La primera vuelta al mundo
por el caballero Antonio Pigafetta
por el caballero Antonio Pigafetta
Libro IV
Regreso de Elcano a Sevilla. Elías Salaverría Inchaurrandieta, 1919.
Continuando nuestra derrota, pasamos en medio de varias islas, cuyos nombres son: Caioán, Laigoma, Sico, Giogi, Cafi, Laboán, Tolimán, Titameti y Bachián, de que hemos hablado ya, Latalata, Jacobi, Mata y Batutiga. Se nos dijo que en la isla de Cafi los hombres son tan pequeños como los pigmeos: han sido sometidos por el rey de Tadore.
Pasamos al oeste de Batutiga y tomamos la dirección del oeste-sudoeste. Hacia el sur, divisamos pequeñas islas. Aquí, los pilotos moluqueses nos dijeron que era necesario fondear en algún puerto para no dar durante la noche en medio de islotes y bajos. Dejamos, pues, el cabo al sudeste y dimos fondo en una isla situada hacia el grado 3 de latitud sur y a cincuenta y tres leguas de distancia de Tadore.
Esta isla se llama Suloch. Sus habitantes son gentiles y no tienen rey: son antropófagos y andan desnudos, tanto los hombres como las mujeres, sin más que un pequeño pedazo de corteza, del largo de dos dedos, delante de sus órganos sexuales. Hay cerca de allí otras islas cuyos habitantes comen carne humana. He aquí los nombres de algunas: Silán, Noselao, Biga, Atulabaón, Leitimor, Tenetum, Gonda, Kailruru, Madanán y Benaia.
Costeamos en seguida las islas de Lámatela y Tenetum.
Habiendo andando más de diez leguas en la misma dirección, fuimos a fondear a una isla llamada Buru, donde encontramos víveres en abundancia, esto es, cerdos, cabras, gallinas, cañas de azúcar, cocos, sagú, un guiso compuesto de plátanos que llaman canali y chicares, conocidos también con el nombre de nanga. Los chicores son una fruta que se asemeja a la sandía, pero cuya cáscara es muy nudosa. La parte interior está llena de pequeñas semillas rojas parecidas a las pepitas de melón; carecen de corteza leñosa, pero son de una sustancia medular como nuestros albaricoques blancos, pero más grandes, muy tiernos y de un sabor como el de las castañas.
Encontramos allí otra fruta que en su forma exterior se parece a las pinas de los pinos, pero de un color amarillo; la parte interior es blanca, y cuando se la corta tiene alguna semejanza con la pera, pero es mucho más tierna y de un gusto exquisito: la llaman comilicai.
Los habitantes de esta isla carecen de rey, son gentiles y andan desnudos, como los de Sulach. La isla de Buru está hacia los 3° 30' de latitud meridional y dista setenta y cinco leguas de las Molucas.
A diez leguas al este de Buru hay una isla más grande que confina con Geailolo y que se llama Ambón: está habitada por moros y gentiles, residiendo los primeros cerca del mar y los segundos en el interior del país: son antropófagos. Las producciones de esta isla son las mismas que las de Buru.
Entre Buru y Ambón, se encuentran tres islas rodeadas de bajos: Vudía, Kailaruru y Benaia. A cuatro leguas al sur de Buru yace la pequeña isla de Ambalao.
A treinta y cinco leguas de Buru, tomando hacia el sudoeste cuarta del sur, se encuentra la isla de Bandán y otras trece islas, en seis de las cuales se produce el macis y la nuez moscada. La más grande se llama Soroboa y las restantes Cleliceí, Saniananpi, Pulai, Puluru y Rasoghin; las otras siete son Univene, Pulan, Baracán, Lailoca, Mamicán, Man y Meut. En estas islas sólo se cultiva el sagú, el arroz, los cocoteros, los plátanos y otros árboles de frutas.
Están muy cercanas unas de otras y habitadas todas por moros, que no tienen rey. Bandán está hacia los 6° de latitud meridional y hacia los 163° 30' de longitud de la línea de demarcación. Como se hallaba fuera de nuestra ruta, no pasamos por ella.
