Manos prodigiosas

Ben Carson

Capítulo I

¡Adiós papá!

—  Y tu papá ya no vivirá con nosotros.

—  ¿Por qué no? — pregunté de nuevo mientras me tragaba las lágrimas. Simplemente no podía aceptar la extraña finalidad de las palabras de mi madre—. ¡Va quiero a mi papá!

— Él también te quiere, Bennie... pero tiene que irse, y para siempre.

— ¿Pero por qué? No quiero que se vaya, sino que se quede con nosotros.

— Él tiene que irse...

— ¿Hice algo que provocó que nos quiera dejar?

— Ah, no, Bennie. En lo absoluto. Tu papá te quiere.

Me eché a llorar.

— Entonces haz que vuelva.

— No puedo. Tan solo no puedo.

Sus fuertes brazos me apretaron más mientras trataba de consolarme, de ayudarme a dejar de llorar. Poco a poco mis gemidos se apagaron y me calmé. No obstante, tan pronto como aflojó su abrazo y me soltó, mis preguntas empezaron de nuevo.

— Tu papá hizo... — mamá se detuvo y, por niño que fuera, supe que estaba tratando de buscar las palabras apropiadas para hacerme entender lo que no quería aceptar—. Bennie, tu papá hizo algunas cosas malas. Cosas de verdad malas.

Me pasé la mano por los ojos.

— Tú puedes perdonarle entonces. No dejes que se vaya.

— Es más que solo perdonarle, Bennie...

— Pero yo quiero que él se quede aquí, con Curtis y nosotros dos.

De nuevo mi madre trató de hacerme entender por qué papá tenía que irse, pero su explicación no tenía mucho sentido para mí a mis ocho años. Mirando hacia atrás, no sé cuánto pude entender la razón que existía para que mi padre se fuera. Incluso quería rechazar lo poco que capté. Mi corazón estaba destrozado porque mi madre me había dicho que mi padre nunca más volvería a casa. Y yo lo quería.

Papá era cariñoso. A menudo salía de viaje, pero cuando estaba en casa me sentaba sobre sus rodillas, feliz de jugar a lo que yo quisiera. Él tenía una gran paciencia conmigo. Me gustaba de manera particular jugar con las venas en el dorso de sus grandes manos, ya que eran muy grandes. Las empujaba hacia abajo y observaba cómo volvían a sobresalir. « ¡Mira! ¡Ya volvieron!» Yo me reía, tratando con todas las fuerzas de mis manos pequeñas de lograr que sus venas se quedaran abajo. Papá se quedaba sentado dejándome jugar todo lo que yo quisiera.

A veces él decía: «Parece que no tienes la fuerza suficiente», y yo apretaba incluso más fuerte. Por supuesto, nada funcionaba, y pronto perdía el interés y me divertía con alguna otra cosa.

Aunque mi madre dijo que papá había hecho algunas cosas malas, no podía pensar de él como alguien «malo», pues siempre había sido bueno con mi hermano Curtis y conmigo. A veces papá nos llevaba regalos sin ninguna razón especial. «Pensé que te gustaría esto», decía como si nada con un brillo en sus ojos negros.

Muchas tardes yo importunaba a mi madre o miraba el reloj hasta que sabía que era la hora en que papá regresaba de su trabajo. Entonces corría hacia fuera para esperarlo. Vigilaba hasta que lo veía caminar por nuestro callejón. «¡Papá! ¡papá!», gritaba corriendo para darle la bienvenida. Él me levantaba en sus brazos y me llevaba cargado hasta la casa.

Todo eso terminó en 1959, cuando tenía ocho años y mi papá se fue para siempre. Para mi tierno corazón afligido, el futuro se extendía interminable. No podía imaginarme una vida sin papá, y no sabía si Curtis, mi hermano diez años mayor, o yo volveríamos a verlo de nuevo alguna vez.

No sé cuánto tiempo continué llorando y haciendo preguntas el día en que papá se fue. Solo sé que fue el día más triste de mi vida. Mis preguntas no se detuvieron con mis lágrimas. Durante semanas hostigué a mi madre con toda argumentación posible que mi mente pudiera concebir, tratando de hallar alguna manera de lograr que hiciera regresar a papá.

— ¿Cómo puedes vivir sin papá? ¿Por qué no quieres que vuelva? Él se portará bien, sé que lo hará. Pregúntale a papá. Él no hará cosas malas de nuevo.

Mis súplicas no sirvieron de nada. Mis padres lo habían resuelto todo antes de decírnoslo a Curtis y a mí.

— Se supone que las mamás y los papás deben quedarse juntos — persistí—. Se supone que ambos deben estar con sus pequeños.

— Sí, Bennie, pero a veces las cosas simplemente no resultan bien.

— Con todo, no veo por qué — dije.

Pensaba en cada cosa que papá hacía con nosotros. Por ejemplo, casi todos los domingos nos llevaba a Curtis y a mí a dar una vuelta en el auto. Por lo general, visitábamos a algunas personas, y a menudo nos deteníamos para ver a una familia en particular. Papá conversaba con las personas mayores, mientras mi hermano y yo jugamos con los niños. Solo después nos enteramos de la verdad: mi papá tenía otra «esposa» y otros hijos de los que nosotros no sabíamos nada.

No sé cómo mi madre se enteró de esta doble vida, porque nunca nos preocupó a Curtis y a mí con el problema. En realidad, ahora que soy adulto, mi única queja es que ella hizo más de lo que debía para que no supiéramos lo mal que estaban las cosas. Nunca nos permitió compartir con ella su profunda herida. Esa fue su manera de protegernos, pues pensaba que estaba haciendo lo correcto. Muchos años después, por fin entendí lo que ella llamaba las «traiciones con mujeres y drogas» de mi padre.

Mucho antes de que mi madre se enterara de la otra familia, yo percibía que las cosas no marchaban bien entre ellos. No peleaban; en lugar de eso, mi papá solo se iba. Había estado yéndose de la casa cada vez más a menudo y se quedaba fuera más y más tiempo. Nunca sabía por qué.

Sin embargo, cuando mamá me dijo: «Tu papá no volverá nunca», esas palabras me rompieron el corazón. No se lo decía a mi madre, pero todas las noches cuando me iba a la cama pedía en oración: «Querido Señor, ayuda a mi mamá y a mi papá para que vuelvan». En mi corazón sabía que Dios les ayudaría a contentarse para que pudiéramos ser una familia feliz. No quería que estuvieran separados, y no podía imaginarme enfrentar el futuro sin él. Con todo, papá nunca volvió a casa.

Conforme pasaban los días y las semanas, aprendí que podíamos valemos sin él. Éramos más pobres entonces, y podía decir que mamá se preocupaba, aunque no nos decía gran cosa a Curtis y a mí. Conforme maduraba, y ciertamente para cuando tenía once años, me di cuenta de que nosotros tres en realidad éramos más felices que cuando papá había estado en casa. Teníamos paz. No había períodos de mortal silencio que llenaran el hogar. Ya no me quedaba paralizado por el miedo ni acurrucado en mi cuarto preguntándome qué estaba sucediendo cuando mamá y papá no se hablaban.

Ahí fue cuando dejé de orar porque ellos volvieran a unirse.

— Es mejor que ellos se queden separados — le dije a Curtis—, ¿verdad?

— Ajá, me parece que sí —  contestó él.

Y, al igual que mi madre, no me decía gran cosa en cuanto a sus propios sentimientos; pero pienso que yo sabía que él también, a regañadientes, se daba cuenta de que nuestra situación era mejor sin nuestro padre.

Tratando de recordar cómo me sentía en esos días después que papá se fue, no me doy cuenta de haber atravesado las etapas de la ira y el resentimiento. Mi madre dice que la experiencia nos sumergió a Curtís y a mí en un gran dolor. No dudo de que su partida significara un terrible ajuste para nosotros dos. Sin embargo, no recuerdo nada más allá del día en que se marchó.

Tal vez así fue como aprendí a manejar mi profunda herida... olvidando.

* * *

«Simplemente no tenemos el dinero, Bennie».

En los meses después de que mi padre se fue, Curtis y yo debimos haber oído esa afirmación cientos de veces. Y, por supuesto, era verdad. Cuando pedíamos juguetes o dulces, como habíamos hecho antes, pronto aprendí a comprender por la expresión de mi madre cuánto le dolía negárnoslo. Después de un tiempo, dejamos de pedir lo que sabíamos que de todas maneras no podríamos recibir.

Unas pocas veces el resentimiento afloraba a la cara de mi madre. Entonces se quedaba muy quieta y nos explicaba que papá nos quería, pero que no nos daba dinero para nuestro sostenimiento. Recuerdo de forma vaga unas pocas veces en que mi madre fue al tribunal para tratar de conseguir que él le diera algo para nuestra manutención. Después de eso, papá enviaba dinero por un mes o dos, nunca la cantidad completa, y siempre tenía una excusa legítima. «No puedo darte todo esta vez», decía, «pero luego te lo repongo. Te lo prometo».

Papá nunca lo reponía. Después de un tiempo, mi madre abandonó la idea de tratar de conseguir que él le diera alguna ayuda financiera.

Yo sabía que él no quería darle dinero a mi madre, lo que hacía la vida más difícil para nosotros. Con todo, en mi amor infantil por mi papá, que había sido bondadoso y cariñoso, no se lo reprochaba. No obstante, no podía entender cómo él podía queremos y a la vez no damos dinero para comprar comida.

Una de las razones por las que no le guardo rencor ni tengo malos sentimientos hacia papá debe ser porque mi madre rara vez le echó la culpa, por lo menos no delante de nosotros o al alcance de nuestros oídos. Casi ni puedo pensar en alguna ocasión en que ella hablará mal de él.

Sin embargo, más importante que ese hecho fue que mi madre se las arregló para darnos un sentido de seguridad en nuestra familia de tres. Aunque todavía por largo tiempo eché de menos a papá, me sentía contento al estar solo con mi madre y mi hermano, porque en realidad éramos una familia feliz.

Mi madre, una mujer joven con casi ninguna educación, venía de una familia grande que tenía muchas cosas en su contra. A pesar de todo, ella logró un milagro en su propia vida y fue de gran ayuda en la de nosotros. Todavía puedo oír su voz, por más malas que las cosas estuvieran, diciendo: «Bennie, estaremos bien». Esas tampoco eran palabras vacías, ya que ella las creía. Así que Curtis y yo también las creíamos, lo cual me daba seguridad y consuelo.

Parte de la fuerza de mi madre brotaba de su profunda fe en Dios, así como también de su innata capacidad para inspirarnos a Curtis y a mí a saber que ella tomaba en serio cada palabra que decía. Sabíamos que no éramos ricos, no obstante, por más que las cosas se pusieran malas para nosotros, no nos preocupábamos por lo que comeríamos o en dónde viviríamos.

El hecho de que creciéramos sin un padre colocó una carga pesada sobre mi madre. Ella no se quejó, por lo menos no delante de nosotros, ni tampoco se dedicó a sentir lástima de sí misma. Trató de sobrellevar toda la carga, y de alguna manera yo entendía lo que estaba haciendo. Por muchas horas que tuviera que estar separada de nosotros en su trabajo, sabía que lo estaba haciendo por nosotros. Esa dedicación y sacrificio causó una profunda impresión en mi vida.

Abraham Lincoln dijo una vez: «Todo lo que soy o espero ser, se lo debo a mi madre». No estoy seguro de que quiera decirlo justo de esa manera, pero mi madre, Sonya Carson, fue la fuerza más temprana, más fuerte y de mayor impacto en mi vida.

Sería imposible relatar todos mis logros sin empezar por su influencia. Para mí, relatar mi experiencia quiere decir empezar con la de ella.

Capítulo II

Con la carga a cuestas

—  Ellos no tratarán a mi muchacho de esa manera —  dijo mi madre mientras contemplaba el papel que Curtís le había dado—. No, señor, no te harán eso.

Curtis había tenido que leerle algunas de las palabras, pero ella entendía con exactitud lo que el consejero escolar había hecho.

— ¿Qué harás, madre? — pregunté sorprendido. Nunca se me había ocurrido que alguien pudiera cambiar algo cuando las autoridades escolares tomaban decisiones.

— Iré directo allá por la mañana para arreglar esto —  dijo. Y por el tono de su voz sabía que lo haría.

