Pollyanna

Eleanor Hodgman Porter

Capítulos 21 al 24

Capítulo 21

La respuesta a una pregunta

El cielo amenazaba tormenta cuando Pollyanna se apresuraba colina abajo hacia su casa. Nancy le salió al encuentro a medio camino con un paraguas, aunque en aquel momento parecía que las nubes se habían dispersado un poco.

— Creo que va hacia el norte —dijo Nancy estudiando el cielo—. Yo ya me lo pensaba, pero la señorita Polly insistió en que viniera a buscarla. Estaba «preocupada» por usted.

— ¿De verdad? — murmuró Pollyanna distraída.

— Me parece que no ha entendido lo que le acabo de decir —observó—. He dicho que estaba «preocupada» por usted.

— ¡Oh! —suspiró Pollyanna recordando la pregunta que quería formular a su tía en cuanto llegaran—. No pretendía inquietarla.

— Pues a mí me alegra.

— ¿Que le alegra que tía Polly se inquietara? Pero, Nancy, ésta no es la manera de jugar al juego, ¡no debe alegrarse nadie de cosas así! —objetó.

— Ahora no estaba jugando, en absoluto. Lo decía muy en serio, pero me temo que usted no se da cuenta de lo importante que es que se haya preocupado por usted, pequeña.

— Pues preocuparse quiere decir preocuparse y no hay nada de bonito en preocuparse. ¿Qué más puede significar, eh?

Nancy movió la cabeza.

— Le diré lo que significa. Significa que su tía empieza a parecerse a un ser humano, como todos los demás, ¡con sentimientos! y no sólo por cumplir con sus obligaciones.

— Pues sí, Nancy. Tía Polly siempre cumple con sus obligaciones. Es una mujer «muy cumplidora» —dijo repitiendo inconscientemente las palabras de John Pendleton.

— Claro, y siempre lo ha sido. Pero ahora está cambiando desde que usted vino a vivir aquí.

Pollyanna la miró preocupada.

— Esto es lo que quería preguntarle, Nancy — suspiró—. ¿Cree que a tía Polly le gusta tenerme con ella? ¿Cree que le importaría si yo me fuera ... para siempre?

Nancy contempló la expresión absorta de la niña. Había temido esta pregunta muchas veces, y se había preguntado si sería capaz de responderla, sin herir a la niña, sinceramente pero sin crueldad. Pero ahora se alegraba muchísimo de que le hubiera preguntado esto. Estaba segura de que, con la conciencia limpia, podía satisfacer al corazón hambriento de cariño de la pequeña.

— ¿Que si le gusta tenerla con ella? ¿Que si la echaría de menos si usted no estuviera aquí? —exclamó Nancy indignada—. ¡Pero si esto es exactamente lo que pretendía hacerle ver! ¿No me ha enviado a buscarla sólo porque había algunas nubecillas en el cielo? ¿No me hizo bajar todas sus cosas para acomodarla en la habitación que usted deseaba? Pero, señorita Pollyanna, cuando me acuerdo, cómo al principio le disgustaba ... — Nancy reaccionó a tiempo— y mil cosas más que no se pueden contar con los dedos. La manera como se comporta demuestra que la ha ido enterneciendo ... El perro, el gato, el modo de hablarme. ¡oh, cantidad de detalles! —concluyó Nancy con entusiasmo.

El rostro de Pollyanna se iluminó con tal alegría que incluso extrañó a Nancy.

— Oh. Nancy. ¡estoy tan, tan, tan contenta! ¡No puedes comprender lo feliz que me hace saber que tía Polly me quiere!

“Ahora seguro que no la dejaré — pensó Pollyanna cuando subía a su habitación—. Siempre he sabido lo mucho que me gusta vivir con ella. pero creo que nunca había pensado ¡cuánto me gusta saber que ella también me quiere a mí!”

Pollyanna sabía que no sería fácil comunicarle su decisión a John Pendleton. Y temía el momento en que habría de decírselo. Quería mucho al señor Pendlelon y sentía tristeza por él. .. Siempre se le veía tan triste ... Le dolía también la vida solitaria que le había llevado a esta infelicidad, y le dolía que fuera su madre la causa de todo ello. Se imaginaba la enorme casa gris, cuando su amo estuviera del todo recuperado. Las habitaciones silenciosas, papeles otra vez por el suelo, el pupitre desordenado y su corazón herido de soledad. Deseaba que alguien, en alguna parte... y fue entonces cuando de repente saltó sobre sus pies con un grito de alegría como resultado de lo que se le acababa de ocurrir.

