Sin patria

Johanna Spyri

Capítulos 19, 20 y 21

Capítulo 19. Las nubes se ciernen sobre el hermoso lago de Garda

Era la víspera de un hermoso domingo de otoño. En Riva estaba anunciado un baile y Rico debía ir allí a tocar, razón por la cual no podía pasar el día con Stineli y con Silvio. Ya se había hablado de eso muchas veces durante la semana, porque a todos parecía un suceso muy importante el que Rico no fuese a visitarles; y Stineli se había esforzado cuanto pudo en presentarle aquel acontecimiento por su lado agradable.

— Atravesarás el lago con una barquita y a la luz del sol—le dijo —, y para volver gozarás del espectáculo del cielo estrellado; nosotros, mientras tanto, no dejaremos de pensar en ti.

El sábado por la mañana, Rico llevó su violín, porque a Stineli le gustaba mucho oírlo. Las canciones que tocó eran muy hermosas, pero todas tristes y parecían hacer efecto en Rico, que miraba su instrumento con ojos sombríos, como si hubiese sido la causa de su pesar.

De pronto dejó de empuñar el arco mucho antes de que diesen las diez y dijo:

—Me marcho.

La señora Menotti quiso impedírselo, pues no comprendía lo que sucedía. Stineli, que le había estado observando mientras él tocaba, dijo sencillamente:

— Yo te acompañaré un poco.

— No — exclamó Silvio —, no salgas; quédate aquí, Stineli.

— Sí, sí, Stínelí — dijo Rico —, quédate aquí y déjame marchar.

Y, mientras hablaba, miraba a Stineli como aquella vez en que, al salir de casa del maestro de escuela, le dijera: «Todo se ha perdido».

Stineli se inclinó hacia Silvio y le dijo en voz baja:

— Sé juicioso, Silvio. Mañana te contaré una historia divertidísima acerca de Peterli; pero ahora sé bueno y cállate.

Silvio se calló, en efecto, y Stineli acudió al lado de Rico. Cuando hubieron llegado a la puertecilla del jardín, Rico, señalando la habitación alumbrada y tan atractiva desde la parte exterior, dijo a Stineli:

— Vuélvete, Stineli, tu sitio está allá y esta casa es la tuya. En cuanto a mi lugar, es la calle; yo no soy más que un muchacho sin hogar y lo seré siempre. Por esta razón, deja que me marche.

— No, no, Rico, no te dejaré marchar así. ¿Adónde quieres ir?

— A la orilla del lago — contestó Rico alejándose en dirección al puente.

Stineli le siguió. Cuando hubieron llegado a su sitio favorito, en la orilla, se detuvieron y escucharon un momento el dulce murmullo de las olas a sus pies.

Entonces dijo Rico:

— Mira, Stineli, si no estuvieras tú aquí, me marcharía en seguida muy lejos, no sé adónde. Toda mi vida seré un «sin hogar» y toda mi vida tendré que tocar el violín en las posadas, en donde la gente hace un ruido formidable, como si estuviera loca, para luego ir a meterme en una habitación en donde me gustaría no poner nunca los píes. Tú tienes ahora un sitio, que te pertenece, en esa linda casita, pero, por mi parte, no tengo adónde ir. Cuando miro el lago que está allá abajo, me digo: «Sí mí madre me hubiese arrojado al agua en este lugar, antes de morir, yo no sería ahora un sin hogar».

Stinelí, llena de tristeza, había escuchado estas palabras de Rico. Pero cuando pronunció las últimas se sintió presa de la desesperación y exclamó:

— ¡Oh, Rico! Nunca debes decir eso. Estoy segura de que hace mucho tiempo no has rezado tus oraciones y por esto tienes tan malos pensamientos.

— No, ya no rezo, porque no me acuerdo de mis oraciones.

Tales palabras causaron terrible impresión en Stineli.