Curtis, dos años mayor que yo, estaba en la secundaria básica cuando la consejera del colegio decidió ponerlo en un programa de estudios tipo vocacional. Sus calificaciones, en un tiempo bajas, habían estado subiendo mucho hacia más de un año, pero él asistía a un colegio en el que predominaban los blancos, y mi madre no tenía dudas de que la consejera estaba operando mediante el pensamiento estereotipado de que los negros eran incapaces de cursar estudios universitarios.

Por supuesto, no estuve en la reunión, pero todavía recuerdo vívidamente lo que mi madre nos dijo esa noche. «Le dije a esa consejera: "Mi hijo Curtis va a ir a la universidad. No quiero que asista a ningún curso vocacional». Luego puso su mano sobre la cabeza de mi hermano. «Curtis, ya estás inscrito en los cursos preparatorios para la universidad».

Esta experiencia ilustra el carácter de mi madre. No era una persona que permitiera que el sistema dictara su vida. Ella tenía una clara comprensión de cómo serían las cosas para nosotros, sus dos hijos.

Mi madre era una mujer atractiva, de un metro sesenta de estatura y esbelta, aunque cuando éramos pequeños hubiera dicho que era un poco rellenita. Hoy sufre de artritis y problemas del corazón, pero no pienso que eso la haya detenido gran cosa.

Sonya Carson tiene una personalidad clásica tipo A: trabajadora ardua, orientada a las metas, impulsada a exigir lo mejor de sí misma en cualquier situación, rehusándose a conformarse con menos. Es una mujer de gran inteligencia, que capta con rapidez el significado general antes de buscar detalles. Tiene una capacidad natural y un sentido intuitivo que le permite percibir lo que hay que hacer. Quizás esa es su característica más sobresaliente.

Debido a esa personalidad decidida y tal vez compulsiva, la cual hacia que se exigiera mucho a sí misma, algo de ese espíritu se infundió en mí. No quiero pintar a mi madre como perfecta, porque también era humana. A veces su negativa a permitir que me conformara con algo menos que lo mejor me parecía un hostigamiento, una gran exigencia, incluso una falta de piedad. Cuando creía en algo, se aferraba a ello y no lo soltaba. No siempre me gustó oírle decir: «No naciste para ser un fracaso, Bennie. ¡Tú puedes!» O una de sus expresiones favoritas: «Tan solo pídeselo al Señor, y él te ayudará».

Siendo muchachos, no siempre recibimos de buen grado sus lecciones y consejo. El resentimiento y la obstinación afloró, pero mi madre se rehusó a darse por vencida.

Con el paso de los años y su constante estímulo, tanto Curtis como yo empezamos a creer en realidad que podíamos lograr cualquier cosa que escogiéramos hacer. Tal vez ella nos «lavó el cerebro» para que creyéramos que seríamos extremadamente buenos y muy exitosos en lo que fuera que intentáramos. Incluso hoy puedo oír con claridad su voz dentro de mi cabeza diciendo: «Bennie, puedes hacerlo. No dejes de creer eso ni por un segundo».

Aunque mi madre tenía solo tercer grado de primaria cuando se casó, proveyó la fuerza impulsora en nuestra casa. Ella incitaba a mi despreocupado padre a hacer muchas cosas. En su mayor parte debido a su sentido de moderación, ahorró una buena cantidad de dinero y a la larga compramos nuestra primera casa. Sospecho que si las cosas hubieran marchado a la manera de mi madre, con el tiempo mis padres hubieran estado económicamente bien acomodados. No estoy seguro de que ella tuviera alguna premonición de la pobreza y la adversidad que tendría que enfrentar en los años por delante.

En contraste, mi padre medía un metro ochenta y ocho de estatura, era delgado, y a menudo decía: «Tienes que verte siempre bien vestido, Bennie. Vístete según lo que quieres ser». Él hacía énfasis en la ropa y las posesiones, y le encantaba estar rodeado de personas.

«Trata bien a la gente. La gente es importante. Si la tratas bien, te querrá». Recordando esas palabras, pienso que él le daba gran importancia al hecho de que todo mundo lo quisiera. Si alguien me pidiera que describiera a mi padre, diría: «Es un buen tipo». Y a pesar de los problemas que brotaron más tarde, todavía lo pienso así.

Mi padre era del tipo de persona que hubiera querido que nosotros nos vistiéramos con ropa elegante e hiciéramos las cosas de «machos», como andar persiguiendo a las muchachas. El estilo de vida que hubiera sido perjudicial para establecernos en el mundo académico. De muchas maneras, ahora estoy agradecido de que mi madre nos sacara de ese ambiente.

En el aspecto intelectual, papá no captaba con facilidad los problemas complejos, pues tenía la tendencia a «embotellarse» en los detalles, siendo incapaz de ver el cuadro completo. Quizás esa era la mayor diferencia entre mis padres.

Uno y otro venían de familias grandes: mi mamá tenía veintitrés hermanos y hermanas, y mi padre creció con trece hermanos y hermanas. Se casaron cuando mi padre tenía veintiocho años y mi madre trece. Muchos años más tarde, ella me confió que estaba buscando una manera de escapar de la situación desesperada que existía en su hogar.

Poco después de su matrimonio, se mudaron de Chattanooga, en Tennesse, a Detroit, que era la tendencia de los obreros a fines de la década de 1940 y principios de la de 1950. La gente del sur rural miraba a lo que consideraban lucrativos empleos en las fábricas del norte. Mi padre consiguió un trabajo en la planta Cadillac. Hasta donde sé, fue su primer y único empleo. Trabajó allí hasta que se jubiló a fines de los setenta.

Mi padre también servía como ministro en una pequeña iglesia bautista. Jamás he podido comprender si fue un ministro ordenado o no. Solo una vez me llevó para oírle predicar... o por lo menos recuerdo solo una ocasión. Papá no era uno de esos tipos fogosos como algunos evangelistas de la televisión. Él hablaba más bien calmado y alzaba la voz pocas veces, aunque predicaba en un tono relativamente bajo y el público no se entusiasmaba. No tenía abundancia real de palabras, pero hacía lo mejor según sus posibilidades. Todavía puedo verle ese domingo especial en que se paró frente a nosotros, alto y erguido, con el sol reflejado en una enorme cruz de metal que se mecía sobre su pecho.

* * *

— Tengo que irme por unos pocos días — nos dijo mi madre varios meses después de que papá nos dejó—. Necesito ver a algunos parientes.

— ¿Vamos nosotros también? — pregunté con interés.

— No, tengo que ir sola — su voz estaba desusadamente tranquila—. Además, perderían clases.

Antes de que pudiera protestar, me dijo que nos quedaríamos con unos vecinos.

— Ya he hecho los arreglos. Pueden dormir allá y comer con ellos hasta que regrese.

Tal vez debería haberme preguntado por qué ella viajó, pero no fue así. Me entusiasmé mucho con eso de quedarme en casa de otra persona, pues eso quería decir tener privilegios adicionales, mejor comida y un montón de diversión, ya que jugaríamos con los hijos de los vecinos.

Así fue como sucedió la primera vez y varias veces después. Mi madre nos explicaba que estaría fuera durante unos pocos días y que nos cuidarían los vecinos. Debido a que hacía con cuidado los arreglos para que nos quedáramos con algunos amigos, nos emocionábamos en lugar de asustamos. Seguros de su amor, jamás se me ocurrió que tal vez no volvería.

Quizás esto parezca extraño, pero es un testimonio de la seguridad que sentíamos en nuestra casa. Va era un adulto cuando descubrí a dónde iba mi madre cuando se marchaba a «visitar a los parientes». Cuando la carga se volvió demasiado pesada, solicitó admisión en una institución mental. La separación y el divorcio la sumergieron en un terrible período de confusión y depresión. Pienso que su fortaleza interna la ayudó a darse cuenta de que necesitaba ayuda profesional y tuvo la valentía para buscarla. Por lo general, estaba fuera varias semanas seguidas.

Nosotros dos jamás tuvimos la más ligera sospecha de su tratamiento psiquiátrico. Ella lo quiso así.

Con el tiempo, mi madre se recuperó de sus depresiones mentales, pero los amigos y vecinos hallaron difícil considerarla sana. Nosotros nunca lo supimos, pues mi madre jamás nos dejó saber cuánto le dolía, pero su tratamiento en un hospital mental les proporcionó a los vecinos un tema candente para chismear, tal vez incluso más porque ella se había divorciado. Ambos problemas representaban serios estigmas en ese tiempo. Mi madre no solo tenía que ingeniárselas a fin de proveer para la casa y criarnos a nosotros, sino que la mayoría de sus amigos desaparecieron cuando más los necesitaba. Debido a que nunca habló con nadie sobre los detalles de su divorcio, la gente concluyó lo peor e hizo circular las historias más estrafalarias acerca de ella.

«Yo solo decidí que lo que tenía que hacer era dedicarme a mis cosas», me dijo una vez mi madre, «e ignorar lo que la gente decía». Así lo hizo, pero no debió ser fácil. Me duele pensar cuántas veces sufrió sola llorando.

Por último, sin ningún recurso financiero en qué apoyarse, mi madre supo que no podía pagar los gastos de vivir en nuestra casa, por modesta que fuera. La vivienda había pasado a ser de ella como parte del acuerdo de divorcio. Así que varios meses después de tratar de salir adelante por cuenta propia, alquiló la casa. Empacamos y nos mudamos. Esa fue una de las ocasiones en que papá reapareció, ya que se presentó para llevarnos a Boston. La hermana mayor de mi madre, Jean Avery, y su esposo, Willliam, aceptaron recibirnos.

Nos mudamos a una vecindad en Boston con los Avery. Sus hijos ya habían crecido y ellos tenían mucho amor para darles a dos muchachos. Con el tiempo, llegaron a ser como unos segundos padres para Curtis y para mí, lo cual fue maravilloso, porque necesitábamos mucho afecto y simpatía en ese entonces.

Durante un año o algo así después de mudarnos a Boston, mi madre todavía estaba bajo tratamiento psiquiátrico. Sus viajes duraban como tres o cuatro semanas cada vez. La echábamos de menos, pero recibíamos una atención tan especial de parte del tío William y la tía Jean cuando ella estaba fuera, que nos gustaba este arreglo ocasional.

Los Avery nos aseguraban a Curtis y a mí: «A su mamá le está yendo bien». Después de recibir una carta o una llamada telefónica, nos decían: «Ella volverá en unos pocos días más». Manejaban la situación tan bien que nunca tuvimos ni la menor idea de lo difícil que eran las cosas para nuestra madre. Y así fue como la voluntad férrea de Sonya Carson quería que fuera.

Capítulo III

A los ocho años

¡Ratas! — grité—. ¡Mira, Curtis, mira aquí! ¡Vi ratas! — añadí señalando con horror un lote grande lleno de hierbas detrás de nuestra vecindad—. ¡Y son más grandes que gatos!

— No son tan grandes — respondió Curtís tratando de parecer más maduro—, pero sí que parecen feroces.

Nada en Detroit nos había preparado para la vida en un edificio en Boston. Los ejércitos de cucarachas cruzaban corriendo el cuarto, siendo imposible libramos de ellas sin que importara lo que mi madre hiciera. Más aterradoras para mí eran las hordas de ratas, aunque nunca se acercaban. La mayoría vivían afuera, entre las hierbas o los montones de basura. Sin embargo, de vez en cuando se metían en el sótano de nuestro edificio, en especial durante el tiempo frío.

«Yo no bajo allá solo», dije de forma rotunda más de una vez. Me asustaba bajar solo al sótano, y no cedía a menos que Curtis o el tío William fueran conmigo.

En ocasiones salían culebras de entre las hierbas para deslizarse por las aceras de la calle. Una vez una serpiente grande se metió en nuestro sótano y alguien la mató. Pocos días después, todos los muchachos hablamos acerca de las culebras.

— ¿Saben? Una serpiente se metió en uno de los edificios de allá atrás el año pasado y mató a cuatro niños mientras dormían — dijo uno de mis compañeros.

— Pueden tragarte entero — insistió otro.

— No, no pueden —  dijo el primero y se rió —. Lo que hacen es morderte, y entonces te mueres.

Luego otro contó de alguien a quien una culebra lo había matado.

