Pollyanna

Eleanor Hodgman Porter

Capítulos 5 al 8

Capítulo 5

El juego

— ¡Por Dios santo, mi pequeña Pollyanna! ¡Qué susto me ha dado! — dijo Nancy jadeando mientras alcanzaba la gran roca.

— ¿Susto? Oh, ¡lo siento tanto!; pero nunca debe asustarse por mí. Nancy. Papá y las damas solían asustarse también, hasta que se dieron cuenta de que siempre volvía sana y salva.

— Pero es que yo ni siquiera sabía que se había ido —se lamentó Nancy tomando a la pequeña de la mano, mientras iniciaba el camino de vuelta—. No la vi marchar y nadie la vio. Casi creí que había volado por el tejado, ¡de veras!

Pollyanna saltó regocijada.

— ¡Pero casi lo hice! Sólo que en vez de volar hacia arriba lo hice hacia abajo. Bajé por el árbol, ¿sabe?

Nancy se paró de golpe.

— ¿Qué, qué hizo?

— Que bajé por el árbol desde mi ventana.

— ¡Ay, Dios mío! —exclamó Nancy apresurándose de nuevo—. Me gustaría saber qué diría su tía si lo supiera.

— ¿Sí? Pues ahora lo sabrá porque voy a decírselo en cuanto lleguemos — prometió la niña, alegremente.

— ¡Oh, no, no! — gritó Nancy.

— ¿Por qué? Supongo que no le importará lo que he hecho, ¿verdad? —contestó Pollyanna preocupada.

— No... Mm... Sí. .. , bueno, no se preocupe. Tampoco estoy demasiado interesada en saber lo que diría, de verdad —tartamudeó Nancy, determinada a evitar por lo menos una reprimenda a Pollyanna—. Pero, vamos, mejor será que corramos, pues todavía tengo que lavar los platos, ¿sabe?

— Yo le ayudaré — prometió entonces Pollyanna con voz firme.

— ¡Oh! ¡Señorita Pollyanna! —objetó Nancy.

Por un momento caminaron en silencio. Oscurecía con rapidez y Pollyanna se agarró más fuertemente al brazo de su amiga.

— Me parece que en el fondo me alegro de que se inquietara por mí, pues sino no hubiera venido a buscarme — se estremeció Pollyanna.

— ¡Pobrecilla mía! Además debe estar muy hambrienta. Me temo que sólo podrá comer pan y leche en la cocina conmigo.

A su tía no le gustó que no bajara a cenar cuando debía. ¿sabe?

— Pero no podía. Estaba aquí arriba.

— Sí, pero ella no lo sabía, ¿lo entiende? —observó Nancy ahogando la risa—. Pero siento que sólo pueda cenar pan y leche, de veras.

— Pero a mí me alegra.

— ¿Alegra? ¿Pero por qué?

— Pues porque no sólo me gusta la leche y el pan sino que me encantará cenar con usted. Y no veo por qué no puedo, pues, estar contenta.

— Parece que no le cuesta nada encontrar motivos para alegrarse siempre de algo —comentó Nancy recordando los esfuerzos de Pollyanna para encontrar algo agradable en la desnuda buhardilla.

Pollyanna rió suavemente.

— Bueno, de todas maneras éste es el juego, ¿sabe?

— ¿El juego?

— Claro, el juego de «estar contenta».

— Pero ¿de qué está hablando?

— Pues de esto, del juego de estar contenta.

Papá me lo enseñó y es un juego fantástico. Lo hemos jugado siempre, desde que era muy pequeñita. Se lo enseñé a las damas y algunas de ellas también lo jugaban.

— Pero ¿en qué consiste? No soy muy ducha en juegos, ¿sabe?

Pollyanna volvió a reír, pero susurró con melancolía:

— Todo empezó con unas muletas que llegaron una vez a la misión.

— ¡Muletas!

— Sí, ¿entiende? Yo quería una muñeca y papá había escrito pidiendo una. Pero cuando llegó el envío, la dama contestó que no había muñecas, pero sí aquellas pequeñas muletas que también podían ser útiles para algún niño. Y todo empezó aquí.

— En fin, yo no veo ninguna razón para fabricar un juego a partir de unas muletas —declaró Nancy algo irritada.

— ¡Oh, sí! El juego consiste precisamente en encontrar algo de lo que alegrarte aunque todo parezca ir en contra. Y todo empezó por esto, por las muletas.

— Pero, por Dios, pequeña, ¡yo no veo absolutamente nada con lo que poder estar contenta con unas muletas!

Pollyanna aplaudió.

— ¡Sí que hay algo! ¡Y tanto! Pero reconozco que en aquel momento tampoco supe ver nada. Papá tuvo que decírmelo aquella vez.

— Bueno, pues quizá ahora me lo cuente a mí — esperó Nancy.

— ¡Boba, es tan fácil! Pues que puedes estar muy contenta de no necesitarlas — dijo Pollyanna triunfalmente—. ¿Ve qué fácil es cuando se sabe cómo hacerlo?

— ¡Santo Dios! — exclamó Nancy mirando a Pollyanna con ojos algo atemorizados.

— ¡Pero si es maravilloso! — repitió Pollyanna entusiasmada—. Y desde entonces hemos estado jugando siempre, y cuanto más difícil es, más emocionante es conseguir estar contento; sólo algunas veces se hace casi imposible, como cuando un padre se va al cielo y sólo te quedan unas damas de beneficencia en el mundo.

— Sí, o como cuando te acomodan en una buhardilla vacía en lo alto de la casa —dijo Nancy.

Pollyanna suspiró.

— Reconozco que esta vez también fue difícil, especialmente cuando te sientes tan sola. Casi no tenía ganas de jugar al «juego» y estaba deseando cosas ¡tan bonitas! Pero luego empecé a pensar cuánto odiaba ver mis pecas en el espejo, y vi aquella hermosa vista desde la ventana, y descubrí una vez más que podía estar contenta por algo. ¿Entiende? Cuando realmente buscas algo por lo que alegrarte, incluso olvidas la otra clase de cosas, como la muñeca que en un momento dado querías, ¿ve?