— ¡Oh, sí lo supiese la abuela, Rico! — exclamó desolada —. ¡Qué pena le causarías! ¿No te acuerdas de cuando nos decía: «El que olvida sus oraciones no anda derecho»? Oh, Rico, es preciso que vuelvas a aprender el Padrenuestro; voy a repetírtelo en seguida y así lo sabrás otra vez muy pronto.

Y Slineli, penetrada de compasión hacia Rico, le repitió dos veces las palabras del Padrenuestro. Y como las pronunciaba con el mayor sentimiento desde lo más profundo de su corazón, observó que aquellas palabras contenían muchas cosas consoladoras para Rico, y en cuanto hubo terminado le dijo:

— Mira, Rico, ya que el reino pertenece a Dios, Él tendrá un hogar para ti, pues ya sabes que tiene poder bastante para dártelo.

— Pues bien, Stineli — replicó Rico —, si Dios tiene un hogar para mí y es bastante poderoso para dármelo, es evidente que no quiere hacerlo.

— ¡Oh, no es así! — contestó Stineli —. Reflexiona y piensa que tal vez Dios se dice: «Si Rico necesita alguna cosa, puede rezar y pedírmela».

Aquella vez, Rico no supo qué replicar. Se quedó por un momento silencioso y luego dijo:

— Repite una vez más el Padrenuestro, porque quiero aprenderlo.

Stineli recitó nuevamente la oración y aquella vez Rico la aprendió por completo. Luego se separaron apaciblemente, yendo cada uno por su lado, y Rico seguía pensando en el reino y en el poderío de Dios. Cuando estuvo en su solitaria habitación, rezó su oración con el corazón humilde; porque ya comprendía que no podía esperar que Dios le diese lo que necesitaba sin habérselo pedido.

Stineli, muy preocupada, volvió al jardín. Preguntábase si debería hablar de aquello con la señora Menoni; tal vez ésta pudiese encontrar para Rico otra ocupación que la de tocar en las posadas, cosa que tan antipática le resultaba, pero en cuanto entró en la habitación decidió no comunicar sus preocupaciones a la señora Menoni. Silvio estaba tendido en su cama, con el rostro enrojecido, la respiración penosa y desigual y su madre, sentada a su cabecera, lloraba amargamente. Silvio acababa de tener una de sus crisis de agudos dolores y sin duda el acceso de cólera causado por la momentánea ausencia de Stineli contribuyó a aumentar su fiebre. La joven no había visto aún tan abatida a la señora Menoni.

Más tarde, en cuanto ésta se hubo recobrado un poco, le dijo:

