La Divina comedia

Dante Alighieri

Infierno - Cantos del 26 al 30

Ulises

Canto XXVI

Invectiva contra Florencia

1. Alégrate, Florencia, pues eres tan grande, que tu nombre vuela por mar y tierra, y es famoso en todo el infierno. Entre los ladrones he encontrado cinco de tus nobles ciudadanos; lo cual me avergüenza, y a ti no te honra mucho. Pero, si es verdad lo que se sueña cerca del amanecer, dentro de poco tiempo conocerás lo que contra ti desean, no ya otros pueblos, sino Prato: y si este mal se hubiese ya cumplido, no sería prematuro. ¡Así viniese hoy lo que ha de suceder, pues tanto más me contristará, cuanto más viejo me vuelva!

Partimos; y por los mismos escalones de las rocas que nos habían servido para bajar, subió mi Guía, tirando de mí. Prosiguiendo la ruta solitaria a través de los picos y rocas del escollo, no era posible mover un pie sin el auxilio de la mano. Entonces me afligí, como me aflijo ahora, cuando pienso en lo que vi; y refreno mi espíritu más de lo que acostumbro, para que no aventure tanto que deje de guiarlo la virtud; porque, si mi buena estrella u otra influencia mejor me ha dado algún ingenio, no quiero yo mismo envidiármelo. Así como en la estación en que aquel que ilumina al mundo nos oculta menos su faz, el campesino que reposa en la colina a la hora en que el mosquito reemplaza a la mosca, ve por el valle las luciérnagas que corren por el sitio donde vendimia y ara, así también vi resplandecer infinitas llamas en la octava fosa, en cuanto estuve en el punto desde donde se distinguía su fondo. Y como aquel a quien los osos ayudaron en su venganza vio partir el carro de Elías, cuando los caballos subían erguidos al cielo, de tal modo que no pudiendo sus ojos seguirle, sólo distinguían una ligera llama elevándose como débil nubecilla, así también noté que se agitaban aquéllas en la abertura de la fosa, encerrando cada una un pecador, pero sin manifestar lo que ocultaban. Yo estaba sobre el puente, tan absorto en la contemplación de aquel espectáculo, que, a no haberme agarrado a un trozo de roca, hubiera caído sin ser empujado. Mi Guía, que me vio tan atento, me dijo:

— Dentro del fuego están los espíritus, cada uno revestido de la llama que le abrasa.

— ¡Oh, Maestro! — respondí; — tus palabras han hecho que me cerciore de lo que veo; pero ya lo había pensado así y quería decírtelo. Mas dime: ¿quién está en aquella llama que se divide en su parte superior, y parece salir de la pira donde fueron puestos Eteocles y su hermano?

Me contestó:

— Allí dentro están torturados Ulises y Diomedes: juntos sufren aquí un mismo castigo, como juntos se entregaron a la ira. En esa llama se llora también el engaño del caballo de madera, que fue la puerta por donde salió la noble estirpe de los romanos. Llórase también el artificio por el que Deidamia, aun después de muerta, se lamenta de Aquiles, y se sufre además el castigo por el robo del Paladion.

— Si es que pueden hablar en medio de las llamas — dije yo —, Maestro, te pido y te suplico, y así mi súplica valga por mil, que me permitas esperar que esa llama dividida llegue hasta aquí: mira cómo, arrastrado por mi deseo, me abalanzo hacia ella.

A lo que me contestó:

Tu súplica es digna de alabanza, y yo la acojo; pero haz que tu lengua se reprima, y déjame a mí hablar; pues comprendo lo que quieres, y quizás ellos, siendo griegos, se desdeñarían de contestarte.

Cuando la llama estuvo cerca de nosotros, y mi Guía juzgó el lugar y el momento favorables, le oí expresarse en estos términos:

— ¡Oh vosotros, que sois dos en un mismo fuego! Si he merecido vuestra gracia durante mi vida, si he merecido de vosotros poco o mucho, cuando escribí mi gran poema en el mundo, no os alejéis; antes bien dígame uno de vosotros dónde fue a morir, llevado de su valor.