— Mmmm... — se emocionó Nancy tratando de deshacer el nudo que se le había hecho en la garganta.

— Pero habitualmente no cuesta tanto —suspiró Pollyanna—, y mil veces ya lo haces sin pensar, ¿sabe? Te acostumbras tanto... Es un juego maravilloso... A papá y a mí nos encantaba —a Pollyanna se le quebró la voz—. Y ahora me da miedo que sea más difícil al no tener a nadie con quien jugarlo. Quizá tía Polly quiera jugar conmigo —añadió como última ocurrencia.

«¡Por todos los santos!», susurró Nancy para sí. Y luego, en voz alta, dijo muy segura:

— Mire, señorita Pollyanna, no sé si lo sabré jugar muy bien o si sabré cómo jugarlo, pero le prometo que voy a intentar jugarlo con usted. Siempre que haga falta, lo prometo. ¡De veras!

— ¡Oh, Nancy! — saltó Pollyanna abrazándola impulsivamente—. ¡Esto será fantástico! ¿Verdad que nos divertiremos?

— Sí, claro —concedió Nancy dubitativa—. Pero no sé si podrá contar mucho conmigo. Nunca he sido muy buena para los juegos, pero me esforzaré todo lo que pueda para jugar a éste. Le aseguro que siempre podrá jugar conmigo — acabó, cuando ya entraban en la cocina.

Pollyanna comió su pan y bebió la leche con gran apetito. Luego, y tras una sugerencia de Nancy, fue a la sala de estar, donde su tía estaba leyendo.

La señorita Polly la miró fríamente.

— ¿Has cenado, Pollyanna?

— Sí, tía Polly.

— Siento mucho haberme visto obligada tan pronto a castigarte a la cocina.

— ¡Pero si me ha gustado mucho! Me gusta el pan y la leche y Nancy también. No debe sentirse mal sólo por esto, tía Polly.

Tía Polly se enderezó bruscamente.

— Pollyanna es hora de ir a la cama. Has tenido un día muy duro y mañana habrá que organizar tu horario y revisar tu ropa por si realmente necesitas algo. Nancy te dará un candelabro. Ten cuidado con él. El desayuno será a las siete y media. Cuida de ser puntual. Buenas noches.

Como algo natural en ella, Pollyanna fue directa a abrazar cariñosamente a su tía.

— Ha sido un día tan feliz — suspiró alegremente— . Sé que me va a gustar mucho vivir con usted, pero ya lo sabía desde antes de llegar. Buenas noches —dijo contenta y corrió hacia la escalera.

— ¡Vaya por Dios! —exclamó la señorita Polly—. ¡Qué criatura más extraordinaria! ¡Es feliz! ¡La castigo y no debo sentirme mal por ello! ¡Y le va a gustar mucho vivir conmigo! ¡Vaya por Dios! —exclamó otra vez volviendo a coger el libro.

Un cuarto de hora más tarde, en la pequeña buhardilla, una niña solitaria sollozaba entre las frías sábanas.

“Ya sé, padre, que estás entre los ángeles, ya sé que no estoy jugando al juego ahora, pero padre, creo que tú tampoco podrías encontrar motivo para alegrarte si estuvieras aquí solo, arriba del todo de esta casa, todo tan oscuro. Si pudiera estar cerca de Nancy o de tía Polly o incluso de las damas, ¡sería distinto!”,

Abajo, en la cocina, Nancy se apresuraba a terminar su retrasado trabajo mientras murmuraba: «Si jugar a este juego tan tonto, donde te alegras por conseguir muletas cuando lo que quieres son muñecas, va a constituir su único refugio, entonces jugaré siempre. ¡Y tanto que lo haré! ¡No faltaría más!»

Capítulo 6

Un problema de "obligaciones"

Eran casi las siete cuando Pollyanna despertó aquel primer día después de su llegada. Sus ventanas daban al sur y al oeste, por lo que aún no podía ver el sol, pero sí podía ver el nebuloso azul del cielo matutino, y supo que el día prometía ser hermoso.

La habitación estaba algo más agradable ahora y el aire entraba fresco y dulce. Fuera, los pájaros trinaban alegremente y Pollyanna corrió a la ventana para hablar ellos. Vio entonces a su tía que ya se movía entre los rosales, y Pollyanna se apresuró a reunirse con ella.

Bajó volando dejando las puertas abiertas tras ella. Atravesó el recibidor de un salto y corrió hacia el jardín.

Tía Polly, junto con el encorvado viejecito, estaba inclinada sobre un rosal cuando Pollyanna, gorjeando de placer, se colgó de su cuello.

— ¡Oh, tía Polly, tía Polly! ¡Creo que sólo el hecho de estar viva es más que suficiente para estar contenta esta mañana!

— ¡Pollyanna! — amonestó la mujer severamente—. ¿Es ésta la manera habitual que tienes de decir buenos días?

La pequeña se puso de puntillas y bailoteó arriba y abajo.

— ¡No! Sólo cuando quiero tanto a la gente que no puedo evitarlo. La vi desde la ventana y empecé a pensar que usted no era ninguna dama de beneficencia, sino ¡mi verdadera tía! y la vi tan guapa desde arriba que no pude aguantarme las ganas de bajar corriendo y abrazarla.

El viejecito se giró repentinamente. La señorita Polly no consiguió fruncir el ceño tan rápidamente como solía.

— Pollyanna, tú, en fin ... Yo... Thomas, ya está bien por hoy. Creo que ya ve lo que le pasa a los rosales — dijo rígidamente, y con rapidez volvió hacia la casa.

— ¿Trabaja siempre en el jardín, se... se...,“señor,”? —preguntó Pollyanna interesada.

El viejecito se giró de nuevo. Tenía los labios contraídos, pero sus ojillos brillaban como si tuvieran lágrimas.

— Sí, señorita. Soy el viejo Tom. El jardinero —contestó tímidamente; pero como llevado por una fuerza irresistible tendió la mano a Pollyanna y acarició su pelo—. ¡Se parece tanto a su madre, pequeña! La conocí incluso cuando era más joven que usted, ¿sabe? Por aquel entonces yo ya trabajaba en el jardín.

Pollyanna aguantó la respiración.

