Graciosa y Percinet

Madame D´Aulnoy

Erase una vez un rey y una reina que tenían una hija adorable. Era tan hermosa y lista que la llamaban Graciosa y la reina la quería tanto que no podía pensar en nada más que en ella.

Cada día le regalaba a la princesa un vestido nuevo con brocado de oro o de satín o terciopelo, y cuando tenía hambre le daban tazones llenos de ciruelas y al menos veinte frascos de mermelada. Todos decían que era la princesa más feliz del mundo. En esta misma corte vivía una duquesa muy rica que se llamaba Grumbly. Daba más miedo de lo que se puede expresar con palabras; su cabello era rojo como el fuego y sólo tenía un ojo (que por cierto, no era muy bonito que digamos). Su cara era ancha como la luna llena y su boca era tan grande que todos los que la conocían tenían miedo de que fuera a devorarlos, aunque no tenía dientes. Como tenía un carácter tan feo como ella, no soportaba a nadie que dijera lo bonita y encantadora que era Graciosa; por lo que al poco tiempo se fue a su propio castillo, que no estaba lejos de ahí.

Y si alguien iba a verla y mencionaba a la encantadora princesa, Grumbly gritaba:

—¡No es verdad que sea adorable! En mi dedo meñique hay más belleza que en todo su cuerpo.

Poco después la reina cayó enferma y murió, para gran pena de la princesa. El rey se volvió tan melancólico que por todo un año se encerró en su palacio. Sus médicos, temiendo que él también enfermara, le recomendaron que debía salir a divertirse, por lo que hicieron los preparativos para ir de cacería.

Sin embargo, como hacía mucho calor, el rey se cansó pronto y dijo que desmontaría y se metería a descansar en un castillo por el que estaban pasando en ese momento.

Era el castillo de la duquesa Grumbly, quien apenas supo que el rey venía en camino, salió a su encuentro y le dijo que el sótano era el lugar más fresco del castillo si es que no le molestaba bajar hasta él. Así que descendieron al sótano y el rey vio que había cerca de doscientas botellas de vino alineadas en las paredes y le preguntó a la duquesa si tantas botellas eran sólo para ella.

—Así es, señor, este vino es para mí nada más, pero con mucho gusto podría darle a probar del que más le guste: St. Julien, champaña, monasterio, uva criolla o cidra.

—Ya que eres tan amable en preguntarme, te diré que lo que más me gusta es la champaña.

Entonces la duquesa Grumbly tomó un pequeño martillo con el que golpeó suavemente la botella un par de veces, y de ella brotaron al menos unas mil coronas.

—¿Qué es esto? —dijo la duquesa sonriendo.

Luego hizo lo mismo con la siguiente botella y de ella brotaron cientos de monedas de oro.

—No entiendo qué pasa —dijo la duquesa sonriendo más todavía.

Luego fue por una tercera botella y lo mismo: tap, tap, tap, y de la botella brotaron tantos diamantes y perlas que el suelo se cubrió de ellos.

—¡Vaya! No entiendo nada de lo que pasa, señor mío.

Alguien debió robarse mi vino y dejar toda esta basura en su lugar. —¿Le parece basura, Madame Grumbly? ¿Basura? Aquí hay suficientes recursos para comprar diez reinos.

—Bien —dijo ella—. Su Majestad debe saber que todas esas botellas están llenas de oro y joyas, y si se quiere casar conmigo serán suyas.

Y como el rey amaba el dinero más que a nada en el mundo exclamó muy contento:

—¿Casarme contigo? ¡Claro que sí! Con todo el corazón.

Mañana mismo nos casamos.

—Pero con una condición. Yo tendré total autoridad y control sobre tu hija y podré hacer lo que quiera con ella.

—Claro que sí, se harán las cosas a tu manera; es un trato, dame la mano.

Así que estrecharon las manos y salieron del sótano. La duquesa cerró la puerta con llave y se la dio al rey.

Cuando regresó a su propio palacio, Graciosa salió a recibirlo y le preguntó si había tenido una buena cacería.

—Atrapé una paloma —le dijo el rey.

—Dámela a mí, papá, y la querré y la cuidaré.

—No puedo; para decirlo claramente: conocí a la duquesa Grumbly y le he prometido que me casaría con ella.

—¡Y ella te parece una paloma! —exclamó la princesa—. Yo diría que es más bien una lechuza.

