! Así, se pasaba día y noche dándole vueltas a la cabeza para poner en práctica su deseo. Pensó: "¿Estarán, tal vez, en la mochila sus prodigiosas fuerzas?" Y empezó a tratarlo con fingido cariño, hasta que, viendo que se ablandaba su corazón, le dijo:

- ¿Por qué no tiras esa vieja mochila? Te afea tanto que me da vergüenza de ti.

- Querida -respondióle-, esta mochila es mi mayor tesoro, mientras la posea, no temo a ningún poder del mundo -. Y le reveló la virtud mágica de que estaba dotada.

Ella le echó los brazos al cuello como para abrazarlo y besarlo, pero con un rápido movimiento le quitó el saco del hombro y escapó con él. En cuanto estuvo sola, se puso a golpearlo y ordenó a los soldados que detuviesen a su antiguo señor y lo arrojasen de palacio. Obedecieron ellos, y la pérfida esposa envió aún otros más con orden de echarlo del país. El hombre estaba perdido, de no haber contado con el sombrerillo. No bien tuvo las manos libres, le dio un par de vueltas, y en el acto empezó a tronar la artillería, destruyéndolo todo, por lo que la princesa no tuvo más remedio que presentarse a pedirle perdón.

De momento se mostró cariñosa con su marido, simulando amarlo muchísimo, y supo trastornarte de tal modo, que él le confió que, aun en el caso de que alguien se apoderase de su mochila, nada podría contra él mientras no le quitase también el sombrerillo. Conociendo, pues, su secreto, la mujer aguardó a que estuviese dormido; entonces le arrebató el sombrero y lo hizo arrojar a la calle.

Pero todavía la quedaba al hombre el cuerno y, en un acceso de cólera, se puso a tocarlo con todas sus fuerzas. Pronto se derrumbó todo: murallas, fortificaciones, ciudades y pueblos, matando al Rey y a su hija. Y si no hubiese cesado de soplar el cuerno, sólo con que hubiera seguido tocándolo un poquitín más, todo habría quedado convertido en un montón de ruinas, sin dejar piedra sobre piedra. Ya nadie se atrevió a resistirlo, y se convirtió en rey de todo el país.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

55. El Enano Saltarín (Rumpelstiltskin)

Hermanos Grimm

Cuentan que en un tiempo muy lejano el rey decidió pasear por sus dominios, que incluían una pequeña aldea en la que vivía un molinero junto con su bella hija. Al interesarse el rey por ella, el molinero mintió para darse importancia: "Además de bonita, es capaz de convertir la paja en oro hilándola con una rueca." El rey, francamente contento con dicha cualidad de la muchacha, no lo dudó un instante y la llevó con él a palacio.

Una vez en el castillo, el rey ordenó que condujesen a la hija del molinero a una habitación repleta de paja, donde había también una rueca: "Tienes hasta el alba para demostrarme que tu padre decía la verdad y convertir esta paja en oro. De lo contrario, serás desterrada."

La pobre niña lloró desconsolada, pero he aquí que apareció un estrafalario enano que le ofreció hilar la paja en oro a cambio de su collar. La hija del molinero le entregó la joya y... zis-zas, zis-zas, el enano hilaba la paja que se iba convirtiendo en oro en las canillas, hasta que no quedó ni una brizna de paja y la habitación refulgía por el oro.

Cuando el rey vio la proeza, guiado por la avaricia, espetó: "Veremos si puedes hacer lo mismo en esta habitación." Y le señaló una estancia más grande y más repleta de paja que la del día anterior.

La muchacha estaba desesperada, pues creía imposible cumplir la tarea pero, como el día anterior, apareció el enano saltarín: "¿Qué me das si hilo la paja para convertirla en oro?" preguntó al hacerse visible. "Sólo tengo esta sortija." Dijo la doncella tendiéndole el anillo. "Empecemos pues," respondió el enano. Y zis-zas, zis-zas, toda la paja se convirtió en oro hilado. Pero la codicia del rey no tenía fin, y cuando comprobó que se habían cumplido sus órdenes, anunció: "Repetirás la hazaña una vez más, si lo consigues, te haré mi esposa." Pues pensaba que, a pesar de ser hija de un molinero, nunca encontraría mujer con dote mejor. Una noche más lloró la muchacha, y de nuevo apareció el grotesco enano: "¿Qué me darás a cambio de solucionar tu problema?" Preguntó, saltando, a la chica. "No tengo más joyas que ofrecerte," y pensando que esta vez estaba perdida, gimió desconsolada. "Bien, en ese caso, me darás tu primer hijo," demandó el enanillo. Aceptó la muchacha: "Quién sabe cómo irán las cosas en el futuro." - "Dijo para sus adentros." Y como ya había ocurrido antes, la paja se iba convirtiendo en oro a medida que el extraño ser la hilaba. Cuando el rey entró en la habitación, sus ojos brillaron más aún que el oro que estaba contemplando, y convocó a sus súbditos para la celebración de los esponsales.

Vivieron ambos felices y al cabo de una año, tuvieron un precioso retoño. La ahora reina había olvidado el incidente con la rueca, la paja, el oro y el enano, y por eso se asustó enormemente cuando una noche apareció el duende saltarín reclamando su recompensa.

"Por favor, enano, por favor, ahora poseo riqueza, te daré todo lo que quieras." ¿Cómo puedes comparar el valor de una vida con algo material? Quiero a tu hijo," exigió el desaliñado enano. Pero tanto rogó y suplicó la mujer, que conmovió al enano: "Tienes tres días para averiguar cuál es mi nombre, si lo aciertas, dejaré que te quedes con el niño. Por más que pensó y se devanó los sesos la molinerita para buscar el nombre del enano, nunca acertaba la respuesta correcta.

Al tercer día, envió a sus exploradores a buscar nombres diferentes por todos los confines del mundo. De vuelta, uno de ellos contó la anécdota de un duende al que había visto saltar a la puerta de una pequeña cabaña cantando:

"Hoy tomo vino,

y mañana cerveza,

después al niño sin falta traerán.

Nunca, se rompan o no la cabeza,

el nombre Rumpelstiltskin adivinarán!"

Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó su propio nombre a la reina, ésta le contestó: "¡Te llamas Rumpelstiltskin!"

"¡No puede ser!" gritó él, "¡no lo puedes saber! ¡Te lo ha dicho el diablo!" Y tanto y tan grande fue su enfado, que dio una patada en el suelo que le dejó la pierna enterrada hasta la mitad, y cuando intentó sacarla, el enano se partió por la mitad.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

56. El amadísimo Rolando

Hermanos Grimm

Hubo una vez una mujer que era una bruja hecha y derecha, quien tenía dos hijas: una, fea y mala, a la que quería por ser hija suya; y otra, hermosa y buena, a la que odiaba porque era su hijastra. Tenía ésta un lindo delantal, que la otra le envidiaba mucho, por lo que dijo a su madre que de cualquier modo quería hacerse con la prenda.

- No te preocupes, hija mía -respondió la vieja-, lo tendrás. Hace tiempo que tu hermanastra se ha hecho merecedora de morir; esta noche, mientras duerme, entraré y le cortaré la cabeza. Tú cuida sólo de ponerte al otro lado de la cama, y que ella duerma del lado de acá.

Perdida tendría que haber estado la infeliz muchacha, para no haberlo escuchado todo desde un rincón. En todo el día no la dejaron asomarse a la puerta, y, a la hora de acostarse, la otra subió primera a la cama, colocándose arrimada a la pared; pero cuando ya se hubo dormido, su hermanastra, calladamente, cambió de lugar, pasando a ocupar el del fondo. Ya avanzada la noche, entró la vieja, de puntillas; empuñando con la mano derecha un hacha, tentó con la izquierda para comprobar si había alguien en primer término y luego, tomando el arma con las dos manos, la descargó... y cortó el cuello a su propia hija.

Cuando se marchó, se levantó la muchacha y se fue a la casa de su amado, que se llamaba Rolando.

- Escúchame, amadísimo Rolando -dijo, llamando a la puerta-, debemos huir inmediatamente. Mi madrastra quiso matarme, pero se equivocó y ha matado a su propia hija. Por la mañana se dará cuenta de lo que ha hecho, y estaremos perdidos.

- Huyamos, pues –le dijo Rolando-, pero antes quítale la varita mágica; de otra manera no podremos salvarnos, si nos persigue.

La joven volvió en busca de la varita mágica; luego, tomando la cabeza de la muerta, derramó tres gotas de sangre en el suelo: una, delante de la cama; otra, en la cocina, y otra, en la escalera. Hecho esto, volvió a toda prisa a la casa de su amado.

Al amanecer, la vieja bruja se levantó y fue a llamar a su hija para darle el delantal; pero ella no acudió a sus voces. Gritó entonces:

- ¿Dónde estás?

- Aquí en la escalera, barriendo -respondió una de las gotas de sangre.

Salió la vieja, pero, al no ver a nadie en la escalera, volvió a gritar:

- ¿Dónde estás?

- En la cocina, calentándome -contestó la segunda gota de sangre.

Fue la bruja a la cocina, pero no había nadie, por lo que preguntó nuevamente en voz alta:

- ¿Dónde estás?

-¡Ay!, en mi cama, durmiendo -dijo la tercera gota.

Al entrar en la habitación y acercarse a la cama, ¿qué es lo que vio la bruja? A su mismísima hija bañada en sangre. ¡Ella misma le había cortado la cabeza!

La hechicera enfureció y se asomó a la ventana; y como por sus artes podía ver hasta muy lejos, descubrió a su hijastra que escapaba junto con su amadísimo novio.

- ¡De nada les servirá! -exclamó-. ¡No van a escapar, por muy lejos que estén!

Y, calzándose sus botas mágicas, que con cada paso andaban el camino de una hora, salió a perseguirlos y los alcanzo en poco tiempo.

Pero la muchacha, al ver que se acercaba su madrastra, se valió de la varita mágica y transformó a su amadísimo Rolando en un lago, y ella se convirtió a si misma en un pato, que nadaba en el agua. La bruja se detuvo en la orilla y se puso a echar migas de pan y hacer todo lo posible por atraer al animal; pero éste se cuidó muy bien de no acercarse, por lo que la vieja, al anochecer, tuvo que volver sin haber conseguido su objetivo.

Entonces, la joven y su amadísimo Rolando recuperaron su figura humana y continuaron caminando durante toda la noche, hasta la madrugada. Fue entonces que la doncella se convirtió en una hermosa flor, en medio de un matorral espinoso, y convirtió a su amadísimo Rolando en violinista. Al poco tiempo llegó la bruja a grandes zancadas y dijo al músico:

- Mi buen músico, ¿me permite que arranque aquella hermosa flor?

- Ya lo creo - contestó él-; yo tocaré mientras tanto.

Se metió la vieja en el matorral para arrancar la flor, pues sabía perfectamente quién era; y el violinista se puso a tocar, y la mujer, quiérase o no, empezó a bailar, ya que era aquella una tonada mágica. Y cuanto más vivamente tocaba él, más bruscos saltos tenía que dar ella, por lo que las espinas le rasgaron todos los vestidos y le despedazaron la piel, dejándola ensangrentada y maltrecha. Y como el músico no cesaba de tocar, la bruja tuvo que seguir bailando hasta caer muerta.

Al verse libres, dijo Rolando:

- Voy ahora a casa de mi padre a preparar nuestra boda.

- Yo me quedaré aquí entretanto -respondió la muchacha-, esperando tu regreso; y para que nadie me reconozca, me convertiré en una roca encarnada.

Marchó Rolando, y la doncella, transformada en roca, se quedó en el campo, esperando el regreso de su amado. Pero al llegar Rolando a su casa, cayó en las redes de otra mujer, que consiguió hacerle olvidar a su prometida. La infeliz muchacha permaneció mucho tiempo aguardándolo, y al ver que no volvía, llena de tristeza, se transformó en flor, pensando: "¡Alguien pasará y me pisoteará!."

Sucedió, que un pastor que apacentaba su rebaño en el campo, viendo aquella flor tan bonita, la cortó y guardó en su cofre. Desde aquel día, todas las cosas marcharon a las mil maravillas en casa del pastor. Cuando se levantaba por la mañana se encontraba con todo el trabajo hecho: las habitaciones, barridas; limpios de polvo las mesas y los bancos; el fuego encendido en el fogón, y las vasijas llenas de agua. A mediodía, al llegar a casa, la mesa estaba puesta, y servida una sabrosa comida. El hombre no podía comprender aquello, ya que jamás veía a nadie en su casa, la cual era, además, tan pequeña, que nadie podía ocultarse dentro. De momento estaba muy complacido con aquellas novedades; pero, al fin, se alarmó y fue a consultar a una adivina. Ésta le dijo:

- Eso es cosa de magia. Levántate un día bien temprano y fíjate si algo se mueve en la habitación; si ves que si, sea lo que sea, échale en seguida un paño encima, y el hechizo quedará atrapado.

Así lo hizo el pastor, y a la mañana siguiente, al apuntar el alba, vio cómo el arca se abría y de ella salía la flor. Pegando un brinco, le tiró una tela encima e inmediatamente acabó el encanto, presentándosele una bellísima doncella, que le confesó ser aquella flor, la cual había cuidado hasta entonces del orden de su casa. Le narró su historia, y, como al muchacho le gustaba la joven, le preguntó si quería casarse con él. Pero la muchacha respondió negativamente, ya que seguía enamorada de su amadísimo Rolando; le permanecería fiel, aunque la hubiera abandonado. Sin embargo le prometió, que no se iría, sino que seguiría cuidando de su casa.

Mientras tanto, llegó el día indicado para la boda de Rolando. Siguiendo una vieja costumbre del país, se realizó un anuncio invitando a todas las muchachas a asistir al acto y a cantar en honor de la pareja de novios. Al enterarse la fiel muchacha, sintió una profunda tristeza que creyó que el corazón iba a estallarle en el pecho. No quería ir a la fiesta, pero las demás jovencitas fueron a buscarla y la obligaron a que las acompañara. Procuró ir demorando el momento de cantar; pero al final, cuando ya todas hubieron cantado, no tuvo más remedio que hacerlo también. Pero al iniciar su canto y llegar su voz a oídos de Rolando, éste dio un salto y exclamó:

- ¡Conozco esa voz; es la de mi verdadera prometida y no quiero otra!

Todo lo que había olvidado, revivió en su memoria y en su corazón. Y así fue que la fiel doncella se casó con su amadísimo Rolando, y, terminada su pena, comenzó para ella una vida de dicha.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

57. El pájaro de oro

Hermanos Grimm

En tiempos remotos vivía un rey cuyo palacio estaba rodeado de un hermoso parque, donde crecía un árbol que daba manzanas de oro. A medida que maduraban, las contaban; pero una mañana faltó una. Diose parte del suceso al Rey, y él ordenó que todas las noches se montase guardia al pie del árbol. Tenía el Rey tres hijos, y al oscurecer envió al mayor de centinela al jardín. A la medianoche, el príncipe no pudo resistir el sueño, y a la mañana siguiente faltaba otra manzana. A la otra noche hubo de velar el hijo segundo; pero el resultado fue el mismo: al dar las doce se quedó dormido, y por la mañana faltaba una manzana más. Llegó el turno de guardia al hijo tercero; éste estaba dispuesto a ir, pero el Rey no confiaba mucho en él, y pensaba que no tendría más éxito que sus hermanos; de todos modos, al fin se avino a que se encargara de la guardia. Instalóse el jovenzuelo bajo el árbol, con los ojos bien abiertos, y decidido a que no lo venciese el sueño. Al dar las doce oyó un rumor en el aire y, al resplandor de la luna, vio acercarse volando un pájaro cuyo plumaje brillaba como un ascua de oro. El ave se posó en el árbol, y tan pronto como cogió una manzana, el joven príncipe le disparó una flecha. El pájaro pudo aún escapar, pero la saeta lo había rozado y cayó al suelo una pluma de oro. Recogióla el mozo, y a la mañana la entregó al Rey, contándole lo ocurrido durante la noche. Convocó el Rey su Consejo, y los cortesanos declararon unánimemente que una pluma como aquella valía tanto como todo el reino.

- Si tan preciosa es esta pluma -dijo el Rey-, no me basta con ella; quiero tener el pájaro entero.

El hijo mayor se puso en camino; se tenía por listo, y no dudaba que encontraría el pájaro de oro. Había andado un cierto trecho, cuando vio en la linde de un bosque una zorra y, descolgándose la escopeta, dispúsose a disparar contra ella. Pero la zorra lo detuvo, exclamando:

- No me mates, y, en cambio, te daré un buen consejo. Sé que vas en busca del pájaro de oro y que esta noche llegarás a un pueblo donde hay dos posadas frente a frente. Una de ellas está profusamente iluminada, y en su interior hay gran jolgorio; pero guárdate de entrar en ella; ve a la otra, aunque sea poco atrayente su aspecto.

"¡Cómo puede darme un consejo este necio animal!," pensó el príncipe, oprimiendo el gatillo; pero erró la puntería, y la zorra se adentró rápidamente en el bosque con el rabo tieso. Siguió el joven su camino, y al anochecer llegó al pueblo de las dos posadas, en una de las cuales todo era canto y baile, mientras la otra ofrecía un aspecto mísero y triste. "Tonto sería -díjose- si me hospedase en ese tabernucho destartalado en vez de hacerlo en esta hermosa fonda." Así, entró en la posada alegre, y en ella se entregó al jolgorio olvidándose del pájaro, de su padre y de todas las buenas enseñanzas que había recibido.

Transcurrido un tiempo sin que regresara el hijo mayor, púsose el segundo en camino, en busca del pájaro de oro. Como su hermano, también él topó con la zorra, la cual diole el mismo consejo, sin que tampoco él lo atendiera. Llegó a las dos posadas, y su hermano, que estaba asomado a la ventana de la alegre, lo llamó e invitó a entrar. No supo resistir el mozo, y, pasando al interior, entregóse a los placeres y diversiones.

Al cabo de mucho tiempo, el hijo menor del Rey quiso salir, a su vez, a probar suerte; pero el padre se resistía.

- Es inútil -dijo-. Éste encontrará el pájaro de oro menos aún que sus hermanos; y si le ocurre una desgracia, no sabrá salir de apuros; es el menos despabilado de los tres.

No obstante, como el joven no lo dejaba en paz, dio al fin su consentimiento.

A la orilla del bosque encontróse también con la zorra, la cual le pidió que le perdonase la vida, y le dio su buen consejo. El joven, que era de buen corazón, dijo: - Nada temas, zorrita; no te haré ningún daño.

- No lo lamentarás -respondióle la zorra-. Y para que puedas avanzar más rápidamente, súbete en mi rabo.

No bien se hubo montado en él, echó la zorra a correr a campo traviesa, con tal rapidez que los cabellos silbaban al viento. Al llegar al pueblo desmontó el muchacho y, siguiendo el buen consejo de la zorra, hospedóse, sin titubeos, en la posada humilde, donde pasó una noche tranquila. A la mañana siguiente, en cuanto salió al campo esperábalo ya la zorra, que le dijo:

- Ahora te diré lo que debes hacer. Sigue siempre en línea recta; al fin, llegarás a un palacio, delante del cual habrá un gran número de soldados tumbados; pero no te preocupes, pues estarán durmiendo y roncando; pasa por en medio de ellos, entra en el palacio y recorre todos los aposentos, hasta que llegues a uno más pequeño, en el que hay un pájaro de oro encerrado en una jaula de madera. Al lado verás otra jaula de oro, bellísima pero vacía, pues sólo está como adorno: guárdate muy mucho de cambiar el pájaro de la jaula ordinaria a la lujosa, pues lo pasarías mal.

Pronunciadas estas palabras, la zorra volvió a extender la cola, y el príncipe montó en ella. Y otra vez empezó la carrera a campo traviesa, mientras los cabellos silbaban al viento. Al bajar frente al palacio, lo encontró todo tal y como le predijera la zorra. Entró el príncipe en el aposento donde se hallaba el pájaro de oro en su jaula de madera, al lado de la cual había otra dorada; y en el suelo vio las tres manzanas de su jardín. Pensó el joven que era lástima que un ave tan bella hubiese de alojarse en una jaula tan fea, por lo que, abriendo la puerta, cogió el animal y lo pasó a la otra. En aquel mismo momento el pájaro dejó oír un agudo grito; despertáronse los soldados y, prendiendo al muchacho, lo encerraron en un calabozo. A la mañana siguiente lo llevaron ante un tribunal, y, como confesó su intento, fue condenado a muerte. El Rey, empero, le ofreció perdonarle la vida a condición de que le trajese el caballo de oro, que era más veloz que el viento. Si lo hacía, le daría además, en premio, el pájaro de oro.

Púsose el príncipe en camino, suspirando tristemente; pues, ¿dónde iba a encontrar el caballo de oro? De pronto vio parada en el camino a su antigua amiga, la zorra.

- ¡Ves! -le dijo-. Esto te ha ocurrido por no hacerme caso. Pero no te desanimes; yo me preocupo de ti y te diré cómo puedes llegar al caballo de oro. Marcha siempre de frente, y llegarás a un palacio en cuyas cuadras está el animal. Delante de las cuadras estarán tendidos los caballerizos, durmiendo y roncando, y podrás sacar tranquilamente el caballo. Pero una cosa debo advertirte: ponle la silla mala de madera y cuero, y no la de oro que verás colgada a su lado; de otro modo, lo pasarás mal.

Y estirando la zorra el rabo, montó el príncipe en él y emprendieron la carrera a campo traviesa, con tanta velocidad, que los cabellos silbaban al viento. Todo ocurrió como la zorra había predicho; el muchacho llegó al establo donde se encontraba el caballo de oro. Pero al ir a ponerle la silla mala, pensó: "Es una vergüenza para un caballo tan hermoso el no ponerle la silla que le corresponde." Mas apenas la de oro hubo tocado al animal, éste empezó a relinchar ruidosamente. Despertaron los mozos de cuadra, prendieron al joven príncipe y lo metieron en el calabozo. A la mañana siguiente, un tribunal le condenó a muerte; pero el Rey le prometió la vida y el caballo de oro si era capaz de traerle la bellísima princesa del Castillo de Oro.

Se puso en ruta el joven muy acongojado, y, por fortuna suya, no tardó en salirle al paso la fiel zorra.

- Debería abandonarte a tu desgracia -le dijo el animal- pero me das lástima y te ayudaré una vez más. Este camino lleva directamente al Castillo de Oro. Llegarás a él al atardecer, y por la noche, cuando todo esté tranquilo y silencioso, la hermosa princesa se dirigirá a la casa de los baños. Cuando entre, te lanzas sobre ella y le das un beso; ella te seguirá y podrás llevártela; pero, ¡guárdate de permitirle que se despida de sus padres, pues de otro modo lo pasarás mal!

Estiró la zorra el rabo, montóse el hijo del Rey, y otra vez a todo correr a campo traviesa, mientras los cabellos silbaban al viento.

Al llegar al Castillo de Oro, todo ocurrió como predijera la zorra. Esperó el príncipe hasta medianoche, y cuando todo el mundo dormía y la bella princesa se dirigió a los baños, avanzando él de improviso, le dio un beso. Díjole ella que se marcharía muy a gusto con él, pero le suplicó con lágrimas que le permitiese antes despedirse de sus padres. Al principio, el príncipe resistió a sus ruegos; pero al ver que la muchacha seguía llorando y se arrodillaba a sus pies, acabó por ceder. Apenas hubo tocado la princesa el lecho de su padre, despertóse éste y todas las gentes del castillo; prendieron al doncel y lo encarcelaron.

A la mañana siguiente le dijo el Rey: - Te has jugado la vida y la has perdido, sin embargo, te haré gracia de ella, si arrasas la montaña que se levanta delante de mis ventanas y me quita la vista -, y esto debes realizarlo en el espacio de ocho días. Si lo logras, recibirás en premio la mano de mi hija.

El príncipe se puso a manejar el pico y la pala sin descanso; pero cuando, transcurridos siete días, vio lo poco que había conseguido y que todo su esfuerzo ni siquiera se notaba, cayó en un gran abatimiento, con toda la esperanza perdida. Pero al anochecer del día séptimo se presentó la zorra y le dijo: - No mereces que me preocupe de ti; pero vete a dormir; yo haré el trabajo en tu lugar.

A la mañana, al despertar el mozo y asomarse a la ventana, la montaña había desaparecido. Corrió rebosante de gozo a presencia del Rey, y le dio cuenta de que su condición quedaba satisfecha, por lo que el Monarca, quieras que no, hubo de cumplir su palabra y entregarle a su hija.

Marcháronse los dos, y al poco rato se les acercó la zorra: - Tienes lo mejor, es cierto; pero a la doncella del Castillo de Oro le pertenece también el caballo de oro.

- ¿Y cómo podré ganármelo? -preguntó el joven.

- Voy a decírtelo. Ante todo, lleva a la hermosa doncella al Rey que te envió al Castillo de Oro. Se pondrá loco de alegría y te dará gustoso el caballo de oro. Tú lo montas sin dilación y alargas la mano a cada uno para estrechársela en despedida, dejando para último lugar a la princesa. Entonces la subes de un tirón a la grupa y te lanzas al galope; nadie podrá alcanzarte, pues el caballo es más veloz que el viento.

Todo sucedió así puntual y felizmente, y el príncipe se alejó con la bella princesa, montados ambos en el caballo de oro. La zorra no se quedó rezagada, y dijo al doncel:

- Ahora voy a ayudarte a conquistar el pájaro de oro. Cuando te encuentres en las cercanías del palacio donde mora el ave, haz que la princesa se apee; yo la guardaré. Tú te presentas en el patio del palacio con el caballo de oro; al verlo, habrá gran alegría, y te entregarán el pájaro. Cuando tengas la jaula en la mano, galoparás hacia donde estamos nosotras para recoger a la princesa.

Conseguido también esto y disponiéndose el príncipe a regresar a casa con sus tesoros, díjole la zorra: - Ahora debes recompensar mis servicios.

- ¿Qué recompensa deseas? -preguntó el joven.

- Cuando lleguemos al bosque, mátame de un tiro y córtame la cabeza y las patas.

- ¡Bonita prueba de gratitud sería ésta! -exclamó el mozo-; esto no puedo hacerlo.

A lo que replicó la zorra: - Si te niegas, no tengo más remedio que dejarte; pero antes voy a darte aún otro buen consejo. Guárdate de dos cosas: de comprar carne de horca y de sentarte al borde de un pozo. - Y, dichas estas palabras, se adentró en el bosque.

Pensó el muchacho: "¡Qué raro es este animal, y vaya ocurrencias las suyas! ¡Quién comprará carne de horca! Y en cuanto al capricho de sentarme al borde de un pozo, jamás me ha pasado por las mientes."

Continuó su camino con la bella princesa y hubo de pasar por el pueblo donde se habían quedado sus hermanos. Notó en él gran revuelo y alboroto, y, al preguntar la causa, contestáronle que iban a ahorcar a dos individuos. Al acercarse vio que eran sus hermanos, los cuales habían cometido toda clase de tropelías y derrochado su hacienda. Preguntó él si no podría rescatarlos.

- Si queréis pagar por ellos -replicáronle-. Mas, ¿por qué emplear vuestro dinero en libertar a dos criminales?

Pero él, sin atender a razones, los rescató, y todos juntos tomaron el camino de su casa.

Al llegar al bosque donde por primera vez se encontraran con la zorra, como quiera que en él era la temperatura fresca y agradable, y fuera caía un sol achicharrante, dijeron los hermanos: - Vamos a descansar un poco junto al pozo; comeremos un bocado y beberemos un trago.

Avínose el menor y, olvidándose, con la animación de la charla, de la recomendación de la zorra, sentóse al borde del pozo sin pensar nada malo. Pero los dos hermanos le dieron un empujón y lo echaron al fondo; seguidamente se pusieron en camino, llevándose a la princesa, el caballo y el pájaro. Al llegar a casa, dijeron al Rey, su padre: - No solamente traemos el pájaro de oro, sino también el caballo de oro y la princesa del Castillo de Oro.

Hubo grandes fiestas y regocijos, y todo el mundo estaba muy contento, aparte el caballo, que se negaba a comer; el pájaro, que no quería cantar, y la princesa, que permanecía retraída y llorosa.

El hermano menor no había muerto, sin embargo. Afortunadamente el pozo estaba seco, y él fue a caer sobre un lecho de musgo, sin sufrir daño alguno; sólo que no podía salir de su prisión. Tampoco en aquel apuro lo abandonó su fiel zorra, la cual, acudiendo a toda prisa, le riñó por no haber seguido sus consejos.

- A pesar de todo, no puedo abandonarte a tu suerte -dijo-; te sacaré otra vez de este apuro. - Indicóle que se cogiese a su rabo, agarrándose fuertemente, y luego tiró hacia arriba-. Todavía no estás fuera de peligro -le dijo-, pues tus hermanos no están seguros de tu muerte, y han apostado guardianes en el bosque con orden de matarte si te dejas ver.

El joven trocó sus vestidos por los de un pobre viejo que encontró en el camino, y de esta manera pudo llegar al palacio del Rey, su padre. Nadie lo reconoció; pero el pájaro se puso a cantar, y el caballo a comer, mientras se secaban las lágrimas de los ojos de la princesa. Admirado, preguntó el Rey: - ¿Qué significa esto?

Y respondió la doncella: - No lo sé, pero me sentía muy triste y ahora estoy alegre. Me parece como si hubiese llegado mi legítimo esposo. - Y le contó todo lo que le había sucedido, a pesar de las amenazas de muerte que le habían hecho los dos hermanos, si los descubría. El Rey convocó a todos los que se hallaban en el palacio, y, así, compareció también su hijo menor, vestido de harapos como un pordiosero; pero la princesa lo reconoció en seguida y se le arrojó al cuello. Los perversos hermanos fueron detenidos y ajusticiados, y él se casó con la princesa y fue el heredero del Rey.

Pero, ¿y qué fue de la zorra? Lo vais a saber. Algún tiempo después, el príncipe volvió al bosque y se encontró con la zorra, la cual le dijo: - Tienes ya todo cuanto pudiste ambicionar; en cambio, mi desgracia no tiene fin, a pesar de que está en tus manos el salvarme.

Y nuevamente le suplicó que la matase de un tiro y le cortase la cabeza y las patas. Hízolo así el príncipe, y en el mismo instante se transformó la zorra en un hombre, que no era otro sino el hermano de la bella princesa, el cual, de este modo, quedó libre del hechizo que sobre él pesaba. Y ya nada faltó a la felicidad de todos, mientras vivieron.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

58. El perro y el gorrión

Hermanos Grimm

A un perro de pastor le había tocado en suerte un mal amo, que le hacía pasar hambre. No queriendo aguantarlo por más tiempo, el animal se marchó, triste y pesaroso. Encontróse en la calle con un gorrión, el cual le preguntó: "Hermano perro, ¿por qué estás tan triste?" Y respondióle el perro: "Tengo hambre y nada que comer." Aconsejóle el pájaro: "Hermano, vente conmigo a la ciudad, yo haré que te hartes." Encamináronse juntos a la ciudad, y, al llegar frente a una carnicería, dijo el gorrión al perro: "No te muevas de aquí; a picotazos te haré caer un pedazo de carne," y, situándose sobre el mostrador y vigilando que nadie lo viera, se puso a picotear y a tirar de un trozo que se hallaba al borde, hasta que lo hizo caer al suelo. Cogiólo el perro, llevóselo a una esquina y se lo zampó. Entonces le dijo el gorrión: "Vamos ahora a otra tienda; te haré caer otro pedazo para que te hartes." Una vez el perro se hubo comido el segundo trozo, preguntóle el pájaro: "Hermano perro, ¿estás ya harto?" - "De carne, sí," respondió el perro, "pero me falta un poco de pan." Dijo el gorrión: "Ven conmigo, lo tendrás también," y, llevándolo a una panadería, a picotazos hizo caer unos panecillos; y como el perro quisiera todavía más, condújolo a otra panadería y le proporcionó otra ración. Cuando el perro se la hubo comido, preguntóle el gorrión: "Hermano perro, ¿estás ahora harto?" - "Sí," respondió su compañero. "Vamos ahora a dar una vuelta por las afueras."

Salieron los dos a la carretera; pero como el tiempo era caluroso, al cabo de poco trecho dijo el perro: "Estoy cansado, y de buena gana echaría una siestecita." - "Duerme, pues," asintió el gorrión, "mientras tanto, yo me posaré en una rama." Y el perro se tendió en la carretera y pronto se quedó dormido. En éstas, acercóse un carro tirado por tres caballos y cargado con tres cubas de vino. Viendo el pájaro que el carretero no llevaba intención de apartarse para no atropellar al perro, gritóle: "¡Carretero, no lo hagas o te arruino!" Pero el hombre, refunfuñó entre dientes: "No serás tú quien me arruine," restalló el látigo, y las ruedas del vehículo pasaron por encima del perro, matándolo. Gritó entonces el gorrión: "Has matado a mi hermano el perro, pero te costará el carro y los caballos." - "¡Bah!, ¡el carro y los caballos!" se mofó el conductor. "¡Me río del daño que tú puedes causarme!" y prosiguió su camino. El gorrión se deslizó debajo de la lona y se puso a picotear una espita hasta que hizo soltar el tapón, por lo que empezó a salirse el vino sin que el carretero lo notase, y se vació todo el barril. Al cabo de buen rato, volvióse el hombre, y, al ver que goteaba vino, bajó a examinar los barriles, encontrando que uno de ellos estaba vacío. "¡Pobre de mí!" exclamó. "Aún no lo eres bastante," dijo el gorrión, y, volando a la cabeza de uno de los caballos, de un picotazo le sacó un ojo. Al darse cuenta el carretero, empuñó un azadón y lo descargó contra el pájaro con ánimo de matarlo; pero el avecilla escapó, y el caballo recibió en la cabeza un golpe tan fuerte, que cayó muerto. "¡Ay, pobre de mí!" repitió el hombre. "¡Aún no lo eres bastante!" gritóle el gorrión; y cuando el carretero reemprendió su ruta con los dos caballos restantes, volvió el pájaro a meterse por debajo de la lona y no paró hasta haber sacado el segundo tapón, vaciándose, a su vez, el segundo barril. Diose cuenta el carretero demasiado tarde, y volvió a exclamar: "¡Ay, pobre de mí!" A lo que replicó su enemigo: "¡Aún no lo eres bastante!" y, posándose en la cabeza del segundo caballo, saltóle igualmente los ojos. Otra vez acudió el hombre con su azadón, y otra vez hirió de muerte al caballo, mientras el pájaro escapaba volando. "¡Ay, pobre de mí!" - "Aún no lo eres bastante," repitió el gorrión, al tiempo que sacaba los ojos al tercer caballo. Enfurecido, el carretero asestó un nuevo azadonazo contra el pájaro y, errando otra vez la puntería, mató al tercer animal. "¡Ay, pobre de mí!" exclamó. "¡Aún no lo eres bastante!" repitió una vez más el gorrión. "Ahora voy a arruinar tu casa," y se alejó volando.

El carretero no tuvo más remedio que dejar el carro en el camino y marcharse a su casa, furioso y desesperado: "¡Ay!" dijo a su mujer. "¡Qué día más desgraciado he tenido! He perdido el vino, y los tres caballos están muertos." - "¡Ay, marido mío!" respondióle su mujer. "¡Qué diablo de pájaro es éste que se ha metido en casa! Ha traído a todos los pájaros del mundo, y ahora se están comiendo nuestro trigo." Subió el hombre al granero y encontró millares de pájaros en el suelo acabando de devorar todo el grano, y, en medio de ellos estaba el gorrión. Y volvió a exclamar el hombre: "¡Ay, pobre de mí!" - "Aún no lo eres bastante," repitió el pájaro. "Carretero, aún pagarás con la vida," y echó a volar.

El carretero, perdidos todos sus bienes, bajó a la sala y sentóse junto a la estufa, mohíno y colérico. Pero el gorrión le gritó desde la ventana: "¡Carretero, pagarás con la vida!" Cogiendo el hombre el azadón, arrojólo contra el pájaro, mas sólo consiguió romper los cristales, sin tocar a su perseguidor. Éste saltó al interior de la estancia y, posándose sobre el horno, repitió: "¡Carretero, pagarás con la vida!" Loco y ciego de rabia, el carretero arremetió contra todas las cosas, queriendo matar al pájaro, y así destruyó el horno y todos los enseres domésticos: espejos, bancos, la mesa e incluso las paredes de la casa, sin conseguir su objetivo. Por fin logró cogerlo con la mano y, entonces, dijo la mujer: "¿Quieres que lo mate de un golpe?" - "¡No!" gritó él. "Sería una muerte demasiado dulce. Ha de sufrir mucho más; ¡Me lo voy a tragar!" y se lo tragó de un bocado. Pero el animal empezó a agitarse y aletear dentro de su cuerpo, y se le subió de nuevo a la boca; y, asomando la cabeza: "¡Carretero, pagarás con la vida!" le repitió por última vez. Entonces el carretero, tendiendo el azadón a su mujer, le dijo: "¡Dale al pájaro en la boca!" La mujer descargó el golpe, pero, errando la puntería, partió la cabeza a su marido, el cual se desplomó, muerto, mientras el gorrión escapaba volando.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

59. Federico y Catalinita

Hermanos Grimm

Había una vez un hombre llamado Federico, y una mujer llamada Catalinita, que acababan de contraer matrimonio y empezaban su vida de casados. Un día dijo el marido: "Catalinita, me voy al campo; cuando vuelva, me tendrás en la mesa un poco de asado para calmar el hambre, y un trago fresco para apagar la sed." - "Márchate tranquilo, que cuidaré de todo." Al acercarse la hora de comer, descolgó la mujer una salchicha de la chimenea, la echó en una sartén, la cubrió de mantequilla y la puso al fuego. La salchicha comenzó a dorarse y hacer ¡chup, chup!, mientras Catalina, sosteniendo el mango de la sartén, dejaba volar sus pensamientos. De pronto se le ocurrió: Mientras se acaba de dorar la salchicha, bajaré a la bodega a preparar la bebida. Dejando, pues, afianzada la sartén, cogió una jarra, bajó a la bodega y abrió la espita de la cerveza; y mientras ésta fluía a la jarra, ella lo miraba. De repente pensó: ¡Caramba! El perro no está atado; si se le ocurre robar la salchicha de la sartén, me habré lucido. Y, en un santiamén, se plantó arriba. Pero ya el chucho tenía la salchicha en la boca y se escapaba con ella, arrastrándola por el suelo. Catalinita, ni corta ni perezosa, se lanzó en su persecución y estuvo corriendo buen rato tras él por el campo; pero el perro, más ligero que Catalinita, sin soltar su presa pronto estuvo fuera de su alcance. "¡Lo perdido, perdido está!" exclamó Catalinita, renunciando a la morcilla; y como se había sofocado y cansado con la carrera, volvióse despacito para refrescarse. Mientras tanto seguía manando la cerveza del barril, pues la mujer se había olvidado de cerrar la espita, y cuando ya la jarra estuvo llena, el líquido empezó a correr por la bodega hasta que el barril quedó vacío. Catalinita vio el desastre desde lo alto de la escalera: "¡Diablos!" exclamó, "¿qué hago yo ahora para que Federico no se dé cuenta?" Después de reflexionar unos momentos, recordó que de la última feria había quedado en el granero un saco de buena harina de trigo; lo mejor sería bajarla y echarla sobre la cerveza. "Quien ahorra a su tiempo, día viene en que se alegra," se dijo; subió al granero, cargó con el saco y lo vació en la bodega, con tan mala suerte que fue a dar precisamente sobre la jarra llena de cerveza, la cual se volcó, perdiéndose incluso la bebida destinada a Federico. "¡Eso es!" exclamó Catalinita; "donde va el uno, que vaya el otro," y esparció la harina por el suelo de la bodega. Cuando hubo terminado, sintióse muy satisfecha de su trabajo y dijo: "¡Qué aseado y limpio queda ahora!"

A mediodía llegó Federico. "Bien, mujercita, ¿qué me has preparado?" - "¡Ay, Federiquito!" respondió ella, "quise freírte una salchicha, pero mientras bajé por cerveza, el perro me la robó de la sartén, y cuando salí detrás de él, la cerveza se vertió, y al querer secar la cerveza con harina, volqué la jarra. Pero no te preocupes, que la bodega está bien seca. Replicó Federico: "¡Catalinita, no debiste hacer eso! ¡Dejas que te roben la salchicha, que la cerveza se pierda, y aun echas a perder nuestra harina!" - "¡Tienes razón, Federiquito, pero yo no lo sabía! Debiste avisármelo."

Pensó el hombre: Con una mujer así, habrá que ser más previsor. Tenía ahorrada una bonita suma de ducados; los cambió en oro y dijo a Catalinita: "Mira, eso son chapitas amarillas; las meteré en una olla y las enterraré en el establo, bajo el pesebre de las vacas. Guárdate muy bien de tocarlas, pues, de lo contrario, lo vas a pasar mal." Respondió ella: "No, Federiquito, puedes estar seguro de que no las tocaré." Mas he aquí que cuando Federico se hubo marchado, se presentaron unos buhoneros que vendían escudillas y cacharros de barro, y preguntaron a la joven si necesitaba algunas de sus mercancías. "¡Oh, buena gente!" dijo Catalinita, "no tengo dinero y nada puedo comprar; pero si quisieseis cobrar en chapitas amarillas, sí que os compraría algo." - "Chapitas amarillas, ¿por qué no? Deja que las veamos." - "Bajad al establo y buscad debajo del pesebre de las vacas; las encontraréis allí; yo no puedo tocarlas." Los bribones fueron al establo y, removiendo la tierra, encontraron el oro puro. Cargaron con él y pusieron pies en polvorosa, dejando en la casa su carga de cacharros. Catalinita pensó que debía utilizar aquella alfarería nueva para algo; pero como en la cocina no hacía ninguna falta, rompió el fondo de cada una de las piezas y las colocó todas como adorno en los extremos de las estacas del vallado que rodeaba la casa. Al llegar Federico, sorprendido por aquella nueva ornamentación, dijo: "Catalinita, ¿qué has hecho?" - "Lo he comprado, Federiquito, con las chapitas amarillas que guardaste bajo el pesebre de las vacas. Yo no fui a buscarlas; tuvieron que bajar los mismos buhoneros." - "¡Dios mío!" exclamó Federico, "¡buena la has hecho, mujer! Si no eran chapitas, sino piezas de oro puro; ¡toda nuestra fortuna! ¿Cómo hiciste semejante disparate?" - "Yo no lo sabía, Federiquito. ¿Por qué no me advertiste?"

Catalinita se quedó un rato pensativa y luego dijo: "Oye, Federiquito, recuperaremos el oro; salgamos detrás de los ladrones." - "Bueno," respondió Federico, "lo intentaremos; llévate pan y queso para que tengamos algo para comer en el camino." - "Sí, Federiquito, lo llevaré." Partieron, y, como Federico era más ligero de piernas, Catalinita iba rezagada. Mejor, pensó, así cuando regresemos tendré menos que andar. Llegaron a una montaña en la que, a ambos lados del camino, discurrían unas profundas roderas. "¡Hay que ver," dijo Catalinita, "cómo han desgarrado, roto y hundido esta pobre tierra! ¡Jamás se repondrá de esto!" Llena de compasión, sacó la mantequilla y se puso a untar las roderas, a derecha e izquierda, para que las ruedas no las oprimiesen tanto. Y, al inclinarse para poner en práctica su caritativa intención, cayóle uno de los quesos y echó a rodar monte abajo. Dijo Catalinita: "Yo no vuelvo a recorrer este camino; soltaré otro que vaya a buscarlo." Y, cogiendo otro queso, lo soltó en pos del primero. Pero como ninguno de los dos volviese, echó un tercero, pensando: Tal vez quieran compañía, y no les guste subir solos. Al no reaparecer ninguno de los tres, dijo ella: "¿Qué querrá decir esto? A lo mejor, el tercero se ha extraviado; echaré el cuarto, que lo busque." Pero el cuarto no se portó mejor que el tercero, y Catalinita, irritada, arrojó el quinto y el sexto, que eran los últimos. Quedóse un rato parada, el oído atento, en espera de que volviesen; pero al cabo, impacientándose, exclamó: "Para ir a buscar a la muerte serviríais. ¡Tanto tiempo, para nada! ¿Pensáis que voy a seguir aguardándoos? Me marcho y ya me alcanzaréis, pues corréis más que yo." Y, prosiguiendo su camino, encontróse luego con Federico, que se había detenido a esperarla, pues tenía hambre. "Dame ya de lo que traes, mujer." Ella le alargó pan solo. "¿Dónde están la mantequilla y el queso." - "¡Ay, Federiquito!" exclamó Catalinita, "con la mantequilla unté los carriles, y los quesos no deberán tardar en volver. Se me escapó uno y solté a los otros en su busca." Y dijo Federico: "No debiste hacerlo, Catalinita." - "Sí, Federiquito, pero, ¿por qué no me avisaste?"

Comieron juntos el pan seco, y luego Federico dijo: "Catalinita, ¿aseguraste la casa antes de salir?" - "No, Federiquito; como no me lo dijiste." - "Pues vuelve a casa y ciérrala bien antes de seguir adelante; y, además, trae alguna otra cosa para comer; te aguardaré aquí." Catalinita reemprendió el camino de vuelta, pensando: Federiquito quiere comer alguna otra cosa; por lo visto no le gustan el queso y la mantequilla. Le traeré unos orejones en un pañuelo, y un jarro de vinagre para beber. Al llegar a su casa cerró con cerrojo la puerta superior y desmontó la inferior y se la cargó a la espalda, creyendo que, llevándose la puerta, quedaría la casa asegurada. Con toda calma, recorrió de nuevo el camino, pensando: Así, Federiquito podrá descansar más rato. Cuando llegó adonde él la aguardaba, le dijo: "Toma, Federiquito, aquí tienes la puerta; así podrás guardar la casa mejor." - "¡Santo Dios!" exclamó él, "¡y qué mujer más inteligente me habéis dado! Quitas la puerta de abajo para que todo el mundo pueda entrar, y cierras con cerrojo la de arriba. Ahora es demasiado tarde para volver; mas, ya que has traído la puerta, tú la llevarás." - "Llevaré la puerta, Federiquito, pero los orejones y el jarro de vinagre me pesan mucho. ¿Sabes qué? Los colgaré de la puerta, ¡que los lleve ella!"

Llegaron al bosque y empezaron a buscar a los ladrones, pero no los encontraron. Al fin, como había oscurecido, subiéronse a un árbol, dispuestos a pasar allí la noche. Apenas se habían instalado en la copa, llegaron algunos de esos bribones que se dedican a llevarse por la fuerza lo que no quiere seguir de buen grado, y a encontrar las cosas antes de que se hayan perdido. Sentáronse al pie del árbol que servía de refugio a Federico y Catalinita, y, encendiendo una hoguera, se dispusieron a repartirse el botín. Federico bajó al suelo por el lado opuesto, recogió piedras y volvió a trepar, para ver de matar a pedradas a los ladrones. Pero las piedras no daban en el blanco, y los ladrones observaron: "Pronto será de día, el viento hace caer las piñas." Catalinita seguía sosteniendo la puerta en la espalda y, como le pesara más de lo debido, pensando que la culpa era de los orejones, dijo: "Federiquito, tengo que soltar los orejones." - "No, Catalinita, ahora no," respondió él. "Podrían descubrirnos." - "¡Ay, Federiquito! no tengo más remedio, pesan demasiado." - "¡Pues suéltalos en nombre del diablo!" Abajo rodaron los orejones por entre las ramas, y los bribones exclamaron: "¡Los pájaros hacen sus necesidades!" Al cabo de otro rato, como la puerta siguiera pesando, dijo Catalinita: "¡Ay, Federiquito!, tengo que verter el vinagre." - "No, Catalinita, no lo hagas, podría delatarnos." - "¡Ay, Federiquito! es preciso, no puedo con el peso." - "¡Pues tíralo, en nombre del diablo!" Y vertió el vinagre, rociando a los ladrones, los cuales se dijeron: "Ya está goteando el rocío." Finalmente, pensó Catalinita: ¿No será la puerta lo que pesa tanto? y dijo: "Federiquito, tengo que soltar la puerta." - "¡No, Catalinita, ahora no, podrían descubrirnos!" - "¡Ay, Federiquito!, no tengo más remedio, me pesa demasiado." - "¡No, Catalinita, sosténla firme!" - "¡Ay, Federiquito, la suelto!" - "¡Pues suéltala, en nombre del diablo!" Y allá la echó, con un ruido infernal, y los ladrones exclamaron: "¡El diablo baja por el árbol!" y tomaron las de Villadiego, abandonándolo todo. A la mañana siguiente, al descender los dos del árbol, encontraron todo su oro y se lo llevaron a casa.

Cuando volvieron ya a estar aposentados, dijo Federico: "Catalinita, ahora debes ser muy diligente y trabajar de firme." - "Sí, Federiquito, sí lo haré. Voy al campo a cortar hierba." Cuando llegó al campo, se dijo: ¿Qué haré primero: cortar, comer o dormir? Empecemos por comer. Y Catalinita comió, y después entróle sueño, por lo que, cortando, medio dormida, se rompió todos los vestidos: el delantal, la falda y la camisa, y cuando se despabiló, al cabo de mucho rato, viéndose medio desnuda, preguntóse: ¿Soy yo o no soy yo? ¡Ay, pues no soy yo! Mientras tanto, había oscurecido; Catalinita se fue al pueblo y, llamando a la ventana de su marido, gritó: "¡Federiquito!" - "¿Qué pasa?" - "¿Está Catalinita en casa?" - "Sí, sí," respondió Federico, "debe de estar acostada, durmiendo." Y dijo ella: "Entonces es seguro que estoy en casa," y echó a correr.

En despoblado encontróse con unos ladrones que se preparaban para robar. Acercándose a ellos, les dijo: "Yo os ayudaré." Los bribones pensaron que conocía las oportunidades del lugar y se declararon conformes. Catalinita pasaba por delante de las casas gritando: "¡Eh, gente! ¿tenéis algo? ¡Queremos robar!" - "¡Buena la hemos hecho!" dijeron los ladrones, mientras pensaban cómo podrían deshacerse de Catalinita. Al fin le dijeron: "A la salida del pueblo, el cura tiene un campo de remolachas; ve a recogernos un montón." Catalinita se fue al campo a coger remolachas; pero lo hacía con tanto brío que no se levantaba del suelo. Acertó a pasar un hombre que, deteniéndose a mirarla, pensó que el diablo estaba revolviendo el campo. Corrió, pues, a la casa del cura, y le dijo: "Señor cura, en vuestro campo está el diablo arrancando remolachas." - "¡Dios mío!" exclamó el párroco, "¡tengo una pierna coja, no puedo salir a echarlo!" Respondióle el hombre: "Yo os ayudaré," y lo sostuvo hasta llegar al campo, en el preciso momento en que Catalinita se enderezaba. "¡Es el diablo!" exclamó el cura, y los dos echaron a correr; y el santo varón tenía tanto miedo que, olvidándose de su pierna coja, dejó atrás al hombre que lo había sostenido.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

60. Los dos hermanos

Hermanos Grimm

Éranse una vez dos hermanos, rico uno, y el otro, pobre. El rico tenía el oficio de orfebre y era hombre de corazón duro. El pobre se ganaba la vida haciendo escobas, y era bueno y honrado. Tenía éste dos hijos, gemelos y parecidos como dos gotas de agua. Los dos niños iban de cuando en cuando a la casa del rico, donde, algunas veces, comían de las sobras de la mesa.

Sucedió que el hermano pobre, hallándose un día en el bosque, donde había ido a coger ramas secas, vio un pájaro todo de oro, y tan hermoso como nunca viera otro semejante. Cogió una piedra y se la tiró, pero sólo cayó una pluma, y el animal escapó volando. Recogió el hombre la pluma y la llevó a su hermano, quien dijo:

- Es oro puro -y le pagó su precio.

Al día siguiente encaramóse el hombre a un abedul, para cortar unas ramas. Y he aquí que del árbol echó a volar el mismo pájaro, y al examinar el hombre el lugar desde donde había levantado el vuelo, encontró un nido, y, en él, un huevo, que era de oro. Recogió el huevo y se lo llevó a su hermano, quien volvió a decir:

- Es oro puro -y le pagó su precio. Pero añadió-: Quisiera el pájaro entero.

Volvió el pobre al bosque, y vio de nuevo el ave posada en el árbol. La derribó de una pedrada y la llevó a su hermano, quien le pagó por ella un buen montón de oro.

- Ahora ya tengo para vivir -pensó el hombre, y se fue a su casa muy satisfecho.

El orfebre, que era inteligente y astuto, sabía muy bien qué clase de pájaro era aquél. Llamó a su esposa y le dijo:

- Ásame este pájaro de oro, y pon mucho cuidado en no tirar nada, pues quiero comérmelo entero yo solo.

El ave no era como las demás, sino de una especie muy maravillosa: quien comiera su corazón y su hígado encontraría todas las mañanas una moneda de oro debajo de la almohada. La mujer aderezó el pájaro convenientemente y lo ensartó en el asador. Pero he aquí que, mientras estaba al fuego, un momento en que la mujer salió de la cocina para atender a otra faena, entraron los dos hijos del pobre escobero y, poniéndose junto al asador, le dieron unas cuantas vueltas. Y al ver que caían en la sartén dos trocitos del ave, dijo uno:

- Nos comeremos estos pedacitos, pues tengo mucha hambre; nadie lo notará -. Y se los comieron, uno cada uno. En aquel momento entró el ama, y al ver que mascaban algo, los preguntó:

- ¿Qué coméis?

- Dos trocitos que cayeron del pájaro -respondieron.

- ¡Son el corazón y el hígado! -exclamó espantada la mujer; y para que su marido no los echara de menos y se enfadase, mató a toda prisa un pollo, le arrancó el corazón y el hígado y los metió dentro del pájaro. Cuando ya estuvo preparado el plato, sirviólo al orfebre, el cual se lo merendó entero, sin dejar nada. Pero a la mañana siguiente, al levantar la almohada para buscar la moneda de oro, no apareció nada.

Los dos niños, por su parte, ignoraban la suerte que les había caído. Al levantarse por la mañana, oyeron el sonido metálico de algo que caía al suelo, y, al recogerlo, vieron que eran dos monedas de oro. Lleváronlas a su padre, quien exclamó, admirado:

- ¿Cómo habrá sido eso?

Pero al ver que al día siguiente y todos los sucesivos se repetía el caso, fue a contárselo a su hermano. Inmediatamente comprendió éste lo ocurrido, y que los niños se habían comido el corazón y el hígado del ave; y como era hombre envidioso y duro de corazón, queriendo vengarse, dijo al padre:

- Tus hijos tienen algún pacto con el diablo. No aceptes el oro ni los dejes estar por más tiempo en tu casa, pues el maligno tiene poder sobre ellos y puede acarrear tu propia pérdida.

El padre temía al demonio, y, aunque se le partía el corazón, llevó a los gemelos al bosque y los abandonó en él.

Los niños vagaban extraviados por el bosque, buscando el camino de su casa; pero no sólo no lo hallaron, sino que se perdieron cada vez más. Finalmente, toparon con un cazador, el cual les preguntó:

- ¿Quiénes sois, pequeños?

- Somos los hijos del pobre escobero -respondieron ellos, y le explicaron a continuación que su padre los había echado de su casa porque todas las mañanas había una moneda de oro debajo de las respectivas almohadas.

- ¡Toma! -exclamó el cazador-, nada hay en ello de malo, con tal que sepáis conservaros buenos y no os deis a la pereza -. El buen hombre, prendado de los niños y no teniendo ninguno propio, se los llevó a su casa, diciéndoles-: Yo seré vuestro padre y os criaré.

Y los dos aprendieron el arte de la caza, en tanto que su padre adoptivo iba guardando las monedas de oro que cada uno encontraba al levantarse, por si pudieran necesitarlas algún día. Cuando ya fueron mayores, llevólos un día al bosque y les dijo:

- Vais a hacer hoy vuestra prueba de tiro, para que pueda emanciparos y daros el título de cazadores.

Encamináronse juntos a la paranza, donde permanecieron largo tiempo al acecho; pero no se presentó ninguna pieza. El cazador levantó la vista al cielo y descubrió una bandada de patos salvajes que volaba en forma de triángulo, dijo, pues, a uno de los mozos:

- Haz caer uno de cada extremo.

Hízolo el muchacho, y así pasó su prueba de tiro. Al poco rato acercóse una segunda bandada, que ofrecía la forma de un dos; el cazador mandó al otro que derribase también uno de cada extremo, lo que el chico hizo con igual éxito. Dijo entonces el padre adoptivo:

- Os declaro emancipados; ya sois maestros cazadores.

Internáronse luego los dos hermanos en el bosque y, celebrando consejo, tomaron una resolución. Al sentarse a la mesa para cenar, dijeron a su protector:

- No tocaremos la comida ni nos llevaremos a la boca el menor bocado, hasta que nos otorguéis la gracia que queremos pediros.

- ¿De qué se trata, pues? -preguntó él. Y ellos respondieron:

- Hemos terminado nuestro aprendizaje; ahora tenemos que ver mundo; dadnos permiso para marcharnos.