— Ven a sentarte a mi lado, Stineli. Quiero decirte algo. Hay un peso que me oprime dolorosamente el corazón y a veces me parece imposible soportarlo por más tiempo. Tú eres aún muy niña, es verdad, pero muy razonable; tienes alguna experiencia y me parece que me aliviará mucho el hablarte de ello. Ya ves el estado de mi pequeño Silvio, mi único hijo. Pues bien, no solamente tengo que soportar la prueba de su enfermedad, que es incurable, sino que, además, me repito sin cesar: «Tal vez es un castigo de Dios, porque hemos retenido injustamente lo que no nos pertenecía, aunque ésta no fuera nuestra intención». Pero será mejor que te lo cuente todo desde el principio. Cuando nos casamos Menotti y yo, él me trajo de Riva, en donde mi padre vive aún. Menotti tenía en Peschiera un amigo que, precisamente, quería marcharse de la comarca, porque la muerte de su mujer le hizo imposible la vida aquí. Poseía una casita y una extensión bastante grande de tierras, aunque el terreno no era muy fértil. Entonces quiso entregárselo todo a mi marido, diciendo que aquella tierra no rendía mucho y que se daría por contento con que Menotti le conservase su propiedad en buen orden, casa y campos, hasta su regreso, que tendría lugar algunos años más tarde. Quedó convenido el asunto entre ambos y como estaban seguros uno de otro, no formalizaron contratos ni se habló para nada de intereses. Mi marido le dijo: «Cuando vuelvas encontrarás todo lo que te pertenece», porque él entendía mucho en agricultura y quería cultivar los campos. Su amigo lo sabía y se lo confió todo. Pero, precisamente un año después, construyeron un ferrocarril; la casita y el jardín tuvieron que desaparecer, porque la vía atravesaba toda la propiedad; de modo que mi marido obtuvo por ella mucho más dinero de lo que valía realmente. Compró más lejos este terreno, que es muy bueno, y el jardín en el cual construyó la casa, todo eso con el dinero del antiguo terreno vendido. Y como éste rendía doble que el otro, pronto tuvimos beneficios magníficos. Yo decía algunas veces a mi marido: «Todo esto no nos pertenece; vivimos cómodamente a costa de los bienes de otro. Si, por lo menos, supiésemos dónde está...» Pero mi marido me tranquilizaba diciendo: «Yo hago trabajar sus bienes y cuando vuelva encontrará todo lo que le pertenece, y también tendrá su parte de beneficios, que yo ahorro cuidadosamente». En seguida vino Silvio al mundo y cuando me di cuenta de que el pobrecillo sería un inválido, dije repetidas veces a mi esposo: «Vivimos injustamente a costa de los bienes de otro y Dios quiere castigarnos». Y algunas veces me atormentaba de tal modo esta idea, que casi hubiera preferido ser pobre y carecer de abrigo. Pero mi marido me consolaba siempre diciendo: «Ya verás qué contento estará de mí cuando vuelva». Pero aquel amigo no ha vuelto nunca y mi marido murió hace cuatro años. ¡Oh, cuánto he tenido que soportar desde entonces! Y siempre me persigue la idea de saber cómo podría deshacerme de la injusta posesión de estos bienes, sin perjudicar los intereses del verdadero propietario, porque es evidente que tengo la obligación de conservarlo todo en orden hasta que vuelva. También, a veces, me digo que quizás esté en algún sitio ignorado y sumido en la miseria, mientras yo vivo cómodamente con lo que le pertenece y sin saber dónde encontrarlo.

Stineli sintió la mayor simpatía por la señora Menotti; por su propia experiencia podía darse cuenta de lo que significa reprocharse de una mala acción involuntaria, que no es posible reparar. Consoló a la señora Menotti diciéndole que cuando se comete alguna falta sin querer y cuando hay el propósito firme de repararla, se puede dejar confiadamente el asunto en manos de Dios, porque Él puede hacer que resulte el bien de todas nuestras culpas si estamos arrepentidos de ellas. Le explicó que sabía todo eso por su abuela y que ya una vez en su vida había tenido que soportar una grande angustia. Así, Stineli llegó a referir la historia del lago, que Rico tenía siempre en la imaginación y contó, además, la desaparición de este último, hacía ya algunos años, y de la angustia que ella sufrió al pensar que tal vez estuviese muerto. Dijo también cómo había logrado hallar la paz después de haber rogado a Dios poniendo en sus manos todo lo que la atormentaba. Invitó a la señora Menotti a que hiciese lo mismo, asegurándole que volvería a librar a su corazón de la pesadumbre que lo agobiaba cuando pudiera decirse: «Ahora el asunto está en manos de Dios».

Las palabras de Stineli tuvieron un resultado feliz. La señora Menotti pareció haberse tranquilizado y al separarse de la jovencita le dijo que tal confianza en Dios le había hecho mucho bien.

VOCABULARIO

Apacible: Que está libre de brusquedad y violencia y por ello resulta agradable o tranquilo.

Cólera: Sentimiento de enojo muy grande y violento.

Desolado: Que está lleno de dolor, amargura y tristeza.

Empuñar: Tomar una cosa por la empuñadura, especialmente un arma.

Pesadumbre: Sentimiento de pena o desazón provocado por alguna preocupación.

Capítulo 20. ¡En su casa!

