Heidi
Johanna Spyri
Capítulo 16
Ilustración Maja Dusikova
Un visitante para Heidi
Apuntaba el alba en las montañas y una fresca brisa soplaba por entre las ramas de los viejos abetos, produciendo aquel susurro que a Heidi tanto le gustaba. Esto la despertó y la hizo arrojarse de la cama, tan impaciente por llegar a los árboles que apenas tuvo tiempo de vestirse. Pero ahora había aprendido a estar limpia y bien compuesta, de manera que se vistió convenientemente antes de bajar la escalera. El lecho de su abuelo estaba ya vacío; el anciano se encontraba ya en el exterior, mirando en torno suyo para ver la clase de día que iba a hacer. Nubes rosadas flotaban en el cielo azul y claro de la mañana y el sol asomaba su rostro sobre los picachos de las montañas, vistiendo de oro los riscos y los pasturajes.
— ¡Oh, qué bonito! — exclamó Heidi, al salir de la cabaña—. Buenos días, abuelo. ¿Verdad que hace un día hermoso?
— ¡Cómo! — replicó él— . ¿Ya te has despertado?
La niña corrió hacia los árboles y se puso a saltar cada vez que una ráfaga de aire hacía ondear sus ramas. El viejo de los Alpes se dirigió al corral para ordeñar las cabras. Luego las lavó y las cepilló y las sacó del corral, ya dispuestas para su viaje cotidiano a los pastos. En cuanto las vio, Heidi corrió hacia ellas para abrazarlas y acariciarlas. Los animales la saludaron con suaves balidos, frotándose contra ella en señal de afecto.
Heidi se sentía fuertemente aprisionada entre las dos cabras, pero esto no le importaba. Sólo cuando la negra se puso demasiado pesada, Heidi gritó:
— Ya está bien, ¿eh, "Morena"? ¡Eres casi tan mala como “Turca”!
"Morena" se apartó inmediatamente. "Margarita" no se movió, como si esperara que no pudieran acusarla de comportarse como "Turca". Siempre había sido la más mansa de las dos.
Pedro silbaba cuando subía por el sendero y pronto apareció todo el rebaño, encabezado por la traviesa "Jilguera". Inmediatamente rodearon a Heidi, empujándola de un lado para otro mientras la saludaban en la forma estrepitosa que tenían por costumbre. La chiquilla se abrió paso entre ellas hasta "Copo de Nieve", cuya timidez le había impedido acercarse a Heidi. Pedro quería hablar con Heidi, de forma que emitió un silbido particularmente agudo y los animales se disgregaron por el momento.
— Hoy podrías venir conmigo — dijo.
— No puedo, Pedro. Mis amigos de Frankfurt llegarán de un momento a otro y debo estar aquí para recibirlos.
— Siempre dices lo mismo — gruñó el pastorcillo.
— Y seguiré diciéndolo hasta que lleguen — replicó Heidi—. Tú, por lo visto, crees que no es necesario que me quede, pero yo no puedo pensar lo mismo.
— El viejo de los Alpes está aquí — insistió él.
En aquel momento gritó el anciano desde la cabaña:
— ¿A qué viene ese retraso? ¿Es culpa del mariscal del campo o de sus tropas?
Al oír esto, Pedro se volvió y blandió su cayado en el aire. Las cabras reconocieron la señal y echaron a correr pendiente arriba detrás de él.
Heidi había traído con ella algunas ideas nuevas de Frankfurt. Ahora hacía su cama cada mañana, remetiendo las sábanas para que el lecho quedara bien dispuesto. Luego arreglaba la cabaña, poniendo cada cosa en su sitio: las sillas alrededor de la mesa y los cacharros en la alacena. Luego tomaba una bayeta y, subiéndose en un escabel, limpiaba la mesa hasta sacarle brillo. Cuando el abuelo entraba, solía mirar a su alrededor, complacido, y se decía: "Ahora cada día parece domingo, Heidi ha aprovechado su viaje."
Aquel día desayunaron juntos tan pronto como se hubo ido Pedro, y Heidi se dedicó a sus tareas domésticas. Mas no podía concentrarse en su trabajo; cualquier cosa la distraía. Un rayo de sol que se introducía por la ventana abierta parecía llamarla al exterior. Salió corriendo y lo encontró todo tan bello y la tierra tan cálida y seca que no pudo resistir la tentación de sentarse un rato para contemplar los prados, los árboles y las montañas. Luego recordó que había dejado el taburete en medio de la cabaña y la mesa sin limpiar y corrió nuevamente al interior. Pero poco después el murmullo de los abetos la llamó otra vez fuera. Su abuelo estaba atareado en el cobertizo, pero de vez en cuando salía para verla danzar al ritmo de las ramas movidas por el viento. Acababa justo de entrar por enésima vez cuando la oyó gritar:
— ¡Abuelo, abuelo; ven en seguida!