Replicó el viejo, gozoso:

- Así hablan los bravos cazadores; lo que pedís era también mi deseo. Marchaos, tendréis suerte.

Y cenaron y bebieron alegremente. Cuando llegó el día designado para la partida, el padre adoptivo dio a cada uno una buena escopeta y un perro, y todas cuantas monedas de oro quisieron llevarse. Acompañólos luego durante un trecho, y, al despedirlos, les dio todavía un reluciente cuchillo, diciéndoles:

- Si algún día os separáis, clavad este cuchillo en un árbol en el lugar donde vuestros caminos se separen. De este modo cada uno, cuando regrese, podrá saber cuál ha sido el destino del otro; pues el lado hacia el cual se dirigió, si está muerto, aparecerá lleno de herrumbre; pero mientras viva, la hoja seguirá brillante.

Siguieron andando los dos hermanos hasta que llegaron a un bosque, tan grande, que en todo un día no pudieron salir de él. Pasaron, pues, allí la noche, comiéndose luego las provisiones que llevaban en el morral; anduvieron sin dar tampoco con la salida, y, como no les quedara nada que comer, dijo uno:

- Hemos de cazar algo si no queremos pasar hambre -y, cargando su escopeta, dirigió una mirada a su alrededor. Viendo que pasaba corriendo una vieja liebre, le apuntó el arma, pero el animal gritó:


"Querido cazador, no acortes mis días,

y a cambio te daré dos de mis crías."


y, saltando entre los matorrales, compareció enseguida con dos lebratos; pero los animalitos parecían tan contentos y eran tan juguetones, que los cazadores no pudieron resignarse a matarlos. Los guardaron, pues, con ellos, y los dos lebratos los siguieron dócilmente. Pronto se presentó una zorra, y ellos se dispusieron a cazarla; pero el animal les gritó:


"Querido cazador, no acortes mis días,

y a cambio te daré dos de mis crías."


Y les trajo dos zorrillos que tampoco los cazadores tuvieron corazón para matar; dejáronlos en compañía de los lebratos, y todos juntos siguieron su camino. Al poco rato salió un lobo de la maleza, y los cazadores le encararon la escopeta; pero el lobo les gritó:


"Querido cazador, no acortes mis días,

y a cambio te daré dos de mis crías."


Los cazadores reunieron los lobeznos con los demás animalitos y continuaron andando. Hasta que descubrieron un oso que, no sintiendo tampoco deseos de morir, les gritó a su vez:


"Querido cazador, no acortes mis días,

y a cambio te daré dos de mis crías."


Los dos oseznos pasaron a aumentar el séquito, formado ya por ocho animales. ¿Quién diríais que vino, al fin? Pues nada menos que un león, agitando la melena. Pero los cazadores, sin intimidarse, le apuntaron con sus armas, y entonces la fiera les dijo también:


"Querido cazador, no acortes mis días,

y a cambio te daré dos de mis crías."


Y cuando hubo dado sus cachorrillos, resultó que los cazadores tenían dos leones, dos osos, dos lobos, dos zorras y dos liebres, todos los cuales los seguían y servían. Pero, entretanto, el hambre arreciaba, por lo que dijeron a las zorras:

- Vamos a ver, vosotras, que sois astutas, procuradnos algo de comer; de esto sabéis bien.

Y respondieron ellas:

- No lejos de aquí hay un pueblo del que hemos sacado más de un pollo; os enseñaremos el camino.

Llegaron al pueblo, compraron comida para ellos y para los animales y prosiguieron su ruta. Las zorras conocían al dedillo la región, pues en ella había muchos cortijos con averío, y pudieron guiar a los cazadores.

Después de haber errado un tiempo sin poder encontrar ninguna colocación para los dos juntos, dijeron:

- Esto no puede continuar; no hay más remedio que separarse.

Repartiéronse los animales, de modo que cada uno se quedase un león, un oso, un lobo, una zorra y una liebre, y luego se despidieron, prometiéndose cariño fraternal hasta la muerte, y clavaron en un árbol el cuchillo que les había dado su padre adoptivo. Hecho esto, el uno se encaminó hacia Levante, y el otro, hacia Poniente.

El menor llegó al cabo de poco a una ciudad, toda ella cubierta de crespones negros. Alojóse en una hospedería, y preguntó al dueño si podría admitir también a sus animales. El hostelero los condujo a un establo que tenía un agujero en la pared, por el cual se escurrió la liebre, para volver con una col, y luego la zorra, que se zampó una gallina, y, a continuación, un gallo. Pero el lobo, el oso y el león, siendo mucho más corpulentos, no pudieron pasar, por lo que el hostelero los condujo a un prado, donde una vaca se hallaba echada sobre la hierba, y de la que ellos dieron cuenta en un santiamén. Ya hartos sus animales, el cazador preguntó al mesonero por qué estaba la ciudad tan enlutada. A lo que respondió el hombre:

- Porque mañana debe morir la única hija de nuestro Rey.

- ¿Está, pues, enferma de muerte? -preguntó el cazador.

- No -explicó el hostelero-, está fresca y sana, y, sin embargo, ha de morir.

- ¿Cómo se entiende esto? -inquirió el forastero.

- En las afueras de la ciudad se levanta una alta montaña, en la que tiene su morada un dragón. El monstruo amenaza con devastar todo el país, si todos los años no se le entrega una doncella virgen. Ya han sido sacrificadas todas las de la nación, y solamente queda la hija del Rey, por lo cual, irremisiblemente, ha de ser entregada, y ello se verificará mañana.

Dijo el joven:

- ¿Y por qué no matan al dragón?

- ¡Ay! -respondió el hostelero-, muchos caballeros lo intentaron, y todos perdieron la vida en la empresa. El Rey ha prometido dar a su hija por esposa y nombrar heredero del reino a quien acabe con el monstruo.

El cazador no dijo nada más; pero a la mañana siguiente, llamó a sus animales y emprendió con ellos el ascenso a la montaña del dragón. En la cima se levantaba una pequeña iglesia, en cuyo altar había tres cálices llenos y la siguiente inscripción: "quien se beba el contenido de los cálices, se convertirá en el hombre más fuerte de la Tierra y será capaz de manejar la espada que se halla enterrada en el umbral de la puerta." El cazador no bebió, pero salió al exterior y buscó la espada; mas no le fue posible moverla de su sitio. Entró de nuevo en la ermita y apuró el contenido de los vasos; al instante adquirió la fuerza necesaria para levantar el arma e incluso para blandirla con la mayor ligereza.

Llegada la hora en que la doncella debía ser entregada al dragón, tomaron el camino de la montaña, para acompañarla, el Rey, el mariscal y los cortesanos. La princesa vio desde lejos al cazador en la cumbre y, pensando que era el dragón que la aguardaba, se resistía a subir, pero, al fin, tuvo que resignarse, ya que de otro modo habría sido destruida la ciudad entera. El Rey y su séquito regresaron a palacio sumidos en profunda tristeza; únicamente el mariscal hubo de quedarse para presenciar desde lejos lo que ocurriera.

Cuando la princesa llegó a la cumbre de la montaña, en vez del dragón se encontró con el joven cazador, el cual le infundió ánimos, diciéndole que estaba allí para salvarla, y la introdujo en la capilla, encerrándola dentro. Poco después llegaba, con gran estrépito, el dragón de siete cabezas. Al ver al cazador, díjole, sorprendido:

- ¿Qué tienes tú que hacer en esta montaña?

A lo cual respondió el mozo:

- He venido a combatir contigo.

- Muchos caballeros han dejado aquí la vida -replicó el monstruo-; no me será difícil acabar contigo -y púsose a despedir fuego por sus siete fauces. Aquel fuego hubiera prendido en la hierba seca y ahogado al joven, de no haber acudido, corriendo, sus animales, que apagaron a pisotones el incendio. Entonces el dragón se arrojó contra el cazador, pero éste, blandiendo su espada con tal fuerza que hacía silbar el aire, de un golpe le cercenó tres cabezas. ¡Con qué furor se irguió la fiera, escupiendo llamas contra su enemigo y aprestándose a aniquilarlo! Pero el otro, de un segundo mandoble, le cortó tres cabezas más. El monstruo, casi agotado, cayó al suelo; pero, reuniendo sus últimas fuerzas, embistióle aún por tercera vez; entonces el joven le cortó la cola. Derribado ya el monstruo, llamó el cazador a sus animales, los cuales acabaron de despedazarlo. Terminada la batalla, el cazador abrió la puerta de la iglesia y encontró a la princesa tendida en el suelo sin sentido, debido a la angustia y el espanto que sufriera durante el combate. Sacóla fuera y, cuando volvió en sí y abrió los ojos, mostróle el dragón descuartizado y le explicó que estaba libre y redimida. Alegróse ella sobremanera:

- Ahora serás mi amadísimo esposo -le dijo-, pues mi padre me prometió a aquel que matase al dragón.

Y, acto seguido, desatándose su collar de corales, lo repartió entre sus animales para recompensarlos, dando al león el brochecillo de oro. El pañuelo en que estaba bordado su nombre lo entregó al cazador, quien, después de cortar las lenguas de las siete cabezas del monstruo, las envolvió en él y las puso a buen recaudo.

Luego, sintiéndose rendido por el fuego y por la lucha, dijo a la doncella:

- Los dos estamos cansados y agotados; vamos a dormir un rato.

Asintió ella, y los dos se tendieron en el suelo; y el cazador dijo al león:

- Tú velarás para que nadie nos sorprenda durante el sueño -y, al instante, se quedaron dormidos. El león se echó junto a ellos para vigilar; pero como él estaba también fatigado de la pelea, llamando al oso le dijo:

- Échate a mi lado, que voy a dormir un rato; si viniere alguien despiértame.

Tendióse el oso, pero, fatigado a su vez, dijo al lobo:

- Échate a mi lado, que voy a dormir un rato; si viniere alguien, despiértame.

Echóse el lobo; pero como se sentía también cansado, llamó a la zorra y le dijo:

- Échate a mi lado, que voy a dormir un rato; si viniere alguien, despiértame.

Y la zorra se echó a su vez; pero, rendida igualmente, dijo a la liebre:

- Échate a mi lado, que voy a dormir un rato; si viniere alguien, despiértame.

Sentóse la liebre, que tampoco podía con su alma y no tenía quien pudiese sustituirla; el caso es que se durmió. Y ya los tenemos a todos dormidos: la princesa, el cazador, el león, el oso, el lobo, la zorra y la liebre; ¡y dormidos como troncos!

He aquí que el mariscal, encargado de observar lo que ocurriera desde lejos, al no ver al dragón marcharse con la princesa y notar que en la montaña reinaba una calma absoluta, haciendo de tripas corazón subió a la cumbre. Allí yacía el dragón despedazado y, a poca distancia, la hija del Rey con el cazador y los animales, todos durmiendo a pierna suelta. Y como era un hombre malvado e impío, sacando su espada cortó la cabeza al cazador y, sujetando por el brazo a la princesa, la obligó a seguirlo al llano. Al despertar ella se asustó al oír que le decía el mariscal:

- Estás en mi poder y tienes que decir que fui yo quien mató al dragón.

- No puedo hacer eso -respondió la doncella-, pues lo mataron el cazador y sus animales.

Desenvainando entonces la espada, el malvado la amenazó con matarla si no le obedecía, y le exigió que jurase hacerlo. Presentóse luego con ella ante el Rey, cuya alegría fue indescriptible al ver viva a su querida hija después de haberla creído destrozada por el monstruo. Dijo el mariscal:

- He matado al dragón, he liberado a la princesa y todo el reino; y así, la reclamo por esposa, tal y como prometisteis.

Preguntó el Rey a la doncella:

- ¿Es verdad lo que dice?

- ¡Ay, sí! -respondió la muchacha-, bien debe de serlo, pero pido que no se celebre la boda hasta dentro de un año y un día.

Confiaba en que durante aquel tiempo recibiría alguna noticia de su cazador.

Mientras tanto, los animales seguían durmiendo junto a su amo muerto, hasta que llegó volando un gran abejorro que se posó en la nariz de la liebre, pero ésta lo ahuyentó con la pata sin despertarse. Vino el abejorro por segunda vez, y la liebre volvió a sacudírselo; pero a la tercera, el abejorro le clavó el aguijón en la nariz, y la despertó. No bien se hubo despertado la liebre, corrió a llamar a la zorra, ésta al lobo, el lobo al oso y el oso al león. Y al despertarse el león y ver que la princesa había desaparecido y que su señor estaba muerto, rugiendo pavorosamente, gritó:

-¿Quién ha hecho esto? Oso, ¿por qué no me llamaste?

Y el oso al lobo:

- ¿Por qué no me llamaste?

Y el lobo a la zorra:

- ¿Por qué no me llamaste?

Y la zorra a la liebre:

- ¿Por qué no me llamaste?

La pobre liebre fue la única que nada pudo responder, y hubo de cargar con la culpa. Todos arremetieron contra ella, pero el animalillo, excusándose, dijo:

- No me matéis; yo resucitaré a nuestro amo. Sé una montaña donde crece una hierba; quien la tenga en la boca, queda curado de todas sus enfermedades y heridas. Sólo que esta montaña está a doscientas horas de aquí.

Habló entonces el león:

- Debes estar de vuelta dentro de veinticuatro horas con la raíz que dices.

Salió la liebre corriendo, y en el plazo fijado compareció de nuevo con su planta milagrosa. El león ajustó la cabeza al tronco del cazador, la liebre le introdujo la raíz en la boca, e inmediatamente todo quedó unido, el corazón empezó a latir y volvió la vida. Despertóse el cazador y se espantó al no ver a la princesa. "Se habrá escapado mientras yo dormía para librarse de mí," pensó.

Con las prisas, el león había encajado la cabeza de su señor al revés; pero éste ni siquiera se dio cuenta, absorto en sus tristes pensamientos acerca de la princesa. Sólo a mediodía, a la hora de comer, vio que tenía la cabeza vuelta hacia la espalda y preguntó a los animales qué había ocurrido durante su sueño. Explicóle entonces el león que la fatiga los había rendido a todos, y que al despertar lo habían hallado decapitado; la liebre había ido en busca de la raíz salvadora; pero con las prisas, él le había colocado la cabeza al revés; de todos modos, en un momento repararía aquel descuido. Y, cortando de nuevo la cabeza al cazador, se la encajó debidamente, y la liebre terminó la operación con su planta prodigiosa.

El cazador empezó a errar tristemente por el mundo, haciendo bailar a sus animales ante las gentes. Sucedió que, exactamente al cabo de un año, llegó de nuevo a la misma ciudad donde había salvado a la princesa de las garras del dragón, encontrándose con que toda la población aparecía engalanada con colgaduras de color escarlata. Preguntó al posadero:

- ¿Qué significa esto? Hace un año todo estaba cubierto de negro; ¿por qué hoy estos colores tan vivos?

Y respondió el hombre:

- Hoy hace un año, la hija de nuestro Rey debía ser entregada al dragón; pero el mariscal luchó con él y lo mató, y mañana debe celebrarse su boda. Por eso visteis entonces la ciudad enlutada, y hoy la veis adornada con alegres colores, en señal de fiesta.

A mediodía del señalado para la boda, dijo el cazador al posadero:

- ¿Me creeréis si os dijese, señor hostelero, que hoy comeré aquí con vos pan de la mesa del Rey?

- Pues apostaría cien monedas de oro a que no es verdad.

Aceptó el cazador la apuesta, y sacó una bolsa con la misma cantidad. Luego, llamando a la liebre, le dijo:

- Ve, mi querido saltarín, y tráeme pan del que come el Rey.

El lebrato, siendo el de menor categoría, no pudo pasar el encargo a ninguno de sus compañeros y no tuvo más remedio que encaminarse a palacio.

"¡Caramba! -pensó-, si voy saltando así solito por las calles me darán caza los perros de los carniceros." Y así fue, efectivamente; los perros salieron en su persecución con propósito de hincarle los dientes en el pellejo. ¡Tendríais que haberlo visto brincar! Fue a refugiarse en la garita de un centinela, pasando tan raudo que ni el soldado se dio cuenta. Llegaron los perros dispuestos a pescarlo; pero el centinela no estaba para bromas y empezó a culatazos, con lo que los canes hubieron de escapar aullando y gimiendo. Cuando el lebrato vio que el campo estaba despejado, entró de un salto en el palacio. Fue directamente adonde estaba la princesa, y, sentándose junto a su silla, con la pata le rascó el pie. Gritó ella:

- ¡Fuera de aquí! -, pensando que era su perro. La liebre volvió a rascarle el pie, y ella repitió-: ¿Quieres marcharte? -, siempre creída que era el perro. Pero la liebre insistió, rascándole el pie por tercera vez. La princesa bajó entonces la vista y reconoció al animal por su collar. Subiéndoselo al regazo, preguntóle:

- Mi querida liebre, ¿qué quieres?

Y respondió la liebre:

- Mí amo, el que mató al dragón, está aquí y me envía a pedir pan del que come el Rey.

Fuera de sí por la alegría, la princesa mandó llamar al panadero y le ordenó traer un pan de los que se servían en la mesa real. Y dijo el lebrato:

- Pero el panadero tendrá que venirse conmigo, para que no me persigan los perros.

El panadero llevó, pues, el pan hasta la puerta de la hospedería, donde la liebre, enderezándose sobre las patas traseras, cogiólo con las delanteras y fue a entregarlo a su amo. Dijo entonces el cazador:

- ¿Veis, señor hostelero? Las cien monedas son mías -. Admiróse el buen hombre, y el otro continuó-: Sí, señor hostelero, ya tengo el pan; pero ahora quiero también asado de la mesa del Rey.

A lo que repuso el dueño de la posada:

- Ya me gustaría verlo -sin atreverse, empero, a renovar la apuesta. El cazador, llamando a la zorra, le dijo:

- Zorrillo mío, ve a buscarme asado del que come el Rey.

La zorra conocía mejor los rodeos, y, deslizándose por esquinas y rincones, logró llegar junto a la silla de la princesa sin ser vista de los perros, y le rascó el pie. Miró ella al suelo y, reconociendo a la zorra por el collar, llevósela a su aposento y le preguntó:

- Mi querida zorra, ¿qué quieres?

Y respondió la zorra:

- Mi señor, el que mató al dragón, está aquí y me envía a pedir asado del que come el Rey.

La princesa mandó presentarse al cocinero, el cual hubo de preparar un asado como el que servía a la mesa real, y acompañar con él a la zorra hasta la hospedería. Una vez allí, la zorra se hizo cargo de la fuente y, después de ahuyentar con el rabo las moscas que se habían posado en el plato, fue a presentarlo a su amo.

- ¿Veis, señor hostelero? Ya tenemos pan y carne; ahora es cuestión de procurarse las legumbres que han de acompañarla, tal como las sirven al Rey -. Y llamando al lobo, le dijo-: Querido lobo, ve a palacio y tráeme legumbres de las que come el Rey.

Y el lobo se encaminó en línea recta al palacio, pues él a nadie temía. Y al llegar a la habitación de la princesa, tiróle de la falda por detrás, obligándola a volverse. Reconociólo ella por el collar, se lo llevó a su alcoba y le preguntó:

- ¿Qué quieres, mi querido lobo?

Respondió el lobo:

- Mi señor, el que mató al dragón, está aquí y me manda a pedir de las legumbres que come el Rey.

Entonces la princesa mandó venir al cocinero, el cual tuvo que preparar un plato de legumbres de las que servía a la mesa real, y acompañar al lobo hasta la puerta de la hospedería, donde el animal cogió el plato y lo llevó a su amo.

- ¿Veis, señor hostelero? -dijo el cazador-. Ya tengo pan, carne y verduras; pero quiero comer también dulces de los que el Rey come -. Y llamando al oso, díjole-: Querido osito, tú, que te gusta el dulce, ve a buscarme pasteles de los que come el Rey.

El oso emprendió el trote camino de palacio, y todo el mundo le dejó vía libre; pero al llegar a la guardia quiso ésta impedirle el paso, encarándole los fusiles. Irguióse el animal y las emprendió a mojicones, derribando a todos los soldados, y, sin más preámbulos, no paró hasta llegar a la habitación de la princesa; se colocó a su espalda, dando un ligero gruñido. Volvióse ella a mirar y, reconociendo al oso, lo condujo a su aposento privado y le dijo:

- Mi querido oso, ¿qué quieres?

Respondió el oso:

-Mi señor, el que mató al dragón, está aquí y me envía a pedir pasteles de los que come el Rey.

Entonces mandó la princesa que se presentase el pastelero, y le encargó que preparase dulces de los que el Rey comía y los llevase, acompañando al oso, hasta la puerta de la hospedería. Una vez allí, el animal, tras haberse comido las grageas confitadas que habían caído, incorporándose sobre sus patas traseras, cogió la bandeja, y fue a entregarla a su amo.

- ¿Veis, señor hostelero? -dijo el cazador-. Ya tengo pan, carne, verduras y dulces; pero ahora se me antoja también beber vino del que bebe el Rey -. Y, llamando al león le dijo-: Querido león, a ti no te viene mal un trago; anda, ve a buscarme vino del que bebe el Rey.

Salió el león a la calle; toda la gente echó a correr asustada, y, si bien la guardia trató de cerrarle el paso, bastóle con pegar unos rugidos, y el camino le quedó expedito, pues todos huyeron a la desbandada. El león se encaminó a las habitaciones reales y llamó a la puerta golpeando con el rabo. Acudió a abrir la princesa, y casi se cayó del susto; pero al reconocer al león por el broche de oro de su collar, hízole entrar en su aposento y le dijo:

- Querido león, ¿qué quieres?

A lo que él respondió:

- Mi señor, el que mató al dragón, está aquí y me envía a pedir vino del que bebe el Rey.

La princesa mandó recado al bodeguero y le dio orden de que entregase al león vino del que se servía en la mesa real. Y dijo el león:

- Iré contigo; quiero asegurarme de que el vino que me das es el mejor.

Bajó con el hombre a la bodega, y, ya en ella, el bodeguero trató de darle vino corriente, del que bebía la servidumbre; pero la fiera lo detuvo:

- Aguarda; antes quiero probarlo -. Y sirviéndose media medida, se la echó al coleto:

- No -dijo-, no es de éste.

El bodeguero le dirigió una mirada de reojo, pero, apartándose, se dispuso a darle de otro barril, destinado al mariscal del reino. Dijo el león:

- Aguarda; antes quiero probarlo -y, sirviéndose otra media medida, se la bebió-. Éste es mejor, pero aún no es el que quiero.

Enfadóse el bodeguero, exclamando:

- ¡Qué demonios entiende de vino este animalucho!

Pero el león le propinó un coscorrón que lo hizo rodar por el suelo. Levantándose, sin volver a chistar llevó al enviado a una pequeña bodega privada, donde se guardaba el vino del Rey, del que nadie bebía sino éste. Sirvióse el león otra media medida y, catándola, exclamó:

- Éste sí puede que sea del bueno -y mandó al bodeguero que le llenase seis botellas.

Volvieron al piso alto; pero el león, al salir al aire libre, caminaba un tanto vacilante, pues el vino se le había subido a la cabeza, por lo cual el bodeguero tuvo que llevarle las botellas hasta la puerta de la posada. Allí, el león cogió con la boca la cesta y llevóla a su amo.

- ¿Veis, señor hostelero? Aquí tengo pan, carne, verduras, dulces y vino de los que toma el Rey, y ahora voy a darme un banquete con mis animales -. Y, tomando asiento, comió y bebió, dando de todo a la liebre, la zorra, el lobo, el oso y el león; y estaba de muy buen humor, pues bien veía que la princesa lo recordaba y quería. Terminada la comida, dijo:

- Señor hostelero, he comido y bebido como el mismo Rey; ahora me iré a palacio y me casaré con la princesa.

Preguntóle el posadero:

- ¿Cómo es posible, si ya está prometida y hoy mismo se celebra la boda?

El cazador, sacando el pañuelo que le diera la hija del Rey en el monte del dragón y en el que había guardado las siete lenguas del monstruo, replicóle:

- Esto que tengo en la mano me ayudará a realizar mi propósito.

Mirando el posadero el pañuelo, dijo:

- Todo puedo creerlo, pero esto no, y os apuesto mi casa y mi hacienda.

El cazador puso encima de la mesa una bolsa que contenía mil monedas de oro:

- Ahí va mi postura -respondió.

En la mesa, el Rey había preguntado a su hija:

- ¿Qué querían todos esos animales que vinieron a palacio y se pasearon en él como Perico por su casa?

Respondióle la princesa:

- No puedo decíroslo; pero enviad a buscar al dueño de todos ellos; no os arrepentiréis.

El Rey mandó a un criado a la posada, con orden de invitar a palacio al forastero; llegó allí cuando el hostelero acababa de apostar con el cazador, el cual le dijo:

- ¿Veis, señor hostelero? El Rey envía a un criado para invitarme, y, sin embargo, no quiero ir todavía -. Y, dirigiéndose al mensajero, le dijo-: Pide en mi nombre al Señor Rey que me envíe ropas de príncipe, una carroza tirada por seis caballos y servidores de escolta.

Cuando el Rey oyó esta respuesta, dijo a su hija:

- ¿Qué debo hacer?

Y ella respondió:

- Enviadle lo que os pide; no os arrepentiréis.

Y el Rey le mandó ropajes reales, una carroza de seis caballos y gentes de escolta. Al verlos llegar, el cazador dijo:

- ¿Veis, señor hostelero? Ahora vienen a buscarme tal como pedí -y, vistiéndose los reales ropajes y cogiendo el pañuelo con las lenguas del dragón, dirigióse a palacio.

Cuando el Rey lo vio acercarse, preguntó a la princesa:

- ¿Cómo debo recibirlo?

Y contestó ella:

- Salid a su encuentro, no os arrepentiréis.

Salió el Rey a recibirlo y lo acompañó arriba, seguido de sus animales; luego le ofreció un sitio entre él y su hija, mientras el mariscal, en su calidad de novio, se sentaba al otro lado, sin conocerlo. Trajeron entonces las siete cabezas del dragón para exhibirlas, y el Rey dijo:

- Estas siete cabezas las cortó el mariscal al dragón; por eso le doy por esposa a mi hija.

Levantándose el cazador y abriendo las siete fauces, dijo:

- ¿Dónde están las siete lenguas del dragón?

Asustóse el mariscal y palideció como la cera, sin saber qué contestar. Al fin dijo, angustiado:

- Los dragones no tienen lengua.

- Los mentirosos no deberían tenerla -replicó el cazador-; pero las del dragón son el trofeo del vencedor -y, desenvolviendo el pañuelo donde guardaba las siete lenguas, púsolas una por una en la boca a que correspondían y todas encajaban perfectamente. Levantando entonces el pañuelo que tenía bordado el nombre de la hija del Rey, mostrólo a ésta preguntándole a quién se lo había dado. Ella respondió:

- Al que mató al dragón.

A continuación llamó el cazador a sus animales y, quitándoles a todos el collar, y al león, además, el broche de oro, preguntó a la princesa a quién pertenecía.

Respondió ella:

- El collar y el broche de oro eran míos, y los distribuí entre los animales que ayudaron a vencer al dragón.

Dijo entonces el cazador:

- Mientras yo dormía, fatigado del combate, vino el mariscal y me cortó la cabeza. Llevóse luego a la princesa y pretendió haber sido él el matador del monstruo; y que ha mentido, lo pruebo con las lenguas, el pañuelo y el collar -. Y explicó cómo sus animales lo habían resucitado por medio de una raíz milagrosa, y cómo durante un año había caminado errante, hasta volver, al fin, a la ciudad, en la que, por las palabras del hostelero, se había informado de la falacia del mariscal. Preguntó entonces el Rey a su hija:

- ¿Es cierto que fue éste quien mató al dragón?

- Sí, es cierto -respondió la princesa-, y ahora ya puedo revelar el crimen del mariscal, pues ha salido a la luz sin mi intervención; porque él me había obligado a jurar que guardaría silencio. Pero por eso pedí que la boda no se celebrara hasta transcurridos un año y un día.

Mandó el Rey convocar a doce consejeros para que juzgasen al mariscal, y lo condenaron a ser descuartizado por cuatro bueyes. De este modo se hizo justicia con el malvado, y el Rey otorgó la mano de su hija al cazador, al cual nombró lugarteniente del reino. Celebróse la boda con gran regocijo, y el joven rey envió a buscar a su padre verdadero y a su padre adoptivo, y los colmó de riquezas. No se olvidó tampoco del hostelero; lo llamó a su presencia y le dijo:

- Ya veis, señor posadero, cómo me he casado con la princesa. En consecuencia, dueño soy de vuestra casa y hacienda.

- Sí, es de justicia -respondió el hombre.

Pero el joven monarca lo tranquilizó:

- Más que justicia quiero haceros merced; quedaos con vuestra casa y vuestra hacienda, y, por añadidura, os regalo las mil monedas de oro.

El joven príncipe y la joven princesa vivían, pues, contentos felices el uno con el otro. El marido salía a menudo de caza, pues ésta era su gran afición, y siempre lo acompañaban sus fieles animales. Pero he aquí que en aquellos alrededores había un bosque que, a lo que decían, estaba embrujado y no era fácil salir de él una vez se había entrado. Pero el joven príncipe se moría de ganas de ir a cazar en sus espesuras, y no dejó en paz a su suegro hasta que éste lo autorizó para hacerlo. Dirigióse pues, al bosque, seguido de un numeroso séquito de caballeros: y, al llegar a la linde, viendo una cierva blanca como la nieve, dijo a sus hombres:

- Aguardad aquí mi vuelta; voy a cazar aquella hermosa pieza.

Sus seguidores lo esperaron hasta el anochecer, pero él no regresó. Volvieron entonces a palacio y dijeron a la joven reina:

- Vuestro esposo se ha adentrado en el bosque en persecución de una cierva blanca, y no ha regresado -lo cual dejó a la princesa presa de gran inquietud.

El príncipe había estado persiguiendo la hermosa cierva, sin poder alcanzarla; cuando pensaba tenerla a tiro, inmediatamente se le aparecía a gran distancia, hasta que, al fin, desapareció del todo. Dándose entonces cuenta de lo mucho que se había internado en la selva, tocó el cuerno, sin recibir respuesta, pues sus seguidores no podían oírlo. Y como cerró la noche, comprendiendo que no podría volver a palacio aquel día, desmontó y encendió una hoguera junto a un árbol, dispuesto a pernoctar en aquel sitio. Estando sentado junto a la hoguera, con sus animales echados a su lado, parecióle oír una voz humana; miró a su alrededor, pero nada vio. Al poco rato oyó, como viniendo de lo alto del árbol, una especie de gemido; levantó la vista y descubrió en la copa una mujer vieja que repetía continuamente la misma queja:

- Uh, uh, uh, qué frío tengo!

Díjole él:

- Baja a calentarte, si tienes frío.

Pero ella replicó:

- No, porque tus animales me morderían.

- No te harán ningún daño, viejecita -dijo él, intentando tranquilizarla-; ¡baja!

Pero la mujer, que era una bruja, dijo:

- Te echaré una rama del árbol; pégales con ella en la espalda, y entonces no me causarán daño alguno.

Y arrojó una ramita, pero al golpearlos el príncipe con ella, todos quedaron inmóviles, convertidos en piedras. Viéndose la bruja a salvo de los animales, saltó al suelo, tocó, a su vez, al príncipe con una vara y lo transformó, asimismo, en piedra. Echándose entonces a reír, los arrastró a todos hasta un foso, donde había otras muchas piedras semejantes.

Al ver que el joven príncipe no regresaba, la inquietud y preocupación de la princesa eran cada día mayores. Sucedió que, por aquellas mismas fechas, el otro hermano, que al separarse emprendiera el camino de Levante, llegó a aquel mismo reino. Había pasado mucho tiempo buscando un empleo, sin poder encontrarlo, y había ido de acá para allá exhibiendo sus animales. Un día se le ocurrió ir a ver el cuchillo que, en el momento de separarse, habían clavado en el tronco de un árbol, deseoso de conocer el destino de su hermano. Al llegar a él, la parte del cuchillo correspondiente a su hermano se hallaba mitad brillante y mitad oxidada. Asustóse, y pensó: "A mi hermano debe de haberle ocurrido alguna gran desgracia; pero tal vez me sea posible salvarle aún, ya que la mitad de la hoja sigue brillante." Encaminóse con sus animales hacia Poniente, y, al llegar a la puerta de la ciudad, se le presentó el jefe de la guardia y le preguntó si quería que lo anunciase a su esposa; la joven princesa llevaba varios días angustiadísima por su ausencia, temiendo que hubiese muerto en el bosque embrujado. Los soldados lo tomaron por el príncipe, tan grande era su parecido; además, venía acompañado de los mismos animales. El cazador comprendió que lo confundían con su hermano y pensó: "Lo mejor será que los deje en el engaño; de este modo me será más fácil salvarlo." Y se hizo acompañar por la guardia a palacio, donde fue recibido con grandísima alegría. También la joven princesa lo tomó por su esposo, y, al preguntarle el motivo de su tardanza, respondióle el cazador:

- Me extravié en el bosque, y hasta hoy no he podido salir de él.

A la noche le condujeron al lecho real; pero él puso su espada de doble filo entre él y la joven reina; y aunque ella no comprendió el porqué lo hacía, no se atrevió a preguntárselo.

Después de permanecer en palacio dos o tres días, habiéndose informado de todo lo relativo al bosque encantado, dijo:

- Tengo que volver a cazar allí.

El rey padre y la joven reina trataron de disuadirle; pero él insistió, y, al fin, partió al frente de un numeroso séquito. Al llegar al bosque sucedióle lo que a su hermano. Vio una hermosa cierva blanca y dijo a sus hombres:

- Quedaos aquí hasta que regrese; quiero capturar esta hermosa pieza -y se entró en el bosque, seguido de sus animales. Pero tampoco él pudo alcanzar a la cierva, y penetró tan adentro de la selva, que no tuvo más remedio que quedarse allí a pasar la noche. Cuando hubo encendido la hoguera, oyó que sobre su cabeza alguien gemía:

- ¡Uh, uh, uh, qué frío tengo! -y, mirando a lo alto, descubrió en la copa a la misma bruja de antes. Díjole:

- Si sientes frío, baja, viejecita, a calentarte.

Respondió ella:

- No, tus animales me morderían.

Y él:

- No te harán ningún daño.

- Te echaré un bastón -contestó la bruja-; pégales con él, y no me harán nada.

Al oír el cazador estas palabras, entróle desconfianza de la vieja y le dijo:

- Yo no pego a mis animales. Baja tú, o subiré yo a buscarte.

- ¿Qué te propones? -exclamó la bruja-. ¡Conmigo no podrás!

- Si no bajas, te derribo de un balazo -le replicó él.

- Dispara cuanto quieras; no les temo a tus balas.

Apuntóle el cazador y disparó; pero la bruja era inmune a las balas de plomo, y no hacía sino reírse y chillar:

- ¡No me tocarás!

Pero el cazador sabía cómo habérselas con ella; arrancóse tres botones de plata de su chaqueta y cargó con ellos su arma; contra ellos no tenían poder los encantamientos de la bruja, y, así, al primer disparo cayó al suelo con un gran grito. El mozo le puso el pie encima y le dijo:

- ¡Vieja bruja, si no me revelas inmediatamente dónde está mi hermano te cojo con las dos manos y te echo al fuego!

Espantóse ella y, pidiendo gracia, dijo:

- Él y sus animales están en un foso convertidos en piedra.

Entonces, él1 la forzó a acompañarlo y, amenazándole, le dijo:

- ¡Viejo mico, o devuelves la vida a mi hermano y a todos los que aquí yacen, o te arrojo al fuego!

Cogió ella una vara, y, al tocar las piedras, resucitaron su hermano con sus animales, además de numerosos mercaderes, artesanos y pastores, todos los cuales le dieron gracias por su liberación y se fueron a sus casas.

Los gemelos, al volverse a ver, se abrazaron, con los corazones que rebosaban alegría. Agarrando luego a la bruja, la ataron y la echaron al fuego. Y he aquí que, cuando estuvo consumida, abrióse el bosque espontáneamente, quedando despejado y luminoso, y apareció el palacio a tres horas de distancia.

Encamináronse entonces los dos hermanos hacia la Corte, y por el camino se contaron mutuamente sus aventuras. Al, decir el menor que era regente del reino, le contestó el otro:

- Ya me di cuenta, pues cuando llegué a la ciudad y me confundieron contigo, me tributaron honores reales. También la joven reina me tomó por su esposo y me hizo comer a su lado en la mesa y dormir en su cama.

Al oír el joven rey estas palabras, en un súbito arrebato de cólera y celos, desenvainó la espada y, de un tajo, cercenó la cabeza de su hermano. Pero, al verlo muerto y bañado en sangre, sintió un fuerte arrepentimiento:

- ¡Mi hermano me ha salvado -exclamó-, y yo, en pago, le he quitado la vida! -y se lamentaba a voz en grito. Acercósele entonces su liebre y se le ofreció para ir en busca de la raíz milagrosa; y, en efecto, pudo traerla aún a tiempo. El muerto volvió a la vida sin que quedasen señales de la herida.

Siguieron, pues, su camino, y dijo el menor:

- Tienes un parecido completo conmigo él vistes, como yo, ropas reales, y te siguen los mismos animales que a mí. Entraremos por dos puertas opuestas y nos presentaremos simultáneamente al Rey, viniendo de dos direcciones contrarias.

Separándose, pues, y a un mismo momento, la guardia de una y otra puerta comunicó al Rey que el joven príncipe acababa de llegar de la cacería con sus animales. Observó el monarca:

- Esto no es posible; entre una puerta y la otra hay una hora de distancia.

Pero he aquí que, procediendo de direcciones opuestas, entraron en el patio de palacio los dos hermanos y se apearon de sus monturas. Dijo entonces el anciano Rey a su hija:

- Dime, ¿cuál de los dos es tu esposo? Son como dos gotas de agua, y yo no soy capaz de distinguirlos.

La princesa quedó de momento perpleja y angustiada, sin saber qué responder, hasta que, acordándose del collar que diera a los animales, vio el broche de oro del león, y exclamó con gran alegría:

- Aquel a quien sigue este león es mi verdadero esposo.

Echóse a reír el joven rey, diciendo:

- Sí, éste es el verdadero -y todos se sentaron a la mesa y comieron y bebieron contentos y satisfechos. A la noche, cuando el joven rey se fue a la cama, preguntóle su esposa:

- ¿Por qué las noches anteriores pusiste en el lecho, entre los dos, tu espada de doble filo? Creí que querías matarme.

Entonces comprendió él hasta qué extremo le había sido leal su hermano.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

61. El destripaterrones

Hermanos Grimm

Era una aldea cuyos habitantes eran todos labradores ricos, y sólo había uno que era pobre; por eso le llamaban el destripaterrones. No tenía ni una vaca siquiera y, mucho menos, dinero para comprarla; y tanto él como su mujer se morían de ganas de tener una.

Dijo un día el marido:

- Oye, se me ha ocurrido una buena idea. Pediré a nuestro compadre, el carpintero, que nos haga una ternera de madera y la pinte de color pardo, de modo que sea igual que las otras. Así crecerá, y con el tiempo nos dará una vaca.

A la mujer le gusto la idea, y el compadre carpintero cortó y cepilló cuidadosamente la ternera, la pintó primorosamente e incluso la hizo de modo que agachase la cabeza, como si estuviera paciendo.

Cuando, a la mañana siguiente, fueron sacadas las vacas, el destripaterrones llamó al pastor y le dijo:

- Mira, tengo una ternerita, pero es tan joven todavía que hay que llevarla a cuestas.

- Bueno -respondió el pastor, y, acomodándolo a los hombros, la llevó al prado y la dejó en la hierba. La ternera estaba inmóvil, como paciendo, y el pastor pensaba: "No tardará en correr sola, a juzgar por lo que come." Al anochecer, a la hora de entrar el ganado, dijo el pastor a la ternera:

- Si puedes sostenerte sobre tus patas y hartarte como has hecho, también puedes ir andando como las demás. No esperes que cargue contigo.

El destripaterrones, de pie en la puerta de su casa, esperaba el regreso de su ternerita, y al ver pasar al boyero conduciendo el ganado y que faltaba su animalito, le preguntó por él. Respondió el pastor:

- Allí se ha quedado comiendo; no quiso seguir con las demás.

- ¡Toma! -exclamó el labrador-, yo quiero mi ternera.

Volvieron entonces los dos al prado, pero la ternera no estaba; alguien la había robado.

- Se habrá extraviado -dijo el pastor. Pero el destripaterrones le replicó:

- ¡A mí no me vengas con ésas! -y presentó querella ante el alcalde, el cual condenó al hombre, por negligencia, a indemnizar al demandante con una vaca.

Y he aquí cómo el destripaterrones y su mujer tuvieron, por fin, la tan ansiada vaca. Estaban contentísimos, pero como no tenían forraje, no podían darle de comer, y, así, tuvieron que faenarla muy pronto. Después de salar la carne, el hombre se marchó a la ciudad a vender la piel para comprar una ternerita con lo que de ella sacara. Durante la marcha, al pasar junto a un molino, encontró un cuervo que tenía las alas rotas; lo recogió por compasión, y lo envolvió en la piel. Como el tiempo se había puesto muy feo, con lluvia y viento, el hombre no tuvo más remedio que pedir alojamiento en el molino. Sólo estaba en casa la muchacha del molino, quien dijo al destripaterrones:

- ¡Duerme en la paja!-. Y por comida le ofreció pan y queso. El hombre comió y luego se echó a dormir con el pellejo al lado, y la mujer pensó: "Está cansado y ya duerme."

En eso entró el sacristán, el cual fue muy bien recibido por la muchacha del molino, que le dijo:

- El patrón no está; entra y vamos a darnos un banquete.

El destripaterrones no dormía aún, y al escuchar que se disponían a darse buena vida, enojado por haber tenido que contentarse él con pan y queso. La joven puso la mesa, y sirvió asado, ensalada, pasteles y vino.

Cuando se disponían a sentarse a comer, llamaron a la puerta:

- ¡Dios santo! -exclamó la chica-. ¡El amo!-. Y, a toda prisa, escondió el asado en el horno, el vino debajo de la almohada, la ensalada entre las sábanas y los pasteles debajo de la cama; en cuanto al sacristán, lo ocultó en el armario de la entrada. Acudiendo luego a abrir al molinero, le dijo-: ¡Gracias a Dios que vuelves a estar en casa! ¡Vaya tiempo para ir por el mundo!

El molinero, al ver al labrador tendido en el forraje, preguntó:

- ¿Qué hace ahí ése?

- ¡Ah! -dijo la muchacha-, es un pobre infeliz a quien le tomó la lluvia y la tormenta, y me pidió cobijo. Le he dado pan y queso, y lo he dejado dormir en el pajar.

Dijo el hombre:

- Nada tengo que decir a eso; pero prepárame pronto algo de comer.

La muchacha contestó.

- Pues no tengo más que pan y queso.

- Me contentaré con lo que sea -respondió el hombre-; venga el pan y el queso -y, mirando al destripaterrones, lo llamó:

- Ven, que comeremos juntos.

El otro no se lo hizo repetir y comieron en buena compañía. Viendo el molinero en el suelo la piel que envolvía al cuervo, preguntó a su invitado:

- ¿Qué llevas ahí? -a lo que replicó el labriego:

- Ahí dentro llevo un adivino.

- ¿También a mí podrías adivinarme cosas? -dijo el molinero.

- ¿Por qué no? -repuso el labriego-. Pero solamente dice cuatro cosas; la quinta se la reserva.

- Es curioso -dijo el hombre-. ¡Haz que adivine algo!

El labrador apretó la cabeza del cuervo, y el animal soltó un graznido: "¡Crr, crr!."

Preguntó el molinero:

- ¿Qué ha dicho?

Respondió el labriego:

- En primer lugar, ha dicho que hay vino debajo de la almohada.

- ¡Eso sí que sería bueno! -exclamó el molinero, y, yendo a comprobarlo, volvió con el vino-. Adelante -dijo.

Nuevamente hizo el destripaterrones graznar al cuervo:

- Dice ahora que hay asado en el horno.

- ¡Eso sí que sería bueno! -repuso el otro, y, saliendo, se trajo el asado.

El forastero siguió haciendo hablar al pajarraco:

- Esta vez dice que hay ensalada sobre la cama.

- ¡Eso sí que sería bueno! -repitió el molinero, y, en efecto, pronto volvió con ella. Por última vez, apretó el destripaterrones la cabeza del cuervo e, interpretando su graznido, dijo:

- Pues resulta que hay pasteles debajo de la cama.

- ¡Eso sí que sería bueno! -exclamó el molinero y, entrando en el dormitorio, encontró, efectivamente, los pasteles.

Se sentaron pues los dos a la mesa, mientras la jovencita del molino, asustadísima, fue a meterse en cama, guardándose todas las llaves. Al molinero le hubiera gustado saber la quinta cosa; pero el labrador le dijo:

- Primero nos comeremos tranquilamente todo, pues la quinta no es tan buena.

Comieron, entonces, discutiendo entretanto el precio que estaba dispuesto a pagar el molinero por la quinta predicción, y quedaron de acuerdo en trescientos ducados. Volvió entonces el destripaterrones a apretar la cabeza del cuervo, haciéndolo graznar ruidosamente.

Preguntó el molinero:

- ¿Qué ha dicho?

Y respondió el labriego:

- Ha dicho que en el armario del vestíbulo está escondido el diablo.

- ¡Pues el diablo tendrá que salir! -gritó el dueño, corriendo a abrir de par en par la puerta de la casa. Pidió luego la llave del armario a la muchacha, y ella no tuvo más remedio que dárselo; al abrir el mueble el destripaterrones, el sacristán echó a correr como alma que lleva el diablo, a lo cual dijo el molinero:

- ¡He visto al negro con mis propios ojos; tienes razón!

A la mañana siguiente, el destripaterrones se marchaba de madrugada con trescientos ducados en el bolso.

De regreso a su casa, el hombre se hizo el rumboso, y empezó a construirse una linda casita, por lo cual los aldeanos se decían entre sí:

- De seguro que el destripaterrones habrá estado en el país donde nieva oro y la gente recoge el dinero a cestos.

El alcalde lo cito para que diese cuenta de la procedencia de su riqueza, y él respondió:

- Vendí la piel de mi vaca en la ciudad por trescientos ducados.

Al oír esto los campesinos, deseosos de aprovecharse de tan espléndido negocio, se apuraron en matar todas sus vacas y despellejarlas, con propósito de venderlas en la ciudad e hincharse de ganar dinero. El alcalde exigió que su criada fuese antes que los demás; pero cuando se presentó al peletero de la ciudad, éste no le dio sino tres ducados por una piel, y a los que llegaron a continuación no les ofreció ni tan eso siquiera:

- ¿Qué quieren que haga con tantas pieles? -les dijo.

Los campesinos indignados al ver que habían sido engañados por el destripaterrones, y, ansiosos de vengarse, lo acusaron de engaño ante el alcalde. El destripaterrones fue condenado a muerte por unanimidad: sería metido en un barril agujereado y arrojado al río. Lo condujeron a las afueras del pueblo, y dijeron al sacristán que hiciera venir al cura para que le rezara la misa de difuntos. Todos los demás hubieron de alejarse, y al ver el destripaterrones al sacristán, reconoció al que había sorprendido en casa del molinero y le dijo:

- ¡Yo te saqué del armario; sácame ahora tú del barril!

Acertó a pasar en aquel momento, guiando un rebaño de ovejas, un pastor de quien sabía el destripaterrones que tenía muchas ganas de ser alcalde, y se puso a gritar con todas sus fuerzas:

- ¡No, no lo haré! ¡Aunque el mundo entero se empeñe, no lo haré!

Oyendo el pastor las voces, se acercó y preguntó:

- ¿Qué te pasa? ¿Qué es lo que no quieres hacer?

Y respondió el condenado:

- Se empeñan en hacerme alcalde si consiento en meterme en el barril; pero yo me niego.

A lo cual replicó el pastor:

- Si para ser alcalde basta con meterse en el barril, yo estoy dispuesto a hacerlo enseguida.

- Si entras, serás alcalde –le aseguró el labriego.

El hombre se avino, y se metió en el barril, mientras el otro aplicaba la cubierta y la clavaba. Luego se alejó con el rebaño del pastor. El cura volvió a la aldea y anunció que había rezado la misa, por lo que, fueron todos al lugar de la ejecución, empujaron el barril, el cual comenzó a rodar por la ladera. Gritaba el pastor:

- ¡Yo quisiera ser alcalde! -pero los presentes, pensando que era el destripaterrones el que así gritaba, respondían:

- ¡También nosotros lo quisiéramos, pero primero tendrás que dar un vistazo allá abajo! -y el barril se precipitó en el río.

Regresaron los aldeanos a sus casas, y al entrar en el pueblo se toparon con el destripaterrones, que, muy pimpante y satisfecho, llegaba también conduciendo su rebaño de ovejas. Asombrados, le preguntaron:

- Destripaterrones, ¿de dónde sales? ¿Vienes del río?

- Claro -respondió el hombre-, me he hundido mucho, mucho, hasta que, por fin, toqué el fondo. Quité la tapa del barril y salí de él, y he aquí que me encontré en unos bellísimos prados donde pacían muchísimos corderos, y me he traído esta manada.

Preguntaron los campesinos:

- ¿Y quedan todavía?

- Ya lo creo -respondió él-; más de los que pueden llevar.

Entonces los aldeanos convinieron en ir todos a buscar rebaños; y el alcalde dijo:

- Yo voy delante.

Llegaron al borde del río, y justamente flotaban en el cielo azul algunas de esas nubecillas que parecen guedejas, y las llaman borreguillas, las cuales se reflejaban en el agua:

- ¡Mirad las ovejas, allá en el fondo! -exclamaron los campesinos.

El alcalde, acercándose, dijo:

- Yo bajaré primero a ver cómo está la cosa; si está bien, los llamaré.

Y de un salto, ¡plum!, se zambulló en el agua. Creyeron los demás que les decía: ¡Venid!, y todos se precipitaron tras él. Y he aquí que todo el pueblo se ahogó, y el destripaterrones, como era el único heredero, se convirtió, para su mal, en un hombre rico, pues las riquezas conseguidas con malas artes o patrañas, sólo conducen al infierno.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

62. La reina de las abejas

Hermanos Grimm

Dos príncipes, hijos de un rey, partieron un día en busca de aventuras y se entregaron a una vida disipada y licenciosa, por lo que no volvieron a aparecer por su casa. El hijo tercero, al que llamaban "El bobo," púsose en camino, en busca de sus hermanos. Cuando, por fin, los encontró, se burlaron de él. ¿Cómo pretendía, siendo tan simple, abrirse paso en el mundo cuando ellos, que eran mucho más inteligentes, no lo habían conseguido?

Partieron los tres juntos y llegaron a un nido de hormigas. Los dos mayores querían destruirlo para divertirse viendo cómo los animalitos corrían azorados para poner a salvo los huevos; pero el menor dijo:

- Dejad en paz a estos animalitos; no sufriré que los molestéis.

Siguieron andando hasta llegar a la orilla de un lago, en cuyas aguas nadaban muchísimos patos. Los dos hermanos querían cazar unos cuantos para asarlos, pero el menor se opuso:

- Dejad en paz a estos animales; no sufriré que los molestéis.

Al fin llegaron a una colmena silvestre, instalada en un árbol, tan repleta de miel, que ésta fluía tronco abajo. Los dos mayores iban a encender fuego al pie del árbol para sofocar los insectos y poderse apoderar de la miel; pero "El bobo" los detuvo, repitiendo:

- Dejad a estos animales en paz; no sufriré que los queméis.

Al cabo llegaron los tres a un castillo en cuyas cuadras había unos caballos de piedra, pero ni un alma viviente; así, recorrieron todas las salas hasta que se encontraron frente a una puerta cerrada con tres cerrojos, pero que tenía en el centro una ventanilla por la que podía mirarse al interior. Veíase dentro un hombrecillo de cabello gris, sentado a una mesa. Llamáronlo una y dos veces, pero no los oía; a la tercera se levantó, descorrió los cerrojos y salió de la habitación. Sin pronunciar una sola palabra, condújolos a una mesa ricamente puesta, y después que hubieron comido y bebido, llevó a cada uno a un dormitorio separado. A la mañana siguiente presentóse el hombrecillo a llamar al mayor y lo llevó a una mesa de piedra, en la cual había escritos los tres trabajos que había que cumplir para desencantar el castillo. El primero decía: "En el bosque, entre el musgo, se hallan las mil perlas de la hija del Rey. Hay que recogerlas antes de la puesta del sol, en el bien entendido que si falta una sola, el que hubiere emprendido la búsqueda quedará convertido en piedra." Salió el mayor, y se pasó el día buscando; pero a la hora del ocaso no había reunido más allá de un centenar de perlas; y le sucedió lo que estaba escrito en la mesa: quedó convertido en piedra. Al día siguiente intentó el segundo la aventura, pero no tuvo mayor éxito que el mayor: encontró solamente doscientas perlas, y, a su vez, fue transformado en piedra. Finalmente, tocóle el turno a "El bobo," el cual salió a buscar entre el musgo. Pero, ¡qué difícil se hacía la búsqueda, y con qué lentitud se reunían las perlas! Sentóse sobre una piedra y se puso a llorar; de pronto se presentó la reina de las hormigas, a las que había salvado la vida, seguida de cinco mil de sus súbditos, y en un santiamén tuvieron los animalitos las perlas reunidas en un montón.

El segundo trabajo era pescar del fondo del lago la llave del dormitorio de la princesa. Al llegar "El bobo" a la orilla, los patos que había salvado acercáronsele nadando, se sumergieron, y, al poco rato, volvieron a aparecer con la llave pedida.

El tercero de los trabajos era el más difícil. De las tres hijas del Rey, que estaban dormidas, había que descubrir cuál era la más joven y hermosa, pero era el caso que las tres se parecían como tres gotas de agua, sin que se advirtiera la menor diferencia; sabíase sólo que, antes de dormirse, habían comido diferentes golosinas. La mayor, un terrón de azúcar; la segunda, un poco de jarabe, y la menor, una cucharada de miel.

Compareció entonces la reina de las abejas, que "El bobo" había salvado del fuego, y exploró la boca de cada una, posándose, en último lugar, en la boca de la que se había comido la miel, con lo cual el príncipe pudo reconocer a la verdadera. Se desvaneció el hechizo; todos despertaron, y los petrificados recuperaron su forma humana. Y "El bobo" se casó con la princesita más joven y bella, y heredó el trono a la muerte de su suegro. Sus dos hermanos recibieron por esposas a las otras dos princesas.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

63. Las tres plumas

Hermanos Grimm

Érase una vez un rey que tenía tres hijos, de los cuales dos eran listos y bien dispuestos, mientras el tercero hablaba poco y era algo simple, por lo que lo llamaban "El lelo." Sintiéndose el Rey viejo y débil, pensó que debía arreglar las cosas para después de su muerte, pero no sabía a cuál de sus hijos legar la corona. Díjoles entonces: "Marchaos, y aquel de vosotros que me traiga el tapiz más hermoso, será rey a mi muerte." Y para que no hubiera disputas, llevólos delante del palacio, echó tres plumas al aire, sopló sobre ellas y dijo: "Iréis adonde vayan las plumas." Voló una hacia Levante; otra, hacia Poniente, y la tercera fue a caer al suelo, a poca distancia. Y así, un hermano partió hacia la izquierda; otro, hacia la derecha, riéndose ambos de "El lelo," que, siguiendo la tercera de las plumas, hubo de quedarse en el lugar en que había caído.

Sentóse el mozo tristemente en el suelo, pero muy pronto observó que al lado de la pluma había una trampa. La levantó y apareció una escalera; descendió por ella y llegó ante una puerta. Llamó, y oyó que alguien gritaba en el interior:

"Ama verde y tronada,

pata arrugada,

trasto de mujer

que no sirve para nada:

a quien hay ahí fuera, en el acto quiero ver."

Abrióse la puerta, y el príncipe se encontró con un grueso sapo gordo, rodeado de otros muchos más pequeños. Preguntó el gordo qué deseaba, a lo que respondió el joven: "Voy en busca del tapiz más bello y primoroso del mundo." El sapo, dirigiéndose a uno de los pequeños, le dijo:

"Ama verde y tronada,

pata arrugada,

trasto de mujer

que no sirve para nada:

aquella gran caja me vas a traer."

Fue el sapo joven a buscar la caja; el gordo la abrió, y sacó de ella un tapiz, tan hermoso y delicado como no se había tejido otro en toda la superficie de la Tierra. Lo entregó al príncipe. El mozo le dio las gracias y se volvió arriba.