Yendo de Buru al sudoeste cuarta del oeste, después de haber recorrido ocho grados de latitud, llegamos a tres islas muy vecinas una de otras, llamadas Zolor, Nocemamor y Galián. Cuando navegábamos en medio de estas islas, nos asaltó una tempestad que nos hizo temer por nuestra vida, de suerte que hicimos voto de ir en peregrinación a Nuestra Señora de la Guía si teníamos la suerte de salvarnos. Volvimos hacia atrás y nos dirigimos hacia una isla bastante elevada, que se llama Mallúa, donde fondeamos; pero antes de llegar a ella tuvimos que combatir mucho contra las corrientes y las ráfagas que descendían de la montaña.
Los habitantes de esta isla son salvajes y parecen fieras más que hombres; son antropófagos y andan desnudos, cubriendo sólo sus vergüenzas con un pedazo de corteza. Pero cuando van al combate se resguardan el pecho, la espalda y los costados con trozos de piel de búfalo, adornados de conchas y de dientes de cerdos, y se atan por detrás y por delante colas que hacen de piel de cabra.
Se envuelven los cabellos en la cabeza por medio de una especie de peine de junco, con dientes muy largos que les pasan el peinado de parte a parte. Se envuelven la barba con hojas y la encierran en unos estuches de caña, moda que nos hizo reír mucho. En una palabra, son los hombres más feos que hayamos encontrado durante todo nuestro viaje.
Usan sacos hechos de hojas en los cuales guardan su comida y su bebida. Sus arcos y sus flechas los hacen de cañas. Tan pronto como sus mujeres nos percibieron, se abalanzaron hacia nosotros con el arco en la mano en actitud amenazante; pero apenas les hubimos hecho algunos pequeños presentes, se trocaron en buenas amigas nuestras.
Pasamos en esta isla quince días para recorrer los costados de nuestra nave que habían sufrido mucho; y encontramos en ella cabras, gallinas, pescado, cocos, cera y pimienta. Por una libra de hierro viejo nos daban quince de cera.
Hay dos especies de pimienta: la larga y la redonda. La fruta de la pimienta larga se asemeja a las flores del nogal, y la planta a la yedra, enlazándose de la misma manera que ésta a los troncos de los árboles, pero sus hojas son parecidas a las del moral. Esta pimienta se llama luli. La redonda crece de la misma manera, pero el fruto se da en espigas como las del maíz y se la desgrana de la misma manera: la nombran lada. Los campos están cubiertos de pimientos y con ellos se hacen emparrados.
En Mallúa tomamos un hombre que se encargó de conducirnos a una isla donde había mayor abundancia de víveres. La isla de Mallúa está hacia los 8° 30' de latitud meridional, y a 169° 40' de longitud de la línea de demarcación.
De camino, nuestro viejo piloto moluqués nos contó que en estos parajes hay una isla llamada Amcheto, cuyos habitantes, tanto hombres como mujeres, no pasan de un codo de alto y que tienen las orejas tan largas como todo el cuerpo, de manera que cuando se acuestan una les sirve de colchón y la otra de frazada. Andan rapados y desnudos. Su voz es áspera; corren con mucha rapidez, habitan debajo de tierra y se alimentan de pescado y de una especie de fruta que encuentran entre la corteza y la parte leñosa de cierto árbol. Esta fruta, que es blanca y redonda como los confites de cilantro, la llaman ambulón. De buena gana habríamos ido a esta isla, si los bajos y las corrientes no nos lo hubiesen impedido.