Tan pronto como pudo, corrió a visitar al señor Pendleton.

— Bien. Pollyanna, ¿vendrás a jugar al «juego de estar contento" para siempre conmigo? — preguntó el hombre con ternura.

— Pues, señor Pendleton, ya he descubierto cómo podrá usted jugar al juego de la manera más maravillosa, y...

— ¿Contigo? — insistió impaciente John Pendleton.

— No, no, pero ...

— Pollyanna, ¡no me digas que no! —interrumpió con voz emocionada.

— Señor Pendleton. yo... No tengo más remedio que decir que no. Tía Polly ...

— ¿No quiso permitirte que vinieras?

— Yo... no llegué a preguntárselo —contestó Pollyanna sintiéndose muy mal.

— ¡Pollyanna!

La pequeña bajó la vista. No podía soportar la expresión de dolor en los ojos de su amigo.

— Ni siquiera le preguntaste...

— No pude hacerlo, de veras —exclamó Pollyanna—. Averigüé lo que quería saber sin preguntárselo. Tía Polly me quiere y yo... Yo también la quiero a ella —confesó con valentía—. Usted no sabe lo buena que ha sido conmigo, y ahora estoy segura de que empieza a sentirse feliz más de una vez. Y antes nunca lo hacía. Usted lo sabe. ¡Oh, señor Pendleton! ¡No podía dejarla, no podía! ¡No, ahora'

Hubo un largo momento de silencio. Por fin. el hombre dijo:

— No, Pollyanna, ya veo que no. No, ahora no volveré a pedírtelo nunca más —concluyó el hombre en voz muy baja.

— ¡Oh!, pero todavía no sabe lo que he planeado. ¡Es algo con lo que puede ser muy feliz! ¡De verdad!

— No, Pollyanna, no para mí.

— Sí, señor, sí. Usted mismo lo dijo.

Dijo que sólo las manos y el corazón de una mujer o la «presencia de un niño» conseguirían crearle un hogar. Y yo puedo conseguirle la presencia de un niño.

— ¡Como si yo quisiera• a alguien que no fueras tú! —dijo el hombre resentido.

— ¡Pero querrá cuando lo sepa todo! Es usted tan bueno y cariñoso... Acuérdese de los prismas y la joya, y el dinero que ha estado ahorrando para...

— ¡Pollyanna! —gritó el hombre exasperado—. ¡Hemos de terminar con estas tonterías de una vez por todas! He intentado decírtelo mil veces, no hay tal dinero para los pobres. En mi vida les he enviado ni un penique. ¡Y eso es todo!

El hombre alzó la barbilla y esperó ver en Pollyanna una mirada de reproche. Para su sorpresa, Pollyanna le miró con una inesperada alegría.

— ¡Viva! —exclamó con felicidad—. ¡Me alegra tanto! No por los pobres que no recibirán ni un penique, ¡no! Pero me alegra que no prefiera usted a los niños de la India, o sitios así. Seguro que preferirá a Jimmy Bean, ¡seguro! ¡Ahora sé que le acogerá!

— ¿Que acogeré a quién?

— A Jimmy Bean. Él será la «presencia de un niño» que usted necesita, ¿entiende? Y él será feliz de poder hacerlo. Tenía que darle la mala noticia de que ni siquiera mis damas le querían, pero ahora... cuando sepa que puede venir aquí... ¡Se va a alegrar tanto!

— ¿Se alegrará? ¡Pues yo no! — gritó el hombre con decisión—. Pollyanna, esto es una tontería inmensa.

— ¿Quiere decir que no ... no lo quiere aquí?

— Eso mismo quiero decir.

— ¡Pero sería una maravillosa «presencia de niño»! —casi lloraba ahora— Y usted no se sentiría solo con Jimmy por aquí.

— No lo dudo, pero en este caso prefiero la soledad.

En este momento. Pollyanna recordó algo que Nancy le había contado tiempo atrás. Alzó la barbilla retadora.

— Quizá cree que un niño vivo no es mejor que el esqueleto muerto que guarda usted en algún sitio. ¡pero yo creo que sí!

— ¿Esqueleto?

— Sí. Nancy me dijo que tenía uno en algún armario.