La punta más elevada de la antigua llama empezó a oscilar murmurando como la que agita el viento; después, dirigiendo a uno y otro lado su extremidad, empezó a lanzar algunos sonidos, como si fuera una lengua que hablara, y dijo:

— Cuando me separé de Circe, que me tuvo oculto más de un año en Gaeta, antes de que Eneas le diera este nombre, ni las dulzuras paternales, ni la piedad debida a un padre anciano, ni el amor mutuo que debía hacer dichosa a Penélope, pudieron vencer el ardiente deseo que yo tuve de conocer el mundo, los vicios y las virtudes de los humanos, sino que me lancé por el abierto mar sólo con un navío, y con los pocos compañeros que nunca me abandonaron. Vi entrambas costas, por un lado hasta España, por otro hasta Marruecos, y la isla de los Sardos y las demás que baña en torno aquel mar.

Mis compañeros y yo nos habíamos vuelto viejos y pesados cuando llegamos a la estrecha garganta donde plantó Hércules las dos columnas para que ningún hombre pasase más adelante. Dejé a Sevilla a mi derecha, como había dejado ya a Ceuta a mi izquierda. "¡Oh hermanos, dije, que habéis llegado al Occidente a través de cien mil peligros!, ya que tan poco os resta de vida, no os neguéis a conocer el mundo sin habitantes, que se encuentra siguiendo al Sol. Pensad en vuestro origen; vosotros no habéis nacido para vivir como brutos, sino para alcanzar la virtud y la ciencia." Con esta corta arenga infundí en mis compañeros tal deseo de continuar el viaje, que apenas los hubiera podido detener después. Y volviendo la popa hacia el Oriente, de nuestros remos hicimos alas para seguir tan desatentado viaje, inclinándonos siempre hacia la izquierda. La noche veía ya brillar todas las estrellas del otro polo, y estaba el nuestro tan bajo que apenas parecía salir fuera de la superficie de las aguas. Cinco veces se había encendido y otras tantas apagado la luz de la luna desde que entramos en aquel gran mar, cuando apareció una montaña obscurecida por la distancia, la cual me pareció la más alta de cuantas había visto hasta entonces. Nos causó alegría, pero nuestro gozo se trocó bien pronto en llanto; pues de aquella tierra se levantó un torbellino que chocó contra la proa de nuestro buque: tres veces lo hizo girar juntamente con las encrespadas ondas, y a la cuarta levantó la popa y sumergió la proa como plugo al Otro, hasta que el mar volvió a unirse sobre nosotros.

ANÁLISIS: Canto XXVI

RESUMEN

Cuando los Poetas llegan al octavo compartimiento, divisan llamas infinitas, dentro de las cuales se castiga a los malos consejeros. En una llama bipartita están Diomedes y Odiseo. Este último, a petición de Dante, narra su última navegación, en la que perdió la vida junto a sus compañeros.

VOCABULARIO

Aflicción:

COMENTARIO por Franco Nembrini

El camino

Dante e Virgilio de espaldas a las llamas

Canto XXVII

Guido de Montefeltro

1. Habíase quedado derecha e inmóvil la llama para no decir nada más, y ya se iba alejando de nosotros, con permiso del dulce poeta, cuando otra que seguía detrás nos hizo volver la vista hacia su punta, a causa del confuso rumor que salía de ella. Como el toro de Sicilia que, lanzando por primer mugido el llanto del que lo había trabajado con su lima (lo cual fue justo), bramaba con las voces de los torturados en él de tal suerte, que a pesar de estar construido de bronce, parecía realmente traspasado de dolor, así también las palabras lastimeras del espíritu contenido en la llama, no encontrando en toda la extensión de ella ninguna abertura por donde salir, se convertían en el lenguaje del fuego; pero cuando consiguieron llegar a su punta, comunicándole a ésta el movimiento que la lengua les había dado al pasar, oímos decir:

— ¡Oh tú, a quien me dirijo, y que hace poco hablabas en lombardo, diciendo: "Véte ya, no te detengo más!" Aun cuando yo haya llegado tarde, no te pese permanecer hablando conmigo; pues a mí no me pesa, no obstante que estoy ardiendo. Si acabas de caer en este mundo lóbrego desde la dulce tierra latina, donde he cometido todas mis faltas, dime si los romañolos están en paz o en guerra; pues fui de las montañas que se elevan entre Urbino y el yugo de que el Tíber se desata.

Yo escuchaba aún atento e inclinado, cuando mi Guía me tocó, diciendo:

— Habla tú, ese es latino.