Resplandecía el hermoso sol del domingo en el jardín lleno de brillantes flores. La señora Menotti salió y fue a sentarse en el banco de césped, cerca del seto. La mirada que dirigió a su alrededor le recordó sus pensamientos de la víspera; al ver por un lado las adelfas en flor destacándose sobre el seto de adelfillas que había más allá y las higueras cargadas de fruto, entre el cual se balanceaban los racimos dorados, de festones serpenteantes, se dijo en voz baja:

— ¡Dios sabe cuán feliz sería si pudiese descargar mi conciencia de esta involuntaria mala acción; pero no encontraré jamás un rincón tan hermoso como éste!

En aquel momento entró Rico en el jardín. Debía marcharse por la tarde y no se había sentido con ánimo para pasar un día entero sin visitarles. Cuando se encaminaba directamente hacia la habitación de Silvio, la señora Menotti le llamó.

— Ven a sentarte un momento a mí lado. ¡Quién sabe cuánto tiempo nos veremos aún!

Estas palabras extrañaron a Rico, que preguntó:

— ¿Por qué, señora Menotti? ¿Acaso se propone marcharse?

Ella eludió la respuesta, porque no quería referirle su historia. Recordó lo que Stineli le dijera la víspera con respecto a Rico. Como entonces estaba demasiado preocupada por sus propios asuntos, no se enteró muy bien de todo, pero al fijarse nuevamente en ello empezó a asombrarse.

— Oye, Rico — dijo —, Stineli me ha referido que en otro tiempo tenías el mayor empeño en volver a ver nuestro lago. ¿Lo conocías ya?

— Sí, por haberlo visto cuando era muy pequeño. Luego me marché.

— ¿Y cómo viniste a Peschiera cuando eras pequeñito?

— No vine, sino que nací aquí.

— ¡Cómo que naciste aquí! ¿Qué hacía, pues, tu padre cuando bajó de la montaña?

— Mi padre no era de la montaña. Mi madre, sí.

— ¿Qué dices, Rico? Pero supongo que tu padre no era de Peschiera.

— Sí, señora. Precisamente era natural de Peschiera.

— Nunca me has referido eso. Es muy curioso. Rico no es un nombre corriente aquí. ¿Cómo se llamaba tu padre?

— Como yo, Enrico Trevillo.

La señora Menotti se levantó como impulsada por un resorte.

— ¿Qué dices, Rico? — exclamó —. ¿Qué acabas de decir?

— Sencillamente, le he dicho a usted cómo se llamaba mi padre.

Pero la señora Menoni ya no le escuchaba, sino que echó a correr hacia la casa.

— Stineli, dame un chal— exclamó a través de la puerta abierta —. He de ir a casa del señor cura. Estoy temblando.

Stineli, muy sorprendida, le entregó el chal.

— Acompáñame un poco, Rico — dijo la señora Menotti pasando nuevamente ante él —. He de preguntarte algo más.

Rico tuvo que repetir dos veces el nombre de su padre, y una vez la señora Menotti hubo llegado a la puerta de la casa del cura, le preguntó otra vez si estaba completamente seguro de aquel nombre. Luego entró en la casa. Rico emprendió el regreso, muy asombrado del estado en que acababa de ver a la señora Menotti.

El muchacho había llevado el violín a la casa, pues sabía que a Stineli le gustaba mucho que lo hiciera así. Al entrar en la habitación, encontró a Silvio y a Stineli de excelente humor. La jovencita había cumplido su promesa refiriendo una historia de Peterli que puso muy alegre a Silvio. Y, al ver el violín, exclamó en el acto:

— Ahora vamos a cantar «Los Corderillos» con Stineli.