El viejo de los Alpes salió precipitadamente, temeroso de que estuviera ocurriendo algo, y vio correr a la niña cuesta abajo.
— ¡Ya vienen, ya vienen! — gritaba Heidi—. El doctor llega el primero. — Y corriendo a su encuentro le saludó afectuosamente — ¡Doctor, doctor; mil gracias otra vez!
— Que Dios te bendiga, criatura — dijo el médico—.
Pero ¿por qué me das las gracias?
— Pues por mandarme con el abuelo.
El rostro del doctor se iluminó, por cuanto el no esperaba un recibimiento así. En realidad se había sentido más bien tiste mientras subía la montaña, sin reparar siquiera en la belleza que le rodeaba. Había imaginado que Heidi apenas le recordaría por haberle visto muy poco y estaba seguro de que la niña se sentiría defraudada al verle a él en vez de a sus queridos amigos. Pero aparentemente ella estaba muy contenta, puesto que le apretaba el brazo fuerte y cariñosamente.
— Ven, Heidi — dijo, tomándole la mano con gesto paternal— llévame con tu abuelo y enséñame dónde vives.
Pero la niña no se movió. Miraba sendero abajo con expresión intrigada.
— ¿Dónde está Clara y su abuela? — preguntó al fin.
— Temo que voy a decepcionarte, Heidi —respondió el doctor—. He venido solo. Clara ha estado muy enferma últimamente y no se encontraba en condiciones de viajar y, naturalmente, la abuela se ha quedado con ella, pero vendrán en la primavera, en cuanto los días empiecen a ser más largos y cálidos.
Heidi se entristeció mucho; le resultaba difícil creer que aquello que había estado esperando tanto tiempo no se realizara. Por espacio de un par de minutos fue incapaz de hablar, y el médico miraba en silencio en torno suyo. Luego, la alegría que Heidi había demostrado mientras corría hacia él volvió a su ánimo y recordó que, por lo menos, él había venido a visitarla.
Le miró y vio en sus ojos una expresión que no recordaba haber visto cuando estaba en Frankfurt. Heidi no podía soportar el ver a alguien desgraciado, y mucho menos al bueno del doctor, y creyendo que esta tristeza se debía al hecho de que Clara y su abuela no habían podido acompañarle, trató de darle ánimos.
— Bueno, la primavera llegará pronto — le recordó y se recordó a sí misma—. El tiempo aquí pasa muy aprisa.
Entonces podrán quedarse más tiempo, y eso le gustará a Clara, Ahora venga y vea a mi abuelo.
Se dirigieron a la cabaña cogidos de la mano. En su ansiedad por disipar las sombras en los ojos del doctor, Heidi le dijo una vez y otra lo pronto que llegaría el verano, y hasta ella misma casi se convenció de ello, de manera que cuando llegaron junto al abuelo, dijo:
— No han venido todavía, pero llegarán pronto.
El doctor no le pareció un extraño al viejo de los Alpes, pues Heidi le había hablado mucho de él, y el Anciano le tendió la mano en señal de bienvenida. Luego se sentaron en el banco y el doctor hizo sitio para que la niña. se situara junto a él. Sentados allí bajo el sol de septiembre, el doctor les habló de la sugerencia del señor Sesemann para que viniera él y que le había parecido una buena idea porque últimamente no se encontraba muy bien de salud. Entonces le dijo a Heidi, en un susurro, que había traído algo de Frankfurt para ella, algo que le causara más placer que su propia visita y que un aldeano se encargaría de transportar desde el pueblo a la cabaña.
— Espero que pasará usted en la montaña todos los días que pueda de este hermoso otoño — dijo el viejo de los Alpes, explicándole que desgraciadamente no podían ofrecerle alojamiento en la cabaña, pero que en Dörfli había una pequeña posada—. No es preciso que vuelva a Ragaz. La posada de Dörfli es pequeña, pero limpia. Así podrá subir a vernos todos los días, lo cual me consta que le hará mucho bien, y si quiere puedo ser su guía para cualquier parte de la montaña que desee conocer.
Esta sugerencia le pareció muy buena al doctor, quien la aceptó complacido.
El sol estaba ya en el cenit, pues era mediodía, y los abetos permanecían inmóviles. El viejo de los Alpes entró en la cabaña y sacó la mesa que colocó delante del banco.
— Sirve tú la mesa, Heidi —dijo—. El doctor tendrá que conformarse con lo que hay. Nuestros alimentos son sencillos, pero convendrá en que el comedor es de lo más selecto.
— Y tanto que lo es —repuso el doctor, tendiendo la mirada hacia el valle que resplandecía bajo el sol—. Acepto gustoso su invitación. Aquí todo debe tener un gusto especial.