Las historias no eran verdaderas, por supuesto, pero oírlas con la suficiente frecuencia como para mantenerlas frescas en mi mente me hacía sentir cauteloso, asustado y siempre alerta en cuanto a las culebras.

Un sinnúmero de indigentes y borrachos deambulaban por el sector, y nos acostumbramos tanto a ver vidrios rotos, montañas de basura, edificios en ruinas y patrulleros a toda velocidad por las calles, que pronto nos ajustamos a nuestro cambio de estilo de vida. En pocas semanas ese ambiente nos parecía perfectamente normal y razonable.

Nadie jamás dijo: «Esta no es la manera en que vive la gente normal». Una vez más, pienso que el sentido de unidad familiar, fortalecido por los Avery, impidió que me preocupara demasiado por la calidad de nuestra vida en Boston.

Por supuesto, mi madre trabajaba constantemente. Rara vez tenía mucho tiempo libre, pero cuando era así, lo invertía con generosidad con Curtis y conmigo, lo que compensaba las horas que pasaba afuera. Mi madre empezó a trabajar en casas de gente acomodada cuidando a sus hijos o haciendo oficios domésticos.

«Te ves cansaba», le dije una noche cuando entró en nuestro pequeño apartamento. Ya estaba oscuro, y ella había tenido un largo día de trabajo en dos empleos, ninguno de los cuales le pagaba bien.

Apoyó la espalda en el sillón. «A lo mejor lo estoy», dijo mientras se quitaba los zapatos. Su sonrisa me acarició. « ¿Qué aprendiste en la escuela hoy?», preguntó.

Por cansada que estuviera, si todavía estábamos despiertos cuando llegaba a casa, nunca dejaba de preguntarnos por nuestros estudios. Al igual que todo lo demás, su preocupación por nuestra educación empezó a inculcar en mí que ella consideraba importantes los estudios.

Apenas tenía ocho años cuando nos mudamos a Boston, siendo en ocasiones un niño de mentalidad seria que meditaba en todos los cambios que habían surgido en su vida. Un día me dije: «Tener ocho años es fantástico, porque a esta edad uno no tiene ninguna responsabilidad. Todos te cuidan y uno simplemente puede jugar y divertirse». No obstante, también dije: «No siempre será así. De modo que por ahora disfrutaré de la vida.».

Con excepción del divorcio, lo mejor de mi niñez sucedió cuando tenía esa edad. Primero, tuve la Navidad más espectacular de mi vida: Curtis y yo disfrutamos de un tiempo maravilloso mientras íbamos de compras, luego nuestra tía y nuestro tío nos colmaron de juguetes. Mi madre también, tratando de compensar la pérdida de nuestro padre, nos compró más cosas que nunca antes.

Uno de mis regalos favoritos fue un auto Buick 1959 a escala, con ruedas de fricción. Sin embargo, el juego de química superó incluso al pequeño auto. Nunca, ni antes ni después, he tenido algo que haya captado mi interés como ese juego de química. Pasé horas en el dormitorio jugando, estudiando las instrucciones y haciendo un experimento tras otro. Convertí el papel tornasol en azul y rojo. Mezclé sustancias químicas preparando brebajes extraños y observé con fascinación cómo burbujeaban, producían espuma o se volvían de diferentes colores. Cuando algo que había preparado llenaba todo el apartamento con una pestilencia similar a la de huevos podridos o algo peor, me reía hasta que me dolía el estómago.

En segundo lugar, tuve mi primera experiencia religiosa cuando tenía ocho años. Nosotros éramos adventistas del séptimo día, y un sábado por la mañana el pastor Ford, en la Iglesia de la Avenida Detroit Bums, ilustró su sermón con un relato.

Siendo un narrador de historias excelente, nos contó de una pareja de esposos que eran médicos misioneros a quienes en un país lejano unos ladrones los estaban persiguiendo. Los esquivaron por entre árboles y piedras, logrando siempre mantenerse justo por delante de los bandidos. Al final, jadeando agotados, la pareja se detuvo al borde de un precipicio. Estaban atrapados. De repente, justo al borde del risco, vieron una grieta en la peña... una hendidura apenas lo suficiente amplia como para que entraran arrastrándose y se escondieran. Segundos después, cuando los hombres llegaron al borde del precipicio, no pudieron hallar al médico ni a su esposa. Ante sus ojos incrédulos, la pareja se había esfumado. Después de maldecirlos a gritos, los bandidos se marcharon.

Mientras escuchaba, el cuadro se hizo tan vivido que sentí como si me estuvieran persiguiendo. El pastor no estaba siendo exageradamente dramático, pero me dejé llevar por la emoción. Viví la batalla de los misioneros como si los hombres malos estuvieran tratando de capturarme. Me imaginé que me estaban persiguiendo. La respiración me faltó debido al pánico, el miedo y la desesperación de esa pareja misionera. Al final, cuando los bandidos se fueron, solté un suspiro al sentir que ellos estaban seguros.

El pastor Ford miró a la congregación. «La pareja quedó protegida», nos dijo. «Estuvieron escondidos en las grietas de la peña, y Dios los protegió de todo daño».

Cuando terminó el sermón, empezamos a entonar el «canto de llamamiento». Esa mañana el pastor había seleccionado «Él esconde mi alma en la grieta de la peña». Organizó su llamamiento alrededor del relato misionero y explicó nuestra necesidad de escondemos en una «hendidura de la peña», en la seguridad que se halla solo en Jesucristo.

«Si ponemos nuestra fe en el Señor», dijo mientras paseaba su mirada por las caras de la congregación, «siempre estaremos seguros. Seguros en Jesucristo».

Mientras escuchaba, mi mente vislumbró la forma maravillosa en que Dios había cuidado a esas personas que querían servirle. Mediante mi imaginación y mis emociones viví ese relato con la pareja y pensé: Eso es justo lo que debo hacer... buscar refugio en la hendidura de la peña.

Aunque tenía solo ocho años, mi decisión me pareció perfectamente natural. Otros muchachos de mi edad ya se estaban bautizando y uniéndose a la iglesia, así que cuando el mensaje y la música tocaron mis emociones, respondí. Siguiendo la costumbre de nuestra denominación, cuando el pastor Ford preguntó si alguno quería entregarse a Jesucristo, Curtis y yo pasamos al frente. Unas pocas semanas más tarde ambos fuimos bautizados.

Yo era un buen muchacho, no había hecho nada particularmente malo. Sin embargo, por primera vez en mi vida sabía que necesitaba la ayuda de Dios. Durante los próximos cuatro años traté de seguir las enseñanzas que recibía en la iglesia.

Esa mañana marcó otro hito para mí. Decidí que quería ser médico, un médico misionero.

Los cultos de adoración y nuestras lecciones bíblicas con frecuencia destacaban historias de médicos misioneros. Todo relato de un médico misionero que viajaba por poblaciones primitivas en África o la India me intrigaba. Nos llegaban informes del sufrimiento físico que los médicos aliviaban y acerca de cómo ayudaban a las personas a llevar vidas más felices y saludables.

— Eso es lo que quiero hacer — le dije a mi madre al regresar a casa— o Quiero ser médico. ¿Puedo ser médico, mamá?

— Bennie —  dijo ella—, escúchame.

Nos detuvimos y mi madre me miró a los ojos. Luego, poniendo sus manos sobre mis hombros, dijo:

— Si le pides al Señor algo, y crees que lo hará, así sucederá.

—  Creo que puedo ser médico.

—  Entonces, Bennie, serás médico —  dijo ella como si nada, y empezamos a caminar de nuevo.

Después de las palabras de mi madre, las cuales me fortalecieron, nunca dudé de lo que quería ser en la vida.

Como la mayoría de los muchachos, no tenía ni idea de lo que tenía que hacer una persona para llegar a ser médico, pero daba por seguro que si me iba bien en la escuela, podría lograrlo. Para cuando cumplí trece años, no estaba muy seguro de que quería ser misionero, pero nunca me desvíe del deseo de dedicarme a la profesión médica.

Nos mudamos a Bastan en 1959 y nos quedamos allí hasta 1961, fecha en que mi madre se mudó de nuevo a Detroit, pues económicamente ya podía sostenernos. Detroit era el hogar para nosotros, y además, mi madre tenía un objetivo en mente. Aunque no fue posible al principio, planeaba recuperar la casa en que habíamos vivido.

La casa, como del tamaño de muchas cocheras actuales, era una de esas cajas cuadradas prefabricadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Toda la construcción quizás no tenía ni noventa metros cuadrados, pero estaba en un buen barrio en donde las personas mantenían su césped bien cortado y mostraban orgullo por el lugar donde vivían.

«Muchachos», nos dijo conforme pasaban las semanas y los meses, «simplemente esperen. Volveremos a nuestra casa en la calle Deacon. Tal vez no podamos pagar lo que representa vivir allí ahora, pero lo haremos. Mientras tanto, todavía podemos usar el arriendo que recibimos por la casa». Ni un solo día pasó sin que mi madre hablara de regresar. La determinación brillaba en sus ojos, y nunca dudé de que lo lograríamos.

Mi madre nos llevó a un edificio multifamiliar, justo al otro lado de la carrilera del tren, en una sección llamada Delray. Era un sector industrial lleno de humo, con rieles que cruzaban por todos lados y en donde había pequeñas fábricas que producían repuestos de automóviles. Era lo que yo llamaría un barrio de clase media baja.

Los tres vivíamos en el piso superior. Mi madre trabajaba en dos o tres empleos a la vez. En un lugar cuidaba niños, y en el siguiente limpiaba la casa. Cualquiera que fuera el trabajo doméstico que alguien necesitara, mi madre decía: «Puedo hacerlo. No sé cómo ahora mismo, pero aprendo rápido».

En realidad, no había ninguna gran cosa que ella pudiera hacer para ganarse la vida, pues no tenía otra preparación. Adquirió mucho sentido común en esos trabajos, ya que era inteligente y atenta. Al trabajar, observaba con mucho cuidado todo lo que la rodeaba. Se interesaba en especial por las personas, pues la mayor parte del tiempo trabajó para gente acomodada. Venía a casa y nos decía: «Esto es lo que la gente rica hace. Así es cómo se portan los que tienen éxito. Piensan de esta manera».

Constantemente nos instruía con esta clase de información a mí hermano y mí. Ahora bien, ustedes, muchachos, también pueden hacerlo», decía con una sonrisa. Y luego añadía: «¡Incluso mejor!»

De forma extraña, mi madre empezó a presentar estos objetivos delante de mí cuando no era buen estudiante. Bueno, eso no es exactamente cierto, ya que era el peor estudiante de todo el quinto grado de la Escuela Primaria Higgins.

Mis tres años en el sistema de escuelas públicas de Detroit me habían proporcionado un buen cimiento. Cuando nos mudamos a Boston, entré al cuarto grado, con Curtis dos años más adelante. Fuimos transferidos a una pequeña escuela privada de una iglesia, pues mi madre pensaba que la misma nos proveería una mejor educación que las escuelas públicas. Por desdicha, no resultó así. Aunque Curtis y yo sacábamos buenas calificaciones, el trabajo no era tan exigente como podía haber sido. Y cuando fuimos transferidos de nuevo al sistema de escuelas públicas de Detroit, fue todo un conflicto para mí.

A la Escuela Primaria Higgins asistían de forma predominante personas blancas. Las clases eran rigurosas, y los compañeros de quinto grado a los que me uní podían ganarme en todas las materias. Para mi sorpresa, no entendía nada de lo que sucedía. No tenía competidor para el último lugar de la clase. Para empeorar las cosas, en verdad estaba convencido de que había estado haciendo un trabajo satisfactorio en Boston.

Estar en el último lugar de la clase ya dolía lo suficiente, pero que los otros muchachos me hicieran bromas y me acosaran me hacía sentir peor. Como hacen todos los chicos, después que nos habíamos presentado a un examen surgía la inevitable conjetura en cuanto a las calificaciones.

Alguien sin falta decía: «¡Sé la calificación que Carson sacó!» «¡Ajá, un gran cero!», respondía otro. «Oye, tonto, ¿piensas que lograste adivinar esta vez?» «Carson adivinó una la vez pasada. ¿Saben por qué? Porque estaba tratando de escribir la respuesta errada».