Ésta no había vuelto a oír su canción desde el mismo día en que la compuso, porque Rico tocaba ahora cosas mucho más hermosas y desde hacía mucho tiempo nadie se acordó más de aquella canción. Por consiguiente, se asombró mucho de que Silvio propusiera cantar una cosa alemana; ignoraba que en los tres años transcurridos, Rico la había repetido centenares de veces al enfermito. Por esto, Stineli, con el mayor placer, volvió a cantar con Rico las coplas de otro tiempo. Empezó y Silvio se unió al canto, pronunciando a gritos las palabras alemanas que no comprendía, pero que repetía bastante bien, a fuerza de oírlas muchas veces. Entonces le llegó la vez a Stineli de divertirse, porque Silvio pronunciaba la mayor parte de las palabras de un modo tan cómico que ella, a fuerza de reírse, no podía cantar. Contagiado, Silvio se echó a reír a su vez y luego, queriendo aumentar la hilaridad de Stineli, reanudó el canto, acentuando con mayor fuerza cada una de sus palabras, mientras Rico tocaba la canción con todas sus fuerzas, hasta llegar a la última nota.

El alegre ruido de las carcajadas y de la canción llegó a oídos de la señora Menotti mucho antes de estar en la puerta del jardín, y la asombró aquella diversión en un momento tan solemne. Atravesó el jardín y, apresuradamente, entró en la estancia dejándose caer en la primera silla que encontró. El terror, la alegría, la precipitación con que había llegado y la ansiedad de lo que iba a ocurrir la habían trastornado de tal modo, que, ante todo, tuvo necesidad de descansar. En cuanto a los coristas, se habían callado y miraban a la buena señora sin comprender la causa de su estado. En cuanto ésta hubo recobrado algo del dominio sobre sí misma, se levantó y, con desacostumbrada solemnidad, dijo:

— Rico, mira todo lo que te rodea. Mira esta casa, el jardín, el campo, todo lo que ves y lo que no ves tampoco, de arriba abajo, todo te pertenece. Tú eres el propietario y ésta es tu herencia paterna. Aquí estás en tu casa, en tu hogar. Tu nombre está en el registro de los bautismos como hijo de Enrico Trevillo, que era el amigo íntimo de mi esposo.

Al oír las primeras palabras, Stineli lo comprendió todo y su rostro irradió inefable alegría. En cuanto a Rico, se había quedado petrificado en su silla, sin pronunciar una palabra. Pero Silvio, que entreveía en todo aquello multitud de cosas divertidas, exclamó alegremente:

— ¡Caramba! He aquí que, de pronto, la casa pertenece a Rico. ¿Dónde se acostará?

— ¿Dónde, Silvio? — exclamó la madre —. Puede tomar la habitación que más le guste y echarnos a los tres a la calle, si quiere, para quedarse solo en su casa.

— En tal caso — exclamó Rico —, yo saldría también para ir a reunirme con ustedes.

— ¡Ah, querido Rico! — exclamó la señora Menotti—. Si quieres permitirnos que sigamos viviendo aquí, no deseamos cosa mejor. Mira, durante el camino he reflexionado ya acerca de lo que podríamos hacer. Yo podría comprarte la mitad de lo casa y de los campos y así una parte te pertenecería y la otra sería propiedad de Silvio.

— Siendo así, yo daría mi parte a Stineli — exclamó Silvio.

— Y yo también — añadió Rico.

— ¡Caramba!, ahora todo es de Stineli — exclamó Silvio, encantado —. La casa, el jardín y todo lo que está dentro, las sillas y las mesas, y además yo, Rico y su violín. Pero ahora, volvamos a cantar.

A Rico no le parecía un asunto resuelto, como se imaginaba Silvio; no había cesado de reflexionar en las palabras de la señora Menotti y con alguna vacilación preguntó por fin:

— ¿Cómo se explica que la casa del padre de Silvio llegue a ser, de pronto, propiedad mía, por el hecho de que mi propio padre fue su amigo?

Entonces la señora Menotti se dio cuenta de que Rico no sabía nada aún de lo ocurrido. Así, pues, le refirió enseguida la historia desde un principio y con más detalles que a Stineli. Cuando hubo terminado su relato, los tres oyentes habían comprendido perfectamente y se entregaron a una alegría indescriptible, porque ya no había razón ninguna que impidiese a Rico instalarse en el acto en su casa, para no abandonarla jamás.