— ¿La conoció? ¿De veras? ¿Cuándo aún era un ángel terreno y no celestial? ¡Oh! Por favor, ¡cuénteme cosas de ella! —suplicó Pollyanna sentándose en el suelo, en medio del camino, para escuchar al viejo.

Una campana sonó en la casa. Un segundo después, Nancy salía volando de la puerta de atrás.

— Señorita Pollyanna, ¡esta campana indica que es la hora del desayuno! —dijo agarrando a Pollyanna y corriendo de vuelta hacia la casa—. Y a otras horas indica que es la hora de otras comidas. Y lo que sobre todo indica es que en cuanto suena hay que correr hacia la casa, no importa desde dónde. y si no, pues... ¡habrá que ser muy listo para encontrar algo de lo que alegrarse! — finalizó Nancy mientras las dos entraban en la casa.

El desayuno, al principio, fue silencioso. Luego, la señorita Polly dijo, mirando desaprobadoramente dos moscas que sobrevolaban la mesa:

— Nancy, ¿de dónde han salido estas moscas?

— Pues no lo sé, señora. No había ninguna en la cocina.

Nancy estaba tan emocionada el día anterior, que no se había dado cuenta de las ventanas abiertas del cuarto de Pollyanna.

— Yo diría que son mis moscas, tía Polly —observó Pollyanna amablemente—. Esta mañana había cantidad de ellas jugueteando arriba.

Nancy salió precipitadamente de la habitación llevándose al mismo tiempo los panecillos que traía consigo.

— ¡Tus moscas! —dijo tía Polly boquiabierta— . ¿Qué quieres decir con esto? ¿De dónde vienen estas moscas?

— Pues del jardín, tía Polly, por mís ventanas. Vi cómo entraban algunas de ellas.

— ¿Que las viste? ¿Quieres decir que has abierto esas ventanas que no tienen tela metálica?

— Pues... sí. No hay tela metálica, tía Polly.

En este momento Nancy volvió a entrar con los panecillos. Estaba seria pero muy acalorada.

— Nancy — ordenó tía Polly—, deja estos panecillos de una vez y sube ahora mismo a la habitación de Pollyanna a cerrar las ventanas y cierra también las puertas. Cuando acabes tus trabajos de la mañana revisa todas las habitaciones y mata toda mosca que encuentres, ¡y que no quede ninguna! — Luego dijo a su sobrina—: Pollyanna, he encargado tela metálica para las ventanas. Sabía que era mi obligación, pero me da la impresión de que tú no sabes cuáles son las tuyas.

— ¿Mis obligaciones? — preguntó Pollyanna con los ojos muy abiertos.

— Precisamente. Sé que tu habitación es un poco calurosa, pero tu obligación es mantener las ventanas cerradas hasta que llegue la tela metálica. Pollyanna, las moscas no sólo son sucias y molestas, sino que además son peligrosas para la salud. Después del desayuno te daré un artículo que habla sobre esto para que lo leas.

— ¿Para leer? Gracias, tía Polly. ¡Me encanta leer!

La señorita Polly resopló y cerró los labios con dureza. Pollyanna, viendo su expresión, dijo tímidamente:

— Siento mucho no haberme acordado de mis obligaciones, tía Polly. No volveré a abrir las ventanas.

Su tía no contestó. Ni siquiera volvió a hablar hasta el final del desayuno. Luego se levantó, fue hacia la estantería de la sala de estar, cogió un folleto y volvió hacia donde su sobrina estaba sentada.

— Éste es el artículo del que te hablaba, Pollyanna. Sube ahora a tu habitación y léelo. Estaré contigo en media hora para revisar tu ropa.

Pollyanna, con la vista fija en el dibujo de la cabeza de una mosca muy ampliada, dijo contenta:

— Gracias, tía Polly —y en seguida salió corriendo de la habitación cerrando la puerta de golpe.

La señorita Polly frunció el ceño, dudó un momento, cruzó majestuosamente la habitación y abrió la puerta, pero Pollyanna ya no estaba a la vista.

Media hora más tarde, cuando la señorita Polly, con una expresión que indicaba «obligaciones» en todas sus facciones, subió las escaleras y entró en la buhardilla, fue recibida con un arranque del mayor entusiasmo.

— ¡Oh, tía Polly, en mi vida había visto nada tan maravilloso e interesante! ¡Estoy tan contenta de que me diera este folleto! La verdad es que nunca había pensado que las moscas pudieran llegar a llevar tantas cosas en su pies y...

— Ya está bien, Pollyanna —observó tía Polly con dignidad—. Pollyanna, saca toda tu ropa y la revisaré. Lo que no sea adecuado para ti lo daré, naturalmente, a los Sullivan.

Remoloneando, Pollyanna dejó el folleto y fue hacia el armario.

— Me temo que mis vestidos le van a parecer peores que a las propias damas, ¡Y ellas ya dijeron que eran vergonzosos! —suspiró—. Pero en los últimos envíos a la misión sólo había cosas para chicos o mayores y... ¿Nunca ha recibido un envío de éstos, tía Polly?

Ante la mirada enfadada de su tía, Pollyanna corrigió rápidamente, sonrojándose:

— Claro, seguro que no, tía Polly. Me he olvidado de que la gente rica no tiene estas necesidades. Pero, ¿sabe?, a veces me olvido de que usted es rica, aquí... en esta habitación... , ¿sabe?

Tía Polly la miró indignada pero no pudo hablar. Pollyanna, sin darse cuenta del significado de lo que había dicho, siguió hablando tranquilamente.

— Como iba a decir, nunca se sabe qué esperar de un envío de éstos excepto que nunca te llega lo que esperabas encontrar, incluso cuando quieres pensar lo contrario. Era con estos envíos cuando a papá y a mí nos costaba más jugar al juego y... — Justo a tiempo, Pollyanna recordó que no debía hablar de su padre a su tía. Fue rápidamente hacia el armario y sacó todos sus pobres vestidos.

— No son nada bonitos, y hubieran sido negros si no hubiera sido por la moqueta roja. En fin, esto es todo lo que tengo.