El sábado 25 de enero partimos de la isla de Mallúa, y habiendo avanzado cinco leguas al sud sudoeste, llegamos a otra bastante grande, llamada Timor, donde fui a tierra enteramente solo para obtener del jefe de la aldea, llamada Amaban, que nos suministrase algunos víveres. Me ofreció búfalos, cerdos y cabras; pero cuando se trató de determinar las mercaderías que quería a cambio, no pudimos entendemos, porque pretendía mucho y nosotros teníamos poco que darle. Tomamos entonces el partido de retener a bordo al jefe de otra isla, llamado Balibo, que había venido con su hijo a visitarnos. Le dijimos que si quería recobrar su libertad, podía suministramos seis búfalos, diez cerdos y otras tantas cabras. Este hombre, que temía que le matásemos, dio orden para que en el acto nos trajesen todo lo que acabábamos de pedirle, y como no tenía más que cinco cabras y dos cerdos, nos dio siete búfalos en lugar de seis. Hecho esto, le despachamos a tierra bastante satisfecho de nosotros, porque, junto con volverle la libertad, le hicimos un presente de telas, de un género de la India de seda y de algodón, hachas, cuchillos indianos y europeos y espejos.
El jefe de Amaban, con quien había estado antes, sólo tenía a su servicio mujeres, que andaban desnudas como las de las otras islas. Llevan en las orejas pequeños anillos de oro, a los cuales atan algunos copos de seda, y en los brazos varios brazaletes de oro y de latón, que a menudo les cubren hasta el codo. Los hombres andan también desnudos; pero llevan el cuello adornado con placas redondas de oro, y sujetan sus cabellos por medio de peines de cañas, adornados de anillos de oro. Algunos, en lugar de anillos de oro, llevan en las orejas el gollete de una calabaza seca.
Sólo en esta isla se encuentra el sándalo blanco, y hay también en ella, como decíamos, búfalos, cerdos y cabras, gallinas y loros de diferentes colores. Se dan igualmente el arroz, plátanos, jengibre, la caña de azúcar, naranjas, limones, almendras, frijoles y cera.
Fondeamos cerca de la parte de la isla en que había algunas aldeas habitadas por los jefes, pues las de los cuatro hermanos, que son los reyes, se hallaban en otro sitio.
Estas aldeas se llaman Oibich, Lichsana, Suai y Cabanaza. La primera es la más notable. Se nos dijo que en una montaña cerca de Cabanaza se encuentra bastante oro, con cuyas pepitas los indígenas compran todo lo que necesitan. Aquí es donde los de Malaca y Java vienen en busca de sándalo y de la cera, y aun mientras nosotros estábamos ahí, encontramos un junco que había llegado de Luzón con ese objeto.
Estos pueblos son gentiles. Nos dijeron que cuando van a cortar el sándalo, el demonio se les aparece bajo diferentes formas, preguntándoles con mucha política si necesitan alguna cosa; mas, a pesar de tal deferencia, su aparición les produce tanto miedo que quedan enfermos durante algunos días. Cortan el sándalo en ciertas fases de la luna, pues en cualquier otro tiempo no resultaría bueno. Las mercaderías más adecuadas para cambiar por sándalo son el paño rojo, telas, hachas, clavos y hierro.
La isla está totalmente habitada; se extiende bastante de este a oeste, pero es muy estrecha de norte a sur. Su latitud meridional es de 10°, y su longitud de la línea de demarcación de 174° 30'.
En todas las islas del archipiélago que habíamos visitado, reina la enfermedad del Santo Job [venérea], y aquí mucho más que en ninguna parte, donde la llaman for franchi, esto es, enfermedad portuguesa.
Se nos dijo que a distancia de un día de camino hacia el oeste noroeste de Timor, existe una isla llamada Ende, donde se halla en abundancia la canela. Sus habitantes son gentiles y no tienen rey. Cerca de allí se extiende una cadena de islas hasta Java mayor y el cabo de Malaca. He aquí sus nombres: Ende, Tonabutón, Crenochile, Birmacore, Azanarán, Main, Zuvaba, Lumboch, Chorum y Java mayor, que los habitantes no llaman Java sino Jaoa.
Las aldeas más grandes del país se hallan en las islas de Java, y la principal se llama Magepaher, cuyo rey, cuando vivía, era reputado como el monarca más grande de las islas que se encuentran en estos parajes. Se llama raja Patiunus Sunda. Se cosecha aquí mucha pimienta. Las otras islas son Dahadama, Gaguiamada, Minutarangam, Ciparafidáin, Zuvancressi y Cirubaia. A media legua de Java mayor están las islas de Bali, dichas la pequeña Java, y Madura: estas dos últimas son del mismo tamaño.