Sentado tieso en mi pupitre, actuaba como si no los hubiera oído. Quería que pensaran que no me importaba lo que decían, pero no era así. Sus palabras dolían, aunque no me permitía llorar o salir corriendo. A veces, una sonrisa recubría mi cara cuando empezaban las bromas. Con el paso de las semanas, acepté que estaba en el último lugar de la clase porque era allí donde merecía estar.

Simplemente soy tonto. No tenía ninguna duda de esa afirmación, y todos los demás también lo sabían.

Aunque nadie en particular me dijo nada en cuanto a que era negro, pienso que mi pésimo historial reforzaba mi impresión general de que los negros no son tan inteligentes como los blancos. Me encogí de hombros y acepté la realidad... así es como se suponía que las cosas debían ser.

Mirando hacia atrás a todos esos años, casi puedo sentir de nuevo el dolor. La peor experiencia de mi vida escolar tuvo lugar en quinto grado, después de una prueba rápida de matemáticas. Como de costumbre, la señora Williamson, nuestra maestra, hizo que le pasáramos nuestro examen al alumno sentado detrás de nosotros para que lo calificara mientras ella leía las respuestas en voz alta. Después de la calificación, cada prueba regresaba a su dueño. Entonces la maestra nos llamaba por lista, e informábamos en voz alta nuestra calificación.

La prueba tenía treinta problemas. La muchacha que corrigió mi examen era la capitana de los que se burlaban de mí diciéndome que era tonto. La profesora empezó a mencionar nuestros nombres según la lista. Me quedé sentado en ese salón mal ventilado mientras mi mirada viajaba del brillante pizarrón a la pared y luego a las ventanas cubiertas con recortes de papel. El salón olía a tiza y a niños, y yo hundí la cabeza, aterrado de oír mi nombre. Fue algo inevitable. «¿Benjamin?» La señora Williamson esperó que informara mi calificación.

Entre dientes respondí: «¡Nueve!» Ella soltó el lapicero, me sonrió, y dijo con real entusiasmo: «¡Vaya, Benjamin, eso es maravilloso!» (Para mí, una calificación de nueve de treinta respuestas era increíble.)

Antes de que me diera cuenta de lo que estaba sucediendo, la muchacha detrás de mí gritó: «¡No es nueve!» Entonces añadió burlándose: «Él no acertó ninguna. No tiene ninguna respuesta correcta». Sus burlas recibieron el eco de las risas y carcajadas de todo el salón.

«¡Basta!», dijo la maestra con voz firme, pero era demasiado tarde. La crueldad de la muchacha me había partido el corazón. Pienso que jamás me había sentido tan solo ni tan tonto en toda mi vida. Ya era lo suficiente malo haber errado casi toda pregunta en cualquier prueba, pero cuando toda la clase – o al menos parecía que todos los que estaban allí—  se río de mí por ser tonto, quise que la «tierra me tragara». Las lágrimas hicieron que los ojos me ardieran, pero me negué a llorar. Moriría antes de dejarles saber que me habían lastimado. En cambio, esbocé una sonrisa que no demostraba que me importaba y clavé los ojos sobre el pupitre... y en el enorme cero en la parte superior de mi examen.

Con facilidad podía haber decidido que la vida era cruel, que ser negro significaba tener todo en mi contra, podía haber seguido ese camino, excepto por dos cosas que sucedieron durante quinto grado y cambiaron mi percepción del mundo entero.

Capítulo IV

Dos cosas positivas

«No sé», dije meneando la cabeza. «Quiero decir, no estoy seguro». Una vez más, me sentí tonto desde la coronilla hasta la suela de mis zapatos. El muchacho antes de mi había leído todas las letras de la tabla hasta la línea inferior sin ningún problema. Yo, por el contrario, no podía ver ni siquiera lo suficiente como para leer la línea superior.

«Está bien», dijo la enfermera, y el próximo niño en la línea se paró frente a la tabla para su examen de los ojos. La voz de la enfermera era firme y clara: «Recuerda, trata de leer sin entrecerrar los ojos».

A mediados de año durante el quinto grado, la escuela nos sometió a un examen obligatorio de los ojos.

Cerré un poco los ojos, traté de enfocarme, y a duras penas leí la primera línea.

La escuela me dio gratis unos lentes. Cuando fui para que me los ajustaran, el médico dijo: «Hijo, tu visión es tan mala que casi reúnes los requisitos para que se te califique como inválido».

Es verdad, mis ojos habían empeorado poco a poco y no tenía ni idea de que estaban tan mal. Llevé puestos los nuevos lentes a la escuela al día siguiente. ¡Quedé sorprendido! Por primera vez en realidad podía ver lo que estaba escrito en el pizarrón, y desde la parte de atrás del salón de clases. Usar los lentes fue la primera cosa positiva que me puso en el camino para empezar a subir desde el último lugar de la clase. De inmediato, después que me corrigieron la visión, mis calificaciones mejoraron... no gran cosa, pero por lo menos estaba avanzando en la dirección correcta.

Cuando nos entregaron las libretas de calificaciones a mediados del año, la señora Williamson me llamó aparte. «Benjamin, en general lo estás haciendo mucho mejor». Su sonrisa de aprobación me hizo sentir que podía rendir incluso más. Sabía que quería animarme para que mejorara.

Aunque recibí una D en matemáticas, eso indicaba que estaba mejorando. Por lo menos no había fallado.

Ver esa calificación que me permitía pasar me hizo sentir bien. Pensé: Saqué una D en matemáticas. Estoy mejorando. Hay esperanza para mí. No soy el muchacho más tonto de la escuela.

Cuando un chico como yo, que había estado en el último lugar de la clase durante la primera mitad del año, de repente avanza con rapidez, aunque sea de una F a una D, esa experiencia da lugar a la esperanza. Por primera vez desde que entré a la escuela Higgins supe que podía hacerlo mejor que algunos de los compañeros de clase.

Sin embargo, mi madre no estaba dispuesta a permitir que me conformara con un objetivo tan bajo como ese. «Ah, es una mejora, por supuesto», dijo. «Y, Bennie, me siento orgullosa de que hayas sacado una calificación mejor. ¿Por qué no ibas a sacarla? Eres inteligente».

A pesar de mi entusiasmo y mi sentimiento de esperanza, mi madre no estaba feliz. Al ver que mi calificación en matemáticas había mejorado y escuchar lo que la profesora había dicho de mí, empezó a recalcar:

— No puedes conformarte con simplemente pasar raspando.

Eres demasiado inteligente para eso. Puedes sacar la calificación más alta de toda la clase de matemáticas.

— Pero, madre, no fracasé — me quejé, pensando que ella no había apreciado cuánto había mejorado mi rendimiento.

— Está bien, Bennie, has empezado a mejorar y lo seguirás haciendo.

— Estoy tratando —  dije—. Estoy haciendo mi mayor esfuerzo.

— Pero todavía puedes hacerlo mejor, y yo te ayudaré.

Sus ojos brillaron.

Debí haber sabido que ella ya había empezado a formular un plan. Cuando se trataba de mi madre, no era suficiente con decir: «Hazlo mejor». Ella encontraría una manera de mostrarme cómo. Su plan, puesto en práctica sobre la marcha, resultó ser el segundo factor positivo.

Mi madre no había dicho mucho en cuanto a mis notas hasta que nos entregaron las libretas de calificaciones a mitad de año. Ella había pensado que las notas de la escuela de Bastan reflejaban un cierto progreso. Sin embargo, una vez que se dio cuenta de lo mal que me estaba yendo en la Escuela Primaria Higgins, empezó a exigirme cuentas todos los días.

No obstante, nunca preguntó: « ¿Por qué no puedes ser como esos muchachos inteligentes?» Tenía demasiado buen sentido para eso. Además, nunca sentí como si quisiera que compitiera con mis compañeros de clase, más bien esperaba que hiciera mi mayor esfuerzo.

— Tengo dos muchachos inteligentes —  decía ella—, dos muchachos enormemente inteligentes.

— Estoy haciendo lo mejor que puedo — insistía—. He mejorado en matemáticas.

— Pero rendirás mejor, Bennie — me dijo una noche—. Ahora bien, puesto que has empezado a mejorar en matemáticas, seguirás haciéndolo, y esto es lo que harás. Lo primero es memorizar las tablas de multiplicar.

— ¿Las tablas de multiplicar? — me lamenté. No podía imaginarme aprender tanto—. ¿Sabes cuántas hay? ¡Eso puede llevarme todo un año!

Ella se enderezó un poco más.

— Yo solo estudié hasta tercer grado, pero las sé todas hasta la tabla del doce.

— Pero, madre, no puedo...

— Tú puedes, Bennie. Todo lo que tienes que hacer es decidir concentrarte. Trabaja en eso y mañana, cuando regrese del trabajo, las repasamos. ¡Las seguiremos estudiando hasta que las sepas mejor que cualquiera en tu clase!

Protesté un poco más, pero no había nada más que hacer.

— Además — y aquí vino el «tiro de gracia, no saldrás a jugar después de clases mañana mientras no hayas aprendido esas tablas».

Yo estaba a punto de echarme a llorar.

— ¡Mira todas esos números! — protesté señalando las columnas en la cubierta posterior de mi libro de matemáticas—. ¿Cómo puede alguien aprenderlos todos?

A veces hablar con mi madre era cómo hacerlo con una piedra. Su mentón se mantuvo firme y su voz era severa.

— No saldrás a jugar después de clases mañana mientras no hayas aprendido esas tablas.

Por supuesto, mi madre no estaba en casa cuando salimos de clases, pero ni siquiera se me ocurrió desobedecerla. Ella nos había educado a Curtis y a mí de la forma apropiada, por eso hacíamos lo que nos decía.

Aprendí las tablas de multiplicar. Tan solo las repetí hasta que las tuve grabadas en la mente. Como ella prometió, esa noche las repasó conmigo. Su interés constante y su inagotable estímulo me mantuvieron motivado.

A los pocos días después que las aprendí, las matemáticas se hicieron tan fáciles que mis calificaciones se elevaron. La mayoría de las veces eran tan altas como las de los demás compañeros de clase. Nunca olvidaré cómo me sentí en otro examen de matemáticas cuando le respondí a la señora Williamson: «¡Veinticuatro!»

Prácticamente grité cuando repetí: «Tengo veinticuatro correctas»

Ella me sonrió de tal manera que me hizo saber que se sentía muy complacida al ver mi mejoría. No les dije a los demás compañeros lo que tenía lugar en casa ni cómo me habían ayudado los lentes. No pensaba que a la mayoría de ellos les importara.

Las cosas cambiaron de inmediato y resultó más divertido ir a la escuela. Nadie se reía de mí ni me llamaba el tonto en matemáticas. Sin embargo, mi madre no me permitió detenerme luego de memorizar las tablas de multiplicación. Ella me había demostrado que podía triunfar en una cosa. Así que empezó la siguiente fase de mi programa de mejoramiento para lograr que obtuviera las mejores calificaciones de toda la clase. Aunque el objetivo era bueno, no me gustó su método.

— He decidido que ustedes, muchachos, están viendo mucha televisión —  dijo una noche mientras apagaba el aparato en medio de un programa.

— No vemos gran cosa contesté yo, tratando de señalar que algunos programas eran educativos y que todos los compañeros de clase veían televisión, incluso los más inteligentes.

Como si no hubiera oído media palabra de lo que dije, estableció la ley. No me gustó la regla, pero su determinación de vernos mejorar cambió el curso de mi vida.

— Muchachos, de aquí en adelante no pueden ver más de tres programas de televisión a la semana.

— ¿A la semana? exclamé, pensando de inmediato en todos los maravillosos programas que me perdería.

A pesar de nuestras protestas, sabíamos que cuando ella decía que no podíamos ver televisión de manera ilimitada, lo decía en serio. También confiaba en nosotros, y los dos nos adherimos a la regla de la familia porque éramos a la larga buenos muchachos.

Curtis, aunque un poco más rebelde que yo, había rendido mejor en la escuela. Sin embargo, sus calificaciones no eran lo suficiente buenas como para satisfacer los estándares de mi madre.