Los otros dos hermanos consideraban tan tonto al pequeño, que estaban persuadidos de que jamás lograría encontrar nada de valor. "No es necesario que nos molestemos mucho," dijeron, y a la primera pastora que encontraron le quitaron el tosco pañolón que llevaba a la espalda. Luego volvieron a palacio para presentar sus hallazgos a su padre el Rey. En el mismo momento llegó también "El lelo" con su precioso tapiz, y, al verlo el Rey, exclamó, admirado: "Si hay que proceder con justicia, el reino pertenece al menor." Pero los dos mayores importunaron a su padre, diciéndole que aquel tonto de capirote era incapaz de comprender las cosas; no podía ser rey de ningún modo, y le rogaron que les propusiera otra prueba. Dijo entonces el padre: "Heredará el trono aquel de vosotros que me traiga el anillo más hermoso," y, saliendo con los tres al exterior, sopló de nuevo tres plumas, destinadas a indicar los caminos. Otra vez partieron los dos mayores: uno, hacia Levante; otro, hacia Poniente, y otra vez fue a caer la pluma del tercero junto a la trampa del suelo. Descendió de nuevo la escalera subterránea y se presentó al sapo gordo, para decirle que necesitaba el anillo más hermoso del mundo. El sapo dispuso que le trajesen inmediatamente la gran caja y, sacándolo de ella, dio al príncipe un anillo refulgente de pedrería, tan hermoso, que ningún orfebre del mundo habría sido capaz de fabricarlo. Los dos mayores se burlaron de "El lelo," que pretendía encontrar el objeto pedido; sin apurarse, quitaron los clavos de un viejo aro de coche y lo llevaron al Rey. Pero cuando el menor se presentó con su anillo de oro, el Rey hubo de repetir: "Suyo es el reino." Pero los dos no cesaron de importunar a su padre, hasta que consiguieron que impusiese una tercera condición, según la cual heredaría el trono aquel que trajese la doncella más hermosa. Volvió a echar al aire las tres plumas, que tomaron las mismas direcciones de antes.

Nuevamente bajó "El lelo" las escaleras, en busca del grueso sapo, y le dijo: "Ahora tengo que llevar a palacio a la doncella más hermosa del mundo." - "¡Caramba!" replicó el sapo. "¡La doncella más hermosa! No la tengo a mano, pero te la proporcionaré." Y le dio una zanahoria vaciada, de la que tiraban, como caballos. seis ratoncillos. Preguntóle "El lelo," con tristeza: "¿Y qué hago yo con esto?" Y le respondió el sapo: "Haz montar en ella a uno de mis sapos pequeños." Cogiendo el mozo al azar uno de los del círculo, lo instaló en la amarilla zanahoria. Mas apenas estuvo en ella, transformóse en una bellísima doncella; la zanahoria, en carroza, y los seis ratoncitos, en caballos. Dio un beso a la muchacha, puso en marcha los corceles y dirigióse al encuentro del Rey. Sus hermanos llegaron algo más tarde. No se habían tomado la menor molestia en buscar una mujer hermosa, sino que se llevaron las primeras campesinas de buen parecer. Al verlas el Rey, exclamó: "El reino será, a mi muerte, para el más joven." Pero los mayores volvieron a aturdir al anciano, gritando: "¡No podemos permitir que "El lelo" sea rey!" y exigieron que se diese la preferencia a aquel cuya mujer fuese capaz de saltar a través de un aro colgado en el centro de la sala. Pensaban: "Las campesinas lo harán fácilmente, pues son robustas; pero la delicada princesita se matará." Accedió también el viejo rey. Y he aquí que saltaron las dos labradoras; pero eran tan pesadas y toscas, que se cayeron y se rompieron brazos y piernas. Saltó a continuación la bella damita que trajera "El lelo" y lo hizo con la ligereza de un corzo, por lo que ya toda resistencia fue inútil. Y "El lelo" heredó la corona y reinó por espacio de muchos años con prudencia y sabiduría.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

64. La oca de oro

Hermanos Grimm

Un buen hombre tenía tres hijos. El tercero de ellos, a quien llamaban El Zoquete, era el blanco de las burlas de todos.

Un día, el hijo mayor quiso ir al bosque  a cortar leña, y su madre le dio una torta de huevos y una botella de vino. Cuando llegó al bosque, un viejo de pelo gris le dijo:

—Dame un pedacito de tu torta y un sorbo de tu vino. Tengo hambre y sed.

El listo mozo respondió:

—Si te doy, apenas quedará para mí. Sigue tu camino y déjame.

El viejo bajó la cabeza y siguió adelante, mientras el mozo se ponía a cortar un árbol. Al poco rato dio un hachazo el falso y el hacha se clavó en el brazo. Esta herida fue el pago de su conducta con el hombrecillo.

Partió luego el segundo hermano hacia el bosque, provisto, como el mayor, de una torta y una botella de vino. También le salió al paso el viejecito de cabello gris, pidiéndole un pedazo de torta y un trago de vino. El muchacho le replicó con displicencia:

—Lo que diese me lo quitaría a mí. ¡Sigue tu camino!

Y dejando plantado al anciano, se puso a cortar un árbol. Apenas había asestado un par de hachazos del tronco, cuando se hirió en una pierna y tuvieron que conducirlo a su casa.

Dijo entonces Zoquete:

—Padre, déjame ir al bosque a buscar leña.

—Vete si te empeñas —contestó el padre—. A fuerza de golpes ganarás experiencia.

Le dio la madre una torta amasada de agua y cocida en las brasas y una botella de cerveza agria. Cuando llegó  al bosque se encontró igualmente con el hombrecillo de pelo gris, el cual le saludó y dijo:

—Dame un pedazo de torta y un trago de lo que llevas en la botella, pues tengo hambre y sed.

—No llevo sino una torta cocida en las brasas y cerveza agria —le respondió El Zoquete—. Si te conformas, sentémonos y comeremos.

Se sentaron. Y he aquí que cuando el mozo sacó la torta, resultó ser un magnífico pastel de huevos, y la cerveza agria se había convertido en un vino excelente.

—Puesto que tienes buen corazón y eres generoso, te daré suerte. ¿Ves aquel viejo árbol? Pues córtalo. Encontrarás algo en la raiz.

Con esas palabras el hombrecillo se despidió.

El Zoquete se encaminó al árbol y lo derribó a hachazos, y al caer apareció entre las raíces una oca de plumas de oro puro. Se la llevó consigo y entró en una posada para pasar la noche. El dueño tenía tres hijas, que, al ver la oca, sintieron curiosidad y quisieron tener una de sus plumas de oro. En un momento en el que el muchacho salió del cuarto, la mayor sujetó a la oca por un ala, pero los dedos se le quedaron pegados al animal. Pronto acudió la segunda, y en cuanto tocó  a su hermana también se quedó pegada a ella. Por fin llegó la tercera, y, apenas hubo tocado a la segunda, quedó igualmente pegada sin poder soltarse. Y así, las tres tuvieron que pasar la noche pegadas unas a otras y a la oca.

A la mañana siguiente, El Zoquete tomó al animal y se lo puso bajo el brazo. Luego emprendió el camino de su casa sin preocuparse de las tres muchachas, que se veían obligadas a seguirle a gran velocidad.

En medio del campo, se encontraron con el señor cura, quien, al ver la comitiva, dijo:

—¿No os da vergüenza, descaradas, correr de este modo tras un joven? ¿Os parece decente?

Tomó entonces a la menos de la mano, con intención de separarla. Pero apenas la había tocado y quedó también él enganchado, y hubo de participar igualmente en la carrera.

Al rato acertó a pasar el sacristán, que, a ver al cura corriendo, dijo muy sorprendido:

—Pero, señor cura, ¿adónde va tan deprisa?

Y corriendo hacia él, le sujetó por la manga, quedando prendido como los demás.

Se cruzaron al poco con unos labradores, los llamó el cura pidiendo que los desenganchasen, pero en cuanto les tocaron también se quedaron pegados. Y ya eran siete los que corrían tras El Zoquete y su oca.

Poco después llegaron a una ciudad cuyo rey tenía una hija tan seria que nadie había logrado arrancarle una sonrisa. Por eso, el monarca había hecho pregonar que daría la mano de la princesa a aquel hombre que consiguiera hacerla reír. Al enterarse de ello, El Zoquete, se presentó a la hija del rey arrastrando todo el séquito. Apenas vio la princesa aquella hilera de siete personas corriendo sin parar unas tras otras, se echó a reír tan fuerte y tan a gusto que no podía interrumpir sus carcajadas.

Entonces El Zoquete la pidió por esposa. Pero el rey le puso toda clase de objeciones, y al fin le dijo que antes habría que traerle a un hombre capaz de beberse todo el vino que cabía en la bodega del palacio.

Pensó el muchacho en el hombrecillo del bosque y fue a pedirle ayuda. Y he aquí que en el mismo lugar donde cortara el árbol vio sentado a un individuo en cuyo rostro se reflejaba la aflicción. Preguntóle El Zoquete por el motivo de su pesar el otro le contestó:

— Sufro una sed terrible, que no puedo calmar de ningún modo.

— Yo puedo remediar eso —le dijo el joven—. Vente conmigo.

Y le condujo a la bodega real, donde el hombre la emprendió, bebe que te bebe, con las voluminosas cubas. Antes de que hubiese terminado el día había vaciado la bodega.

El Zoquete acudió nuevamente a reclamar a su novia. Pero el rey le puso una nueva condición. Para obtener la mano de la princesa debía encontrar a un hombre capaz de comerse una montaña de pan. No se lo pensó mucho el mozo y se dirigió inmediatamente al bosque. En el mismo lugar que la otra vez encontró a un hombre lamentándose:

— Me he comido toda una hornada de pan. Pero, ¿qué es esto para un hambre como la que yo tengo?

Le respondió El Zoquete, muy contento:

—Vente conmigo y te vas a hartar. Llevóle luego a la corte del rey, el cual había hecho cocer una montaña de pan. El hombre del bosque se situó frente a ella y empezó a comer; al ponerse el sol, aquella enorme mole había desaparecido.

Por tercera vez, El Zoquete reclamó la mano de la princesa, pero el rey le exigió que trajera un barco capaz de ir por la tierra y por el agua.

—En cuanto llegues navegando en él, mi hija será tu esposa —le dijo.

Nuevamente se fue el muchacho al bosque, donde le esperaba el viejecito del pelo gris.

—Gracias a ti he comido y bebido —dijo el anciano—. Ahora te conseguiré el barco. Todo esto lo hago porque fuiste compasivo conmigo.

Y le dio el barco que iba por la tierra y por el agua, y el rey, cuando lo vio, ya no pudo seguir negándose a entregar a su hija. Se celebró la boda, y, a la muerte del rey, El Zoquete heredó la corona, viviendo feliz durante largos años en compañía de su esposa.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

65. Bestia peluda

Hermanos Grimm

Había una vez un rey que tenía una esposa cuyos cabellos parecían de oro, y tan hermosa que en toda la tierra no se habría encontrado otra igual. Cayó enferma y, presintiendo su fin, llamó a su marido y le dijo:

- Si cuando yo muera quieres casarte de nuevo, no escojas a ninguna mujer que sea menos hermosa que yo y que no tenga el cabello de oro. ¡Prométemelo!

El Rey se lo prometió, y ella, cerrando los ojos, murió.

Por largo tiempo al Rey estuvo inconsolable, sin pensar ni por un momento en volverse a casar, hasta que, al fin, dijeron sus consejeros:

- No hay más remedio sino que vuelva a casarse el Rey para que tengamos Reina.

Entonces fueron enviados mensajeros a todas las partes del país, en busca de una novia semejante en belleza a la reina fallecida. Pero en todo el mundo no había otra, y, aunque se hubieran encontrado una, no tendría los cabellos de oro. Por eso, los mensajeros tuvieron que regresar a la Corte con las manos vacías.

Pero he aquí que el Rey tenía una sobrina que era el vivo retrato de su esposa muerta, tan hermosa como ella y con la misma cabellera de oro. La contempló un día el Rey, y viéndola en todo igual a su difunta esposa, de repente se sintió enamorado de ella. Dijo pues a sus consejeros:

- Me casaré con mi sobrina, ya que sobrina, ya que es el retrato de mi esposa muerta; de otra manera, no encontraría una novia que se le pareciese.

La joven al conocer la intención de su tío se horrorizó, pues estaba totalmente enamorada de un noble joven. Así es que pensó en la manera de hacerlo desistir de su desatinada decisión y le dijo:

- Antes de satisfacer vuestro deseo, es preciso que me regaléis tres vestidos: uno, dorado como el sol; otro, plateado como la luna, y el tercero, brillante como las estrellas. Además quiero un abrigo hecho de mil pieles distintas; y ha de tener un pedacito de la piel de cada uno de los animales de vuestro reino.

Al decir esto pensaba:

"Es absolutamente imposible conseguir todo eso, y, así, conseguiré que mi tío renuncie a su idea." Pero el Rey se mantuvo obstinado, y las doncellas más habilidosas del país hubieron de tejer las tres telas y confeccionar un vestido dorado como el sol, otro plateado como la luna y otro brillante como las estrellas; y los cazadores tuvieron que capturar los animales de todo el reino y quitarles un pedazo de piel, y con los trocitos fue hecho un abrigo de mil pieles distintas. Cuando ya todo estuvo dispuesto, el Rey mandó llamar a su sobrina y, le presentó los objetos exigidos por ella, y le dijo:

- Mañana será nuestra boda.

Al comprender la doncella que no había ninguna esperanza de hacer cambiar la decisión de la decisión de su tío, resolvió huir. Por la noche, cuando ya todo el mundo dormía, se levantó y tomó las siguientes cosas: un anillo de oro, una diminuta rueca del mismo metal y una devanadera, también de oro; los tres vestidos, comparables al sol, la luna y las estrellas, los metió en una cáscara de nuez, y se puso el áspero abrigo de pieles, manchándose, además, de hollín la cara y las manos.

Seguidamente se encomendó a Dios y escapó. Estuvo andando toda la noche, hasta que llegó a un gran bosque. Como se sentía muy cansada, se sentó en el hueco de un árbol y quedó dormida.

Salió el sol, pero ella continuó dormida, sin despertarse a pesar de lo muy avanzado del día.

Sucedió que el Rey a quien pertenecía el bosque, había salido a cazar en él. Cuando sus perros llegaron al árbol, se pusieron a husmear, dar vueltas en derredor y ladrar; por lo que el Rey dijo a los cazadores:

- Id a ver qué clase de animal se ha escondido allí.

Los hombres cumplieron la orden, y, a la vuelta, dijeron:

- En el hueco del árbol hay un animal asombroso, como jamás viéramos otro igual; su pellejo es de mil pieles distintas. Está echado, durmiendo.

Ordenó el Rey:

- Ved si es posible tomarlo vivo; en ese caso lo atáis y lo cargáis en el coche.

Cuando los cazadores sujetaron a la doncella, ésta, despertándose sobresaltada, les gritó:

- Soy una pobre muchacha desvalida, abandonada de padre y madre. Apiadaos de mí y llevadme con vosotros.

Dijeron los cazadores:

- "Bestia Peluda," servirás para la cocina; ven con nosotros, podrás ocuparte en barrer las cenizas.

Y, la subieron al coche, la condujeron al palacio real. Allí le asignaron una pequeña cuadra al pie de la escalera, donde no penetraba ni un rayo de luz, y le dijeron:

- "Bestia Peluda," vivirás y dormirás aquí.

Luego la mandaron a la cocina, donde tuvo que ocuparse en traer leña y agua, avivar el fuego, desplumar aves, seleccionar legumbres, barrer la ceniza y otros trabajos rudos como éstas.

Allí vivió "Bestia Peluda" mucho tiempo, llevando una vida miserable. ¡Ah, hermosa jovencita! ¿Qué va a ser de ti? Pero ocurrió un día que hubo fiesta en palacio, y ella dijo al cocinero:

- ¿No me dejarías subir un ratito a verlo? Me quedaré a mirarlo junto a la puerta.

Le respondió el cocinero:

- Puedes ir, si quieres, pero debes estar de vuelta dentro de media hora para recoger la ceniza.

Tomó ella el candil, bajó a la cuadrita, se quitó el abrigo de piel y se lavó el hollín de la cara y las manos, con lo que reapareció su belleza en todo su esplendor. Abriendo luego la nuez, sacó el vestido reluciente como el sol y se lo puso, y, así ataviada, subió a la sala donde se celebraba la fiesta. Todos le dejaron libre paso, pues nadie la conocía y la tomaron por una princesa. El Rey salió a recibirla y, ofreciéndole la mano, la invitó a bailar con él, mientras pensaba en su corazón: "Jamás mis ojos vieron una mujer tan bella." Terminado el baile, se inclinó la doncella y, al buscarla el Rey, había desaparecido, sin que nadie supiera su paradero. Los centinelas de las puertas de palacio declararon, al ser preguntados, que no la habían visto entrar ni salir.

Ella había corrido a la cuadra, en la que, después de quitarse rápidamente el vestido, se ennegreció cara y manos y se puso el tosco abrigo, convirtiéndose de nuevo en la "Bestia Peluda." Cuando volvió a la cocina, a su trabajo, se puso a recoger la ceniza, le dijo el cocinero:

- Deja esto para mañana y prepara la sopa del Rey; también quiero yo subir un momento a echar una mirada. Pero procura que no te caiga ni un pelo; de lo contrario, no te daremos nada de comer en adelante.

El hombre se marchó, y "Bestia Peluda" condimentó la sopa del rey, haciendo un caldo lo mejor que supo, y, cuando ya la tenía lista, bajó a la cuadra, a buscar el anillo de oro, y lo echó en la sopera.

Terminada la fiesta, mandó el Rey a que le sirvieran la cena, y encontró la sopa tan deliciosa como jamás la hubiera comido. Y en el fondo del plato encontró el anillo de oro, no acertando a comprender cómo había podido ir a parar allí. Mandó entonces que se presentase el cocinero, el cual tuvo un gran susto al recibir el recado, y dijo a "Bestia Peluda":

- Seguro que se te ha caído un cabello en la sopa. Si es así, te costará una paliza.

Al llegar ante el Rey, éste le preguntó quién había preparado la sopa, a lo que respondió el hombre:

- Yo la preparé.

Pero el Rey le replicó:

- No es verdad, pues estaba guisada de modo distinto y era mucho mejor que de costumbre.

Entonces dijo el cocinero:

- He de confesar que no la guisé yo, sino aquel animalito tosco.

- Márchate y dile que suba - ordenó el Rey.

Al presentarse "Bestia Peluda" le preguntó el Rey:

- ¿Quién eres?

- Soy una pobre muchacha sin padre ni madre.

- ¿Qué haces en mi palacio? - siguió preguntando el Soberano.

- No sirvo sino para que me tiren las botas a la cabeza - respondió ella.

- ¿De dónde sacaste el anillo que había en la sopa?

- No sé nada del anillo.

El Rey tuvo que despedirla, sin sacar nada en claro.

Al cabo de algún tiempo se celebró otra fiesta, y, como la vez anterior, "Bestia Peluda" pidió al cocinero que le permitiese subir a verla. Quien le dijo:

- Sí, pero vuelve dentro de media hora para preparar aquella sopa que tanto gusta al Rey.

Corrió la muchacha a la cuadra, se lavó rápidamente, sacó de la nuez el vestido plateado como la luna, y se puso. Se dirigió a la sala de fiestas, con la figura de una verdadera princesa, y el Rey salió nuevamente a su encuentro, muy contento de verla, y como en aquel preciso instante comenzaba el baile, bailaron juntos. Terminado el baile, volvió ella a desaparecer con tanta rapidez que el Rey no logró percatarse ni qué dirección había seguido. La muchacha corrió a la cuadrita, se vistió de nuevo de "Bestia Peluda" y fue a la cocina, a guisar la sopa. Mientras el cocinero estaba arriba, ella fue a buscar su rueca de oro y la echó en la sopera, vertiendo encima la sopa, que fue servida al rey. Éste lo encontró tan deliciosa como la otra vez, e hizo llamar al cocinero, quien no tuvo más remedio que admitir que "Bestia Peluda" había preparado la sopa.

La muchacha fue llamada nuevamente ante el Rey, volvió a contestar a éste que sólo servía para que le arrojasen las botas a la cabeza, y que nada sabía de la rueca de oro.

En la tercera fiesta organizada por el Rey, las cosas transcurrieron como las dos veces anteriores. El cocinero le dijo:

- Eres una bruja, "Bestia Peluda," y siempre le echas a la sopa algo para hacerla mejor y para que guste al Rey más que lo que yo le guiso. - Sin embargo, ante su insistencia, le dejó ausentarse por corto tiempo.

Esta vez se puso el tercer vestido, el que relucía como las estrellas, y se presentó en la sala. El Rey volvió a bailar con la bellísima doncella, pensando que jamás había visto otra tan bonita. Y, mientras bailaban, sin que ella lo advirtiese le pasó una sortija de oro por el dedo; además, había dado orden de que el baile se prolongase mucho tiempo. Al terminar, trató de sujetarla por las manos, pero ella se escurrió, huyendo tan rápida entre los invitados, que en un instante desapareció de la vista de todos. Corrió a toda velocidad a la cuadra del pie de la escalera, porque su ausencia había durado mucho más de media hora, y no tuvo tiempo para cambiarse de vestido, por lo cual se echó encima su abrigo de piel. Además, con la prisa no se manchó del todo, pues un dedo le quedó blanco. Se dirigió a la cocina, preparó la sopa del Rey y, al salir el cocinero, echó en la sopera la devanadera de oro. El Rey, al encontrar el objeto en el fondo de la fuente, mandó llamar a "Bestia Peluda," y entonces se dio cuenta del blanquísimo dedo y de la sortija que le había puesto durante el baile. La tomó firmemente de la mano, y, con los esfuerzos de la muchacha por soltarse, se le abrió un poco el abrigo, asomando por debajo el vestido, brillante como las estrellas. El Rey le despojó de un tirón el abrigo, y aparecieron los dorados cabellos, sin que la muchacha pudiese ya seguir ocultando su hermosura. Y, una vez lavado el hollín que le ennegrecía el rostro, apareció la criatura más bella que jamás hubiese existido sobre la Tierra. Dijo el Rey:

- ¡Tú eres mi amadísima prometida, y nunca más nos separaremos!

Pronto se celebró la boda, y el matrimonio vivió contento y feliz hasta la hora de la muerte.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

66. La novia del conejillo

Hermanos Grimm

Érase una vez una mujer y su hija, las cuales vivían en un hermoso huerto plantado de coles. Y he aquí que, en invierno, viene un conejillo y se pone a comer las coles. Dijo entonces la mujer a su hija:

- Ve al huerto y echa al conejillo. Y dice la muchacha al conejillo:

- ¡Chú! ¡Chú! ¡Conejillo, acaba de comerte las coles!

Y dice el conejillo:

- ¡Ven, niña, súbete en mi colita y te llevaré a mi casita!

Pero la niña no quiere. Al día siguiente vuelve el conejillo y se come las coles; y dice la mujer a su hija:

- ¡Ve al huerto y echa al conejillo!

Y dice la muchacha al conejillo:

- ¡Chú! ¡Chú! ¡Conejillo, acaba de comerte las coles!

Dice el conejillo:

- ¡Ven, niña, súbete en mi colita y te llevaré a mi casita!

Pero la niña no quiere. Al tercer día vuelve aún el conejillo y se come las coles. Dice la mujer a su hija:

- ¡Ve al huerto y echa al conejillo!

Dice la muchacha:

- ¡Chú! ¡Chú!, ¡Conejillo, acaba de comerte las coles!

Dice el conejillo:

- ¡Ven, niña, súbete en mi colita y te llevaré a mi casita!

La muchacha monta en la colita del conejillo, y el conejillo la lleva lejos, lejos, a su casita y le dice:

- Ahora cuece berzas y mijo; invitaré a los que han de asistir a la boda.

Y llegaron todos los invitados. (¿Que quiénes eran los invitados? Tal como me lo dijeron, os lo diré: eran todos los conejos, y el grajo hacía de señor cura para casar a los novios, y la zorra hacía de sacristán, y el altar estaba debajo del arco iris.)

Pero la niña se sentía sola y estaba triste. Viene el conejillo y dice:

- ¡Vivo, vivo! ¡Los invitados están alegres!

La novia se calla y se echa a llorar. Conejillo se marcha, Conejillo vuelve, y dice:

- ¡Vivo, vivo! ¡Los invitados están hambrientos!

Y la novia calla que calla y llora que llora. Conejillo se va, Conejillo vuelve, y dice:

- ¡Vivo, vivo! ¡Los invitados esperan!

La novia calla y Conejillo sale, pero ella confecciona una muñeca de paja con sus vestidos, le pone un cucharón y la coloca junto al caldero del mijo; luego se marcha a casa de su madre. Vuelve nuevamente Conejillo y dice:

- ¡Vivo, vivo! -tira algo a la cabeza de la muñeca y le hace caer la cofia. Entonces ve Conejillo que no es su novia, y se marcha, y queda muy triste.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

67. Los doce cazadores

Hermanos Grimm

Vivía en otro tiempo un príncipe que tenía una prometida de la que estaba muy enamorado. Hallándose a su lado, feliz y contento, le llegó la noticia de que el Rey, su padre, se encontraba enfermo de muerte y quería verlo por última vez antes de rendir el alma. Dijo entonces el joven a su amada:

- Debo marcharme y dejarte; aquí te doy un anillo como recuerdo. Cuando sea rey, volveré a buscarte y te llevaré a palacio.

Montó a caballo y partió a ver a su padre; al llegar ante su lecho, el Rey estaba a las puertas de la muerte. Díjole así:

- Hijo mío amadísimo, he querido volverte a ver antes de morir. Prométeme que te casarás según mi voluntad -y le nombró a cierta princesa, que le destinaba por esposa. El joven estaba tan afligido que, sin acordarse de nada, exclamó:

- ¡Sí, padre mío, lo haré según vos queréis!

Y el Rey cerró los ojos y murió.

Ya proclamado rey el hijo y terminado el período de luto, hubo de cumplir la promesa que hiciera a su padre. Envió, pues, a solicitar la mano de la princesa, la cual le fue otorgada. Al saberlo su antigua prometida, pesóle de tal modo aquella infidelidad de su novio, que estuvo en trance de morir. Díjole entonces su padre:

- Hija mía querida, ¿por qué estás tan triste? Dime lo que deseas y lo tendrás.

Permaneció la muchacha un momento pensativa, y luego respondió:

- Padre mío, deseo tener once muchachas que sean exactamente iguales que yo de cara, de figura y de talla.

Y dijo el Rey:

- Si es posible, tu deseo será cumplido -y mandó que se hicieran pesquisas en todo el reino, hasta que se encontraron once doncellas idénticas a su hija en cara, figura y estatura.

Al llegar al palacio de la princesa, dispuso ésta que se confeccionasen doce vestidos de cazador, todos iguales, y ella y las once muchachas se los pusieron. Despidióse luego de su padre y, montando todas a caballo, dirigiéronse a la corte de su antiguo novio, a quien tanto amaba. Preguntó allí si necesitaban monteros, y pidió al Rey que los tomase a los doce a su servicio. Viola el Rey sin reconocerla, pero eran todas tan apuestas y bien parecidas, que aceptó el ofrecimiento, y las doce doncellas pasaron a ser los doce monteros del Rey.

Pero éste tenía un león, animal prodigioso, que sabía todas las cosas ocultas y secretas; y una noche dijo al Rey:

- ¿Crees tener doce monteros, verdad?

- Sí -respondió el Rey-, son doce monteros.

Prosiguió el león:

- Te equivocas; son doce doncellas.

Y replicó el Rey:

- No es verdad. ¿Cómo me lo pruebas?

- ¡Oh! -respondió el animal-, no tienes más que hacer esparcir guisantes en su antecámara. Los hombres andan con paso firme, y cuando pisen los guisantes verás cómo no se mueve ni uno; en cambio, las mujeres andan a pasitos, dan saltitos y arrastran los pies, por lo que harán rodar todos los guisantes.

Parecióle bien el consejo al Rey, y mandó esparcir guisantes por el suelo.

Pero un criado del Rey, que era adicto a los monteros, y oyó la prueba a que se les iba a someter, fue a ellos y les contó lo que ocurría.

- El león quiere demostrar al Rey que sois muchachas -les dijo.

Diole las gracias la princesa y dijo a sus compañeras: - Haceos fuerza y pisad firme sobre los guisantes.

Cuando, a la mañana siguiente, el Rey mandó llamar a su presencia a los doce monteros, al atravesar éstos la antesala donde se hallaban esparcidos los guisantes, lo hicieron con paso tan firme, que ni uno solo se movió de su sitio ni rodó por el suelo. Una vez se hubieron retirado, dijo el Rey al león:

- Me has mentido; caminan como hombres.

Y replicó el león:

- Supieron que iban a ser sometidas a prueba y se hicieron fuerza. Manda traer a la antesala doce tornos de hilar; verás cómo se alegran al verlos, cosa que no haría un hombre.

Parecióle bien al Rey el consejo, y mandó poner los tornos de hilar en el vestíbulo.

Pero el criado amigo de los monteros apresuróse a revelarles la trampa que se les tendía, y la princesa dijo a sus compañeras, al quedarse a solas con ellas:

- Haceos fuerza y no os volváis a mirar los tornos.

A la mañana, cuando el Rey mandó llamar a los doce monteros, cruzaron todos la antesala sin hacer el menor caso de los tornos de hilar.

Y el Rey repitió al león:

- Me has mentido; son hombres, pues ni siquiera han mirado los tornos.

A lo que replicó el león:

- Supieron que ibas a probarlas y se han hecho fuerza.

Pero el Rey se negó a seguir dando crédito al león.

Los doce monteros acompañaban constantemente al Rey en sus cacerías, y el Monarca cada día se aficionaba más a ellos. Sucedió que, hallándose un día de caza, llegó la noticia de que la prometida del Rey estaba a punto de llegar. Al oírlo la novia verdadera, sintió tal pena que, dándole un vuelco el corazón, cayó al suelo sin sentido. Pensando el Rey que había ocurrido un accidente a su montero preferido, corrió en su auxilio y le quitó el guante. Al ver en el dedo la sortija que un día diera a su prometida, miró su rostro y la reconoció. Emocionado, le dio un beso y, al abrir ella los ojos, le dijo:

- Tú eres mía y yo soy tuyo, y nadie en el mundo puede cambiar este hecho.

Y, acto seguido, despachó un emisario con encargo de rogar a la otra princesa que se volviera a su país, puesto que él tenía ya esposa, y quien ha encontrado la llave antigua no necesita una nueva. Celebróse la boda, y el león recuperó el favor del Rey, puesto que, a fin de cuentas, había dicho la verdad.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

68. El ladrón fullero y su maestro

Hermanos Grimm

Juan quería que su hijo aprendiera un oficio; fue a la iglesia y rogó a Dios Nuestro Señor que le inspirase lo que fuera más conveniente. El sacristán, que se encontraba detrás del altar, le dijo: "¡Ladrón fullero, ladrón fullero!."

Volvió Juan junto a su hijo y le comunicó que había de aprender de ladrón fullero, pues así lo había dicho Dios Nuestro Señor. Se puso en camino con el muchacho en busca de alguien que supiera aquel oficio. Después de mucho andar, llegaron a un gran bosque, y allí encontraron una casita en la que vivía una vieja. Preguntóle Juan:

- ¿No sabría de algún hombre que entienda el oficio de ladrón fullero?

- Aquí mismo, y muy bien lo podrás aprender -dijo la mujer-; mi hijo es maestro en el arte. - Y Juan habló con el hijo de la vieja:

- ¿No podría enseñar a mi hijo el oficio de ladrón fullero?

A lo que respondió el maestro:

- Enseñaré a vuestro hijo como se debe. Volved dentro de un año; si entonces lo conocéis, renuncio a cobrar nada por mis enseñanzas; pero si no lo conocéis, tendréis que pagarme doscientos ducados.

Volvió el padre a su casa, y el hijo aprendió con gran aplicación el arte de la brujería y el oficio de ladrón. Transcurrido el año, fue el padre a buscarlo, pensando tristemente, durante el camino cómo se las compondría para reconocer a su hijo. Mientras avanzaba sumido en sus cavilaciones, fijó la mirada ante sí y vio que le salía al paso un hombrecillo, el cual le preguntó:

- ¿Qué te pasa buen hombre? Pareces muy preocupado.

- ¡Ay! -exclamó Juan-, hace un año coloqué a mi hijo en casa de un maestro en fullería, el cual me dijo que volviese al cabo de este tiempo, y si no reconocía a mi hijo, tendría que pagarle doscientos ducados; pero sí lo reconocía, no debería abonarle nada. Y ahora siento gran miedo de no reconocerlo, pues no sé de dónde voy a sacar el dinero.

Díjole entonces el hombrecillo que se llevase una corteza de pan y se colocara con ella debajo de la campana de la chimenea. Sobre la percha de que pendían las cremalleras había un cestito, del que asomaba un pajarillo; aquél era su hijo.

Entró Juan y cortó una corteza de pan moreno delante de la cesta. Inmediatamente salió de ella un pajarillo y se lo quedó mirando.

- Hola, hijo mío, ¿estás aquí? -dijo el padre. Alegróse el hijo al ver a su padre, mientras el maestro refunfuñó:

- El diablo te lo ha dicho. ¿Cómo, si no, habrías podido reconocer a tu hijo?

- Padre, vámonos -dijo el muchacho.

El padre emprendió, con su hijo el regreso a casa; durante el camino se cruzaron con un coche. Dijo entonces el muchacho:

- Voy a transformarme en un gran lebrel, y así podréis ganar mucho dinero conmigo.

Y gritó el señor del coche:

- Buen hombre, ¿queréis venderme ese perro?

- Sí -respondió el padre.

- ¿Cuánto pedís?

- Treinta ducados.

- Mucho dinero es, buen hombre; pero, en fin, el lebrel me gusta y me quedo con él.

El señor lo subió al coche; pero apenas hubo corrido un breve trecho cuando el perro, saltando del carruaje por la ventanilla, a través del cristal, desapareció y fue a reunirse con su

padre.

Llegaron los dos juntos a casa. Al día siguiente había mercado en la aldea vecina, y dijo el mozo a su padre:

- Ahora me transformaré en un magnífico caballo, y vos me venderéis. Pero después de cerrar el trato debéis quitarme la brida, pues, de otro modo, no podría volver a mi condición de persona.

Encaminóse el hombre al mercado con su caballo, y se le presentó el maestro de fullerías y le compró el animal por cien ducados; mas el padre, distraído, se olvidó de quitarle la brida. El comprador se llevó el caballo a su casa y lo metió en el establo. Al pasar la criada por el zaguán, dijo el caballo:

- ¡Quítame la brida, quítame la brida!

La muchacha se quedó parada, el oído atento:

- ¡Cómo! ¿Sabes hablar?

Fue y le quitó la brida, y el caballo, transformándose en gorrión, huyó volando sobre la puerta. Pero el maestro convirtióse también en gorrión y salió detrás de él. Al alcanzar al otro empezó la pelea; pero el maestro, que llevaba las de perder, se transformó en pez y se sumergió en el agua. Entonces el joven se volvió también pez y se reanudó la lucha; el maestro lo pasaba mal, y hubo de transformarse nuevamente. Tomó la figura de un pollo, y el mozo, la de una zorra, y, lanzándose sobre su maestro, le cortó la cabeza de una dentellada. Y ahí tenéis al maestro muerto; y muerto sigue hasta el día de hoy.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

69. Yorinda y Yoringuel

Hermanos Grimm

Érase una vez un viejo castillo, que se levantaba en lo más fragoso de un vasto y espeso bosque. Lo habitaba una vieja bruja, que vivía completamente sola. De día tomaba la figura de un gato o de una lechuza, y al llegar la noche recuperaba de nuevo su forma humana. Poseía la virtud de atraer a toda clase de aves y animales silvestres, de los que se alimentaba. Todo aquel que se acercaba a cien pasos del castillo quedaba detenido, sin poder moverse del lugar hasta que ella se lo permitía; y siempre que entraba en aquel estrecho círculo una doncella, la vieja la transformaba en pájaro y, metiéndola en una cesta, la guardaba en un aposento del castillo. Tendría quizás unas siete mil cestas de esta clase.

Vivía también por aquel entonces una doncella llamada Yorinda, más hermosa que ninguna. Era la prometida de un doncel, muy apuesto también, que tenía por nombre Yoringuel. Hallábanse en lo mejor de su noviazgo, y nada les gustaba tanto como estar juntos. Para poder hablar a solas, se fueron un día a pasear por el bosque.

- ¡Guárdate bien - dijo Yoringuel - de acercarte demasiado al castillo!

Era un bello atardecer; el sol brillaba entre las ramas de los árboles, bañando con su luz el verde de la selva, y una tórtola cantaba su lamento desde lo alto de la vieja haya.

De pronto, a Yorinda se le saltaron las lágrimas; sentóse al sol, y se echó a llorar; y también lloraba Yoringuel. Ambos se sentían presa de una extraña angustia, como si presintieran la proximidad de la muerte. Miraban a su alrededor, desconcertados, y no sabían cómo volver a casa. El sol se ocultaba; sólo la mitad de su disco sobresalía de la cima de la montaña cuando Yoringuel, al dirigir la mirada a través de la maleza, descubrió, a muy poca distancia, el viejo muro del castillo. Aterrorizado, sintió una angustia de muerte, mientras Yorinda cantaba:

"Mi pajarillo del rojo anillo

canta tristeza, tristeza, tristeza,

canta la muerte a su pichoncillo,

canta tristeza, ¡tirit, tirit, tirit!."

Yoringuel se volvió a mirar a Yorinda. La doncella se había transformado en un ruiseñor y cantaba: "¡Tirit, tirit!." Una lechuza de ojos ardientes pasó tres veces volando sobre sus cabezas, gritando cada vez: "¡Chu, chu, ju, ju!." Yoringuel no podía moverse; se sentía como petrificado, sin poder llorar, ni hablar, ni mover manos ni pies.

El sol acabó de desaparecer, la lechuza voló a un arbusto, e inmediatamente salió del follaje una vieja encorvado, flaca y macilenta, de grandes ojos encarnados y corva nariz que casi tocaba con la puntiaguda barbilla. Refunfuñando, cogió al ruiseñor y se lo llevó. Yoringuel no podía pronunciar una palabra ni moverse del lugar; el ruiseñor había desaparecido. Finalmente, volvió la bruja y, con voz sorda, dijo:

- ¡Hola, Zaquiel! Cuando brille la lunita en su cestita, desata, Zaquiel, en buena hora.

Y Yoringuel quedó desencantado. Postrándose a los pies de la vieja, suplicóle que le devolviese a su Yorinda. Pero ella le respondió que jamás volvería a verla, y desapareció. El mozo lloró, clamó, se lamentó, pero todo en vano. "¿Qué será de mí?," se decía. Anduvo a la ventura, y, al fin, llegó a un pueblo desconocido, en el que residió durante largo tiempo, trabajando como pastor de ovejas. Con frecuencia iba a rodar por los parajes del castillo, pero sin aventurarse nunca a acercarse demasiado. Soñó una noche que encontraba una flor roja como la sangre, en cuyo centro había una hermosa perla de gran tamaño. Arrancó la flor y se dirigió con ella al castillo; todo lo que tocaba con la flor, quedaba al momento desencantado; al fin recuperaba también a su Yorinda.

Al levantarse por la mañana se puso a buscar por montes y valles la flor soñada, hasta que, al llegar la madrugada del día noveno, la encontró. Tenía en el centro una gota de rocío, grande y hermosa como una perla. Cortóla y la llevó hasta el castillo; cuando llegó a cien pasos de él no se quedó petrificado, sino que pudo continuar hasta la puerta. Contentísimo, tocó con la flor el portal y éste se abrió bruscamente. Atravesó el patio, agudizando el oído para localizar el aposento de las aves, y, al fin, las oyó. Al entrar en él encontróse con la bruja, que estaba dando de comer a los pájaros encerrados en las siete mil cestas. Al ver la vieja a Yoringuel, encolerizóse terriblemente y se puso a increparle y a escupirle bilis y veneno; pero no podía acercársele a más de dos pasos. Él, sin hacerle caso, se dirigió a las cestas que contenían los pájaros; pero, entre tantos centenares de ruiseñores, ¿cómo iba a reconocer a su Yorinda? Mientras seguía buscando, observó que la vieja se llevaba disimuladamente una cesta, y con ella se encaminaba hacia la puerta. Precipitándose sobre la bruja, con la flor tocó la cesta y, al mismo tiempo, a la mujer, la cual perdió en el acto todo su poder de brujería, mientras reaparecía Yorinda, tan hermosa como antes, y se arrojaba en sus brazos. Redimió él entonces a todas las demás doncellas transformadas en aves y, con Yorinda, regresaron a su casa, donde ya vivieron muchos años con toda felicidad.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

70. Los tres favoritos de la fortuna

Hermanos Grimm

Un padre llamó un día a sus tres hijos, y les regaló: al primero, un gallo; al segundo, una guadaña, y al tercero, un gato.

- Ya soy viejo -les dijo-, se acerca mi muerte, y antes de dejaros he querido asegurar vuestro porvenir. Dineros no tengo, y lo que os doy ahora quizás os parezca de poco valor; todo depende de cómo sepáis emplearlo. Que cada uno busque un país en el que estas cosas sean desconocidas, y vuestra fortuna estará hecha.

Muerto el padre, el hijo mayor se marchó con su gallo; pero dondequiera que llegaba, el animal era conocido: en las ciudades lo veía ya desde lejos en lo alto de los campanarios, girando a merced del viento; y en los pueblos lo oía cantar. Su gallo no causaba la menor sensación, y no parecía que hubiese de traerle mucha suerte.

Llegó, por fin, a una isla, cuyos habitantes jamás habían visto un gallo, y que, además, no sabían distribuir el tiempo. Distinguían, sí, la mañana de la tarde; mas por la noche, en cuanto dormían, nunca sabían qué hora era.

- Mirad -les dijo él- este apuesto animal, que lleva en la cabeza una corona escarlata, y en los pies, espolones como un caballero. Por la noche os cantará tres veces a una hora fija, y cuando lo haga por última vez, querrá decir que está ya para salir el sol. Y cuando cante durante el día, preparaos, pues, sin duda, habrá un cambio de tiempo.

A aquellas personas les gustaron las cualidades del gallo, y se pasaron una noche sin dormir, comprobando con gran satisfacción que anunciaba la hora a las dos, las cuatro y las seis. Preguntaron entonces al joven si estaba dispuesto a venderles el ave, y cuánto pedía por ella.

- El oro que pueda transportar un asno -respondióles.

- Es una bagatela, por un animal tan precioso -declararon unánimemente los isleños, y, gustosos, le dieron por el gallo lo que pedía.

Cuando el mozo regresó a su casa con su fortuna, sus dos hermanos se quedaron admirados, y el segundo dijo:

- Pues ahora me marcho yo, a ver si logro sacar tan buen partido de mi guadaña.

No parecía probable, ya que por doquier encontraba campesinos que iban con el instrumento al hombro, como él. Finalmente, llegó también a una isla, cuyos moradores desconocían la guadaña. Cuando el grano estaba maduro llevaban a los campos cañones de artillería y los arrasaban a cañonazos. Pero era un procedimiento muy impreciso, pues unas bombas pasaban demasiado altas; otras, daban contra las espigas en vez de hacerlo contra los tallos, con lo que se perdía buena parte de la cosecha; y nada digamos del ensordecedor estruendo que metían con todo aquello. Adelantándose el joven forastero, se puso a segar silenciosamente y con tanta rapidez, que a las gentes les caía la baba de verlo. Se declararon dispuestos a comprarle la herramienta por el precio que pidiese; y, así, recibió un caballo cargado con todo el oro que pudo transportar.

Tocóle la vez al tercer hermano, que partió con el propósito de sacar el mejor partido posible de su gato. Le sucedió como a los otros dos; mientras estuvo en el continente no pudo conseguir nada, pues en todas partes había gatos, tantos, que a la mayoría de cachorros los ahogaban al nacer. Pero al fin se embarcó y llegó a una isla en la que, felizmente para él, nadie había visto jamás ninguno, y los ratones andaban en ella como Perico por su casa, bailando por encima de mesas y bancos, lo mismo si el dueño estaba, como si no. Los isleños hallábanse de aquella plaga hasta la coronilla, y ni el propio rey sabía cómo librarse de ella en su palacio. En todas las esquinas se veían ratones silbando y royendo lo que llegaba al alcance de sus dientes. Pero he aquí que entró el gato en escena, y en un abrir y cerrar de ojos limpió de ratones varias salas, por lo que los habitantes suplicaron al Rey comprase tan maravilloso animal para bien del país. El Rey pagó gustoso lo que le pidió el dueño, que fue un mulo cargado de oro; y, así, el tercer hermano regresó a su pueblo más rico aún que los otros dos.

En palacio, el gato se daba la gran vida con los ratones, matando tantos, que nadie podía contarlos. Finalmente, le entró sed, acalorado como estaba por su mucho trabajo, y, quedándose un momento parado, levantó la cabeza y gritó: "¡Miau, miau!." Al oír aquel extraño rugido, el Rey y todos sus cortesanos quedaron aterrorizados y, presa de pánico, huyeron del palacio. En la plaza celebró consejo el Rey, para estudiar el proceder más adecuado en aquel trance. Decidióse, al fin, enviar un heraldo al gato, para que lo conminara a abandonar el palacio, advirtiéndole que, de no hacerlo, se recurriría a la fuerza. Dijeron los consejeros:

- Preferimos la plaga de los ratones, que es un mal conocido, a dejar nuestras vidas a merced de un monstruo semejante.

Envióse a un paje a pedir al gato que abandonase el palacio de buen grado; pero el animal, cuya sed iba en aumento, se limitó a contestar: "¡Miau, miau!," entendiendo el paje: "¡no y no!"; y corrió a transmitir la respuesta al Rey.

- En este caso -dijeron los consejeros- tendrá que ceder ante la fuerza.

Trajeron la artillería y dispararon contra el castillo con bombas incendiarias. Cuando el fuego llegó a la sala donde se hallaba el gato, salvóse éste saltando por una ventana; pero los sitiadores no dejaron de disparar hasta que todo el castillo quedó convertido en un montón de escombros.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

71. Seis que salen de todo

Hermanos Grimm

Había una vez un hombre muy hábil en toda clase de artes y oficios. Sirvió en el ejército, mostrándose valiente y animoso; pero al terminar la guerra lo licenciaron sin darle más que tres reales como ayuda de costas.

- Aguardad un poco -dijo-, que de mí no se burla nadie. En cuanto encuentre los hombres que necesito, no le van a bastar al Rey, para pagarme, todos los tesoros del país.

Partió muy irritado, y al cruzar un bosque vio a un individuo que acababa de arrancar de cuajo seis árboles con la misma facilidad que si fuesen juncos. Díjole:

- ¿Quieres ser mi criado y venirte conmigo?

- Sí -respondió el hombre-, pero antes déjame que lleve a mi madre este hacecillo de leña -; asió uno de los troncos, lo hizo servir de cuerda para atar los cinco restantes, y, cargándose el haz al hombro, se lo llevó. Al poco rato estaba de vuelta, y él y su nuevo amo se pusieron en camino. Díjole el amo:

- Vamos a salirnos de todo, nosotros dos.

Habían andado un rato, cuando encontraron un cazador que ponía rodilla en tierra y apuntaba con la escopeta. Preguntóle el amo:

- ¿A qué apuntas, cazador?

A lo cual respondió el cazador:

- A dos millas de aquí hay una mosca posada en la rama de un roble, y quiero acertarla en el ojo izquierdo.

- ¡Vente conmigo! -dijo el amo-, que los tres juntos vamos a salirnos de todo.

Avínose el cazador y se unió a ellos. Pronto llegaron a un lugar donde se levantaban siete molinos de viento, cuyas aspas giraban a toda velocidad, a pesar de que no se sentía la más ligera brisa, y de que no se movía una sola hojita de árbol. Dijo el hombre:

- No sé qué es lo que mueve estos molinos, pues no sopla un hálito de viento -y siguió su camino con sus compañeros. Habían recorrido otras dos millas, cuando vieron a un individuo subido a un árbol que, tapándose con un dedo una de las ventanillas de la nariz, soplaba con la otra.

- ¡Oye!, ¿qué estás haciendo ahí arriba? -preguntó el hombre; a lo cual respondió el otro:

- A dos millas de aquí hay siete molinos de viento, y estoy soplando para hacerlos girar.

- Ven conmigo -le dijo el otro-, que yendo los cuatro vamos a salirnos de todo.

Bajó del árbol el soplador y se unió a los otros. Al cabo de un buen trecho se toparon con un personaje que se sostenía sobre una sola pierna; se había quitado la otra y la tenía a su lado. Díjole el amo:

- ¡Pues no te has ingeniado mal para descansar!

- Soy andarín -replicó el hombre-, y me he desmontado una pierna para no ir tan deprisa; cuando corro con las dos piernas, ni los pájaros pueden seguirme.

- Ven conmigo, que yendo los cinco juntos vamos a salirnos de todo.

Marchóse con ellos, y poco rato después les salió al paso otro que llevaba el sombrero puesto sobre la oreja.

- ¡Vaya finura! -exclamó el soldado-. ¡Quítate el sombrero de la oreja y póntelo en la cabeza! Diríase que te falta un tornillo.

- Me guardaré muy bien de hacerlo -replicó el otro-, pues si me lo pongo en la cabeza, empezará a hacer un frío tan terrible, que las aves del cielo se helarán y caerán muertas.

- Vente conmigo -dijo el jefe-, que yendo los seis juntos vamos a salirnos de todo.

Y el grupo llegó a la ciudad cuyo rey había mandado pregonar que la mano de su hija sería para el hombre que se aviniese a competir con ella en la carrera y la venciese; entendiéndose que si fracasaba, perdería también la cabeza. Presentóse el jefe al Rey y le dijo:

- Haré que uno de mis criados corra por mí.

A lo cual contestó el Rey:

- Bien, pero a condición de que pongas tú también tu cabeza en prenda, de manera que si pierde, moriréis los dos.

Aceptada la condición, el hombre mandó al corredor que se pusiera la otra pierna y le dijo:

- Y ahora, listo, y procura que ganemos.

Habíase convenido que el vencedor sería aquel que volviera primero de una fuente muy alejada, trayendo un jarro de agua. Dieron sendos jarros a la princesa y a su competidor, y los dos partieron simultáneamente. Pero en un momento, cuando la princesa no había recorrido sino un breve espacio, ya el andarín se había perdido de vista, como si se lo hubiera llevado el viento.

Llegó a la fuente y, después de llenar el jarro de agua, emprendió el regreso. A mitad del camino, empero, sintióse fatigado y, echándose en el suelo con el jarro a su lado, se quedó dormido. Tuvo, empero, la precaución de usar como almohada un duro cráneo de caballo que encontró por allí, para que lo duro del cojín no le dejara dormir mucho.

Entretanto la princesa, que era muy buena corredora, tanto como cabe en una persona normal, había llegado a su vez a la fuente y, llenando el jarro, había emprendido la vuelta. Al ver a su rival dormido en el suelo, alegróse, diciendo:

- ¡El enemigo está en mis manos! -y, vaciándole la vasija, siguió su camino.

Todo se habría perdido de no ser por el cazador de los ojos de lince, que había visto la escena desde la azotea del palacio. Díjose para sus adentros:

- Pues la hija del Rey no se saldrá con la suya -y, cargando la escopeta, disparó con tal puntería, que acertó el cráneo que servía de almohada al durmiente, sin tocar a éste. Despertó sobresaltado el andarín y se dio cuenta de que su jarro estaba vacío y la princesa le llevaba la delantera. No se desanimó el hombre por tan poca cosa; volvió a la fuente, llenó el jarro de nuevo, y todavía llegó al palacio diez minutos antes que su competidora.

- ¡Ahora sí que he hecho servir las piernas! -dijo-; lo que he hecho a la ida no puede llamarse correr.

Pero al Rey, y más aún a su hija, les dolía aquel casamiento con un vulgar soldado, por lo que deliberaron sobre la manera de deshacerse de él y sus hombres. Dijo el Rey:

- He ideado un medio, no te preocupes; verás cómo nos deshacemos de ellos -. Y, dirigiéndose a los seis, les habló así-: Ahora tenéis que celebrar vuestra victoria con un buen banquete -y los condujo a una sala que tenía el suelo y las puertas de hierro; en cuanto a las ventanas, estaban aseguradas por gruesos barrotes, de hierro también. En la habitación habían puesto una mesa con suculentas viandas, y el Rey prosiguió-: ¡entrad ahí y regalaos!

Y cuando ya estuvieron dentro mandó cerrar las puertas y echarles los cerrojos. Llamando luego al cocinero, le ordenó que encendiese fuego debajo de la habitación y lo mantuviese todo el tiempo necesario para que el hierro se pusiera candente. Obedeció el cocinero, y al cabo de poco los seis comensales encerrados en la habitación empezaron a sentir un intenso calor. Al principio creyeron que era por lo bien que habían comido; pero al ir en aumento la temperatura, trataron de salir, encontrándose con que puertas y ventanas estaban cerradas. Entonces comprendieron el malvado designio del Rey.

- ¡Pues no va a salirse con la suya! -exclamó el del sombrero-; voy a provocar una helada tal, que el fuego se retirará avergonzado.

Y, colocándose el sombrero sobre la cabeza, a los pocos momentos comenzó a sentirse un frío rigurosísimo, hasta el punto de que la comida se helaba en los platos. Transcurridas un par de horas, creyendo el Rey que todos estarían ya achicharrados, mandó abrir la puerta y fue personalmente a ver el resultado de su estratagema. Y he aquí que no bien se abrió la puerta salieron los seis, frescos y sanos, diciendo que ya estaban deseando salir para calentarse un poco, pues en aquella habitación hacía tanto frío que se helaban hasta los manjares. El Rey, fuera de sí, fue a reñir al cocinero por no haber cumplido sus órdenes. Y respondió el hombre:

- Pues hay un buen fuego, Véalo Vuestra Majestad.

Entonces el Rey pudo comprobar que bajo el piso de hierro de la habitación ardía un fuego enorme, y comprendió que nada podría con aquella gente.

Tras nuevas cavilaciones, siempre buscando el medio de deshacerse de tan molestos huéspedes, mandó llamar al jefe de los seis y le dijo:

- ¿Quieres oro a cambio de la mano de mi hija? Te daré cuanto quieras.

- De acuerdo, Señor Rey -respondió el jefe-; con que me deis el que pueda llevar uno de mis criados, renunciaré a vuestra hija.

Púsose el Rey la mar de contento, y el otro prosiguió:

- Dentro de dos semanas volveré a buscarlo.

Y, acto seguido, reunió a todos los sastres del país, los cuales se pasaron catorce días cosiendo un saco. Cuando estuvo terminado, el forzudo de los seis, aquel que arrancaba los árboles de cuajo, se lo cargó a la espalda y se presentó al Rey. Exclamó éste:

- ¡Vaya hombre fornido, que lleva sobre sus hombros una bala de tela como una casa! -y pensó, asustado: "¡Cuánto oro podrá llevar!." Ordenó que trajeran una tonelada, para lo cual se necesitaron dieciséis de sus hombres más robustos; pero el forzudo lo levantó con una sola mano y, metiéndolo en el saco, dijo:

- ¿Por qué no traéis más? ¡Esto apenas llena el fondo del saco!

Y, así, el Rey tuvo que entregar poco a poco todo su tesoro, que el forzudo fue metiendo en el saco, y aún éste no se llenó más que hasta la mitad.

- ¡Que traigan más! -decía el hombre-. ¡Qué hago con estos puñaditos!

Hubo que enviar carros a todo el reino, y se cargaron siete mil carretas, que el forzudo metió en el saco junto con los bueyes que las arrastraban:

- No seré exigente -dijo-, y meteré lo que venga, con tal de llenar el saco -. Cuando ya no quedaba nada por cargar, dijo:

- Terminemos de una vez; bien puede atarse un saco aunque no esté lleno del todo -. Y, echándoselo a cuestas, fue a reunirse con sus compañeros.

Al ver el Rey que aquel hombre solo se marchaba con las riquezas de todo el país, ordenó, fuera de sí, que saliese la caballería en persecución de los seis, con orden de quitar el saco al forzudo. Dos regimientos no tardaron en alcanzarlos y les gritaron:

- ¡Daos presos! ¡Dejad el saco del oro, si no queréis que os hagamos polvo!

- ¿Qué dice? -exclamó el soplador-, ¿que nos demos presos? ¡Antes vais a volar todos por el aire! -y, tapándose una ventanilla de la nariz, púsose a soplar con la otra en dirección de los dos regimientos, los cuales, en un abrir y cerrar de ojos, quedaron dispersos, con los hombres y caballos volando por los aires, precipitados más allá de las montañas. Un sargento mayor pidió clemencia, diciendo que tenía nueve heridas, y era hombre valiente que no se merecía aquella afrenta. El soplador aflojó entonces un poco para dejarlo aterrizar sin daño, y luego le dijo:

- Ve al Rey y dile que mande más caballería, pues tengo grandes deseos de hacérsela volar toda.

Cuando el Rey oyó el mensaje, exclamó:

- Dejadlos marchar; no hay quien pueda con ellos.

Y los seis se llevaron el tesoro a su país, donde se lo repartieron y vivieron felices el resto de su vida.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

72. El lobo y el hombre

Hermanos Grimm

Un día la zorra ponderaba al lobo la fuerza del hombre: no había animal que le resistiera, y todos habían de valerse de la astucia para guardarse de él. Respondióle el lobo:

- Como tenga ocasión de encontrarme con un hombre, ¡vaya si arremeteré contra él!