Se nos dijo que en Java había la costumbre de quemar los cuerpos de las personas notables que fallecen, y que la mujer a quien el difunto ha amado más está destinada a morir quemada en la misma hoguera. Adornada de guirnaldas de flores, se hace conducir por cuatro hombres en una silla por toda la ciudad, consolando a sus parientes que lloran su próxima muerte, y con aire tranquilo y sereno, les dice: «esta tarde voy a comer con mi marido, y en la noche me acostaré con él». Llegada a la pira, los consuela de nuevo con los mismos discursos y se arroja a las llamas, que la devoran. Si se negase a ello, no se la miraría más como mujer honrada ni como buena esposa.
Nuestro viejo piloto nos refirió una costumbre aún más extraña. Nos dijo que cuando los jóvenes están enamorados de alguna mujer y buscan sus favores, se atan pequeños cascabeles entre el glande y el prepucio, y así van a pasar por las ventanas de su amada, a la cual incitan con el sonido de los cascabeles. Ésta exige que dejen los cascabeles en su sitio.
Nos contaron también que en una isla llamada Ocoloro, más acá de Java, no hay sino mujeres, que son fecundadas por el viento. Si les nace un hijo, le matan en el acto, y si es hija, la crían; y si algún hombre se atreve a visitar la isla, le matan.
Nos refirieron todavía otras historietas. Al norte de Java Mayor, en el golfo de la China, que los antiguos llamaban Sinus Magnus, hay, dicen, un árbol muy grande llamado camponganghi, donde se posan ciertas aves llamadas garuda, tan grandes y tan fuertes que levantan a un búfalo y aun un elefante, y le llevan volando al sitio en que está el árbol, que nombran puzathaer. El fruto del árbol, que denominan buapanganghi, es más grande que una sandía. Los moros de Burné nos dijeron haber visto dos de estos pájaros que su soberano había recibido del reino de Siam. No es posible aproximarse a este árbol a causa de los torbellinos que allí forma el mar hasta la distancia de tres a cuatro leguas. Nos añadieron que todo lo relativo a este árbol se sabía del modo siguiente: que un junco fue transportado por estos torbellinos hasta cerca del árbol y allí naufragó; que todos los hombres perecieron, a excepción de un niño pequeño que se salvó milagrosamente en una tabla; y que hallándose cerca del árbol, subió a él y se ocultó debajo del ala de uno de estos grandes pájaros, sin ser notado. Al día siguiente, el pájaro vino a tierra para coger un búfalo, y entonces el niño salió de debajo del ala y huyó. Por este medio fue cómo se supo la historia de estos pájaros y de dónde provenían los grandes frutos que se encontraban tan frecuentemente en el mar.
El cabo de Malaca está hacia 1° 30' de latitud sur. Al este de este cabo hay varias aldeas y ciudades, cuyos nombres son: Cingapola, que se halla en el mismo cabo, Pahán, Calantán, Patani, Bradlini, Benán, Lagón, Cheregigharán, Trombón, Jorán, Ciu, Brabri, Banga, Judía (residencia del rey de Siam, llamado Siri Zacabedera,) Jandibuna, Laún y Longanpifa. Todas estas ciudades están edificadas como las nuestras y sujetas al rey de Siam.
Se nos dijo que a las orillas de un río de este reino viven ciertas aves grandes que sólo se alimentan de cadáveres, sin que los coman antes de que algún pájaro les haya primeramente devorado el corazón.
Más allá de Siam se encuentra Camoguía, cuyo rey se llama Saret Zarabedera; en seguida Chiempa, gobernada por el raja Brahami Martu. En este país es donde crece el ruibarbo, que lo hallan de la manera siguiente: veinte a veinticinco hombres se van junto a los bosques, donde pasan la noche sobre los árboles para ponerse a cubierto de los leones y otras bestias feroces y a la vez para sentir mejor el olor del ruibarbo, que les lleva el viento. Por la mañana se van al sitio de donde provenía el olor y buscan ahí el ruibarbo hasta que lo encuentran.