Noche tras noche mamá hablaba con Curtis y trabajaba con él en su actitud, exhortándole a triunfar, a no darse por vencido en cuanto a sí mismo. Ninguno de nosotros había tenido un modelo ejemplar de éxito, ni siquiera una figura varonil respetable a la cual mirar. Pienso que Curtis, al ser mayor, era un poco más sensible que yo. No obstante, sin que importara cuánto tuviera mi madre que trabajar con él, no se dio por vencida. De alguna manera, por medio de su amor, determinación, estímulo, así como al establecer reglas, Curtis se convirtió en una persona más razonable y empezó a creer en sí mismo.

Mi madre ya había decidido cómo deberíamos pasar nuestro tiempo libre cuando no estábamos viendo televisión. «Muchachos, irán a la biblioteca a leer libros. Por lo menos dos libros por semana. Al final de cada semana, tienen que darme un informe de lo que han leído».

Esa regla sonaba imposible. ¿Dos libros? Yo nunca había leído un libro entero en toda mi vida, excepto los que nos hacían leer en la escuela. No podía pensar que alguien terminara un solo libro en una corta semana.

Con todo, un día o dos más tarde Curtis y yo nos hallamos arrastrando los pies a través de las siete calles desde nuestra casa hasta la biblioteca pública. Rezongamos y nos quejamos mientras hacíamos el recorrido, el cual parecía interminable. Mi madre había hablado y a ninguno de nosotros ni siquiera se nos ocurrió desobedecer. ¿La razón? La respetábamos. Sabíamos que hablaba en serio y nos dábamos cuenta de que era mejor que le hiciéramos caso, pero aun más importante, la amábamos.

«Bennie», decía ella una y otra vez, «si puedes leer, cariño, aprenderás casi cualquier cosa que quieras saber. Las puertas del mundo se abren para los que pueden leer. Y mis muchachos triunfarán en la vida, porque serán los mejores lectores de la escuela».

Al pensar en eso, estoy tan convencido hoy como lo estuve en quinto grado de que mi madre lo decía en serio. Ella creía en Curtis y en mí. ¡Tenía tal fe en nosotros que no nos atrevimos a fracasar! Su inflexible confianza me impulsó a empezar a creer en mí mismo.

Varias de las amigas de mi madre la criticaban por su severidad. Oí que una mujer le preguntó: «¿Qué les estás haciendo a esos muchachos al hacerlos estudiar todo el tiempo? Te detestará».

«Ellos pueden detestarme», contestó cortando la crítica de la mujer, «¡pero recibirán una buena educación de todas maneras!»

Por supuesto, nunca la detesté. No me gustaba la presión, pero ella se las arreglaba para que me diera cuenta de que este arduo trabajo era por mi propio bien. Casi a diario me decía: «Bennie, puedes hacer cualquier cosa que te propongas». Puesto que siempre me gustaron los animales, la naturaleza y la ciencia, en la biblioteca escogía libros sobre esos temas. Y aunque fui un estudiante mediocre en las materias académicas tradicionales, sobresalí en ciencias en quinto grado.

El maestro de esa asignatura, el señor Jaeck, se percató de mi interés y me estimuló dándome proyectos especiales, tales como ayudar a otros compañeros a identificar piedras, animales o peces. Yo tenía la habilidad de estudiar las marcas de un pescado, por ejemplo, y a partir de las mismas identificar a esa especie. Nadie en la clase tenía esa agudeza, así que tuve mi posibilidad de relucir.

Al principio, iba a la biblioteca y escogía libros sobre animales y otros temas de la naturaleza. Me convertí en el experto de quinto grado sobre cualquier cosa de naturaleza científica. Para finales de año, podía recoger casi cualquier piedra junto a los rieles e identificarla. Leí tantos libros sobre los peces y la vida acuática que empecé a buscar insectos en los arroyos. El señor Jaeck tenía un microscopio, y me encantaba llevar muestras de agua para examinar los varios protozoos bajo los lentes de aumento.

Poco a poco llegué a darme cuenta de que estaba rindiendo mejor en todas las materias escolares. Empecé a esperar con anhelo mis idas a la biblioteca. El personal de allí llegó a conocernos a Curtis y a mí, así que nos sugerían nuevas lecturas. Nos informaban de los nuevos libros que llegaban. Prosperé en este nuevo estilo de vida, y pronto mis intereses se ampliaron para incluir libros sobre aventuras y descubrimientos científicos.

Al leer tanto, mi vocabulario mejoró de modo automático junto con mi comprensión. Pronto llegué a ser el mejor estudiante en matemáticas cuando teníamos problemas escritos que involucraban las palabras.

Hasta las últimas semanas de quinto grado, aparte de las pruebas de matemáticas, nuestras pruebas semanales de deletreo eran para mí la peor parte de la escuela. Por lo general, perdía en la primera palabra. Sin embargo, ahora, treinta años más tarde, todavía recuerdo la palabra que en realidad despertó mi interés por aprender a deletrear.

La última semana de quinto grado tuvimos una gran competencia de deletreo en la que la señora Williamson nos hizo recorrer toda palabra que se suponía debíamos haber aprendido a deletrear ese año. Como todos lo esperaban, Bobby Farmer ganó aquella competencia. No obstante, para mi sorpresa, la palabra final que deletreó correctamente para ganar fue agricultura.

Yo puedo deletrear esa palabra, pensé con entusiasmo. La había aprendido justo el día anterior en el libro de la biblioteca. Cuando el ganador se sentó, una emoción me recorrió, un anhelo de triunfar, más poderoso que nunca antes. «Yo puedo deletrear agricultura», dije para mis adentros, «y apuesto a que puedo aprender a deletrear casi cualquier palabra del mundo. Apuesto a que puedo aprender a deletrear mejor que Bobby».

Aprender a hacerlo mejor que Bobby Farmer en realidad se me presentó como un reto. Resultaba evidente que Bobby era el muchacho más inteligente de quinto grado. Otro chico, Steve Kormos, se había ganado la reputación de ser el muchacho más inteligente antes de que Bobby Farrner llegara. Bobby Farmer me había impresionado durante una clase de historia porque la profesora mencionó el lino y ninguno de nosotros sabía de qué estaba hablando.

Entonces Bobby, todavía nuevo en la escuela, levantó la mano y nos explicó al resto lo que era, cómo y dónde crecía, y de qué manera las mujeres hilaban las fibras. Al escucharle, pensé: Por cierto, Bobby sabe mucho en cuanto al lino. Es en realidad inteligente. De repente, sentado allí en ese salón de clases con el sol de primavera filtrándose por las ventanas, un nuevo pensamiento relampagueó en mi mente. Puedo aprender sobre el lino o cualquier tema a través de la lectura. Es como mi madre dice: Si uno puede leer, puede aprender casi cualquier cosa. Seguí leyendo durante todas las vacaciones, y para cuando empecé el sexto grado, había aprendido a deletrear muchas palabras sin una memorización consciente. En sexto grado, Bobby todavía era el muchacho más inteligente de la clase, pero empecé a alcanzarlo.

Después que empecé a avanzar en la escuela, el deseo de ser inteligente se hizo cada vez más fuerte. Un día pensé: Debe ser muy divertido que todos sepan que uno es el muchacho más inteligente de la clase. Ese día decidí que la única manera de saber con certeza cómo uno se sentiría era llegando a ser el más inteligente.

Al continuar leyendo, mi deletreo, mi vocabulario y mi comprensión mejoraron, y mis clases se volvieron mucho más interesantes. Mejoré tanto que cuando comencé el séptimo grado en la Secundaria Básica Wilson estaba a la cabeza de la clase.

No obstante, llegar a ser el primero de la clase no era mi objetivo real. Para ese entonces, tal cosa no bastaba para mí. Allí es donde la constante influencia de mi madre produjo su efecto. No trabajé duro para competir o ser mejor que los demás muchachos, sino porque quería ser lo mejor que pudiera... por mí.

La mayoría de los compañeros que habían estado en la escuela conmigo en quinto y sexto grado también pasaron a Wilson. Sin embargo, nuestra relación personal había cambiado muchísimo durante esos dos años. Los mismos muchachos que en un tiempo me hacían bromas por ser tonto empezaron a acercarse y preguntarme: «Oye, Bennie, ¿cómo resuelves este problema?»

Por supuesto, sonreía cuando les daba la respuesta. Ahora me respetaban porque me había ganado su respeto. Era divertido sacar buenas calificaciones, aprender más, saber más de lo que en realidad se exigía.

Aunque en la Secundaria Básica Wilson predominaban los estudiantes blancos, tanto Curtis como yo nos convertimos allí en alumnos sobresalientes. Fue en Wilson que me destaqué entre los muchachos blancos. Aunque no fue algo consciente de mi parte, me gusta mirar hacia atrás y pensar que mi crecimiento intelectual me ayudó a borrar la idea estereotipada de que los negros son en su aspecto intelectual inferiores.

Una vez más, le agradezco a mi madre por mi actitud. En todos mis años de crecimiento, nunca recuerdo haberle oído decir cosas como: «La gente blanca es simplemente...» Esta mujer sin mayor educación, que se casó a los trece años, había sido tan inteligente como para comprender las cosas por su cuenta y reiterarnos a Curtis y a mí que las personas son personas. Ella nunca cedió ante el prejuicio racial ni nos permitió hacerlo.

A pesar de que Curtis y yo nos encontramos con ese tipo de prejuicio, no nos dejamos atrapar por el mismo, en especial en esos días a principios de la década de 1960.

Tres incidentes en los que experimentamos un prejuicio racial directo contra nosotros sobresalen en mi memoria. Primero, cuando empecé a asistir a la Secundaria Básica Wilson, Curtis y yo a menudo nos trepábamos a un tren para ir al colegio.

Nos divertía hacerlo porque los rieles corrían paralelos a la ruta del colegio. Aunque sabíamos que se suponía que no debíamos hacerlo, aplacaba mi conciencia decidiendo subirme solo a los trenes más lentos.

Mi hermano se trepaba a los trenes más rápidos, los cuales tenían que reducir la velocidad en el cruce. Envidiaba a Curtis al verlo en acción. Cuando los trenes más rápidos venían, justo al pasar el cruce, él lanzaba su clarinete a uno de los vagones plataformas delanteros del tren. Luego esperaba y se trepaba al último vagón plataforma. Si no lograba subirse y llegar al frente, sabía que perdería su clarinete. Curtis nunca lo perdió.

Habíamos escogido una aventura peligrosa, así que cada vez que saltábamos a un tren el entusiasmo me recorría el cuerpo. No solo teníamos que saltar, agarrarnos del pasamanos del vagón y sostenernos, sino que teníamos que asegurarnos de que los empleados de seguridad del ferrocarril no nos atraparan. Ellos vigilaban para que los muchachos y los vagabundos nos se treparan a los trenes en los cruces. Jamás nos agarraron.

Dejamos de treparnos a los trenes por una razón muy diferente. Un día, cuando Curtis no estaba conmigo, mientras corría junto a los rieles un grupo de muchachos mayores, todos blancos, vinieron marchando hacia mí con la rabia escrita en sus caras. Uno de ellos llevaba un gran palo.

— ¡Oye, tú, negro!

Me detuve y me quedé mirándolos asustado y en silencio. Siempre he sido muy flaco, por lo que debí parecerles muy indefenso... y lo estaba. El muchacho con el palo me dio un garrotazo en el hombro. Retrocedí sin estar seguro de lo que sucedería después. Los demás muchachos se pararon frente a mí y me soltaron toda palabrota e insulto que pudieron pensar. Mi corazón palpitaba en mis oídos y el sudor me corría por los costados. Miré hacia abajo a mis pies, demasiado asustado para responder, demasiado asustado para salir corriendo.

— Tú sabes que ustedes, los muchachos negros, no deben asistir a la Secundaria Básica Wilson. Si te volvemos a atrapar, te mataremos — sus ojos pálidos estaban fríos como la muerte—. ¿Entiendes eso?

— Creo que sí —  dije en voz baja.

Mi mirada nunca se apartó del suelo.

— Te pregunté si me entendiste, negro — insistió el muchacho grande.

El temor hizo que me atragantara. Traté de hablar más fuerte.

— Sí.

— Entonces lárgate de aquí a toda carrera. Y será mejor que estés pendiente de nosotros. ¡La próxima vez te matamos!