Entre estas exclamaciones de alegría, Rico dijo aún:

— Puesto que es así, señora Menotti, no hay necesidad de cambiar nada en ninguna parte. Vendré a vivir aquí y estaré en mi casa; viviremos todos juntos y usted será nuestra madre.

— ¡Oh, Rico, Rico! ¡Qué bien lo ha arreglado todo Dios! ¡Pensar que tengo que entregarte todo esto y que, sin embargo, podré seguir viviendo aquí sin ningún remordimiento! Sí, Rico, seré una madre para ti; hace ya mucho tiempo que te quiero como si fueses mi propio hijo. Ahora es preciso que me llames «madre», y Stineli también, y vamos a ser la familia más feliz de todo Peschiera.

— Lo celebraremos terminando nuestra canción — interrumpió Silvio que, a toda costa, quería encontrar un pretexto para cantar y para exteriorizar su alegría.

Rico y Stineli, no menos felices que él, reanudaron de buena gana su canción. Pero en cuanto hubieron terminado, Stineli dijo:

— Ahora quisiera cantar otra cosa, Rico, ¿sabes cuál?

— Sí — contestó Rico —, y la cantaremos juntos. Empecemos en seguida por la estrofa que tanto gustaba a la abuelita.

Y con voz más llena y más vibrante que de costumbre, empezó a cantar mientras Stineli le acompañaba con toda su alma:

Nada ocurre en los siglos de los siglos

Contrario a su divina voluntad;

Él hace y deja hacer... mas al fin siempre

Es conforme a la ley de la equidad.

Déjalo todo en sus augustas manos,

No le importune la plegaria audaz,

Es el secreto, aquí, de la alegría,

Es el secreto de la eterna paz.

Aquel día, Rico no fue a Riva. La señora Menotti le aconsejó que fuese a dar cuenta inmediatamente a la patrona del cambio ocurrido en su existencia, a fin de que mandase otro violín a Riva para ocupar su lugar y que, hecho esto, volviese sin tardar a establecerse en la casa. Este consejo fue del gusto de Rico, quien se apresuró a ponerlo en práctica. La patrona escuchó la historia con el mayor asombro. En cuanto Rico hubo terminado, llamó a su marido, expresó con la mayor vehemencia su alegría y deseó a Rico toda suerte de felicidades en su nueva situación. Tales palabras procedían, realmente, de su corazón; sentía perder a Rico, pero hacía ya algún tiempo que abrigaba la sospecha de que el posadero de las «Tres Coronas» estaba haciendo al muchacho ofrecimientos para tomarlo a su servicio. Y ella no habría podido soportarlo. Ahora estas tentativas tan temidas eran ya completamente imposibles. Además estaba contenta de ver que Rico se había convertido en propietario, porque siempre sintió cariño por él. En cuanto al marido, pareció alegrarse mucho de aquel acontecimiento; había conocido a Trevillo y no podía comprender que el parentesco del niño con su padre no le hubiese saltado a la vista antes, porque el muchacho y su padre se parecían como dos gotas de agua.

Rico se despidió, pues, afectuosamente de la casa en que había vivido durante aquellos años, y cuando la patrona le dio una vez más la mano, ya en el umbral, se recomendó a su buen recuerdo para todas las ocasiones en que pudiera tener necesidad de sus servicios en su nueva existencia.

Aquella misma noche todo Peschiera conocía ya la historia de Rico, así como los acontecimientos que habían ocurrido y también los que no tuvieron lugar. Todos se alegraron de la felicidad del muchacho y hasta hubo quien dijo:

— El ser propietario le sienta muy bien, pues no parece sino que haya nacido expresamente para eso.