El ruibarbo es la madera podrida de un gran árbol, que adquiere su olor en su misma putrefacción: la parte mejor del árbol es la raíz, pero, sin embargo, el tronco, que llaman cálamo, posee la misma virtud medicinal.
Viene en seguida el reino de Cocchi, cuyo rey se llama Siri Bummipala.
Se encuentra después la Gran China, cuyo monarca es el más poderoso príncipe de la tierra: su nombre es raja Santoa. Setenta reyes coronados se hallan bajo su dependencia, y cada uno de estos reyes, a su vez, tiene diez o quince que le obedecen. El puerto de este reino se llama Guantán, y entre sus numerosas ciudades, las dos principales son: Ganquín y Comlaha, esta última residencia del rey. Cerca de su palacio, en las cuatro fachadas, que miran a los cuatro puntos cardinales, viven cuatro ministros, cada uno encargado de dar audiencia a todas las personas que vienen de la dirección en que se hallan.
Todos los reyes y señores de la India mayor y superior, deben tener como señal de dependencia, en medio de las plazas, la estatua en mármol de un animal más fuerte que el león, llamado chinga, que se ve también grabado en el real sello; y todos los que quieren entrar a su puerto están obligados a tener en su navío la misma figura en marfil o en cera. Si alguno entre los señores de su reino rehúsa obedecerle, le hace desollar, y su piel, seca al sol, salada y rellena, se la coloca en un sitio prominente de la plaza, con la cabeza baja y las manos atadas sobre aquélla, en actitud de hacer fongu, esto es, la reverencia al rey. Este no está visible para nadie, y cuando quiere ver a sus súbditos, se hace conducir sobre un pavo real, hecho con mucho arte y ricamente adornado, y acompañado de seis mujeres, vestidas enteramente como él, de modo que no se le puede distinguir de ellas. Se coloca en seguida dentro de la figura de la serpiente llamada noga, soberbiamente decorada, que tiene un cristal en el pecho, por el cual el rey ve todo, sin ser visto. Se casa con sus hermanas para que la sangre real no se mezcle con la de sus súbditos. Su palacio está rodeado de siete murallas, y en cada recinto hay diez mil hombres de guardia, que se relevan cada doce horas. En la primera, hay un hombre con una gran fusta en la mano; en la segunda, un perro; en la tercera, otro hombre con una porra de hierro; en la cuarta, otro armado con un arco y flechas; en la quinta, otro armado con una lanza; en la sexta, un león; y en la séptima, dos elefantes blancos. El palacio tiene setenta y nueve salas, en las cuales se ven siempre mujeres para el servicio del rey, y antorchas que arden continuamente. Para circundar el palacio, se necesita, por lo menos, un día. En el extremo del palacio hay cuatro salas donde los ministros van a hablar al rey. Las paredes, la bóveda y aun el pavimento de una de estas salas están adornados con bronce; en la segunda, estos adornos son de plata; en la tercera, de oro; en la cuarta, de perlas y de piedras preciosas. En estas salas se coloca el oro y todas las otras riquezas que se llevan como tributo al rey.
No he presenciado nada de todo lo que acabo de contar y escribo estos detalles simplemente por la relación de un moro que me aseguró haber visto todo eso.
Los chinos son blancos, andan vestidos y tienen como nosotros mesas para comer. Se ven también en aquel país cruces, pero ignoro el uso que hagan de ellas.
El almizcle viene de la China y el animal que lo produce es una especie de gato, semejante a la algalia, que sólo se alimenta de una madera dulce, del grosor del dedo, llamada chamara. Para extraer de este animal el almizcle, le ponen una sanguijuela, y cuando se ve que está bien llena de sangre, la revientan y recogen aquélla en un plato para hacerla secarse al sol, durante tres o cuatro días, que es el modo como se perfecciona. Todo el que conserva uno de estos animales debe pagar un tributo. Los granos de almizcle que se llevan a Europa son sólo pequeños pedazos de carne de cabrito, empapados en el verdadero almizcle. La sangre se halla algunas veces en cuajarones, pero se purifica con facilidad. El gato que produce el almizcle se llama castor, y la sanguijuela lleva el nombre de unta.