- Puedo ayudarte a encontrarlo -dijo la zorra-; ven mañana de madrugada, y te mostraré uno.

Presentóse el lobo temprano, y la zorra lo condujo al camino que todos los días seguía el cazador. Primeramente pasó un soldado licenciado, ya muy viejo.

- ¿Es eso un hombre? -preguntó el lobo.

- No -respondió la zorra-, lo ha sido.

Acercóse después un muchacho, que iba a la escuela.

- ¿Es eso un hombre?

- No, lo será un día.

Finalmente, llegó el cazador, la escopeta de dos cañones al hombro y el cuchillo de monte al cinto. Dijo la zorra al lobo.

- ¿Ves? ¡Eso es un hombre! Tú, atácalo si quieres, pero, lo que es yo, voy a ocultarme en mi madriguera.

Precipitóse el lobo contra el hombre. El cazador, al verlo, dijo:

- ¡lástima que no lleve la escopeta cargada con balas! -y, apuntándole, disparóle una perdigonada en la cara. El lobo arrugó intensamente el hocico, pero, sin asustarse, siguió derecho al adversario, el cual le disparó la segunda carga. Reprimiendo su dolor, el animal se arrojó contra el hombre, y entonces éste, desenvainando su reluciente cuchillo de monte, le asestó tres o cuatro cuchilladas, tales, que el lobo salió a escape, sangrando y aullando, y fue a encontrar a la zorra.

- Bien, hermano lobo -le dijo ésta-, ¿qué tal ha ido con el hombre?

- ¡Ay! -respondió el lobo-, ¡yo no me imaginaba así la fuerza del hombre! Primero cogió un palo que llevaba al hombro, sopló en él y me echó algo en la cara que me produjo un terrible escozor; luego volvió a soplar en el mismo bastón, y me pareció recibir en el hocico una descarga de rayos y granizo; y cuando ya estaba junto a él, se sacó del cuerpo una brillante costilla, y me produjo con ella tantas heridas, que por poco me quedo muerto sobre el terreno.

- ¡Ya estás viendo lo jactancioso que eres! -díjole la zorra-. Echas el hacha tan lejos, que luego no puedes ir a buscarla.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

73. El lobo y la zorra

Hermanos Grimm

El lobo vivía con la zorra, y ésta debía hacer lo que él le mandaba, porque era la más débil; con mucho gusto se hubiera librado de su amo. Un día en que los dos vagaban por el bosque, dijo el lobo:

- Pelirroja, tengo hambre; búscame algo de comer o te devoraré a ti.

Respondió la zorra:

- Sé de una granja donde hay unos cuantos corderos; si quieres, iremos por uno.

Asintió el lobo, se encaminaron a la granja, robó la zorra el cordero, lo llevó a su amo y echó a correr. El lobo se comió el cordero; pero no habiendo quedado satisfecho, quiso también los restantes y fue en su busca. Pero tan torpemente lo hizo, que la oveja madre lo sintió y se puso a balar tan fuerte y a meter tanto ruido, que los campesinos acudieron corriendo y pillaron al lobo, propinándole tal paliza, que la fiera llegó a la guarida de la zorra aullando y cojeando:

- ¡A buen sitio me llevaste! -lamentóse-. Cuando quise apoderarme de otro cordero, los campesinos me atraparon y me pusieron como nuevo.

- ¿Por qué has de ser tan glotón? -replicóle la zorra.

Al día siguiente volvieron a salir a la campiña, y el glotón del lobo repitió lo de la víspera:

- Pelirroja, tráeme algo de comer o te devoraré a ti.

Y respondió la zorra:

- Conozco una alquería, donde hoy la mujer fríe buñuelos; vamos a buscar unos cuantos.

Dirigiéronse a la alquería, y la zorra se deslizó por los alrededores, espiando y olfateando hasta que, habiendo descubierto la fuente de los buñuelos, cogió media docena y se los llevó al lobo:

- Ahí tienes merienda -le dijo, y se marchó. El lobo se zampó los buñuelos de un bocado y dijo:

- Saben a más.

Entró en la despensa y se lanzó sobre la fuente, con tan mala pata que ésta se cayó al suelo y se hizo añicos, con gran estrépito. Acudió la mujer y, al ver al lobo, llamó a la gente. Vinieron todos corriendo y zurraron al animal de tal modo, que hubo de huir cojo de dos patas. En lamentable estado llegó a la madriguera de la zorra,

- ¡Maldito lugar a que me llevaste! -gritóle-. Los hombres me pescaron y me molieron a palos.

Pero la zorra le respondió:

- ¿Por qué has de ser tan glotón?

Al tercer día de salir juntos, el lobo, que andaba con dificultad y cojeando, volvió a las andadas:

- Pelirroja, tráeme algo de comer o te devoraré a ti.

Dijo la zorra:

- Sé de un hombre que ha hecho la matanza y guarda la carne salada en un barril, en la bodega; vamos por ella.

- Pero te vendrás conmigo -dijo el lobo-, para ayudarme en el caso de que no pueda huir.

- Por mí, no hay inconveniente -contestó la zorra, y le enseñó los rodeos y caminos por donde, al fin, llegaron a la bodega.

Había en ella carne en abundancia, y el lobo se puso enseguida a la tarea: "¡Hay para rato, antes no termine!," pensó. Tampoco la zorra se quedó corta, pero mientras comía, miraba en todas direcciones, y con frecuencia corría al agujero por el que habían entrado, para vigilar que su cuerpo no se hinchase demasiado y le impidiera salir. Díjole el lobo:

- Amiga zorra, ¿a qué vienen estas constantes idas y venidas, y este saltar de fuera adentro y de dentro afuera?

- Vigilo que no venga alguien -respondióle la astuta-. ¡Tú no comas demasiado!

Pero el lobo replicó:

- ¡Lo que es yo, no me marcho hasta dejar el barril vacío!

En éstas llegó el campesino a la bodega, pues había oído el ruido de los saltos de la zorra. Ésta, al verlo, de un brinco escapó por el agujero; el lobo quiso seguirla, pero a fuerza de comer se había llenado de tal modo que no pudo pasar por el agujero y se quedó en él aprisionado. Armóse el dueño de un buen garrote, y mató al lobo a garrotazos, mientras la zorra saltaba por el bosque, contenta de haberse librado del viejo glotón.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

74. El zorro y su comadre

Hermanos Grimm

La loba dio a luz un lobezno e invitó al zorro a ser padrino.

- Es próximo pariente nuestro -dijo-, tiene buen entendimiento y habilidad, podrá enseñar muchas cosas a mi hijito y ayudarle a medrar en el mundo.

El zorro se estimó muy honrado y dijo a su vez:

- Mi respetable señora comadre, le doy las gracias por el honor que me hace. Procuraré corresponder de modo que esté siempre contenta de mí.

En la fiesta se dio un buen atracón, se puso alegre y, al terminar, habló de este modo:

- Estimada señora comadre: es deber nuestro cuidar del pequeño. Debe usted procurarse buena comida para que vaya adquiriendo muchas fuerzas. Sé de un corral de ovejas del que podríamos sacar un sabroso bocado.

Gustóle a la loba la canción y salió en compañía del zorro en dirección al cortijo. Al llegar cerca, el zorro le enseñó la casa, diciendo:

- Podrá entrar sin ser vista de nadie, mientras yo doy la vuelta por el otro lado; tal vez pueda hacerme con una gallinita.

Pero en lugar de ir a la granja, tumbóse en la entrada del bosque y, estirando las patas, se puso a dormir.

La loba entró en el corral con todo sigilo; pero en él había un perro, que se puso a ladrar; acudieron los campesinos y, sorprendiendo a la señora comadre con las manos en la masa, le dieron tal vapuleo que no le dejaron un hueso sano. Al fin logró escapar, y fue al encuentro del zorro, el cual, adoptando una actitud lastimera, exclamó:

- ¡Ay, mi estimada señora comadre! ¡Y qué mal lo he pasado! Los labriegos me pillaron, y me han zurrado de lo lindo. Si no quiere que estire la pata aquí, tendrá que llevarme a cuestas.

La loba apenas podía con su alma; pero el zorro le daba tanto cuidado, que lo cargó sobre su espalda y llevó hasta su casa a su compadre, que estaba sano y bueno. Al despedirse, díjole el zorro:

- ¡Adiós, estimada señora comadre, y que os haga buen provecho el asado! -, y, soltando la gran carcajada, echó a correr.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

75. La zorra y el gato

Hermanos Grimm

Ocurrió una vez que el gato se encontró en un bosque con la señora zorra, y pensando: "Es lista, experimentada y muy considerada en el mundo," dirigiósele amablemente en estos términos:

- Buenos días, mi estimada señora zorra. ¿Qué tal está su señoría? ¿Cómo le va en estos tiempos difíciles?

La zorra, henchida de orgullo, miró al gato despectivamente de pies a cabeza, y estuvo un buen rato meditando si valía la pena contestarle; pero, al fin, dijo:

- ¡Oh, mísero lamebigotes, necio abigarrado, muerto de hambre, cazarratones, ¿qué te ha pasado por la cabeza? ¿Cómo te atreves a preguntarme si lo paso bien o mal? ¿Qué has aprendido tú, vamos a ver? ¿Cuántas artes conoces?

- No conozco más que una -respondió el gato modestamente.

- ¿Y cuál es esta arte tuya? -inquirió la zorra.

- Cuando los perros me persiguen, sé subirme de un brinco a un árbol, y, de este modo, me salvo de ellos.

- ¿Y es eso todo lo que sabes? -dijo la zorra-. Pues yo domino más de cien tretas, y aún me queda un saco lleno de ellas. Me das lástima; vente conmigo y te enseñaré la manera de escapar de los perros.

En aquel momento se presentó un cazador con cuatro lebreles. El gato, veloz, saltó a un árbol y sentóse en la copa, bien oculto por las ramas y el follaje.

- ¡Abrid el saco, señora zorra, abrid el saco! -gritó desde arriba; pero los canes habían hecho ya presa en la zorra y no la soltaban.

- ¡Ay!, señora zorra -prosiguió el gato-, con vuestras cien tretas os han cogido. ¡Si hubieseis sabido trepar como yo, habríais salvado la vida!

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

76. El clavel

Hermanos Grimm

Existía una vez una reina a quien Dios Nuestro Señor no había concedido la gracia de tener hijos. Todas las mañanas salía al jardín a rogar al cielo le otorgase la gracia de la maternidad. Un día descendió un ángel del cielo y le dijo:

- Alégrate, vas a tener un hijo dotado del don de ver cumplidos sus deseos, verá satisfechos cuanto sienta en este mundo.

La reina fue a dar a su esposo la feliz noticia, y, cuando llegó la hora, dio a luz un hijo, con gran alegría del Rey.

Cada mañana iba la Reina al parque con el niño, y se lavaba allí en una cristalina fuente. Ocurrió un día, cuando el niño estaba ya crecidito, que, teniéndolo en el regazo, la madre se quedó dormida. Entonces se acercó el viejo cocinero, que conocía el don particular del pequeño, y lo raptó; luego mató un pollo y derramó la sangre sobre el delantal y el vestido de la Reina. Luego de llevarse al niño a un lugar apartado, donde una nodriza se encargaría de amamantarlo, se presentó al Rey para acusar a su esposa de haber dejado que las fieras le robaran a su hijo. Y cuando el Rey vio el delantal manchada de sangre, dio crédito a la acusación, enfureció tanto, que hizo construir una profunda mazmorra donde no penetrase la luz del sol ni de la luna, y en ella mandó encerrar a la Reina, condenándola a permanecer allí durante siete años sin comer ni beber, para que muriese de hambre y sed. Pero Dios Nuestro Señor envió a dos ángeles del cielo en forma de palomas blancas, que bajaban volando todos los días y le llevaban la comida; y esto duró hasta que transcurrieron los siete años.

Mientras tanto, el cocinero había pensado: "Puesto que el niño está dotado del don de ver satisfechos sus deseos, estando yo aquí podría provocar mi desgracia." Salió del palacio y se dirigió a la casa del muchachito, que ya era lo bastante crecido para saber hablar, y le dijo:

- Desea tener un hermoso palacio, con jardín y todo lo que le corresponda.

Y apenas habían salido las palabras de los labios del niño, apareció todo lo deseado. Al cabo de algún tiempo, le dijo el cocinero:

- No está bien que vivas solo; desea una hermosa muchacha para compañera.

Expresó el niño este deseo, y en el acto se le presentó una doncella lindísima, como ningún pintor hubiera sido capaz de pintar. De ahí en adelante jugaron juntos, y se querían tiernamente, mientras el viejo cocinero se dedicaba a la caza, como un gentil hombre. Pero un día se le ocurrió que el príncipe podía sentir deseos de estar al lado de su padre, cosa que tal vez lo colocaría a él en una situación difícil. Salió, pues, y llevándose a la muchachita en un lugar apartado, le dijo:

- Esta noche, cuando el niño esté dormido, te acercarás a su cama y, después de clavarle el cuchillo en el corazón, me traerás su corazón y su lengua. Si no lo haces, lo pagarás con la vida.

Partió, y al volver al día siguiente, la niña no había realizado su orden y le dijo:

- ¿Por qué tengo que derramar sangre inocente que no ha hecho mal a nadie?

- ¡Si no lo haces, te costará la vida! –le contestó el cocinero.

Cuando se marchó, la muchacha hizo traer una cierva joven y la hizo matar; luego le sacó el corazón y la lengua, y los puso en un plato. Al ver que se acercaba el viejo, dijo a su compañero:

- ¡Métete enseguida en la cama y tápate con la manta!

Entró el malvado y preguntó:

- ¿Dónde están el corazón y la lengua del niño?

Tendió la niña el plato, y en el mismo momento el príncipe, destapándose, exclamó:

- Viejo maldito, ¿por qué quisiste matarme? Ahora, oye tu sentencia. Vas a transformarte en perro de aguas; llevarás una cadena dorada al cuello y comerás carbones ardientes, de modo que el fuego te abrase la garganta.

Y al tiempo que pronunciaba estas palabras, el viejo quedó transformado en perro de aguas, con una cadena dorada, atada al cuello; y los cocineros le daban para comer carbones ardientes, que le abrasaban la garganta.

El hijo del Rey siguió viviendo todavía algún tiempo allí, siempre pensando en su madre, y en si vivía o estaba muerta. Finalmente le dijo a la muchacha:

- Quiero irme a mi patria; si te gusta acompañarme, yo cuidaré de ti.

- ¡Ay! -exclamó ella-. ¡Está tan lejos! Además, ¿qué haré en un país donde nadie me conoce? -. Al verla el príncipe indecisa, y como a los dos les dolía la separación, la convirtió en clavel y la prendió en su ojal.

Se puso entonces en camino de su tierra, y el perro no tuvo más remedio que seguirlo. Se dirigió a la torre que servía de prisión a su madre, y, como era muy alta, expresó el deseo de que apareciese una escalera capaz de llegar hasta la mazmorra, y, bajando por ella, preguntó en voz alta:

- Madrecita de mi alma, Señora Reina, ¿vivís aún o estáis muerta?

Y respondió ella:

- Acabo de comer y no tengo hambre -pensando que eran los ángeles.

Pero él dijo:

- Soy vuestro hijo querido, al que dijeron falsamente que las fieras os habían arrebatado del regazo; pero estoy vivo, y muy pronto os libertaré.

Y, volviendo a salir de la torre, se encaminó al palacio del Rey, su padre, donde se hizo anunciar como un cazador forastero, que solicitaba ser empleado en la corte. El Rey aceptó sus servicios, a condición de que fuera un hábil cazador y supiera encontrar caza mayor, pues en todo el reino no la había habido nunca. El cazador prometió proporcionarle en cantidad suficiente para proveer la real mesa. Reunió luego a todos los cazadores, a quienes ordenó que se dispusiesen a salir con él al monte. Partió con ellos, y, una vez llegados al terreno, los colocó en un gran círculo abierto en un punto; situándose él en el medio, empezó a desear, y en un momento entraron en el círculo alrededor de un centenar de magníficas piezas, y los cazadores no tuvieron más trabajo que derribarlas a tiros. Fueron luego cargadas en sesenta carretas y llevadas al Rey, quien vio, al fin, colmada de caza su mesa, después de muchos años de verse privado de ella.

Muy satisfecho el Rey, al día siguiente invitó a comer a toda la Corte, para lo cual hizo preparar un espléndido banquete.

Estando ya todos reunidos, dijo, dirigiéndose al joven cazador:

- Puesto que has demostrado tanta habilidad, te sentarás a mi lado.

- Señor Rey, Vuestra Majestad me hace demasiado honor -respondió el joven-; no soy más que un sencillo cazador.

Pero el Rey insistió, diciendo:

- Quiero que te sientes a mi lado -y el joven tuvo que obedecer. Durante todo el tiempo pensaba en su querida madre, y, al fin, formuló el deseo de que uno de los cortesanos más altos hablara de ella y preguntara qué tal lo pasaba en la torre la Señora Reina; si vivía aún o había muerto. Apenas había formulado en su mente este deseo, cuando el mariscal se dirigió al Monarca en estos términos:

- Serenísima Majestad, ya que nos encontramos aquí todos contentos y disfrutando, ¿cómo lo pasa la Señora Reina? ¿Vive o ya murió?

A lo cual respondió el Rey:

- Dejó que las fieras devorasen a mi hijo amadísimo; no quiero que se hable más de ella.

Levantándose entonces el cazador, dijo:

- Mí venerado Señor y Padre: la Reina vive todavía, y yo soy su hijo, y no fueron las fieras las que me robaron, sino aquel malvado cocinero viejo que, mientras mi madre dormía, me arrebató de su regazo, manchando su delantal con la sangre de un pollo -. Y, agarrando al perro por el collar de oro, añadió-: ¡Éste es el criminal! -y mandó traer carbones encendidos, que el animal hubo de comerse en presencia de todos, quemándose la garganta. Preguntó luego al Rey si quería verlo en su figura humana, y, ante su respuesta afirmativa, lo convirtió a su primitiva condición de cocinero, con su blanco mandil y el cuchillo al costado. Al verlo el Rey, ordenó, enfurecido, que lo arrojasen en el calabozo más profundo. Luego siguió diciendo el cazador:

- Padre mío, ¿queréis ver también a la doncella que ha cuidado de mí, y a la que ordenaron me quitase la vida bajo pena de la suya, a pesar de lo cual no lo hizo?

- ¡Oh sí, con mucho gusto! -respondió el Rey.

- Padre y Señor mío, os la mostraré en figura de una bella flor -dijo el príncipe, y, sacándose del bolsillo el clavel, lo puso sobre la mesa real; y era hermoso como jamás el Rey viera otro semejante. Siguió el hijo: - Ahora os la voy a presentar en su verdadera figura humana -y deseó que se transforme en doncella. Y el cambio se produjo en el acto, apareciendo ante los presentes una joven tan bella como ningún pintor habría sabido pintar.

El Rey envió a la torre a dos camareras y dos criados a buscar a la Señora Reina, con orden de acompañarla a la mesa real. Al llegar a ella, se negó a comer y dijo:

- Dios misericordioso y compasivo, que me sostuvo en la torre, me llamará muy pronto.

Vivió aún tres días, y murió como una santa. Y al ser sepultada, la siguieron las dos palomas blancas que la habían alimentado durante su cautiverio, y que eran ángeles del cielo, y se posaron sobre su tumba. El anciano rey ordenó que el cocinero fuese descuartizado; pero la pesadumbre se había apoderado de su corazón, y no tardó tampoco en morir. Su hijo se casó con la hermosa doncella que se había llevado en figura de flor, y Dios sabe si todavía viven.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

77. La pícara cocinera

Hermanos Grimm

Érase una cocinera llamada Margarita, que calzaba zapatos de tacón colorado; y cuando salía con ellos, se contoneaba, muy satisfecha y presumida, y pensaba: "¡Eres una guapa moza!."

Y cuando llegaba a casa, de puro contenta se bebía un trago de vino, y como el vino le abría el apetito, empezaba a probar los guisados que tenía en el fuego, hasta quedarse harta, al tiempo que decía: "La cocinera ha de vigilar cómo sabe el guisado."

Un día le dijo su señor:

- Margarita, esta noche vendrá un invitado; prepárame un par de gallinas tiernas, que estén bien asadas.

- ¡Descuide el señor! -respondió Margarita.

Degolló las dos gallinas, las escaldó, las desplumó, las ensartó en el asador y, al anochecer, las puso al fuego para que se asaran. Las gallinas comenzaron a dorarse, y el huésped no comparecía, por lo que dijo Margarita a su amo:

- Si no viene el invitado tendré que sacar las gallinas del fuego, y será lástima no poder comerlas pronto, pues ahora es cuando están más jugosas y en su punto.

- Me llegaré yo a buscar al invitado -respondió el dueño.

No bien hubo vuelto el amo la espalda, Margarita puso de lado el asador con las gallinas, diciéndose: "El estar junto al fuego hace sudar y da sed. ¡Sabe Dios cuándo volverán! Mientras tanto, bajaré a la bodega a echar un traguito." Bajó muy ligera, llenóse un jarro y diciendo: "Que Dios te lo bendiga, Margarita," se echó al coleto un buen trago. "Eso del vino se pega -añadió-, y no es bueno cortarlo," y volvió a empinar el codo. Volvió luego a la cocina, puso otra vez las gallinas al fuego, bien untadas con mantequilla, y empezó a dar vueltas alegremente al asador. El asado desprendía un tufillo de lo más delicioso, y pensó Margarita: "Tengo que probarlo, no fuera caso que le faltara algo," y les pasó un dedo y se lo chupó. "¡Caramba -exclamó-, y qué buenas son las gallinas! Es un pecado y una vergüenza no comérselas cuando están a punto." Corrió a la ventana para ver si llegaban el dueño y su invitado; y como no venía nadie, se volvió a sus gallinas y pensó: "Esta ala se quemará; mejor es que me la coma." Cortóla, pues, se la zampó, ¡y lo bien que le supo! Una vez terminada, se dijo: "Hay que quitar también la otra, para que el señor no note que falta algo." Zampado que se hubo las dos alas, volvió a la ventana; pero el amo no aparecía por ninguna parte. "¡Quién sabe! -se le ocurrió-; a lo mejor no vienen, se habrán metido en alguna parte," y al cabo de un ratito: "Vamos, Margarita, anímate; una está ya empezada, otro traguito y te la comes entera; verás qué tranquila te quedas. ¿Por qué desperdiciar este don que te hace Dios?." Bajó, pues, a la bodega, echó un buen trago y se comió la gallina en buena paz y alegría,

Desaparecida ya la primera, y como quiera que aún no comparecía el señor, mirándose la otra pensó Margarita: "Donde está la una debe estar la otra, pues forman pareja; hay que medir a todos con el mismo rasero. Creo que otro traguito no me haría ningún daño." Y otra vez alzó el codo, e hizo seguir a la segunda gallina el camino de la primera. Y he aquí que, hallándose en plenas delicias, llega el señor y le grita:

- Date prisa, Margarita, que enseguida estará aquí el invitado.

- Sí, señor, voy a servir inmediatamente -respondió Margarita. Mientras tanto, el dueño fue a comprobar si la mesa estaba bien puesta, y cogiendo el gran cuchillo con el que pensaba cortar las gallinas, lo afiló en el borde de un plato. En esto llegó el invitado y llamó modosa y delicadamente a la puerta. Margarita corrió a abrir y ver quién era, y al encontrarse con el invitado, poniéndose el dedo en los labios le dijo:

- ¡Chiss, chiss! Volveos deprisa, pues si mi señor os atrapa, lo pasaréis mal. Os ha invitado a cenar, pero su verdadera intención es cortaros las dos orejas. Escuchad, si no, como está afilando el cuchillo.

Oyó el forastero el ruido y echó a correr escaleras abajo. Margarita no se durmió, sino que, corriendo al comedor, exclamó:

- ¡Valiente personaje habéis invitado!

- ¿Por qué, Margarita? ¿Qué quieres decir?

- Pues -respondió ella- que estaba yo trayendo las dos gallinas y me las ha quitado de la fuente y ha escapado con ellas.

- ¡Vaya modales! -dijo el dueño, sintiendo en el alma la pérdida de las aves-. Si al menos nos hubiese dejado una, nos habría quedado algo de cena.

Y salió a la calle, gritándole que volviese, pero el otro se hizo el sordo. Echó entonces a correr tras él, cuchillo en mano y gritándole:

- ¡Sólo una, sólo una! -para que, al menos, no se llevase toda la cena. Pero el invitado, entendiendo que quería decir que se conformaría con una sola oreja, apresuró la carrera con todo el vigor de sus piernas, deseoso de salvar las dos.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

78. El abuelo y el nieto

Hermanos Grimm

Había una vez un pobre muy viejo que no veía apenas, tenía el oído muy torpe y le temblaban las rodillas. Cuando estaba a la mesa, apenas podía sostener su cuchara, dejaba caer la copa en el mantel, y aun algunas veces escapar la baba. La mujer de su hijo y su mismo hijo estaban muy disgustados con él, hasta que, por último, le dejaron en un rincón de un cuarto, donde le llevaban su escasa comida en un plato viejo de barro. El anciano lloraba con frecuencia y miraba con tristeza hacia la mesa. Un día se cayó al suelo, y se le rompió la escudilla que apenas podía sostener en sus temblorosas manos. Su nuera le llenó de improperios a que no se atrevió a responder, y bajó la cabeza suspirando. Compráronle por un cuarto una tarterilla de madera, en la que se le dio de comer de allí en adelante.

Algunos días después, su hijo y su nuera vieron a su niño, que tenía algunos años, muy ocupado en reunir algunos pedazos de madera que había en el suelo.

-¿Qué haces? preguntó su padre.

-Una tartera, contestó, para dar de comer a papá y a mamá cuando sean viejos.

El marido y la mujer se miraron por un momento sin decirse una palabra. Después se echaron a llorar, volvieron a poner al abuelo a la mesa; y comió siempre con ellos, siendo tratado con la mayor amabilidad.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

79. La ondina

Hermanos Grimm

Un hermanito jugaba con su hermanita al borde de un manantial, y he aquí que, jugando, se cayeron los dos adentro. En el fondo vivía una ondina, que les dijo:

- ¡Ya os he cogido! Ahora vais a trabajar para mí, y de firme.

A la niña diole a hilar un lino sucio y enredado, y luego la obligó a echar agua en un barril sin fondo; el niño hubo de cortar un árbol con un hacha mellada. Y para comer no les daba más que unas albóndigas, duras como piedra. Finalmente, los niños perdieron la paciencia y, esperando un domingo a que la bruja estuviese en la iglesia, huyeron. Terminada la función, al darse cuenta la ondina de que sus pájaros habían volado, salió en su persecución a grandes saltos. Viéronla los niños desde lejos, y la hermanita soltó detrás de sí un cepillo, que se convirtió en una montaña erizada de miles y miles de púas, sobre las cuales hubo de trepar la ondina con grandes trabajos; pero al final pudo pasarla. Entonces el muchachito dejó caer un peine, que se convirtió en una enorme sierra con innumerables picachos; pero también se las compuso la ondina para cruzarla. Como último recurso, la niña arrojó hacia atrás un espejo, el cual produjo una montaña llana, tan lisa y bruñida que su perseguidora no pudo ya pasar por ella. Pensó entonces: "Volveré a casa corriendo, y cogeré un hacha para romper el cristal." Pero al tiempo que iba y volvía y se entretenía partiendo el cristal a hachazos, los niños habían tomado una enorme delantera, y la ondina no tuvo más remedio que volverse, pasito a paso, a su manantial.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

80. La muerte de la gallinita

Hermanos Grimm

En cierta ocasión, Gallinita y Gallito fueron al monte de los nogales y convinieron en que el que encontrase una nuez la partiría con el otro. He aquí que Gallinita encontró una muy grande, pero no dijo nada, pues quería comérsela ella sola. Pero tanto abultaba la nuez, que no pudo tragársela y se le quedó atragantada. Estaba ella en gran apuro, pues temía ahogarse, y gritó:

- ¡Gallito, por favor, corre cuanto puedas y tráeme agua, pues me ahogo!

Gallito echó a correr, tan rápidamente como pudo, hacia la fuente, y, al llegar a ella, le dijo:

- Fuente, dame agua; Gallinita está en la nogaleda, se le ha atragantado una nuez muy gorda y se está ahogando.

Respondióle la fuente:

- Corre antes en busca de la novia, y dile que te dé seda colorada.

Corrió Gallito a la novia.

- Novia, dame seda colorada, que la llevaré a la fuente, y ella me dará agua para llevar a Gallinita, la cual está en la nogaleda con una nuez atragantada y a punto de asfixiarse.

Respondióle la fuente:

- Corre primero a buscarme una guirnaldita que se me quedó colgada del sauce.

Y corrió Gallito al sauce y, descolgando la guirnalda de una rama, llevóla a la novia; y la novia le dio seda colorada, y, al entregarle la seda colorada, diole agua la fuente. Gallito llevó entonces el agua a Gallinita, pero ya era tarde; cuando llegó, tarde; cuando llegó, Gallinita, asfixiada, estaba tendida en el suelo, inmóvil. Quedó Gallito tan triste, que prorrumpió en amargo llanto, y, al oírlo, todos los animales acudieron a compartir su dolor. Y seis ratones construyeron un cochecito para conducir a Gallinita a su última morada; y cuando el cochecito estuvo listo, se engancharon a él, y Gallito se puso de cochero. Pero en el camino se les presentó la zorra:

- ¿Adónde vas, Gallito?

- A enterrar a Gallinita.

- ¿Me dejas que te acompañe en el coche?

"Sí, pero detrás tendrás que sentarte,

o mis caballitos no podrán llevarte."

Sentóse la zorra detrás, y, sucesivamente, subieron el lobo, el oso, el ciervo, el león y todos los animales del bosque. Y así continuó la comitiva hasta llegar a un arroyo.

- ¿Cómo lo cruzaremos? - preguntó Gallito.

He aquí que había allí una paja, la cual dijo:

- Me echaré de través y podréis pasar por encima de mí.

Pero no bien los seis ratones hubieron llegado al centro del puente, hundióse la paja, cayéndose al río, y, con ella, los seis ratones, que se ahogaron. Ante el apuro, acercóse una brasa de carbón y dijo:

- Yo soy lo bastante larga para llegar de una orilla a la otra, pasaréis sobre mí.

Y se atravesó encima del agua; pero, habiendo tenido la desgracia de tocarla un poco, dejó oír un siseo y quedó muerta.

Al verlo una piedra, sintió compasión y, deseosa de ayudar a Gallito, púsose a Gallito, púsose a su vez sobre el agua. Uncióse el propio Gallito al coche, y cuando ya casi tenía a Gallinita en suelo firme, al disponerse a arrastrar a los que iban detrás, como era excesivo el peso de todos, desplomóse el coche y todos cayeron al agua y se ahogaron. Gallito se quedó solo con Gallinita; cavóle una sepultura, la enterró en ella y erigióle un túmulo encima. Posándose luego en su cumbre, estuvo llorándola hasta que se murió. Y helos aquí muertos a todos.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

81. Hermano Alegre

Hermanos Grimm

Hubo una vez una gran guerra, terminada la cual, fueron licenciados muchos soldados. Entre ellos estaba el Hermano Alegre, que, con su licencia, no recibió más ayuda de costas que un panecillo de munición y cuatro cruzados. Y con todo esto se marchó.

Pero San Pedro se había apostado en el camino, disfrazado de mendigo, y, al pasar Hermano Alegre le pidió limosna. Respondióle éste:

- ¿Qué puedo darte, buen mendigo? Fui soldado, me licenciaron y no tengo sino un pan de munición y cuatro cruzados en dinero. Cuando lo haya terminado, tendré que mendigar como tú. Algo voy a darte, de todos modos. Partió el pan en cuatro pedazos y dio al mendigo uno y un cruzado. Agradecióselo

San Pedro y volvió a situarse más lejos, tomando la figura de otro mendigo; cuando pasó el soldado, pidióle nuevamente limosna.

Hermano Alegre repitió lo que la vez anterior, y le dio otra cuarta parte del pan y otro cruzado. San Pedro le dio las gracias y, adoptando de nuevo figura de mendigo, lo aguardó más adelante para solicitar otra vez su limosna . Hermano Alegre le dio la tercera porción del pan y el tercer cruzado.

San Pedro le dio las gracias, y hermano alegre continuó su ruta sin más que la última cuarta parte del pan y el último cruzado. Entrando, con ello, en un mesón, se comió el pan y se gastó el cruzado en cerveza. Luego reemprendió la marcha y entonces San Pedro le salió al encuentro en forma de soldado licenciado, y le dijo:

- buenos días, compañero, ¿no podrías darme un trocito de pan y un cruzado para echar un trago?

- ¿De dónde quieres que lo saque?- le respondó Hermano Alegre, -me han licenciado sin darme otra cosa que un pan de munición y cuatro cruzado en dinero. Me topé en la carretera con tres pobres; a cada uno le di la cuarta parte del pan y un cruzado. La última cuarta parte me la he comido en el mesón, y con el último cruzado he comprado cerveza. Ahora soy pobre como una rata y, puesto que tú tampoco tienes nada, podríamos ir a mendigar juntos.

- No -respondió San Pedro, -no será necesario. Yo entiendo algo de medicina y espero ganarme lo suficiente para vivir.

- Sí- dijo Hermano Alegre, -pues yo no entiendo pizca en este arte, así, me tocará mendigar solo.-

- Vente conmigo- le dijo San Pedro, -nos partiremos lo que yo gane.

- Por mí, de perlas- exclamó Hermano Alegre; y emprendieron juntos el camino. No tardaron en llegar a una casa de campo, de cuyo interior salían agudos gritos y lamentaciones. Al entrar se encontraron con que el marido se hallaba a punto de morir, por lo que la mujer lloraba a voz en grito.

- Basta de llorar y gritar -le dijo San Pedro-, yo curaré a vuestro marido -y sacándose una pomada del bolsillo, en un santiamén hubo curado al hombre, el cual se levantó completamente sano. El hombre y la mujer, fuera de sí de alegría, le dijeron

- ¿cómo podremos pagaros? ¿Qué podríamos daros? Pero San Pedro se negó a aceptar nada, y cuanto más insistían los labriegos, tanto más se resistía él. Hermano Alegre, dando un codazo a San Pedro, le susurró

- ¡acepta algo, hombre, bien lo necesitamos! Por fin, la campesina trajo un cordero y dijo a San Pedro que debía aceptarlo; pero él no lo quería. Hermano Alegre, dándole otro codazo, insistió a su vez

- ¡tómalo, zoquete, bien sabes que lo necesitamos! Al cabo, respondió San Pedro

- bBueno, me quedaré con el cordero; pero no quiero llevarlo; si tú quieres, carga con él.

- ¡Si sólo es eso! -exclamó el otro-. ¡Claro que lo llevaré! -. Y se lo cargó al hombro.

Siguieron caminando hasta llegar a un bosque; el cordero le pesaba a Hermano Alegre, y además tenía hambre, por lo que dijo a San Pedro

- mira, éste es un buen lugar; podríamos degollar el cordero, asarlo y comérnoslo.

- No tengo inconveniente -respondió su compañero-; pero como yo no entiendo nada de cocina, lo habrás de hacer tú, ahí tienes un caldero; yo, mientras tanto, daré unas vueltas por aquí Pero no empieces a comer hasta que venga yo. Volveré a tiempo.

- Márchate tranquilo -dijo hermano alegre-. Yo entiendo de cocina y sabré arreglarme. Marchóse San Pedro, y Hermano Alegre sacrificó el cordero, encendió fuego, echó la carne en el caldero y la puso a cocer. El guiso estaba ya a punto, y San Pedro no volvía; entonces Hermano Alegre lo sacó del caldero, lo cortó en pedazos y encontró el corazón:

- Esto debe ser lo mejor, se dijo; probó un pedacito y, a continuación, se lo comió entero. Llegó, al fin, San Pedro y le dijo

-puedes comerte todo el cordero; déjame sólo el corazón. Hermano Alegre cogió cuchillo y tenedor y se puso a hurgar entre la carne, como si buscara el corazón y no lo hallara, hasta que, al fin, dijo

-pues no está.

- ¡Cómo! -dijo el apóstol. -¿Pues dónde quieres que esté? - No sé -respondió Hermano Alegre-. Pero, ¡seremos tontos los dos! ¡Estamos buscando el corazón del cordero, y a ninguno se le ha ocurrido que los corderos no tienen corazón!

- ¡Con qué me sales ahora! -dijo San Pedro. -Todos los animales tienen corazón, ¿por qué no habría de tenerlo el cordero? -

-No, hermano, puedes creerlo; los corderos no tienen corazón. Piénsalo un poco y comprenderás que no lo pueden tener.

- En fin, dejémoslo -dijo San Pedro-. Puesto que no hay corazón, yo no quiero nada. Puedes comértelo todo. - Lo que me sobre lo guardaré en la mochila -dijo Hermano Alegre, y, después de comerse la mitad, metió el resto en su mochila. Siguieron andando, y San Pedro hizo que un gran río se atravesara en su camino, de modo que no tenían más remedio que cruzarlo. Dijo San Pedro:

- Pasa tú delante. - No -respondió Hermano Alegre-, tú primero, -pensando: "Si el río es demasiado profundo, yo me quedo atrás."

Pasó San Pedro, y el agua sólo le llegó hasta la rodilla. Entró entonces en él Hermano Alegre; pero se hundía cada vez más, hasta que el agua le llegó al cuello. Gritó entonces:

- ¡Hermano, ayúdame! Y dijo San Pedro - ¿quieres confesar que te has comido el corazón del cordero?

- ¡No -respondió, - no me lo he comido!

El agua continuaba subiendo, y le llegaba ya hasta la boca.

-¡Ayúdame, hermano!- exclamó el soldado.

Volvió a preguntarle San Pedro - ¿quieres confesar que te comiste el corazón del cordero?

- ¡No -repitió, - no me lo he comido!

Pero el santo, no queriendo que se ahogase, hizo bajar el agua y lo ayudó a llegar a la orilla. Continuaron adelante y llegaron a un reino, donde les dijeron que la hija del rey se hallaba en trance de muerte. - Anda, hermano -dijo el soldado a San Pedro, -esto nos viene al pelo. Si la curamos, se nos habrán acabado las preocupaciones para siempre. Pero San Pedro no se daba gran prisa. - ¡Vamos, aligera las piernas, hermanito! -ledecía, ¡tenemos que llegar a tiempo!

Pero San Pedro avanzaba cada vez con mayor lentitud, a pesar de la insistencia y las recriminaciones de Hermano Alegre; y, así, les llegó la noticia de que la princesa había muerto. - ¡Ahí tienes! -dijo el Hermano Alegre, ¡todo, por tu cachaza! - No te preocupes - le contestó San Pedro, -puedo hacer algo más que curar enfermos; puedo también resucitar muertos.

- ¡Anda! -dijo Hermano Alegre, -si es así, ¡no te digo nada! Por lo menos has de pedir la mitad del reino.-

Y se presentaron en palacio, donde todo era tristeza y aflicción. Pero San Pedro dijo al rey que resucitaría a su hija.

Conducido a presencia de la difunta, dijo

- que me traigan un caldero con agua.

Luego hizo salir a todo el mundo; y se quedó sólo Hermano Alegre.

Seguidamente cortó todos los miembros de la difunta, los echó en el agua y, después de encender fuego debajo del caldero, los puso a cocer. Cuando ya toda la carne se hubo separado de los huesos, sacó el blanco esqueleto y lo colocó sobre una mesa, disponiendo los huesos en su orden natural. Cuando lo tuvo hecho, avanzó y dijo por tres veces

- ¡en el nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate!; y, a la tercera, la princesa recobró la vida, quedando sana y hermosa.

El rey se alegró sobremanera y dijo a San Pedro

- señala tú mismo la recompensa que quieras; te la daré, aunque me pidas la mitad del reino. Pero San Pedro le contestó

- ¡no pido nada! -¡Valiente tonto!-, pensó Hermano Alegre, y, dando un codazo a su compañero, le dijo: - ¡No seas bobo! Si tú no quieres nada, yo, por lo menos, necesito algo. Pero San Pedro se empeñó en no aceptar nada. Sin embargo, observando el rey que el otro quedaba descontento, mandó a su tesorero que le llenase de oro su mochila.

Marcháronse los dos, y, al llegar a un bosque, dijo San Pedro a Hermano Alegre

- Ahora nos repartiremos el oro. - Muy bien -asintió el otro-. Manos a la obra. Y San Pedro lo repartió en tres partes, mientras su compañero pensaba

¡a éste le falta algún tornillo! Hace tres partes, cuando sólo somos dos.

Pero dijo San Pedro

- he hecho tres partes exactamente iguales: una para mí, otra para ti, y la tercera para el que se comió el corazón del cordero.

- ¡Oh, fui yo quien se lo comió! -exclamó Hermano Alegre, embolsando el oro. -Esto puedes creérmelo. - ¡Cómo puede ser esto!- dijo San Pedro, - si un cordero no tiene corazón. -

¡Vamos, hermano! ¡Tonterías! Un cordero tiene corazón como todos los animales. ¿Por qué no iban a tenerlo?

- Está bien- dijo San Pedro, -guárdate el oro; pero no quiero seguir contigo; seguiré solo mi camino.

- Como quieras, hermanito- respondióle el soldado-. ¡Adiós! San Perdro tomó otra carretera, mientras Hermano Alegre pensaba -mejor que se marche, pues, bien mirado, es un santo bien extraño.

Tenía ahora bastante dinero; pero como era un manirroto y no sabía administrarlo, lo derrochó en poco tiempo, y pronto volvió a estar sin blanca. En esto llegó a un país donde le dijeron que la hija del Rey acababa de morir. - ¡Bien! -pensó.- Ésta es la mía. La resucitaré y me haré pagar bien. ¡Así da gusto! -. Y, presentándose al rey, le ofreció devolver la vida a la princesa.

Es el caso que había llegado a oídos del rey que un soldado licenciado andaba por el mundo resucitando muertos, y pensó que bien podía tratarse de Hermano Alegre; sin embargo, no fiándose del todo, consultó primero a sus consejeros, los cuales opinaron que merecía la pena realizar la prueba, dado que la princesa, de todos modos, estaba muerta. Mandó entonces Hermano Alegre que le trajese un caldero con agua y, haciendo salir a todos, cortó los miembros del cadáver, los echó en el agua y encendió fuego, tal como lo hubiera visto hacer a San Pedro. Comenzó el agua a hervir, y la carne se desprendió; sacando entonces los huesos, los puso sobre la mesa; pero como no sabía en qué orden debía colocarlos, los juntó de cualquier modo. Luego se adelantó y exclamó

- ¡en nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate! - y lo dijo tres veces, pero los huesos no se movieron.

Volvió a repetirlo tres veces, pero otra vez en vano. -¡Diablo de mujer! ¡Levántate!- gritó entonces, -o lo pasarás mal!

Apenas había pronunciado estas palabras, San Pedro entró de pronto por la ventana, presentándose en su anterior figura de soldado licenciado y dijo

- Hombre impío, ¿qué estás haciendo? ¿Cómo quieres que resucite a la muerta, si le has puesto los huesos de cualquier modo?

- Hermanito, lo hice lo mejor que supe - le respondió Hermano Alegre.

- Por esta vez te sacaré de apuros; pero, tenlo bien entendido: si otra vez te metes en estas cosas, te costará caro. Además, no pedirás nada al rey ni aceptarás la más mínima recompensa por lo de hoy.- Entonces San Pedro dispuso los huesos en el orden debido y pronunció por tres veces

- ¡en nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate! -, a lo cual la princesa se incorporó, sana y hermosa como antes, mientras el santo salía de la habitación por la ventana.

Hermano Alegre, aunque satisfecho de haber salido tan bien parado de la aventura, estaba colérico por no poder cobrarse el servicio.

- Me gustaría saber -pensaba - qué diablos tiene en la cabeza, que lo que me da con una mano me lo quita con la otra. ¡Esto no tiene sentido!

El rey ofreció al Hermano Alegre lo que quisiera. Éste, aunque no podía aceptar nada, se las arregló con indirectas y astucias para que el monarca le llenase de oro la mochila, y con eso, se marchó.

Al salir, lo aguardaba en la puerta San Pedro, y le dijo

- mira, que clase de hombre eres. ¿No te prohibí que aceptases nada? Y ahora te llevas la mochila llena de oro.-

- ¡Qué otra cosa podía hacer! -replicó Hermano Alegre-. ¡Si me lo han metido a la fuerza!

- Pues atiende a lo que te digo, que no vuelvas a hacer estas cosas o lo vas a pasar mal.

- ¡No te preocupes, hermano! Ahora tengo oro. ¿Por qué debería ocuparme en lavar huesos?

- Sí- dijo San Pedro, ¡con lo que te va a durar este oro! Mas para que no vuelvas a meterte en lo que no debes, daré a tu mochila la virtud de que se llene con todo lo que desees. Adiós, pues ya no volverás a verme.

- ¡Vaya con Dios! -le respondió Hermano Alegre, pensando -me alegro de perderte de vista, bicho raro; no hay peligro de que te siga.

Y ni por un momento se acordó del don maravilloso adjudicado a su morral.

Hermano Alegre anduvo con su oro de un lugar a otro, malgastándolo y gastándolo a manos llenas, como la primera vez.

Al quedarle ya nada más que cuatro cruzados, pasó por delante de un mesón pensó -voy a gastar lo que me queda-, y pidió vino por tres cruzados y pan por un cruzado. Mientras comía y bebía, llegó a sus narices el olor de unos gansos asados. Hermano Alegre, mirando y mirando, vio que el mesonero tenía un par de gansos en el horno. Entonces se le ocurrió lo que le dijera su antiguo compañero respecto a la virtud de su mochila.

-¡Vaya! Vamos a probarlo con los gansos.

Salió a la puerta y dijo:

- Deseo que los dos gansos asados pasen del horno a mi mochila.-

Pronunciadas estas palabras, abrió la mochila para mirar su interior, y allí estaban los dos gansos.

-¡Ay, así está bien!- pensó, ¡ahora soy un hombre de fortuna! se marchó, llegó a un prado y sacó los gansos para comérselos. En éstas pasaron dos menestrales y se quedaron mirando con ojos hambrientos uno de los gansos, todavía intacto. Hermano Alegre pensó - con uno tienes bastante-, y llamando a los dos mozos, les dijo

- tomad este ganso y os lo coméis a mi salud.-

Le dieron las gracias, cogieron el ganso, se fueron al mesón, pidieron media jarra de vino y un pan, desenvolvieron el ganso que les acababan de regalar y comenzaron a comer.

Al verlos la posadera dijo a su marido

- esos dos se están comiendo un ganso; ve a ver que no sea uno de los que están asándose en el horno.

Fue el ventero, y el horno estaba vacío.

- ¡Cómo, bribonzazos! ¡Pues sí que os saldría barato el asado! ¡Pagadme en el acto, si no queréis que os friegue las espaldas con jarabe de palo!

Los dos dijeron - no somos ladrones; este ganso nos lo ha regalado un soldado licenciado que estaba ahí en aquel prado.

- ¡A mí no me tomáis el pelo! El soldado estuvo aquí, y salió por la puerta, como una persona honrada; yo no lo perdí de vista. ¡Vosotros sois los ladrones y vais a pagarme!

Pero como no tenían dinero, el dueño tomó un bastón los echó a la calle a garrotazos.

Hermano Alegre siguió su camino y llegó a un lugar donde se levantaba un magnífico palacio, a poca distancia de una mísero mesón. Entró en el hostal y pidió cama para la noche; pero el hostelero lo rechazó, diciendo

- No hay sitio, tengo la casa llena de viajeros distinguidos.

- ¡Me extraña- dijo Hermano Alegre, -que se hospeden en vuestra casa! ¿Por qué no se alojan en aquel magnífico palacio?

- Sí, contestó el hostelero, - cualquiera pasa allí la noche. Aún no lo ha probado nadie que haya salido con vida.

- Si otros lo han probado-, dijo Hermano Alegre, también lo haré yo -.

- No lo intentéis –le aconsejó el hostelero-; os jugáis la cabeza con ello.

- Eso no me costará el pellejo- dijo Hermano alegre, -dadme la llave y algo bueno de comer y beber.

El hostelero le dio las llaves y comida y bebida, y con todo ello, Hermano Alegre se dirigió al castillo. Se dio allí un buen banquete, y cuando, al fin, le entró sueño, se tumbó en el suelo, puesto que no había cama. No tardó en dormirse. Avanzada ya la noche, lo despertó un fuerte ruido, y, al despabilarse, vio que en la habitación había nueve demonios feos, bailando en círculo, a su alrededor.

Hermano Alegre dijo

- ¡bueno, bailad cuanto queráis, pero no os acerquéis a mí!

Los diablos, sin embargo, se aproximaban cada vez más, hasta que casi le pisotearon la cara con sus repugnantes pezuñas.

¡Quietos, fantasmas endiablados!- dijo, pero iban demasiado lejos.

Al fin, Hermano Alegre se enfureció y les gritó

- ¡vaya, quiero meter paz en un momento! -y, agarrando una pata de silla, arremetió contra toda aquella caterva. Pero nueve diablos eran demasiado para un solo soldado, y, a pesar de que el hombre pegaba al que tenía delante, los otros le tiraban de los cabellos por detrás y lo dejaban hecho una lástima.

- ¡Gentuza del diablo! -exclamó, esto pasa ya de la medida. ¡Ahora vais a ver! ¡Todos a mi mochila!

¡Cataplum! ¡Ya todos estaban dentro! Él ató la mochila y la echó en un rincón. Instantáneamente quedó todo en silencio, y Hermano Alegre, echándose de nuevo, pudo dormir tranquilo hasta bien entrada la mañana. Acudieron entonces el hostelero y el noble propietario del palacio y querían ver qué tal le había ido la prueba, y, al encontrarlo sano y satisfecho, le preguntaron admirados

- ¿no os han hecho nada los espíritus?

- ¡Cómo que no! -les respondió Hermano Alegre, ahí los tengo a los nueve en la mochila. Podéis instalaros sin temor en vuestro palacio; desde hoy, ninguno volverá a meterse en él.

Entonces el noble le dio las gracias, recompensándolo ricamente y le propuso que se quedase a su servicio, asegurándole que nada le faltaría durante el resto de su vida.

- No -respondió, -estoy acostumbrado a la vida de trotamundos y quiero seguirla.

Y se marchó, entró en una herrería, y, poniendo la mochila que contenía los nueve diablos sobre el yunque, pidió al herrero y sus oficiales que empezasen a martillazos con ella. Esos se pusieron a golpear con grandes martillos y con todas sus fuerzas, así que los diablos armaban un estrepitoso griterío. Cuando, al fin, abrió la mochila, ocho estaban muertos, pero uno, que había logrado refugiarse en un pliegue de la tela y seguía vivo, saltó afuera y corrió a refugiarse al infierno.

Hermano Alegre siguió vagando por el mundo durante mucho tiempo todavía, y quien supiera de sus aventuras podría contar de él y sin acabar. Pero, viejo al fin, comenzó a pensar en la muerte. Se fue a visitar a un ermitaño, que tenía fama de hombre piadoso, y le dijo

- estoy cansado de mi vida errante y ahora quisiera tomar el camino que lleva al cielo.

El ermitaño respondió

- hay dos caminos, uno, ancho y agradable, conduce al infierno; otro, estrecho y duro, va al cielo.

- ¡Tonto sería- pensó Hermano Alegre, - si eligiese el duro y estrecho!

Y, así, se puso en camino y tomó el holgado y agradable, que lo condujo ante un gran portal negro, que era el del infierno. Hermano Alegre llamó, y el portero se asomó a ver quién llegaba. Pero al ver a Hermano Alegre se asustó, pues era nada menos que el noveno de aquellos diablos que habían quedado aprisionados en la mochila, el único que salió bien librado. Por eso echó rápidamente el cerrojo, acudió ante el jefe de los demonios y le dijo

- ahí fuera está un tío con una mochila que quiere entrar. Pero no lo permitáis, pues se metería el infierno entero en la mochila. Una vez estuve yo dentro, y por poco me mata a martillazos.

Pues le dijeron a Hermano Alegre que se volviese, pues allí no entraría.

- Puesto que aquí no me quieren- pensó, voy a probar si me admiten en el cielo. ¡En uno u otro sitio tengo que quedarme!

Entonces dio la vuelta y siguió el camino hasta llegar a la puerta del paraíso y llamó a la puerta.

San Pedro se encontraba exactamente en la portería. Hermano Alegre lo reconoció en seguida y pensó -éste es un viejo amigo; aquí tendrás más suerte. Pero San Pedro le dijo

- pienso que quieres entrar en el cielo.

- Déjame entrar, hermano; en un lugar u otro tengo que refugiarme. Si me hubiesen admitido en el infierno, no habría venido hasta aquí.

- No -dijo San Pedro, -aquí no entras.

- Está bien; pero si no quieres dejarme pasar, quédate también con la mochila; no quiero guardar nada que venga de ti- dijo Hermano Alegre.

- Dámela- respondió San Pedro. Entonces le alargó la mochila a través de la reja al cielo, y San Pedro la tomó y la colgó al lado de su asiento. Dijo entonces Hermano Alegre

- ¡ahora deseo estar dentro de la mochila!

Y, ¡cataplum!, en un santiamén estuvo en ella, y, por tanto, en el cielo. Y San Pedro no tuvo más remedio que admitirlo.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

82. El jugador

Hermanos Grimm

Érase una vez un hombre que en toda su vida no hizo sino jugar; por eso lo llamaba la gente Juan "el jugador," y, como nunca dejó de hacerlo, perdió en el juego su casa y toda su hacienda. He aquí que el último día, cuando ya sus acreedores se disponían a embargarle la casa, se le presentaron Dios Nuestro Señor y San Pedro, y le pidieron refugio por una noche. Respondióles el hombre:

- Por mí, podéis quedaros; pero no puedo ofreceros ni cama ni cena.

Díjole entonces Nuestro Señor que con el alojamiento les bastaba, y que ellos mismos comprarían algo de comer, y el jugador se declaró conforme. San Pedro le dio tres cuartos para que se fuera a la panadería a comprar un pan. Salió el hombre, pero al pasar por delante de la casa donde se hallaban todavía los tahúres que lo habían desplumado, llamáronlo éstos, gritando:

- ¡Juan, entra!

- Sí - replicó él -, ¡para que me ganéis también estas tres perras gordas!

Pero los otros insistieron, el hombre acabó por entrar y, a los pocos momentos, perdió los pocos cuartos. Mientras tanto, Dios Nuestro Señor y San Pedro esperaban su vuelta, y, al ver que tardaba tanto, salieron a su encuentro. El jugador, al verlos, simuló que las tres monedas se le habían caído en un charco y se puso a revolver entre el barro; pero Nuestro Señor sabía perfectamente que se las había jugado. San Pedro le dio otros tres cuartos, y el hombre, no dejándose ya tentar de nuevo, volvió a casa con el pan. Preguntóle entonces Nuestro Señor si tenía acaso vino, y él contestó:

- Señor, los barriles están vacíos.

Instóle Dios Nuestro Señor a que bajase a la bodega, donde seguro que encontraría vino del mejor. El otro se resistía a creerlo; pero, ante tanta insistencia, dijo:

- Bajaré, aunque tengo la certeza de que no hay.

Y he aquí que, al espitar un barril, salió un vino exquisito. Llevóselo a los dos forasteros, los cuales pasaron la noche en su casa, y, por la mañana, Dios Nuestro Señor dijo al jugador que podía pedirles tres gracias, pensando que solicitaría, en primer lugar, la de ir al cielo. Pero no fue así, pues el hombre pidió unos naipes que ganasen siempre, unos dados que tuviesen igual propiedad, y un árbol que diera toda clase de fruta y que quien se subiera en él no pudiese bajar hasta que él se lo mandase. Concedióle Nuestro Señor los tres dones y se marchó en compañía de San Pedro.

Entonces sí que el jugador se puso a jugar de veras, y, al poco tiempo, era dueño de medio mundo. Y dijo San Pedro a Nuestro Señor:

- Señor, la cosa no marcha, pues acabará ganando el mundo entero. Debemos enviarle la Muerte.

Y le enviaron la Muerte. Al presentarse ésta, el jugador se hallaba, como ya es de suponer, arrimado a la mesa con sus compinches. Díjole la descarnada:

- ¡Juan, sal un momento!

Pero el hombre le replicó:

- Espera un poco a que haya terminado la partida; entretanto puedes subirte a aquel árbol de allá fuera y coges una poca fruta; así tendremos algo que mascar durante el camino.

La Muerte se subió al árbol, y cuando quiso volver a bajar, no pudo; allí la tuvo Juan por espacio de siete años, durante los cuales no murió ningún ser humano. Dijo entonces San Pedro a Dios Nuestro Señor:

- Señor, la cosa no marcha, pues no muere nadie; tendremos que ir a arreglarlo nosotros mismos.