Y yo, que tenía la respuesta preparada, empecé a hablarle así sin tardanza:

— ¡Oh alma, que te escondes ahí debajo! Tu Romanía no está ni estuvo nunca sin guerra en el corazón de sus tiranos; pero al venir no he dejado guerra manifiesta: Ravena está como hace muchos años: el águila de Polenta anida allí, y cubre aún a Cervia con sus alas. La tierra que sostuvo tan larga prueba, y contiene sangrientos montones de cadáveres franceses, se encuentra en poder de las garras verdes; y el mastín viejo y el joven de Verrucchio, que tanto daño hicieron a Montagna, siguen ensangrentando sus dientes donde acostumbran. La ciudad del Lamone y la del Santerno están dirigidas por el leoncillo de blanco cubil, que del verano al invierno cambia de partido; y aquella que está bañada por el Savio, vive entre la tiranía y la libertad, así como se asienta entre la llanura y la montaña. Ahora te ruego que me digas quién eres: no seas más duro de lo que lo han sido otros; así pueda tu nombre durar eternamente en el mundo.

Cuando el fuego hubo producido su acostumbrado rumor, movió de una parte a otra su aguda punta, y después habló así:

Si yo creyera que dirijo mi respuesta a una persona que debe volver al mundo, esta llama dejaría de agitarse; pero como ninguno pudo salir jamás de esta profundidad, si es cierto lo que he oído, te responderé sin temor a la infamia. Yo fui hombre de guerra y luego franciscano, creyendo que con este hábito expiaría mis faltas; y mi creencia hubiera tenido ciertamente efecto, si el gran Sacerdote, a quien deseo todo mal, no me hubiese hecho incurrir en mis primeras faltas. Quiero que tú sepas cómo y por qué. Mientras conservé la forma de carne y hueso que mi madre me dio, mis acciones no fueron de león, sino de zorra. Yo conocí toda clase de astucias, todas las asechanzas, y las practiqué tan bien, que su fama resonó hasta en el último confín del mundo. Cuando me vi cercano a la edad en que cada cual debería cargar las velas y recoger las cuerdas, lo que antes me agradaba me disgustó entonces; y arrepentido, confesé mis culpas, retirándome al claustro. Entonces ¡ay, infeliz de mí! pude haberme salvado: pero el príncipe de los nuevos fariseos estaba en guerra cerca de Letrán (y no con los sarracenos ni con los judíos, pues todos sus enemigos eran cristianos, y ninguno de ellos había ido a conquistar a Acre, ni a comerciar en la tierra del Sultán): no tuvo en cuenta su dignidad suprema ni las sagradas órdenes de que estaba investido, ni vio en mí aquel cordón que solía enflaquecer a los que lo llevaban; sino que, así como Constantino llamó a Silvestre en el monte Soracto, para que le curase la lepra, así también me llamó aquél para que le curara su orgullosa fiebre: pidiome consejo, y yo me callé, porque sus palabras me parecieron las de un hombre ebrio. Después añadió: "No abrigue tu corazón temor alguno: te absuelvo de antemano; pero me has de decir cómo podré echar por tierra los muros de Preneste. Yo puedo abrir y cerrar el cielo, como sabes; porque son dos las llaves a que no tuvo mucho apego mi antecesor." Estos graves argumentos me impresionaron, y pensando que sería peor callar que hablar, dije: "Padre, puesto que tú me lavas del pecado en que voy a incurrir, para triunfar en tu alto solio, debes prometer mucho y cumplir poco de lo que prometas."

Cuando ocurrió mi muerte, fue Francisco a buscarme; pero uno de los negros querubines le dijo: "No puedes llevártelo; no me prives de lo que es mío: éste debe bajar a lo profundo entre mis condenados, por haber aconsejado el fraude, desde cuya falta le tengo cogido por los cabellos. No es posible absolver al que no se arrepiente, como tampoco es posible arrepentirse y querer el pecado al mismo tiempo, pues la contradicción no lo consiente."

¡Ay de mí, desdichado! ¡Cómo me aterré cuando me agarró, diciendo:

"¡Acaso no creerías que fuera yo tan lógico!" Me condujo ante Minos, el cual se ciñó ocho veces la cola en derredor de su duro cuerpo, y mordiéndosela con gran rabia, dijo: "Ese debe estar entre los culpables que esconde el fuego." He aquí por qué estoy sepultado donde me ves, y por qué gimo al llevar este vestido.

Cuando hubo acabado de hablar, se alejó la plañidora llama, torciendo y agitando su aguda punta. Mi Guía y yo seguimos adelante, a través del escollo, hasta llegar al otro arco que cubre el foso donde se castiga a los que cargaron su conciencia introduciendo la discordia.