—¡Cuida lo que dices! —le dijo el rey muy enojado—. Quiero que te portes muy bien con ella. Así que vete a arreglar porque te voy a llevar a visitarla.

Y la princesa se fue a su cuarto con mucho pesar. Su dama de compañía, al ver que lloraba, le preguntó qué la aquejaba.

—¿Quién no estaría igual que yo en mi lugar? El rey se va a casar de nuevo y ha escogido como su prometida a mi enemiga, la horrible duquesa Grumbly.

—Recuerda que tú eres una princesa y se espera de ti que pongas el ejemplo de hacer lo mejor en cualquier situación que se presente. Debes prometerme no mostrarle a la duquesa cuánto te molesta.

Al principio la princesa no prometió nada, pero su dama de compañía le dio tantas buenas razones para hacerlo que al final aceptó ser amable con su madrastra.

La dama le puso un vestido verde seco y brocado de oro y le cepilló el cabello hasta que se extendió a sus espaldas como un manto dorado y le puso una corona de rosas y jazmín con hojas de esmeralda.

Cuando terminó de arreglarse, nadie podía verse más bella que la princesa. Sin embargo, no podía evitar verse triste.

Mientras tanto, la duquesa Grumbly también se ocupaba de arreglarse. Había mandado a que aumentaran el tacón de uno de sus zapatos para que no cojeara tanto y se había puesto un ojo de vidrio en el hueco del que había perdido. Tiñó de negro sus cabellos rojos y se maquilló la cara. Luego se puso una hermosa blusa lila de satín con vivos azules y una falda amarilla ribeteada con listones violetas, y como había escuchado que las reinas siempre cabalgaban en sus nuevos dominios, mandó traer un caballo listo para que ella lo montara.

Mientras Graciosa esperaba a que el rey estuviera listo, dio un breve paseo sola por el jardín y llegó a un pequeño bosque, donde se sentó sobre un banco cubierto de musgo y comenzó a reflexionar en su situación. Y como sus pensamientos eran muy dolorosos, no tardó mucho en llorar. Ya hasta se le había olvidado volver al palacio cuando de pronto vio a un apuesto paje de pie frente a ella. Estaba vestido de verde y el sombrero que llevaba entre las manos estaba adornado con plumas blancas. Cuando Graciosa lo miró, él puso una rodilla en el suelo y le dijo:

—Princesa, el rey te espera.

La princesa estaba sorprendida y, a decir verdad, bastante entusiasmada por la presencia de este paje encantador, a quien no recordaba haber visto antes. Pensó que tal vez pertenecía a la gente de la duquesa y le preguntó: “¿Desde hace cuánto eres paje del rey?”

—Su alteza, no estoy al servicio del rey sino al de usted.

—¿Al mío? ¿Y cómo es que nunca te había visto?

—Princesa, nunca antes me había atrevido a presentarme ante usted, pero ahora que la boda del rey la amenaza con tantos peligros, he resuelto decirle a usted cuánto la amo confiando en que, con el tiempo, habré de ganarme su estima.

Soy el príncipe Percinet, de cuyas riquezas seguramente habrá oído hablar y cuyas facultades de hada, espero, le serán de ayuda cuando se encuentre en dificultades, si es que usted me permite acompañarla usando este disfraz.

—¡Ay, Percinet! ¿Realmente es usted? He escuchado tanto de usted y tenía tantas ganas de conocerlo. Si usted es mi amigo, ya no tendré miedo de esa malvada duquesa.

Así que volvieron juntos al palacio y ahí Graciosa vio un hermoso caballo que Percinet le había traído para montar.

Como era un caballo muy impetuoso, Percinet lo llevaba de la brida, lo que le permitía volverse a mirar a la princesa a menudo. Era tan bella que mirarla era todo un placer. Cuando el caballo sobre el que iba a montar la duquesa apareció al lado del de Graciosa, parecía un caballo de carreta; y en cuanto a los arreos de ambos, no había comparación. La silla y la brida del caballo de la princesa eran de puros diamantes.

El rey tenía tantas otras cosas en qué pensar que no se había dado cuenta de esto, pero toda su corte no dejaba de admirar a la princesa y a su encantador paje vestido de verde, que era más apuesto y tenía un porte más distinguido que todo el resto de la corte junta.

Cuando encontraron a la duquesa Grumbly estaba sentada en un carruaje abierto tratando en vano de mostrarse majestuosa.