Y bajaron los dos a la Tierra, donde Nuestro Señor mandó al jugador que dejase descender a la Muerte del árbol. Digiéndose él a la Muerte, le ordenó:

- ¡Baja! - y ella, al llegar al suelo, lo primero que hizo fue agarrarlo y ahogarlo. Pusiéronse los dos en camino y llegaron al otro mundo. El jugador se presentó ante la puerta del cielo y llamó:

- ¿Quién va?

- Juan "el jugador."

- ¡No te necesitamos! ¡Márchate!

Fuese entonces al Purgatorio y llamó nuevamente:

- ¿Quién va?

- Juan "el jugador."

- ¡Ay!, bastantes penas y tribulaciones sufrimos ya aquí; no estamos para juegos. ¡Márchate!

Y hubo de encaminarse a la puerta del infierno, donde fue admitido. Pero dentro no había nadie, aparte el viejo Lucifer y unos cuantos demonios contrahechos - los que estaban bien tenían trabajo en la Tierra -. Sentándose enseguida, púsose a jugar nuevamente. Pero Lucifer no poseía más que sus diablos deformes, a los cuales le ganó Juan en un abrir y cerrar de ojos, gracias a sus cartas milagrosas. Marchóse entonces con sus diablos contrahechos a Hohenfuert, y, arrancando las perchas del lúpulo, treparon al cielo y se pusieron a aporrear el piso hasta hacerlo crujir. Ante lo cual, San Pedro exclamó:

- Señor, la cosa no marcha; es preciso que lo dejemos entrar, pues, de lo contrario, derribará el cielo.

Y lo dejaron entrar, aunque a regañadientes. Pero el jugador enseguida empezó a jugar de nuevo, y armó tal griterío y alboroto, que nadie oía sus propias palabras. San Pedro volvió a hablar con Nuestro Señor:

- Señor, la cosa no marcha; debemos echarlo; si no lo hacemos, nos va a amotinar todo el cielo.

Arremetieron contra él y lo arrojaron del Paraíso, y su alma se rompió en innúmeros pedazos, que fueron a alojarse en los tahúres que todavía viven en nuestro mundo.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

83. Juan con suerte

Hermanos Grimm

Juan había servido siete años a su amo, y le dijo:

– Mi amo, he terminado mi tiempo, y quisiera volverme a casa, con mi madre. Pagadme mi soldada. Respondióle el amo:

– Me has servido fiel y honradamente; el premio estará a la altura del servicio – y le dio un pedazo de oro tan grande como la cabeza de Juan. Sacó éste su pañuelo del bolsillo, envolvió en él el oro y, cargándoselo al hombro, emprendió el camino de su casa. Mientras andaba, vio a un hombre montado a caballo, que avanzaba alegremente a un trote ligero.

– ¡Ay! – exclamó Juan en alta voz -, ¡qué cosa más hermosa es ir a caballo! Va uno como sentado en una silla, no tropieza contra las piedras ni se estropea las botas, y adelanta sin darse cuenta.

Oyólo el jinete y, deteniendo el caballo, le dijo:

– Oye, Juan, ¿por qué vas a pie?

– ¡Qué remedio me queda! – respondió el mozo -. He de llevar este terrón a casa; cierto que es de oro, pero no me deja ir con la cabeza derecha, y me pesa en el hombro.

– ¿Sabes qué? – díjole el caballero -. Vamos a cambiar; yo te doy el caballo, y tú me das tu terrón.

– ¡De mil amores! – exclamó Juan -. Pero tendréis que llevarlo a cuestas, os lo advierto. Apeóse el jinete, cogió el oro y, ayudando a Juan a montar, púsole las riendas en la mano y le dijo:

– Si quieres que corra, no tienes sino chasquear la lengua y gritar „¡hop, hop!.“

Juan no cabía en sí de contento al verse encaramado en su caballo, trotando tan libre y holgadamente. Al cabo de un ratito ocurriósele que podía acelerar la marcha, y se puso a chasquear la lengua y gritar „¡hop, hop!.“ El caballo empezó a trotar, y antes de que Juan pudiera darse cuenta, había sido despedido de la montura y se encontraba tendido en la zanja que separaba los campos de la carretera.

El caballo se habría escapado, de no haberlo detenido un campesino que acertaba a pasar por allí conduciendo una vaca. Juan se incorporó como pudo, se sacudió y, muy mohíno, dijo al labrador:

– Esto del montar tiene bromas muy pesadas, sobre todo con un jamelgo como éste, que te echa por la borda con peligro de romperte la crisma. Por nada del mundo volveré a montarlo. Vuestra vaca sí que es buen animal; uno puede caminar tranquilamente detrás de ella, y, además, te da leche, mantequilla y queso cada día. ¡Qué no daría yo por tener una vaca así!

– Pues bien – respondió el campesino -, si tanto te gusta, estoy dispuesto a cambiártela por el caballo. Juan aceptó encantado el trato, y el labriego, subiendo a su montura, se alejó a toda prisa.

Entretanto, Juan, guiando su vaca, ponderaba el buen negocio que acababa de realizar: „Si tengo un pedazo de pan, y mucho será que llegue a faltarme, podré siempre acompañarlo de mantequilla y queso; y cuando tenga sed, ordeñaré la vaca y beberé leche. ¿Qué más puedes apetecer, corazón mío?.“ Hizo alto en la primera hospedería que encontró, y se comió alegremente las provisiones que le quedaban, rociándolas con medio vaso de cerveza, que pagó con los pocos cuartos que llevaba en el bolsillo. Luego prosiguió su ruta, conduciendo la vaca, hacia el pueblo de su madre. Se acercaba el mediodía; el calor hacíase sofocante, y Juan se encontró en un erial que no se podía pasar en menos de una hora. Tan intenso era el bochorno, que de sed se le pegaba la lengua al paladar. „Esto tiene remedio – pensó Juan -; ordeñaré la vaca, y la leche me refrescará.“

Atóla al tronco seco de un árbol, y, como no tenía ningún cubo, puso su gorra de cuero para recoger la leche; pero por más que se esforzó no pudo hacer salir ni una gota. Y como lo hacía con tanta torpeza, el animal, impacientándose al fin, pególe en la cabeza una patada tal que lo tiró rodando por el suelo y lo dejó un rato sin sentido.

Por fortuna acertó a pasar por allí un carnicero, que transportaba un cerdo joven en un carretón.

– ¡Vaya bromitas! – exclamó, ayudando a Juan a levantarse. Explicóle éste su percance, y el otro, alargándole su bota, le dijo:

– Bebe un trago para reponerte. Esta vaca seguramente no dará leche, pues es vieja; a lo sumo, servirá para tirar de una carreta o para ir al matadero.

– ¡Ésa sí que es buena! – exclamó Juan, tirándose de los pelos -. ¿Quién iba a pensarlo? Para uno que estuviera en su casa, no vendría mal matar un animal así, con la cantidad de carne que tiene. Pero a mí no me dice gran cosa la carne de vaca; la encuentro insípida. Un buen cerdo como el vuestro es otra cosa. ¡Esto sí que sabe bien, y, además, las salchichas!

– Oye, Juan – dijo el carnicero -; estoy dispuesto, para hacerte un favor, a cambiarte el cerdo por la vaca.

– Dios os premie vuestra bondad – respondió Juan, y, entregándole la vaca, el otro descargó del carretón el cochino, y le puso en la mano la cuerda que lo ataba.

Siguió Juan andando, contentísimo por lo bien que se iban colmando sus deseos; apenas le salía torcida una cosa, en un santiamén le quedaba enderezada. Más adelante se le juntó un muchacho que llevaba bajo el brazo una hermosa oca blanca. Después de darse los buenos días, Juan se puso a contar al otro la suerte que había tenido y lo afortunado que había estado en sus cambios sucesivos. El chico le dio cuenta, a su vez, de que llevaba la oca para una comida de bautizo.

– Sopésala – prosiguió, sosteniéndola por las alas -; mira lo hermosa que está; la estuvimos cebando durante ocho semanas. Al que coma de este asado le chorreará la grasa por ambos lados de la boca.

– Sí – dijo Juan, sopesando el animal con una mano -, tiene su peso; pero tampoco mi cerdo es grano de anís. Entretanto, el muchacho, que no cesaba de mirar a todas partes, con aire preocupado, dijo:

– Óyeme, mucho me temo que con tu cerdo las cosas no estén como Dios manda. En el último pueblo por el que he pasado acababan de robar un cerdo del establo del alcalde; y no me extrañaría que fuese el que tú llevas. Han despachado gente en su busca, y mal negocio harías si te atrapasen con él; por contento podrías darte si te saliese una temporada a la sombra. El buenazo de Juan sintió miedo:

– ¡Dios mío! – exclamó, y, dirigiéndose al muchacho, le dijo -: Sácame de este apuro; tú sabes más que yo de todo esto. Quédate con el cerdo, y dame, en cambio, la oca.

– Mucho es el riesgo que corro – respondió el mozo, pero no puedo permitir que te ocurra una desgracia por mi culpa.

Y, asiendo de la cuerda, alejóse rápidamente con el cerdo, por un estrecho camino, mientras Juan, libre ya de angustia, seguía hacia su pueblo con la oca debajo del brazo. „Si bien lo pienso – iba diciéndose -, salgo ganando en el cambio. En primer lugar, el rico asado; luego, con la cantidad de grasa que saldrá, tendremos manteca para tres meses; y, finalmente, con esta hermosa pluma blanca me haré rellenar una almohada, en la que dormiré como un príncipe. ¡No se pondrá poco contenta mi madre!.“

Al pasar por el último pueblo topóse con un afilador que iba con su torno y, haciendo rechinar la rueda, cantaba:

„Afilo tijeras con gran ligereza;

donde sopla el viento, allá voy sin pereza.“

Quedóse Juan parado contemplándolo; al cabo, se le acercó y le dijo:

– Os deben de ir muy bien las cosas, pues estáis muy contento mientras le dais a la rueda.

– Sí – respondióle el afilador -, este oficio tiene un fondo de oro. Un buen afilador, siempre que se mete la mano en el bolsillo la saca con dinero. Pero, ¿Dónde has comprado esa hermosa oca?

– No la compré, sino que la cambié por un cerdo.

– ¿Y el cerdo?

– Di una vaca por él.

– ¿Y la vaca?

– Me la dieron a cambio de un caballo.

– ¿Y el caballo?

– ¡Oh!, el caballo lo compré por un trozo de oro tan grande como mi cabeza.

– ¿Y el oro?

– Pues era mi salario de siete años.

– Pues ya te digo yo que has sabido salir ganando con cada cambio – dijo el afilador -. Ya sólo te falta hallar la manera de que cada día, al levantarte, oigas sonar el dinero en el bolsillo, y tu fortuna será completa.

– ¿Y cómo se logra eso? – preguntó Juan.

– Pues haciéndote afilador, como yo; para lo cual, en realidad, no se necesita más que tener un mollejón; lo otro viene por sí mismo. Yo tengo uno que, a la verdad, está algo averiado, pero, vaya, me avendría a cedértelo a cambio de la oca. ¿Qué dices a esto?

– ¿Y me lo preguntáis? – respondió Juan -. Haríais de mí el hombre más feliz de la tierra. Teniendo dinero cada vez que meta la mano en el bolsillo, ¿de qué habré de preocuparme ya? – y, tendiéndole la oca, se quedó con el mollejón. El afilador, cogiendo del suelo un guijarro muy pesado, le dijo:

– Además, te doy esta buena piedra; podrás golpear sobre ella para enderezar los clavos viejos y torcidos.

Llévatela y guárdala cuidadosamente. Cargó Juan con la piedra, y reemprendió su camino con el corazón rebosante de alegría: ¡bien se ve que he nacido con buena estrella! – exclamó -, pues veo colmados todos mis deseos, como si tuviese el don de la adivinación.“ Entretanto, empezó a sentirse fatigado, pues venía andando desde la madrugada; además, lo acuciaba el hambre, ya que en su momento de optimismo, cuando el negocio de la vaca, había liquidado todas sus provisiones. Finalmente, ya no pudo avanzar sino con enorme esfuerzo, deteniéndose a cada momento; sin contar que las piedras le pesaban lo suyo. No podía alejar de sí el pensamiento de lo agradable que habría sido para él no tener que llevarlas. Avanzando como un caracol, arrastróse hasta una fuente, con la idea de descansar junto a ella y beber un buen trago de agua fresca. Para no estropear las piedras al sentarse, las puso cuidadosamente sobre el borde; luego, al agacharse para beber, hizo un falso movimiento y, ¡plum!, las dos piedras se cayeron al fondo. Juan, al ver que se hundían en el agua, pegó un brinco de alegría y, arrodillándose, dio gracias a Dios, con lágrimas en los ojos, por haberle concedido aquella última gracia, y haberlo librado de un modo tan sencillo, sin remordimiento para él, de las dos pesadísimas piedras que tanto le estorbaban.

– ¡En el mundo entero no hay un hombre más afortunado que yo! – exclamó entusiasmado. Y con el corazón ligero, y libre de toda carga, reemprendió la ruta, no parando ya hasta llegar a casa de su madre.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

84. Juan se casa

Hermanos Grimm

Había una vez un joven campesino llamado Juan, a quien un primo suyo se empeñó en buscarle una mujer rica. Hizo poner a Juan detrás del horno bien caliente. Trajo luego un tarro con leche y una buena cantidad de pan blanco y, poniéndole en la mano una reluciente perra gorda recién acuñada, le dijo:

- Juan, no sueltes la perra gorda, y, en cuanto al pan, desmigájalo en la leche. Permanece sentado aquí sin moverte hasta que yo vuelva.

- Muy bien - respondió Juan; - todo lo haré como dices.

El casamentero se puso unos pantalones remendados, llenos de piezas, se fue al pueblo vecino, a casa de un rico labrador que tenía una hija, y dijo a la muchacha:

- ¿No te gustaría casarte con mi primo Juan? Tendrías un marido bueno y diligente. Quedarías satisfecha.

Preguntó entonces el padre, que era muy avaro:

- ¿Y cómo anda de dinero? ¿Tiene su pan que desmigajar?

- Amigo - respondióle el otro, - mi joven primo está bien calentito, tiene en la mano su buen dinerillo, y pan, no le falta. Y tampoco cuenta menos piezas - así llamaban a los campos y tierras parcelados - que yo - y, al decir esto, dióse un golpe en los remendados calzones. - Y si queréis tomaros la molestia de venir conmigo, en un momento podréis convencemos de que todo es tal como os digo.

El viejo avaro no quiso perderse tan buena oportunidad, y dijo:

- Siendo así, nada tengo en contra del matrimonio.

Celebróse la boda el día señalado, y cuando la desposada quiso salir a ver las propiedades de su marido, empezó Juan quitándose el traje dominguero y poniéndose la blusa remendada, pues dijo:

- Podría estropearme el vestido nuevo.

Y se fueron los dos a la campiña, y cada vez que en el camino se veía dibujarse una viña o parcelarse campos o prados, Juan los señalaba con el dedo, mientras con la otra mano se daba un golpe en una de las piezas, grande o pequeña, con que estaba remendada su blusa, y decía:

- Esta pieza es mía, tesoro, mírala - significando que la mujer debía mirar no al campo, sino a su vestido, que era suyo.

- ¿Estuviste tú también en la boda?

- Sí que estuve, y vestido con todas mis galas. Mi sombrero era de nieve, pero salió el sol y lo fundió; mi traje era de telaraña, pero pasé entre unos espinos, que me lo rompieron; mis zapatos eran de cristal, pero al dar contra una piedra hicieron ¡clinc!, y se partieron en dos.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

85. Los niños de oro

Hermanos Grimm

Éranse un hombre y una mujer muy pobres; no tenían más que una pequeña choza, y sólo comían lo que el hombre pescaba el mismo día. Sucedió que el pescador, al sacar una vez la red del agua, encontró en ella un pez de oro, y mientras lo contemplaba admirado, púsose el animal a hablar, y dijo:

- Óyeme, pescador; si me devuelves al agua, convertiré tu pobre choza en un magnífico palacio.

Respondióle el pescador:

- ¿De qué me servirá un palacio, si no tengo qué comer?

Y contestó el pez:

- También remediaré esto, pues habrá en el palacio un armario que, cada vez que lo abras, aparecerá lleno de platos con los manjares más selectos y apetitosos que quedas desear.

- Si es así - respondió el hombre, - bien puedo hacerte el favor que me pides.

- Sí - dijo el pez, - pero hay una condición: No debes descubrir a nadie en el mundo, sea quien fuere, de dónde te ha venido la fortuna. Una sola palabra que digas, y todo desaparecerá.

El hombre volvió a echar al agua el pez milagroso y se fue a su casa. Pero donde antes se levantaba su choza, había ahora un gran palacio. Abriendo unos ojos como naranjas, entró y se encontró a su mujer en una espléndida sala, ataviada con hermosos vestidos. Contentísima, le preguntó:

- Marido mío, ¿cómo ha sido esto? ¡La verdad es que me gusta!

- Sí - respondióle el hombre, - a mí también; pero vengo con gran apetito, dame algo de comer.

- No tengo nada - respondió ella - ni encuentro nada en la nueva casa.

- No hay que apurarse - dijo el hombre; - veo allí un gran armario: ábrelo.

Y al abrir el armario aparecieron pasteles, carne, fruta y vino, que daba gloria verlos. Exclamó entonces la mujer, no cabiendo en sí de gozo:

- Corazón, ¿qué puedes ambicionar aún?

Y se sentaron, y comieron y bebieron en buena paz y compañía. Cuando hubieron terminado, preguntó la mujer:

- Pero, marido, ¿de dónde nos viene toda esta riqueza?

- No me lo preguntes - respondió él -, no me está permitido decirlo. Si lo revelara, perderíamos toda esta fortuna.

- Como quieras - dijo la mujer. - Si es que no debo saberlo, no pensaré más en ello.

Pero su idea era muy distinta, y no dejó en paz a su marido de día ni de noche, fastidiándolo y pinchándole con tanta insistencia que, perdida ya la paciencia, el hombre acabó por revelarle que todo les venía de un prodigioso pez de oro que había pescado y vuelto a poner en libertad a cambio de aquellos favores. Apenas había terminado de hablar, desapareció el hermoso palacio con su armario, y hételos de nuevo en su mísera choza.

El hombre no tuvo más recurso que reanudar su vida de trabajo y salir a pescar; pero quiso la suerte que el mismo pez volviese a caer en sus redes.

- Óyeme - le dijo; - si otra vez me echas al agua, te devolveré el palacio con el armario lleno de guisos y asados; pero mantente firme y no descubras a nadie quién te lo ha dado, o volverás a perderlo.

- Me guardaré muy bien - respondió el pescador, soltando nuevamente al pez en el agua.

Y al llegar a su casa, la encontró otra vez en gran esplendor, y a su mujer, encantada con su suerte. Pero la curiosidad no la dejaba vivir, y a los dos días ya estaba preguntando otra vez cómo había ocurrido aquello y a qué se debía. El hombre se mantuvo firme una temporada; pero, al fin, exasperado por la importunidad de su esposa, reventó y descubrió el secreto; y, en el mismo instante desapareció el palacio, y el matrimonio se encontró en su vieja cabaña.

- Estarás satisfecha - le regañó el marido. - Otra vez nos tocará pasar hambre.

- ¡Ay! - replicó ella. - Prefiero no tener riquezas, si no puedo saber de dónde me vienen; la curiosidad no me deja vivir.

Volvió el hombre a la pesca, y, al cabo de un tiempo - el destino lo tenía dispuesto, - capturó por vez tercera al pez de oro.

- Escúchame - dijo éste, - bien veo que habré de caer siempre en tus manos. Llévame a tu casa y córtame en seis pedazos: dos, los darás a comer a tu esposa; otros dos, a tu caballo, y los dos restantes, los entierras; de todos obtendrás bendiciones.

Hizo el hombre tal como el pez le había indicado, y sucedió que de los dos pedazos que plantara en tierra brotaron dos lirios de oro; la yegua tuvo dos potrillos de oro; y la mujer dio a luz dos niños de oro también.

Crecieron los hijos, altos y hermosos, y con ellos crecieron los lirios y los caballos. Cuando ya fueron mayores, dijeron un día:

- Padre, vamos a montar los caballos de oro y a correr mundo.

Pero él les respondió, con tristeza:

- ¿Qué será de mí, si os marcháis y no tengo noticias de vosotros?

Y dijeron los niños:

- Os quedan los dos lirios de oro. Por ellos sabréis cómo nos van las cosas: Mientras se mantengan frescos y lozanos, gozaremos de buena salud; si se marchitan, es que estaremos enfermos; si mueren, es que también nosotros habremos muerto.

Pusiéronse en camino y llegaron a una hospedería llena de gente que, al ver a los dos niños de oro, empezó a reírse y burlarse de ellos. Al oír uno de los dos hermanos aquellas burlas, se avergonzó y, renunciando a irse por el mundo, regresó a la casa paterna, mientras el otro seguía adelante y llegaba a un gran bosque. Al disponerse a entrar en él, le dijo la gente del lugar:

- No te aventures a atravesarlo, pues está lleno de bandidos y lo pasarás mal; y si ven que eres de oro y tu caballo también, te quitarán la vida.

Pero el mozo, sin arredrarse, exclamó:

- ¡Pues pasaré!

Procuróse pieles de oso, con las cuales se cubrió a sí mismo y al caballo, de modo que no se viese nada del oro, y entró en el bosque, muy confiado. Al poco tiempo oyó un rumor entre las matas, y unas voces de hombres que hablaban entre sí. Dijo una:

- ¡Ahí viene un hombre!

Y respondía otra:

- Déjalo pasar, es un cazador de osos, más pobre y pelado que una rata de sacristía. ¡Qué podríamos sacar de él!

Y de este modo el niño de oro atravesó el bosque sin sufrir ningún daño.

Al llegar un día a un, pueblo, vio a una muchacha tan hermosa, que pensó que no podía haber otra igual. Prendado de ella, fue a su encuentro y le dijo:

- Te amo con todo mi corazón, ¿quieres ser mi esposa?

A la muchacha le gustó también tanto el mozo que, aceptando su ofrecimiento, le respondió:

- Sí, quiero ser tu esposa, y te guardaré fidelidad toda la vida.

Casáronse y estando en plena alegría y regocijo, llegó a casa el padre de la novia, y al ver aquella boda, admirado, preguntó:

- ¿Dónde está el novio?

Le enseñaron el niño de oro, que seguía cubierto con las pieles de oso; el hombre se enfadó mucho:

- ¡Jamás un cazador de osos se casará con mi hija! - exclamó, tratando de matarlo. Su hija se deshizo en súplicas y le dijo:

- Es mi marido y lo quiero de corazón - y, al fin, logró apaciguarlo. Sin embargo, el hombre no lograba quitarse aquella preocupación de la cabeza, y a la mañana siguiente se levantó de madrugada dispuesto a saber si su yerno era un mendigo andrajoso y vulgar. Al entrar en el dormitorio vio en la cama a un apuesto joven, todo él de oro, las pieles de oso esparcidas por el suelo. Retirándose pensó: "¡Qué suerte tuve al reprimir mi cólera; habría cometido un gran disparate!."

Mientras tanto el muchacho soñaba que estaba de cacería, persiguiendo un hermoso ciervo, y al despertarse dijo a su esposa:

- Me voy de caza.

Sintió ella angustia, y le rogó que se quedase a su lado: - Puede ocurrirse una desgracia - le dijo.

Pero él insistió:

- Debo ir, e iré.

Se fue, pues, al bosque, y al poco rato descubrió a cierta distancia un altivo ciervo, igual al que viera en sueños. Apuntóle para disparar, pero el animal pegó un brinco y escapó. El mozo se lanzó en su persecución, saltando fosos y atravesando matorrales, sin detenerse en toda la jornada; pero, al anochecer, el ciervo desapareció. Al mirar el joven a su alrededor, vio que se hallaba frente a una casita, en la que vivía una bruja. La vieja salió a abrir al llamar él a la puerta, y le preguntó:

- ¿Qué buscas tan tarde, en medio de este inmenso bosque?

Dijo él:

- ¿Habéis visto un ciervo?

- Sí - respondió la mujer, - bien conozco al ciervo - y mientras ella hablaba, un perrillo, que había salido también de la casa, ladraba furiosamente al forastero.

- ¡Vas a callarte, maldito perro! - gritó el cazador. - ¡Si no te callas, te pego un tiro!

A lo cual replicó la vieja, colérica:

- ¡Cómo!, ¿a mi perrito te atreverías a matar? - y, en el acto, lo dejó transformado en una piedra. Su esposa estuvo aguardándolo inútilmente, y pensando: "De seguro le ha sucedido lo que me temía; ¡me lo daba el corazón!."

En la casa paterna, el otro hermano no perdía de vista los lirios de oro, y se dio cuenta de que uno se marchitaba bruscamente. "¡Dios mío! - pensó, - a mi hermano le debe haber ocurrido alguna gran desgracia. Tengo que ir en su busca, quizá llegue a tiempo de salvarlo." Su padre le dijo:

- Quédate aquí, pues si también a ti te pierdo, ¿qué podré hacer ya?

Pero el muchacho respondió:

- Es preciso que me marche, es mi deber.

Y, montando en su caballo de oro, púsose en camino y llegó al gran bosque donde su hermano estaba transformado en piedra. La bruja salió de su casa y lo llamó, con intención de encantarlo también a él. Pero el mozo le gritó desde lejos:

- ¡Si no devuelves la vida a mi hermano, te mato de un tiro!

La vieja, a regañadientes, tocó la piedra con el dedo e inmediatamente el hermano recobró su ser natural. Los dos muchachos sintieron una gran alegría al verse y, después de besarse y abrazarse, se alejaron juntos del bosque, dirigiéndose uno a casa de su esposa y el otro a la de su padre. Dijo éste al verlo llegar:

- Ya sabía que habías salvado a tu hermano, pues el lirio de oro se enderezó y vuelve a estar lozano.

Y, desde entonces, vivieron todos contentos y felices hasta el fin de sus días.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

86. La zorra y los gansos

Hermanos Grimm

Llegó un día una zorra a un prado donde había una manada de gansos gordos y hermosos y, echándose a reír, dijo:

- Llego a punto, pues os encuentro a todos reunidos tan lindamente, para merendarme uno tras otro.

Los gansos, asustadísimos, pusieron el grito en el cielo, se alborotaron y se deshicieron en lamentaciones y súplicas. Pero la zorra, cerrando los oídos a sus voces y quejas, dijo:

- ¡No hay piedad, moriréis todos!

Al fin, una de las aves cobró ánimos y suplicó:

- Puesto que, infelices de nosotros, hemos de renunciar a la vida, a pesar de nuestra juventud, concédenos siquiera la gracia de rezar una oración para que no muramos en pecado. Después nos colocaremos en fila para que puedas elegir a los más gordos.

- Bueno - admitió la zorra, - esto es de razón y, además, es una petición piadosa. Orad y aguardaré.

Entonces comenzó el primero a entonar una larga plegaria repitiendo "¡guac! ¡guac! ¡guac!," y, como nunca terminaba, el segundo, sin aguardar su turno, empezó a su vez: "¡guac! ¡guac! ¡guac!," y siguieron luego el tercero y el cuarto, hasta que se pusieron todos a graznar a la vez.

(Y cuando hayan terminado su oración, proseguiremos el cuento, porque hasta ahora siguen rezando.)

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

87. El pobre y el rico

Hermanos Grimm

Hace ya muchísimo tiempo, cuando Dios Nuestro Señor andaba aún por la Tierra entre los mortales, un atardecer se sintió cansado y le sorprendió la oscuridad antes de encontrar albergue. He aquí que encontró en su camino dos casas, una frente a la otra, grande y hermosa la primera, pequeña y de pobre aspecto la segunda. Pertenecía la primera a un rico, y la segunda, a un pobre. Pensó Nuestro Señor: "Para el rico no resultaré gravoso; pasaré, pues, la noche en su casa." Cuando el hombre oyó que llamaban a su puerta, abrió la ventana y preguntó al forastero qué deseaba. Respondióle Nuestro Señor:

- Quisiera que me dierais albergue por una noche,

El rico miró al forastero de pies a cabeza y, viendo que vestía muy sencillamente y no tenía aspecto de persona acaudalada, sacudiendo la cabeza le dijo:

- No puedo alojaros; todas mis habitaciones están llenas de plantas y semillas; y si tuviese que albergar a cuantos llaman a mí puerta, pronto habría de coger yo mismo un bastón y salir a mendigar. Tendréis que buscar acomodo en otra parte.

Y, cerrando la ventana, dejó plantado a Nuestro Señor, el cual, volviendo la espalda a la casa, se dirigió a la mísera de enfrente. Apenas hubo llamado, abrió la puerta el pobre dueño e invitó al viandante a entrar:

- Quedaos aquí esta noche - le dijo -; ha oscurecido ya, y hoy no podríais seguir adelante.

Complacióle esta acogida a Nuestro Señor, y se quedó. La mujer del pobre le estrechó la mano, le dio la bienvenida y le dijo que se considerase en su casa; poco tenían, pero de buen grado se lo ofrecieron. La mujer puso a cocer unas patatas, y, entretanto, ordeñó la cabra, para poder acompañarlas con un poco de leche. Cuando la mesa estuvo puesta, sentóse a ella Nuestro Señor y cenaron juntos, y le agradó aquella vianda tan sencilla, pues se reflejaba el contento en los rostros que lo acompañaban. Terminada la cena, y siendo hora de acostarse, la mujer llamó aparte a su marido y le dijo:

- Escucha, marido, por esta noche dormiremos en la paja, para que el pobre forastero pueda descansar en nuestra cama. Ha caminado durante todo el día y debe de estar rendido.

- Muy bien pensado - respondió el marido -. Voy a decírselo - y, acercándose a Nuestro Señor, ofrecióle la cama, en la que podría descansar cómodamente. Nuestro Señor se resistió, pero ellos insistieron tanto que, al fin, hubo de aceptar y se acostó en ella, mientras el matrimonio lo hacía sobre un lecho de paja.

Levantáronse de madrugada y prepararon para el forastero el desayuno mejor que pudieron. Y cuando el sol asomó por la ventana y Nuestro Señor se hubo levantado, desayunaron los tres juntos, y Nuestro Señor se dispuso a seguir su camino. Hallándose ya en la puerta, volvióse y dijo:

- Puesto que sois piadosos y compasivos, voy a concederos las tres gracias que me pidáis.

Respondió el pobre:

- ¡Qué otra cosa podríamos desear sino la salvación eterna y que, mientras vivamos, no nos falte a los dos salud y un pedazo de pan! ¡Ya no sabría qué más pedir!

Dijo Nuestro Señor:

- ¿No te gustaría tener una casa nueva, en lugar de esta vieja?

- ¡Claro que sí! - contestó el hombre -. Si también esto fuese posible, de veras me gustaría.

Nuestro Señor satisfizo aquellos deseos, transformó la vieja casa en una nueva y se marchó, después de darles su bendición. Ya muy entrado el día, se levantó el rico, y, al salir a la ventana, vio enfrente, en el lugar que ocupara antes la mísera choza, una casa nueva y pulcra, cubierta de tejas rojas. Abriendo unos ojos como naranjas, llamó a su esposa y le dijo:

- ¿Sabes tú lo que ha sucedido? Anoche aún había aquella vieja y mísera barraca, y hoy, ¡fíjate qué casa tan bonita, completamente nueva! A ver si te enteras de lo que ha pasado.

La mujer salió a preguntar al pobre, el cual le dijo:

- Anoche llegó un caminante que nos pidió albergue, y esta mañana, al despedirse, nos ha concedido tres gracias: la salvación eterna, la salud y el pan cotidiano en esta vida y, además, ha transformado nuestra choza en esta hermosa casa.

Apresuróse la mujer del rico a contar a su marido lo ocurrido, y éste, al oírlo, exclamó:

- ¡Es para arrancarse los pelos y darse de bofetadas! ¡Si lo hubiese sabido! El forastero vino antes aquí, pidiéndome que le dejase pasar la noche en casa, y yo lo despedí.

- Pues no pierdas tiempo - díjole la mujer -; monta a caballo y aún lo alcanzarás; debes pedirle también tres gracias.

Siguiendo el consejo de su esposa, partió el hombre a caballo y no tardó en alcanzar a Nuestro Señor. Dirigiéndose a él con toda finura y cortesía, rogóle que no tuviera en cuenta el no haberlo admitido en casa; mientras entró a buscar la llave, él se había marchado; pero si quería rehacer el camino, lo acogería en su casa.

- Bien - díjole Nuestro Señor -. Si algún día vuelvo por estas tierras, lo haré.

Preguntóle entonces el rico si no le quería conceder también tres gracias, como a su vecino. Nuestro Señor le dijo que podía hacerlo, pero valía más que no le pidiera nada, pues sería por su mal. Replicó el rico que él se veía capaz de pensar algo que le conviniese, con tal de saber que le sería concedido. Y dijo Nuestro Señor:

- Vuelve a tu casa y verás realizados tus tres primeros deseos.

El rico, logrado lo que se proponía, emprendió el retorno, cavilando acerca de lo que podría pedir. Ensimismado en sus cavilaciones, soltó las riendas, y el caballo se puso a saltar, cosa que le hacía perder a cada momento el hilo de sus pensamientos.

- ¡Estate quieta, Lisa! - decía, golpeando el cuello del animal; pero éste seguía con sus travesuras. Hasta que el hombre, en un arrebato de mal humor, exclamó:

- ¡Ojalá te rompieses el pescuezo!

Apenas habían salido tales palabras de sus labios cuando se encontró en el suelo, con el caballo inmóvil y muerto a su lado. Quedaba cumplido su primer deseo.

Avaro de natural, el rico no quiso abandonar y perder también la silla y el correaje, y se los cargó a la espalda, para proseguir su camino a pie. "Aún me quedan dos deseos," pensaba, consolándose con estas ideas. Como debía avanzar por un terreno arenoso y el sol caía a plomo, pues era mediodía, el calor empezó a hacérsele insoportable, y andaba de muy mal talante. Le pesaba la silla, y, por otra parte, no acertaba con lo que le sería más conveniente pedir: "Aunque desease todos los tesoros y riquezas de la Tierra - decía para sus adentros -, sé que después se me antojarían otras mil cosas. Así, pues, debo arreglármelas de manera que, al colmarme mi deseo, no pueda ya ambicionar nada más." Y, suspirando, añadió: "¡Si fuese como el campesino bávaro, que pudiendo también pedir tres gracias deseó, primero, mucha cerveza; después, tanta cerveza como fuese capaz de beber, y, finalmente, otro barril de cerveza!." Varias veces creía haber dado en el clavo, pero, inmediatamente, aquello le parecía ya muy poco, hasta que, de pronto, le ocurrió pensar que mientras él estaba pasando todas aquellas fatigas, su mujer, bien arrellanada en su casa en una sala fresca, se daba la gran vida. La idea lo enfureció tanto, que, sin darse cuenta, dijo:

- ¡Ojalá estuviese sentada en esta silla y no pudiese desmontar de ella, en vez de tener que arrastrarla yo tanto rato!

Acabar de pronunciar estas palabras y desaparecer la silla de su espalda fue todo uno; entonces el hombre comprendió que acababa de realizar su segundo deseo. Acalorado y excitado, echó a correr, suspirando por llegar a su casa e instalarse cómodamente en ella para pensar con calma hasta que diese con algo digno de su tercera petición. Pero al llegar a su morada y abrir la puerta, lo primero que vio fue a su mujer sentada en la silla de montar, gritando y llorando porque no podía bajar de ella. Díjole el hombre entonces:

- Cálmate y tranquilízate; aunque tengas que seguir sentada ahí, te proporcionaré todas las riquezas del mundo.

Pero la mujer tratólo de imbécil y le dijo:

- ¡De qué me servirán todas las riquezas del mundo, si no puedo moverme de la silla! ¡Ya que tú me pusiste en ella, sácame ahora!

Y él, quieras que no, hubo de formular por tercer deseo que su esposa pudiese apearse de la silla, y, al instante, quedó cumplida la petición. Como resultado de todo ello, no había sacado más que malos humores, fatigas, insultos y un caballo perdido. Los pobres, en cambio, vivieron contentos y tranquilos hasta su fin, que fue santo y ejemplar.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

88. La alondra cantarina y saltarina

Hermanos Grimm

Érase una vez un hombre que, antes de salir para un largo viaje, preguntó a sus tres hijas qué querían que les trajese. La mayor le pidió perlas; la segunda, diamantes; pero la tercera dijo:

- Padre querido, yo deseo una alondrita que cante y salte.

Respondióle el padre:

- Si puedo encontrarla, la tendrás -y, besando a las tres, se marchó.

Cuando fue la hora de regresar a su casa, tenía ya comprados los diamantes y las perlas para las dos hijas mayores, pero en cuanto a la alondra cantarina y saltarina que le pidiera la menor, no había logrado encontrarla en ningún sitio, y le pesaba, porque aquella hija era su preferida.

He aquí que su camino pasaba por un bosque, en medio del cual levantábase un magnífico palacio, y cerca de él había un árbol. Sucedió que en lo más alto de aquel árbol descubrió nuestro hombre una alondra que estaba cantando y saltando:

- ¡Vienes como llovida del cielo! -exclamó, alegre, y, llamando a un criado suyo, mandóle que subiese a la copa del árbol para coger al pajarillo. Pero al acercarse al árbol, saltó de repente un fiero león, sacudiendo la melena y rugiendo de tal modo, que todo el follaje de los árboles circundantes se puso a temblar.

- ¡Devoraré a quien pretenda robarme mi alondra saltarina y cantarina!

Excusose entonces el hombre:

- Ignoraba que el pájaro fuese tuyo; repararé mi falta y te pagaré un buen rescate en dinero; mas perdóname la vida.

Dijo el león:

- Nada puede salvarte, excepto la promesa de entregarme lo primero que salga a tu encuentro cuando llegues a tu casa. Si te avienes a esta condición, te perdonaré la vida y encima te daré el pájaro para tu hija.

Pero el hombre se negó, diciendo:

- Podría ser mi hija menor, que es la que más me quiere y sale siempre a recibirme cuando vuelvo a casa.

El criado, asustado, le dijo:

- No ha de ser precisamente vuestra hija la que salga a vuestro encuentro; a lo mejor será un gato o un perro.

El hombre se dejó persuadir y, cogiendo la alondra, prometió dar al león lo primero que encontrase al llegar a casa.

Y he aquí que al entrar en su morada, ¿quién había de ser la primera en salir a recibirlo, sino su querida hijita menor? Acudió corriendo a besarlo y abrazarlo, y, al ver que le traía su alondra saltarina y cantarina, no cabía en sí de contento. El padre, empero, en vez de alegrarse, rompió a llorar, diciendo:

- Hijita mía, cara he pagado esta avecilla, pues por ella he debido prometer entregarte a un león salvaje que, cuando te tenga en su poder, te destrozará y devorará -y le contó lo que le había sucedido, pidiéndole que no fuese, pasara lo que pasara. Pero ella lo consoló y le dijo:

- Padre mío, debéis cumplir lo que prometisteis; iré, y estoy segura de que sabré amansar al león y regresaré a vuestro lado sana y salva.

A la mañana siguiente pidió que le indicasen el camino, y, después de despedirse de todos, entró confiada en el bosque. Pero resultó que el león era un príncipe encantado, que durante el día estaba convertido en aquel animal, así como todos sus servidores, y al llegar la noche recobraban su figura humana. Al llegar, la muchachita fue acogida amistosamente y conducida al palacio, y cuando se hizo de noche, viose ante un gallardo y hermoso joven, con el cual se casó con gran solemnidad. Vivieron juntos muy a gusto, velando de noche y durmiendo de día. Al volver a palacio en cierta ocasión, dijo el príncipe:

- Mañana se da una gran fiesta en casa de tu padre, porque se casa tu hermana mayor; si te apetece ir, mis leones te acompañarán.

Respondió ella afirmativamente, diciendo que le agradaría mucho volver a ver a su padre, por lo que emprendió el camino, acompañada de los leones. Fue recibida con grandísimo regocijo, pues todos creían que el león la había destrozado, y que estaba muerta desde hacía mucho tiempo. Pero ella les explicó cuán apuesto marido tenía y lo bien que lo pasaba, y se quedó con los suyos hasta el fin de la boda; luego se volvió al bosque. Al casarse la hija segunda y habiendo sido también invitada la princesa, dijo ésta al león:

- Esta vez no quiero ir sola; tú debes venir conmigo.

Pero su marido le explicó que el hacerlo era en extremo peligroso para él, pues sólo con que le tocase un rayo de luz procedente de un fuego cualquiera, se transformaría en paloma y habría de permanecer siete años volando con estas aves.

- ¡No temas! -exclamó ella-. Ven conmigo. Ya procuraré yo guardarte de todo rayo de luz.

Marcháronse, pues, los dos, llevándose a su hijo de poca edad. La princesa, al llegar a la casa, mandó que enmurallasen una sala, de manera que no pudiese penetrar en ella ni un solo rayo de luz; allí permanecería su esposo mientras estuviesen encendidas las luces de la fiesta. Pero la puerta, que era de madera verde, se rajó, produciéndose una pequeñísima grieta de la que nadie se dio cuenta. Celebróse la ceremonia con toda pompa y magnificencia, y, de regreso a la casa la comitiva, al pasar por delante de la sala con todos sus hachones y velas encendidos, un rayo luminoso, fino como un cabello, fue a dar en el príncipe, quien, en el acto, quedó transformado. Cuando su esposa entró en la estancia a buscarlo, no lo vio en ninguna parte, y sí, en cambio, una blanca paloma. Díjole ésta:

- Por espacio de siete años tengo que estar volando errante por el mundo; pero cada siete pasos dejaré caer una roja gota de sangre y una pluma blanca; ellas te mostrarán el camino, y, si sigues las huellas, podrás redimirme.

Echó la paloma a volar, saliendo por la puerta, y la princesa la siguió, y cada siete pasos caían una gotita de sangre roja y una blanca plumita, que le indicaban el camino. Siguió ella andando por el vasto mundo, sin volverse a mirar atrás ni descansar jamás, y así transcurrieron casi los siete años, con gran alegría suya, pensando que ya no faltaba mucho para su desencanto. Un día, al disponerse a proseguir su camino, de pronto dejaron de caer las gotitas de sangre y las plumas, y, cuando levantó la vista, la paloma había desaparecido. Y pensando: "Los humanos no pueden ayudarme en este trance," subió al encuentro del Sol y le dijo:

- Tú que envías tus rayos a todas las grietas y todas las cúspides, ¿no has visto una paloma blanca?

- No -respondióle el Sol-, no he visto ninguna, pero aquí te regalo una cajita; ábrela cuando te halles en gran necesidad.

Después de dar las gracias al Sol, siguió caminando hasta la noche, y cuando salió la Luna se dirigió a ella y le dijo:

- Tú que brillas durante toda la noche e iluminas campos y bosques, ¿no has visto volar una paloma blanca?.

- No -replicó la Luna-, no la he visto, pero te hago obsequio de un huevo, rómpelo cuando te encuentres en gran necesidad.

Dio las gracias a la Luna, y continuó su camino, hasta que empezó a soplar la brisa nocturna, a la cual se dirigió también, diciéndole:

- Tú que soplas sobre todos los árboles y sobre todas las hojas, ¿no has visto volar una paloma blanca?

- No -respondióle la brisa-, no he visto ninguna, pero preguntaré a los otros tres vientos, tal vez ellos la hayan visto.

Vinieron el de Levante y el de Poniente, pero ninguno había visto nada, y acudió luego el de Mediodía y dijo:

- Yo he visto la paloma blanca, que ha volado hasta el Mar Rojo, donde se ha vuelto a transformar en león, pues han transcurrido los siete años; y allí el león está librando combate con un dragón, pero este dragón es una princesa encantada.

Y luego díjole la brisa nocturna:

- Voy a darte un consejo. Vete al Mar Rojo; en su orilla derecha hay unas grandes varas; cuéntalas y corta la undécima y con ella golpeas al dragón; entonces el león lo vencerá y ambos recobrarán su forma humana. Mira después a tu alrededor y descubrirás el ave llamada grifo, que habita los parajes del Mar Rojo; tú y tu amado os montáis en ella, y el animal os conducirá a vuestra casa, volando por encima del mar. Aquí te doy también una nuez. Cuando te encuentres en medio del mar, suéltala; brotará enseguida y saldrá del agua un gran nogal donde el ave podrá descansar; pues, si no pudiese hacerlo, no tendría la fuerza necesaria para transportaras hasta la orilla opuesta. Si te olvidas de soltar la nuez, el grifo os echará al mar.

Partió la joven princesa y le sucedió todo tal como le dijera la brisa nocturna. Contó las varas del borde del mar, cortó la undécima y, golpeando con ella al dragón, fue éste vencido por el león, y en el acto recuperaron uno y otro sus respectivas figuras humanas. Pero no bien la otra princesa, la que había estado encantada en forma de dragón, quedó libre del hechizo, cogió al joven del brazo, montó con él en el grifo y emprendió el vuelo, quedando la desventurada esposa abandonada nuevamente en un país remoto. En el primer momento se sintió muy abatida y se echó a llorar, pero, al fin, cobró nuevos ánimos y dijo:

- Seguiré caminando, mientras el viento sople y el gallo cante, hasta encontrarlo.

Y recorrió largos, largos caminos, y llegó, por fin, al palacio donde los dos moraban y se enteró de que se preparaban las fiestas de su boda. Díjose ella: "Dios no me abandonará" y, abriendo la cajita que le diera el Sol, vio que había dentro un vestido brillante como el propio Astro. Se lo puso y entró en el palacio, donde todos los presentes, e incluso la misma novia, se quedaron mirándola con asombro y pasmo. El vestido gustó tanto a la prometida, que pensó adquirirlo para su boda, y preguntó a la forastera si lo tenía en venta:

- No por dinero -respondió ella-, sino por carne y sangre.

Preguntóle la novia qué quería significar con aquellas palabras, y ella le respondió:

- Dejadme dormir una noche en el mismo aposento en que duerme el novio.

La princesa se negó al principio, pero deseaba tan ávidamente el vestido, que al fin se avino, aunque ordenó secretamente al ayuda de cámara que administrase un somnífero al príncipe. Llegada la noche, y cuando ya el joven dormía, introdujeron en la habitación a su esposa, quien, sentándose a la vera de la cama, dijo:

- Te estuve siguiendo por espacio de siete años; fui a las mansiones del Sol, de la Luna y de los cuatro vientos a preguntar por ti, y te presté ayuda contra el dragón. ¿Y vas a olvidarme ahora?

Pero el príncipe dormía tan profundamente, que sólo percibió un ligero rumor, como el del viento murmurando entre los abetos del bosque.

A la mañana, la joven fue despedida, después de haber entregado el vestido. Y al ver que tampoco aquello le había servido se dirigió a un prado, llena de tristeza y amargura, se tumbó en el suelo y prorrumpió en amargo llanto. Pero entonces le vino a la memoria el huevo que le había dado la Luna. Lo rompió y apareció una gallina clueca con doce polluelos, todos de oro, que corrían ligeros piando y picoteando, y volvían a refugiarse bajo las alas de la madre, y era un espectáculo como no pudiera imaginarse otro más delicioso en el mundo entero. Levantóse, y los dejó correr por el prado, hasta que la novia los vio desde su ventana y, prendándose de los polluelos, bajó a preguntar si los tenía en venta:

- No por dinero -respondió la joven-, sino por carne, y sangre; déjame pasar otra noche en el aposento donde duerme el novio.

- De acuerdo -asintió la prometida, pensando que la engañaría como la vez anterior. Pero el príncipe, al ir a acostarse, preguntó a su ayuda de cámara qué rumores y murmullos eran aquellos que habían agitado su sueño la otra noche, y entonces el criado le contó todo lo ocurrido. Cómo le habían mandado darle un soporífero porque una pobre muchacha iba a pasar la noche en su aposento, y cómo debía repetir la operación. Díjole el príncipe:

- Vierte el narcótico al lado de la cama.

Fue introducida nuevamente su esposa, y cuando se puso a darle cuenta de su triste suerte, reconociéndola él por la voz, se incorporó y exclamó:

- ¡Ahora sí que estoy desencantado! Todo esto ha sido como un sueño, pues la princesa forastera me hechizó y me obligó a olvidarte, pero Dios viene a librarme a tiempo de mi ofuscación.

Y los dos esposos se marcharon en secreto del palacio al amparo de la oscuridad, pues temían la intervención del padre de la princesa, que era brujo, y, montaron en el ave grifo, que los llevó a través del Mar Rojo; y, al llegar a la mitad, la esposa soltó la nuez. Enseguida salió del seno de las olas un poderoso nogal, en cuya copa se posó el ave a descansar, y luego los llevó a su casa, donde encontraron a su hijo, crecido y hermoso, y vivieron ya felices hasta el día de su muerte.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

89. Falada: El caballo prodigioso y la pastora de ocas

Hermanos Grimm

Vivía una vez una reina anciana, viuda desde hacía muchos años, la cual tenía una hermosa hija.

Cuando ésta fue crecida, la prometieron a un príncipe de un país muy lejano.

Llegada la época en que debían celebrarse las bodas, y cuando la joven se disponía a partir a lejanas tierras, la buena anciana llenó sus baúles de objetos preciosos de oro y de plata, de copas y de joyas, en fin, de todo lo que convenía para una regia dote, porque amaba a su hija de todo corazón.

También le dio una criada que debía acompañarla y entregarla a su prometido.

A cada una les dio un caballo para hacer el viaje; pero el de la Princesa sabía hablar, y se llamaba Falada.

Llegada la hora de la despedida, la anciana madre entró en su dormitorio y, cogiendo un cuchillo, se hirió en los dedos; luego dejó caer tres gotas de sangre sobre un pedacito de lienzo blanco, y dándoselo a la hija le dijo:

—Hija mía, guárdalo bien; te hará falta en el camino.

Llenas de tristeza se despidieron. El lienzo se lo metió la Princesa en el pecho, subió al caballo y partió.

Al cabo de una hora de marcha sintió mucha sed y dijo a su doncella:

—Bájate y sácame agua del arroyo con la copa que has traído para mí. Quisiera beber agua.

—Si tenéis sed—dijo la doncella, bajad vos misma, acercaos al agua y bebed: yo no quiero ser vuestra criada.

Entonces la Princesa, como tenía tanta sed, se bajó del caballo y arrodillándose a la orilla, se inclinó sobre el agua y bebió en la mano, porque la doncella no la dejó beber en la copa de oro. Y la Princesa dijo:

—¡Dios mío!

Y las tres gotas de sangre contestaron:

—Si tu madre supiera esto, el corazón se le partiría.

Pero la real prometida era humilde, y sin decir una palabra subió otra vez al caballo.

Así siguieron unas cuantas leguas: pero era un día de mucho calor, el sol quemaba, y pronto volvió a tener sed. Y como pasaban junto a un río dijo otra vez a su doncella:

«Bájate y dame de beber en mi copa de oro », porque ya se le había olvidado la mala respuesta que le diera antes.

La doncella contestó aún con más soberbia:

—Si queréis beber, bebed en la mano; yo no quiero ser vuestra criada. Muerta de sed la Princesa, bajó del caballo, e inclinándose sobre el agua, lloraba y decía:

—¡Dios mío!

Y las gotas de sangre contestaron de nuevo:

—Si tu madre supiera esto, el corazón se le partiría,

Mientras bebía se inclinó tanto, que se le cayó el trapito del seno, y el agua se lo llevó sin que ella lo notara.

Pero la doncella lo había visto, y se alegró de tener poder sobre la prometida que como había perdido las tres gotas de sangre, era débil.

Cuando la Princesa quiso subirse a su caballo, llamado Falada, dijo la doncella:

Falada será mi cabalgadura y tú montarás mi jumento.

Y la Princesa no tuvo más remedio que obedecerla.

Luego la doncella le mandó que se quitase los vestidos regios y se pusiera los suyos y, por último, la hizo jurar que en la corte no diría nada a nadie; a lo cual se sometió porque, de no haber hecho el juramento, la habría matado. Pero Falada lo vio todo.

La doncella montó sobre Falada, y la verdadera prometida sobre el mal pollino, y continuaron su camino hasta que por fin llegaron al palacio real. Allí produjo inmensa alegría su llegada. El Príncipe, corriendo a su encuentro, ayudó a la doncella a bajarse del caballo, creyendo que era su prometida, y le hicieron subir la escalera, mientras que a la verdadera Princesa la dejaron en el patio.

Entonces el viejo Rey, mirando por la ventana, reparó en ella, y como era tan delicada y hermosa, al entrar en el aposento regio preguntó a la novia quién era la que había ido acompañándola y que estaba en el patio.

—Me la he traído para que me acompañe; dad algo que hacer a esta criada para que no esté desocupada.

Pero el anciano Rey no tenía trabajo para ella y dijo:

—Tengo un muchachito que me guarda los gansos; que le ayude.

Y la verdadera prometida tuvo que ayudar a guardar los gansos al muchacho que se llamaba Conrado.

Poco después la falsa prometida, dijo al Príncipe: —Querido esposo, os ruego que me hagáis un favor.

El respondió: —Con mucho gusto. —Mandad cortar la cabeza al caballo que me ha traído, porque me ha dado muchos disgustos por el camino.

Le pedía esto porque tenía miedo de que el caballo hablara y dijera lo que ella había hecho con la Princesa.

Quedó, pues, decidido que matarían a Falada; pero llegó a noticia de la verdadera Princesa, que en secreto prometió una moneda al verdugo si éste le hacía un pequeño favor.

En la población había una puerta grande y sombría, por donde ella tenía que pasar con sus gansos por la mañana y por la noche; debajo de aquella puerta le dijo que clavase la cabeza de Falada, para que pudiera verla todos los días.

El verdugo dio palabra de hacerlo; cortó la cabeza al caballo y la clavó debajo de la puerta sombría.

Por la mañana temprano la Princesa, al pasar con Conrado por debajo de la puerta, dijo:

—¡Oh Falada, que estás aquí colgado! Y la cabeza contestó:

—¡Oh Princesa, si tu madre supiera esto, se le partiría el corazón! Entonces salió tranquilamente de la ciudad y fue a guardar los gansos en el campo. Llegados al prado, la Princesa se sentó y se soltó los cabellos, que eran de oro puro: Conrado al verlos tan hermosos, quiso arrancarle algunos.

Pero ella dijo:

¡Viento, sal llévate el sombrero de Conrado, y hazle correr hasta que me peine!

Se levantó un aire muy fuerte, que se llevó el sombrero de Conrado y le hizo correr tras él por todos los campos. Cuando volvió ya se había peinado y hecho las trenzas de manera que el muchacho no pudo coger ningún cabello. Conrado se enfadó y no habló con ella. Así continuaron cuidando los gansos hasta que volvieron a casa por la noche.

A la mañana siguiente al pasar por la puerta sombría, dijo la joven:

¡Oh Falada, que estás clavado aquí!

Ya en el campo la Princesa volvió a sentarse en el prado y empezó a peinarse. Conrado alargó la mano para coger las trenzas; pero ella dijo apresuradamente:

— ¡Viento, sal, llévate el sombrero de Conrado, y hazle correr hasta que me haga la trenza!

Y sopló el viento y se llevó el sombrero e hizo correr a Conrado. Cuando éste volvió, hacía rato que la Princesa se había peinado. No pudo cogerle ningún cabello, y siguieron guardando los gansos hasta la noche.

Pero cuando llegaron a casa fue Conrado al viejo Rey y le dijo:

— No quiero guardar más los gansos con esta muchacha.

— ¿Por qué? — preguntó el monarca.

— Porque me hace rabiar todo el día.

Entonces el Rey mandó que le contase cómo le iba con ella y Conrado le dijo:

— Por la mañana siempre que pasamos con nuestra manada por la puerta sombría, donde está colgada del muro una cabeza de caballo, le dice:

— ¡Oh Falada, que estás aquí colgado!

— ¡Oh Princesa, si tu madre supiera esto, se le partiría el corazón!

Así siguió contando Conrado lo que solía pasar en el prado y cómo tenía que correr tras el sombrero.

El viejo Rey, le mandó salir de nuevo a la mañana siguiente. El también salió, y sentándose detrás de la puerta, oyó como ella hablaba con la cabeza de Falada, luego la siguió al campo y se escondió tras un arbusto del prado.

Entonces vio con sus propios ojos cómo la muchacha se sentó y se soltó los cabellos resplandecientes y decía:

—¡Viento, sal, llévate el sombrero de Conrado y hazla correr hasta que me haga las trenzas!

Y sopló un viento muy fuerte que se llevó el sombrero de Conrado, el cual tuvo que correr tras él, y la muchacha se peinó e hizo sus trenzas. Todo lo vio el viejo Rey.

Éste se marchó luego, sin ser visto, y cuando por la noche volvió la muchacha, el Rey la llamó y le preguntó por qué hacía todo aquello.

—No puedo decíroslo, ni tampoco contar mi pena a nadie, porque así lo he jurado ante el Cielo; si no, me habrían matado.

El Rey insistió mucho y no la dejaba en paz; pero no pudo sacarle nada. Entonces dijo:

—Si no quieres decirme nada, cuéntale tus penas a esa estufa. Y se marchó.