ANÁLISIS: Canto XXVII

RESUMEN

Otro maldito, entra a hablar con Dante. Es Guido de Montefeltro, que pide noticias de su Romaña natal. Cuenta luego que fue condenado por malos consejos que, apoyándose en su anterior absolución, le había dado al Papa Bonifacio VIII.

VOCABULARIO

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COMENTARIO por Franco Nembrini

El camino

Bertram con la cabeza en la mano

Canto XXVIII

Los sembradores de discordia

1. Quién podría jamás, ni aún con palabras sin medida, por más que lo intentase muchas veces, describir toda la sangre y las heridas que vi entonces? No existe ciertamente lengua alguna que pueda expresar, ni entendimiento que retenga, lo que apenas cabe en la imaginación. Si pudiera reunirse toda la gente que derramó su sangre en la infortunada tierra de la Pulla, cuando combatieron los romanos durante aquella prolongada guerra en que se recogió tan gran botín de anillos, como refiere Tito Livio y no se equivoca, con la que sufrió tan rudos golpes por contrastar a Roberto Guiscardo, y con aquella cuyos huesos se recogen aún, tanto en Ceperano, donde cada habitante fue un traidor, como en Tagliacozzo, donde el viejo Allard venció sin armas, y fuera posible que todos los combatientes mencionados enseñaran sus miembros rotos y traspasados, ni aun así tendría una idea del aspecto horrible que presentaba la novena fosa. Una cuba que haya perdido las duelas del fondo no se vacía tanto como un espíritu que vi hendido desde la barba hasta la parte inferior del vientre; sus intestinos le colgaban por las piernas: se veía el corazón en movimiento y el triste saco donde se convierte en excremento todo cuanto se come. Mientras le estaba contemplando atentamente, me miró, y con las manos se abrió el pecho, diciendo:

— Mira cómo me desgarro: mira cuán estropeado está Mahoma. Allí va delante de mí llorando, con la cabeza abierta desde el cráneo hasta la barba, y todos los que aquí ves, vivieron; mas por haber diseminado el escándalo y el cisma en la tierra, están hendidos del mismo modo. En pos de nosotros viene un diablo que nos hiere cruelmente, dando tajos con su afilada espada a cuantos alcanza entre esta multitud de pecadores, luego que hemos dado una vuelta por esta lamentable fosa; porque nuestras heridas se cierran antes de volvernos a encontrar con aquel demonio. Pero tú, que estás husmeando desde lo alto del escollo, quizá para demorar tu marcha hacia el suplicio que te haya sido impuesto por tus culpas, ¿quién eres?

— Ni la muerte le alcanzó aún, ni le traen aquí sus culpas para que sea atormentado—contestó mi Maestro —, sino que ha venido para conocer todos los suplicios. Yo, que estoy muerto, debo guiarle por cada uno de los círculos del profundo Infierno, y esto es tan cierto como que te estoy hablando.

Al oír estas palabras, más de cien condenados se detuvieron en la fosa para contemplarme, haciéndoles olvidar la sorpresa su martirio.

— Pues bien, tú que tal vez dentro de poco volverás a ver el sol, di a fray Dolcino que, si no quiere reunirse conmigo aquí muy pronto, debe proveerse de víveres y no dejarse rodear por la nieve; pues sin el hambre y la nieve, difícil le será al novarés vencerle.

Mahoma me dijo estas palabras después de haber levantado un pie para alejarse; cuando cesó de hablar, lo fijó en el suelo y partió.

Otro, que tenía la garganta atravesada, la nariz cortada hasta las cejas, y una oreja solamente, se quedó mirándome asombrado con los demás espíritus, y abriendo antes que ellos su boca, exteriormente rodeada de sangre por todas partes, dijo:

— ¡Oh, tú a quien no condena culpa alguna, y a quien ya vi allá arriba, en la tierra latina, si es que no me engaña una gran semejanza!, acuérdate de Pedro de Medicina, si logras ver de nuevo la hermosa llanura que declina desde Vercelli a Marcabó; y haz saber a los dos mejores de Fano, a messer Guido y Angiolello, que si la previsión no es aquí vana, serán arrojados fuera de su bajel, y ahogados cerca de la Católica por la traición de un tirano desleal.

Desde la isla de Chipre a la de Mallorca no habrá visto jamás Neptuno una felonía tan grande, llevada a cabo por piratas, ni por corsarios griegos. Aquel traidor, que ve solamente con un ojo, y que gobierna el país que no quisiera haber visto uno que está aquí conmigo, les invitará a parlamentar con él, y después hará de modo que no necesiten conjurar con sus votos y oraciones el viento de Focara.