Con la punta de sus dedos, la señorita Polly revisó aquel conglomerado de prendas, hechas obviamente para cualquiera menos para Pollyanna. Luego dedicó su atención a la ropa interior de los cajones.

— Llevo la mejor puesta —dijo ansiosamente Pollyanna— . Las damas me compraron un juego nuevo. La señora Jones, que es la presidenta, les dijo que debían comprarme uno aunque ellas tuvieran que caminar por pasillos sin moqueta el resto de sus vidas. Pero tampoco lo harán. Al señor White no le gusta el ruido que hacen las damas al caminar. Según su mujer es muy nervioso, pero también es rico, y esperan que él dará una buena cantidad para comprar la moqueta, a cuenta de sus nervios, claro.

La señorita Polly parecía no oír. Terminó de estudiar la ropa interior y se dirigió a Pollyanna bruscamente.

— Has ido al colegio, supongo.

— ¡Y tanto!, tía Polly. Y además, papá también me enseñó en casa un poco.

La señorita Polly frunció el ceño.

— Está bien. En otoño irás al colegio, desde luego. El señor Hall, el director, sabrá sin duda a qué nivel debes ir. Mientras tanto, supongo que deberé oírte leer en voz alta por lo menos media hora cada día.

— Me encanta leer, pero si no quiere oírme no me importa hacerlo para mí, de veras, tía Polly. Y casi prefiero leer para mí, por aquello de las palabras largas, ¿entiende?

— No lo dudo... —corroboró con una mueca la señorita Polly—. ¿Has estudiado música?

— No mucho. No me gusta mi música, pero me gusta la de los demás. Aprendí un poco de piano. La señora Gray, que toca en la iglesia, me enseñó. Pero no me importaría no hacerlo. De veras, tía Polly.

— Ya —observó tía Polly—. Sin embargo, creo que es mi obligación cuidar de que tengas una instrucción mínima de música. ¿Sabes coser? Seguro...

— Sí —suspiró Pollyanna—. Me enseñaron las damas. Pero me lo pasé muy mal. La señora Jones decía que la aguja debía cogerse de una manera distinta para hacer los ojales, y la señora White creía que el punto del revés tenía que aprenderse antes que los dobladillos (o al revés), y la señora Harriman no creía que tuviera que aprender labores...

— Bien, Pollyanna, este problema no lo tendrás aquí, pues yo misma te enseñaré a coser. No debes saber cocinar, ¿verdad?

Pollyanna rompió a reír.

— Iban a empezar a enseñarme este verano, pero no hubiera ido muy lejos. Aún tenían más diversidad de opiniones con la costura. Iban a empezar con el pan, pero no había dos que lo hicieran igual; después de discutirlo en una de las clases de costura decidieron que se turnarían cada una una semana en su cocina. Sólo aprendí a hacer dulces de chocolate y el de higos y luego tuve... tuve que parar. —Su voz se rompió.

— ¡Dulce de chocolate y pastel de higos! —dijo la señorita Polly desdeñosa—. Pondremos remedio a esto muy pronto.

— Por un momento calló pensativamente y luego dijo: A las nueve, cada mañana, leerás en voz alta durante media hora. Antes de esto, arreglarás tu habitación. Los miércoles y los sábados, por la mañana, a partir de las nueve y media, irás a la cocina con Nancy para aprender a cocinar. Las otras mañanas coserás conmigo. Esto deja las tardes para la música. Desde luego, te buscaré un profesor. — Y terminó así mientras se levantaba del sillón.

Pollyanna exclamó desilusionada:

— Pero, tía Polly, ¡tía Polly! No me ha dejado ni un ratito para... para simplemente ¡vivir!

— ¿Vivir, niña? ¿Qué quieres decir con esto? ¡Como si no estuvieras viviendo a cada momento!

— Bueno, claro que estaré «respirando » mientras hago todo esto... Pero, tía Polly, lo que no podría hacer es vivir. Uno respira cuando duerme pero no «vive». Lo que quiero decir es vivir, hacer las cosas que uno desea hacer, jugar en el jardín, leer (para uno mismo, claro), escalar rocas, hablar con el señor Tom en el jardín y con Nancy... y descubrir todo respecto a lo que te rodea, las casas, la gente, estas maravillosas callecitas que crucé ayer... Esto es lo que yo llamo vivir, tía Polly. Respirar sólo no es vivir.

Tía Polly levantó la cabeza irritada.

— Pollyanna, ¡eres una niña de lo más increíble! Se te permitirá un tiempo prudencial de asueto, desde luego. Pero entenderás que si yo cumplo con mi obligación de procurarte instrucción y atención, tú debes desear cumplir la tuya tratando de no ser desagradecida, malgastando esta atención e instrucción que te doy.

Pollyanna la miró sorprendida.

— ¡Oh, tía Polly! ¿Cómo podría mostrarme desagradecida? ¡A usted! ¡A quien quiero tanto y que además no es una dama de beneficencia, sino mi verdadera tía!

— Muy bien, entonces procura no actuar como una desagradecida.

Y tía Polly se dirigió a las escaleras.

Estaba a medio camino cuando una vocecita intranquila la llamó desde arriba:

— Perdone, tía Polly, pero no me ha dicho qué ropa quiere que me quede.

Tía Polly suspiró cansinamente, suspiro que llegó a los oídos de Pollyanna.

— Me olvidé de decirte que Timothy nos llevará a la ciudad a la una y media. Ninguna de tus prendas es adecuada para mi sobrina. Estaría muy lejos de mis obligaciones si te permitiera ir vestida así. ¿No lo comprendes?

Ahora fue Pollyanna la que suspiró.

Empezaba a creer que acabaría odiando aquella palabra: «obligaciones».

— ¡Tía Polly, por favor! —la llamó desilusionada—. ¿Hay alguna manera de alegrarse con todo este asunto de las obligaciones?

— ¿Cómo? —Tía Polly miró sorprendida; luego, con las mejillas arreboladas, bajó indignada las escaleras—. ¡No seas impertinente, Pollyanna!

En la calurosa buhardilla, Pollyanna se dejó caer en una de las sillas. Para ella, la existencia futura se perfilaba como un desfile infinito de obligaciones.