— ¿Pero que... ? —de repente, el hombre rompió a reír; y de corazón. Tan a gusto que Pollyanna rompió a llorar de puro nerviosismo. Cuando John Pendleton se dio cuenta calló en seco y su expresión se tornó grave.

— Pollyanna, creo que estás más en lo cierto de lo que tú misma puedas imaginar —dijo amablemente—. Sé, me doy perfecta cuenta, que un niño vivo, de carne y hueso, es muchísimo mejor que el «esqueleto» que tengo guardado por ahí. Sólo que... no siempre deseamos un cambio de este estilo. Pero cuéntame, si quieres, algo más de ese chiquillo.

Y Pollyanna le contó todo.

Quizá la risa había aclarado el ambiente, quizá fue la versión de Pollyanna sobre la «historia» de Jimmy Bean, pero fuera lo que fuera, al señor Pendleton le habían tocado una fibra y enternecido el corazón.

Cuando Pollyanna volvió a casa aquella noche llevaba ya una invitación expresa para que Jimmy Bean fuera con ella el sábado siguiente a visitar al señor Pendleton.

— ¡Me ha hecho tan feliz! —le dijo cuando se iba—. Estoy segura de que le gustará Jimmy y ¡me gustaría tanto que él pudiera encontrar un hogar y una familia! Sí, me gustaría mucho.

Capítulo 22

Sermones y leña

Aquella tarde en que Pollyanna le planteaba el «caso» de Jimmy Bean al señor Pendleton, el reverendo Paul Ford subía la cuesta de la colina, internándose en el bosque, con la esperanza de que aquella belleza otorgada por Dios disipara la tristeza y las inquietudes que invadían su alma.

El reverendo Paul Ford se sentía con el corazón destrozado. Mes tras mes, durante todo el año, el ambiente entre sus parroquianos había ido empeorando; a su alrededor sólo había escándalos, malas caras, celos y envidias.

Había hablado con todos, intentando convencerles, calmarles, pero no había manera. Había rezado y rezado, pero hoy se sentía miserable. Las cosas iban de mal en peor. Dos de sus diáconos se habían peleado por una tontería. Tres de las damas más emprendedoras habían dimitido de su cargo en la Sociedad por no sé qué rumores que llegaban al escándalo. En el coro había líos por el solista que habían elegido. Y de la escuela dominical se habían ido dos de los profesores que eran de los que más apoyaban al pastor. Todo esto era la causa de que el pastor se hubiera refugiado en el bosque para meditar y rezar.

El reverendo pasó revista a todos estos problemas que habían causado la crisis. Todos los esfuerzos de la parroquia parecían venirse abajo. Todavía quedaba alguien con ganas de trabajar, pero pronto sería incluido en rumores y escándalos.

Y, por todo esto, el reverendo se daba cuenta de que todos, él mismo, la iglesia, el pueblo e incluso la cristiandad, estaban sufriendo. Algo tenía que hacerse y en seguida, ¿pero qué?

El reverendo cogió los apuntes de su próximo sermón. Los releyó pensativo en voz alta:

— «Pero quién de vosotros ¡hipócritas escribas y fariseos!, que ni hacéis ni dejáis hacer... »

Era una acusación llena de amargura. La voz sonaba profunda bajo los árboles. Incluso pájaros y ardillas parecían guardar silencio.

El reverendo intentaba imaginarse cómo reaccionaría su gente ante este sermón. ¡Su gente! ¿Era este sermón el adecuado? ¿Era demasiado fuerte? Había rezado y rezado intentando hallar una respuesta...

El reverendo dobló los papeles, los guardó y se cubrió la cara con las manos. Fue entonces cuando Pollyanna le vio en su camino de regreso y corrió hacia él.

— ¡Señor Ford! No se habrá roto una pierna, ¿verdad?

El reverendo la miró y trató de sonreír.

— No, querida, no... Sólo estaba... descansando.

— ¡Oh! Todo va bien, entonces.. El señor Pendleton se había roto una pierna cuando lo encontré aquí y por esto pensaba... Aunque él estaba estirado y usted está sentado.

— Sí, y no me he roto nada. Nada que ningún médico pueda curar.

Lo último lo dijo en voz baja, pero Pollyanna lo oyó. Sus ojos brillaron con simpatía.

— Sé cómo se siente. Papá solía sentirse así muchas veces. Supongo que es cosa de ustedes, los pastores de la iglesia... Tanta gente depende de ustedes. de una manera u otra...