Yo le dije:

— Si quieres que lleve noticias tuyas allá arriba, muéstrame y declara quién es ése que deplora haber visto aquel país.

Entonces puso su mano sobre la mandíbula de uno de sus compañeros, y le abrió la boca exclamando:

— Héle aquí; pero no habla.

Era aquel que, desterrado de Roma, ahogó la duda en el corazón de César, afirmando que el que está preparado, se perjudica en aplazar la realización de una empresa. ¡Oh! ¡Cuán acorbardado me parecía con su lengua cortada en la garganta aquel Curión, que tan audaz fue para hablar!

Otro, que tenía las manos cortadas, levantando sus muñones al aire sombrío, de tal modo que se inundaba la cara de sangre, gritó:

— Acuérdate también de Mosca, que dijo, ¡desventurado!: "Cosa hecha está concluida." Palabras que fueron el origen de las discordias civiles de los toscanos.

— ¡Y de la muerte de tu raza! — exclamé yo.

Entonces él, acumulando dolor sobre dolor, se alejó como una persona triste y demente.

Continué examinando la banda infernal, y vi cosas que no me atrevería a referir sin otra prueba, si no fuese por la seguridad de mi conciencia; esa buena compañera, que confiada en su pureza, fortifica tanto el corazón del hombre: vi, en efecto, y aun me parece que lo estoy viendo, un cuerpo sin cabeza, andando como los demás que formaban aquella triste grey: asida por los cabellos, y pendiente a guisa de linterna, llevaba en una mano su cabeza cortada, la cual nos miraba exclamando: "¡Ay de mí!" Servíase de sí mismo como de una lámpara, y eran dos en uno y uno en dos: cómo puede ser esto, sólo lo sabe Aquél que nos gobierna. Cuando llegó al pie del puente, levantó en alto su brazo con la cabeza para acercarnos más sus palabras, que fueron éstas:

— Mira mi tormento cruel, tú que, aunque estás vivo, vas contemplando los muertos: ve si puede haber alguno tan grande como éste. Y para que puedas dar noticias mías, sabe que yo soy Bertrán de Born, aquel que dio tan malos consejos al rey joven. Yo armé al padre y al hijo uno contra otro: no hizo más Aquitofel con sus perversas instigaciones a David y Absalón. Por haber dividido a personas tan unidas, llevo ¡ay de mí! mi cabeza separada de su principio, que queda encerrado en este tronco: así se observa conmigo la pena del talión.

ANÁLISIS: Canto XXVIII

RESUMEN

En el noveno compartimento los Poetas encuentran a los sembradores de cismas y escándalos civiles y religiosos. Dante ve a Mahoma, quien le encarga una embajada para el rey hereje Dolcino; Habla también con otros bastardos.

VOCABULARIO

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COMENTARIO por Franco Nembrini

El camino

Lazareto

Canto XXIX

Geri del Bello

1. El espectáculo de aquella multitud de precitos y de sus diversas heridas, de tal modo henchía de lágrimas mis ojos, que hubiera deseado detenerme para llorar. Pero Virgilio me dijo:

— ¿Qué miras ahora? ¿Por qué tu vista se obstina en contemplar ahí abajo esas sombras tristes y mutiladas? Tú no has hecho eso en las otras fosas: si crees poder contar esas almas, piensa que la fosa tiene veintidós millas de circunferencia. La luna está ya debajo de nosotros: el tiempo que se nos ha concedido es muy corto, y aún nos queda por ver más de lo que has visto.

— Si hubieses considerado atentamente — le respondí — la causa que me obligaba a mirar, quizá hubieras permitido que me detuviera aquí un poco.

Mi Guía se alejaba ya, mientras yo iba tras de él contestándole y añadiendo:

— Dentro de aquella cueva donde tenía los ojos tan fijos, creo que había un espíritu de mi familia llorando el delito que se castiga ahí con tan graves penas.

Entonces me contestó el Maestro:

— No se ocupe ya más tu pensamiento en la suerte de ese espíritu; piensa en otra cosa, y quédese él donde está. Le he visto al pie del puente señalarte y amenazarte airadamente con el dedo, y oí que le llamaban Geri del Bello; pero tú estabas tan distraído con el que gobernó a Altaforte, que como no miraste hacia donde él estaba, se marchó.

