Heidi

Johanna Spyri

Capítulo 20

Ilustración de Jose Lloreba

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El invierno había terminado y mayo había hecho acto de presencia. Habían desaparecido las últimas nieves y los pequeños torrentes de la montaña bajaban caudalosos hasta el valle; las laderas eran verdes de nuevo y aparecían bañadas por la luz clara y tibia del sol; las flores abrían sus pétalos entre la hierba fresca; los alegres jóvenes vientos de la primavera soplaban en las copas de los abetos, llevándose aluviones de agujas muertas para dar paso a las nuevas; arriba, en el cielo azul, el viejo halcón planeaba una vez más, mientras el sol dorado jugueteaba en torno a la cabaña y hacía la tierra cálida, seca y habitable.

Heidi había vuelto a la montaña y correteaba de acá para allá por sus viejos lugares, incapaz de decir cuál de ellos le gustaba más. Escuchaba embelesada el sonido del viento bajando las alturas, cobrando fuerza al acercarse, hasta que llegaba a los abetos y se esparcía por entre sus ramas. Se tumbaba en el suelo y observaba a los escarabajos en la hierba o escuchaba el zumbido tenue de los insectos. Le parecía que todas aquellas criaturas minúsculas cantaban: "¡Estamos en la montaña! ¡Estamos en la montaña!" a coro con su propio corazón. Su labios se partían para aspirar grandes bocanadas de aire fresco y creía que la primavera nunca había sido tan hermosa.

El sonido familiar del martillo y de la sierra llegaba también a sus oídos, y ahora corrió al cobertizo para ver lo que su abuelo estaba haciendo. El viejo había casi terminado ya una silla y estaba ocupado haciendo otra.

— ¡Oh, ya sé para quién son! — gritó alegremente—.

Las vamos a necesitar cuando todos ellos vengan de Frankfurt. Supongo que tendrás que hacer una tercera —añadió recelosa-mente— o... ¿crees tú que no vendrá la señorita Rottenmeier?

— Pues la verdad es que no lo sé — replicó el anciano—. Pero será mejor tener una silla preparada para poder invitarla a sentarse si viene.

Heidi miró pensativamente la alta silla de madera sin brazos y trató de imaginarse a la señorita Rottenmeier sentada en ella.

— No creo que se sentara nunca en una silla como ésta, abuelo — dijo al fin.

— Entonces la invitaremos a sentarse fuera en el mullido sillón del césped — replicó él tranquilamente.

Heidi no estaba segura de cuál sería el extraño mueble a que se refería su abuelo, pero el silbido familiar de Pedro la distrajo y momentos después estaba rodeada de sus viejas amigas las cabras, las cuales la empujaban suavemente con sus hocicos, balando de contento como siempre. Pedro se abrió camino por entre ellas y le tendió una carta.

— Aquí tienes — dijo, sin ninguna explicación.

— ¿Encontraste una carta para mí en los pastos? — preguntó ella sorprendida.

— No.

— ¿De dónde la sacaste, entonces?

— De mi zurrón.

El caso era que el cartero de Dörfli había entregado a Pedro la misiva la noche anterior y Pedro la había puesto en su morral vacío. Por la mañana, el pan y el queso habían ido a parar encima de ella y él la había olvidado cuando pasó aquella mañana por la cabaña a buscar las dos cabras del viejo de los Alpes. Sólo la encontró cuando sacudía el zurrón buscando las últimas migajas a la hora de comer. Heidi miró el sobre cuidadosamente y luego corrió a donde estaba su abuelo.

— ¡Mira! —gritó—. He recibido una carta de Clara. ¿La leo en voz alta?

Él se dispuso inmediatamente a escuchar, y Pedro, que también quería enterarse de su contenido, se apoyó en el quicio de la puerta para estar más cómodo:

Querida Heidi: Ya hemos hecho el equipaje y queremos partir dentro de dos o tres días, en cuanto papá esté dispuesto. Aunque él no viene con nosotros. Tiene que ir a París. El doctor Classen está aquí cada día para metemos prisa; está muy impaciente porque emprendamos el viaje; pasó unos días muy felices contigo y con tu abuelo, y durante el invierno, cuando venía a visitamos, solía hablarme de lo hermosa y pacífica que es la vida donde estáis vosotros. Dice que todo el mundo ha de sentirse bien en ese maravilloso aire de la montaña y que él ciertamente se siente mucho mejor desde entonces. Papá asegura que lo encuentra muy rejuvenecido.