La señora Menorti no sabía qué imaginar para que Rico se encontrase a su gusto en la casa. Preparó la gran habitación de dos ventanas que daba al jardín y al lago. Adornaban las paredes hermosas figuritas de mármol blanco; en la mesa había un ramillete de aromáticas flores y todo tenía tal aspecto de fiesta, que Rico, conducido por Stineli, se detuvo sobrecogido de sorpresa en el umbral de la estancia en que le esperaba la señora Menotti para recibirlo. Cuando le tomó por la mano y le condujo a la ventana, frente al lago brillante y a las montañas de color violeta, el corazón de Rico desbordó de alegría y de gratitud, y solamente pudo murmurar:

— ¡Oh, qué hermoso es esto! ¡Estoy en mi casa!

A partir de la tarde en que Rico fue a instalarse en su casa, los cuatro felices habitantes de la grande habitación que daba al parque florido pasaron días tan llenos de alegría y de felicidad tan continuada, que ninguno de ellos pareció darse cuenta de la rapidez con que pasaba el tiempo.

Durante el día, Rico estaba ocupado en el exterior y seguía a su criado siempre silbando, desde las higueras al campo de maíz y desde éste al jardín, en todos los trabajos que debía aprender a dirigir por sí mismo. Entonces el criado se decía en voz baja:

— De todos modos, sé yo mucho más que mi amo.

Y el orgullo se apoderaba de él. Pero, por la tarde, cuando de la estancia iluminada surgían una después de otra las más hermosas y las más fascinadoras melodías, el criado, apoyado en la cerca, permanecía horas enteras inmóvil, escuchando, porque le gustaba la música más que otra cosa cualquiera. Y entonces se decía:

— A pesar de todo, mi amo sabe bastante más que yo.

Y de día en día aumentaba su respeto hacia Rico.

VOCABULARIO

Festón: Bordado, dibujo o recorte en forma de ondas o de puntas que adorna el borde de alguna cosa, especialmente de una tela.

Indescriptible: Que es tan grande, intenso o extraordinario que no puede ser expresado o descrito.

Inefable: Que no puede ser dicho, explicado o descrito con palabras, generalmente por tener cualidades excelsas o por ser muy sutil o difuso.

Remordimiento: Sentimiento de culpabilidad que tiene una persona por algo que ha hecho y que la intranquiliza.

Capítulo 21. El sol resplandece sobre el lago de Garda

Así habían pasado dos años y cada día parecía más hermoso que el anterior. Stineli sabía que era ya llegada la hora de volver a su casa y tuvo que luchar consigo misma con la mayor energía para no perder el ánimo; porque la idea de marcharse, tal vez para no volver, era la más penosa de su vida entera; Rico sabía también lo que se acercaba, y durante muchos días no le oían pronunciar más que las palabras indispensables, de modo que la señora Menotti se puso muy inquieta y trató de descubrir la causa secreta de aquel malestar general, pues por su parte había olvidado desde hacía mucho tiempo la confirmación de Stineli. Cuando se lo explicaron, se tranquilizó en seguida y dijo sencillamente:

— Aún se puede esperar un año.

Y así la vida continuó como anteriormente.

Pero mientras transcurría el tercer año, se recibió repentinamente de Bérgamo la noticia de que alguien había bajado de las montañas con la orden de llevarse a Stineli a su casa. Aquella vez ya no era posible ningún aplazamiento. El pequeño Silvio se enfureció como un poseído; pero como no era posible hacer nada, fue impotente para alterar lo que debía suceder.

Durante los últimos días, la señora Menotti no cesaba de repetir:

— No dejes de volver, Stineli. Promete a tu padre todo lo que quiera para que te deje marchar otra vez.

En cuanto a Rico, no dijo nada más. Partió Stineli y desde aquel día una nube gris pareció pesar sobre la casa, a pesar de que el sol brillaba en el exterior, sobre toda la comarca y así estuvieron desde noviembre hasta Pascua, la fiesta que regocija todos los corazones. Pero en la casa del jardín florido todo permaneció silencioso.