El rey y la princesa la saludaron, y un paje le acercó su caballo para que montara. Pero cuando vio a Graciosa exclamó enojada:

—Si esa niña va a traer un mejor caballo que yo, me voy de regreso a mi castillo en este instante. ¿De qué sirve ser una reina si van a despreciarme de este modo?

Ante lo cual el rey le ordenó a Graciosa que desmontara y le pidiera a la duquesa que le hiciera el honor de montar su caballo. La princesa obedeció y la duquesa, sin mirarla ni darle las gracias, se trepó al hermoso caballo; parecía un montón de ropa montando. Ocho oficiales tuvieron que escoltarla por miedo a que fuera a caerse.

Aun así no estaba satisfecha; siguió murmurando enfurruñada, por lo que le preguntaron qué ocurría.

—Quiero que ese paje vestido de verde venga y lleve el caballo, como lo hacía con Graciosa —dijo contundentemente.

Y el rey le ordenó al paje que llevara el caballo de la reina.

Percinet y la princesa se miraron el uno al otro, pero no dijeron ni una palabra, él obedeció y la procesión dio comienzo con gran pompa. La duquesa estaba muy feliz y mientras estuvo sentada en la procesión no hubiera querido cambiarse por nadie, ni si quiera por Graciosa. Pero en el momento más inesperado, el hermoso caballo comenzó a encabritarse y a dar de coces y echó a correr a tal velocidad que era imposible detenerlo.

Al principio la duquesa se aferró a la silla de montar, pero al poco tiempo salió volando y cayó sobre un montículo de piedras y espinas, donde la encontraron, momentos después, temblando como una gelatina y recogiendo lo que quedaba de ella como si de vidrios rotos se tratara. Su sombrero estaba en un lado y sus zapatos en otro, tenía la cara rasguñada, y sus finas ropas estaban cubiertas de lodo. Nunca se había visto a una novia en semejante apuro. La llevaron cargando al palacio y la recostaron sobre una cama, pero en cuanto recobró las fuerzas lo suficiente para poder hablar, comenzó a maldecir y a regañar a todos y dijo que todo era culpa de Graciosa, que ella había planeado las cosas para deshacerse de ella y que si el rey no la castigaba, ella se regresaría a su castillo a disfrutar de sus riquezas.

Esto le dio mucho miedo al rey, pues por nada del mundo quería perder esos barriles de oro y joyas. Así que se dio prisa para calmar a la duquesa y le dijo que podía castigar a Graciosa de la manera que mejor le pareciera.

Entonces mandó traer a Graciosa, quien se puso pálida y llegó temblando, pues adivinaba que no le esperaba nada bueno. Buscó a Percinet por todas partes, pero no lo vio, por lo que no tuvo más opción que ir a la habitación de la duquesa Grumbly. Apenas había cruzado el umbral de la recámara cuando cuatro mujeres que la estaban esperando la sujetaron; eran cuatro mujeres tan altas, fuertes y de expresión tan cruel, que la princesa tembló de sólo verlas y más tembló cuando vio que estaban armadas con varas y escuchó a la duquesa que desde la cama les dijo que le pegaran sin piedad. En ese momento la pobre de Graciosa deseó que Percinet supiera lo que estaba pasando y viniera a rescatarla.

Pero apenas comenzaron a golpearla, la princesa vio, para alivio suyo, que las varas se habían transformado en plumas de pavorreal y aunque las mujeres de la duquesa continuaron golpeándola hasta agotarse y no poder levantar los brazos, en nada lastimaron a la princesa. Sin embargo, la duquesa creyó que Graciosa estaría verde y azul después de semejante paliza, por lo que la princesa fingió sentirse muy lastimada en cuanto la soltaron y se fue a su cuarto, donde le contó a su dama de compañía todo lo que había pasado. Después la dama salió de la habitación y cuando Graciosa volvió la mirada hacia el cuarto vio que a su lado estaba Percinet. Le dio las gracias por haberla ayudado con tanta astucia y se echaron a reír sobre la manera en que habían engañado a la duquesa y a sus mujeres de compañía. Percinet le recomendó que continuara fingiendo que se sentía muy mal por unos días y después de prometerle que vendría en su ayuda cuando lo necesitara, desapareció tan súbitamente como había llegado.