— ¡Oh, mi Guía! — dije yo — Su violenta muerte, que no ha sido aún vengada por ninguno de nosotros, partícipes de la ofensa, le ha indignado: he aquí por qué, según presumo, se ha ido sin hablarme; y esto es causa de que me inspire más compasión.

Así continuamos hablando hasta el primer punto del peñasco, desde donde se distinguiría la otra fosa hasta el fondo, si hubiera en ella más claridad.

Cuando estuvimos colocados sobre el último recinto de Malebolge, de manera que los transfigurados que contenía pudieran aparecer a nuestra vista, hirieron mis oídos diversos lamentos que cual agudas flechas me traspasaron el corazón; por lo cual tuve que cubrirme las orejas con ambas manos. Si entre los meses de julio y septiembre los hospitales de la Valdichiana y los enfermos de las Marismas y de Cerdeña estuvieran reunidos en una sola fosa, esta acumulación formaría un espectáculo tan doloroso como el que vi en aquella, de la cual se exhalaba la misma pestilencia que la que despiden los miembros gangrenados. Descendimos hacia la izquierda por la última orilla del largo peñasco, y entonces pude distinguir mejor la profundidad de aquel abismo, donde la infalible Justicia, ministro del Altísimo, castiga a los falsarios que apunta en su registro.

No creo que causara mayor tristeza ver enfermo el pueblo entero de Egina, cuando se inficionó tanto el aire, que perecieron todos los animales hasta el miserable gusano, habiendo salido después los habitantes de aquella isla de la raza de las hormigas, según aseguran los poetas, como causaba el ver a los espíritus languidecer en tristes montones por aquel obscuro valle. Cuál yacía tendido sobre el vientre, cuál sobre las espaldas unos de otros; y alguno andaba a rastras por el triste camino.

Íbamos caminando paso a paso sin decir una palabra, mirando y escuchando a los enfermos, que no podían sostener sus cuerpos. Vi dos de ellos sentados y apoyados el uno contra el otro, como se apoyan las tejas para cocerlas, y llenos de pústulas desde la cabeza hasta los pies. Nunca he visto criado alguno, a quien espera su amo o que vela a pesar suyo, tan diligente en remover la almohaza, como lo era cada uno de aquellos condenados para rascarse con frecuencia y calmar así la terrible rabia de su comezón, que no tenía otro remedio. Se arrancaban con las uñas las pústulas, como el cuchillo arranca las escamas del escaro o de otro pescado que las tenga más grandes.

— ¡Oh tú, que con los dedos te desarmas — dijo mi Guía a uno de ellos —, y que los empleas como si fueran tenazas! Dime si hay algún latino entre los que están aquí, y ¡ojalá puedan tus uñas bastarte eternamente para ese trabajo!

— Latinos somos los dos a quienes ves tan deformes — respondió uno de ellos llorando —; pero ¿quién eres tú, que preguntas por nosotros?

Y el Guía repuso:

— Soy un espíritu que he descendido con este ser viviente de grado en grado, y tengo el encargo de enseñarle el Infierno.

Las dos sombras cesaron entonces de prestarse mutuo apoyo, y cada una de ellas se volvió temblando hacia mí, juntamente con otras que lo oyeron, aunque no se dirigía a ellas la contestación. El buen Maestro se me acercó diciendo: "Diles lo que quieras." Y ya que él lo permitía, empecé de este modo:

— Así vuestra memoria no se borre de las mentes humanas en el primer mundo, y antes bien dure por muchos años; decidme quiénes sois y de qué nación: no tengáis reparo en franquearos conmigo, sin que os lo impida vuestro insoportable y vergonzoso suplicio.

— Yo fui de Arezzo — respondió uno —, y Alberto de Siena me condenó a las llamas; pero la causa de mi muerte no es la que me ha traído al Infierno.

Es cierto que le dije chanceándome: "Yo sabría elevarme por el aire volando;" y él, que era curioso y de cortos alcances, quiso que yo le enseñase aquel arte: y tan sólo porque no le convertí en Dédalo, me hizo quemar por mandato de uno que le tenía por hijo; pero Minos, que no puede equivocarse, me condenó a la última de las diez fosas por haberme dedicado a la alquimia en el mundo.

Yo dije al Poeta:

— ¿Hubo jamás un pueblo tan vano como el sienés? Seguramente no lo es tanto, ni con mucho, el pueblo francés.