No puedes imaginarte con cuánta ansia espero estar contigo y verlo todo, y conocer a Pedro y a las cabras. Primero tenemos que ir a Ragaz, donde seré sometida a cierto tratamiento, y estaré ahí dentro de unas seis semanas. En los días buenos me llevarán desde Dörfli a la cabaña. La abuela vendrá conmigo y se pondrá muy contenta de verte, pero la señorita Rottenmeier no vendrá. La abuela le dice de vez en cuando; "¿Qué hay de ese viaje a Suiza mi buena Rottenmeier? Si quiere venir con nosotros no debe dudar en decirlo." Pero ella siempre declina muy cortésmente la invitación y dice que no quiere ser una intrusa. Pero la verdadera razón es que cuando Sebastián volvió después de dejarte a ti en Dörfli, dijo cosas terribles sobre las montañas: habló de senderos escabrosos, barrancos y precipicios, rocas colgantes y laderas tan empinadas que cualquiera que pretendiese escalarlas casi se caería de espaldas. ¡Aquellos parajes podrían ser buenos para las cabras, pero no para las personas! Así pues, la señorita Rottenmeier no siente el menor entusiasmo por ir a Suiza. A Tinette también le da miedo. Sólo iremos la abuela y yo, aunque Sebastián nos acompañará hasta Ragaz y desde allí volverá a casa.

¡Tengo unas ganas locas de verte! La abuela te manda recuerdos. Hasta pronto.

Te aprecia tu amiga. Clara.

Cuando Heidi terminó de leer la carta, Pedro se apartó de la pared y empezó a blandir su cayado en el aire con gestos furiosos. Las cabras se asustaron tanto que comenzaron a brincar montaña abajo; Pedro corrió tras ellas con el cayado en alto, como si desafiara a un enemigo invisible. La perspectiva de más visitantes de Frankfurt le había puesto de un humor endiablado.

Heidi, por el contrario, estaba rebosante de alegría y ansiaba que llegara el día siguiente para bajar y decírselo a la abuela. La anciana seguramente se interesaría por las personas que iban a venir y, lo más importante, por las que no vendrían, pues conocía de oídas a todos los miembros de la mansión Sesemann.

Ahora que el tiempo era tan bueno, Heidi podía bajar sola, y a primera hora de la tarde siguiente se puso en camino. Era delicioso poder correr montaña abajo a la luz del sol, con el viento a la espalda, y en nada de tiempo estuvo allí. La abuela había vuelto a su rincón de costumbre y estaba hilando, mas parecía triste y preocupada. Pedro había llegado de muy mal talante la noche anterior y había dicho que vendrían muchas personas de Frankfurt a visitar a Heidi; después de esto, cualquiera sabía lo que podía ocurrir. La abuela se pasó la noche en vela y muy trastornada por aquella circunstancia. Heidi se dirigió en el acto hacia el pequeño taburete que estaba siempre dispuesto para ella y empezó a contarle las grandes noticias, excitándose más y más a medida que hablaba. De repente se detuvo en mitad de una frase y preguntó:

— ¿Qué pasa, abuela? ¿Es que no estás contenta?

— Sí, sí — repuso la abuela, tratando de sonreír—. Me alegro por ti, porque ello te hace tan feliz.

— Pero algo te preocupa —insistió Heidi—. ¿Acaso temes que venga la señorita Rottenmeier después de todo? — y ella misma empezó a sentirse preocupada ante esta posibilidad.

— No, no es nada; dame la mano para que sepa que estás aquí — dijo la anciana—. Estoy segura de que será mejor para ti, aunque yo no viva para verlo.

— No quiero lo mejor para mí si tú no has de vivir para verlo — declaró Heidi.