La duquesa estaba tan contenta al pensar en lo mal que se encontraba Graciosa que ella misma se repuso de sus heridas el doble de rápido de lo que normalmente lo habría hecho y la boda se celebró con gran magnificencia. Y como el rey sabía que la reina amaba, entre todas las cosas, que le dijeran que era hermosa, dio órdenes para que pintaran un retrato de ella y se organizara un torneo en el cual todos los caballeros más valientes de su corte habrían de mantener en contra de todos los asistentes que Grumbly era la reina más hermosa del mundo.

Vinieron muchos caballeros de todas partes para aceptar el reto y la horrible reina se sentó con gran ceremonia en un balcón con manteles de oro para observar a los concursantes; Graciosa tenía que estar de pie detrás de ella, desde donde su hermosura resultaba tan conspicua que los combatientes no podían quitarle los ojos de encima. Pero la reina era tan vanidosa que creía que todas esas miradas de admiración estaban dirigidas a ella, sobre todo porque a pesar de lo equivocado de su causa, los caballeros del rey eran tan valientes que vencieron en cada combate.

Sin embargo, cuando casi todos los extranjeros habían sido derrotados, un caballero joven y desconocido se presentó.

Llevaba un retrato oculto, pegado a un arco incrustado con diamantes, y afirmó que estaba dispuesto a sostener contra todos que la reina era la criatura más fea del mundo y que la princesa, cuyo retrato él traía, era la más hermosa.

Y así uno a uno combatieron los caballeros del rey contra él, y uno a uno los venció a todos. Después abrió el sobre y les dijo que para consolarlos les enseñaría el retrato de su Reina de la Belleza y todos reconocieron la imagen de Graciosa.

Entonces el desconocido caballero le hizo una reverencia a la princesa y se fue sin decirle su nombre a nadie. Pero Graciosa no tardó en adivinar que se trataba de Percinet.

En cuanto a la reina, estaba tan enojada que apenas podía hablar, pero en cuanto recuperó la voz bombardeó a Graciosa con un torrente de reproches.

—¡Cómo te atreves a disputarme el premio a la belleza y esperar que acepte este insulto delante de mis caballeros! Pero esto no se va a quedar así, princesa orgullosa, me voy a vengar.

—Le aseguro, señora, que yo no tuve nada que ver y no tengo ningún problema en que usted sea declarada Reina de la Belleza.

—¡Además te burlas! Pero pronto será mi turno de burlarme.

Rápidamente le contaron al rey lo que había ocurrido y cómo la princesa estaba muerta de miedo de lo que pudiera hacer la enojada reina, pero él solo dijo: “La reina puede hacer lo que quiera. Graciosa le pertenece”.

La malvada reina esperó impaciente hasta que cayó la noche y pidió que le trajeran su carruaje. Graciosa tuvo que acompañarla muy a su pesar y recorrieron un largo camino hasta un bosque a unas cien leguas del castillo. Este bosque era tan tenebroso y tenía tantos animales como leones, tigres, osos y lobos, que nadie se atrevía a pasar por ahí ni siquiera en plena luz del día. Y ahí dejaron a la princesa, a mitad de la noche, a pesar de sus lágrimas y ruegos. Primero la princesa se quedó quieta por mera estupefacción, pero cuando el último sonido de los carruajes se perdía a la distancia comenzó a correr de un lado a otro, a veces chocando contra un árbol, otras tropezando con una piedra, temía a cada minuto que un león la devorara. Al cabo de un rato estaba tan cansada que ya no podía dar un paso más y se dejó caer al piso y exclamó con desesperación:

—¡Ay, Percinet!, ¿dónde estás? ¿Te has olvidado de mí?

Apenas había pronunciado estas palabras cuando todo el bosque se iluminó súbitamente. Cada árbol parecía emitir un haz de luz que era más claro que la luz de la luna y más suave que la luz del día. Y al final de una larga fila de árboles frente a ella, la princesa vio un palacio de cristal que brillaba como el sol. En ese momento un sonido detrás de ella la hizo volverse rápidamente y vio que ahí estaba Percinet.

—¿Te asusté, princesa mía? He venido a darte la bienvenida a nuestro palacio mágico en nombre de la reina, mi madre, quien está lista para quererte tanto como yo.