Heidi entraba y salía, trayendo cuanto podía encontrar en la alacena. Sentíase orgullosa de poder hacer algo para complacer al doctor. El abuelo preparaba la comida y luego apareció con un jarro rebosante de leche y un gran pedazo de queso tostado; después cortó delgadas lonchas de la deliciosa carne que había secado al aire libre durante el verano, y el doctor saboreó aquella comida más que cualquier otra de las que había probado aquel año.
— Este es ciertamente un lugar para Clara —manifestó—. Pronto se convertiría en una persona diferente si pudiera comer como yo lo he hecho hoy, y se pondría gorda y sana.
Un hombre se acercaba a ellos con un enorme bulto a la espalda y, al llegar a la cabaña, lo descargó en el suelo y se llenó los pulmones con el aire fresco de la montaña.
— Ah, aquí está lo que traje de Frankfurt — dijo el doctor. Se agachó y comenzó a deshacer el paquete, añadiendo luego—: Bueno, querida, puedes acabar de desembalarlo tú misma.
Muda por la emoción, Heidi puso en seguida manos a la obra y cuando todo estuvo al descubierto se quedó mirándolo con asombro. Sólo recuperó el uso de la palabra cuando el doctor abrió la caja de pasteles y dijo que eran para que la abuela de Pedro se los tomase con café. Inmediatamente quiso echar a correr montaña abajo, pero su abuelo sugirió que más tarde irían juntos, cuando regresara el doctor. Luego encontró la bolsa de tabaco y el viejo se sintió complacido en extremo. Llenó su pipa acto seguido y los dos hombres se sentaron en el banco a fumar y charlar, mientras Heidi continuaba abriendo sus preciados regalos. Poco después se acercó a ellos y aguardó una pausa en la conversación para decir:
— Lo que usted dijo no es cierto, doctor. ¡Todas estas cosas tan bonitas, juntas, no valen tanto como el placer de verle a usted!
Rieron ambos ante aquella ocurrencia que el doctor no esperaba en modo alguno.
Cuando el sol empezó a descender, el doctor se levantó, considerando que ya era hora de bajar al pueblo y ocuparse de su alojamiento. Tomó a Heidi de la mano, mientras el abuelo cargaba con la caja de pasteles, el mantón y la salchicha, y juntos se encaminaron a la casa de Pedro. Una vez allí, Heidi se despidió del doctor y le preguntó, haciéndole la oferta que ella consideraba más valiosa:
— ¿Le gustaría subir mañana a los pastos con las cabras?
— Y tanto que sí — respondió él—. Iremos juntos.
Los dos hombres continuaron hacia Dörfli y Heidi corrió al encuentro de la abuela. El viejo de los Alpes había puesto los obsequios en la puerta y Heidi los fue metiendo uno a uno, primero los pasteles (la caja era tan grande que la niña se tambaleaba bajo su peso), después la salchicha y finalmente el mantón. Lo llevó todo al lado de la abuela a fin de que ésta pudiera ponerle las manos encima y saber lo que era.
— Han venido desde Frankfurt y los mandan Clara y la abuela — explicó.
La abuela y Brígida estaban realmente impresionadas. La madre de Pedro se había sentido tan sorprendida que no había atinado a echarle una mano a Heidi para meter todo aquello en la cabaña.
— ¿Estás contenta con los pasteles, abuela? Tócalos y ya verás lo suaves que son.
— Sí, hijita, y qué personas tan buenas deben ser.
— La anciana acariciaba el mantón una y otra vez— Esto será maravilloso en invierno, Nunca había esperado tener algo tan fino.
Le sorprendía a Heidi que a la anciana pareciera gustarle más el mantón que los pasteles. Brígida, por su parte, miraba casi con reverencia la salchicha en la mesa. Jamás había visto una tan enorme y le costaba creer que la salchicha fuese enteramente para ella, la abuela y Pedro.
— Le preguntaré al abuelo lo que debo hacer con ella— dijo, moviendo la cabeza dubitativamente.
— Comérosla, eso es todo — declaró Heidi.
En aquel momento entró Pedro como una exhalación y dijo:
— El viejo de los Alpes viene ya y Heidi tiene que...
No dijo más porque sus ojos cayeron sobre la salchicha y su vista le hizo enmudecer. Con todo, Heidi adivinó lo que había querido decir y se despidió rápidamente de la abuela con un beso.
El viejo de los Alpes tenía ahora por norma no pasar nunca junto a la cabaña sin detenerse para saludar jovialmente a la abuela, y ésta siempre escuchaba sus pasos, pero esta vez era muy tarde, hora de que Heidi estuviera ya en la cama tras haberse levantado tan temprano, puesto que, el anciano era muy estricto en cuanto a que la niña durmiera lo suficiente. Así pues, se limitó a saludar desde la puerta, tomó a Heidi de la mano y juntos hicieron el ascenso del sendero bajo el cielo estrellado en dirección a su pequeña y pacífica morada.
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