Esto convenció a la abuela de que los amigos de Frankfurt venían realmente para llevarse a Heidi. No cabía duda de que deseaban volver a tenerla con ellos, ahora que estaba otra vez bien de salud. Esto era lo que la inquietaba, pero hubiera querido que Heidi no se diese cuenta. La niña tenía un corazón tan bondadoso que podía renunciar a irse, y eso no estaría bien. Para cambiar de conversación, la abuela dijo:

— Yo no sé lo que me haría nuevamente feliz. Por favor, léeme aquel himno que empieza "Aunque la tempestad oculte el cielo".

Heidi en seguida encontró el que la abuela deseaba, y leyó en voz alta:

Aunque la tempestad oculte el cielo

tu padre celestial te da consuelo.

El da a tu corazón paz duradera

para borrar la angustia de tu alma

y todo es bendición y todo es calma

y en ti florecerá la primavera.

— Necesito que me recuerden eso... —dijo la abuela, desapareciendo de su rostro toda huella de preocupación.

Anochecía cuando Heidi volvía a casa y las estrellas mostraban sus guiños una a una cuando ella alcanzaba la cabaña, saludándola desde el cielo. La niña se detenía de vez en cuando para contemplarlas, sintiendo una profunda paz interior, y en sus labios floreció una plegaria. Encontró a su abuelo mirando también las estrellas que poco a poco iban llenando el firmamento.

Durante todo aquel mes, el sol brilló desde un cielo totalmente desprovisto de nubes, y el viejo de los Alpes estrenaba cada mañana una expresión admirativa.

— ¡Este sí que es un año de sol! — decía—. La hierba y las flores crecerán tan aprisa y los pastos serán tan ricos que Pedro deberá cuidar de su ejército o se le morirá de un reventón.

Pedro, cada vez que le oía decir esto, movía el cayado como dando a entender: "Yo me ocuparé de que eso no ocurra."

Así transcurrió mayo y llegó junio, con sus días más largos, y el sol más caluroso, haciendo que las flores cubrieran la montaña y endulzaran el aire con su suave aroma. Una mañana, hacia finales de mes, Heidi salió de la cabaña tras haber realizado sus pequeñas tareas domésticas. Intentaba trepar por detrás de los abetos para ver un gran ramillete de centaura que estaba en plena floración y que parecía muy bello con el sol brillando a través de sus pétalos. Apenas había alcanzado la esquina de la cabaña cuando lanzó un grito tan fuerte que su abuelo salió del cobertizo para ver lo que ocurría.

— ¡Abuelo, abuelo, ven y verás! —gritaba, terriblemente excitada.

Cuando el anciano miró en la dirección que ella indicaba, vio toda una procesión que avanzaba montaña arriba. Primero venían dos hombres transportando una silla sujeta a dos palos en la que se sentaba una muchacha cuidadosamente envuelta en una manta de viaje; una dama de porte majestuoso cabalgaba tras ellos, mirando en torno suyo con interés y charlando con un joven que sujetaba la brida; luego seguían dos hombres más, uno de ellos empujando una silla de ruedas vacía y el otro cargado con un bulto voluminoso en una cesta a sus espaldas.

— ¡Han venido!—chillaba Heidi, saltando de alegría— ¡Han venido!

Se trataba, en efecto, de los tan esperados viajeros de Frankfurt. Cuando llegaron cerca de la cabaña, los dos hombres que abrían la marcha dejaron su carga en el suelo y Heidi corrió por la hierba para abrazar a Clara y darle la bienvenida. La señora Sesemann desmontó también y Heidi corrió a saludarla con igual afecto. La anciana dama se volvió entonces al viejo de los Alpes que avanzaba con la mano extendida. Habían oído hablar tanto el uno del otro que se saludaron como viejos amigos y sin ningún tipo de formalidad.

— ¡Querido viejo de los Alpes, qué estupendo lugar para vivir! —exclamó la señora Sesemann—. No puedo imaginar nada más hermoso. Hasta un rey le envidiaría. Y mi querida amiguita Heidi tiene todo el aspecto de una rosa de junio. — Atrajo a la chiquilla y acarició cariñosamente sus frescas mejillas—. Es todo tan bonito que no sé hacia dónde mirar primero. ¿Qué dices tú, Clara?

Clara no había visto ni soñado jamás algo parecido.