El reverendo Paul Ford la miró con curiosidad.

— ¿Tu padre era un ministro de la Iglesia, Pollyanna?

— Sí, señor. ¿No lo sabía? Creí que todo el mundo lo sabía. Se casó con la hermana de tía Polly, o sea, con mi madre.

— Sí, ya te entiendo. Pero, ¿sabes?, no hace muchos años que estoy aquí y no sé la historia de todas las familias.

— Claro, señor — sonrió Pollyanna.

Permanecieron en silencio bastante tiempo. Parecía como si el reverendo se hubiera olvidado de la presencia de Pollyanna. Ella le miraba sintiendo algo de pena por él.

— Hace... Hace un día bonito. ¿verdad?

— ¿Cómo? Ah, oh, sí, sí que lo hace.

— Y no hace nada de frío para ser octubre —observó Pollyanna.

Esta vez no hubo respuesta, y Pollyanna probó por otro camino.

— ¿Le gusta ser un ministro de la Iglesia?

El reverendo la miró aturdido.

— ¿Qué si me gusta? ¡Vaya pregunta! ¿Por qué quieres saberlo?

— Oh. por nada; sólo que usted me ha hecho pensar en papá. Muchas veces lo vi así, preocupado, como usted, y entonces le solía hacer la misma pregunta, si se alegraba de ser ministro de la Iglesia.

El hombre sonrió tristemente.

— Bueno... ¿Y qué te contestaba?

— Pues que sí, que se alegraba, desde luego. Pero casi siempre añadía, que no sería ni un minuto más ministro, sino fuera por los textos de júbilo que había en la Biblia.

— Los textos ¿de qué?

— De júbilo; así es como los llamaba papá. Claro que la Biblia no los llama así. Pero son todos estos que empiezan: Alegraos con el Señor o Cantemos con alegría y todos esos ... y sabe... hay muchos que empiezan así. Una vez que papá estaba muy deprimido los contó y había ochocientos de ellos.

— ¡Ochocientos!

— Sí, de los que te hablan de júbilo y alegría. Por eso los llamaba «textos de júbilo».

El reverendo había bajado la vista y releía los papeles que había vuelto a desdoblar.

«Y quién de vosotros, hipócritas...»

— Así que tu padre se animaba con los «textos de júbilo» — murmuró.

— ¡Oh, sí! — afirmó Pollyanna con énfasis—. Decía que en seguida se sentía mejor. Decía que si Dios se había tomado el trabajo de decirnos ochocientas veces que nos alegráramos, era porque realmente quería que lo hiciéramos. Y fue a raíz de estos textos como se le ocurrió lo del juego. Yo empecé con lo de las muletas, pero él fue a partir de los textos de júbilo.

— Pero ¿Cuál es ese juego? ¿Puedes decírmelo?

— El de encontrar un motivo de alegría en todo lo que te sucede. Como le dije, todo empezó con las muletas... — y Pollyanna narró al reverendo toda la historia, y esta vez la escuchaba alguien que la comprendía perfectamente.

Algo más tarde, la niña y el reverendo bajaban la colina. Pollyanna estaba radiante de alegría. Le encantaba hablar y el reverendo quería saber ¡tantas cosas! del juego, de su padre...

Al pie de la colina se separaron. En su estudio, el reverendo siguió meditando. Junto a él se amontonaban los apuntes para sus sermones. Bajo sus dedos, un montón de hojas en blanco. Iba a preparar un nuevo sermón, pero su mente aún estaba en aquel pueblecito del oeste donde un párroco pobre, enfermo y casi solo en el mundo, contaba con esperanza cuántos textos de júbilo contenía la Biblia.

Por fin «volvió del oeste» y se decidió a escribir. San Mateo 23, 13— 19 Y 23 escribió... Pero no pudo seguir. Impaciente cogió una revista que su mujer había dejado allí y la hojeó sin fijarse demasiado, hasta que un párrafo le llamó la atención:

«Un padre le dijo una vez a su hijo Tom, tras saber que se había negado a traer leña para su madre: "Tom, estoy seguro de que te encantaría ir a buscar leña para tu madre."' Y sin decir una palabra, el chico fue a buscarla; ¿por qué? Sólo porque su padre le demostró tan claramente lo que esperaba de él. Supongamos que le hubiera dicho: "Tom, me avergüenza lo que le has hecho esta mañana a tu madre. Y ahora ¡vete en seguida por la leña!"; casi seguro que su madre estaría todavía esperándola.»