La princesa montó con él en un pequeño trineo tirado por dos ciervos que echaron a andar y los llevaron deslizándose hasta el maravilloso palacio, donde la reina la recibió con la mayor amabilidad y donde se sirvió un espléndido banquete de inmediato. Graciosa estaba tan feliz de haber encontrado a Percinet y de haber escapado del bosque sombrío y todos sus terrores, que tenía mucha hambre y estaba muy animada; formaban una pareja muy feliz. Después de la cena se dirigieron a otra habitación encantadora donde las paredes de cristal estaban cubiertas de cuadros. La princesa vio con mucha sorpresa que su propia historia estaba representada ahí, incluyendo el momento en que Percinet la había encontrado en el bosque.

—Sus pintores deben ser rapidísimos —dijo ella señalando el último cuadro.

—Tienen que serlo, pues no permitiré que quede en el olvido nada de lo que le pase a usted, princesa.

Cuando a la princesa le dio sueño, veinticuatro encantadoras doncellas la llevaron a su cuarto para dormir; era la habitación más hermosa que había visto. Las doncellas la arrullaron con suaves melodías y Graciosa soñó con sirenas y frescas olas marinas, con cavernas que recorría al lado de Percinet, pero al despertar, lo primero que pensó fue que aunque el palacio mágico le había parecido estupendo, no podía permanecer ahí, tenía que volver al lado de su padre.

Las veinticuatro doncellas la vistieron con un atuendo que había mandado traer la reina especialmente para ella; se veía más bella que nunca y el príncipe Percinet se sintió muy decepcionado al escuchar lo que ella había estado pensando.

Le pidió que considerara nuevamente lo difícil que sería la vida al lado de esa malvada reina y cómo, si se casara con él, todo el palacio mágico sería suyo y él se dedicaría a hacerla feliz. Sin embargo, a pesar de todo lo que él podía decirle, la princesa estaba más que determinada a regresar. Lo más que logró el príncipe fue convencerla de que se quedara ocho días, los cuales pasaron como si hubieran sido unas cuantas horas a causa de lo felices y divertidos que los pasaron. El último día, Graciosa, que a menudo había tenido curiosidad por conocer lo que pasaba en el palacio de su padre, le pidió a Percinet que la ayudara a averiguar qué razón le había dado a su padre la reina para explicar su desaparición del castillo.

Percinet le ofreció enviar a su mensajero para que preguntara, pero la princesa le dijo:

—¿No hay una manera más rápida de saberlo?

—Muy bien —respondió Percinet—. Lo verás por ti misma.

Así que ambos subieron a lo alto de una torre que, al igual que el resto del castillo, estaba construida de cristal— roca.

El príncipe le tomó la mano y la hizo que introdujera su propio dedo meñique en la boca y que mirara hacia el pueblo y en el acto vio a la malvada reina que se aproximaba al rey y le decía: “La tal princesa está muerta. Tampoco se perdió mucho. He dado órdenes de que la entierren de inmediato”.

Y entonces vio cómo la reina vestía un leño de madera y lo enterraba, y cómo el viejo rey lloraba y la gente decía que la reina había matado a Graciosa con sus crueldades y que deberían de cortarle la cabeza. Cuando la princesa vio que el rey estaba tan triste por su pretendida muerte que no podía comer ni beber, exclamó:

—¡Percinet! Si me amas, llévame rápidamente allá.

Y aunque él no quería, se vio obligado a prometerle que la dejaría partir.

—Tal vez no te arrepientas de dejarme, princesa, pues veo que no me amas lo suficiente, pero sin duda lamentarás haber dejado este mágico palacio en el que hemos sido tan felices.

A pesar de todo lo que le dijo, la princesa se despidió de la reina y se preparó para partir. Percinet, a regañadientes, trajo el pequeño trineo con los ciervos y ella se subió a su lado. Pero apenas habían avanzado unos veinte metros un ruido muy fuerte los hizo mirar atrás y Graciosa vio cómo el palacio de cristal volaba en mil pedazos como el chorro de una fuente y luego desaparecía.

—¡Percinet! ¿Qué pasó? El palacio desapareció.

—Sí, mi palacio es cosa del pasado; volverás a verlo, pero sólo después de que te hayan enterrado.

—Estás enojado conmigo —le dijo Graciosa con voz persuasiva— aunque yo soy más digna de lástima que tú.