— ¡Celestial, sencillamente celestial! — suspiró— ¡Oh, abuela me gustaría poder quedarme aquí para siempre!

El viejo de los Alpes trajo la silla de ruedas y puso en ella algunas mantas. Luego se dirigió a Clara y dijo:

— ¿Quieres que te lleve a tu silla de costumbre? Allí estarás más cómoda; ésta debe resultar un poco dura.

Sin añadir nada más, levantó a la niña en sus poderosos brazos y la depositó suavemente en la silla de ruedas. Luego le envolvió las piernas en las mantas tan tiernamente como si se hubiera pasado la vida cuidando inválidos. La señora Sesemann le observaba con asombro.

— Querido señor — dijo—, si supiera dónde aprendió usted a cuidar así a los enfermos, mandaría allí a todas las enfermeras que conozco. ¿Quién le enseñó?

— La experiencia, no el estudio ni el aprendizaje — respondió el anciano.

Una sombra cruzó su rostro; sus pensamientos habían volado a través del tiempo a su época de soldado, cuando sacó a su capitán del campo de batalla tan malherido que tuvo que pasar el resto de sus días en un sillón, incapaz de moverse. Nadie se le podía acercar, excepto el viejo de los Alpes y éste le cuidó hasta que murió. Había tomado a Clara en sus brazos de manera natural, como solía hacer con aquel otro ser que sufría, y comprendía, sin que tuvieran que decírselo, los pequeños cuidados que necesitaba para estar más cómoda.

Clara no podía apartar los ojos de la escena que se extendía ante ella: los abetos, las montañas con sus escarpados riscos grises reluciendo bajo el sol...

— ¡Oh, Heidi — gritó—, si pudiera correr contigo y mirar de cerca todas esas cosas que conozco tan bien por lo que tú me has hablado!

Heidi se situó tras la silla de ruedas y, empujando con todas sus fuerzas, consiguió llevarla hasta los abetos. Clara no había visto jamás nada parecido a aquellos viejos árboles con sus troncos rectos y largas ramas abarquillándose casi hasta el suelo. Ni siquiera la abuela, que las había seguido, había visto nunca tales árboles. Los contempló con admiración, pensando en el tiempo que llevaban mirando hacia lo hondo del valle, mientras una generación tras otra iba y venía, nacía y moría, y ellos permane-cían firmes, de pie, extendiéndose eternamente hacia el cielo.

Heidi condujo a Clara hasta el corral y abrió la puerta de par en par para que pudiese ver bien el interior, aunque a pesar de que las cabras no estaban allí, no había nada de particular que ver.

— Oh, abuela —dijo Clara, pesarosa, me gustaría poder quedarme aquí hasta que volvieran "Margarita" y "Morena" con Pedro y el resto de las cabras.

— Disfrutemos de las cosas maravillosas que podemos ver, querida, y no pensemos en las que no están al alcance de nuestros ojos — dijo la señora Sesemann, que seguía la trayectoria de la silla de ruedas.

— Mira esos hermosos ramilletes de flores rojas y todas esas campanillas —exclamó Clara—. Me gustaría poder coger unas cuantas.

Aquello fue suficiente para Heidi, quien acto seguido salió corriendo y volvió con un hermoso ramo que depositó en la falda de Clara.

— Pues espera a ver las flores en los pastos —dijo—. Allí los prados están enteramente cubiertos de ellas. Hay centauras y muchas más campanillas que aquí, y miles de rosas. También hay unas cosas con hojas muy grandes que el abuelo llama "ojos alegres", y pequeñas flores oscuras de cabeza redonda que huelen deliciosamente. Yo me estaría allí horas enteras. ¡Es tan bonito...!

Los ojos de Heidi bailoteaban en su intento de hacer que Clara viese todo aquello, y Clara se contagió pronto de su excitación.

— ¿Crees que alguna vez podré llegar tan arriba, abuela? — preguntó ansiosamente—. Si al menos pudiera acompañarte y corretear contigo, Heidi...

— Yo te llevaré — prometió Heidi—. Estoy segura de que puedo porque esta silla anda como si nada.