El párroco siguió leyendo, ahora aquí, ahora allá y encontró este otro:

«Lo que realmente la gente necesita es que se le dé ánimos. En vez de estar siempre echando en cara los errores, habría que resaltar las virtudes. Tratar de sacarlos del mal camino a base de aprovechar su lado bueno, animándolos a que se superen. La influencia de un carácter generoso y optimista puede ser contagioso e incluso revolucionar a un pueblo entero. La gente expresa lo que siente. Si alguien se siente amable y respetuoso, ayudará a sus vecinos a sentirse así. Pero si se pasa el día criticando y renegando de todo, todos acabarán criticando también. Si siempre esperas lo peor, lo consigues, pero si sabes que puedes encontrar algo bueno, también acabarás consiguiéndolo... Dile a tu hijo Tom que sabes que se alegrará de poder ir a buscar leña y ¡mira cómo lo hace!»

El reverendo dejó de leer. Empezó a dar vueltas a la habitación, nervioso. «Señor, ayúdame y lo haré — suspiraba—. Les diré a todos mis «Tom» lo alegres que pueden estar si van a buscar leña. Los animaré a que hagan cosas, a que disfruten tanto haciéndolas que se olviden de las leñeras de los vecinos.»

Tras esto, el sermón que el reverendo Paul Ford dio el siguiente domingo fue una verdadera llamada a lo mejor de cada uno y el texto que escogió fue uno de los ochocientos que Pollyanna le había mencionado.

«Alegrémonos con el Señor, llenémonos de júbilo, cantemos con regocijo al Señor... »

Capítulo 23

Un accidente

Por petición de la señora Snow, Pollyanna fue un día al consultorio del doctor Chilton para averiguar el nombre de una medicina que se le había olvidado a la mujer.

— Nunca había estado en su casa, doctor. Ésta es su casa. ¿verdad?— preguntó mirando a su alrededor.

El doctor sonrió apenado.

— Sí, es algo así, aunque varias habitaciones no te hacen un hogar.

Pollyanna le miró con simpatía.

— Le comprendo muy bien. Se necesitan las manos y el corazón de una mujer o la presencia de un niño para crear un hogar.

— ¿Cómo? — dijo el doctor bruscamente.

— Me lo explicó el señor Pendleton. ¿Por qué no busca las manos y el corazón de una mujer, doctor Chilton? ¿O quizá le gustaría acoger a Jimmy si el señor Pendleton no se decide?

El doctor Chilton sonrió consternado.

— Así que según el doctor Pendleton se necesitan las manos y el corazón de una mujer para crear un hogar — repitió.

— Sí, dice que la suya no es más que una casa. ¿Y usted, doctor?

— ¿Y yo qué? — inquirió nervioso.

— ¿Por qué no consigue las manos y el corazón ... ? ¡Ay! ¡Por cierto! — dijo sonrojándose—. Supongo que debo decírselo... , pero no fue de mi tía Polly de quien el señor Pendleton estuvo enamorado. O sea que al final... no iremos a vivir con él, ¿entiende? Me equivoqué. Espero que usted no lo dijera a nadie.

— No, no se lo dije a nadie, Pollyanna... — dijo con voz extraña.

— Menos mal — suspiró la pequeña—. Solo se lo dije a usted, pero creo que el señor Pendleton actuó de forma extraña cuando le dije que se lo había contado sólo a usted.

— ¿De veras?

— Sí, aunque supongo que no le hubiera gustado que lo supiera mucha gente, y más cuando no era verdad. Pero usted, doctor Chilton, ¿por qué no busca las manos y el corazón de una mujer?

Hubo un momento de silencio. Luego con gravedad, el doctor dijo:

— No siempre se puede conseguir lo que uno quiere, pequeña.

— Pues yo diría que para usted debiera ser fácil — insistió la niña con énfasis.

— Gracias — exclamó el doctor riendo. Pero volviendo a su gravedad continuó—: pero, a veces, por mucho que busques no es suficiente...

— No me diga que usted también deseó un tiempo las manos y el corazón de una mujer, como el señor Pendleton y que...

— Vamos, vamos, pequeña. No te preocupes por eso ahora. No debieras preocuparte tanto por los demás. Más vale que te des prisa en ir a ver a la señora Snow. Ya he escrito el nombre de la medicina y las dosis que debe tomar. ¿Había algo más?