Siguiendo las costas de la China, se encuentran varios pueblos, a saber: los Chensis, que habitan las islas donde se pescan las perlas y donde hay también canela. Los Lechiis habitan la tierra firme vecina a estas islas. La entrada de su puerto está atravesada por un gran monte, lo que hace necesario desarbolar los juncos y navíos que quieran entrar. El rey de este país se llama Moni, y aunque obedece al de la China, tiene veintitrés reyes bajo su obediencia. Su capital es Baranacé, y aquí es donde se encuentra el Catay Oriental.
Han es una isla alta y fría, donde hay cobre, plata y seda: raja Zotru es el soberano. Mili, Jaula y Gnio son tres países muy fríos situados en el continente. Friangola y Frianga son dos islas de donde se saca cobre, plata, perlas y seda. Bassi es una tierra baja también sobre el continente.
Sumbdit-Pradit es una isla muy rica de oro, donde los hombres llevan un anillo grueso de este metal en el tobillo. Las montañas vecinas están habitadas por pueblos que matan a sus padres cuando llegan a cierta edad para evitarles los achaques de la vejez. Todas las naciones de que acabamos de hablar son gentiles.
El martes 11 de febrero, en la noche, abandonamos la isla de Timor y entramos en el gran mar, llamado Laut-Chidot. Caminando hacia el oeste sudoeste, dejamos a la derecha, al norte, por temor a los portugueses, la isla de Sumatra, llamada antiguamente Taprobana; Pegu, Bengala, Urizza, Chelim, donde habitan los malayos, súbditos del rey de Narsinga; Calicut, que depende del mismo rey; Cambaya, donde habitan los guzerates; Cananor, Goa, Annus, y toda la costa de la India mayor.
En este reino hay seis clases de personas, o castas, a saber, los nairi, panicali, franai, panguelini, macuai y poleai. Los nairi son los principales o jefes; los panicali son los ciudadanos: estas dos castas conversan entre sí; los franai cosechan el vino de palmera y los plátanos; los macuai son pescadores; los panguelinis son marineros: y los poleai siembran y cosechan el maíz. Estos últimos habitan siempre en los campos y no entran jamás en las ciudades. Cuando quieren darles alguna cosa, se la dejan en el suelo, de donde la recogen, y cuando andan por los caminos gritan constantemente po, po, po, esto es, guardaos de mí. Se nos contó que un nairi, que había sido accidentalmente tocado por un poleai, se hizo matar para no sobrevivir a tamaña infamia.
Para doblar el Cabo de Buena Esperanza, subimos hasta el 42° de latitud sur; y nos fue preciso permanecer nueve semanas frente a este cabo, con las velas plegadas, a causa de los vientos del oeste y del noroeste que experimentamos constantemente y que concluyeron en una tempestad terrible. El Cabo de Buena Esperanza está hacia los 34° 30' de latitud meridional, a mil seiscientas leguas de distancia del de Malaca. Es el más grande y más peligroso cabo conocido de la tierra. Algunos de los nuestros, y sobre todo los enfermos, habrían querido desembarcar en Mozambique, donde hay un establecimiento portugués, a causa de las vías de agua que tenía la nave y del frío penetrante que sentíamos; pero, especialmente, porque teníamos por único alimento y bebida arroz y agua, pues toda la carne que, por falta de sal, no pudimos preparar, estaba podrida. Sin embargo, hallándose la mayor parte de la tripulación inclinada más al honor que a la vida misma, determinamos hacer cuantos esfuerzos nos fuera posible para regresar a España, por más que tuviéramos aún que correr algunos peligros.
En fin, con ayuda de Dios, el 6 de mayo doblamos este terrible cabo, siendo preciso acercamos a él hasta distancia de cinco leguas, sin lo cual no lo hubiéramos conseguido jamás.
Corrimos, en seguida, hacia el noroeste durante dos meses enteros, sin reposamos jamás, perdiendo en este intervalo veintiún hombres, entre cristianos e indios. Al arrojarlos al mar, notamos una cosa curiosa, y fue que los cadáveres de los cristianos quedaban siempre con el rostro vuelto hacia el cielo, y los de los indios con la cara sumergida en el mar.