Entonces corrí lo más rápido que pude y no me detuve hasta que llegué al patio del colegio. Dejé de usar esa ruta y tornaba otro camino. Desde entonces, jamás me volví a trepar a otro tren, y nunca más volví a ver a aquella pandilla.

Estando seguro de que mi madre nos hubiera sacado de ese colegio al instante, nunca le conté el incidente.

Un segundo episodio, más serio, ocurrió cuando estaba en segundo año de secundaria. Al final de cada año escolar el director y los profesores entregaban certificados a los estudiantes que habían tenido el rendimiento académico más alto en séptimo, octavo y noveno grado respectivamente. Yo gané el certificado de séptimo grado, y ese mismo año Curtis ganó el de noveno. Para finales de octavo grado, la gente había llegado a aceptar de buena gana el hecho de que era un chico inteligente.

Así que al año siguiente, gané el certificado de nuevo. Y en una reunión donde estaba presente todo el colegio, una de las maestras me entregó el diploma. Después de hacerlo, se quedó frente a todo el estudiantado y miró al auditorio: «Tengo unas pocas palabras que decir ahora mismo», empezó con su voz desusadamente atiplada. Entonces, para vergüenza mía, ella criticó a los muchachos blancos porque habían permitido que fuera yo el número uno. «Ustedes no están esforzándose lo suficiente», les dijo.

Aunque no lo dijo de forma explícita, les hizo saber que un negro no debería ser el número uno en una clase en donde todos los demás eran blancos.

Mientras la profesora continuaba regañando a los demás estudiantes, varias cosas me vinieron a la mente. Por supuesto, me dolió. Había trabajado duro para estar a la cabeza de la clase, tal vez más que cualquier otro en el colegio, y ella estaba denigrándome porque no era del mismo color. Por un lado, pensé:

¡Qué tonta es esta mujer! Luego, una feroz determinación me inundó por dentro. ¡Se lo demostraré y a todos los demás también!

No podía entender por qué esta mujer dijo aquello. Había sido mi maestra en varias clases y parecía que le caía bien. Seguro sabía que me había ganado esas calificaciones y merecía el certificado de rendimiento. ¿Por qué dijo todas esas cosas crueles? ¿Era tan ignorante que no se daba cuenta de que las personas son tan solo personas? ¿Que su piel o su raza no es lo que les hace más inteligentes o más tontos? También se me ocurrió que, dadas las situaciones suficientes, habría casos en que las minorías son más inteligentes. ¿No podía ella darse cuenta de eso?

A pesar de que me dolió y hervía de cólera, no dije nada. Me senté en silencio mientras ella despotricaba. Varios de los muchachos blancos me lanzaban una mirada de vez en cuando, haciendo girar sus ojos para darme a entender su disgusto. Percibí que estaban tratando de decirme: «¡Qué tonta es ella!»

Algunos de esos mismos muchachos que tres años antes me habían hostigado se habían convertido en mis amigos. Se sentían avergonzados, y podía leer el resentimiento en varias caras.

No le conté a mi madre lo que hizo aquella profesora. No pensé que sirviera de nada, pues solo hubiera lastimado sus sentimientos.

El tercer incidente que sobresale en mi memoria gira alrededor del equipo de fútbol americano. En mi barrio teníamos una liga deportiva. Cuando estaba en el primer año de secundaria, jugar fútbol americano era una cosa grande en el atletismo.

Naturalmente, Curtis y yo queríamos participar. Ninguno de nosotros los Carson éramos grandes para empezar. En verdad, comparados con otros jugadores, parecíamos muy chicos. No obstante, teníamos una ventaja: éramos veloces, tan veloces que podíamos ganarle a cualquiera en la cancha. Debido a que los hermanos Carson hacían tan buenas jugadas, nuestro desempeño al parecer fastidió a unos pocos blancos.

Una tarde, cuando Curtis y yo salíamos de la cancha después de la práctica, un grupo de blancos, algunos de ellos de más de treinta años, nos rodearon. Su cólera amenazadora se evidenciaba con claridad antes de que dijeran una sola palabra. No estoy seguro de si eran parte de la pandilla que me había amenazado en el cruce del ferrocarril. Solo sabía que estaba asustado.

Entonces un hombre dio un paso al frente. «Si ustedes vuelven, los echaremos al río», dijo. Luego se dieron la vuelta y se alejaron.

¿Cumplirían su amenaza? Curtis y yo no nos preocupamos tanto por eso como por el hecho de que no nos quisieran en la liga.

Mientras caminábamos a casa, le dije a mi hermano: « ¿Quién quiere jugar fútbol cuando los propios fanáticos están en contra de uno?»

«Pienso que podemos hallar cosas mejores que hacer con nuestro tiempo», me respondió.

Nunca le dijimos nada a nadie en cuanto a abandonar el deporte, pero tampoco volvimos a la práctica. Nadie en el barrio jamás nos preguntó por qué. A mi madre le dije: «Hemos decidido no jugar fútbol», y Curtís indicó algo acerca de estudiar más.

Habíamos decidido no decirle nada a mi madre acerca de la amenaza. Sabíamos que si se lo decíamos, se hubiera preocupado muchísimo por nosotros. Como adulto, mirando hacia atrás, pienso que hay algo irónico con relación a nuestra familia.

Cuando éramos más pequeños, a través de su silencio mi madre nos había protegido de la verdad sobre papá y los problemas emocionales que ella atravesaba. Ahora era nuestro tumo de protegerla para que no se preocupara. Y nosotros escogimos el mismo método.

Capítulo V

El gran problema de un muchacho

— ¿Sabes lo que los indios hicieron con las ropas gastadas del general Custer? — preguntó el líder de la pandilla.

— ¡Dinos! — dijo uno de sus compinches con un interés exagerado.

— ¡Las guardaron y ahora nuestro hombre, Carson, se las pone!

— Por cierto que así parece —  asintió otro muchacho con vigor. 

Podía sentir la sangre subirme por el cuello y las mejillas. Los muchachos la habían emprendido de nuevo.

— Acércate lo suficiente, y lo creerás — se rió el primero—, ¡porque apestan como si tuvieran cien años!

Siendo nuevo en el octavo grado de la Secundaria Básica Hunter, hallé que lo que llamaban «sacar de quicio» era una experiencia bochornosa y dolorosa. La expresión se usaba como un modismo vulgar y significaba exasperar a una persona, llevándola hasta el límite. La idea era hacer el comentario más sarcástico posible y decirlo como una afrenta rápida para lograr que resultara cómico. La burla siempre se profería de forma tal que la víctima pudiera escucharla, y los mejores candidatos eran los muchachos con ropa algo fuera de moda. Los más expertos en el asunto esperaban hasta que se reuniera un grupo alrededor. Entonces competían para ver quién podía decir las cosas más divertidas e insultantes.

Yo era su blanco especial. Por un lado, la ropa no significaba gran cosa para mí en ese entonces, ni tampoco lo significa hoy. Excepto por un breve período en mi vida, nunca me he preocupado gran cosa en cuanto a lo que me pongo, pues como mi madre siempre decía: «Bennie, lo que está adentro es lo que más cuenta. Cualquiera puede vestirse bien por fuera y estar muerto por dentro».

Detesté dejar la Secundaria Básica Wilson a mitad del octavo grado, pero me entusiasmaba mudarme de regreso a nuestro antiguo hogar. Me decía a mí mismo: «¡Estamos volviendo a casa!» Eso era lo más importante de todo.

Debido a la frugalidad de mi madre, nuestra situación financiera había mejorado poco a poco. Ella por fin pudo reunir suficiente dinero y nos mudamos de regreso a la casa donde vivíamos antes de que mis padres se divorciaran.

A pesar de la pequeñez de la casa, era nuestro hogar. Hoy la veo de una manera más realista... más parecida a una caja de fósforos. No obstante, para nosotros tres, la casa nos parecía una mansión en aquel entonces, un lugar en verdad fabuloso. Sin embargo, la mudanza significaba cambiar de colegios. En tanto que Curtis fue a cursar el bachillerato en Southwestern, yo me matriculé en la Secundaria Básica Wilson, un colegio predominantemente negro, con alrededor del treinta por ciento de estudiantes blancos.

Los compañeros de clase de inmediato me reconocieron como un chico inteligente. Aunque no estaba a la cabeza, solo uno o dos me ganaban en calificaciones. Me había acostumbrado al éxito académico, me encantaba, y decidí mantenerme a la vanguardia. No obstante, en ese momento sentí una nueva presión, una a la que nunca antes había estado sujeto. Además de ser blanco de las burlas, enfrentaba la constante tentación a convertirme en uno de esos muchachos. Nunca antes había participado en este tipo de cosas para que me aceptaran. En otras escuelas, los chicos me consideraban por mis calificaciones inmejorables, pero en la Secundaria Básica Hunter el rendimiento académico apareció un poco más adelante.

Ser aceptado en el grupo quería decir ponerse la ropa apropiada, ir a los lugares donde los muchachos pasaban el tiempo y jugar baloncesto. Incluso más importante, para ser parte del grupo, los chicos tenían que aprender a sacar de quicio a otros.

No podía pedirle a mi madre que me comprara la clase de ropa que me colocaría en el nivel de aceptación social de ellos. Aunque tal vez no haya entendido lo duro que trabajaba mi madre, sabía que estaba tratando de no tener que recurrir a la beneficencia pública. Para cuando llegué a noveno grado, mamá había avanzado tanto que no recibía nada excepto cupones de alimentos. Ella no podía haber provisto para nosotros y mantener la casa sin ese subsidio.

Debido a que quería hacer lo mejor que podía por Curtis y por mí, se privaba de muchas cosas. Sus ropas eran limpias y respetables, pero no estaban a la moda. Por supuesto, siendo un chiquillo, nunca lo noté, y ella nunca se quejó.

Durante las primeras semanas no dije nada cuando los chicos me molestaban. Mi falta de respuesta solo los animó a hacerlo más, así que se ensañaban sin misericordia. Me sentía horrible, excluido, y dolido porque no encajaba. Caminando solo hasta la casa, me preguntaba: ¿Qué anda mal en mí? ¿Por qué no puedo encajar? ¿Por qué tengo que ser diferente? Me consolaba diciendo: «Son solo una manada de bufones. Si así es como logran divertirse, que sigan haciéndolo, pero no seguiré su juego ridículo. Triunfaré, y un día se los demostraré a todos».

A pesar de mis palabras defensivas, de todas formas me sentía excluido y rechazado. Y como la mayoría de las personas, quería pertenecer al grupo, pues no me gustaba ser un extraño. Por desdicha, después de un tiempo tal actitud me persiguió tanto que a la larga la «enfermedad» se me contagió también. Entonces me dije: «De acuerdo, si ustedes quieren molestar, les mostraré cómo hacerlo».

Al día siguiente esperé hasta que los insultos empezaran. Y así fue. Un compañero de noveno grado me dijo:

— Viejo, esa camisa que llevas ha estado en la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial, la Tercera Guerra Mundial y la Cuarta Guerra Mundial.

— En efecto — le contesté—, y tu mamá la llevaba puesta.

Todo el mundo se rió.

Me clavó la mirada casi sin creer lo que le había dicho. Luego se empezó a reír también. Me dio una palmada en la espalda.

— Vamos, hombre, eso está muy bien.

Mi autoestima subió allí mismo. Pronto les ganaba a los más sarcásticos de todo el colegio. Me sentía muy bien porque me reconocían por mi «lengua afilada».

De ahí en adelante, cuando alguien se burlaba de mí, utilizaba el mismo método y le devolvía el insulto en su cara, lo cual era la idea del juego. En pocas semanas el grupo dejó de atormentarme. No se atrevían a lanzarme ningún sarcasmo directo porque sabían que les contestaría con algo mejor.

En ocasiones, algunos compañeros me esquivaban cuando me veían venir. No les permitía que se escaparan. «¡Oye, MilIer! ¡Yo también escondería mi cara si fuera tan fea!»

¿Un comentario cruel? Con cel1eza, pero me consolaba a mí mismo diciendo: «Todo el mundo lo hace. Superarlos en cuanto a las burlas es la única manera de sobrevivir». O a veces indicaba: «Él sabe que en realidad no lo digo en serio».

No me llevó mucho tiempo olvidarme de cómo alguien se sentía al ser objeto de los comentarios mordaces. El hecho de haberme apropiado del juego resolvió un gran problema para mí. Por desgracia, no solucionó el asunto de la ropa.