— No, señor, nada más — murmuró la niña mientras se iba. Y desde fuera exclamó—: de todas maneras me alegro de que no fueran las manos y el corazón de mi madre los que usted quiso y no consiguió... ¡Adiós, doctor Chilton!

Fue el último día de octubre cuando ocurrió el accidente. Pollyanna, volviendo del colegio, cruzó la calle a lo que ella creyó una prudente distancia de un automóvil que venía.

Lo que pasó exactamente nadie lo sabe. No había nadie que hubiera visto nada, ni nadie a quién culpar, pero a las cinco y media, Pollyanna era llevada, inconsciente, a su querida habitación. Allí fue desnudada por una tía Polly muy pálida y una Nancy llorosa que la pusieron en la cama, mientras desde el pueblo, el doctor Warren se apresuraba hacia la casa.

— Y no hacía falta mirar la cara de la señorita Polly — iba sollozando Nancy al viejo Tom— , no hacía falta mirarla para darse cuenta de que ya no le importaba ninguna «obligación». Unas manos no tiemblan cuando sólo cumples una obligación, señor Tom.

— ¿Y... está muy mal. .. herida? — preguntó tembloroso el viejecito.

— No nos lo han dicho. Estaba tan pálida y quieta que parecía muerta..., pero la señorita Polly aseguró que no lo estaba.

— ¿No sabe nada, nada de lo que le ha pasado? —inquiría el viejo Tom—. ¿Dónde se ha herido?

— No lo sé, no lo sé. Tiene un corte en su cabecita, pero no parece grave. Tienen miedo de que sea algo interno.

Cuando el doctor se fue, la información no se había ampliado mucho. No había huesos rotos y el corte no era importante. El doctor estaba muy preocupado y dijo que sólo podrían saber algo con el tiempo. La señorita Polly estaba destrozada. La pequeña no había recobrado del todo el conocimiento, pero parecía que al menos descansaba tranquila. Habían contratado a una enfermera que vendría aquella noche.

Hasta la mañana siguiente, Pollyanna no recobró completamente el sentido.

— Pero, tía Polly, ¿Qué está pasando? ¿Qué hago en cama si ya es de día? —e intentó levantarse—. Tía Polly, ¿Qué me pasa? No puedo levantarme — se quejó estirándose de nuevo.

— Pequeña, no intentes levantarte, todavía no —la tranquilizó su tía.

— ¿Pero qué me pasa? ¿Por qué no puedo?

Tía Polly consultó con la mirada a la enfermera y aquélla asintió.

— Dígaselo —dijo.

La señorita Polly aclaró su garganta y consiguió decir:

— Tuviste un accidente, querida, con un automóvil. Pero ahora no te preocupes. Quisiera que descansaras y durmieras un poco más.

— ¿Accidente? Sí... Yo corrí, pero... Caramba, me está ardiendo la frente —dijo Pollyanna, un poco temblorosa.

— Pequeña, no te preocupes y procura descansar.

— Pero, tía Polly, me siento mal, y ¡rara! Mis piernas también están raras, ¡Como si no tuviera!

Tía Polly miró implorante a la enfermera.

— Ahora me toca hablar a mí —empezó animadamente—. Me voy a presentar, pues ya es hora de que nos conozcamos.

Soy la señorita Hunt y he venido para ayudar a tu tía a cuidarte. Y lo primero que te voy a pedir es que te tomes estas pildoritas.

Pollyanna tuvo un momento de rebeldía.

— ¡Si yo no quiero que nadie me cuide! Lo que quiero es levantarme. Tengo que ir al colegio. ¿Podré ir mañana?

Algo parecido a un sollozo provino de donde estaba tía Polly.

— ¿Mañana? — sonrió la enfermera—. Me temo que no te dejaré ir tan pronto, Pollyanna. Pero ahora tómate estas pastillas; por favor, pequeña.

— De acuerdo —contestó dudosa Pollyanna—. Pero pasado mañana tengo exámenes y sí que tendré que ir.

Siguió hablando del colegio, del coche y de cómo le ardía la cabeza, pero pronto las pastillas surtieron efecto y se durmió plácidamente.

Capítulo 24

John Pendleton

Pollyanna no fue al colegio ni «mañana» ni «pasado mañana», Ella, sin embargo, no se dio cuenta; sólo por momentos, cuando por breves instantes recobraba el conocimiento, preguntaba con insistencia. Pero no. Pollyanna no empezó a ser consciente de lo que le pasaba hasta una semana más tarde. Fue entonces cuando la fiebre desapareció, el dolor se hizo más soportable y su mente recobró totalmente la conciencia. Tuvieron que explicarle de nuevo todo lo sucedido.