Después de pasada tal festividad, el jardín siguió floreciendo y embalsamando más que nunca el ambiente. Una tarde, Rico estaba sentado junto a Silvio y le tocaba sus melodías más tristes, cosa que ponía muy pensativo al enfermito, cuando, de pronto, desde el jardín llegó una voz:

— ¿No sabes algo que sea más alegre para recibirme, Rico?

Silvio, fuera de sí, empezó a dar gritos de alegría. Rico arrojó el violín sobre la cama y salió al exterior. La madre, muy asustada, acudió a la habitación mientras Rico entraba por la puerta con Stineli y desde el momento en que los risueños ojos de la joven brillaron otra vez en la habitación, el rayo de sol que había desaparecido desde hacía tanto tiempo, volvió a alumbrar toda la casa. La alegría de volverse a ver fue mucho mayor de lo que ellos mismos se imaginaron durante la separación. Sentados a la mesa de costumbre, cerca de la cama de Silvio, se pasaron horas enteras preguntando, refiriéndose cosas y alegrándose a cada momento de que ya en adelante no habría nuevo motivo de separación. En fin, fue para ellos una fiesta como ninguna otra y se habría podido imaginar que nada faltaba para la felicidad de aquellos cuatro mortales. Sin embargo, Rico parecía pensar de un modo distinto, porque entre la alegría general se quedó de pronto distraído y su mirada se perdió en el vacío, como en otro tiempo. Pero esta vez halló aparentemente, y sin tardar, una solución satisfactoria, porque sus reflexiones no fueron largas y al cabo de un momento dijo en tono decidido las siguientes palabras:

— Es preciso que Stinelí se case conmigo inmediatamente, porque, de lo contrario, volverá a marcharse y no podremos soportarlo.

Silvio demostró el mayor entusiasmo por aquel proyecto; y muy poco tiempo después, todos estuvieron de acuerdo en que debía ser así y no de otra manera.

En el día de mayo más hermoso que ha brillado nunca en Peschiera, se vio una larga comitiva de gente endomingada que salía de la iglesia, en dirección al «Sol de Oro». Delante iba Rico, muy erguido y con digno porte; a su lado, Stineli, cuyos ojos reían bajo la fresca corona de recién casada; luego iba el pequeño Silvio con la alegría radiante de un triunfador, en un cochecillo bien acolchado, que empujaban dos muchachos de Peschiera; seguía la señora Menotti, muy conmovida, con su traje lujoso propio de la ocasión; tras ella iba el criado, que llevaba un enorme ramillete ante el pecho. Inmediatamente detrás iba el acompañamiento, un poco ruidoso, de los naturales de Peschiera; porque todos habían querido ver a la hermosa pareja y asistir a la ceremonia, ya que para ellos aquella fiesta era casi de familia, pues se celebraba el regreso a la comarca y el establecimiento entre ellos de uno de los suyos, perdido durante mucho tiempo y por fin bien hallado.

Imposible sería describir la triunfante alegría de la patrona del «Sol de Oro» cuando vio llegar la comitiva ante su puerta. A partir de aquel día, cuando se trataba delante de ella de una boda cualquiera, tanto si era de gente distinguida como de personas del pueblo, no dejaba de decir con acento de superioridad:

— Todo eso no es nada al lado de la boda de Rico, que se celebró en el «Sol de Oro».

El sol no dejó ya de brillar nunca más en la casa del jardín florido. Pero eso se debió a que Stineli tuvo el mayor cuidado en que nadie olvidase nunca el Padrenuestro. Y cada domingo por la tarde, resonaba en el jardín un coro de frescas voces que repetían el cántico de la abuela.

FIN

VOCABULARIO

Embalsamar: Exhalar su perfume al ambiente.

Erguido: Poner una cosa en posición vertical.

Porte: Aspecto físico y forma de moverse o desenvolverse una persona: porte elegante.

Los textos e imágenes que se muestran en esta web se acogen al derecho de cita con fines didácticos, que pretenden fomentar el conocimiento de las obras y tienen como único objetivo el análisis, comentario o juicio crítico de las mismas.