Cuando llegaron cerca del palacio, el príncipe volvió invisibles al trineo y a ellos mismos, para que la princesa pasara inadvertida y llegaron hasta el gran salón donde el rey estaba sentado. Al principio se sorprendió mucho por la repentina aparición de Graciosa y entonces ella le contó cómo la reina la había abandonado en el bosque y cómo había enterrado un leño. El rey, que no sabía qué pensar, mandó que desenterraran la tumba y se dio cuenta de que en efecto las cosas eran como había dicho la princesa. Le dio un abrazo y le pidió que se sentara a cenar con él y estuvieron tan felices como era posible en esas circunstancias. Pero para entonces alguien ya le había contado a la malvada reina que Graciosa había vuelto y que estaba cenando con el rey; rápidamente se dirigió hacia allá, iba furiosa. El pobre rey se puso a temblar en cuanto la vio y cuando la reina dijo que Graciosa no era la verdadera princesa sino una malvada impostora y que si el rey no se deshacía de ella de una buena vez se regresaría a su propio castillo y nunca más la volvería a ver, el rey no dijo nada y le pareció que tal vez era cierto que esa muchacha no era Graciosa después de todo. Así la reina triunfante mandó traer a su séquito de mujeres, quienes sacaron a rastras a la desdichada princesa y la encerraron en un desván; le quitaron todas las joyas y el vestido y le dieron un viejo camisón de algodón, unos zapatos de madera y una pequeña gorra de tela. Por cama le pusieron un montón de paja en un rincón y le dieron de comer un poco de pan negro. En semejante situación, Graciosa comenzó a extrañar el palacio mágico y le habría pedido ayuda a Percinet, pero estaba segura de que él seguía molesto porque lo había abandonado y no creía que él fuera a hacerle caso.

Mientras tanto la reina había mandado traer a una vieja hada, tan mala como ella, y le había dicho:

—Debes encontrar una tarea para esta princesa que no pueda lograr, pues quiero castigarla. Y si no hace lo que le ordeno, no podrá decir que soy injusta.

El hada le dijo que lo pensaría y que volvería al día siguiente.

Cuando volvió trajo consigo una madeja de hilos, tres veces más grande que ella. Era una hebra tan fina que un soplido podía romperla y tan enredada que era imposible ver el principio o el fin de tantos hilos.

La reina mandó traer a Graciosa y le dijo:

—¿Ves esta madeja? A ver si sirven de algo tus torpes dedos, pues la quiero desenredada antes de que se ponga el sol, y si rompes uno solo de los hilos recibirás el peor de los castigos. Después salió y cerró la puerta con tres llaves.

La princesa se quedó desanimada al ver la terrible madeja.

Si le daba la vuelta para ver por dónde podía comenzar a desenredarla, seguramente la rompería y no lograría nada.

Finalmente la arrojó al piso exclamando:

—¡Ay, Percinet! Esta terrible madeja me va a matar si no me perdonas y me ayudas una vez más.

Y en ese momento entró Percinet con tanta facilidad como si hubiera tenido todas las llaves.

—Aquí estoy, princesa, como siempre a tu servicio, aunque en verdad no seas tan amable conmigo.

Entonces le dio un golpe a la madeja con su varita mágica y todos los hilos rotos volvieron a unirse y la madeja se desenredó con delicadeza y de una manera sorprendente. El príncipe le preguntó a Graciosa si había algo más que pudiera hacer por ella y que si alguna vez llegaría el día en que desearía algo que redundara en la felicidad de él mismo.

—No te enojes conmigo, Percinet, ya soy bastante desdichada sin eso.

—¿Pero por qué debes vivir desdichada? Simplemente ven conmigo y seremos tan felices como largo es el día.

—Pero supongamos que te cansas de mí.

El príncipe se sintió mucho ante esta falta de confianza de parte de la princesa y se fue sin decir palabra.

La malvada reina tenía tantos deseos de castigar a Graciosa que no veía la hora en que se pusiera el sol. Y de hecho llegó con la princesa antes de la hora acordada en compañía de sus cuatro hadas y en cuanto metió las llaves a las cerraduras dijo:

—Apuesto a que la descarada holgazana esa no ha hecho nada todavía; prefiere sentarse mirándose las manos para mantenerlas blancas.

Pero tan pronto entró, Graciosa le entregó la madeja perfectamente ordenada, de modo que no la halló en falta y sólo pudo pretender que la madeja estaba sucia, en castigo por esa falta imaginaria le dio a Graciosa un par de bofetadas cambiándole el color de la piel de rosa y blanco a verde y amarillo. Y mandó que la volvieran a encerrar en el desván.