Permaneció unos minutos en silencio, con sus tristes ojos fijos en aquel abandonado montón de ropa sobre la cama. Luego, poco a poco, volvió a poner los vestidos en su sitio.

— No encuentro nada de lo que alegrarme por mucho que lo intente —dijo en voz alta— a no ser que... ¡me alegraré mucho cuando haya acabado con mis obligaciones!— y rompió a reír alegremente.

Capítulo 7

Pollyanna y los castigos

Puntualmente, a la una y media, Timothy llevó a la señorita Polly y a su sobrina a los cuatro o cinco principales almacenes que se hallaban a media milla de la hacienda.

Conseguir un nuevo vestuario para Pollyanna fue una verdadera experiencia para todos. La señorita Polly acabó con una sensación de débil relax parecida a la que uno sentiría al caminar sobre tierra firme tras haber atravesado la cresta de un volcán. Los diversos dependientes que les habían atendido habían acabado con caras coloradas y con mil historias sobre Pollyanna que podrían explicar durante una semana para hacer reír a sus amigos. La misma Pollyanna salió con una radiante sonrisa y un corazón satisfecho, pues, como explicó a uno de los dependientes:

— Cuando nunca has tenido nadie más que te compre vestidos, aparte de las damas de beneficencia y a los envíos piadosos a la misión, es maravillosamente perfecto entrar en tiendas y comprar vestidos completamente nuevos, que no tienen que ser acortados ni alargados, pues, simplemente, son a medida.

La expedición de ir de compras duró toda la tarde; luego vino la cena y una deliciosa conversación con el viejo Tom en el jardín, y otra con Nancy en el porche trasero después de que ésta hubiera lavado los platos y mientras tía Polly estaba visitando a unos vecinos.

El viejo Tom contó a Pollyanna cosas maravillosas de su madre, que la alegraron muchísimo, y Nancy le contó cosas de su pequeña granja de «Los Rincones» donde viven su madre y sus hermanos tan queridos. Le prometió, además, que si la señorita Polly lo permitía la llevaría algún día a conocerlos.

— Y sus nombres son también estupendos, le encantarán — suspiró Nancy—. Se llaman Algenon, Florabell y Estelle, y en cambio yo me llamó sólo Nancy. ¡odio el nombre de Nancy!

— Oh, Nancy. ¿cómo puede decir esto? ¿Por qué?

— Porque no es ni la mitad de bonito que los otros. ¿Sabe? yo fui la primera, y mi madre aún no había leído todos esos libros de donde sacó los otros nombres.

— Pero a mí me encanta Nancy, sobre todo porque usted es: Nancy — declaró Pollyanna.

— Pero a usted también le gustaría Clarisa Mabelle —comentó Nancy—. y yo estaría mucho más contenta si pudiera llamarme así.

Pollyanna rió gustosamente.

— De todas maneras puede estar contenta de no llamarse Hipólita.

— ¡Hipólita!

— Sí. y así se llama la señora White. Su marido la llama Hip y a ella no le gusta. Dice que cuando la llama Hip-hip le entran ganas de decir ¡Hurra' y esto no le hace ninguna gracia.

La cara sorprendida de Nancy se transformó en una amplia sonrisa.

— Desde luego. es usted increíble: a partir de ahora cada vez que oiga ¡Nancy! me entrará la risa pensando en Hip, Hip. Pues creo que en el fondo me alegro...

— Calló por un momento y miró a la pequeña boquiabierta.

— Señorita Pollyanna, ahora... ¿verdad que estaba jugando al juego? ¿Qué tendría que estar contenta de no llamarme Hipólita?

Pollyanna la miró y rompió a reír.

— ¡ Eso es Nancy! Estaba jugando aunque es una de estas veces en que lo

hago por instinto. ¿Ve? Llega un momento en que te acostumbras y lo practicas sin pensar, y casi siempre hay algo por lo que alegrarse.

— Es verdad... —dijo Nancy pensativa.

Pollyanna fue a la cama a las ocho y media. La tela metálica aún no había llegado y la pequeña habitación parecía un horno. Pollyanna miró ansiosamente hacia las ventanas pero no las abrió. Se desvistió doblando cuidadosamente su ropa, rezó sus oraciones y se metió en la cama. No supo cuánto tiempo permaneció sin poder dormir, dando vueltas y vueltas, pero le parecieron horas hasta que no pudo aguantar más y se levantó, cruzó la habitación y abrió la puerta.

En la parte principal del ático todo era oscuridad menos donde la luna dibujaba un camino plateado en el sucio desde una ventana situada al este. Ignorando la oscuridad a ambos lados, Pollyanna siguió el camino plateado hacia la ventana. Esperaba que ésta tuviera tela metálica, pero no la tenía. Y sin embargo, fuera, se encontraba aquel ancho mundo de fantástica belleza, y había también, estaba segura de ello, un aire fresco y dulce que le iría muy bien a sus ardientes mejillas y manos. Al acercarse más, otra cosa atrajo su atención. Vio, sólo un poco más abajo, el techo del amplio solario de tía Polly, construido sobre la cochera.

Con temor miró a su espalda. En algún sitio, en aquella dirección, estaba su calurosa habitación y su aún más calurosa cama y, entre medio, estaba aquella horrorosa oscuridad que había que tantear para poderla atravesar. Y por otro lado, frente a ella, el techo del solario, con el fresco aire de la noche y la suave luz de la luna.

¡Sólo que su cama estuviera allí! ¡Y había gente que dormía al aire libre! Por ejemplo, John Hartley, allí en su pueblecito, tenía que dormir fuera, porque tenía tuberculosis.

De repente, Pollyanna se acordó de que había visto, cerca de esta ventana del ático, una hilera de sacos blancos que colgaban de unos clavos. Nancy le había dicho que en ellos guardaban la ropa de invierno durante el verano. Algo atemorizada, Pollyanna se dirigió a los sacos y escogió uno muy blando y grande (que contenía el abrigo de piel de foca de la señorita Polly) para improvisarse una cama; luego escogió uno mucho más pequeño como cojín y otro casi vacío para cubrirse. Así equipada, y con gran regocijo, se dirigió una vez más hacia la ventana iluminada, la abrió, pasó primero su «equipaje» y luego saltó ella hacia el techo del solario cerrando la ventana tras de sí (Pollyanna no se había olvidado de las moscas con aquellas maravillosas patitas cargadas de cosas).