Entonces el otro leproso, que me oyó, contestó a mis palabras:

— Exceptúa a Stricca, que supo hacer tan moderados gastos; y a Niccolo, que fue el primero que descubrió la rica usanza del clavo de especia, en la ciudad donde hoy es tan común su uso. Exceptúa también la sociedad en que malgastó Caccia de Asciano sus viñas y sus bosques, y en la que Abbagliato demostró hasta donde llegaba su juicio. Mas para que sepas quién es el que de este modo te secunda contra los sieneses, fija en mí tus ojos a fin de que mi rostro corresponda al deseo que tienes de conocerme, y podrás ver que soy la sombra de Capocchio, el que falsificó los metales por medio de la alquimia: y debes recordar, si eres efectivamente el que pienso, que fui por naturaleza un buen imitador.

ANÁLISIS: Canto XXIX

RESUMEN

Al llegar al décimo departamento, los Poetas escuchan los lamentos de los falsificadores, quienes son castigados allí con úlceras fétidas y enfermedades nauseabundas. Primero están los alquimistas, incluidos Griffolino y Capocchio.

VOCABULARIO

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COMENTARIO por Franco Nembrini

El camino

Rosano

Canto XXX

Los falsificadores de persona: Gianni Schicchi, Mirra

1. En aquel tiempo en que Juno, por causa de Semele, estaba irritada contra la sangre tebana, como lo demostró más de una vez, Atamas se volvió tan insensato que, al ver acercarse a su mujer, llevando de la mano a sus dos hijos, exclamó:

"Tendamos las redes de modo que yo coja a su paso la leona con sus cachorros;" y extendiendo después las desapiadadas manos, agarró a uno de ellos, que se llamaba Learco, le hizo dar vueltas en el aire y lo estrelló contra una roca: la madre se ahogó con el hijo restante.

Cuando la fortuna abatió la grandeza de los troyanos, que a todo se atrevían, hasta que el reino fue destruido juntamente con el rey, la triste Hécuba, miserable y cautiva, después de haber visto a Polixena muerta, y el cuerpo de su Polidoro tendido en la orilla del mar quedó con el corazón tan desgarrado, que, fuera de sí, empezó a ladrar como un perro; de tal modo la había trastornado el dolor. Pero ni los tebanos ni los troyanos furiosos demostraron tanta crueldad, no ya en torturar cuerpos humanos, sino ni siquiera animales, como la que vi en dos sombras desnudas y pálidas, que corrían mordiéndose, como el cerdo cuando se escapa de su pocilga. Una de ellas alcanzó a Capocchio, y se le afianzó a la nuca de tal modo, que tirando de él, le hizo arañar con su vientre el duro suelo. El aretino, que quedó temblando, me dijo:

— Ese loco es Gianni Schicchi, que va rabioso maltratando a los demás.

¡Oh! — le dije yo —: no temas decirme quién es la otra sombra que va con él, antes que desaparezca, y ojalá no venga a hincarte los dientes en el cuerpo.

Me contestó:

— Es el alma antigua de la perversa Mirra, que fue amante de su padre contra las leyes del amor honesto: para cometer tal pecado se disfrazó bajo la forma de otra; como aquel que ya se va tuvo empeño en fingirse Buoso Donati, a fin de ganar la "Donna della Torma," testando en su lugar, y dictando las cláusulas del testamento.

Cuando hubieron pasado aquellas dos almas furiosas, sobre las cuales había tenido fija mi vista, me volví para mirar las sombras de los otros mal nacidos.

Vi uno, que pareciera un laúd, si hubiese tenido el cuerpo cortado en el sitio donde el hombre se bifurca. La pesada hidropesía, que, a causa de los humores convertidos en maligna sustancia, hace los miembros tan desproporcionados, que el rostro no corresponde al vientre, le obligaba a tener la boca abierta, pareciéndose al hético que, cuando está sediento, dirige uno de sus labios hacia la barba y otro hacia la nariz.

— ¡Oh vosotros, que no sufrís pena alguna (y no sé por qué) en este mundo miserable! — nos dijo —: mirad y estad atentos al infortunio de maese Adam: yo tuve en abundancia, mientras viví, todo cuanto deseé; y ahora, ¡ay de mí!, sólo deseo una gota de agua.