Entonces la reina volvió a mandar traer al hada y la regañó furiosa: “¡No vuelvas a cometer el mismo error! Encuentra algo que sea imposible para ella”.

Al día siguiente el hada llegó con un enorme barril lleno de plumas de aves de todos tipos. Había plumas de ruiseñores, canarios, jilgueros, pardillos, búhos, paros, loros, gorriones, palomas, avestruces, avutardas, pavorreales, alondras, perdices y todo lo imaginable. Estas plumas estaban tan revueltas que ni las mismas aves habrían sabido cuáles eran suyas.

“Aquí está una tarea que le tomará a tu prisionera toda su habilidad y paciencia. Dile que separe en montones las plumas de cada tipo de aves. Necesitaría ser un hada para lograrlo”.

La reina estaba más que feliz al pensar en la desesperación que este trabajo provocaría en la princesa. Mandó por ella y con las mismas amenazas que antes, la encerró con tres llaves y le ordenó que tuviera listos los montones de plumas antes del atardecer. Graciosa se puso a trabajar de inmediato, pero antes de haber sacado cerca de una docena de plumas se dio cuenta de que era imposible distinguirlas.

—Bien. La reina quiere matarme. Y si me toca morir, moriré de una vez. No puedo pedirle a Percinet su ayuda una vez más, pues si él realmente me amara, no esperaría a que lo llamase, vendría sin más.

—Aquí estoy, Graciosa —dijo Percinet saliendo del barril donde se había escondido—. ¿Cómo puedes dudar que te amo con todo mi corazón?

Le dio tres golpes al barril con su varita mágica y todas las plumas salieron volando formando una nube que se dispersó agrupando las plumas en montones separados por todo el cuarto.

—¿Qué haría sin ti, Percinet? —le dijo Graciosa agradecida.

Sin embargo, aún no podía decidirse a irse con él y dejar el reino de su padre para siempre, así que le pidió que le diera más tiempo para pensarlo y él volvió a marcharse decepcionado.

Cuando al caer la tarde llegó la malvada reina, se quedó furiosa y sorprendida al ver que la princesa había cumplido el encargo. Sin embargo se quejó de que los montones de plumas estaban mal distribuidos y entonces mandó que le dieran una paliza a la princesa y luego volvieran a encerrarla en el desván. Luego la reina mandó traer al hada una vez más y la regañó a tal punto que el hada estaba muerta de miedo y prometió irse a casa a pensar en otra tarea para Graciosa, peor que las anteriores.

Al cabo de tres días el hada volvió con una caja.

—Dile a tu esclava que lleve esto a donde quiera, pero que por ningún motivo la abra. No podrá aguantarse las ganas de abrirla y entonces estarás más que satisfecha con el resultado.

Así la reina mandó llamar a Graciosa y le dijo:

—Lleva esta caja al castillo y ponla sobre la mesa de mi habitación, pero te prohíbo que la abras o te daré pena de muerte si ves lo que hay adentro.

Graciosa tomó la caja; llevaba su camisón viejo de algodón, el gorro maltrecho y zapatos de madera, pero aun así se veía tan hermosa que la gente se preguntaba quién podía ser.

El calor excesivo y el peso de la caja hicieron que se cansara muy rápido y decidió descansar bajo la sombra de un árbol de un pequeño bosque que se encontraba ahí cerca. Tenía la caja sujeta con mucho cuidado sobre su regazo cuando tuvo un fuerte deseo de abrirla.

“¿Qué podría pasarme si la abro”, pensaba, “no sacaré nada, sólo veré lo que hay adentro”.

Y sin dudarlo abrió la caja.

En el acto brotaron hordas de pequeños hombres y mujeres, no mayores al tamaño de su dedo meñique, que comenzaron a regarse por la pradera, cantando y bailando y jugando los juegos más divertidos, de modo que al principio Graciosa estaba fascinada viéndolos actuar. Pero al cabo de un rato, cuando ya había descansado y estaba lista para continuar su camino, se dio cuenta de que sin importar cómo lo intentara, no podía hacer que volvieran a meterse en la caja.

Si los perseguía por la pradera huían al bosque, y si iba detrás de ellos al bosque, se escabullían alrededor de los árboles y detrás de los arbustos y dando pequeñas risotadas volvían corriendo a la pradera.

Al cabo de un tiempo, exhausta y muerta de miedo, se sentó a llorar.