¡Qué frescor tan delicioso había en aquel lugar! Casi se puso a bailar de alegría mientras aspiraba aquel aire refrescante. El techo crujía bajo sus pies resonando agradablemente. Caminó de arriba abajo varias veces y se sentía libre en aquel espacio descubierto comparado con la buhardilla. Y el techo eran tan amplio y llano que no tenía ningún miedo a caer. Por fin, suspirando de alegría, se arrebujó en aquel improvisado colchón de piel de foca, arregló la almohada y se dispuso a dormir.

«Estoy tan contenta ahora de que no haya llegado la tela metálica! ... ¡Si no, no hubiera descubierto esto!»

En el piso de abajo, en la habitación de la señorita Polly que estaba junto al solario, la propia señorita Polly se apresuraba a ponerse la bata y las zapatillas con una cara pálida y asustada.

Hacía unos minutos que había telefoneado con voz temblorosa a Timothy.

— Por favor, suban rápido usted y su padre. Traigan linternas. Hay alguien en el techo del solario. Debe haber subido por las enredaderas, o quién sabe cómo, y podría entrar en la casa por la ventana del ático. Ya he cerrado la puerta del ático con llave, pero por favor apresúrense.

Algo más tarde, Pollyanna, recién sumergida en un dulce sueño, se sobresaltó ante la luz de la linterna y un trío de sorprendidos gritos. Primero vio a Timothy, arriba de la escalera junto a ella; luego al viejo Tom saltando por la ventana y, tras él, a su tía Polly.

— ¿Qué significa esto, Pollyanna? —gritó entonces tía Polly.

Pollyanna parpadeó con ojos dormidos y se incorporó.

— Pero... ¡Señor Tom!, ¡tía Polly! —exclamó—. ¿Qué hacen tan asustados? No, no es que tenga tuberculosis como John Hartley. Sólo que tenía tantísimo calor allá arriba... Pero he cerrado la ventana para que las moscas no pudieran entrar con su cargamento de gérmenes.

Timothy desapareció escaleras abajo y el viejo Tom con casi igual precipitación le pasó la linterna a la señorita Polly y siguió a su hijo. La señorita Polly se mordió el labio y cuando los hombres desaparecieron del todo dijo con máxima dureza:

— Pollyanna, dame ahora mismo esos sacos y ven aquí. ¡Es de lo más increíble! — exclamó mientras entraba en el ático seguida de Pollyanna.

Para Pollyanna, el aire era casi irrespirable al volver a entrar en la casa, pero no se quejó. Sólo suspiró lánguidamente.

Al final de la escalera, tía Polly le gritó:

— El resto de esta noche, Pollyanna, dormirás conmigo. La tela metálica llegará mañana pero, de momento, considero que es mi obligación mantenerte allí donde pueda verte.

Pollyanna ahogó otro suspiro.

— ¿Con usted? ¿En su cama? ¡Oh, tía Polly, tía Polly! ¡Qué buena que es usted! ¡Siempre he deseado tanto dormir con alguien! Y alguien que es algo tuyo, ¡no como las damas! ¡Ahora sí que me alegro de que no haya llegado la tela metálica! ¿Usted no?

No hubo respuesta. La tía Polly caminaba ante ella. Para ser sinceros, tía Polly se sentía en estos momentos con una curiosa impotencia. Por tercera vez desde la llegada de Pollyanna, tía Polly la había castigado, y por tercera vez tenía que afrontar la reacción de la niña que parecía que recibía premios en vez de castigos.

Capítulo 8

Pollyanna va de visita

La vida en la hacienda de los Harrington iba, poco a poco, organizándose, aunque no con el orden que la señorita Polly hubiera deseado. Pollyanna cosía, leía en voz alta y aprendía a cocinar; sí, esto es verdad. pero no dedicaba a estos menesteres el tiempo que se había planificado al principio. Tenía más tiempo, pues, para «vivir», como ella decía, pues casi todas las tardes las consiguió libres para hacer las cosas que quería hacer. o se sabe muy bien si todo este tiempo libre fue otorgado a Pollyanna para aliviar su trabajo, o para aliviar a tía Polly de Pollyanna.

Desde luego, durante los días de julio que iban pasando, tía Polly encontró muchas veces la ocasión de exclamar ¡«Qué niña más increíble!»; y desde luego, las lecciones diarias de lectura y costura no acababan sin que algo extraordinario pasara, dejando a la pobre tía aturdida y exhausta.

A Nancy, en la cocina, le iba mucho mejor. Ni se aturdía ni se agotaba; lo que es más, miércoles y sábados pasaron a ser casi festivos para ella. No había niños en el vecindario que pudieran jugar con Pollyanna. La propia casa estaba a la salida del pueblo y aunque había otras casas por allí, no había niños de su edad en ellas. Pero no parecía que esto importara mucho a Pollyanna.

— Oh, no, no me importa —le explicaba a Nancy—. Me conformo con poder pasear por estas callecitas y ver las casas y la gente. Adoro a la gente... ¿Usted no, Nancy?

— Yo… yo no creo que me guste todo el mundo… —contestó Nancy con un tono reticente.

Pollyanna esperaba impaciente las tardes soleadas para poder “vagabundear” hacia cualquier lado. Y fue en uno de estos paseos cuando conoció al «Hombre». Ella siempre lo llamaba así, el «Hombre», aunque encontrara una docena más de ellos al día.

El «Hombre» llevaba a menudo un abrigo negro y largo. y un sombrero alto de seda, cosa que los «otros hombres» no llevaban. Su cara estaba siempre bien afeitada y era algo pálida, y su pelo, que se apreciaba bajo el sombrero, era algo canoso. Caminaba erguido y con rapidez, y siempre iba solo, lo que causaba compasión a Pollyanna; quizá por eso se decidió a hablarle:

— ¿Cómo está usted. señor? ¡A que hace un día precioso! —dijo animadamente acercándose a él.

El «Hombre» la miró de reojo y paró inseguro.