Y para demostrarlo la empujó hasta alcanzar tal rapidez que se hubieran precipitado por el borde si el viejo de los Alpes no la hubiera sujetado en el momento crítico.

Durante la inspección, el anciano había ido sacando la mesa y las sillas, disponiéndolo todo para el almuerzo. La leche y el queso se calentaban en la estufa, y poco después los comensales tomaban asiento. La señora Sesemann estaba encantada con aquel típico "comedor" desde donde se veía •todo el valle y a lo lejos las montañas con su cielo azul. Una brisa tenue comenzó a soplar mientras se sentaban y su susurro entre los árboles se tornó en agradable música.

— Nunca había disfrutado de nada parecido —declaró la abuela—. Esto es sublime, pero... ¿Qué veo? ¿Otra tostada más de queso para Clara?

— Está muy bueno, abuela —dijo Clara, tomando otro bocado con evidente fruición—. Mucho mejor que todo lo que me daban en Ragaz.

— Sigue así, hijita —intervino el viejo de los Alpes—. Es el aire de la montaña, que suple las deficiencias culinarias.

La señora Sesemann y el viejo de los Alpes habían simpatizado inmediatamente por tener muchas ideas en común. Diríase que eran amigos desde hacía muchos años. El tiempo transcurría rápidamente, y al fin, la abuela, miró hacia poniente y dijo:

— Tendremos que irnos pronto, Clara. Se está poniendo el sol y los hombres no tardarán en volver con el caballo y tu silla.

El rostro de Clara se ensombreció.

— ¿No podemos quedarnos una o dos horas más? —imploró— Aún no he visto el interior de la cabaña ni la cama de Heidi. ¡Me gustaría que este día tuviera diez horas más!

— Me temo que no sea posible — dijo su abuela.

Pero también ella quería ver la cabaña por dentro, de modo que se levantaron y el viejo de los Alpes empujó la silla de Clara hacia el interior. La silla era demasiado ancha para pasar por la puerta, por lo que el anciano tomó a la niña en sus brazos. La señora Sesemann lo miraba todo con interés y se sintió encantada ante el orden y el aseo que reinaba por doquier.

— ¿Es ahí arriba donde está tu cama, Heidi? —preguntó, empezando a subir la escalera sin más preámbulos—. Oh, huele muy bien... Si, un bonito sitio para dormir.

Miró por el agujero en la pared que era la ventana de Heidi. Entonces, el viejo de los Alpes subió la escalera con Clara en brazos y Heidi les siguió, reuniéndose todos en torno a la cama para admirarla.

— ¡Qué lugar tan estupendo para dormir, Heidi! — gritó Clara con deleite — Es increíble eso de estar acostada y poder ver el cielo y oír los abetos, y respirar este aroma. Nunca imaginé un lecho tan celestial.

El viejo de los Alpes miró a la señora Sesemann.

— He estado pensando algo a lo que espero que usted no se oponga — dijo—. ¿Qué le parece si dejara aquí a la niña durante algún tiempo? Estoy seguro de que se pondría más fuerte. Trajo usted consigo tantas mantas y felpudos que se le podría hacer fácilmente un lecho cómodo, y yo le prometo cuidarla y prestarle toda la atención que ella necesita. Por eso no se preocupe.

Los ojos de Clara se iluminaron de gozo ante estas palabras y la abuela dirigió al viejo de los Alpes una radiante sonrisa.

— Es usted una gran persona, señor — declaró—. Parece como si me hubiera estado leyendo el pensamiento. También yo pensaba en el mucho bien que le haría a Clara una estancia aquí, pero temía que fuera pedirle demasiado. Luego me sale usted con una oferta que soluciona todo el problema, y lo hace como si fuera la cosa más fácil del mundo. No sé cómo agradecérselo.

Le tomó una mano y se la oprimió calurosamente.

El viejo de los Alpes puso en seguida manos a la obra. Primero volvió a llevar a Clara a su silla fuera de la cabaña, mientras Heidi brincaba en torno a ellos para demostrar su alegría, y luego tomó un brazado de mantas y felpudos, diciendo:

— ¡Qué suerte que vinieran ustedes equipadas para una campaña invernal! Haremos buen uso de todo esto.