Carecíamos totalmente de víveres, y si el cielo no nos hubiese acordado un tiempo favorable, habríamos todos muerto de hambre. El 9 de julio, día miércoles, descubrimos la isla de Cabo Verde, yendo a fondear a la llamada Santiago.
Sabiendo que nos hallábamos en tierra enemiga y que se abrigarían sospechas de nosotros, tuvimos la precaución de hacer decir a los hombres de la chalupa que enviamos a tierra a hacer provisión de víveres, que pasábamos al puerto porque habiéndose quebrado el palo trinquete al doblar la línea equinoccial, gastamos mucho tiempo en acomodarlo, y que el comandante en jefe, con otras dos naves, había continuado su derrota a España.
Les hablamos de manera de hacerles creer que veníamos de las costas de América y no del Cabo de Buena Esperanza. Prestóse fe a nuestras palabras y por dos veces recibimos la chalupa llena de arroz a cambio de nuestras mercaderías. Para ver si nuestros diarios habían sido llevados con exactitud, hicimos preguntar en tierra que qué día de la semana era. Se nos respondió que era jueves, lo que nos sorprendió, porque según nuestros diarios sólo estábamos a miércoles, y a mí, sobre todo, porque habiendo estado bien de salud para llevar mi diario, marcaba sin interrupción los días de la semana y los del mes. Después supimos que no existía error en nuestro cálculo, porque navegando siempre hacia el oeste, siguiendo el curso del sol y habiendo regresado al mismo punto, debíamos ganar veinticuatro horas sobre los que permanecían en el mismo sitio; y basta reflexionar para convencerse de ello.
Habiendo por tercera vez regresado la chalupa a tierra con trece hombres, notamos que se la retenía, pudiendo además sospechar por el movimiento que se observaba en algunas carabelas, que querían también apoderarse de nuestra nave, lo que nos determinó a partir en el acto. Supimos después que nuestra chalupa había sido detenida porque uno de los marineros reveló nuestro secreto, diciendo que el comandante en jefe era muerto y que nuestra nave era la única de la escuadra de Magallanes que regresaba a Europa.
Gracias a la Providencia, el sábado 6 de septiembre entramos en la bahía de San Lúcar y de los sesenta hombres que formaban la tripulación cuando partimos de las islas Molucas, no éramos más que dieciocho, y éstos en su mayor parte estaban enfermos. Otros desertaron en la isla de Timor; otros fueron condenados a muerte por delitos, y otros, en fin, perecieron de hambre.
Desde que habíamos partido de la bahía de San Lúcar hasta que regresamos a ella recorrimos, según nuestra cuenta, más de catorce mil cuatrocientas sesenta leguas, y dimos la vuelta al mundo entero, yendo siempre de este a oeste.
El lunes 8 de septiembre largamos el ancla cerca del muelle de Sevilla, y descargamos toda nuestra artillería.
El martes bajamos todos a tierra en camisa y a pie descalzo, con un cirio en la mano, para visitar la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria y la de Santa María la Antigua, como lo habíamos prometido hacer en los momentos de angustia.
De Sevilla partí para Valladolid, donde presenté a la Sacra Majestad de don Carlos, no oro ni plata, sino cosas que eran a sus ojos mucho más preciosas. Entre otros objetos, le obsequié un libro escrito de mi mano, en el cual había apuntado día por día todo lo que nos había acontecido durante el viaje.
Abandoné Valladolid lo más pronto que me fue posible y me fui a Portugal para hacer relación al rey don Juan de las cosas que acababa de ver. Pasando en seguida por España fui a Francia, donde regalé algunas cosas del otro hemisferio a Madama la Regente, madre del rey muy católico Francisco I.
Regresé al fin a Italia, donde me consagré para siempre al muy excelente y muy ilustre señor Felipe Villiers de l'Isle-Adam, gran maestre de Rodas, a quien di también la relación de mi viaje.
El caballero ANTONIO PIGAFETTA
FIN
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