La joven entró en la estufa, comenzó a llorar y dijo:

—Aquí estoy abandonada de todos, y, sin embargo, soy princesa. Una doncella falaz me ha traído a viva fuerza, me ha quitado los vestidos regios, ha tomado mi puesto al lado de mi prometido, y yo tengo que servir guardando gansos. ¡Si mi madre lo supiera, se le partiría el corazón!

Pero el viejo Rey estaba al otro lado de la estufa oyendo lo que decía. Luego entró de nuevo, la hizo salir de la estufa y mandó ponerle regias vestiduras, con lo cual parecía una maravilla de hermosura.

El viejo Rey llamó a su hijo y le declaró que tenia por novia a quien no era tal, sino una criada, y que la verdadera era la que había guardado gansos.

El joven Rey se alegró de todo corazón al ver su hermosura y su virtud.

Se dio luego un gran banquete, al cual convidaron a muchas personas. A la cabecera estaba sentado el novio, la Princesa a un lado y al otro la criada, que estaba como ciega y no conocía en su esplendor a la Princesa.

Al terminar la fiesta, el viejo Rey propuso un acertijo a la doncella para que lo resolviera, preguntándole qué pena merecía la que había engañarlo al amo del modo que refirió, contando lo sucedido. La falsa novia respondió:

—Merece que desnuda la echen en un cubo lleno de clavos, y que dos caballos la arrastren por todas las calles hasta que muera.

—Esa eres tú— dijo el viejo Rey. —Ya has encontrado tu propia sentencia, con arreglo a la cual eres juzgada.

Hecho esto, se casó el joven Rey con su verdadera esposa, y ambos gobernaron el reino en paz y ventura para todos.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

90. El joven gigante

Hermanos Grimm

Un campesino tenía un hijo que no abultaba más que el dedo pulgar; no había manera de hacerlo crecer, y, al cabo de varios años, su talla no había aumentado ni el grueso de un cabello. Un día en que el campesino se disponía a marcharse al campo para la labranza, díjole el pequeñuelo:

- Padre, déjame ir contigo.

- ¿Tú, ir al campo? - replicó el padre. - Quédate en casa; allí no me servirías de nada y aún correría el riesgo de perderte.

Echóse el pequeño a llorar, y, al fin, el campesino, para que lo dejara en paz, metióselo en el bolsillo y se lo llevó. Al llegar al campo, lo dejó sentado en un surco recién abierto. Mientras estaba allí, acercóse un enorme gigante que venía de allende los montes.

- ¿Ves aquel gigantón de allí? - dijo el padre al niño, para asustarlo. - Pues vendrá y se te llevará.

En dos o tres zancadas de sus larguísimas piernas, el gigante llegó ante el surco. Levantó cuidadosamente al pequeño con dos dedos, lo contempló un momento y se alejó con él, sin pronunciar una palabra. El padre, paralizado de espanto, no pudo ni emitir un grito y consideró perdido a su hijo, sin esperanza de volverlo a ver en su vida.

El gigante se llevó al pequeñuelo a su mansión y le dio de mamar de su pecho, con lo que el chiquitín creció, tanto en estatura como en fuerzas, cual es propio de los gigantes. Transcurridos dos años, el viejo gigante lo llevó al bosque y, para probarlo, le dijo:

- Arranca una vara.

El niño era ya tan robusto, que arrancó de raíz un arbolillo como quien no hace nada, pero el gigante pensó: "Ha de hacerse más fuerte," y volvió a llevarlo a su casa y continuó amamantándolo durante otros dos años. Al someterlo nuevamente a prueba, la fuerza del mozo había aumentado tanto, que ya fue capaz de arrancar de raíz un viejo árbol. Sin embargo, no se dio por satisfecho todavía el gigante, y lo amamantó aún por espacio de otros dos años, al cabo de los cuales volvió al bosque, y le ordenó:

- Arráncame ahora una vara de verdad.

Y el joven extrajo del suelo el más fornido de los robles, con una ligereza tal que no parecía sino que bromeaba.

- Ahora está bien - díjole el gigante; - has terminado el aprendizaje - y lo devolvió al campo en que lo encontrara. En él estaba su padre guiando el arado, y el joven gigante fue a él y le dijo:

- ¡Mirad, padre, qué hombrón se ha vuelto vuestro hijo!

El labrador, volviéndose, exclamó asustado:

- ¡No, tú no eres mi hijo! ¡Nada quiero de ti! ¡Márchate!

- ¡Claro que soy vuestro hijo; dejadme trabajar; sé arar tan bien como vos o mejor!

- ¡No, no! Tú no eres mi hijo, ni sabes arar. ¡Anda, márchate de aquí!

Pero como aquel gigante le daba miedo, dejóle el arado y fue a sentarse al borde del campo. Empuñó el hijo el arado con una sola mano, y lo hincó con tal fuerza que la reja se hundió profundamente en el suelo. El campesino no pudo contenerse y le gritó:

- No hay que apretar tan fuerte para arar; es una mala labor la que estás haciendo.

Pero el joven, desunciendo los caballos y poniéndose a tirar él mismo del arado, dijo:

- Vete a casa, padre, y di a mi madre que prepare una buena comida; yo, mientras tanto, terminaré la faena.

Fuese el campesino y encargó a su mujer que preparase la comida, y, entretanto, el mozo aró todo el campo, que medía dos yugadas, sin ayuda de nadie, tras lo cual lo rastrilló por entero, manejando dos rastras a la vez. Cuando hubo terminado, arrancó dos robles del bosque, se los echó al hombro, y puso aún encima una rastra y un caballo delante, y otra rastra y otro caballo detrás; y como si todo junto no fuese más que un haz de paja, llevólo a la casa paterna. Al entrar en la era, su madre, no reconociéndolo, preguntó:

- ¿Quién es ese hombrón tan terrible?

Y respondióle su marido:

- Es nuestro hijo.

- No, no es posible que sea nuestro hijo; jamás tuvimos uno así; el nuestro era muy chiquitín. - Y gritóle: - ¡Márchate, aquí no te queremos!

El mozo, sin chistar, llevó los caballos al establo, echóles heno y avena, y lo arregló como es debido. Cuando estuvo listo, entró en la casa y, sentándose en el banco, dijo:

- Madre, tengo mucho apetito; ¿estará pronto la comida?

- Sí - respondió ella, - y sirvióle dos grandes fuentes repletas, con las que ella y su marido se habrían hartado para ocho días. Pero el joven se lo zampó todo y preguntó si podía darle algo más.

- No - respondióle la madre, - te di todo lo que había en casa.

- Esto sólo me sirve para abrirme el apetito; necesito más.

Ella, no atreviéndose a contradecirlo, salió a poner al fuego una gran artesa llena de comida y, cuando ya estuvo cocida, la entró al mozo.

- Bueno, aquí hay, por lo menos, un par de bocados - dijo éste, y se lo comió todo sin dejar miga; pero tampoco bastaba para aplacarle el hambre, y dijo entonces:

- Padre, bien veo que en vuestra casa nunca me hartaré. Si me traéis una barra de hierro bastante gruesa para que no pueda romperla con la rodilla, me marcharé a correr mundo.

Alegróse el campesino, enganchó los dos caballos al carro y fuese a casa del herrero en busca de una barra tan grande y gruesa como pudieran transportar los animales. El joven se la aplicó contra la rodilla y ¡crac!, la quebró en dos como si fuese una estaca, y tiró los trozos a un lado. Enganchó entonces el padre cuatro caballos y volvió con otra barra tan grande y gruesa como los animales pudieron acarrear; pero el hijo la dobló también y, arrojando los fragmentos, dijo:

- No sirve, padre; tenéis que poner más caballos y traer una barra más fuerte.

Enganchó entonces el campesino ocho caballos, y trajo a casa una tercera barra, tan grande y gruesa como los animales pudieron transportar. El hijo la cogió en la mano, rompió un pedazo de un extremo, y dijo:

- Padre, bien veo que no podéis darme el bastón que necesito. No quiero continuar aquí.

Marchóse con intención de colocarse como oficial herrero. Llegó a un pueblo, donde habitaba un herrero muy avaro, que todo lo quería para sí y nada para los demás. Presentósele el mozo y le preguntó si necesitaba un oficial.

- Sí - respondió el herrero, y, considerándolo de pies a cabeza, pensó: "Es un mozo fornido; manejará bien el martillo y se ganará su pan."

- ¿Cuánto pides de salario? - le preguntó.

- Nada - respondió el mozo, - sólo cada quince días, cuando pagues a los demás trabajadores, yo te daré dos puñetazos y tú los aguantarás.

El herrero se declaró conforme, pensando en el mucho dinero que se ahorraría. A la mañana siguiente, el nuevo oficial se puso a la faena; cuando el maestro le trajo la barra al rojo, del primer martillazo partióse el hierro en dos pedazos, volando por los aires, y el yunque se clavó en el suelo, tan profundamente que no hubo medio de volver a sacarlo. Enfadóse el avaro, y exclamó:

- Tú no me sirves; golpeas con demasiada rudeza. ¿Qué te debo por este solo golpe?

- Sólo quiero darte un golpecito, nada más - respondió el muchacho, y alzando un pie, de una patada lo envió volando al otro lado de cuatro carretas de heno. Eligiendo después la más recia de las barras de hierro que había en la herrería, cogióla como bastón y se marchó.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

91. El gnomo

Hermanos Grimm

Vivía una vez un rey muy acaudalado que tenía tres hijas, las cuales salían todos los días a pasear al jardín. El Rey, gran aficionado a toda clase de árboles hermosos, sentía una especial preferencia por uno, y a quien tomaba una de sus manzanas lo encantaba, hundiéndolo a cien brazas bajo tierra.

Al llegar el otoño, los frutos colgaban del manzano, rojos como la sangre. Las princesas iban todos los días a verlos, con la esperanza de que el viento los hiciera caer; pero jamás encontraron ninguno, aunque las ramas se inclinaban hasta el suelo, como si fueran a quebrarse por la carga. He aquí que a la menor de las hermanas le entró un antojo de probar la fruta, y dijo a las otras:

- Nuestro padre nos quiere demasiado para encantarnos; esto sólo debe de hacerlo con los extraños.

Agarró una gran manzana, le hincó el diente y exclamó, dirigiéndose a sus hermanas:

- ¡Oh! ¡Probadla, queridas mías! En mi vida comí nada tan sabroso.

Las otras mordieron, a su vez, el fruto, y en el mismo momento se hundieron las tres en tierra, y ya nadie supo más de ellas.

Al mediodía, cuando el padre las llamó a la mesa, nadie pudo encontrarlas por ninguna parte, aunque las buscaron por todos los rincones del palacio y del jardín. El Rey, acongojadísimo, mandó pregonar por todo el país que quien le devolviese a sus hijas se casaría con una de ellas.

Fueron muchos los jóvenes que salieron en su busca, pues todo el mundo quería bien a las doncellas, por lo cariñosas que siempre se habían mostrado y, además, porque las tres eran muy hermosas. Partieron también tres cazadores, los cuales, al cabo de ocho días de marcha, llegaron a un gran palacio con magníficos aposentos. En uno de ellos encontraron una mesa puesta con apetitosas viandas, tan calientes que aún despedían vapor, pese a que en todo el palacio no aparecía un alma viviente. Estuvieron ellos aguardando por espacio de medio día, y las viandas seguían sin enfriarse, hasta que al fin, hambrientos los cazadores, se sentaron a la mesa y comieron de lo que había en ella. Acordaron luego en quedarse a vivir en el castillo y en echar suertes con objeto de que, quedándose uno en él, salieran los otros dos en busca de las princesas. Así hicieron, y tocó al mayor quedarse; por tanto, los dos menores se pusieron en camino al día siguiente.

A mediodía se presentó un diminuto hombrecito, que pidió un pedacito de pan. El cazador cortó una rebanada del que había encontrado y la ofreció al hombrecito, pero éste la dejó caer al suelo y rogó al otro que la recogiera y se la diese. El mozo, complaciente, se inclinó, y entonces el enano, tomando un palo y agarrándolo por los cabellos, le propinó unos fuertes garrotazos. Al día siguiente le tocó el turno de quedarse en casa al segundo, y le pasó lo mismo. Cuando, al anochecer, llegaron al palacio los otros dos, dijo el mayor:

- ¿Qué tal lo has pasado?

- Pues muy mal - respondió el otro, y se contaron mutuamente sus percances; sin embargo, nada dijeron al menor, a quien no querían, y lo llamaban tonto, porque era un alma bendita.

Al tercer día se quedó el menor en el castillo, y, presentándose también el hombrecito, pidiéndole un pedazo de pan. Al dárselo el muchacho, lo dejó caer como de costumbre y le rogó se lo recogiese. Pero el muchacho le replicó:

- ¡Cómo! ¿No puedes recogerlo tú mismo? Si tan poco trabajo quieres darte para ganarte la comida, no mereces que te la den. Enojado el hombrecito, lo intimido a obedecerle; pero el otro, ni corto ni perezoso, agarró al enano y lo golpeó de lo lindo. El hombrecito se puso a gritar:

- ¡Basta, basta, suéltame! Te diré dónde están las tres princesas.

Al oír esto, el muchacho interrumpió el vapuleo, y el enano le contó que era un gnomo, un espíritu de la Tierra, y como él había más de mil. Le dijo que fuese con él, y le indicaría dónde se encontraban las hijas del Rey. Llevándolo ante un profundo pozo sin agua, le dijo que sabía que sus compañeros no lo querían y que, si deseaba rescatar a las princesas, debía hacerlo él solo. Sus dos hermanos también lo pretendían, pero sin someterse a fatiga ni peligro alguno. Para desencantarlas era preciso que se proveyese de una gran cesta, su cuchillo de monte y una campanilla, y, así dotado de lo necesario, debía bajar al fondo del pozo. Allí encontraría tres habitaciones, en cada una de las cuales vivía una princesa, ocupada en rascar las cabezas de un dragón, que tenía muchas. Él debería cortarle las cabezas.

Cuando el hombrecito le ha revelado todo esto, desapareció. Al anochecer regresaron los dos hermanos y le preguntaron cómo había pasado el día.

- ¡Muy bien! - respondió él. - No he visto un alma, excepto a mediodía, en que se me presentó un hombrecito y me pidió un pedazo de pan. Al dárselo, él lo dejo caer y me pidió que se lo recogiese. Yo me negué; él me amenazó; yo no lo consentí, le sacudí de lo lindo. Entonces, el enano me reveló dónde se encontraban las princesas.

Al oír el relato, los hermanos se pusieron furiosos, pálidos y verdes de cólera. A la mañana siguiente fueron los tres al pozo y echaron suertes sobre quién se metería primero en la cesta. Tocó al mayor, quien, agarrando la campanilla, dijo:

- Cuando la haga sonar, súbanme rápidamente.

Apenas había descendido unas pocas brazas, se escuchó arriba el son de la campanilla, por lo que los dos se apresuraron en subirlo. Con el segundo ocurrió lo mismo, y, tocándole luego al tercero, se hizo bajar hasta el fondo. Saliendo entonces de la cesta y empujando su cuchillo de monte, se avecinó a la primera puerta y pegó el oído a ella, oyendo cómo el dragón roncaba ruidosamente. Abrió con cautela la puerta y vio a una de las princesas ocupada en acariciar las nueve cabezas de un dragón, apoyadas en su regazo. Empuñando el cuchillo, las cortó todas de una sola cuchillada, y la princesa, poniéndose de pie de un salto, se arrojó a su cuello y lo besó con todo su corazón; luego, quitándose un dije de oro viejo que llevaba sobre el pecho, lo colgó del cuello de su libertador. Pasó entonces el joven al recinto de la segunda princesa y la desencantó también, después de matar a un dragón de siete cabezas. Y, finalmente, salvó a la tercera princesa, condenada a acariciar un dragón de cuatro cabezas. Y ahí tienen a las tres hijas del Rey preguntándose mil cosas, abrazándose y besándose una y mil veces. Mientras tanto, el joven suena la campanilla, hasta que, por fin, lo escucharon los de arriba. Hizo subir entonces a las tres princesas, una tras otra; pero cuando le tocó el turno a él, le vinieron a la mente las palabras del gnomo, o sea, que sus hermanos querían jugarle una mala treta. Tomó una gruesa piedra y la cargó en la cesta; y, en efecto, al llegar ésta a la mitad del pozo, cortaron los hermanos la cuerda, y la cesta con la piedra cayeron al fondo.

Creyendo los malvados que ya el menor estaba muerto, se marcharon con las tres hijas del Rey, obligándolas antes a jurar que dirían a su padre que los dos hermanos mayores las habían salvado. Y así, presentándose ante el Rey, pidió cada uno de ellos la mano de una princesa.

Entretanto, el más joven de los hermanos cazadores vagaba tristemente por los tres aposentos, temiendo que habría de morir allí. Vio una flauta que colgaba de una pared y se preguntó:

- ¿Por qué estará aquí? ¿Quién puede sentirse alegre en estos lugares?

Y, mirando las cabezas de los dragones, dijo: - Tampoco ustedes pueden servirme para nada. - Y, así, siguió paseando de arriba abajo, muchísimas veces, que el pavimento quedó completamente liso. Cambiando, al fin, de ideas, descolgó la flauta de la pared y se puso a tocar una melodía, y he aquí que de repente se le presentaron un número incontable de gnomos; y a cada nueva tonada llegaban más. Y así siguió tocando, hasta que la habitación estuvo atestada de ellos. Le preguntaron qué deseaba, y él respondió que su deseo era volver a la superficie, a la luz del día. Entonces, tomándole cada uno por un cabello, remontaron el vuelo y lo subieron a la tierra. Ya en ella, corrió el joven al palacio, donde se estaban preparando las fiestas de la boda de una princesa, y entró en la sala en que el Rey se hallaba reunido con sus hijas. Al verlo las doncellas cayeron sin sentido, y el Rey, furioso, mandó que se le encerrase en una prisión, creyendo que había causado algún daño a sus hijas. Pero, al volver éstas en sí, rogaron a su padre que lo pusiera en libertad; al preguntarles el Rey el motivo de su petición, ellas respondieron que les estaba vedado revelarlo. Les dijo entonces el padre que lo contasen a la chimenea; él salió de la pieza, aplicó el oído a la puerta, y de este modo se enteró de lo sucedido. Hizo ahorcar a los dos perversos hermanos y concedió al menor la mano de una de las princesas. Y yo me puse un par de zapatos de cristal, di contra una piedra, oí "¡clinc!" y se partieron en dos.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

92. El rey de la montaña de oro

Hermanos Grimm

Un comerciante tenía dos hijos, un niño y una niña, tan pequeños que todavía no andaban. Dos barcos suyos, ricamente cargados, se hicieron a la mar; contenían toda su fortuna, y cuando él pensaba realizar con aquel cargamento un gran beneficio, llególe la noticia de que habían naufragado, con lo cual, en vez de un hombre opulento, convirtióse en un pobre, sin más bienes que un campo en las afueras de la ciudad.

Con la idea de distraerse en lo posible de sus penas, salió un día a su terruño y, mientras paseaba de un extremo a otro, acercósele un hombrecillo negro y le preguntó el motivo de su tristeza, que no parecía sino que le iba el alma en ella. Respondióle el mercader:

- Te lo contaría si pudieses ayudarme a reparar la desgracia.

- ¡Quién sabe! - exclamó el enano negro -. Tal vez me sea posible ayudarte.

Entonces el mercader le dijo que toda su fortuna se había perdido en el mar y que ya no le quedaba sino aquel campo.

- No te apures - díjole el hombrecillo -. Si me prometes que dentro de doce años me traerás aquí lo primero que te toque la pierna cuando regreses ahora a tu casa, tendrás todo el dinero que quieras.

Pensó el comerciante: "¿Qué otra cosa puede ser, sino mi perro?," sin acordarse ni por un instante de su hijito, por lo cual aceptó la condición del enano, suscribiéndola y sellándola.

Al entrar en su casa, su pequeño sintióse tan contento de verlo, que, apoyándose en los bancos, consiguió llegar hasta él y se le agarró a la pierna. Espantóse el padre, pues, recordando su promesa, dióse ahora cuenta del compromiso contraído. Pero al no encontrar dinero en ningún cajón ni caja, pensó que todo habría sido una broma del hombrecillo negro. Al cabo de un mes, al bajar a la bodega en busca de metal viejo para venderlo, encontró un gran montón de dinero. Púsose el hombre de buen humor, empezó a comprar, convirtiéndose en un comerciante más acaudalado que antes y se olvidó de todas sus preocupaciones.

Mientras tanto, el niño había crecido y se mostraba muy inteligente y bien dispuesto. A medida que transcurrían los años crecía la angustia del padre, hasta el extremo de que se le reflejaba en el rostro. Un día le preguntó el niño la causa de su desazón, y aunque el padre se resistió a confesarla, insistió tanto el hijo que, finalmente, le dijo que, sin saber lo que hacía, lo había prometido a un hombrecillo negro a cambio de una cantidad de dinero; y cuando cumpliese los doce años vencía el plazo y tendría que entregárselo, pues así lo había firmado y sellado. Respondióle el niño:

- No os aflijáis por esto, padre; todo se arreglará. El negro no tiene ningún poder sobre mí.

El hijo pidió al señor cura le diese su bendición, y, cuando sonó la hora, se encaminaron juntos al campo, donde el muchachito, describiendo un círculo en el suelo, situóse en su interior con su padre. Presentóse a poco el hombrecillo y dijo al viejo:

- ¿Me has traído lo que prometiste?

El hombre no respondió, mientras el hijo preguntaba:

- ¿Qué buscas tú aquí?

A lo que replicó el negro:

- Es con tu padre con quien hablo, no contigo.

Pero el muchacho replicó:

- Engañaste y sedujiste a mi padre -, dame el contrato.

- No - respondió el enano -, yo no renuncio a mi derecho.

Tras una larga discusión, convinieron, finalmente, en que el hijo, puesto que ya no pertenecía a su padre, sino al diablo, embarcaría en un barquito anclado en un río que corría hacia el mar; el padre empujaría la embarcación hacia el centro de la corriente y abandonaría al niño a su merced. Despidióse el niño de su padre y subió al barquichuelo, y su propio padre tuvo que impulsarlo con el pie. Volcó el barco, quedando con la quilla para arriba y la cubierta en el agua. El padre, creyendo que su hijo se había ahogado, regresó tristemente a su casa y lo lloró durante largo tiempo.

Pero el barquito no se había hundido, sino que siguió flotando suavemente, con el mocito a bordo, hasta que, al fin, quedó varado en una orilla desconocida. Desembarcó el muchacho, y, viendo un hermoso palacio, encaminóse a él sin vacilar. Pero al pasar la puerta vio que era un castillo encantado. Recorrió todas las salas, mas todas estaban desiertas, excepto la última, donde había una serpiente enroscada. La serpiente era, a su vez, una doncella encantada que, al verlo, dio señales de gran alegría y le dijo:

- ¿Has llegado, libertador mío? Durante doce años te he estado esperando; este reino está hechizado y tú debes redimirlo.

- ¿Y cómo puedo hacerlo? - preguntó él.

- Esta noche comparecerán doce hombres negros, que llevan cadenas colgando, y te preguntarán el motivo de tu presencia aquí; tú debes mantenerte callado, sin responderles, dejando que hagan contigo lo que quieran. Te atormentarán, golpearán y pincharán, tú, aguanta, pero no hables, a las doce se marcharán. La segunda noche vendrán otros doce, y la tercera, veinticuatro, y te cortarán la cabeza; pero a las doce su poder se habrá terminado, y si para entonces tú has resistido y no has pronunciado una sola palabra, yo quedaré desencantada. Vendré con un frasco de agua de vida, te rociaré con ella y quedarás vivo y sano como antes.

- Te rescataré gustoso - respondió él.

Y todo sucedió tal y como se le había predicho. Los hombres negros no pudieron arrancarle una sola palabra, y la tercera noche la serpiente se transformó en una hermosa princesa que, provista del agua de vida, acudió a resucitarlo. Luego, arrojándose a su cuello, lo besó, y el júbilo y la alegría se esparcieron por todo el palacio. Casáronse, y el muchacho convirtióse en rey de la montaña de oro.

Al cabo de un tiempo de vida feliz, la reina dio a luz un hermoso niño. Cuando habían transcurrido ya ocho años, el joven se acordó de su padre y le entró el deseo de ir a verlo a su casa. La Reina no quería dejarlo partir, diciendo:

- Sé que será mi desgracia - pero él no la dejó en paz hasta haber conseguido su asentimiento. Al despedirlo, ella le dio un anillo mágico y le dijo:

- Llévate esta sortija y póntela en el dedo; con ella podrás trasladarte adonde quieras; únicamente has de prometerme que no la utilizarás para hacer que yo vaya a la casa de tu padre.

Prometióselo él y, poniéndose el anillo en el dedo, pidió encontrarse en las afueras de la ciudad donde su padre residía. En el mismo momento estuvo allí y se dispuso a entrar en la población; pero al llegar a la puerta, detuviéronle los centinelas por verle ataviado con vestidos extraños, aunque ricos y magníficos. Subió entonces a la cima de un monte, en la que un pastor guardaba su rebaño; cambió con él sus ropas y, vistiendo la zamarra del pastor, pudo entrar en la ciudad sin ser molestado. Presentóse en la casa de su padre y se dio a conocer, pero el hombre se negó a prestarle crédito, diciéndole que, si bien era verdad que había tenido un hijo, había muerto muchos años atrás; con todo, como veía que se trataba de un pobre pastor, le ofreció un plato de comida. Entonces, el mozo dijo a sus padres:

- Es verdad que soy vuestro hijo. ¿No sabéis de alguna señal en mi cuerpo por la que pudierais reconocerme?

- Sí - respondió la madre -, nuestro hijo tenía un lunar en forma de frambuesa debajo del brazo derecho.

Apartóse él la camisa, y al ver el lunar en el sitio indicado, dejaron ya de dudar de que tenían consigo a su hijo. Contóles él entonces que era rey de la montaña de oro, que su esposa era una princesa y que tenían un hermoso hijito de siete años. Dijo entonces la madre:

- ¡Esto sí que no lo creo! ¡Vaya un rey, que se presenta vestido de pastor!

Irritado el hijo, sin acordarse de su promesa, dio la vuelta al anillo, conjurando a su esposa y a su hijo a que compareciesen, y en el mismo momento se presentaron los dos: la Reina, llorando y lamentándose, y acusándolo de haber quebrantado su palabra y haberla hecho a ella desgraciada.

Respondióle él:

- Lo hice impremeditadamente y sin mala intención - y trató de disculparse y persuadirla. Ella simuló ceder a sus excusas, pero ya el rencor anidaba en su alma.

Condujo a su esposa a las afueras de la ciudad y le mostró el río en el que había sido lanzado el barquito; luego le dijo:

- Estoy cansado; siéntate, quiero dormir un poco sobre tu regazo.

Apoyó en él la cabeza, y la Reina lo estuvo acariciando hasta que se durmió. Quitóle entonces el anillo del dedo y, retirando el pie de debajo de él, descalzóse y dejó la chinela; luego cogió en brazos a su hijito y pidió volver a su reino. Al despertar, el Rey encontróse completamente abandonado; su esposa e hijo habían desaparecido, así como el anillo de su dedo, no quedándole más que la chinela como prenda.

"A la casa de mis padres no puedo volver - pensó -, dirían que soy brujo; no tengo más solución que ponerme en camino y seguir hasta que llegue a mis dominios." Partió, pues, y, al fin, se encontró en una montaña donde había tres gigantes que disputaban acaloradamente porque no lograban ponerse de acuerdo sobre la manera de repartiese la herencia de su padre. Al verlo pasar de largo, lo llamaron y, diciendo que los hombres pequeños eran de inteligencia avispada, lo invitaron a actuar de árbitro en el reparto. La herencia se componía de una espada que, cuando uno la blandía y gritaba: "¡Todas las cabezas al suelo, menos la mía!," en un abrir y cerrar de ojos, decapitaba a todo bicho viviente; en segundo lugar, de una túnica que hacía invisible a quien la llevaba; y, en tercero, de un par de botas que llevaban en un instante, a quien se las ponía, al lugar que deseaba. Dijo el Rey:

- Dadme los tres objetos, pues he de examinarlos para ver si se hallan en buen estado,

Alargáronle la túnica y, no bien se la hubo puesto, desapareció, convertido en una mosca. Recuperando su figura propia, dijo:

- La túnica está bien; venga ahora la espada.

Pero los otros replicaron:

- ¡Ah, no! No te la damos. Sólo con que dijeses: "¡Todas las cabezas al suelo, menos la mía!," quedaríamos decapitados, y sólo tú quedarías con vida.

No obstante, al fin se avinieron a entregársela a condición de que la probase en un árbol. Hízolo así, y la espada cortó el tronco a cercén como si fuese una paja. Quiso entonces examinar las botas, pero los gigantes se opusieron:

- No, no te las damos. Si, cuando las tengas puestas, te da por trasladarte a la cima de la montaña, nosotros nos quedaríamos sin nada.

- No - les dijo -, no lo haré.

Y le dejaron las botas. Ya en posesión de las tres piezas, y no pensando más que en su esposa y su hijo, díjose para sus adentros: "¡Ah, si pudiese encontrarme en la montaña de oro!," e, inmediatamente, desapareció de la vista de los tres gigantes, con lo cual quedó resuelto el pleito del reparto de la herencia.

Al llegar el Rey al palacio notó que había en él gran alborozo; sonaban violines y flautas, y la gente le dijo que la Reina se disponía a celebrar su boda con un segundo marido. Encolerizado, exclamó:

- ¡Pérfida! ¡Me ha engañado; me abandonó mientras dormía!

Y poniéndose la túnica, penetró en el palacio sin ser visto de nadie. Al entrar en la gran sala vio una enorme mesa servida con deliciosas viandas; los invitados comían y bebían entre risas y bromas, mientras la Reina, sentada en el lugar de honor, en un trono real, aparecía magníficamente ataviada, con la corona en la cabeza. Él fue a colocarse detrás de su esposa sin que nadie lo viese, y, cuando le pusieron en el plato un pedazo de carne, se lo quitó y se lo comió, y cuando le llenaron la copa de vino, cogióla también y se la bebió; y a pesar de que la servían una y otra vez, se quedaba siempre sin nada, pues platos y copas desaparecían instantáneamente. Apenada y avergonzada, levantóse y, retirándose a su aposento, se echó a llorar, pero él la siguió. Dijo entonces la mujer:

- ¿Es que me domina el diablo, y jamás vendrá mi salvador?

Él, pegándole entonces en la cara, replicó:

- ¿Acaso no vino tu salvador? ¡Está aquí, mujer falaz! ¿Merecía yo este trato?

Y, haciéndose visible, entró en la sala gritando:

- ¡No hay boda; el rey legítimo ha regresado!

Los reyes, príncipes y consejeros allí reunidos empezaron a escarnecerlo y burlarse de él; pero el muchacho, sin gastar muchas palabras, gritó:

-¿Queréis marchamos o no?

Y, viendo que se aprestaban a sujetarlo y acometerle, desenvainando la espada, dijo:

- ¡Todas las cabezas al suelo, menos la mía!

Y todas las cabezas rodaron por tierra, y entonces él, dueño de la situación, volvió a ser el rey de la montaña de oro.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

93. El cuervo

Hermanos Grimm

Había una vez una reina que tenía una hijita de corta edad, a la que se tenía que llevar aún en brazos. Un día la niña estaba muy impertinente, y su madre no lograba calmarla de ningún modo, hasta que, perdiendo la paciencia, al ver unos cuervos que volaban en torno al palacio, abrió la ventana y dijo:

- ¡Ojalá te volvieses cuervo y echases a volar; por lo menos tendría paz!

Pronunciadas apenas estas palabras, la niña quedó convertida en cuervo y, desprendiéndose del brazo materno, huyó volando por la ventana. Fue a parar a un bosque tenebroso, en el que permaneció mucho tiempo, y sus padres perdieron todo rastro de ella.

Cierto día, un hombre que pasaba por el bosque percibió el graznido de un cuervo; al acercarse al lugar de donde procedía, oyó que decía el ave:

- Soy princesa de nacimiento y quedé encantada; pero tú puedes liberarme.

- ¿Qué debo hacer? - preguntó él.

Y el cuervo respondió:

- Sigue bosque adentro, hasta que encuentres una casa, en la que vive una vieja. Te ofrecerá comida y bebida; pero no aceptes nada, pues por poco que comas o bebas quedarás sumido en un profundo sueño, y ya no te será posible rescatarme. En el jardín de detrás de la casa hay un gran montón de cortezas, aguárdame allí. Durante tres días seguidos vendré a las dos de la tarde, en un coche tirado, la primera vez, por cuatro caballos blancos; por cuatro rojos, la segunda, y por cuatro negros, la tercera; pero si en vez de estar despierto te hallas dormido, no me podrás desencantar.

Prometió el hombre cumplirlo todo al pie de la letra; mas el cuervo suspiró:

- ¡Ay!, bien sé que no me liberarás, porque aceptarás algo de la vieja.

El hombre repitió su promesa de que no tocaría nada de comer ni de beber. Al encontrarse delante de la casa, salió la mujer a recibirlo.

- ¡Pobre, y qué cansado pareces! Entra a reposar, comerás y beberás algo.

- No - contestó el hombre - no quiero tomar nada.

Pero ella insistió vivamente:

- Si no quieres comer, siquiera bebe un trago; una vez no cuenta.

Y el forastero, cediendo a la tentación, bebió un poco. Por la tarde, hacia las dos, salió al jardín y, sentándose en el montón de corteza, se dispuso a esperar la llegada del cuervo. Pero no pudiendo resistir él su cansancio, se echó un rato, con la firme intención de no dormirse. Sin embargo, apenas se hubo tendido se le cerraron los ojos y se quedó tan profundamente dormido que nada en el mundo habría podido despertarlo. A las dos se presentó el cuervo en su carroza, tirada por cuatro caballos blancos; pero el ave venía triste, diciendo:

- Estoy segura de que duerme.

Y, en efecto, cuando llegó al lugar de la cita lo vio tumbado en el suelo, dormido. Se apartó del coche, fue hasta él, y lo sacudió y llamó, pero en vano. Al mediodía siguiente, la vieja fue de nuevo a ofrecerle comida y bebida. El hombre se negó a aceptar; no obstante, ante la insistencia, volvió a beber otro sorbo de la copa. Poco antes de las dos fue de nuevo al jardín, al lugar convenido, a esperar la llegada del cuervo; pero, de repente, le asaltó una fatiga tan intensa que las piernas no lo sostenían; incapaz de dominarse, se tiró en el suelo y volvió a quedarse dormido como un tronco. Al pasar el cuervo en su carroza de cuatro caballos rojos, dijo tristemente:

- ¡Seguro que duerme! - y se acercó a él; pero tampoco hubo modo de despertarle. Al tercer día le preguntó la vieja:

- ¿Qué es eso? No comes ni bebes. ¿Acaso quieres morirte?

Pero él contestó:

- No quiero ni debo comer ni beber nada.

Ella dejó a su lado la fuente con la comida y un vaso de vino, y, cuando el olor le subió a la nariz, no pudo resistir, y bebió un buen trago. A la hora fijada salió al jardín y, subiéndose al montón de corteza, quiso aguardar la venida de la princesa encantada. Pero sintiéndose más cansado aún que el día anterior, se tumbó y quedó dormido profundamente como si fuera de piedra. A las dos se presentó de nuevo el cuervo en su coche, arrastrado ahora por cuatro corceles negros; el carruaje era también negro. El ave, que venía de riguroso luto, dijo:

- ¡Bien sé que duerme y que no puede desencantarme!

Al llegar hasta él, lo encontró profundamente dormido, y, por más que lo sacudió y llamó, no hubo manera de despertarlo. Entonces puso a su lado un pan, un pedazo de carne y una botella de vino, de todas estas comidas podía comer y beber lo que quisiera, sin que jamás se acabaran. También le puso en el dedo un anillo de oro, que se quitó del suyo y que tenía grabado su nombre. Por último, le dejó una carta en la que le comunicaba lo que le había dado, y, además: "Bien veo que aquí no puedes desencantarme; pero si quieres hacerlo, ve a buscarme al palacio de oro de Stromberg; puedes hacerlo, estoy segura de ello." Y, después de depositar todas las cosas junto a él, subió de nuevo a su carroza y se marchó al palacio de oro de Stromberg.

Cuando el hombre despertó, dándose cuenta de que se había dormido, sintió una gran tristeza en su corazón y dijo:

- No cabe duda de que ha pasado de largo, sin yo liberarla.

Pero fijándose en los objetos depositados junto a él, leyó la carta, y se informó de cómo había ocurrido todo. Se levantó y se puso inmediatamente en busca del castillo de oro de Stromberg; pero no tenía la mínima idea de su paradero. Luego de recorrer buena parte del mundo, llegó a una oscura selva, por la que anduvo durante dos semanas sin encontrar salida. Un anochecer se sintió tan cansado que, se tumbo entre unas matas, y quedó dormido. A la mañana siguiente siguió su camino, y al atardecer, cuando se disponía a acomodarse en unos matorrales para pasar la noche, hirieron sus oídos unas lamentaciones y gemidos que no le dejaron conciliar el sueño; y al llegar la hora en que la gente enciende las luces, vio brillar una en la lejanía y se dirigió hacia ella; llegó ante una casa que le pareció muy pequeña, ya que ante ella se encontraba un enorme gigantazo. Pensó: "Si intento entrar y me ve el gigante, me costará la vida." Al fin, sobreponiéndose al miedo, se acercó. Cuando el gigante lo vio, le dijo:

- Me agrada que vengas, hace muchas horas que no he comido nada. Vas a servirme de cena.

- No hagas tal cosa - contestó el hombre -; yo no soy fácil de tragar. Pero si lo que quieres es comer, tengo lo bastante para llenarte.

- Siendo así - dijo el gigante -, puedes estar tranquilo. Si quería devorarte era a falta de otra cosa.

Los dos se sentaron a la mesa, y el hombre sacó su pan, vino y carne inagotables.

- Esto me gusta - observó el gigante, comiendo a dos carrillos. Cuando terminaron, preguntó el hombre:

- ¿Podrías acaso indicarme dónde se levanta el castillo de oro de Stromberg?

- Consultaré el mapa - dijo el gigante -; en él están registrados todas las ciudades, pueblos y casas.

Fue a buscar el mapa, que guardaba en su dormitorio, y se puso a buscar el castillo, pero éste no aparecía por ninguna parte.

- No importa - dijo -; arriba, en el armario, tengo otros mapas mayores, lo buscaremos en ellos.

Pero todo fue inútil. El hombre se disponía a marcharse, pero el gigante le rogó que esperase dos o tres días a que regresara su hermano, quien había partido en busca de víveres. Cuando llegó el hermano, le preguntaron por el castillo de oro de Stromberg. Él les respondió:

- Cuando haya comido y esté satisfecho, consultaré el mapa.

Subieron luego a su habitación y se pusieron a buscar y rebuscar en su mapa; pero tampoco encontraron el bendito castillo; el gigante sacó nuevos mapas, y no descansaron hasta que, por fin, dieron con él, quedaba, sin embargo, a muchos millares de millas de allí.

- ¿Cómo podré llegar hasta allí? - preguntó el hombre; y el gigante respondió:

- Dispongo de dos horas. Te llevaré hasta las cercanías, pero luego tendré que volverme a dar de mamar a nuestro hijo.

El gigante lo transportó hasta cerca de un centenar de horas de distancia del castillo, y le dijo:

- El resto del camino puedes hacerlo por tus propios medios - y regresó.

El hombre siguió avanzando día y noche hasta que, al fin, llegó al castillo de oro de Stromberg. Éste estaba construido en la cima de una montaña de cristal; la princesa encantada daba vueltas alrededor del castillo en su coche, hasta que entró en el edificio. El hombre se alegro al verla e intentó trepar hasta la cima; pero cada vez que lo intentaba, como el cristal era resbaladizo, volvía a caer. Viendo que no podría subir jamás, se entristeció y se dijo: "Me quedaré abajo y la esperaré." Y se construyó una cabaña, en la que vivió un año entero; y todos los días veía pasar a la princesa en su carroza, sin poder nunca llegar hasta ella.

Un día, desde su cabaña, vio a tres bandidos que peleaban y les gritó:

- ¡Dios sea con vosotros!

Ellos interrumpieron la pelea; pero como no vieron a nadie, recomenzaron con mayor coraje que antes; la cosa se puso realmente peligrosa. Volvió él a gritarles:

- ¡Dios sea con vosotros!

Suspendieron ellos de nuevo la batalla; pero como tampoco vieron a nadie, pronto la reanudaron y él les repitió por tercera vez

- ¡Dios sea con vosotros! - y pensó: "He de averiguar lo que les pasa." Se dirigió, pues, a los luchadores y les preguntó por qué se peleaban. Respondió uno de ellos que había encontrado un bastón, un golpe del cual bastaba para abrir cualquier puerta; el otro dijo que había encontrado una capa que volvía invisible al que se cubría con ella; en cuanto al tercero, había capturado un caballo capaz de andar por todos los terrenos, e incluso de trepar a la montaña de cristal. El desacuerdo consistía en que no sabían si guardar las tres cosas en comunidad o quedarse con una cada uno. Dijo entonces el hombre:

- Yo les cambiaré las tres cosas. Dinero no tengo, pero sí otros objetos que valen más. Pero antes tengo que probarlas para saber si me dijeron la verdad.

Los otros le dejaron montar el caballo, le colgaron la capa de los hombros y le pusieron en la mano el bastón; y, una vez lo tuvo todo, desapareció de su vista. Empezó entonces a repartir bastonazos, gritando:

- ¡Haraganes, ahí tienen sus merecidos! ¿Están satisfechos?

Subió luego a la cima de la montaña de cristal y, al llegar a la puerta del castillo, la encontró cerrada. Golpeó con el bastón, y la puerta se abrió inmediatamente. Entró y subió las escaleras hasta lo alto; en el salón estaba la princesa, con una copa de oro, llena de vino, ante ella. Pero no podía verlo, pues él llevaba la capa puesta. Al estar delante de la doncella, se quitó el anillo que ella le pusiera en el dedo y la dejó caer en la copa; al chocar con el fondo, produjo un sonido vibrante. Exclamó la princesa entonces:

- Éste es mi anillo; por tanto, el hombre que ha de liberarme debe de estar aquí.

Lo buscaron por todo el castillo, pero no dieron con él. Había vuelto a salir, montado en su caballo, y se había quitado la capa.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

94. La campesina prudente

Hermanos Grimm

Érase una vez un pobre campesino que sólo tenía una casita, en la que vivía con su única hija. Díjole ésta:

- Deberíamos pedir al Señor Rey un trocito de tierra baldía.

Al conocer el Rey su mísera situación, les regaló un trozo de prado, que padre e hija labraron con la idea de plantar en él un poco de grano. Cuando ya casi lo tenían todo arado, encontraron en la tierra un almirez de oro puro.

- Oye - dijo el padre a la muchacha -, puesto que el Señor Rey ha sido tan bondadoso al regalarnos este campo, nuestro deber es entregarle este almirez.

Pero la hija se opuso, diciendo:

- Padre, tenemos el almirez, pero no la mano, y querrán que entreguemos también ésta; por consiguiente, más vale callar.

Pero el hombre no quiso escuchar su consejo y, cogiendo el almirez, lo llevó al Señor Rey, diciéndole que lo habían encontrado en su terruño y que se lo entregaba como muestra de respeto. Tomó el Rey el almirez y preguntó al campesino si no había encontrado nada más.

- No - respondió el buen hombre; y entonces le replicó el Rey que debía traerle la mano del almirez. Contestó el labrador que no la habían hallado, pero de nada le sirvió; era como si el viento se llevase sus palabras. Fue encerrado en la cárcel, en la que estaría hasta entregar la mano de almirez. Cada vez que los carceleros le llevaban el pan y el agua, que constituían el sustento de los presos, oían gritar al campesino:

- ¡Ay! ¡Por qué no escuché a mi hija! ¡Por qué no escuché a mi hija!

Hasta que fueron al Rey y le contaron lo que el hombre decía sin parar, y que se negaba a comer y beber. Entonces el Rey ordenó que condujesen al detenido a su presencia, y preguntóle por qué gritaba continuamente: "¡Ay, si hubiese escuchado a mi hija!."

- ¿Qué es lo que dijo ella?

- Me aconsejó que no os trajese el almirez, ya que si lo hacía me exigiríais también la mano.

- Puesto que tienes una hija tan inteligente, quiero conocerla.

Y la muchacha hubo de comparecer ante el Rey, el cual le dijo que, ya que era tan lista, le plantearía un acertijo, y si lo descifraba, se casaría con ella. Avínose la moza, diciendo que lo acertaría. El Rey se expresó del siguiente modo:

- Preséntate ante mí ni vestida ni desnuda, ni a caballo ni en coche, ni por el camino ni por fuera del camino. Si eres capaz de hacerlo, me casaré contigo.

Retiróse ella y se desnudó completamente, con lo cual no estaba vestida; cogió luego una gran red de pesca y, metiéndose en ella, se envolvió bien, por lo que no estaba ya desnuda. Alquiló a continuación un asno, le ató a la cola la red y obligó al animal a arrastrarla, con lo cual avanzó ella ni a caballo ni en coche. Además, el asno hubo de caminar por dentro de la rodera, por lo que ella no tocaba el suelo sino con el dedo gordo del pie, y no iba ni por el camino ni fuera de él. Al llegar a palacio, confesó el Rey que había acertado el enigma, y que la condición quedaba cumplida. Dio la libertad a su padre y, tomándola a ella por esposa. hízola dueña y señora de todo el patrimonio real.

Transcurrieron varios años, y un día el Señor Rey salió a pasar revista. Varios campesinos con sus carros se estacionaron frente al palacio, donde habían vendido sus cargas de leña; algunas de las carretas iban tiradas por bueyes; otras, por caballos. Uno de los campesinos venía con tres yeguas, y una de ellas tuvo un potrito, que se escapó y fue a meterse entre dos bueyes que tiraban de un carro. Los labriegos empezaron entonces a reñir, pelearse y alborotar, porque el dueño de los bueyes sostenía que éstos habían tenido el potrillo y, por tanto, quería quedarse con él, mientras el otro afirmaba que el potrito era hijo de su yegua, y, en consecuencia, le pertenecía. El alboroto llegó a oídos del Rey, el cual sentenció que el potrito se quedase donde lo habían encontrado, con lo cual pasó a ser propiedad del dueño de los bueyes, contra toda razón. Marchóse el otro llorando y lamentándose por la pérdida de su caballito; pero, enterado de que la Señora Reina era compasiva y procedía del pueblo, presentóse a ella y le rogó que le ayudase a recuperar su potrito.

- Te ayudaré, si me prometéis no descubrirme. Mañana por la mañana, cuando el Rey salga a pasar revista, te pones en medio de la carretera por la que él ha de pasar, provisto de una red de pesca; y haces como si pescaras, sacudiéndola y vertiéndola cual si estuviese llena de peces. A continuación díjole lo que debía responder al Rey cuando éste le preguntase.

Y he aquí que al otro día nuestro campesino se fue a "pescar" en aquel lugar seco. Al pasar el Rey y verlo, envió a uno de sus seguidores a averiguar qué estaba haciendo allí aquel loco. El cual respondió:

- Estoy pescando.

Preguntóle el mensajero cómo podía pescar en un sitio donde no había agua, y le replicó el campesino:

- Del mismo modo que dos bueyes pueden tener un potro, yo puedo pescar en un lugar seco.

El criado fue a transmitir la respuesta al Rey. Éste hizo venir al labrador y le dijo que aquella respuesta no era suya; ¿de quién era pues? ¡Y cuidado con lo que respondía! Pero el hombre juró y porfió que era suya. Tendiéronle entonces sobre un haz de paja y lo azotaron y atormentaron hasta que se decidió a confesar que la respuesta era de la Reina. Al llegar el Rey a palacio, dijo a su esposa:

- Ya que has sido falsa, no te quiero más por mujer. Conmigo has terminado; vuélvete al lugar de donde viniste, a tu choza del campo.

Sin embargo, autorizóla a llevarse lo mejor y lo que más quisiera; sería su despedida. Dijo ella:

- Sí, querido esposo, haré lo que me mandas - y, arrojándose sobre él, y besándolo, le dijo que quería despedirse. Mandó luego que trajesen un fuerte somnífero, para brindar con él por la despedida. El Rey se bebió un copioso trago, pero ella apenas lo probó. Así, el marido no tardó en quedar sumido en un sueño profundo, y entonces la Reina ordenó a un criado que envolviese al Señor Rey en un precioso lienzo blanco y que entre varios lo llevasen al coche que aguardaba en la puerta; y de este modo se trasladó a su pobre casita. Allí lo puso en su cama, donde siguió durmiendo muchas horas, hasta que, al fin, despertó y, mirando a su alrededor, dijo:

- ¡Dios santo! ¿Dónde estoy? - y llamó a sus criados; pero no compareció ninguno. Al cabo de un rato acercóse su esposa y le dijo:

- Mi querido Señor Rey, me mandasteis que me llevase lo mejor y lo que yo más quisiera de palacio; y como para mí lo mejor y lo que más quiero sois Vos, os llevé conmigo.

Llenáronsele al Rey los ojos de lágrimas y exclamó:

- ¡Querida esposa, tú debes ser mía y yo tuyo! - y la condujo nuevamente a palacio, y se volvió a casar con ella; y seguramente viven todavía.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

95. El viejo Hildebrando

Hermanos Grimm

Había una vez un campesino y una campesina. Al cura delpueblo le gustaba mucho la campesina y siempre estabadeseando pasar, siquiera una vez, un día entero con ella asolas, divirtiéndose los dos, y a la campesina, bueno, tambiénle hubiese gustado. Así que un día le dijo a ella:

Bien, mi querida campesina, ya he planeado cómo podemos estar juntos todo el día pasándolo bien. Mira, el miércoles te metes en la cama y le dices a tu marido que estás enferma y te pones a lamentarte ya quejarte hasta el domingo, en que yo predicaré que si alguien tiene encasa un hijo enfermo, o un marido enfermo, o una mujer enferma, o un padre enfermo, o una madre enferma, o una hermana enferma, o un hermano enfermo o quien sea, tiene que hacer una peregrinación a la montaña de Glóckerli en Suiza, donde por un ducado * se puede comprar un celemín de hojas de laurel y entonces se sanará en el acto el hijo enfermo, o el marido enfermo, o la mujer enferma, o el padre enfermo, o la madre enferma, o la hermana enferma o cualquiera que esté enfermo.Así lo haré -dijo la campesina. Así que al miércoles siguiente, la campesina se metió en la cama y comenzó a lamentarse y a quejarse, y su marido le trajo todo lo que sele ocurrió, pero nada la remedió. Cuando llegó el domingo, dijo la granjera: Me encuentro muy mal, pero antes de morirme, me gustaría oír elsermón que predique hoy el señor cura. Ay, hija mía, no hagas eso -dijo el granjero-; podrías ponerte peor site levantas. Mira, yo iré a oír el sermón, pondré mucha atención a lo que diga el señor cura y te lo contaré todo. Bueno-dijo la campesina-, pues ve y presta mucha atención y cuéntame todo lo que dice.

El campesino se fue a oír el sermón y el señor cura empezó a predicar que, si alguien tenía en su casa un hijo enfermo, o un marido enfermo, o una mujer enferma, o un padre enfermo, o una madre enferma, o una hermana enferma, o un hermano enfermo, o quien fuera, y hacía una peregrinación a la montaña de Glóckerli en Suiza, donde se podíacomprar por un ducado un celemín de hojas de laurel, sanaría en el actoel hijo enfermo, o el marido enfermo, o la mujer enferma, o el padreenfermo, o la madre enferma, o la hermana enferma, o el hermano ocualquiera que estuviese enfermo; y si alguien quería emprender el viaje, que fuera a verle después de la misa para que él le proporcionara el ducado y el saco para el laurel. Nadie se puso más contento que el campesino, que, nada más terminarla misa, fue a ver al párroco y éste le dio el ducado y el saco para ellaurel. Entonces se fue a su casa y ya desde el portal empezó a darvoces:¡Eureka! Mujer, estás prácticamente curada. El señor cura ha dicho en su sermón que si alguien tenía en su casa un hijo enfermo, o un maridoenfermo, o una mujer enferma, o un padre enfermo, o una madreenferma, o una hermana enferma, o un hermano o quien fuera, y se iba a hacer una peregrinación a la montaña de Glóckerli en Suiza, donde sepuede comprar por un ducado un celemín de hojas de laurel, se lecuraría en el acto el hijo enfermo, o el marido enfermo, o la mujer enferma, o el padre enfermo, o la madre enferma, o la hermanaenferma, o el hermano o cualquiera que estuviese enfermo. Yo ya hecogido el ducado y el saco de laurel que me ha dado el señor cura yempezaré en seguida la peregrinación para que te cures cuanto antes.Y se marchó en seguida.Apenas se había marchado, se levantó la mujer y apareció el cura.Pero vamos a dejar a esta pareja y sigamos con el campesino. Este iba por el camino, anda que te andarás, para llegar cuanto antes a la montaña de Glóckerli, y según iba así se encontró con su compadre. Su compadre era vendedor de huevos y venía en ese momento del mercado, donde había vendido los huevos. Alabado seas -dijo su compadre-. ¿A dónde vas tan deprisa, compadre? Eternamente, compadre -dijo el granjero-. Mi mujer está enferma y hoy he oído decir al cura en el sermón que si alguien tiene en casa un hijo enfermo, o un marido enfermo, o una mujer enferma, o un padre enfermo, o una madre enferma, o una hermana enferma, o un hermano o quien sea y hace una peregrinación a la montaña de Glóckerli, en Suiza, donde por un ducado se puede comprar un celemín de hojas de laurel, se le curaría en el acto el hijo enfermo, o el marido enfermo, o la mujer enferma, o el padre enfermo, o la madre enferma, o la hermana enferma, o el hermano enfermo o cualquiera que estuviese enfermo; así que le he cogido al señor cura el ducado y el saco para el laurel y me he puesto en camino para hacer la peregrinación. Pero, por Dios, compadre -dijo el compadre al campesino-, ¿cómo puedes ser tan simple y creerte tal cosa? Lo que el cura quiere es estarun día con tu mujer y pasarlo bien, por eso te ha tomado el pelo, paraque le dejes vía libre.

Vaya -dijo el campesino-, me gustaría saber si lo que dices es verdad.Bueno -dijo el compadre-, vamos a hacer una cosa: métete en elcesto de los huevos, que yo te llevaré a casa y lo verás por ti mismo.Y así lo hicieron. El compadre metió al campesino en su cesto y le llevó a casa. Cuando llegaron a la casa estaba ésta en plena fiesta. La campesina había matado casi todo lo que había en la granja, habíahecho buñuelos y el cura estaba allí y había traído su violín. Entonces el compadre llamó a la puerta y la campesina preguntó que quién era. Soy yo, comadre -dijo el compadre-. Dame hospedaje por esta noche, que no he podido vender los huevos en el mercado y tengo que volver a llevarlos a casa, pero pesan tanto, que no puedo con ellos y ya es de noche. Vaya, compadre -dijo la granjera-, no llegas en un momento oportuno, pero si no hay más remedio, pasa y siéntate en el banco de la estufa. Así que el compadre se sentó en el banco de la estufa con su cesto. El cura y la campesina lo estaban pasando alegremente. Al cabo de un rato dijo el cura: Anda, querida campesina, cántame algo, que cantas muy bien: Ay -dijo la campesina-, ya no canto tan bien. En mis años mozos sí que lo hacía, pero ya no. Venga -dijo el cura-, anda, cántame un poquito. Entonces la campesina empezó a cantar: He enviado a mi marido al monte Glóckerli en Suiza, y despuésde que él se ha ido sólo me muero de risa. Luego cantó el párroco:Ojalá que un año entero estuviera el hombre en él,porque a ver para qué quiero yo un celemín de laurel.¡Aleluya!Después empezó a cantar el compadre (y aquí tengo que decirque el campesino se llamaba Hildebrando). El compadre cantó:¡Ay, mi querido Hildebrando! O el calorcillo te atufa, o si los oyes cantando, ¿qué haces aún en la estufa? ¡Aleluya!Entonces cantó el campesino dentro del cesto:¿Qué he tenido que escuchar? ¡Ya no puedo aguantar esto! Para ayudar a cantar, voy a salir de mi cesto. Y salió del cesto y, dándole una buena paliza al cura, lo echóde la casa.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

96. Los tres pajarillos

Hermanos Grimm

Hará cosa de mil años, o tal vez más, que en estas tierras había muchos reyezuelos. Uno de ellos vivía en Teuteberg y era aficionado a la caza. Un día en que, como muchos, salió del castillo con sus cazadores, tres muchachas guardaban sus vacas al pie del monte, y, al ver al Rey con tantos cortesanos, exclamó la mayor, señalándole y dirigiéndose a sus hermanas:

- ¡Hola, hola! ¡Si no es aquél, no quiero ninguno!

Respondióle la segunda, que estaba del otro lado de la montaña, señalando al que iba a la derecha del Rey:

- ¡Hola, hola! ¡Si no es aquél, no quiero ninguno!