— Entonces estoy herida, pero no enferma —suspiró—. Bien, pues de veras me alegro.

— ¿Te alegras, pequeña? — preguntó su tía.

— ¡Claro!, prefiero mil veces tener las piernas rotas como el señor Pendleton que quedarme inválida para toda la vida como la señora Snow, ¿entiende? Las piernas rotas se curan, tarde o temprano.

Tía Polly, que no había dicho nada en absoluto sobre piernas rotas, se levantó de repente, caminó hacia el tocador y empezó a juguetear nerviosamente con todos los objetos.

Pollyanna desde su cama contemplaba los reflejos en el techo que venían de uno de los prismas colgados en la ventana.

— Me alegra que no sea el sarampión, ¡sería peor que las pecas! —murmuró contenta—. Y también es mejor que una pulmonía, pues la tuve una vez y fue horroroso. y menos mal que no es nada contagioso, pues entonces no la dejarían estar aquí conmigo.

— Parece que hay muchas cosas que te alegran —comentó tía Polly con desasosiego.

Pollyanna sonrió.

— Sí, hay muchas. Y he estado pensando en ellas mientras contemplaba mi arco iris. Me encantan los arcos iris. ¡Me alegró tanto que el señor Pendleton me regalara estos prismas! Y hay cosas que me hacen feliz que todavía no he dicho... No sé cómo decirlo, pero... en cierta manera me alegra haber tenido el accidente.

— ¡Pollyanna!

La niña volvió a reír con suavidad y miró con ojos brillantes a su tía.

— Verá..., desde el accidente usted me ha llamado «querida» muchas veces y nunca lo había hecho antes. Y a mí me encanta que me digan «querida», sobre todo la gente que te pertenece. ¡Y estoy tan contenta, tía Polly, de que me pertenezca!

Tía Polly no contestó. Puso la mano en la garganta. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se había girado y salió corriendo de la habitación al tiempo que entraba la enfermera.

Fue aquella misma tarde cuando Nancy fue corriendo al encuentro del viejo Tom; sus ojos estaban exaltados.

— Señor Tom, señor Tom, ¿a que no adivina lo que ha sucedido? — preguntaba—. ¡No lo averiguaría en mil años!

— ¡Pues para qué voy a esforzarme! —gruñó el hombre—. Más vale que vayas al grano, Nancy.

— Pues escuche... ¿Quién cree que está ahora mismo en el recibidor con la señora? ¿Quién diría usted qué es?

— ¡Y yo qué sé! —contestó el hombre.

— ¡Pues yo sí! ¡Es John Pendleton!

— ¡No bromees, chica!

— Lo he acompañado yo misma, con muletas y todo. Imagine, señor Tom. ¡Él visitándola a ella!

— Bueno y ¿por qué no? —contestó el viejo algo bruscamente.

— ¡Como si usted no lo supiera mejor que yo! — insinuó Nancy.

— ¿Cómo?

— Oh, ¡no se haga el ingenuo! ¡Usted fue el que empezó a meterme a mí en esta historia!

— ¿Qué quieres decir?

— Mire... Fue usted quien me dijo hace tiempo que la señorita Polly había estado enamorada, ¿verdad? Pues bien. Por cosas que oí, y otras que me contaron, llegó un momento en que creí que su antiguo amor había sido John Pendleton.

— ¡Él!

— Oh sí, ahora ya sé que no fue él. Él quiso a la madre de nuestra peque-ña Pollyanna y por eso quiso... En fin, eso no importa. Pero luego he averi-guado que él y la señorita Polly se enfadaron hace mucho tiempo, y que ella lo ha estado odiando desde que empezaron aquellos estúpidos rumores que unieron sus dos nombres, cuando ella tenía dieciocho o veinte años.

— Sí, lo recuerdo... —asintió el viejo—. Fue tres o cuatro años después de que la señorita Jennie se fuera al oeste. La señorita Polly sabía lo de John Pendleton y sentía pena por él. Por eso intentó ayudarle. Quizá exageró un poco: la señorita Polly no le gustaba en absoluto el reverendo. Pero alguien empezó a murmurar, a insinuar que la señorita Polly iba detrás de John Pendleton.