— La previsión es una virtud y evita más de un infortunio —replicó alegremente la señora Sesemann—. Hubiera sido una estupidez no prepararse contra las tormentas en un viaje a las montañas. Hemos sido lo bastante afortunados como para escapar de ellas, pero ya ve que mis previsiones están siendo útiles.

Mientras hablaban, subieron nuevamente al henil y empezaron a preparar la cama de Clara, apilando una cosa encima de otra hasta que el amontonamiento comenzó a tener caracteres de fortaleza.

— Sólo faltan unos puñados de heno aquí debajo — indicó la abuela, a medida que remetía los bordes y palpaba la superficie para asegurarse de que estaba blanda y lisa.

Luego descendió, satisfecha, y fue junto a las niñas quienes discu-tían afanosamente sobre cómo pasarían su precioso tiempo juntas.

— ¿Hasta cuándo podré quedarme? — preguntó Clara tan pronto reapareció su abuela.

— Eso tendremos que preguntárselo al abuelo de Heidi — fue la réplica.

Mas como él llegaba en aquel momento les dijo gravemente que, en su opinión, dentro de unas cuatro semanas podrían juzgar si el aire de la montaña era realmente beneficioso para Clara. Al oír esto, las niñas comenzaron a aplaudir pues ellas no habían esperado ni la mitad de este tiempo.

Los hombres con la silla de Clara fueron despedidos y la señora Sesemann se dispuso a partir.

— No te digo adiós, abuela —sonrió Clara—, porque vendrás más de una vez para ver como estamos. Nos gustaría que viniera, ¿verdad, Heidi?

Pero la respuesta de Heidi fue saltar de un lado para otro y batir palmas.

La señora Sesemann montó en su caballo y el viejo de los Alpes tomó la brida para guiar al caballo y a la amazona pendiente abajo. Ella le pidió que no se molestara, pero el viejo de los Alpes reveló su intención de verla llegar sana y salva a Dörfli, porque el empinado sendero podía ser peligroso para cualquier persona a caballo. La señora Sesemann no quería permanecer sola en una aldehuela como Dörfli, sino que había decidido volver a Ragaz y hacer desde allí algún viaje ocasional a las montañas.

Pedro llegó con las cabras antes de que regresara el viejo de los Alpes y Heidi y Clara se vieron inmediatamente rodeadas por los animales. Heidi fue llamando a las cabras una a una por su nombre para que Clara pudiese conocerlas finalmente, y ésta vio a "Copo de Nieve", a "Jilguera", a "Margarita" y "Morena" y a todas las otras; las vio por sus propios ojos, como tanto había anhelado, sin olvidar a la grandota "Turca". Pedro permanecía un poco apartado, mirando de reojo a la recién venida y sin corresponder a sus amistosos saludos.

Tal vez el momento más hermoso de aquel excitante día fue cuando Clara y Heidi se acostaron en el pajar-desván, y la primera se vio a sí misma contemplando el cielo.

— Oh, Heidi, me siento como si fuéramos transportadas directamente al cielo en un coche descubierto.

— ¿Por qué te crees tú que las estrellas rutilan tan brillantemente y nos hacen guiños? —preguntó Heidi.

— No lo sé — repuso Clara—. Dímelo tú.

— Pues porque están en el cielo y saben que Dios cuida de los que estamos aquí, en la tierra, para que nunca temamos nada, ya que al fin todo se ha de resolver favorablemente. Por eso nos hacen guiños y gestos de asentimiento. Vamos a rezar por nosotras.

Se sentaron las dos en sus lechos y rezaron sus oraciones, después de lo cual Heidi apoyó la cabeza en el brazo y se quedó dormida casi en el acto. Pero Clara permaneció mirando el cielo durante mucho rato, incapaz de cerrar los ojos ante aquellas estrellas maravillosas cuya existencia apenas conocía, pues nunca acostumbraba a salir de noche, y en su casa las cortinas eran corrida herméticamente antes de que ellas aparecieran en el cielo. Incluso cuando el sueño comenzó a pesar en sus párpados seguía con los ojos abiertos para asegurarse de que dos estrellas particularmente brillantes seguían haciéndole guiños, como había dicho Heidi. 

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