Y la tercera, señalando al que se hallaba a la izquierda:

- ¡Hola, hola! ¡Si no es aquél, no quiero ninguno!

Los dos últimos eran los dos ministros. Oyólo todo el Rey, y, de vuelta a palacio, mandó llamar a las tres hermanas y preguntóles qué habían dicho la víspera en la montaña. Las doncellas se negaron a repetirlo, y entonces el Rey preguntó a la mayor si lo quería por marido. Ella respondió afirmativamente, y los ministros preguntaron lo mismo a las otras dos, pues las tres eran hermosas y de lindo rostro, sobre todo la Reina, que tenía cabellos como de lino.

Las dos hermanas menores no tuvieron hijos, y un día en que, el Rey hubo de ausentarse, mandólas que se quedasen a hacer compañía a la Reina para animarla, pues esperaba ser pronto madre. Dio a luz un niño, que vino al mundo con una estrella completamente roja, y entonces las dos hermanas se concertaron para arrojar al agua a la linda criatura. Cuando ya hubieron cometido el crimen -creo que lo echaron al río Weser- un pajarillo se remontó a las alturas cantando:

"La muerte ha venido

porque Dios lo quiere.

Mas florece un lirio;

buen niño, ¿tú lo eres?"

Al oírlo las dos hermanas, asustáronse en extremo y se alejaron a toda prisa. Al regresar el Rey, dijéronle que la Reina había dado a luz un perro. Respondió el Rey:

- Lo que hace Dios, bien hecho está.

Pero a orillas del río vivía un pescador, que sacó del agua al niño, vivo todavía, y, como su mujer no tenía hijos, lo adoptaron.

Al cabo de un año, el Rey se hallaba nuevamente de viaje, y la Reina tuvo otro hijo, que, como la vez anterior, fue arrojado al río por las malvadas hermanas. Volvió a remontarse la avecilla, cantando nuevamente:

"La muerte ha venido

porque Dios lo quiere.

Mas florece un lirio;

buen niño, ¿tú lo eres? "

Y al regresar el Rey, dijéronle que la Reina había traído al mundo otro perro, a lo que él respondió como la primera vez:

- Lo que hace Dios, bien hecho está.

Pero también el pescador salvó al segundo niño y se lo llevó a su casa.

Volvió a marcharse el Rey, y la Reina tuvo una niña, que también fue arrojada al río por las perversas hermanas. Y otra vez voló el pajarillo, cantando:

"La muerte ha venido

porque Dios lo quiere.

Mas florece un lirio;

buena niña, ¿tú lo eres?"

Al Rey le dijeron, a su vuelta a palacio, que la Reina había tenido un gato, y el monarca, encolerizado, mandó encerrar a su esposa en una cárcel, donde se pasó largos años.

Mientras tanto, los niños habían crecido, y un día el mayor salió de pesca con otros muchachos de la localidad. Éstos no lo querían, sin embargo, y, para librarse de él, le dijeron:

- ¡Anda, cunero, sigue tu camino!

El niño, afligido, fue a preguntar al viejo pescador si era verdad aquello, y entonces su padre adoptivo le explicó que un día, hallándose de pesca, lo había sacado del agua. Respondióle el mocito que quería marcharse en busca de su padre, y aunque el pescador le rogó que se quedase, fue tal la insistencia del muchacho, que, al fin, hubo de ceder.

Púsose el chico en camino y estuvo andando muchos días seguidos; al fin, llegó a un río muy grande y caudaloso, en cuya orilla pescaba una mujer muy vieja.

- Buenos días, abuelita -dijo el muchacho.

- Gracias -respondióle la vieja.

- Tendrás que estar pescando muchas horas, antes de coger un pez -le dijo él.

- Y tú tendrás que buscar mucho tiempo, antes de encontrar a tu padre -replicóle la anciana-. ¿Cómo pasarás el río?

- ¡Ay, sólo Dios lo sabe! -exclamó el mozo.

Entonces la vieja se lo cargó en hombros y lo trasladó a la otra orilla; y él siguió buscando durante largo tiempo sin obtener noticias de su padre.

Transcurrido un año, su hermano salió en su busca. Llegó al borde del río, y le sucedió lo que al otro. Y ya sólo quedaba en casa la niña, la cual echaba tanto de menos a sus hermanos, que, al fin, se decidió a rogar al pescador la permitiese salir también a buscarlos. Al llegar al río, dijo a la vieja:

- ¡Buenos días, madrecita!

- Muchas gracias -respondióle la mujer.

- ¡Qué Dios os ayude en vuestra pesca! -prosiguió la niña.

Al oír estas palabras, la anciana, cariñosa, la pasó a la orilla opuesta y, dándole una vara, le dijo:

- Sigue siempre por este camino, hija mía, y cuando veas un gran perro negro, pasa por delante de él sin chistar y sin manifestar temor, pero sin reírte ni mirarlo. Llegarás luego a un vasto palacio abierto, en el dintel dejas caer la vara, atraviesas el edificio de punta a punta y sales por el lado opuesto. Hay allí un antiguo manantial, en el que ha crecido un alto árbol; de una de sus ramas cuelga una jaula con un pájaro; llévatela. Llenas entonces un vaso de agua de la fuente, y emprendes el camino de regreso con las dos cosas. Al atravesar el dintel recoges la vara que dejaste caer, y, cuando vuelvas a pasar junto al perro, golpéale en la cara, asegurándote de que lo aciertas; luego te vienes de nuevo a encontrarme.

Todo sucedió como predijera la vieja, y, ya de vuelta, se encontró con sus hermanos, que habían explorado medio mundo. Siguieron los tres juntos hasta el lugar en que estaba el perro negro, y la niña lo golpeó en la cara. Inmediatamente quedó transformado en un hermoso príncipe que se sumó a ellos, y, así, llegaron al río. Alegróse la vieja al verlos a todos y los llevó a la orilla opuesta, desapareciendo después, ya que también ella había quedado desencantada. Los demás se encaminaron a la morada del viejo pescador, todos contentísimos de estar nuevamente reunidos. La jaula con el pájaro la colgaron de la pared.

Pero el segundo hijo no permaneció en casa; armándose de un arco, se marchó a la caza. Cuando se sintió cansado, sacó su flauta y se puso a entonar una melodía. El Rey, que se hallaba también cazando, se le acercó al oírla:

- ¿Quién te ha autorizado para cazar aquí? -preguntóle.

- Nadie -respondió el joven.

- ¿De quién eres? -siguió preguntando el Rey. Y replicó el muchacho:

- Soy hijo del pescador.

- ¡Pero si el pescador no tiene hijos! -respondió el Rey.

- Si no quieres creerlo, ven conmigo.

Hízolo así el Rey y fue a interrogar al pescador, el cual le contó toda la historia; y, en cuanto hubo terminado, el pájaro enjaulado prorrumpió a cantar:

"Solita está la madre

en la negra prisión.

¡Oh, rey! Ahí están tus hijos,

sangre de tu corazón.

Las hermanas impías

causaron tu dolor.

Al agua los echaron,

los salvó el pescador."

Asustáronse todos; el Rey se llevó a palacio al pájaro, al pescador y a los tres hijos, y mandó abrir la prisión y libertar a su esposa, la cual se hallaba enferma y en miserable estado. Pero su hija le dio a beber agua de la fuente, y, en el acto, quedó fresca y sana. Las dos malvadas hermanas fueron condenadas a morir en la hoguera, y la hija se casó con el príncipe.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

97. El agua de la vida

Hermanos Grimm

Mucho antes de que usted o yo nacieramos, reinó, en un país muy lejano, un rey que tenía tres hijos. Este rey cayó una vez muy enfermo, tan enfermo que nadie pensó que podría vivir. Sus hijos estaban muy afligidos por la enfermedad de su padre; y mientras caminaban juntos muy tristes por el jardín del palacio, un viejecito los encontró y les preguntó qué sucedía. Le dijeron que su padre estaba muy enfermo y que temían que nada pudiera salvarlo. 'Sé lo que sería,' dijo el viejecito; es el Agua de la Vida. Si pudiera tomar un trago, estaría bien de nuevo; pero es muy difícil de conseguir. Entonces el hijo mayor dijo: 'Pronto lo encontraré': y fue donde el rey enfermo, y le rogó que pudiera ir en busca del Agua de la Vida, ya que era lo único que podía salvarlo. 'No', dijo el rey. Preferiría morir antes que exponeros a un peligro tan grande como el que debéis afrontar en vuestro viaje. Pero rogó tanto que el rey lo dejó ir; y el príncipe pensó para sí mismo: 'Si le traigo esta agua a mi padre, él me hará el único heredero de su reino.'

Luego se puso en camino: y cuando hubo seguido su camino, llegó un momento a un valle profundo, dominado por rocas y bosques; y al mirar alrededor, vio parado sobre él sobre una de las rocas a un enanito feo, con un gorro de pan de azúcar y una capa escarlata; y el enano lo llamó y dijo: 'Príncipe, ¿hacia dónde tan rápido?' ¿Qué te importa eso, diablillo feo? dijo el príncipe con altivez, y siguió cabalgando.

Pero el enano se enfureció por su comportamiento y le lanzó un hechizo mágico de mala suerte; de modo que mientras cabalgaba por el paso de la montaña se hizo más y más angosto, y al final el camino se hizo tan angosto que no podía dar un paso adelante; y cuando pensó que había dado la vuelta a su caballo y regresado por donde había venido, él oyó una fuerte carcajada a su alrededor, y descubrió que el camino estaba cerrado detrás de él, de modo que él estaba completamente cerrado. Luego trató de bajarse del caballo y caminar a pie, pero de nuevo la risa resonó en sus oídos y se encontró incapaz de dar un paso, por lo que se vio obligado a permanecer hechizado.

Mientras tanto, el anciano rey se demoraba con la esperanza diaria del regreso de su hijo, hasta que finalmente el segundo hijo dijo: 'Padre, iré en busca del Agua de la Vida'. Porque pensó para sí mismo: 'Mi hermano seguramente está muerto, y el reino caerá ante mí si encuentro el agua.' Al principio, el rey no estaba dispuesto a dejarlo ir, pero finalmente cedió a su deseo. Así que partió y siguió el mismo camino que había hecho su hermano, y se encontró con el mismo duende, quien lo detuvo en el mismo lugar en las montañas, diciendo, como antes, 'Príncipe, príncipe, ¿hacia dónde tan rápido?' —¡Ocúpate de tus propios asuntos, entrometido! dijo el príncipe con desdén, y siguió cabalgando.

Pero el enano le echó el mismo hechizo que a su hermano mayor, y también él se vio obligado a instalarse en el corazón de las montañas. Así sucede con las personas tontas y orgullosas, que se creen superiores a los demás y son demasiado orgullosas para pedir o aceptar consejos.

Cuando el segundo príncipe se había ido por mucho tiempo, el hijo menor dijo que iría a buscar el Agua de la Vida, y confió en que pronto podría curar a su padre nuevamente. Así que partió, y el enano lo encontró también en el mismo lugar del valle, entre las montañas, y le dijo: 'Príncipe, ¿hacia dónde tan rápido?' Y el príncipe dijo: 'Voy en busca del Agua de la Vida, porque mi padre está enfermo y como para morirse: ¿puedes ayudarme? ¡Por favor, sé amable y ayúdame si puedes! ¿Sabes dónde se encuentra? preguntó el enano. 'No', dijo el príncipe, 'no lo hago. Por favor, dígame si lo sabe. 'Entonces, como me has hablado amablemente y eres lo suficientemente sabio como para buscar consejo, te diré cómo y dónde ir. El agua que buscas brota de un pozo en un castillo encantado; y, para que podáis alcanzarlo con seguridad, Te daré una varita de hierro y dos panecillos; golpea tres veces con la varita la puerta de hierro del castillo, y se abrirá: dentro estarán dos leones hambrientos echados en busca de su presa, pero si les tiras el pan te dejarán pasar; luego acércate al pozo y toma un poco del Agua de la Vida antes de que el reloj dé las doce; porque si te demoras más, la puerta se cerrará sobre ti para siempre.'

Entonces el príncipe agradeció a su pequeño amigo con la capa escarlata por su amistosa ayuda, y tomó la varita y el pan, y siguió viajando, por mar y tierra, hasta que llegó al final de su viaje y encontró que todo estaba en orden. como le había dicho el enano. La puerta se abrió de golpe al tercer golpe de varita, y cuando los leones se calmaron, atravesó el castillo y finalmente llegó a un hermoso salón. A su alrededor vio a varios caballeros sentados en trance; luego les quitó los anillos y se los puso en los dedos. En otra habitación vio sobre una mesa una espada y una hogaza de pan, que también tomó. Más adelante llegó a una habitación donde una hermosa joven estaba sentada en un diván; y ella lo recibió con alegría, y dijo, si él la liberaba del hechizo que la ataba, el reino sería suyo, si regresaría en un año y se casaría con ella. Entonces ella le dijo que el pozo que contenía el Agua de la Vida estaba en los jardines del palacio; y le ordenó que se diera prisa y sacara lo que quisiera antes de que el reloj diera las doce.

Siguió andando; y mientras caminaba a través de hermosos jardines llegó a un delicioso lugar sombreado en el que había un lecho; y pensó para sí mismo, ya que se sentía cansado, que descansaría un rato y contemplaría las hermosas escenas que lo rodeaban. Así que se acostó, y el sueño cayó sobre él desprevenido, de modo que no se despertó hasta que el reloj dio las doce menos cuarto. Entonces saltó del lecho terriblemente asustado, corrió hacia el pozo, llenó de agua una taza que estaba a su lado y se apresuró a escapar a tiempo. Justo cuando salía por la puerta de hierro dieron las doce, y la puerta cayó sobre él tan rápidamente que le partió un trozo del talón.

Cuando se encontró a salvo, se alegró mucho al pensar que había obtenido el Agua de la Vida; y cuando iba de camino a su casa, pasó junto al enanito, quien, al ver la espada y el pan, dijo: 'Has hecho un gran premio; con la espada podéis matar de un golpe a ejércitos enteros, y el pan nunca os faltará.' Entonces el príncipe pensó para sí mismo: 'No puedo ir a casa de mi padre sin mis hermanos'; entonces él dijo: 'Mi querido amigo, ¿no puedes decirme dónde están mis dos hermanos, que partieron en busca del Agua de la Vida antes que yo, y nunca regresaron?' -Los he encerrado con un amuleto entre dos montañas -dijo el enano-, porque eran orgullosos y de mala conducta, y se burlaban de pedir consejo. El príncipe rogó tanto por sus hermanos, que el enano finalmente los liberó, aunque de mala gana, diciendo: 'Cuidado con ellos, porque tienen malos corazones.' Su hermano, sin embargo, se alegró mucho al verlos, y les contó todo lo que le había sucedido; cómo había encontrado el Agua de la Vida y había tomado una copa llena de ella; y cómo había liberado a una hermosa princesa de un hechizo que la ataba; y cómo ella se había comprometido a esperar un año entero, y luego casarse con él, y darle el reino.

Entonces los tres cabalgaron juntos, y en su camino a casa llegaron a un país que estaba devastado por la guerra y una terrible hambruna, de modo que se temía que todos morirían por miseria. Pero el príncipe dio el pan al rey de la tierra, y todo su reino comió de él. Y prestó al rey la espada maravillosa, y con ella mató al ejército enemigo; y así el reino estaba una vez más en paz y abundancia. De la misma manera se hizo amigo de otros dos países por los que pasaron en su camino.

Cuando llegaron al mar, subieron a un barco y durante el viaje los dos mayores se dijeron a sí mismos: 'Nuestro hermano tiene el agua que nosotros no pudimos encontrar, por eso nuestro padre nos abandonará y le dará el reino, que es nuestro derecho'; así que estaban llenos de envidia y venganza, y acordaron juntos cómo podrían arruinarlo. Luego esperaron hasta que estuvo profundamente dormido, y vertieron el Agua de Vida de la copa, y la tomaron para ellos, dándole agua de mar amarga en su lugar.

Cuando llegaron al final de su viaje, el hijo menor llevó su copa al rey enfermo, para que bebiera y se curara. Sin embargo, apenas había probado el amargo agua del mar cuando se puso peor de lo que estaba antes; y entonces entraron los dos hijos mayores, y reprocharon al menor por lo que habían hecho; y dijo que quería envenenar a su padre, pero que habían encontrado el Agua de la Vida y la habían traído con ellos. Apenas comenzó a beber de lo que le traían, sintió que la enfermedad lo abandonaba, y estaba tan fuerte y bien como en sus días mozos. Entonces fueron donde su hermano, y se rieron de él, y dijeron: 'Bueno, hermano, encontraste el Agua de la Vida, ¿verdad? Tú has tenido el problema y nosotros tendremos la recompensa. Orad, con toda vuestra astucia, ¿Por qué no lograste mantener los ojos abiertos? El año que viene uno de nosotros te quitará a tu hermosa princesa, si no te cuidas. Será mejor que no le digas nada de esto a nuestro padre, porque él no cree una palabra de lo que dices; y si cuentas cuentos, perderás la vida en el trato: pero cállate y te dejaremos ir.

El anciano rey todavía estaba muy enojado con su hijo menor, y pensó que realmente tenía la intención de quitarle la vida; así que convocó a su corte y preguntó qué debía hacerse, y todos estuvieron de acuerdo en que debía ser ejecutado. El príncipe no sabía nada de lo que estaba pasando, hasta que un día, cuando los principales cazadores del rey fueron a cazar con él, y estaban juntos solos en el bosque, el cazador parecía tan triste que el príncipe dijo: 'Amigo mío, ¿qué ¿Qué te pasa a ti? -No puedo ni me atrevo a decírtelo -dijo-. Pero el príncipe rogó mucho y dijo: 'Sólo dime qué es, y no creas que me enojaré, porque te perdonaré'. '¡Pobre de mí!' dijo el cazador; El rey me ha ordenado que te dispare. El príncipe se sobresaltó y dijo: 'Déjame vivir, y me cambiaré de ropa contigo; tomarás mi manto real para enseñárselo a mi padre, y me darás el tuyo andrajoso.' 'Con todo mi corazón,' dijo el cazador; Estoy seguro de que me alegrará salvarte, porque no podría haberte disparado. Luego tomó la túnica del príncipe, le dio la gastada y se alejó por el bosque.

Algún tiempo después, tres grandes embajadas acudieron a la corte del anciano rey, con ricos obsequios en oro y piedras preciosas para su hijo menor; Ahora bien, todos estos fueron enviados por los tres reyes a quienes les había prestado su espada y su barra de pan, para librarlos de su enemigo y alimentar a su pueblo. Esto tocó el corazón del anciano rey, y pensó que su hijo aún podría ser inocente, y dijo a su corte: '¡Oh, si mi hijo todavía viviera! ¡Cómo me apena haberlo hecho matar! 'Todavía está vivo', dijo el cazador; 'y me alegro de haber tenido piedad de él, pero lo dejé ir en paz y trajo a casa su abrigo real'. Ante esto, el rey se llenó de alegría e hizo saber por todo su reino que si su hijo volvía a su corte, lo perdonaría.

Mientras tanto, la princesa esperaba ansiosamente hasta que regresara su libertador; e hizo construir un camino que conducía a su palacio todo de oro brillante; y les dijo a sus cortesanos que quienquiera que llegara a caballo y cabalgara directamente hasta la puerta en él, era su verdadero amante; y que debían dejarlo entrar: pero quienquiera que cabalgara por un lado de él, debían estar seguros de que no era el correcto; y que deben despedirlo de inmediato.

Pronto llegó el momento en que el hermano mayor pensó que se apresuraría a ir a la princesa y decirle que él era quien la había liberado, y que debería tenerla por esposa y el reino con ella. Cuando llegó ante el palacio y vio el camino dorado, se detuvo para mirarlo y pensó para sí mismo: 'Es una lástima cabalgar por este hermoso camino'; así que se desvió y cabalgó por el lado derecho. Pero cuando llegó a la puerta, los guardias, que habían visto el camino que tomaba, le dijeron que no podía ser lo que decía que era y que debía ocuparse de sus asuntos.

El segundo príncipe partió poco después con la misma misión; y cuando llegó al camino de oro, y su caballo había puesto un pie en él, se detuvo a mirarlo, y le pareció muy hermoso, y se dijo a sí mismo: '¡Qué lástima es que algo tenga que pisar aquí!' Luego él también se desvió y cabalgó por el lado izquierdo. Pero cuando llegó a la puerta, los guardias dijeron que él no era el verdadero príncipe, y que él también debía irse a sus asuntos; y lejos se fue.

Ahora bien, cuando se cumplió el año completo, el tercer hermano dejó el bosque en el que se había escondido por temor a la ira de su padre, y partió en busca de su prometida. Así que siguió adelante, pensando en ella todo el camino, y cabalgó tan rápido que ni siquiera vio de qué estaba hecho el camino, sino que pasó con su caballo derecho sobre él; y cuando llegó a la puerta, se abrió de par en par, y la princesa lo recibió con alegría, y dijo que él era su libertador, y que ahora debería ser su esposo y señor del reino. Pasada la primera alegría de su encuentro, la princesa le dijo que había oído que su padre lo había perdonado y su deseo de tenerlo de nuevo en casa, por lo que, antes de su boda con la princesa, fue a visitar a su padre, llevándola con él. Entonces le contó todo; cómo sus hermanos lo habían engañado y robado, y, sin embargo, que había soportado todos esos males por amor a su padre. Y el viejo rey estaba muy enojado, y quería castigar a sus hijos malvados; pero lograron escapar, se subieron a un barco y navegaron por el ancho mar, y adónde fueron nadie lo supo ni le importó.

Y ahora el viejo rey reunió a su corte y pidió a todo su reino que viniera y celebrara la boda de su hijo y la princesa. Y jóvenes y viejos, nobles y escuderos, gentiles y sencillos, acudieron inmediatamente a la llamada; y entre los demás venía el simpático enano, con el sombrero de pan de azúcar y una capa escarlata nueva.

Y se celebró la boda, y sonaron las alegres campanas. Y todas las buenas personas bailaron y cantaron, y festejaron y retozaron, no puedo decir cuánto tiempo.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

98. El doctor Sabelotodo

Hermanos Grimm

Érase una vez un pobre campesino, llamado Cangrejo que se fue a la ciudad guiando un carro tirado por dos bueyes a venderle a un doctor una carretada de leña por dos ducados. Mientras se le pagaban sus dineros el doctor se encontraba precisamente comiendo; cuando vio el campesino lo bien que comía y bebía le entró envidia y pensó que también él quisiera ser doctor. Así que se quedó unos momentos sin saber qué hacer y, al fin, le preguntó si no podría hacerse él doctor.

-¡Ya lo creo! -respondió el doctor-; eso se logra fácilmente.

-¿Qué debo hacer? -preguntó el campesino.

-En primer lugar te compras un abecedario, de esos que tienen un gallito pintado en las primeras páginas; en segundo lugar vendes tu carreta y los bueyes y, con lo que saques, te compras trajes y todo lo que es propio del menester doctoral; y, en tercer lugar, mandas hacer un rótulo donde se lea "Soy el doctor Sabelotodo" y lo clavas bien alto sobre la puerta de tu casa.

El campesino siguió las instrucciones al pie de la letra. Y he aquí que cuando ya había doctorado un poquillo, pero no mucho, robaron a un gran señor una cierta cantidad de dinero. Entonces alguien le habló del doctor Sabelotodo, que vivía en tal pueblo y que tendría que saber también dónde estaba el dinero. Así que el señor mandó enganchar el coche, se fue a aquel pueblo, se presentó en su casa y le preguntó si era el doctor Sabelotodo. Pues sí, lo era. Entonces tendría que ir con él a recuperar el dinero robado. ¡Oh, sí!; pero Grete, su mujer, tendría que acompañarle.

El señor se mostró conforme, invitó a la pareja a subir al coche y partieron todos. Cuando llegaron al palacete señorial la mesa ya estaba puesta, y el señor le rogó que comiese antes que nada. ¡Encantado!, dijo, pero con su mujer, la Grete; y se sentó con ella en la mesa. Cuando entró el primer criado llevando una fuente llena de suculentos manjares, el campesino dio un codazo a su mujer y le dijo:

-Grete, éste es el primero.

Y sólo quiso dar a entender que éste era quien había servido el primer plato; pero el criado creyó que había querido decir "Este es el primer ladrón"; y como realmente lo era le entró miedo, y cuando salió dijo a sus camaradas:

-El doctor lo sabe todo; vamos a salir mal parados; ha dicho que yo soy el primero.

El segundo no quería entrar pero no tuvo otro remedio y, cuando lo hizo llevando su fuente, el campesino, dando otro codazo a su mujer, dijo:

-Grete, éste es el segundo.

El segundo criado también se asustó y salió precipitadamente. Al tercero no le fue mejor, pues el campesino dijo de nuevo:

-Grete, éste es el tercero.

El cuarto sirvió una fuente tapada, y entonces el señor le pidió que mostrase sus artes adivinando lo que contenía. En la fuente había cangrejos. El campesino contempló la fuente y, no sabiendo qué responder, exclamó:

-¡Ay de ti, pobre Cangrejo!

Al oírlo exclamó el señor:

-¡Ahí lo tenéis: lo sabe!; y también sabrá quién tiene el dinero.

Al criado le entró un pánico cerval y guiñó un ojo al doctor, dándole a entender que saliera un momento. Cuando lo hizo, los cuatro confesaron haber robado el dinero, asegurándole estar dispuestos a restituirlo y a darle, además, una cuantiosa suma si se comprometía a no descubrirlos, pues les iba en ello la cabeza. Le mostraron también dónde habían escondido el dinero. El doctor se dejó convencer, volvió a entrar, se sentó a la mesa y dijo:

-Señor, ahora miraré en mi libro a ver dónde está escondido el dinero.

Y en estas el quinto criado se escondió en la chimenea para ver si el doctor sabía aún más cosas; pero éste abrió su cartilla y empezó a hojearla de arriba a abajo, buscando el gallo. Y como tardase en encontrarlo, dijo:

-Sé que estás ahí dentro, y tendrás que salir.

Creyó el de la chimenea que iba con él y salió aterrorizado de su escondite diciendo:

-¡Ese hombre lo sabe todo!

A continuación el doctor Sabelotodo mostró al señor donde se encontraba el dinero, pero sin decirle quién se lo había robado; recibió una buena remuneración por ambas partes y se hizo un hombre famoso.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

99. El espíritu embotellado

Hermanos Grimm

Érase una vez un pobre leñador que trabajaba desde la madrugada hasta bien entrada la noche. Habiendo conseguido, al fin, reunir un poco de dinero, manifestó a su hijo:

- Tú eres mi hijo único; el dinero que he logrado ahorrar con mis sudores, voy a gastarlo en tu instrucción. Aprende un oficio que sea útil y honrado, y podrás mantenerme cuando yo sea viejo y mis miembros estén tan débiles que haya de quedarme en casa sentado.

Se fue el muchacho a la universidad y estudió con aplicación y diligencia durante un tiempo, mereciendo los encomios de sus maestros.

Después de estudiar dos o tres cursos, se agotó el poco dinero recogido por el padre, y el mancebo hubo de volver al pueblo.

- ¡Ay - díjole tristemente el viejo -, nada más puedo darte! Son tiempos muy duros, y apenas llego a ganar lo bastante para el pan de cada día.

- Padre - respondió el muchacho -, no os inquietéis por esto. Cuando Dios lo ha dispuesto así, es que será por mi bien. Ya me las arreglaré.

Como el padre se preparaba a marcharse al bosque para ganarse unas monedas con su oficio de leñador, díjole su hijo:

- Dejadme ir con vos a ayudaros.

- No, hijo - respondióle el leñador -. Te resultaría muy penoso, ya que no estás acostumbrado a esta clase de trabajo; no lo resistirías. Además, sólo tengo un hacha, y no hay dinero para comprar otra.

- Pedid una al vecino - dijo el mozo-. Os prestará su hacha hasta que yo haya ganado lo suficiente para comprarme una.

Fue el hombre a pedir prestada el hacha a su vecino, y al despertar el día se dirigieron juntos al bosque, donde el hijo se puso a ayudar a su padre, trabajando con todo ardor y alegría. A mediodía, cuando el sol caía sobre sus cabezas, dijo el viejo:

- Ahora descansaremos y comeremos; luego reanudaremos el trabajo.

Cogiendo el muchacho su pan, dijo:

- Descansad vos, padre. Yo no estoy fatigado; voy a pasear un poco en busca de nidos.

- No seas tonto - exclamó el viejo -. Si te vas a correr por ahí, luego estarás rendido y no podrás ni levantar el brazo; mejor es que te quedes conmigo.

Pero el hijo se metió en el bosque comiendo pan y mirando alegremente las ramas en busca de nidos. Así, andando sin rumbo fijo, llegó al pie de un alto y corpulento roble, que parecía varias veces centenario y cuyo tronco, apenas abrazarían cinco hombres con los brazos extendidos. Se detuvo y pensó: "Muchos serán los pájaros que habrán hecho aquí su nido." De pronto parecióle oír una voz; aguzando el oído, percibió unas palabras en tono apagado: "¡Déjame salir, déjame salir!." Miró en torno suyo, pero no descubrió nada. La voz parecía salir del interior de la tierra. Gritó entonces:

- ¿Dónde estás?

Respondió la voz:

- ¡Estoy aquí, entre las raíces del roble! ¡Déjame salir, déjame salir!

El estudiante se puso a desbrozar el pie del árbol y ahondar en la tierra, entre las raíces, hasta que, al fin, descubrió una botella de cristal metida en un pequeño hueco. Al levantarla y examinarla a la luz, vio una forma, parecida a una rana, que saltaba en el interior del frasco. "¡Déjame salir, déjame salir!," volvió a oír, y el mozo, sin pensar nada malo, quitó el tapón de la botella.

Inmediatamente salió de ella un espíritu, que empezó a crecer, tan rápidamente, que a los pocos instantes se había convertido en un tipo horrible, grande y corpulento como la mitad del roble.

- ¿Sabes - dijo el monstruo con voz espantosa - cuál será tu recompensa por haberme libertado?

- No - respondióle el muchacho, sin sentir miedo -. ¿Cómo voy a saberlo?

- ¡Pues te lo diré - gritó el espíritu -; en premio, voy a retorcerte el pescuezo!

- ¡Pudiste decírmelo antes - replicó el muchacho - y te habría dejado donde estabas! Por el momento, deja mi cabeza en su sitio, pues hay que consultar a otras personas.

- ¡Otras personas, otras personas! Digan lo que quieran, recibirás el premio que te mereces. ¿Crees, que me han tenido encerrado tanto tiempo en este frasco para hacerme un favor? No, fue para castigo. Soy el poderoso Mercurio. A cualquiera que me ponga en libertad, tengo que romperle el cuello.

- ¡Poco a poco! - replicó el estudiante -. No nos precipitemos. Antes he de saber si realmente eres tú quien estaba aprisionado en la botella y si se trata, en realidad, de un auténtico espíritu. Si eres capaz de volver a introducirte en ella, te creeré; y entonces podrás hacer conmigo lo que te venga en gana.

- Esto es facilísimo - respondió el espíritu, lleno de arrogancia; y, contrayéndose hasta quedar tan pequeño y sutil como antes, se deslizó por el cuello de la botella y se metió dentro. Apenas se hubo metido, el estudiante aplicó rápidamente el tapón y volvió a poner la botella en el lugar de donde la sacara, entre las raíces del roble, dejando así burlado al espíritu.

Disponíase el mozo a volver junto a su padre, cuando el espíritu exclamó, con voz lastimera: "¡Déjame salir, déjame salir!."

- ¡No - replicóle el muchacho -, no me cogerás por segunda vez! No vuelvo a soltar a quién quiso quitarme la vida, ahora que lo tengo reducido a la impotencia.

- Si me dejas en libertad - exclamó el espíritu -, te daré riquezas bastantes para toda la vida.

- No. Me engañarías como antes.

- Estás jugándote tu felicidad - insistió el espíritu -. No te causaré ningún daño, sino que te recompensaré con largueza.

Pensó el estudiante: "Voy a aventurarme; tal vez cumpla su palabra. De todos modos, no me pescará." Quitó el tapón, salió el espíritu y, dilatándose como la vez primera, pronto

quedó transformado en un gigante.

- Ahora te daré la recompensa prometida - dijo, y, alargando al muchacho un trapito parecido a un parche, prosiguió -. Frotando una herida con un extremo de este paño, quedará curada en el acto; y si con el otro extremo frotas un objeto de hierro o acero, al momento se convertirá en plata.

- Antes he de probarlo - respondió el estudiante. Acercóse a un árbol y arrancó con su hacha un poco de corteza; frotó luego el tronco con el extremo del parche, y en seguida se cubrió de corteza.

- Muy bien, no me has engañado - dijo al espíritu -, ahora podemos separarnos.

El espíritu le dio las gracias por haberlo libertado, y el estudiante se las dio, a su vez, por el regalo y regresó junto a su padre.

- ¿Dónde estuviste? - preguntóle el viejo -. Por lo visto te has olvidado del trabajo. Siempre pensé que no harías nada bueno.

- No os apuréis, padre. Recuperaré el tiempo perdido.

- ¡Ya lo veo! - refunfuñó el viejo -. No es ésa la manera de portarse.

- Fijaos, padre, cómo corto aquel árbol. Oíd cómo cruje. Frotó el hacha con su parche y pegó un fuerte golpe; pero como el hierro se había transformado en plata, el filo se le torció -. Padre, ¡qué hacha más mala me habéis dado! ¡Ved cómo se ha torcido!

Asustóse el viejo y exclamó:

- ¡Dios Santo, qué has hecho! Ahora habré de pagar el hacha y no tengo con qué. Éste es el beneficio que he sacado de tu ayuda.

- No os apuréis - respondió el hijo -; yo pagaré la herramienta.

- ¡Mentecato! - exclamó el leñador -. ¿Con qué piensas pagarla? No tienes más que lo que yo te doy. Tretas de estudiante no te faltan, pero del oficio de leñador no entiendes una palabra.

Al cabo de un rato dijo el estudiante:

- Padre, ya que no puedo seguir trabajando; mejor será que lo dejemos.

- ¡Cómo! - replicó el viejo -. Piensas que voy a estar mano sobre mano como tú? Márchate si quieres, que yo tengo todavía que hacer.

- Padre, es la primera vez que he ido al bosque y no sé el camino. Veníos conmigo.

Al viejo se le aplacó el enojo y se dejó convencer al fin. Emprendieron, pues, el regreso, y durante el camino dijo el anciano al muchacho:

- Ve a vender el hacha estropeada. Saca cuanto puedas por ella; el resto tendré que ganarlo yo para pagar al vecino.

El mozo se fue con la herramienta a la ciudad, y, entrando en la tienda de un orfebre, se la ofreció en venta. Examinóla el platero y, después de pesada, dijo:

- Vale cuatrocientos escudos; pero ahora no tengo tanto dinero aquí.

- Dadme lo que tengáis; el resto me lo pagaréis más adelante - propuso el muchacho.

Pagóle el orfebre trescientos escudos, y le quedó deudor de otros cien. El mozo regreso a su casa:

- Padre - dijo -, ya tengo dinero. Id a preguntar al vecino lo que le debéis por el hacha.

- No tengo que preguntárselo - respondió el leñador -. Vale un escudo y seis cuartos.

- Pues dadle tres escudos; es el doble y quedará contento. Mirad: me sobra dinero - y, entregando a su padre cien escudos, le dijo -: Ya nada os faltará. Podéis vivir tranquilamente.

- ¡Dios mío! - exclamó el hombre -; ¿y cómo has adquirido toda esta riqueza?

Entonces le explicó el hijo lo que le había ocurrido y cómo, fiando en la suerte, había realizado aquella rica adquisición. Con el resto del dinero se marchó a seguir sus estudios en la universidad; y como, gracias a su parche, curaba todas las heridas, pronto convirtióse en el doctor más famoso del mundo entero.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

100. El mugriento hermano del diablo

Hermanos Grimm

Un militar licenciado no tenía con que vivir ni encontraba medio de resolver su apurada situación. Fuese al bosque, y, al cabo de un rato de andar por él, se le presentó un enano, que era el diablo. Díjole el hombrecillo:

- ¿Qué te ocurre? Pareces muy melancólico.

Y el soldado le respondió:

- Tengo hambre y estoy sin dinero.

- Si te avienes a servirme y ser mi criado - díjole el diablo -, jamás te faltará nada. Siete años durará tu servicio, al cabo de los cuales quedarás libre. Pero una cosa te prevengo: No deberás lavarte, ni peinarte, ni usar las tijeras -, quiero decir que no te cortarás las uñas ni el cabello. Además, no te secarás el agua de los ojos.

- ¡Vamos a ello, si no hay otro remedio! - respondió el soldado -; y se marchó con el enano, el cual lo condujo directamente al infierno.

Una vez en él, le dio instrucciones sobre su trabajo: avivar el fuego debajo de los calderos en que se asaban los condenados; mantener la casa limpia; recoger la basura detrás de la puerta y cuidar de que todo estuviese en orden. Pero le advirtió que si se atrevía a mirar una sola vez lo que había en los calderos, lo pasaría mal.

- Pierde cuidado - le respondió el militar.

El viejo diablo se marchó de nuevo a sus correrías, y el soldado dio principio a su faena: avivó el fuego, barrió, amontonó la basura detrás de la puerta... en una palabra, hizo cuanto le habían mandado. Al regresar, el diablo comprobó que las cosas habían sido hechas debidamente; manifestóse satisfecho y se marchó de nuevo. El soldado echó una mirada a su alrededor; allí estaban los calderos, en círculo, con un enorme fuego debajo, cociendo y borboteando. Sentía unos deseos locos de ver lo que había dentro, a pesar de la prohibición del diablo; y, al fin, no pudiendo ya resistir, levantó un poquitín la tapadera del primer caldero y echó una mirada: dentro estaba hirviendo su antiguo sargento.

- ¡Ajá, pajarraco! Conque estás ahí, ¿eh? Antes estuve yo en tus manos; mas ahora estás tú en las mías - y, volviendo a soltar rápidamente la tapadera, atizó el fuego y le añadió leña. Pasando luego al caldero siguiente, levantó la tapa y vio que contenía a su alférez.

- ¡Ajá, pajarraco! Conque estás ahí, ¿eh? Me tuviste en tus manos, pero ahora yo te tengo en las mías - y, tapando nuevamente, echó al fuego otro tarugo para avivarlo. Quiso ver también quién ocupaba el tercer caldero, y resultó que estaba en él su general.

- ¡Aja, pajarraco! Conque estás ahí, ¿eh? Me tuviste en tus manos, pero ahora te tengo yo en las mías - y, echando mano del fuelle, se puso a atizar el fuego con el mayor entusiasmo, hasta que se elevaron grandes llamaradas.

De este modo cumplió sus siete años de servicio en el infierno, sin lavarse ni peinarse, sin cortarse cabellos ni uñas y sin secarse el agua de los ojos; y aquellos siete años le parecieron tan cortos como si hubiese transcurrido sólo medio.

Cumplido el plazo, fue el diablo a su encuentro y le dijo:

- Bueno, Juan, ¿qué has hecho?

- He avivado el fuego debajo de los calderos, he barrido y recogido la basura detrás de la puerta.

- Pero también miraste lo que había en los calderos. Lo único que te salva es que añadiste más leña, pues de otro modo estabas perdido. Ha terminado tu tiempo. ¿Quieres volver a tu

pueblo?

- Sí. Me gustaría ver qué hace mi padre en casa.

- Como pago de tus servicios, llénate la mochila de basura y llévasela a tu casa. Debes, asimismo, ir sin lavarte ni peinarte, con el cabello y la barba largos, sin cortarte las uñas y con los ojos húmedos; y cuando te pregunten de dónde vienes, responderás: "Del infierno," y si te dicen quién eres, contestarás: "El mugriento hermano del diablo, mi rey."

El soldado lo escuchó en silencio, aunque no estaba satisfecho con aquella paga.

No bien se encontró al aire libre, en el bosque, quitóse la mochila de la espalda para vaciar su contenido. Pero al abrirla, ¡anda! ¡La basura se había convertido en oro puro!

- Nunca lo hubiera pensado - dijo, y encaminóse a la ciudad, alegre como unas pascuas. En la puerta de la posada estaba el ventero, el cual, al verlo acercarse, tuvo un gran susto, pues el aspecto de Juan era horrible, peor que el de un espantapájaros.

- ¿De dónde vienes? - le preguntó.

- ¡Del infierno!

- ¿Quién eres?

- El mugriento hermano del diablo, mi rey.

El posadero no quería admitirlo, y sólo al ver el oro que traía, corrió en persona a abrirle la puerta. Pidió Juan la mejor habitación y se hizo servir a cuerpo de rey; comió y bebió hasta que se vio harto. Pero todo ello sin lavarse ni peinarse, como le mandara el diablo, y, por fin, se fue a dormir. Mas al posadero le bailaba ante los ojos su bolso de oro, y no estuvo tranquilo hasta que, en lo más oscuro de la noche, entró furtivamente en su aposento y se lo robó.

Al levantarse Juan a la mañana siguiente, dispúsose a pagar al posadero y reemprender su camino; pero su bolsa había desaparecido. El hombre no se paró mucho tiempo a considerar las cosas. "No tengo la culpa de mi desgracia," pensó, y fue otra vez derechito al infierno. Allí explicó su infortunio al viejo diablo y le pidió que le ayudase. Díjole el demonio:

- Siéntate: te lavaré, peinaré y acicalaré; te cortaré el pelo y las uñas y te secaré los ojos -. Y cuando ya hubo terminado, volvió a llenarle la mochila de basura, y declaró:

- Ve y di al posadero que te devuelva el oro. De lo contrario, iré yo a buscarlo y tendrá que sustituirte en el trabajo de avivar el fuego.

Volvió Juan a la posada y dijo al dueño:

- Me robaste mi dinero. Por tanto, me lo devuelves o irás al infierno a ocupar mi puesto, y lo pasaras tan mal como yo lo pasé.

El posadero le devolvió el oro, y aún le añadió del propio, rogándole que no lo descubriese, con lo que Juan se marchó, convertido en un hombre rico.

Camino de la casa de su padre, compróse una mala casaca de hilo, y, mientras caminaba, entreteníase tocando música, arte que había aprendido en el infierno, al lado del diablo. El rey del país, que era viejo, se empeñó en que tocase delante de él, y le gustó tanto el concierto, que le ofreció la mano de su hija mayor. Pero al enterarse la princesa de que iban a casarla con aquel patán de casaca blanca, exclamó: - ¡Antes me arrojaría al agua!

Entonces el Monarca le dio a la hija menor, la cual lo aceptó por amor a su padre. Y de este modo el mugriento hermano del diablo se casó con la princesita, y, al morir el anciano rey, heredó el trono.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

101. Piel de Oso

Hermanos Grimm

Un joven se alistó en el ejército y se portó con mucho valor, siendo siempre el primero en todas las batallas. Todo fue bien durante la guerra, pero en cuanto se hizo la paz, recibió la licencia y orden para marcharse donde le diera la gana. Habían muerto sus padres y no tenía casa, suplicó a sus hermanos que le admitiesen en la suya hasta que volviese a comenzar la guerra; pero tenían el corazón muy duro y le respondieron que no podían hacer nada por él, que no servía para nada y que debía salir adelante como mejor pudiese. El pobre diablo no poseía más que su fusil, se lo echó a la espalda y se marchó a la ventura.

Llegó a un desierto muy grande, en el que no se veía más que un círculo de árboles. Se sentó allí a la sombra, pensando con tristeza en su suerte.

-No tengo dinero, no he aprendido ningún oficio; mientras ha habido guerra he podido servir al rey, pero ahora que se ha hecho la paz no sirvo para nada; según voy viendo tengo que morirme de hambre.

Al mismo tiempo oyó ruido y levantando los ojos, distinguió delante de sí a un desconocido vestido de verde con un traje muy lujoso, pero con un horrible pie de caballo.

-Sé lo que necesitas, le dijo el extraño, que es dinero; tendrás tanto como puedas desear, pero antes necesito saber si tienes miedo, pues no doy nada a los cobardes.

-Soldado y cobarde, respondió el joven, son dos palabras que no se han hermanado nunca. Puedes someterme a la prueba que quieras.

-Pues bien, repuso el forastero, mira detrás de ti.

El soldado se volvió y vio un enorme oso que iba a lanzarse sobre él dando horribles gruñidos.

-¡Ah! ¡ah! exclamó, voy a romperte las narices y a quitarte la gana de gruñir; y echándose el fusil a la cara, le dio un balazo en las narices y el oso cayó muerto en el acto.

-Veo, dijo el forastero, que no te falta valor, pero debes llenar además otras condiciones.

-Nada me detiene, replicó el soldado, que veía bien con quién tenía que habérseles, siempre que no se comprometa mi salvación eterna.

-Tú juzgarás por ti mismo, le respondió el hombre. Durante siete años no debes lavarte ni peinarte la barba ni el pelo, ni cortarte las uñas, ni rezar. Voy a darte un vestido y una capa que llevarás durante todo este tiempo. Si mueres en este intervalo me perteneces a mí, pero si vives más de los siete años, serás libre y rico para toda tu vida.

El soldado pensó en la gran miseria a que se veía reducido; él que había desafiado tantas veces la muerte, podía muy bien arriesgarse una vez más. Aceptó. El diablo se quitó su vestido verde y se le dio diciéndole:

-Mientras lleves puesto este vestido, siempre que metas la mano en el bolsillo sacarás un puñado de oro.

Después quitó la piel al oso y añadió:

-Esta será tu capa y también tu cama, pues no debes tener ninguna otra, y a causa de este vestido te llamarán Piel de Oso.

El diablo desapareció enseguida.

El soldado se puso su vestido y metiendo la mano en el bolsillo, vio que el diablo no le había engañado. Se endosó también la piel de oso y se puso a correr el mundo dándose buena vida y no careciendo de nada de lo que hace engordar a las gentes y enflaquecer al bolsillo. El primer año tenía una figura pasadera, pero al segundo tenía todo el aire de un monstruo. Los cabellos le cubrían la cara casi por completo, la barba se había mezclado con ellos, y se hallaba su rostro tan lleno de cieno, que si hubieran sembrado yerba en él hubiese nacido de seguro. Todo el mundo huía de él; sin embargo, como socorría a todos los pobres pidiéndoles rogasen a Dios porque no muriese en los siete años, y como hablaba como un hombre de bien, siempre hallaba buena acogida.

Al cuarto año entró en una posada, cuyo dueño no quería recibirle ni aun en la caballeriza, por temor de que no asustase a los caballos. Pero cuando Piel de Oso sacó un puñado de duros de su bolsillo, se dejó ganar el patrón y le dio un cuarto en la parte trasera del patio a condición de que no se dejaría ver para que no perdiese su reputación el establecimiento.

Una noche estaba sentado Piel de Oso en su cuarto, deseando de todo corazón la conclusión de los siete años, cuando oyó llorar en el cuarto inmediato. Como tenía buen corazón, abrió la puerta y vio a un anciano que sollozaba con la cabeza entre las manos. Pero viendo entrar a Piel de Oso, el hombre asustado quiso huir. Mas se tranquilizó por último oyendo una voz humana que le hablaba, y Piel de Oso concluyó, a fuerza de palabras amistosas, por hacerle referir la causa, de su disgusto. Había perdido todos sus bienes y estaba reducido con sus hijas a tal miseria que no podía pagar al huésped y le iban a poner preso.

-Si no tenéis otro cuidado, le dijo Piel de Oso, yo poseo dinero bastante para sacaros de vuestro apuro.

-Y mandando venir al posadero le pagó, y, dio además a aquel desgraciado una fuerte suma para sus necesidades.

El anciano, viéndose salvado, no sabía cómo manifestar su reconocimiento.

-Ven conmigo, le dijo; mis hijas son modelos de hermosura, elegirás una por mujer y no se negará en cuanto sepa lo que acabas de hacer por mí. Tu aire es en verdad un poco extraño, pero una mujer te reformará bien pronto.

Piel de Oso consintió en acompañar al anciano, mas cuando la hija mayor vio su horrible rostro, echó a correr asustada dando gritos de espanto. La segunda le miró a pie firme y después de haberle contemplado de arriba abajo, dijo:

-¿Cómo aceptar un marido que no tiene figura humana? Preferiría el oso afeitado que vi un día en la feria, y que estaba vestido de hombre con una pelliza de húsar y sus guantes blancos. Al menos no era más que feo y podía una acostumbrarse a él.

Pero la menor dijo:

-Querido padre, debe ser un hombre muy honrado, puesto que nos ha socorrido; le habéis prometido una mujer y es preciso hacer honor a vuestra palabra.

-Por desgracia el rostro de Piel de Oso estaba cubierto de pelo y de barro, pues si no se hubiera podido ver brillar la alegría que rebosó en su corazón al oír estas palabras. Quitó un anillo de su dedo, le partió en dos, dio la mitad a su prometida, recomendándola le guardase ínterin él conservaba la otra. En la mitad que la dio inscribió su propio nombre, y el de la joven en la que guardó para sí. Después se despidió de ella, diciendo:

-Os dejo hasta dentro de tres años, si vuelvo nos casaremos, pero si no vuelvo es que he muerto y entonces seréis libre.

Pedid a Dios que me conserve la vida.

La pobre joven estaba siempre triste desde aquel día y se la saltaban las lágrimas cuando se acordaba de su futuro marido. Sus hermanas, por su parte, la dirigían las chanzas más groseras.

-Ten cuidado, la decía la mayor, cuando le des la mano, no te desuelle con su pata.

-Desconfía de él, la decía la segunda; los osos son aficionados a la carne blanca; si le gusta te comerá.

-Tendrás que hacer siempre su voluntad, añadía la mayor, pues de otro modo no te faltarán gruñidos.

-Pero, añadía la segunda, el baile de la boda será alegre; los osos bailan mucho y bien.

La pobre joven dejaba hablar a sus hermanas sin incomodarse. En cuanto al hombre de la Piel de Oso, andaba siempre por el mundo haciendo todo el bien que podía y dando generosamente a los pobres para que pidiesen por él.

Cuando llegó al fin el último día de los siete años, volvió al desierto y se puso en la plazuela de árboles. Se levantó un aire muy fuerte, y no tardó en presentarse el diablo de muy mal humor; dio al soldado sus vestidos viejos y le pidió el suyo verde.

-Espera, dijo Piel de Oso, es preciso que me limpies antes.

El diablo se vio obligado, bien a pesar suyo, a ir a buscar agua y lavarle, peinarle el pelo y cortarlo las uñas. El joven tomó el aire de un bravo soldado mucho mejor mozo de lo que era antes.

Piel de Oso se sintió aliviado de un gran peso cuando partió el diablo sin atormentarle de ningún otro modo. Volvió a la ciudad, y se puso un magnífico vestido de terciopelo, y subiendo a un coche tirado por cuatro caballos, blancos, se hizo conducir a casa de su prometida. Nadie le conoció; el padre le tomó por un oficial superior y le condujo al cuarto donde se hallaban sus hijas. Las dos mayores le hicieron sentar a su lado, le sirvieron una excelente comida, y declarando que no habían visto nunca un caballero tan buen mozo. En cuanto a su prometida, estaba sentada enfrente de él con su vestido negro, los ojos bajos y sin decir una sola palabra.

El padre le preguntó, por último, si quería casarse con alguna de sus hijas, y las dos mayores corrieron a su cuarto para vestirse, pensando cada una de ellas que sería la preferida.

El forastero se quedó solo con su prometida, sacó la mitad del anillo que llevaba en el bolsillo y le echó en un vaso de vino que la ofreció.

Citando se puso a beber y distinguió aquel fragmento en el fondo del vaso; se estremeció su corazón de alegría.

Cogió la otra mitad que llevaba colgada al cuello y la acercó a la primera, uniéndose ambas exactamente. Entonces él la dijo:

-Soy tu prometido, el que has visto bajo una piel de oso; ahora, por la gracia de Dios, he recobrado la figura humana y estoy purificado de mis pecados.

Y tomándola en sus brazos, la estrechaba en ellos cariñosamente en el momento mismo en que entraban sus dos hermanas con sus magníficos trajes; pero cuando vieron que aquel joven tan buen mozo era para su hermana y que era el hombre de la piel de oso, se marcharon llenas de disgusto y cólera. La primera se tiró a un pozo y la segunda se colgó de un árbol.

Por la noche llamaron a la puerta, y yendo, a abrir el marido, vio al diablo con su vestido verde que le dijo:

-No he salido mal; he perdido un alma pero he ganado dos.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

102. El reyezuelo y el oso

Hermanos Grimm

Un día de verano salieron de paseo el lobo y el oso. Éste, oyendo el melodioso canto de un pajarillo, dijo:

- Hermano lobo, ¿qué pájaro es éste que tan bien canta?

- Es el rey de los pájaros - respondió el lobo -. Hemos de inclinarnos ante él.

Era, en efecto, el reyezuelo.

- En este caso - respondió el oso - me gustaría ver su palacio real. Enséñamelo.

- No es tan fácil como crees - dijo el lobo -; debes aguardar a que venga la Señora Reina.

Al poco rato se presentó la Reina, llevando comida en el pico, y llegó también el Rey, para dar de comer a sus crías. El oso quería seguirlos sin más ceremonias; pero el lobo lo sujetó por la manga, diciéndole:

- No, debes aguardar a que los reyes padres se hayan vuelto a marchar.

Tomaron nota del agujero donde estaba el nido, y se retiraron.

Pero el oso no podía dominar su impaciencia; a toda costa quería ver el real palacio, y, al poco rato, volvió al lugar. El Rey y la Reina se habían ausentado, y el oso, echando una mirada al nido, vio en él cinco o seis polluelos.

- ¿Esto es un palacio real? - exclamó -. ¡Vaya un palacio miserable! Ni vosotros sois hijos de reyes, sino unos pícaros.

Al oir esto los jóvenes reyezuelos, montando en cólera se pusieron a gritar:

- ¡No es verdad! Nuestros padres son gente noble. Nos pagarás caro este insulto, oso.

El oso y el lobo, inquietos, se volvieron a sus respectivas madrigueras, mientras los pajarillos continuaban gritando y alborotando. Cuando sus padres regresaron con más comida, los hijos les dijeron:

- No tocaremos una pata de mosca, aunque tengamos que morirnos de hambre, antes de que dejéis bien sentado si somos o no hijos legítimos. El oso estuvo aquí y nos insultó.

Dijo entonces el padre Rey:

- Estad tranquilos, que nosotros arreglaremos este asunto.

Y, emprendiendo el vuelo junto con la Señora Reina, llegaron a la entrada de la cueva del oso, y gritó el Rey:

- Oso gruñón, ¿por qué has insultado a nuestros hijos? Lo pagarás caro, pues vamos a hacerte una guerra sin cuartel.

Con esto declararon la guerra al oso, el cual llamó en su auxilio a todos los cuadrúpedos: el buey, el asno, el ciervo, el corzo y todos los demás que habitan la superficie de la tierra. Por su parte, el reyezuelo convocó a todos los que viven en el aire, no sólo a las aves, grandes y chicas, sino también a los mosquitos, avispones, abejas y moscas; todos hubieron de acudir.

Cuando sonó la hora de comenzar las hostilidades, el reyezuelo envió espías al lugar donde había instalado su cuartel general el jefe del ejército enemigo. El mosquito, que era el más astuto, recorrió el bosque en el que se concentraban las fuerzas adversarias, y se posó, finalmente, bajo una hoja del árbol a cuyo pie se daban las consignas. El oso llamó a la zorra y le dijo:

- Zorra, tú eres el más sagaz de todos los animales; serás el general, y nos acaudillarás.

- De buen grado - respondió la zorra -; pero, ¿qué señal adoptaremos?

Nadie dijo una palabra.

- Pues bien - prosiguió la zorra -: Yo tengo un hermoso rabo, largo y poblado, como un penacho rojo; mientras lo mantenga enhiesto, es señal de que la cosa marcha bien, y vosotros debéis avanzar; pero si lo bajo, echad a correr con todas vuestras fuerzas.

- Al oír esta consigna, el mosquito emprendió el vuelo a su campo y lo comunicó al reyezuelo con todo detalle.

Al amanecer el día en que debía librarse la batalla, viose, desde lejos, venir todo el ejército de cuadrúpedos a un trote furioso y armando un estruendo que hacía retemblar la tierra. El reyezuelo avanzó, por su parte, al frente de sus aladas huestes, hendiendo el aire con una pavorosa algarabía de chillidos, zumbidos y aleteos. Y los dos ejércitos se embistieron con furor. El reyezuelo envió al avispón con orden de situarse bajo el rabo de la zorra y picarle con todas sus fuerzas. A la primera punzada, la raposa dio un respingo y levantó la pata; resistió, sin embargo, manteniendo la cola enhiesta; la segunda picadura la obligó a bajarla un momento; y a la tercera, no pudiendo ya aguantar, lanzó un grito y puso el rabo entre piernas. Al verlo los animales, creyeron que todo estaba perdido y emprendieron la fuga, buscando cada uno refugio en su madriguera; así, las aves ganaron la batalla.