Aparte de marginarme por mi vestuario, los chicos me llamaban pobre a cada momento. Y según su manera de pensar, si uno es pobre, no sirve para nada. De forma extraña, ninguno de los estudiantes era acomodado, así que no tenían derecho a hablar de ningún otro. Sin embargo, siendo un adolescente, no lo razoné así. Sentía el estigma de ser pobre de un modo más agudo porque no tenía un padre. La mayoría de los muchachos que conocía tenían padre y madre, y eso me hacía pensar que les iba mejor.

En noveno grado, una tarea me hizo avergonzar más que cualquier otra. Como he dicho, recibíamos cupones de alimentos, sin los cuales no podíamos haber sobrevivido. En ocasiones, mi madre me enviaba a la tienda a comprar pan o leche con ellos. Detestaba ir, pues temía que algunos de mis amigos vieran lo que estaba haciendo. Si alguien que conocía se acercaba a la cajera, fingía que había olvidado algo y me escabullía por uno de los pasillos hasta que se fuera. Esperando hasta que nadie más estuviera en la fi la, corría hacia la caja con los artículos que tenía que comprar.

Podía aceptar el hecho de ser pobre, pero era mejor morir mil veces antes de que otros muchachos lo supieran. Si hubiera pensado con un poco más de lógica con relación a los cupones de alimentos, me hubiera dado cuenta de que un buen número de las familias de mis amigos también los usaban. Sin embargo, cada vez que salía de casa con estos cupones quemándome en el bolsillo, me preocupaba de que pudieran verme o alguien oyera que estaba usándolos y empezaran a hablar de mí. Hasta donde yo sé, nadie jamás lo hizo.

El noveno grado se destaca como un tiempo crucial en mi vida. Siendo un estudiante con calificaciones sobresalientes, podía compararme intelectualmente con los mejores. Es más, podía relacionarme tanto con los mejores como con los peores compañeros de clase. Era un tiempo de transición. Estaba dejando atrás la niñez y empezando a pensar en serio en cuanto al futuro, en especial acerca de mi deseo de ser médico.

Sin embargo, para cuando llegué al décimo grado, la presión del grupo a fin de que fuera igual a ellos había influido demasiado en mí. La ropa era mi mayor problema.

— No puedo ponerme este pantalón — le decía a mi madre—. Todos se reirán de mí.

— Solo los necios se ríen de lo que llevas puesto, Bennie — decía ella—. No es lo que vistes lo que es importante.

— Pero, madre — le rogaba—, todo el mundo que conozco tiene mejores ropas que yo.

— Tal vez sea así — me decía con paciencia—. Conozco a muchos que se visten mejor que yo, pero eso no los hace mejores.

Casi todo los días suplicaba y presionaba a mi madre, insistiendo en que debía tener las ropas apropiadas. Yo sabía con exactitud lo que quería decir con ropa apropiada: camisas de punto italianas con pecheras de gamuza, pantalones y calcetines de seda, zapatos de piel de cocodrilo, sombreros con cintillo, chaquetas de cuero y abrigos de gamuza. Hablaba de esas ropas a cada rato, y parecía que no podía pensar en nada más. Tenía que conseguir esa ropa. Tenía que pertenecer al grupo.

Mi madre se sentía desilusionada de mí y yo lo sabía, pero en todo lo que podía pensar era en mi pobre ropero y mi necesidad de aceptación. En lugar de ir directamente a casa después de clases y hacer mis tareas, jugaba baloncesto. A veces me quedaba hasta las diez de la noche, en ocasiones hasta las once. Cuando llegaba a casa sabía lo que me esperaba, así que me preparaba para aguantarlo.

—  Bennie, ¿no puedes ver lo que te estás haciendo a ti mismo? No solo estás desilusionándome. Arruinarás tu vida al quedarte fuera a todas horas y desear únicamente tener ropas elegantes.

— Yo no estoy arruinando mi vida — le insistía, pues no quería escuchar. No podía escuchar nada debido a que mi mente inmadura permanecía concentrada en ser como todos los demás.

— He estado orgullosa de ti, Bennie — decía—. Has trabajado duro. No pierdas todo eso ahora.

— Seguiré haciéndolo todo bien — le respondía cortante—. Saldré bien. ¿No te he estado trayendo buenas calificaciones?

Ella no podía discutir conmigo en cuanto a eso, pero yo sabía que se preocupaba.

— Está bien, hijo — dijo al fin.

Luego, después de semanas de rogarle que me comprara ropas nuevas, mi madre pronunció las palabras que quería oír:

— Trataré de conseguirte algunas de esas ropas elegantes. Si eso es lo que te va a ser feliz, las tendrás.

— Me harán feliz — contesté—. Lo harán.

Me cuesta creer lo insensible que fui entonces. Sin pensar en sus necesidades, dejé que mi madre se privara de muchas cosas a fin de comprarme las ropas que me ayudarían a vestir como todos los del grupo. No obstante, nunca tuve suficiente.

Ahora me doy cuenta de que, sin importar cuántas camisas italianas, chaquetas de cuero o zapatos de piel cocodrilo ella comprara, jamás me habrían bastado.

Mis calificaciones cayeron. Pasé de estar a la cabeza de la clase a ser un estudiante promedio. Incluso peor, alcanzar solo calificaciones promedio no me fastidiaba, pues era parte del grupo. Pasaba el tiempo con los chicos más populares. Me invitaban a sus fiestas y ensayos de música. Y me divertía... estaba teniendo más diversión que nunca en mi vida, ya que era uno de los muchachos.

Sin embargo, simplemente no era feliz.

Me había descarriado de los valores importantes y básicos de mi vida. Para explicar esta afirmación, tengo que volver a mi madre de nuevo y contarles acerca de una visita de Mary Thomas.

* * *

Cuando mi madre estuvo en el hospital para tenerme a mí, tuvo su primer contacto con los adventistas del séptimo día. Mary Thomas estaba de visita en el hospital y empezó a hablarle de Jesucristo. Mi madre escuchó con cortesía, pero sentía muy poco interés por lo que ella tenía que decir.

Más tarde, como ya mencioné, mi madre quedó tan herida emocionalmente que solicitó por su cuenta que la admitieran en un hospital psiquiátrico. En cierto momento consideró de veras suicidarse al guardar la dosis diaria de pastillas y tomárselas todas de una vez. Entonces, una tarde, una mujer visitó a mi madre en el hospital. Mamá había visto a dicha mujer una vez antes... era Mary Thomas.

Esta persona callada, pero fervorosa, empezó a hablarle de Dios. Eso en sí mismo no era nada nuevo. Desde que era una niña en Tennessee mi madre había oído acerca de Dios. Sin embargo, Mary Thomas abordaba la religión de una forma diferente. Ella no trató de imponerle nada a mi madre o le dijo lo pecadora que era. Más bien, tan solo expresaba sus propias creencias y se detenía de vez en cuando para leer algunos versículos bíblicos que explicaban la base de su fe.

Más importante que su enseñanza fue el hecho de que Mary se interesó de verdad por mi madre. Y justo cuando necesitaba a alguien que lo hiciera.

Incluso antes de su divorcio, mi madre era una mujer desesperada con dos hijos pequeños y ni la menor idea de cómo cuidarlos si las cosas no resultaban bien. Muchos que pensaban que no era una persona convencional la marginaron. Entonces llegó Mary Thomas con lo que parecía ser un único rayo de esperanza. «Hay otra fuente de esperanza, Sonya», le dijo la visitante, «y esta fortaleza puede ser tuya».

Esas fueron exactamente las palabras que necesitaba como una fuerza estabilizadora en su vida. Mi madre por fin entendió que no estaba sola en el mundo.

Durante algunas semanas, Mary le habló sobre las enseñanzas de su iglesia, y mi madre poco a poco llegó a creer en un Dios amoroso que expresa su amor a través de su Hijo Jesucristo.

Día tras día, Mary Thomas hablaba con mi madre pacientemente. Respondía a sus preguntas y escuchaba cualquier cosa que tenía que decir.

La educación de tercer grado de primaria de mi madre le impedía leer la mayoría de los pasajes bíblicos, pero su visitante no se dio por vencida. Persistió leyéndole todo en voz alta. Y debido a la influencia de esa mujer, mi madre empezó a estudiar y leer por sí misma.

Ahora bien, aunque mamá a duras penas podía leer, una vez que decidió aprender, se obligó a sí misma a hacerlo bien mediante horas de práctica. Mi madre empezó a leer la Biblia, a menudo en voz alta y sin entender, pero persistió. Se trataba de su determinación puesta en práctica. A la larga, pudo leer cosas más sofisticadas.

La tía Jean y el tío William, que nos habían alojado después del divorcio de mis padres, se habían convertido en adventistas en Boston. Con su estímulo, no pasó mucho tiempo para que mi madre se fortaleciera en sus creencias. Nunca dada a hacer algo a medias, de inmediato se volvió activa y ha continuado siendo una miembro devota de la iglesia. Es más, desde el momento de su propia conversión, empezó a llevarnos a la iglesia a Curtis y a mí. La denominación adventista es el único hogar espiritual que he conocido.

Cuando tuve doce años y fui más maduro, me di cuenta de que aunque había experimentado un toque emocional a los ocho años y me había bautizado, no había entendido con exactitud lo que quería decir ser creyente.

Para la fecha en que cumplí doce años nos habíamos mudado y estábamos asistiendo a la Iglesia Adventista del Séptimo Día Sharon en Inkster. Después de días de pensar en el asunto, hablé con el pastor Smith.

— Aunque he sido bautizado — le dije—, en realidad no he captado el significado de lo que hice.

— ¿Lo entiendes ahora?

— Ah, sí, ya tengo doce años — señalé—, y creo en Jesucristo. Después de todo, Jesús tenía doce años cuando sus padres lo llevaron al templo de Jerusalén. Así que me gustaría ser bautizado de nuevo, porque entiendo que ahora estoy listo.

El pastor Smith escuchó con simpatía, y sin tener problemas para satisfacer mi petición, me volvió a bautizar. Sin embargo, mirando hacia atrás, no estoy seguro de cuándo me volví a Dios en realidad. Tal vez sucedió de un modo tan gradual que no me di cuenta de la progresión. Lo que sí sé es que cuando tuve catorce años, por fin entendí cómo Dios puede cambiarnos. Fue a esa edad que enfrenté el problema personal más severo de mi vida, que por poco me arruina para siempre.

Capítulo VI

Un genio terrible

— ¡Por cierto que fue una soberana tontería decir eso! — me recriminó Jerry mientras caminábamos por el corredor juntos después de la clase de inglés.

Había compañeros por todos lados, y su voz se elevó por encima del ruido.

— A lo mejor — dije encogiéndome de hombros.

Mi respuesta errada en la clase de inglés del séptimo grado ya había sido lo suficiente bochornosa. No quería que me lo recordara.

— ¿A lo mejor? — la risa de Jerry era estridente—. ¡Escucha, Carson, esa es una de las cosas más tontas que he escuchado en todo el año!

— Tú también dices algunas cosas así — le respondí mirándolo. Él era más alto y fornido, y ni siquiera uno de mis mejores amigos.

— ¡Ah, ¿sí?

— Así es. Apenas la semana pasada tú...

Las palabras iban y venían, con mi voz permaneciendo en calma mientras que la de él se hacía cada vez más estridente y fuerte. Al final, me volví hacia mi casillero. Simplemente lo ignoré, pensando que tal vez así se callaría y se iría.

Mis dedos hicieron girar la perilla del candado con combinación. Entonces, justo cuando levantaba el candado, Jerry me dio un empujón. Di un traspié... y mi genio afloró. Me olvidé de los casi diez kilos de músculo que él tenía más que yo. No vi a los compañeros ni a los maestros que andaban por el corredor. Lancé el puñetazo con el candado en la mano. El golpe se estrelló en su frente y él gimió retrocediendo. Su sangre brotaba por una cortada de unos diez centímetros.

Aturdido, Jerry se llevó la mano a la frente con cuidado. Sintió la sangre pegajosa y lentamente bajó su mano hasta quedar ante sus ojos. Lanzó un grito.