— ¡Que iba detrás! —exclamó Nancy.

— Sí, eso dijeron, y claro, nadie aguanta una cosa así. Y para colmo, fue por entonces cuando discutió con su verdadero enamorado. Y desde entonces se encerró en sí misma como una ostra.

— Sí, ya lo sé ... Y por eso me ha sorprendido tanto que John Pendlelon apareciera en la puerta, ¡después de tantos años! Pero yo le he hecho pasar; sí, señor.

— ¿Y qué ha dicho ella?

— Oh, al principio nada. Estaba tan quieta que me dio la impresión de que no me había oído. Iba a repetírselo cuando me dijo: «Dígale al señor Pendleton que bajaré en seguida». Y ya no sé qué más ha pasado, pues he corrido para contárselo a usted.

En el recibidor de la hacienda, John Pendleton no tuvo que esperar mucho a que la señorita Polly le atendiera. La señorita Polly le recibió con frialdad.

— He venido para interesarme por... Pollyanna —dijo él algo bruscamente.

— Gracias. Sigue más o menos igual.

— Y... ¿No puede decirme cómo está? —su voz sonó algo más turbada.

Un espasmo de tristeza cruzó el rosto de la señorita Polly.

— ¡Es que no puedo! ¡Ojalá lo supiera!

— ¿Significa que no lo sabe?

— Sí.

— Pero... ¿El doctor...?

— El propio doctor Warren parece perdido. Ha escrito a un especialista de Nueva York para consultarle.

— Pero... ¿Qué tipo de heridas tiene?

— Un corte insignificante en la cabeza, dos o tres rasguños y... algo en la espina dorsal que le ha causado parálisis en las piernas.

El hombre soltó un gemido. Tras un breve silencio preguntó:

— ¿Cómo lo ha tomado Pollyanna?

— No entiende muy bien lo que pasa y... no me veo capaz de decírselo.

— ¡Pero ella debe haberse dado cuenta de... algo!

La señorita Polly contestó consternada:

— Oh, sí. Sabe que no puede moverse, pero cree que tiene las piernas rotas. Dice que prefiere tenerlas rotas como usted, que no quedarse inválida como la señora Snow, porque las primeras se curan y las otras no ... Siempre dice lo mismo y yo… yo creo que no podré... aguantarlo más.

A través de sus ojos llenos de lágrimas, el hombre vio el rostro descompuesto por la emoción de la mujer. A su mente volvieron las palabras de Pollyanna: «Oh, no podría dejar a tía Polly, ahora no». Fue este pensamiento el que le hizo preguntar con amabilidad:

— No sé si usted sabrá, señorita Harrington, cuánto luché por convencer a Pollyanna de que viniera a vivir conmigo.

— ¡Pollyanna con usted!

— Sí, quería adoptarla y hacerla mi heredera.

La señorita Polly se relajó un momento. Pensaba en el brillante futuro que hubiera significado esta adopción para Pollyanna. Y se preguntaba si la niña era suficientemente adulta o suficientemente materialista para sentir tentación ante la oferta del señor Pendleton.

— Yo siento mucho cariño por Pollyanna —continuaba el hombre— o Por ella misma y por lo que su madre representó para mí. Quería darle a Pollyanna todo el amor que llevaba guardado en mí durante veinticinco años.

«¡Amor!» La señorita Polly recordó de repente las razones que la habían llevado, al principio, a acoger a la niña y recordó, al mismo tiempo, lo que Pollyanna le había dicho aquella mañana: «Me encanta que me digan querida, sobre todo la gente que te pertenece.» Y era a esta criatura hambrienta de cariño a quien se le habían ofrecido veinticinco años de amor... Con el corazón encogido, la señorita Polly empezó a temer por un posible futuro sin Pollyanna.

— Y... ¿Qué dijo ella? — preguntó.

El hombre sonrió con tristeza.

— No quiso venir —contestó.

— ¿Por qué?

— No quiso dejarla. Dijo que usted había sido tan buena con ella... Quería quedarse con usted... y dijo que creía que usted también deseaba que ella se quedara.

Dicho esto se levantó y se fue. No volvió a mirar a la señorita Polly, pero tras él una mano temblorosa se posó en su hombro.

— En cuanto llegue el especialista y sepamos algo... definitivo se lo haré saber inmediatamente. Adiós y gracias por venir. Pollyanna se alegrará mucho.

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