Volaron entonces los reyes padres hasta el nido y dijeron a sus crías:

- ¡Alegraos, pequeños, comed y bebed cuanto os apetezca; hemos ganado la guerra!

Pero los polluelos replicaron:

- No comeremos hasta que el oso venga ante nuestro nido a presentar excusas y reconozca nuestra alcurnia.

Voló el reyezuelo a la cueva del oso, y gritó:

- Gruñón, tienes que presentarte ante el nido de mis hijos a pedirles perdón y decirles que son personas de alcurnia; de otro modo, te vamos a romper las costillas.

El oso, asustado, apresuróse a ir para presentar sus excusas, y sólo entonces se declararon satisfechos los jóvenes reyezuelos, que comieron, bebieron y armaron gran jolgorio hasta muy avanzada la noche.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

103. Gachas dulces

Hermanos Grimm

Érase una vez una muchacha, tan pobre como piadosa, que vivía con su madre, y he aquí que llegaron a tal extremo en su miseria, que no tenían nada para comer. Un día en que la niña fue al bosque, encontróse con una vieja que, conociendo su apuro, le regaló un pucherito, al cual no tenía más que decir: "¡Pucherito, cuece!," para que se pusiera a cocer unas gachas dulces y sabrosísimas; y cuando se le decía: "¡Pucherito, párate!," dejaba de cocer.

La muchachita llevó el puchero a su madre, y así quedaron remediadas su pobreza y su hambre, pues tenían siempre gachas para hartarse. Un día en que la hija había salido, dijo la madre: "¡Pucherito, cuece!," y él se puso a cocer, y la mujer se hartó. Luego quiso hacer que cesara de cocer, pero he aquí que se le olvidó la fórmula mágica. Y así, cuece que cuece, hasta que las gachas llegaron al borde y cayeron fuera; y siguieron cuece que cuece, llenando toda la cocina y la casa, y luego la casa de al lado y la calle, como si quisieran saciar el hambre del mundo entero.

El apuro era angustioso, pero nadie sabía encontrar remedio. Al fin, cuando ya no quedaba más que una casa sin inundar, volvió la hija y dijo: "¡Pucherito, párate!," y el puchero paró de cocer. Mas todo aquel que quiso entrar en la ciudad, hubo de abrirse camino a fuerza de tragar gachas.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

104. Gente lista

Hermanos Grimm

Un buen día sacó un campesino del rincón su vara de ojaranzo y dijo a su mujer:

- Lina, me marcho de viaje y no regresaré antes de tres días. Si, entretanto, viene el ganadero y quiere comprar nuestras tres vacas, se las puedes vender por doscientos ducados. Ni uno menos, ¿entiendes?

- Márchate en el nombre de Dios - respondióle su esposa -; lo haré como dices.

- Mira - advirtióle el hombre - que desde niña eres dura de meollo y siempre lo serás. Pero atiende bien a lo que te digo. No hagas tonterías, o te pondré la espalda morada y no con pintura, sino con este palo que tengo en la mano, y que te costará un año volver a tu color natural, te lo garantizo.

Y, con ello, el hombre se puso en camino.

A la mañana siguiente se presentó el tratante, y la mujer no tuvo necesidad de gastar muchas palabras. Cuando el mercader hubo examinado el ganado y supo el precio, dijo:

- Estoy dispuesto a pagarlo; estos animalitos lo valen. Me los llevo.

Y, soltándolos de la cadena, los sacó del establo. Pero cuando se dirigía con ellos a la puerta de la granja, la mujer, cogiéndole de la manga, le dijo:

- Antes tenéis que entregarme los doscientos ducados; de lo contrario no os los llevaréis.

- Tenéis razón - respondió el ganadero -. Me olvidé de coger el bolso. Pero no os preocupéis, que os daré una buena garantía de pago. Me llevaré dos vacas y os dejaré la tercera en prenda; no está mal la fianza.

Así lo creyó la mujer, y dejó que el tratante se marchase con las dos reses, pensando: "¡Qué contento va a ponerse Juan cuando sepa lo lista que he sido!."

A los tres días regresó el campesino, tal como había anunciado, y su primera pregunta fue si estaban vendidas las vacas.

- Sí, marido mío - respondió la mujer -, y por doscientos ducados, como me dijiste. Apenas los valían, pero el hombre se las quedó sin regatear.

- ¿Dónde está el dinero?

- No lo tengo todavía, pues el tratante se había olvidado el bolso; pero no tardará en traerlo; me ha dejado una buena fianza.

- ¿Qué fianza?

- Una de las tres vacas; no se la llevará hasta que haya pagado las otras. No dirás que no he sido lista; fíjate: me he quedado con la más pequeña, que es la que menos come.

El hombre montó en cólera y, levantando el palo, se dispuso a propinarle la paliza prometida. Pero de pronto, bajándolo, dijo:

- Eres la criatura más necia que Dios echó jamás sobre la Tierra; pero me das lástima. Saldré al camino y esperaré tres días a ver si encuentro a alguien que sea aún más tonto que tú. Sí lo encuentro, te ahorrarás los palos; pero si no, prepárate a recibir la paga que te prometí, pues no pienso dejar nada por saldar.

Salió al camino y se puso a esperar los acontecimientos, sentado en una piedra. En esto vio acercarse una carreta, guiada por una mujer, que iba de pie en el centro, en vez de ir sentada en el montón de paja puesto al lado, o de andar a pie conduciendo los bueyes. Pensó el hombre: "De seguro que esa mujer es una de las personas que ando buscando." Se levantó, pues, y se puso a correr de un lado a otro delante de la carreta, como si no estuviera en sus cabales.

- ¿Qué os pasa, compadre? - preguntó la mujer -. ¿De dónde venís, que no os conozco?

- He caído del cielo - respondió el hombre - y no sé cómo volver allí. ¿No podríais llevarme?

- No - contestó la mujer -, no sé el camino. Pero si venís del cielo, seguramente podréis decirme qué tal lo pasa mi marido, que murió hace tres años. Sin duda lo habréis visto.

- Cierto que lo he visto; pero no todo el mundo lo pasa bien allí. Vuestro marido guarda ovejas, y las benditas reses le dan mucha fatiga, pues trepan a las montañas y se extravían por el bosque, y él no para de correr tras ellas para reunirlas. Además, va muy roto; las ropas se le caen a pedazos. Allí no hay sastres; San Pedro no deja entrar a ninguno; ya debéis saberlo por los cuentos.

- ¡Quién lo hubiera pensado! - exclamó la mujer -. ¿Sabéis qué? Iré a buscar su traje de los domingos, que aún está colgado en el armario, y que él podrá llevar allí con mucha honra. Me vais a hacer el favor de llevárselo.

- ¡Ni pensarlo! - replicó el campesino -; en el cielo nadie lleva traje; se lo quitan a uno al pasar la puerta.

- ¡Oídme! - dijo la mujer -. Ayer vendí el trigo, y por una bonita suma; se la enviaré. Si os metéis el dinero en el bolsillo, nadie lo notará.

- Si no hay otro remedio - respondió el labrador -, estoy dispuesto a haceros este favor.

- Pues aguardadme aquí - dijo ella -; vuelvo a casa por la bolsa y no tardaré en volver. Voy de pie en la carreta, en lugar de sentarme sobre la paja, para que los bueyes no tengan que llevar tanto peso.

Y puso en marcha a los animales, mientras el campesino pensaba: "Esta mujer es tonta de capirote; si de verdad me trae el dinero, la mía podrá considerarse afortunada, pues se habrá ahorrado los palos." Al cabo de poco rato volvió la campesina corriendo con el dinero, y lo metió ella misma en el bolso del hombre. Al despedirse, diole las gracias mil y mil veces por su complacencia.

Cuando la mujer llegó nuevamente a su casa, su hijo acababa de regresar del campo. Contóle las extrañas cosas que había oído, y añadió:

- Me alegro mucho de haber encontrado esta oportunidad de poder enviar algo a mi pobre marido. ¿Quién habría pensado jamás que en el cielo pudiese faltarle algo?

El hijo se quedó profundamente admirado.

- Madre - dijo -, eso de que uno baje del cielo no ocurre todos los días. Salgo a buscar a ese hombre; me gustaría saber cómo andan de trabajo por allí.

Y ensilló el caballo y partió a buen trote. Encontró al campesino bajo un árbol cuando se disponía a contar el dinero de la bolsa.

- ¿No habéis visto a un hombre que venía del cielo? - preguntóle el mozo.

- Sí - respondió el labrador -, pero se ha vuelto ya, tomando un atajo que pasa por aquella montaña. Al galope, todavía podréis alcanzarlo.

- ¡Ay! - exclamó el mozo -. Estoy rendido de trabajar todo el día, y el venir hasta aquí ha acabado con mis fuerzas. Vos, que conocéis al hombre, ¿queréis montar en mi caballo, ir en su busca y persuadirlo de que vuelva aquí?

"¡Ajá! - pensó el campesino - ¡he aquí otro que tiene flojos los tornillos!." Y, dirigiéndose al mozo, le dijo:

- ¡Pues no faltaba más!

Montó en el animal y emprendió un trote ligero. El muchacho se quedó aguardándolo hasta la noche, pero el campesino no volvió. "Seguramente - pensó el joven -, el hombre del cielo llevaría mucha prisa y no quiso volver, y el campesino le habrá dado el caballo para que lo entregue a mi padre." Y regresó a su casa y contó a su madre lo ocurrido: que había enviado el caballo a su padre para que no tuviese que correr a pie de un lado para otro.

- Has hecho muy bien - respondióle la madre -. Tú aún tienes buenas piernas y puedes andar a pie.

Cuando el campesino estuvo en su casa, puso el caballo en la cuadra junto a la tercera vaca. subió adonde estaba su mujer, y le dijo:

- Lina, has tenido suerte, pues he dado con dos que son aún más bobos que tú. Por esta vez te ahorrarás la paliza; pero te la guardo para la próxima ocasión.

Y, encendiendo la pipa y arrellanándose en el sillón, prosiguió -: Ha sido un buen negocio; por dos vacas flacas he obtenido un buen caballo y un buen bolso de dinero. Si la tontería fuese siempre tan productiva, habría que tenerla en alta estima.

Tal fue el pensamiento del campesino. Pero estoy seguro de que tú prefieres a los listos.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

105. Cuentos del sapo

Hermanos Grimm

I

Érase una vez un rapazuelo a quien su madre le daba, cada tarde, una taza de leche y un bollo de pan, y con ellos se iba el niño a la era. En cuanto empezaba a merendar acudía un sapo, que salía de una rendija de la pared, y, metiendo la cabecita en la taza, merendaba con él. El pequeño se gozaba mucho con su compañía, y, una vez sentado con su tacita, si el sapo no acudía en seguida, le llamaba:

"Sapo, sapo, ven ligero;

ven y serás el primero.

Te daré migajitas

en leche empapaditas."

Entonces acudía corriendo el sapo, merendaba de buena gana y mostraba su agradecimiento trayendo al niño, de su secreto tesoro, toda clase de bellas cosas, como piedras brillantes, perlas y juguetes de oro. Se limitaba a beberse la leche, y dejaba el pan, por lo que un día el pequeño, dándole un ligero golpecito en la cabeza con la cucharilla, le dijo:

- ¡Cómete también el pan!

La madre, que estaba en la cocina, al oír que su hijo hablaba con alguien y viendo que golpeaba al sapo con la cucharilla, corrió al patio con un tarugo de leña y mató al pobre animalito.

A partir de entonces empezó a producirse en el niño un gran cambio. Mientras el sapo había comido con él, el muchacho creció sano y robusto; pero desde la muerte del sapo, sus mejillas perdieron su color rosado y empezó a adelgazar a ojos vistas. Poco después comenzó a dejar oír su grito, por la noche, el ave que anuncia la muerte; el petirrojo se puso a recoger ramillas y hojas para una corona fúnebre, y al cabo de unos días, el niño yacía en un ataúd.

II

Una niña huerfanita se hallaba un día sentada junto a la muralla de la ciudad, cuando vio que un sapo salía de una rendija que había al pie del muro. Apresuróse a extender a su lado un pañuelo de seda azul, que llevaba alrededor del cuello, sabiendo que a los sapos les gustan mucho esta clase de pañuelos y que sólo a ellos acuden. No bien lo descubrió el animal, volvióse, y, al poco rato, apareció de nuevo con una coronita de oro y, depositándola sobre la tela, retiróse otra vez. La niña levantó la centelleante corona, que estaba hecha de una delicada trama de oro. Poco después asomó nuevamente el sapo, y, al no ver la corona, fue tal su pesadumbre que, arrastrándose hasta la pared, empezó a darse cabezazos contra ella hasta que cayó muerto. Si la niña no hubiese tocado la corona, seguramente el sapo le habría traído muchos más tesoros de los que guardaba en su agujero.

III

Grita el sapo:

- ¡Hu-hu, hu-hu!

Dice el niño:

- ¡Ven acá!

Sale el sapo, y el niño le pregunta por su hermanita:

- ¿No has visto a Medias Coloraditas?

Dice el sapo:

- No, yo no, ¿y tú? ¡Hu-hu, hu-hu, hu-hu!

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

106. El pobre mozo molinero y la gatita

Hermanos Grimm

Vivía en un molino un viejo molinero que no tenía mujer ni hijos, sino sólo tres mozos a su servicio. Cuando ya llevaban muchos años trabajando con él, un día les dijo:

– Soy viejo y quiero retirarme a descansar. Salid a recorrer el mundo, y a aquel de vosotros que me traiga el mejor caballo, le cederé el molino; pero con la condición de que me cuide hasta mi muerte. El más joven de los mozos, que era el aprendiz, se llamaba Juan, y los otros lo tenían por necio y no querían que llegase a ser dueño del molino. Marcháronse los tres juntos y, al llegar a las afueras del pueblo, dijeron los dos a Juan el tonto:

– Mejor será que te quedes aquí; en toda tu vida no podrás procurarte un jamelgo. Sin embargo, Juan insistió en ir con ellos, y al anochecer llegaron a una cueva en la que se refugiaron para dormir. Los dos mayores, que se creían muy listos, aguardaron a que Juan estuviese dormido, y luego se marcharon, abandonando a su compañero. ¡Ya veréis cómo saldrá la criada respondona! Cuando, al salir el sol, se despertó Juan, encontróse en una profunda caverna y, mirando en torno suyo, exclamó:

– ¡Dios mío!, ¿dónde estoy? Subió al borde de la cueva y salió al bosque, pensando: „Solo y abandonado, ¿cómo me procuraré el caballo?.“ Mientras andaba sumido en sus pensamientos, salióle al encuentro una gatita, de piel abigarrada, que le dijo en tono amistoso:

– ¿Adónde vas, Juan?

– ¡Bah! ¿Qué puedes hacer tú por mí?

– Sé muy bien qué es lo que buscas – respondióle la gata -: un buen caballo. Vente conmigo; si me sirves durante siete años, te daré uno tan hermoso como jamás lo viste en tu vida. „¡Vaya una gata maravillosa! – pensó Juan -; voy a probar si es cierto lo que me dice.“ Condújolo la gata a un pequeño palacio encantado en el que todos los servidores eran gatitos; saltaban con gran agilidad por las escaleras, arriba y abajo, y parecían de muy buen humor. Al anochecer, cuando se sentaron a la mesa, tres de ellos se encargaron de amenizar la comida con música: tocaba uno el contrabajo; otro, el violín, y el tercero, la trompeta, soplando con toda la fuerza de sus pulmones. Después de cenar, y levantados los manteles, dijo la gatita:

– ¡Anda, Juan, vamos a bailar!

– No – respondió él -, yo no sé bailar con una gata; jamás lo hice.

– Entonces, llevadlo a la cama – mandó la gata a los gatitos. Acompañáronlo con una vela a su dormitorio; uno le quitó los zapatos; otro, las medias y, finalmente, apagaron la luz. Por la mañana se presentaron de nuevo y le ayudaron a vestirse. Púsole uno las medias; otro le ató las ligas; un tercero le trajo los zapatos; el cuarto le lavó la cara, y, finalmente, otro se la secó con el rabo.

– ¡Qué suavidad! – dijo Juan. Pero él tenía que servir a la gata y ocuparse en partir leña todos los días, para lo cual le habían dado un hacha de plata, cuñas y sierras de plata también, y el tajo, que era de cobre. Y he aquí que, por cortar la leña, estaba en aquella casa donde no le faltaba buena comida ni bebida y no veía a nadie, aparte la gata y su servidumbre. Un día le dijo la dueña:

– Ve a segar el prado y haz secar la hierba – y le dio una guadaña de plata y un mollejón de oro, recomendándole que lo devolviese todo en buen estado. Salió Juan a cumplir lo mandado, y, una vez listo el trabajo, volvió a casa con la guadaña, la piedra afiladora y el heno, y preguntó al ama si quería darle ya su prometida recompensa.

– No – respondióle la gata -; antes has de hacerme otra cosa. Ahí tienes tablas de plata, un hacha, una escuadra y demás instrumentos necesarios, todos de plata; con ello vas a construirme una casita. Juan levantó una casita y luego le recordó que seguía aún sin el caballo, a pesar de haber cumplido cuanto le ordenara; pues, sin darse cuenta apenas, habían transcurrido ya los siete años. Preguntóle entonces la gata si quería ver los caballos que tenía a lo que Juan respondió afirmativamente. Abrió ella la puerta de la casita, y lo primero que se ofreció a su vista fueron doce caballos soberbios, pulidos y relucientes, que le hicieron saltar el corazón de gozo. Dioles la gata de comer y de beber, y luego dijo a Juan:

– Vuélvete a tu casa, ahora no te daré el caballo. Pero dentro de tres días iré yo a llevártelo -. Y le indicó el camino del molino. Durante todo aquel tiempo no le había dado ningún traje nuevo; seguía llevando su vieja blusa andrajosa que, en el curso de los siete años, se le había quedado pequeña por todas partes. Al llegar a casa encontró que los otros dos mozos estaban ya en ella, y cada uno había traído un caballo, aunque el uno era ciego, y el otro, cojo.

– ¿Dónde está tu caballo, Juan? – le preguntaron.

– Llegará dentro de tres días. Echáronse los otros a reír, diciendo:

– ¡Mira el bobo! ¡De dónde vas a sacar tú un caballo que no sea un saldo! Al entrar Juan en la sala, el molinero no lo dejó sentarse a la mesa, porque iba demasiado roto y harapiento. ¡Sería una vergüenza que alguien lo viese! Sacáronle a la era una pizca de comida, y cuando fue la hora de acostarse, los otros se negaron a darle una cama, por lo que tuvo que acomodarse en el corral, sobre un lecho de dura paja. A la mañana siguiente habían transcurrido ya los tres días, y he aquí que se presentó una carroza, tirada por seis caballos relucientes que daba gloria verlos; venía, además, otro que un criado llevaba de la brida, destinado al pobre mozo molinero. Del coche se apeó una bellísima princesa, que entró en el molino; no era otra sino la gatita, a la que el pobre Juan sirviera durante siete años. Preguntó al molinero por el más pequeño de los mozos, y el hombre respondió:

– No lo queremos en el molino, porque va demasiado roto; está en el corral de los gansos.

Dijo entonces la princesa que fuesen a buscarlo. El muchacho se presentó sujetándose la blusa, que a duras penas alcanzaba a cubrirle el cuerpo. El criado sacó magníficos vestidos y, después que lo hubo lavado y vestido, quedó tan bello y elegante que ni un rey podía comparársele. Quiso la princesa ver los caballos que habían traído los otros dos, y resultó que, como ya hemos dicho, eran uno ciego y el otro cojo. Mandó entonces al criado que trajese el séptimo, que no venía enganchado a la carroza, y, al verlo, el molinero hubo de confesar que jamás había entrado en el molino un animal como aquél.

– Éste es el caballo de Juan – dijo la princesa.

– Suyo será, pues, el molino – contestó el molinero. Pero la princesa le dijo que podía quedarse con el caballo y el molino, y, llevándose a su fiel Juan, lo hizo subir al coche y se marchó con él. Fueron primero a la casita que él había construido con las herramientas de plata y que, a la sazón, se había transformado en un gran palacio, todo de plata y oro. Allí se casó con él, y Juan fue rico, tan rico, que ya no le faltó nada en toda su vida. Nadie diga, pues, que un tonto no puede hacer nada a derechas.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

107. Los dos caminantes

Hermanos Grimm

Los valles y montañas no topan nunca, pero sí los hombres, sobre todo los buenos con los malos. Así sucedió una vez con un sastre y un zapatero que habían salido a correr mundo. El sastre era un mozo pequeñito y simpático, siempre alegre y de buen humor. Vio que se acercaba el zapatero, el cual venía de una dirección contraria, y, coligiendo su oficio por el paquete que llevaba, lo acogió con una coplilla burlona:

„Cose la costura,

tira del bramante;

dale recio a la suela dura.

ponle pez por detrás y por delante.“

Pero el zapatero era hombre que no aguantaba bromas y, arrugando la cara como si se hubiese tragado vinagre, hizo ademán de coger al otro por el cuello. El sastre se echó a reír y, alargándole su bota de vino, le dijo:

– No ha sido para molestarle. Anda, bebe, que el vino disuelve la bilis. El zapatero empinó el codo, y la tormenta de su rostro empezó a amainar. Devolviendo la bota al sastre, le dijo:

– Le he echado un buen discurso a tu bota. Se habla del mucho beber, pero poco de la mucha sed. ¿Qué te parece si seguimos juntos?

– Por mí no hay inconveniente – respondióle el sastre, – con tal que vayamos a alguna gran ciudad, donde no nos falte trabajo.

– Precisamente era ésa mi intención – replicó el zapatero. – En un nido no hay nada que ganar, y, en el campo, la gente prefiere ir descalza. Y, así, prosiguieron juntos su camino poniendo siempre un pie delante del otro, como la comadreja por la nieve. Tiempo les sobraba, pero lo que es cosa para mascar, eso sí que andaba mal. Cada vez que llegaban a una ciudad, se iban cada uno por su lado a saludar a los maestros de sus respectivos gremios.

Al sastrecillo, por su temple alegre y por sus mejillas sonrosadas, todos lo acogían favorablemente y lo obsequiaban, y aun a veces tenía la suerte de pescar un beso de la hija del patrón, por detrás de la puerta. Al volver a reunirse con el zapatero, su morral era siempre el más repleto. El otro lo recibía con su cara de Jeremías, y decíale, torciendo el gesto:

– ¡Sólo los pícaros tienen suerte! Pero el sastre se echaba a reír y cantar, y partía con su compañero cuanto había recogido. En cuanto oía sonar dos perras gordas en su bolsillo, faltábale tiempo para gastarlas en la taberna; de puro contento, los dedos le tamborileaban en la mesa, haciendo tintinear las copas. De él podía decirse aquello de „fácil de ganar.. fácil de gastar.“

Llevaban ya bastante tiempo viajando juntos, cuando llegaron un buen día a un enorme bosque por el que pasaba el camino de la capital del reino. Había que elegir entre dos caminos: uno que se recorría en siete días, y el otro, en sólo dos; pero ellos ignoraban cuál era el más corto. Se sentaron bajo un roble para discutir la situación y considerar para cuántos días debían llevarse pan. Dijo el zapatero:

– Siempre es mejor pecar por más que por menos; yo me llevaré pan para siete días.

– ¿Cómo? – replicó el sastre. – ¿Ir cargado como un burro con pan para siete días, y que ni siquiera puedas volverte a echar una ojeada? Yo confío en Dios y no me preocupo. El dinero que lleve en el bolsillo, tan bueno es en invierno como en verano; pero el pan se secará con este calor, y se enmohecerá, además. ¿Por qué hacer la manga más larga que el brazo? ¿Por qué no hemos de dar con el camino corto? Pan para dos días, y ya está bien. Y, así, cada cual compró el pan que le pareció, y se metieron en el bosque, a la buena de Dios.

La selva estaba silenciosa como una iglesia; no corría ni un soplo de viento; no se oía ni el rumor de un arroyuelo, ni el gorjeo de un pájaro; y entre la maraña del espeso follaje no entraba ni un rayo de sol. El zapatero caminaba sin decir palabra, agobiado bajo el peso del pan que llevaba a la espalda; el sudor le caía a raudales por el rostro malhumorado y sombrío. En cambio, el sastre avanzaba alegre, saltando y brincando, silbando a través de una hoja arrollada a modo de flauta, o cantando tonadillas, y, entretanto, pensaba: „Dios Nuestro Señor debe estar contento de verme tan alegre.“

Así siguieron las cosas durante dos días; pero cuando, al tercero, vio el sastre que no llegaban al término del bosque y que se había comido toda su provisión de pan, cayósele el alma a los pies. No perdió el ánimo, sin embargo, confiando en Dios y en su buena suerte. Aquella noche se acostó hambriento al pie de un árbol, y, a la mañana siguiente, se despertó con más hambre todavía. Así transcurrió la cuarta jornada; y cuando el zapatero, sentándose sobre un tronco caído, se puso a comer de sus reservas, el otro hubo de contentarse con mirarlo. Al pedirle un pedacito de pan, su compañero se echó a reír burlonamente y le dijo:

– Siempre has estado alegre; también es conveniente que sepas lo que es estar triste. A los pájaros que cantan de madrugada, se los come el milano por la noche. En una palabra, se mostró más duro que una roca. A la mañana del quinto día, el pobre sastre ya no tuvo fuerzas para levantarse, y era tal su desfallecimiento, que apenas podía pronunciar una palabra; tenía pálidas las mejillas, y los ojos, enrojecidos. Díjole entonces el zapatero:

– Te daré hoy un pedazo de pan; pero, en cambio, te sacaré el ojo derecho. El desdichado sastre, deseoso de salvar la vida, no tuvo más remedio que avenirse; lloró por última vez con los dos ojos, y ofrecióse luego al zapatero de corazón de piedra, quien, con un afilado cuchillo, le sacó el ojo derecho. Vínole entonces al sastre la memoria lo que solía decirle su madre cuando lo encontraba comiendo golosinas en la despensa: „Hay que comer lo que se pueda, y hay que sufrir lo que se deba.“

Una vez terminado aquel pan que tan caro acababa de pagar, levantóse de nuevo y, olvidándose de su desgracia, procuró consolarse con la idea de que con un solo ojo también se arreglaría. Pero al sexto día volvió a atormentarle el hambre, y sintióse desfallecer. Al anochecer se desplomó al pie de un árbol, y, a la madrugada del séptimo día, no pudo ya incorporarse y sintió que la muerte le oprimía la garganta. Díjole entonces el zapatero:

– Voy a mostrarme compasivo, y darte otro pedazo de pan, pero no gratis; a cambio del pan te sacaré el ojo que te queda. Reconoció entonces el sastre la ligereza de su conducta y, pidiendo perdón a Dios, dijo a su compañero:

– Haz lo que quieras. Yo sufriré lo que sea menester. Pero considera que Dios Nuestro Señor juzga cuando uno menos lo piensa, y que llegará la hora en que habrás de responder de la mala acción que cometes conmigo sin haberla yo merecido. En los días prósperos repartí contigo cuanto tuve. Para ejercer mi oficio es necesario que una puntada siga a la otra; una vez haya perdido la vista y no pueda coser, no me quedará otro recurso que mendigar mi pan. Sólo te pido que, cuando esté ciego, no me abandones en este lugar, donde moriría de hambre.

El zapatero, que había desterrado a Dios de su corazón, sacó el cuchillo y le vació el ojo izquierdo. Luego le dio un pedazo de pan y, poniéndole un bastón en la mano, dejó que el sastre le siguiera. Al ponerse el sol, salieron del bosque. En un campo de enfrente se levantaba la horca. El zapatero guió hasta ella al sastre ciego y lo abandonó allí, siguiendo él su camino. Agotado por la fatiga, el dolor y el hambre, el infeliz se quedó dormido y no se despertó en toda la noche. Al despuntar el día, despertóse sin saber dónde se encontraba. Del patíbulo colgaban los cuerpos de dos pobres pecadores, y sobre la cabeza de cada uno se había posado un grajo. Y he aquí que los dos ajusticiados entablaron el siguiente diálogo:

– ¿Velas, hermano? – preguntó uno.

– Sí – respondió el otro.

– Pues en este caso voy a decirte una cosa – prosiguió el primero; – y es que el rocío que esta noche nos ha caído encima, desde las horcas, devuelve la vista a quienes se lavan con él. Si lo supiesen los ciegos, recobrarían la vista muchos que ahora lo creen imposible. Al oír esto el sastre, sacó el pañuelo y lo apretó sobre la hierba, que estaba empapada de rocío; y se lavó con él las cuencas vacías. Al instante se cumplió lo que acababa de decir el ahorcado: un nuevo par de ojos frescos y sanos brotó en las cuencas vacías del vagabundo.

Al poco rato veía éste el sol saliendo de detrás de las montañas, y en la llanura, la gran ciudad se levantaba con sus magníficas puertas y sus cien torres, rematadas por cruces de oro, que brillaban a gran distancia. Podía distinguir cada una de las hojas de los árboles, y los pájaros que pasaban en raudo vuelo, y los mosquitos danzando en el aire. Sacóse del bolsillo una aguja de coser, y, al comprobar que podía enhebrarla con la misma seguridad de antes, su corazón saltó de gozo en el pecho.

Hincándose de rodillas, dio gracias a Dios por tan gran merced y rezó su oración matutina, sin olvidarse de encomendar a Nuestro Señor las almas de los pobres pecadores allí colgados, que el viento hacía chocar entre sí, cual badajos de campana. Cargándose luego el hato a la espalda y olvidándose de las penalidades sufridas, reemprendió la ruta cantando y silbando. Lo primero con que se topó fue con un potro pardo que saltaba libremente por el campo. Agarrándolo por la melena, quiso montarlo para entrar a caballo en la ciudad. Pero el animal le rogó que no lo privase de su libertad:

– Soy todavía demasiado joven – le dijo. – Hasta un sastre tan ligero como tú me quebraría el espinazo. Déjame que corra hasta que esté más crecido. Tal vez llegue un día en que pueda pagártelo.

– Pues corre cuanto quieras – le dijo el sastre. – Bien veo que tú eres también un cabeza loca. Y le dio con la vara un golpecito en el lomo, por lo que el animalito pegó un par de brincos de alegría con las patas traseras y se alejó a un trote vivo, saltando vallas y fosos. Pero el sastre no había comido nada desde la víspera. „Cierto que el sol me llena los ojos – se dijo, – mas ahora necesito que el pan me llene la boca. Lo primero que encuentre y sea sólo medianamente comestible, se la cargará.“ A poco vio una cigüeña, que andaba muy seriamente por un prado.

– ¡Alto! – gritó el sastre agarrándola por una pata.- No sé si eres buena para comer, pero mi hambre no me permite escoger. No tengo más remedio que cortarte la cabeza y asarte.

– No lo hagas – respondió la cigüeña, – pues soy un ave sagrada, a quien nadie daña y que proporciona grandes beneficios a los humanos. Si respetas mi vida, tal vez algún día pueda recompensártelo.

– ¡Pues anda, márchate, patilarga! – exclamó el sastre; y la cigüeña, elevándose con las patas colgantes, emprendió apaciblemente el vuelo. „¿Qué voy a hacer ahora? – preguntóse el sastre; – mi hambre aumenta por momentos, y tengo el estómago cada vez más vacío. Lo primero que se cruce en mi camino está perdido.“ Y, casi en el mismo momento, vio una pareja de patitos que estaban nadando en una charca.

– Venís como caídos del cielo – dijo, y, agarrando uno de ellos, se dispuso a retorcerle el pescuezo; y he aquí que un pato viejo, que estaba metido entre los juncos, se puso a graznar ruidosamente y, acercándose a nado, con el pico abierto de par en par, le rogó y suplicó que se apiadase de sus hijos.

– ¿No piensas – le dijo – en la pena que tendría tu madre si viese que alguien se te llevaba para comerte?

– Tranquilízate – respondió el bondadoso sastre; – quédate con tus hijos – y volvió a echar al agua al que había cogido. Al volverse se encontró frente a un viejo árbol medio hueco y vio muchas abejas silvestres que entraban en el tronco y salían de él.

– Al fin recibo el premio de mi buena acción – dijo – esta miel me reconfortará -. Pero salió la reina, amenazadora, y le dijo:

– Si tocas a mi gente y nos destruyes el nido, nuestros aguijones se clavarán en tu cuerpo como diez mil agujas al rojo. En cambio, si nos dejas en paz y sigues tu camino, el día menos pensado te prestaremos un buen servicio. Vio el sastrecillo que tampoco por aquel lado podría solucionar su hambre. „Tres platos vacíos – díjose, – y el cuarto, sin nada; mala comida es ésta.“ Arrastróse hasta la ciudad con el estómago vacío, y como llegó justamente a la hora de mediodía, pronto le prepararon un cubierto en la posada y pudo sentarse a la mesa enseguida. Ya satisfecha su hambre, dijo: „Ahora, a trabajar.“ Se fue a recorrer la ciudad en busca de un patrón, y no tardó en encontrar un buen empleo.

Como era muy hábil en su oficio, en poco tiempo adquirió gran reputación; todo el mundo quería llevar trajes confeccionados por el sastre forastero. Su prestigio crecía por momentos. „Ya no puedo llegar más allá en mi arte – decía -, y, sin embargo, cada día me van mejor las cosas.“ Al fin, el Rey lo nombró sastre de la Corte. Pero ved cómo van las cosas del mundo. El mismo día era nombrado zapatero de palacio su antiguo compañero de viaje. Al ver éste al sastre y comprobar que había recuperado los ojos y, con ellos la vista, su rostro se ensombreció. „Tengo que prepararle una trampa antes de que pueda vengarse,“ pensó. Pero quien cava un foso a otro, suele caer en él. Un anochecer, terminado el trabajo del día, presentóse al Rey y le dijo:

– Señor Rey, el sastre es un insolente; se ha jactado de que sería capaz de recuperar la corona de oro que se perdió hace santísimo tiempo.

– Mucho me gustaría – respondió el Rey, y, mandando que el sastre compareciese ante él a la mañana siguiente, le dijo que había de traerle la corona o abandonar la ciudad para siempre. „¡Válgame Dios! – pensó el sastre; – sólo un bribón promete más de lo que tiene. Ya que el Rey se ha empeñado en exigirme lo que nadie es capaz de hacer, mejor será no aguardar hasta mañana, sino marcharme de la ciudad esta misma noche.“ Hizo, pues, su hato y se puso en camino.

Pero cuando llegó a la puerta sintió pesadumbre ante el pensamiento de que había de renunciar a su fortuna y abandonar aquella ciudad en la que tan bien lo había pasado. Al llegar junto al estanque donde había trabado amistad con los patos, encontróse con el viejo a cuyos hijos perdonara la vida, que estaba en la orilla acicalándose con el pico. Reconocióle el ave y le preguntó por qué andaba tan cabizbajo.

– No te extrañarás cuando sepas el motivo – respondióle el sastre -, y le contó lo sucedido.

– Si no es más que eso – le dijo -, podemos arreglarlo. La corona cayó al agua y yace en el fondo; en un santiamén la sacaremos; tú, entretanto, extiende tu pañuelo en la orilla. Y, junto con sus doce patitos se sumergió, para reaparecer a los cinco minutos en la superficie con la corona sobre las alas, rodeado de los doce pequeños que, nadando a su alrededor, le ayudaban a sostenerla con los picos. Así se acercaron a tierra y depositaron la corona en el pañuelo. No puedes imaginar lo espléndido de aquella joya, que, bajo los rayos del sol, centelleaba como cien mil rubíes. Ató el sastre el pañuelo por los cuatro cabos y la llevó al Rey, quien, contentísimo, en premio colgó una cadena de oro al cuello del sastre. Al ver el zapatero que su estratagema había fracasado, ideó otra y dijo al Rey:

– Señor, el sastre ha vuelto a insolentarse. Se vanagloria de que podría reproducir en cera todo el palacio real, el exterior y el interior, junto con todas las cosas que encierra. Llamó el Rey al sastre y le ordenó que reprodujese en cera el palacio real con todo cuanto encerraba, exactamente, tanto en lo interior como en lo exterior; advirtiéndole que, de no hacerlo, o si faltaba sólo un clavo de la pared, sería encerrado para el resto de su vida en un calabozo subterráneo.

Pensó el sastre: „La cosa se pone cada vez más difícil; esto no lo aguanta nadie,“ y, echándose el hato a la espalda, marchóse por segunda vez. Llegado que hubo al árbol hueco, se sentó a descansar, triste y mohíno. Salieron volando las abejas, y la reina le preguntó si se le había entumecido el cuello, pues lo veía con la cabeza tan torcida.

– ¡Oh, no! – respondióle el sastre -, es otra cosa lo que me duele – y le contó lo que el Rey le había exigido. Pusiéronse las abejas a zumbar entre sí y luego dijo la reina:

– Vuélvete a casa, y mañana a esta misma hora vuelve con un pañuelo grande; todo saldrá bien. Mientras regresaba a la ciudad, las abejas volaron al palacio real y, entrando por las ventanas, estuvieron huroneando por todos los rincones y tomando nota de todos los pormenores. Luego, de vuelta a la colmena, construyeron una reproducción, en cera, del edificio, con una rapidez que no puede uno imaginarse.

A la noche quedaba listo, y cuando el sastre se presentó a la mañana siguiente, vio como se levantaba allí el soberbio alcázar, sin que le faltase un clavo de la pared ni una teja del tejado; era, además, muy primoroso, blanco como la nieve y oliendo a miel. Envolviólo el sastre cuidadosamente en el pañuelo y lo llevó al Rey, el cual no supo cómo expresar su admiración. Colocó aquella maravilla en la sala más espaciosa del palacio, y regaló al sastre una gran casa de piedra. Pero el zapatero, terco que terco, fue al Rey por tercera vez y le dijo:

– Señor, ha llegado a oídos del sastre que en el patio de palacio no hay modo de hacer brotar agua; él dice que es capaz de hacer salir un surtidor en el mismo centro del patio, tan alto como un hombre y de agua límpida como el cristal. Mandó el Rey que se presentara el sastre, y le dijo:

– Si, como has prometido, mañana no brota en mi patio un gran chorro de agua, mandaré al verdugo que allí mismo te corten la cabeza. El pobre sastre no lo pensó mucho rato, y apresuróse a salir de la ciudad; y como esta vez se trataba de salvar la vida, las lágrimas le rodaban por las mejillas. Caminando así, vencido por la tristeza, acercósele saltando el potro al que antaño dejara en libertad y que, ya crecido, era a la sazón un hermoso corcel bayo.

– Ha llegado la hora – le dijo – en que puedo pagarte tu buena acción. Ya sé lo que te ocurre, y pronto le pondremos remedio. Móntame; ahora puedo llevar dos como tú. Recobró el sastre los ánimos, y, subiendo de un salto sobre el lomo del animal, emprendió éste el galope en dirección de la ciudad y, entrando en ella, no paró hasta el patio del palacio. Una vez en él, dio tres vueltas completas a su alrededor con la velocidad del rayo, y, a la tercera, cayó desplomado.

Al mismo tiempo oyóse un terrible crujido, y, volando por el aire un trozo de tierra del centro del patio, elevóse un chorro de agua hasta la altura de un hombre montado a caballo; y el agua era límpida como el cristal, y los rayos del sol danzaban en sus gotas. Al verlo el Rey no pudo reprimir un grito de admiración y, saliendo al patio, abrazó al sastrecillo en presencia de toda la Corte. Pero la felicidad no duró mucho. El Rey tenía varias hijas, a cual más hermosa, pero ningún varón. Acudiendo el ruin zapatero por cuarta vez al Soberano, le dijo:

– Señor, el sastre no se apea de su arrogancia. Hoy se ha jactado de que, si se le antojase, haría que le trajeran al Rey un hijo volando por los aires. Otra vez mandó llamar el Monarca al sastre, y le habló así:

– Si en el término de nueve días eres capaz de proporcionarme un hijo, te casarás con mi hija mayor. „Realmente, la recompensa es grande – pensó el hombre, – y vale la pena intentar obtenerla; pero las cerezas cuelgan muy altas, y si me subo a cogerlas corro el riesgo de que se rompa una rama y me caiga de cabeza.“ Se fue a su casa, instalóse con las piernas cruzadas en su mesa de trabajo y púsose a reflexionar sobre el caso. „¡Para esto sí que no hay solución!,“ – exclamó al fin -. Me marcharé, pues aquí no se puede vivir en paz.“ Lió nuevamente su hatillo y salió de la ciudad. Pero al llegar a un prado, he aquí que vio a su vieja amiga la cigüeña, que paseaba filosóficamente; de vez en cuando se detenía a mirar una rana, que acababa tragándose. Acercósele la zancuda a saludarlo.

– Ya veo – le dijo – que llevas el morral a la espalda. ¿Por qué abandonas la ciudad? Contóle el sastre lo que el Rey le había exigido, cosa que él no podía cumplir, y se lamentó de su mala suerte.

– ¡Bah!, no te apures por eso – dijo la cigüeña. – Yo te sacaré del apuro. Hace ya muchos siglos que llevo a la ciudad a los niños recién nacidos; no me costará gran cosa sacar de la fuente a un principito. Vuélvete a casa y duerme tranquilo. Dentro de ocho días te presentas en el palacio real. Yo acudiré. El sastrecillo se volvió a casa y el día convenido presentóse en palacio. Al poco rato llegó volando la cigüeña y llamó a la ventana; abrióla el sastre, y la amiga patilarga entró cautelosamente, avanzando con paso majestuoso por el pulimentado pavimento de mármol. Llevaba en el pico un niño hermoso como un ángel, que alargaba las manitas a la Reina.

Depositólo en su regazo, y la Reina lo besó y acarició, fuera de sí de gozo. Antes de reemprender el vuelo, la cigüeña, descolgándose el bolso de viaje, lo entregó también a la Soberana. Contenía cucuruchos de grageas y peladillas, que fueron repartidas entre las princesitas. A la mayor no le dieron nada; pero, en cambio, recibió por marido al alegre sastrecillo.

– Me hace el mismo efecto – dijo éste – que si me hubiese caído el premio gordo de la lotería. Razón tenía mi madre al decir, como de costumbre: „Con la confianza en Dios y la suerte, todo puede conseguirse.“

El zapatero confeccionó los zapatos con los cuales el sastre bailó el día de la boda, y luego recibió orden de salir de la ciudad. El camino del bosque lo condujo al patíbulo, donde se tumbó a descansar, agotado por la rabia, el enojo y el calor del día. Al disponerse a dormir, bajaron los dos grajos posados en las cabezas de los ajusticiados y le sacaron los ojos. Entró en el bosque corriendo como un loco, y seguramente murió de hambre y sed, puesto que nadie volvió a saber jamás de su paradero.

FIN

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En construcción

108. Juan-mi-erizo (Juan Erizo)

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FIN

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109. La camisita del muerto

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FIN

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110. El judío en el espino

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111. El hábil cazador

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112. El mayal del cielo

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113. Los dos príncipes

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114. El sastrecillo listo

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115. El sol revelador

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116. La lámpara azul

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117. El chiquillo testarudo

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118. Los tres cirujanos

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119. Los siete suabos

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120. Los tres operarios

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121. El príncipe intrépido

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122. La lechuga prodigiosa

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123. La vieja del bosque

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124. Los tres hermanos

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125. El diablo y su abuela

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126. Fernando Leal y Fernando Desleal

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127. El horno de hierro

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128. La hilandera holgazana

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129. Los cuatro hermanos ingeniosos

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130. Un Ojito, Dos Ojitos y Tres Ojitos

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131. La bella Catalinita y Pif Paf Poltri

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132. La zorra y el caballo

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133. Las princesas bailadoras

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134. Los seis criados

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135. La novia blanca y la novia negra

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136. Juan de Hierro

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137. Las tres princesas negras

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138. Knoist y sus tres hijos

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139. La muchacha de Brakel

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140. Los fámulos

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141. El corderillo y el pececillo

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142. Monte Simeli

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143. Inconvenientes de correr mundo

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144. El borriquillo

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145. El hijo ingrato

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146. La zanahoria

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147. El hombrecillo rejuvenecido

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148. Nuestro Señor y el ganado del diablo

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149. La viga

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150. La vieja pordiosera

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151. Los tres haraganes

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151a. Los doce haraganes

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152. El zagalillo

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153. El dinero llovido del cielo

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154. Los ochavos robados

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155. Elección de novia

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156. Una muchacha hacendosa

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157. El gorrión y sus cuatro gurriatos

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158. El cuento de los despropósitos

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159. El cuento de las mentiras

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160. Un cuento enigmático

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161. Blancanieve y Rojaflor

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162. El listo Juan

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163. El féretro de cristal

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164. Enrique el holgazán

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165. El Grifo

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166. El fornido Juan

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167. El pobre campesino, en el cielo

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168. Elisa, la flaca

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169. La casa del bosque

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170. Hay que compartir las penas y las alegrías

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171. El reyezuelo

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172. La platija

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173. El alcaraván y la abubilla

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174. El búho

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175. La luna

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176. La duración de la vida

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177. Los mensajeros de la muerte

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178. Cascarrabias

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179. La pastora de ocas en la fuente

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180. Los desiguales hijos de Eva

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181. La ondina del estanque

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182. Los regalos de los gnomos

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183. El gigante y el sastre

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184. El clavo

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185. El pobre niño en la tumba

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186. La novia verdadera

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187. El erizo y el esposo de la liebre

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188. El huso, la lanzadera y la aguja

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189. El labrador y el diablo

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190. Las migajas en la mesa

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191. El lebrato marino

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192. El rey de los ladrones

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193. El tambor

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194. La espiga de trigo

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195. La tumba

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196. El viejo Rinkrank

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197. La bola de cristal

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198. La doncella Maleen

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 Érase una vez un rey, cuyo hijo aspiraba a casarse con la hija de otro poderoso monarca. La doncella se llamaba Maleen y era de maravillosa hermosura. Sin embargo, le fue negada su mano, pues su padre la destinaba a otro pretendiente. Como los dos se amaban de todo corazón y no querían separarse, dijo Maleen a su padre:


– No aceptaré por esposo a nadie sino a él. Enfurecido el padre, mandó construir una tenebrosa torre, en la que no penetrase un solo rayo de sol ni de luna, y, cuando estuvo terminada, le dijo:


– Te pasarás encerrada aquí siete años; al término de ellos, vendré a ver si se ha quebrado tu terquedad. Llevaron a la torre comida y bebida para los siete años, y luego fueron conducidas a ella la princesa y su camarera, y amurallaron la entrada, dejándolas aisladas del cielo y la tierra. En plenas tinieblas, no sabían ya cuándo era de día o de noche.


Imagen: Paul Hey (1867 – 1952)

El príncipe rodeaba con gran frecuencia la prisión, llamando en alta voz a su amada, pero sus gritos no podían atravesar los espesos muros. ¿Qué otra cosa podían hacer las cuitadas sino quejarse y lamentarse? De este modo fue discurriendo el tiempo, y, por la disminución de sus provisiones, pudieron darse cuenta de que se acercaba el fin de los siete años. Pensaban que había llegado el momento de su liberación; pero no se oía ni un martillazo, ni caía una piedra de los muros; parecía como si su padre la hubiese olvidado. Cuando ya les quedaban poquísimas provisiones y preveían una muerte angustiosa, dijo la doncella Maleen:


– Hemos de hacer un último intento y ver si conseguimos perforar la muralla. Cogiendo el cuchillo del pan, púsose a hurgar y agujerear el mortero de una piedra, y, cuando se sintió fatigada, relevóla la camarera. Tras prolongado trabajo lograron sacar una piedra, luego una segunda y una tercera, y, al cabo de tres días, el primer rayo de luz vino a rasgar las tinieblas. Finalmente, la abertura fue lo bastante grande para permitirles asomarse y mirar al exterior. El cielo estaba sereno, y soplaba una fresca y reconfortante brisa; pero, ¡qué triste aparecía todo en derredor! El palacio paterno era un montón de ruinas; la ciudad y los pueblos circundantes, hasta donde alcanzaba la mirada, aparecían incendiados; los campos, asolados, y no se veía un alma viviente. Cuando el boquete fue lo suficientemente ancho para que pudiesen deslizarse por él, saltó, en primer lugar, la camarera, y luego, la princesa Maleen. Pero, ¿adónde ir? El enemigo había destruido todo el reino, expulsado al Rey y pasado a cuchillo a los habitantes. Pusiéronse en camino en busca de otro país, a la ventura; pero en ninguna parte encontraban refugio ni persona alguna que les diese un pedazo de pan; y, así, su necesidad llegó a tal extremo, que hubieron de calmar el hambre comiendo ortigas. Cuando, al cabo de larga peregrinación, llegaron a otro país, ofrecieron en todas partes sus servicios, pero siempre se vieron rechazadas, sin que nadie se compadeciera de ellas. Al fin llegaron a una gran ciudad, y se dirigieron al palacio real. Tampoco allí las querían, hasta que el cocinero las admitió en la cocina como fregonas. Y resultó que el hijo del Rey del país donde había ido a parar, era precisamente el enamorado de la doncella Maleen. Su padre le había destinado otra novia, tan fea de cara como perversa de corazón. Estaba fijado el día de la boda, y la prometida había llegado ya. Sabedora, empero, de su extrema fealdad, se mantenía alejada de todo el mundo, encerrada en su aposento, y la doncella Maleen le servía la comida.

Al llegar el día en que hubo de presentarse en la iglesia con su novio, avergonzóse de su fealdad y temiendo que, si se exhibía en la calle, la gente se burlaría de ella, dijo a Maleen:

– Te deparo una gran suerte. Me he dislocado un pie y no puedo andar bien por la calle; así, tu te pondrás mis vestidos y ocuparás mi lugar. Jamás pudiste esperar tal honor. Pero la doncella se negó, diciendo:

– No quiero honores que no me correspondan. Fue también inútil que le ofreciese dinero; hasta que, al fin, le dijo, iracunda:

– Si no me obedeces, te costará la vida. Sólo he de pronunciar una palabra, y caerá tu cabeza. Y, así, la princesa no tuvo más remedio que ceder y ponerse los magníficos vestidos y atavíos de la novia. Al presentarse en el salón real, todos los presentes se asombraron de su hermosura, y el Rey dijo a su hijo:

– Ésta es la prometida que he elegido para ti y que has de llevar a la iglesia. Sorprendióse el novio, pensando: „Se parece a mi princesa Maleen. Diría que es ella misma. Mas no puede ser. Habrá muerto o continuará encerrada en la torre.“

Tomándola de la mano, la condujo a la iglesia y, encontrando en el camino una mata de ortigas, dijo ella:

„Mata de ortigas. mata de ortigas pequeñita,

¿qué haces tan solita? Cuántas veces te comí,

sin cocerte ni salarte,

¡desdichada de mí!.“

– ¿Qué dices? -preguntó el príncipe.

– Nada -respondió ella-, sólo pensaba en la doncella Maleen. Admiróse él al ver que la conocía, pero no replicó. Al subir los peldaños de la iglesia, dijo ella:

„Escalón del templo, no te rompas,

yo no soy la novia verdadera.“

– ¿Qué estás diciendo?- preguntó otra vez el príncipe. -Nada -respondió la muchacha-; sólo pensaba en la doncella Maleen.

– ¿Acaso conoces a la doncella Maleen?

– No -repuso ella-. ¿Cómo iba a conocerla? Pero he oído hablar de ella. Y, al entrar en la iglesia, volvió a decir:

„Puerta del templo, no te quiebres,

yo no soy la novia verdadera.“

– ¿Qué es lo que dices? -inquirió él.

– ¡Ay! -replicó la princesa-. Sólo pensaba en la doncella Maleen. Entonces el príncipe sacó una joya preciosa, se la puso en el cuello y cerró el broche. Entraron en el templo y, ante el altar, el sacerdote unió sus manos y los casó. Luego, él la acompañó de nuevo a palacio, sin que la novia pronunciase una palabra en todo el camino. Ya de regreso, corrió ella al aposento de la prometida y se quitó los vestidos y preciosos adornos, poniéndose su pobre blusa gris y conservando sólo, alrededor del cuello, la joya que recibiera del príncipe. Al llegar la noche y, con ella, la hora de ser conducida la novia a la habitación del príncipe, cubrióse el rostro con el velo, para que él no se diera cuenta del engaño. En cuanto se quedaron solos, preguntó el esposo:

– ¿Qué le dijiste a la mata de ortigas que encontramos en el camino?

– ¿Qué mata de ortigas? -replicó ella-. Yo no hablo con ortigas.

– Pues si no lo hiciste, es que no eres la novia verdadera ­repuso él. La prometida procuró salir de apuros diciendo:

„Preguntaré a mi criada,

que de todo está enterada.“

Salió y, encarándose ásperamente con la doncella Maleen, le preguntó:

– Desvergonzada, ¿qué le dijiste a la mata de ortigas?

– Sólo le dije:

„Mata de ortigas,

mata de ortigas pequeñita,

¿qué haces tan solita? Cuántas veces te comí,

sin cocerte ni salarte,

¡desdichada de mí!.“

La prometida entró nuevamente en el aposento y dijo:

– Ya sé lo que le dije a la mata de ortigas -y repitió las palabras que acababa de oír.

– Pero, ¿qué dijiste al peldaño de la iglesia, al subir la escalinata? -preguntó el príncipe.

– ¿Al peldaño? -replicó ella-. Yo no hablo a los peldaños.

– Entonces, tú no eres la novia verdadera. Repitió ella:

„Preguntaré a mi criada,

que de todo está enterada.“

y, saliendo rápidamente, increpó de nuevo a la doncella:

– Desvergonzada, ¿qué le dijiste al peldaño de la iglesia?

– Sólo esto:

„Escalón del templo, no te rompas,

yo no soy la novia verdadera.“

– ¡Esto va a costarte la vida! -gritó la novia, y, corriendo a la habitación, manifestó:

– Ya sé lo que le dije al escalón -y repitió las palabras.

– Pero, ¿qué le dijiste a la puerta de la iglesia?

– ¿A la puerta de la iglesia? -replicó ella-. Yo no hablo con las puertas de las iglesias.

– Entonces tú no eres la novia verdadera. Salió ella y preguntó furiosa a la doncella Maleen:

– Desvergonzada, ¿qué dijiste a la puerta de la iglesia?

– Sólo esto:

„Puerta del templo, no te quiebres,

yo no soy la novia verdadera.“

– ¡Lo pagarás con la cabeza! -exclamó la novia, fuera de sí por la rabia; y, corriendo al aposento, dijo:

– Ya sé lo que dije a la puerta de la iglesia -y repitió las palabras de la princesa.

– Pero, ¿dónde tienes la alhaja que te di en la puerta de la iglesia?

– ¿Qué alhaja? -preguntó ella-. No me diste ninguna.

– Yo mismo te la puse en el cuello; si no lo sabes, es que no eres la novia verdadera. Apartóle el velo del rostro y al ver su extrema fealdad, retrocediendo asustado exclamó:

– ¿Cómo has venido aquí? ¿Quién eres?

– Soy tu prometida, y he tenido miedo de que la gente se burlase de mí si me presentaba en público, y mandé a la fregona que se pusiera mis vestidos y fuese a la iglesia en mi lugar.

– ¿Y dónde está esa muchacha? -dijo él-. Quiero verla. ¡Ve a buscarla! Salió ella y dijo a los criados que la fregona era una embustera, y les dio orden de que la bajasen al patio y le cortasen la cabeza.

Sujetáronla los criados, y ya se disponían a llevársela, cuando ella prorrumpió en gritos de auxilio, y el príncipe, oyéndolos, salió de su habitación y ordenó que la dejasen en libertad. Trajeron luces, y el príncipe vio que llevaba en el cuello el collar que le había dado en la puerta de la iglesia.

– Tú eres la auténtica novia -exclamó-, la que estuviste conmigo en la iglesia. Ven a mi cuarto. Y, cuando estuvieron solos, le dijo:

– En la entrada de la iglesia pronunciaste el nombre de la doncella Maleen, que fue mi amada y prometida. Si lo creyera posible, diría que la tengo ante mí, pues tú te pareces a ella en todo. Respondió ella:

– Yo soy la doncella Maleen, que por ti vivió siete años encerrada en una mazmorra tenebrosa; por ti he sufrido hambre y sed, y he vivido hasta ahora pobre y miserable; pero hoy vuelve a brillar el sol para mí. Contigo me han unido en la iglesia, y soy tu legítima esposa. Y se besaron y fueron ya felices todo el resto de su vida. La falsa novia fue decapitada en castigo de su maldad. La torre que había servido de prisión a la doncella Maleen permaneció en pie mucho tiempo todavía, y, cuando los niños pasaban por delante de ella, cantaban:

„Cling, clang, corre. ¿Quién hay en esa torre? Pues hay una princesa

encerrada y presa. No ceden sus muros,

recios son y duros. Juanillo colorado,

no me has alcanzado.“

FIN

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199. La bota de piel de búfalo

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200. La llave de oro

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LEYENDAS DE LOS NIÑOS

1. San José en el bosque

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2. Los doce apóstoles

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3. La rosa

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4. La pobreza y la humildad llevan al cielo

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5. El divino manjar

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6. Las tres ramas verdes

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7. La copita de la Virgen

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8. La viejecita

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9. Las bodas celestiales

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10. La vara de avellano

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