Por supuesto, el director me llamó. Para entonces ya me había calmado y pedía disculpas una y otra vez. «Fue casi un accidente», le dije. «Nunca lo habría golpeado si hubiera recordado que tenía el candado en la mano». Lo decía en serio.

Estaba avergonzado. Los creyentes no pierden sus estribos de esa manera. Le pedí disculpas a Jerry y el incidente quedó concluido.

¿Y mi mal genio? Me olvidé de ello. No era del tipo de individuo que le abre la cabeza a un muchacho a propósito.

Algunas semanas más tarde, mi madre llevó a casa un nuevo pantalón para mí. Le eche un vistazo y sacudí la cabeza.

— Ni en sueños, madre. No pienso ponérmelos. Son del tipo equivocado.

— ¿Qué quieres decir con eso de "tipo equivocado"? — respondió ella. Aunque estaba cansada, su voz era firme—. Necesitas un nuevo pantalón. ¡Así que póntelo y ya!

— No — le grité—. No me pondré algo tan horroroso.

— No puedo devolverlo — señaló ella doblando el pantalón sobre el espaldar de la silla de plástico de la cocina. Su voz era paciente—. Estaban en oferta.

— No me importa — me di la vuelta para hacerle frente—. Lo detesto, y no me lo pondría ni muerto.

— Pagué mucho por este pantalón.

— No es lo que yo quiero.

— Escucha, Bennie, no siempre conseguimos lo que queremos en la vida — dijo mi madre dando un paso hacia adelante.

El calor me recorrió el cuerpo y la cara se me enrojeció. Mis músculos se pusieron tensos.

— ¡Yo sí! — grité—. Solo espera y verás. Yo lo lograré. Yo...

Mi brazo derecho retrocedió y mi mano se lanzó hacia adelante. Curtis saltó sobre mí desde atrás alejándome a empujones de mi madre y sujetando mis brazos a mis costados.

El hecho de que por poco golpeara a mi madre debería haber causado que me diera cuenta de que mi mal genio se había convertido en algo mortal. Tal vez lo sabía, pero no quería admitir la verdad. Poseía lo que solo se podría rotular como un mal genio patológico, una enfermedad... y esta enfermedad me controlaba, me hacía un completo irracional.

Era buen muchacho. Por lo general, se necesitaba mucho para hacerme enfadar. Sin embargo, una vez que llegaba al «punto de ebullición», perdía todo control. Sin pensar, cuando la cólera surgía, empuñaba el ladrillo, la piedra o el palo más cercano para descargarlo sobre alguien. Era como si no tuviera voluntad consciente en el asunto.

Los amigos que no me conocieron de muchacho piensan que exagero cuando digo que tenía mal genio. No obstante, no es así, y para decir las cosas tal cual fueron, he aquí otras dos de mis enloquecidas experiencias.

No puedo recordar por qué empezó la pelea esa vez, pero un muchacho del barrio me golpeó con una piedra. No me dolió, pero una vez más, debido a ese tipo irracional de cólera, corrí a un lado de la calle, empuñé una piedra grande, y se la lancé a la cara. Rara vez yerro cuando lanzó algo. La piedra le rompió los lentes y la nariz.

En otra ocasión, mientras estaba en noveno grado, sucedió lo inconcebible. Perdí el control y traté de apuñalar a un amigo.

Bob y yo estábamos escuchando un radio de transistores cuando él cambió el dial a otra estación.

— ¿Le llamas música a eso? — exigió.

— ¡Es mejor de lo que a ti te gusta! — respondí gritando y estirando la mano hacia el dial.

— Vamos, Carson, tú siempre...

En ese instante, una cólera ciega, una ira patológica, se apoderó de mí. Sacando el cuchillo de acampar que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón, oprimí el seguro para abrirlo y lo dirigí hacia el muchacho que había sido mi amigo. Con toda la fuerza de mis jóvenes músculos, lo empujé hacia su vientre.

El cuchillo golpeó su enorme y pesada hebilla de la Reserva Juvenil Militar con tanta fuerza que la hoja se rompió y cayó al suelo.

Me quedé con la mirada clavada en la hoja rota y las piernas se me hicieron agua. Casi lo había matado. Casi había matado a mi amigo. Si la hebilla no lo hubiera protegido, Bob habría estado yaciendo a mis pies muerto o gravemente herido. Él no dijo nada, solo se quedó mirándome, incrédulo. «Lo... lo lamento», murmuré dejando caer el mango. No pude mirarlo a los ojos. Sin decir una palabra, di media vuelta y corrí hacia mi hogar.

Gracias a Dios, en la casa no había nadie, pues no podía soportar la idea de mirar a ninguna persona a la cara. Corrí al baño, en donde podía estar a solas, y le eché llave a la puerta. Entonces me senté en el borde de la tina con mis largas piernas estiradas sobre el linóleo y apoyadas contra el lavamanos.

Trate de matar a Bob. Traté de matar a mi amigo. Por más que cerrara con fuerza mis ojos no podía escapar a la imagen: mi mano, mi cuchillo, la hebilla, el cuchillo roto. Y la cara de Bob.

«Esto es una locura», murmuré por fin. «Debo estar loco. La gente cuerda no trata de matar a sus amigos». El borde de la tina se sintió frío debajo de mis manos. Las puse sobre mi cara que ardía. «Me está yendo muy bien en escuela, y entonces hago esto».

Había soñado con ser médico desde que tenía ocho años, ¿pero cómo podía alcanzar este sueño con un genio tan terrible? Cuando me enfadaba, perdía el control y no tenía ni idea de cómo detenerme. Nunca llegaría a ser nada si no controlaba mi temperamento. Si tan solo pudiera hacer algo con relación a la cólera que ardía por dentro.

Pasaron dos horas. El diseño verde y castaño del linóleo, ondulado como culebra, danzaba ante mis ojos. Sentí náuseas, estaba disgustado conmigo mismo y avergonzado. «A menos que me libre de este mal genio no lo lograré», dije en voz alta. «Si Bob no hubiera tenido puesta esa enorme hebilla, quizás estaría muerto, y yo me encontraría camino a la cárcel o el reformatorio».

La desdicha me inundó. Mi camiseta sudorosa se me pegó a la espalda. El sudor me corría desde las axilas por los costados. Me detestaba, pero no podía hacer nada por mi cuenta, así que me odié incluso más.

De alguna parte en lo profundo de mi mente vino una fuerte impresión. Orar. Mi madre me había enseñado a orar. Mis maestros de la escuela religiosa de Boston a menudo decían que Dios nos ayuda si tan solo se lo pedimos. Por semanas, por meses, había estado tratando de controlar mi mal genio. Pensaba que podía arreglármelas por mi propia cuenta. Ahora, en ese pequeño baño caluroso, me percaté de la verdad: no podía manejar mi mal genio solo.

Me sentí como si jamás pudiera volver a verle la cara de nadie. ¿Cómo podría mirar a mi madre a los ojos? ¿Lo sabría ella? ¿Cómo podría volver a mirar a Bob de nuevo? ¿Cómo podría evitar que me detestara? ¿Cómo podría jamás él volver a confiar en mí?

«Señor», dije susurrando, «tienes que quitarme este mal genio. Si no, nunca estaré libre. Acabaré haciendo cosas peores que tratar de acuchillar a uno de mis mejores amigos».

Habiendo profundizado ya en la psicología (había estado leyendo Psychology Today durante un año), sabía que el mal carácter es un rasgo de la personalidad. El pensamiento estándar en el campo no señala la dificultad, sino la imposibilidad de modificar los rasgos de la personalidad. Incluso hoy, algunos expertos piensan que lo mejor que podemos hacer es aceptar nuestras limitaciones y ajustamos a las mismas.

Las lágrimas me corrían por entre los dedos. «Señor, a pesar de todo lo que los expertos dicen, tú puedes cambiarme. Puedes librarme para siempre de este destructivo rasgo de la personalidad».

Me limpié la nariz con un pedazo de papel higiénico y lo deje caer al piso. «Tú prometiste que si acudimos a ti y te pedimos algo con fe, lo harás. Creo que puedes cambiar esto en mí». Entonces me puse de pie mirando por la angosta ventana, todavía suplicando la ayuda de Dios. No podía seguir detestándome para siempre por todas las cosas terribles que había hecho.

Me senté en el inodoro mientras algunos cuadros mentales de otros arranques de mal genio llenaron mi mente. Me percaté de mi cólera, apretando mis puños en contra de mi rabia. No serviría para nada si no podía cambiar. Mi pobre madre, pensé. Ella cree en mí. Ni siquiera sabe lo malo que soy.

La desdicha me rodeó en la oscuridad. «Si tú no haces esto por mí, Dios, no tengo ningún otro lugar a dónde acudir».

En cierto momento salí a hurtadillas del baño el tiempo suficiente como para buscar una Biblia. La abrí y empecé a leer Proverbios. De inmediato vi una serie de versículos en cuanto a las personas coléricas y cómo se meten en problemas. Proverbios 16:32 me impresionó más que otros: «Más vale ser paciente que valiente; más vale dominarse a sí mismo que conquistar ciudades».

Mis labios se movieron sin hacer ningún ruido mientras continué leyendo. Sentí como si los versículos hubieran sido escritos precisamente para mí, por mí. Aquellas palabras me condenaban, pero también me brindaban esperanza. Después de un rato, la paz empezó a llenar mi mente. Mis manos dejaron de temblar. Las lágrimas se detuvieron. Durante esas horas a solas en el baño, algo me sucedió. Dios oyó mis profundos clamores de angustia. Un sentimiento de ligereza me embargó, y sabía que un cambio de corazón estaba teniendo lugar. Me sentí diferente. Era diferente.

Al final, me puse de pie, coloqué la Biblia al borde de la tina y fui al lavamanos. Me lavé la cara y las manos y alisé mi ropa. Salí de allí como un joven cambiado. «Mi mal genio nunca más volverá a controlarme», me dije. «Nunca más. Estoy libre».

Y a partir de ese día, luego de esas largas horas luchando conmigo mismo y c1amándole a Dios por ayuda, nunca más he tenido problemas con mi mal genio.

Esa tarde decidí que leería la Biblia todos los días. He seguido esa práctica como un hábito diario y disfruto en especial del libro de Proverbios. Incluso ahora, cada vez que me es posible, tomo mi Biblia y la leo primero que todo cada mañana.

Cuando me detengo a pensar al respecto, me doy cuenta de que el milagro que tuvo lugar fue increíble. Algunos de mis amigos orientados psicológicamente insisten en que todavía tengo el potencial para la cólera. Tal vez tengan razón, pero he vivido más de veinte años después de esa experiencia y nunca he tenido ningún otro arranque de esos o incluso un problema serio que necesite que controle mi mal genio.

Puedo tolerar cantidades asombrosas de estrés y burlas. Por la gracia de Dios, todavía no me lleva mucho esfuerzo deshacerme de las cosas desagradables e irritantes. Dios me ha ayudado a conquistar mi terrible mal genio de una vez y para siempre.

Durante esas horas en el baño, también llegué a darme cuenta de que si alguien puede hacer que me enfade, puede controlarme. ¿Por qué debo otorgarle a alguien tal poder sobre mi vida?

Con el correr de los años, me he reído de las personas que de modo deliberado han hecho cosas que pensaban me harían enfadar. No soy mejor que ningún otro, pero me río por dentro al ver cuán necias pueden ser las personas cuando tratan de hacer que me encolerice. Ellas no tienen ningún control sobre mí.

Y he aquí la razón: Desde ese terrible día en que tenía catorce años, mi fe en Dios ha sido intensamente personal y una parte importante de lo que soy. Alrededor de ese tiempo empecé a tararear o cantar un himno que ha continuado siendo mi favorito:

«Cristo es todo en el mundo para mí». Cuando algo me irrita, ese himno disuelve mi negativismo. Se lo he explicado de esta manera a los jóvenes: «Tengo el sol brillando en mi corazón sin que importen las condiciones que me rodean».

No tengo miedo de nada siempre y cuando piense en Jesucristo y mi relación personal con él, así como recuerde que aquel que creó el universo puede hacer cualquier cosa. También tengo evidencia — mi propia experiencia—  de que Dios puede hacer cualquier cosa, pues él me cambió.

Desde los catorce años empecé a enfocarme en el futuro.

Las lecciones de mi madre y varios de mis profesores al fin estaban dando resultado.

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