— ¿Hablabas conmigo? —dijo con voz cortante.

— Sí. señor —contestó Pollyanna radiante—. Digo que hace un día precioso. ¿No es cierto?

— ¿Eh? ¡Oh! Pss ... —gruñó él, y siguió su camino.

Pollyanna rió. «¡Era un hombre tan divertido!», pensó.

Al día siguiente lo volvió a ver.

— Hoy no hace un día tan bonito como ayer, pero tampoco hace mal día, ¿verdad?

— ¿Eh? ¿Oh? Pss ... —gruñó el «Hombre» otra vez. Y Pollyanna volvió a reír contenta.

Cuando por tercera vez Pollyanna se acercó a él con las mismas intenciones, el «Hombre» paró bruscamente.

— Mira, niña, ¿quién eres tú? y ¿por qué te diriges a mí cada día?

— Soy Pollyanna Whitlier y pensé que se sentía usted algo solitario. Estoy contenta de que se haya parado a hablar conmigo. Ahora que me he presentado... , aunque todavía no sé su nombre, señor.

— Pero por todos los ... — El «Hombre» no acabó la frase, sino que reanudó su camino más rápido que otras veces.

Pollyanna lo miró algo desilusionada.

«Quizá no me entendió, pero sólo me estaba presentando ... y aún no sé su nombre... ». murmuró siguiendo su camino.

Pollyanna iba a llevar jalea de pies de ternera a la señora Snow. La señorita Polly siempre le enviaba algo una vez por semana. Era su obligación, y más cuando la señora Snow era pobre. estaba enferma y era una parroquiana de la iglesia; era la obligación de toda la comunidad ayudarla. La señorita Polly cumplía su obligación habitualmente los jueves por la tarde, no personalmente, claro. Nancy era la encargada. Aquel día Pollyanna había insistido en ir ella, y Nancy le había cedido encantada su puesto, de acuerdo con la autorización de la señorita Polly.

— Me alegra no tener que ir allí —dijo confidencialmente a Pollyanna—, pero me sabe mal que tenga que ir usted, ¡Pobrecilla'

— ¡Pero si me va a encantar, Nancy!

— No, pequeña, ya verá cómo no le va a gustar.

— Pero ¿por qué no?

— Porque a nadie le gusta. Si la gente no sintiera compasión por ella, seguro que no iría nadie; es una mujer intratable y malhumorada. Me compadezco de su hija que tiene que cuidar de ella a todas horas.

— Pero ¿por qué, Nancy?

Nancy levantó los hombros.

— Hablando claro, nada de lo que sucede está bien a los ojos de la señora Snow, nada. Ni siquiera los días de la semana. Si es lunes ella querría que fuera domingo, y si le llevas jalea de ternera, seguro que dirá que lo que quería era pollo, pero si le hubieras llevado pollo diría que lo que quería era cordero.

— ¡Pues vaya mujer tan divertida! —rió Pollyanna— . Creo que me gustará ir a visitarla. Debe de ser muy sorprendente y distinta. ¡Me gusta la gente distinta!

— Pues... ¡desde luego distinta sí que lo es! — terminó diciendo Nancy.

Pollyanna pensaba en todo esto cuando llegó a la entrada de una casita algo destartalada. Estaba bastante decidida ante la idea de conocer a la tan “diferente” señora Snow.

Una chica de cara pálida y cansada abrió la puerta.

— ¿Cómo está usted? — empezó educadamente Pollyanna—. Vengo de parte de la señorita Polly Harrington y me gustaría ver a la señora Snow, por favor.

— Pues será la primera vez que a alguien “le gustaría” verla... —murmuró la chica, pero Pollyanna no la oyó.

La chica la condujo a una puerta situada frente al recibidor.

En la habitación de la enferma, Pollyanna parpadeó hasta acostumbrar a sus ojos a aquella penumbra. Luego descubrió la figura de una mujer medio sentada en la cama y avanzó hacia ella.

— ¿Cómo está usted, señora Snow? Tía Polly desea que se encuentre usted a gusto y le envía un poco de jalea de pies de ternera.

— ¡Pero por Dios! ¿Jalea? — refunfuñó una voz de descontento— . Desde luego, debo aceptarlo, pero esperaba que hoy me traerían caldo de cordero.

Pollyanna la miró sorprendida.

— Creía que era pollo lo que usted quería cuando le traían jalea —dijo.

— ¿Cómo? —dijo cortante la señora.

— No, no, nada — se disculpó Pollyanna...—, y tampoco es que haya mucha diferencia. Sólo que Nancy me dijo que cuando le traían jalea usted decía que hubiera preferido pollo, y lo del cordero era cuando le traían pollo, pero quizá Nancy se equivocó.

La mujer se enderezó hasta sentarse del todo (cosa que raras veces hacía aunque Pollyanna no lo sabía).

— Muy bien, señorita Impertinente, y ¿quién eres tú? — preguntó.

Pollyanna contestó regocijada:

— ¡Pero si no me llamo así, señora Snow! y menos mal que éste no es mi nombre, sería peor que Hipólita. ¿verdad? Soy Pollyanna Whillier, la sobrina de la señorita Polly Harrington, y ahora vivo con ella. Por eso he venido hoy yo con la jalea.

Ante el recuerdo de la jalea, la señora Snow volvió a estirarse en la cama.

— Muy bien, muchas gracias. Tu tía es muy amable, pero no tengo mucho apetito ahora y además estaba deseando cordero... —paró de pronto y cambió rápidamente de tema—. Ayer noche no pude dormir en absoluto, ¡pero nada!

— Oh, pues a mí me hubiera encantado no dormir —suspiró Pollyanna dejando la jalea en la mesita y sentándose cómodamente en una silla—. Se pierde tanto el tiempo cuando se duerme. ¿no cree?

— ¡Perder el tiempo! ¿Durmiendo? —exclamó la enferma.

— ¡Sí! Cuando podríamos estar «viviendo»... es una pena que no podamos «vivir» por las noches.

Una vez más, la enferma se enderezó en la cama.

— ¡Eres una chiquilla extraordinaria! —exclamó—. Mira. ve a la ventana y corre las cortinas. Me gustaría saber qué aspecto tienes.