Los arroyuelos que desde las verdes colinas del Casentino descienden hasta el Arno, trazando frescos y apacibles cauces, continuamente están ante mi vista, y no en vano; pues su imagen me reseca más que el mal que descarna mi rostro. La rígida justicia que me castiga se sirve del mismo lugar donde he pecado para hacerme exhalar más suspiros. Allí está Romena, donde falsifiqué la moneda acuñada con el busto del Bautista, por lo cual dejé en la tierra mi cuerpo quemado. Pero si yo viese aquí el alma criminal de Guido, o la de Alejandro, o la de su hermano, no cambiaría el placer de mirarlos a mi lado ni aun por la fuente Branda. Una de ellas está ya aquí dentro, si es cierto lo que dicen las coléricas sombras de los que giran por estos sitios; pero ¿qué me importa, si tengo encadenados mis miembros? Si a lo menos fuese yo tan ágil que en cien años pudiera andar una pulgada, ya me habría internado por el sendero, buscándola entre esa gente deforme, a pesar de que la fosa tiene once millas de circunferencia y no menos de media milla de diámetro. Por su causa me veo entre estos condenados: ellos me indujeron a acuñar los florines, que bien tenían tres quilates de liga.

A mi vez lo dije:

— ¿Quiénes son esos dos espíritus infelices, que despiden vaho, como en el invierno una mano mojada, y que tan unidas yacen a tu derecha?

— Aquí los encontré — respondióme —, cuando bajé a este abismo; y desde entonces, ni se han movido, ni creo que eternamente se muevan. El uno es la falsa que acusó a José; el otro es el falso Sinón, griego de Troya: por efecto de su ardiente fiebre, lanzan ese vapor fétido.

Uno de ellos, indignado quizá porque se le daba aquel nombre infame, le golpeó con el puño en su endurecido vientre, haciéndoselo resonar como un tambor. Maese Adam le dio a su vez en el rostro con su puño, que no parecía menos duro, diciéndole:

— Aunque me vea privado de moverme a causa de la pesadez de algunos de mis miembros, tengo el brazo suelto para semejante tarea.

A lo que aquél replicó:

— Cuando marchabas hacia la hoguera no lo tenías tan suelto; pero lo tenías mucho más cuando acuñabas moneda.

El hidrópico repuso:

— Eres verídico en eso; mas no lo fuiste tanto cuando en Troya te incitaron a que dijeses la verdad.

— Si allí dije una falsedad, en cambio tú falsificaste el cuño — dijo Sinón —; y si yo estoy aquí por una falta, tú lo estás por muchas más que ninguno otro demonio.

— Acuérdate, perjuro, del caballo — replicó aquel que tenía el vientre

Hinchado —; y sírvate de castigo el que el mundo entero conoce tu delito.

— Sírvate a ti también de castigo la sed que tiene agrietada tu lengua — contestó el Griego —, y el agua podrida que eleva tu vientre como una barrera ante tus ojos.

Entonces el monedero replicó:

— También tu boca se rasga por hablar mal, como acostumbra: si yo tengo sed, y si el humor me hincha, tú tienes fiebre y te duele la cabeza; no te harías mucho de rogar para lamer el espejo de Narciso.

Yo estaba escuchándoles atentamente, cuando me dijo mi Maestro:

— Sigue, sigue contemplándolos aún; que poco me falta para reírme de ti.

Cuando le oí hablarme con ira, me volví hacia él tan abochornado, que aún conservo vivo el recuerdo en mi memoria: y como quien sueña en su desgracia, que aun soñando desea soñar, y anhela ardientemente que sea sueño lo que ya lo es, así estaba yo, sin poder proferir una palabra, por más que quisiera excusarme; y a pesar de que con el silencio me excusaba, no creía hacerlo así.

— Con menos vergüenza habría bastante para borrar una falta mayor que la tuya—me dijo el Maestro —: consuélate; y si acaso vuelve a suceder que te reúnas con gente entregada a semejantes debates, piensa en que estoy siempre a tu lado; porque querer oír eso es querer una bajeza.

ANÁLISIS: Canto XXX

RESUMEN

En el décimo compartimento se castiga a otros tipos de falsificadores. Los falsificadores de monedas, hidropesados, son constantemente atormentados por una sed furiosa; entre ellos se encuentra el maestro Adán de Brescia, quien narra que, por instigación de los condes Guidi, falsificó el florín de Florencia. Los que han hablado falsamente son perseguidos por una fiebre ardiente. La canción termina con un altercado entre el Maestro Adam y el griego Sinon. Virgílio regaña a Dante porque se detiene, escuchando los insultos que intercambian los dos.

VOCABULARIO

Aflicción:

COMENTARIO por Franco Nembrini

El camino

La décima fosa de los falsificadores. El hereje alquimista Capocchio es mordido en el cuello por Gianni Schicchi, un suplantador de identidades. William Bouguereau, 1850.

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