—Todo es mi culpa —dijo con tristeza—. Percinet, si todavía sientes algo por esta imprudente princesa, ven y ayúdame por favor.

Y en el acto apareció Percinet.

—¡Ay, princesa! Si no fuera por esa reina malvada, no pensarías en mí ni un minuto.

—No es cierto. No soy tan malagradecida como crees.

Sólo espera un poco y verás que podré amarte mucho.

A Percinet le gustó la idea y con un solo golpe de su varita mágica logró hacer que todos los voluntariosos humanos en miniatura volvieran a la caja y después de hacer invisible a la princesa, la llevó en su carroza hasta el castillo.

Cuando la princesa se detuvo frente a la puerta y dijo que la reina le había ordenado que pusiera la caja en su habitación, el guardia se rió ante semejante idea.

—No, no, mi querida pastorcilla, este no es lugar para ti.

Nadie con zapatos de madera ha pisado sobre el piso de esa habitación todavía.

Entonces Graciosa le dijo que le diera un mensaje por escrito dirigido a la reina indicando que le había negado la entrada. El guardia aceptó y ella volvió con Percinet, quien la estaba esperando, y ambos fueron hacia el palacio. Pueden imaginarse que no se fueron por el camino más corto, pero a la princesa no le pareció muy largo tampoco y antes de partir, Graciosa le prometió a Percinet que si la reina la seguía tratando mal y trataba de jugarle una mala pasada nuevamente, se iría con él para siempre.

Cuando la reina vio que Graciosa regresaba, se le fue encima al hada, a quien había mantenido junto a ella todo ese tiempo; le jaló el cabello, le arañó la cara y la hubiera matado si fuera posible matar a un hada. Y cuando la princesa le mostró la carta y la caja, tomó ambas cosas y las arrojó al fuego sin abrirlas; parecía que tenía muchas ganas de arrojar también a la princesa. Sin embargo, lo que hizo en realidad fue mandar a que cavaran un hoyo profundo en el jardín y luego colocaran una gran piedra plana encima para cubrirlo.

Después fue a dar un paseo cerca de ahí y al pasar junto a la piedra les dijo a Graciosa y a las damas de compañía que estaban con ella: “Me dijeron que debajo de esta piedra hay un tesoro; veamos si podemos levantarla”.

Y entonces todas comenzaron a jalar la piedra, Graciosa incluida, tal como quería la reina. En cuanto levantaron la piedra lo suficiente, la reina le dio tal empujón a la princesa que la envió al fondo del pozo y mandó a que taparan de nuevo el hoyo con la piedra encerrando a Graciosa. Esta vez sintió que ahora sí estaba perdida; ni siquiera Percinet podría encontrarla en las entrañas de la tierra.

“Me han enterrado viva”, pensó estremecida. “¡Ay, Percinet! Si supieras cuánto estoy sufriendo por dudar de ti. Pero, ¿cómo puedo saber que no serás como otros hombres y te cansarás de mí en el momento en que te asegure mi amor?”

En eso vio que se abría una pequeña puerta por la que entraba un rayo de luz al lúgubre pozo. Graciosa no dudó ni un instante y la cruzó. Llegó a un jardín encantador en el que flores y frutos crecían a los lados, el agua de las fuentes salpicaba alegremente y los pájaros cantaban en las ramas de los árboles. Cuando llegó a un gran sendero trazado por los propios árboles y miró para ver hacia dónde conducía, se dio cuenta de que estaba muy cerca del palacio de cristal. ¡Sí! No había confusión. La reina y Percinet se acercaron a recibirla.

—Ay, princesa —dijo la reina—, ya no tengas en ascuas al pobre de Percinet. No tienes idea de lo angustiado que estaba cuando te encontrabas en poder de esa miserable reina.

La princesa la besó agradecida y le prometió que haría todo lo que le pidiese y extendiéndole la mano a Percinet le dijo con una sonrisa:

—¿Recuerdas que una vez me dijiste que no volvería a ver tu palacio hasta que me hubieran enterrado? Me pregunto si también sabías que cuando llegara ese momento, yo te diría que te amo con todo mi corazón y que me casaré contigo cuando quieras.

El príncipe tomó la mano de la princesa y, por miedo a que ésta cambiara de idea, la boda se celebró al momento y con la mayor magnificencia, y así Graciosa y Percinet vivieron felices para siempre.

FIN

FICHA DE TRABAJO

VOCABULARIO

Agasajar: Tratar

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