Pollyanna se levantó riendo algo tímidamente.

— ¡Ay. Señor! Ahora verá mis pecas...

Yo que me alegraba de esta penumbra porque así no las podía ver. Pero ... ¡Oh! Qué feliz que soy de que me quisiera ver... ¡Ahora puedo verla yo a usted! ¡Nadie me dijo que usted fuera tan guapa!

— ¿Guapa, yo? — dijo con amargura la mujer.

— Pues sí. .. ¿No se había dado cuenta?

— Pues no... — dijo cortante la señora Snow. La señora Snow tenía cuarenta años y los últimos quince había estado demasiado ocupada deseando cosas que no tenía como para disfrutar con las que sí tenía.

— Pero si sus ojos son grandes y oscuros, y su pelo también es oscuro y... ¡rizado! Me encantan los rizos negros (ésta es una de las cosas que pienso tener cuando vaya al cielo) y tiene las mejillas rosadas. Pero. señora Snow. ¡y tanto que es usted bonita! Tendría que saberlo cuando se mira en el espejo.

— ¡El espejo' — dijo la señora volviéndose a estirar en la cama—. La verdad es que no uso espejo últimamente, ni tú lo harías si tuvieras que estar todo el día estirada en una cama como yo.

— Pues quizá no..., pero espere un momentito. Déjeme mostrarle — le dijo, mientras cogía un espejo pequeñito de la cómoda—. Verá —dijo estudiando detenidamente a la mujer—. Si no le importa me gustaría arreglarle un poco este pelo antes de dejarla mirarse al espejo. ¿Puedo, por favor?

— En fin. si de veras lo deseas... — le permitió la señora Snow a regañadientes—. Pero esto no aguantará... Ya verás...

— Oh, gracias. ¡Me encanta peinar a la gente! —exclamó Pollyanna encantada. Dejó el espejo y cogió un cepillo—. No haré mucha cosa hoy, claro... Tengo demasiadas ganas de que se vea usted en el espejo como para entretenerme demasiado. Pero cualquier otro día la peinaré a conciencia — gritó contenta.

Durante cinco minutos, Pollyanna trabajó velozmente, con agilidad, retocando un rizo acá, otro allá o removiendo los cojines para mayor comodidad. Mientras tanto, la enferma fruncía el ceño, pero se dejaba hacer y muy a pesar suyo empezaba a sentirse muy excitada ante todo aquel «proceso» .

— ¡Ya está! — dijo Pollyanna, al tiempo que le ponía un clavel de una jarra cercana en el negro pelo para darle el toque final—. ¡Ya está a punto para contemplarse en el espejo! — y se lo pasó con aire triunfal.

— ¡Humm! — refunfuñó la señora mientras se miraba—. Prefiero los claveles rojos a los rosas, pero qué importa, ¡se me caerá casi en seguida!

— ¡Pues debiera alegrarse de que se le deshaga todo! ¡Pues así tendrá la emoción de volver a hacerlo y escoger otro clavel! ¡Me fascinan sus rizos así sueltos', ¿a usted no?

— Psse... quizá. De todas maneras no va a durar mucho este peinado— dijo estirándose otra vez.

— Ya sé que no, pero así podré volverla a peinar y, al menos, seguro que puede alegrarse de que su pelo sea negro. El negro contrasta mucho más con el cojín que un pelo claro como el mío.

— Puede... Pero el negro suele volverse gris demasiado pronto —insistió la señora Snow. Hablaba algo desdeñosa, pero aún aguantaba el espejo entre sus manos.

— ¡Oh!, a mí me encanta el pelo negro. ¡Estaría tan contenta de tenerlo!

La señora Snow se volvió irritada.

— ¡Pues no lo estarías si fueras yo! ¡No te alegrarías de nada si estuvieras en mi lugar! ¡Si tuvieras que estar en cama todo el día como yo!

Pollyanna la miró pensativa.

— Sí.... sería algo difícil hacerlo... — musitó en voz alta.

— ¿Hacer qué?

— Alegrarse por las cosas...

— ¿Alegrarse por algo cuando uno está enfermo en la cama día tras día? Pues claro que es difícil. Si no, dime, si puedes, una sola cosa de la que pudiera alegrarme. ¡A ver si puedes'

Para sorpresa de la señora Snow, Pollyanna aplaudió de contento.

— ¡Oh! ¡Qué bien, qué bien! Éste sí que será uno difícil, ¿verdad? Ahora me tengo que ir, pero le prometo que lo pensaré y quizá cuando vuelva a venir le podré decir un motivo. Y ahora, adiós. Me lo he pasado muy bien con usted. ¡Adiós! — volvió a decir cruzando ya la puerta.

«Pero... Pero nunca... ¿Qué habrá querido decir con esto?», se preguntó intrigadísima la señora Snow. Despacito volvió a coger el espejo mirándose con ojo crítico.

«Esta pequeña tiene traza con el pelo, sí, no puedo negarlo... —murmuró—. Nunca hubiera creído que me pudiera ver tan guapa. Pero ¿para qué? ¿Eh? ,» suspiró soltando el espejo y arrebujándose en la cama.

Algo más tarde, su hija Milly entró. El espejito aún estaba entre las sábanas aunque fuera de la vista.

— ¡Pero madre! ¿Las cortinas corridas? — exclamó Milly muy sorprendida al tiempo que descubría el clavel en el pelo de su madre.

— Bueno ¿y qué? —contestó la mujer—. No tengo por qué estar a oscuras siempre, aunque esté enferma, ¿no te parece?

— Pues claro que no — musitó Milly intentando calmarla—. Sólo que... Sabes muy bien que yo he intentado muchas veces dejar entrar el sol en tu habitación y tú nunca has querido.

No hubo contestación a esto. La señora Snow jugueteaba con el lazo de su camisón, y al fin dijo:

— Creo que alguien debería conseguirme un camisón nuevo, en vez de caldo de cordero, para cambiar un poco, ¿no crees?

— ¡Mamá! —exclamó Milly que no salía de su asombro.

En los cajones había dos camisones nuevos desde hacía tiempo, que Milly había intentado inútilmente hacer poner a su madre y ahora...

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