Los 100 mejores cuentos
Selección de los mejores cuentos de la literatura universal
“Creo que lo que llaman cuentos de hadas es una de las formas más grandes que ha dado la literatura, asociada erróneamente con la niñez”. J.R.R. Tolkien
Blancanieves
Hermanos Grimm
Era un crudo día de invierno, y los copos de nieve caían del cielo como blancas plumas. La Reina cosía junto a una ventana, cuyo marco era de ébano. Y como mientras cosía miraba caer los copos, con la aguja se pinchó un dedo, y tres gotas de sangre fueron a caer sobre la nieve. El rojo de la sangre se destacaba bellamente sobre el fondo blanco, y ella pensó: “¡Ah, sí pudiere tener una hija que fuere blanca como nieve, roja como la sangre y negra como el ébano de esta ventana!”. No mucho tiempo después le nació una niña que era blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y de cabello negro como la madera de ébano; y por eso le pusieron por nombre Blancanieves. Pero al nacer ella, murió la Reina.
Un año más tarde, el Rey volvió a casarse. La nueva Reina era muy bella, pero orgullosa y altanera, y no podía sufrir que nadie la aventajase en hermosura. Tenía un espejo prodigioso, y cada vez que se miraba en él, le preguntaba:
— Espejito en la pared, dime una cosa: ¿Quién es de este país la más hermosa? — y el espejo le contestaba, invariablemente:
— Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país.
La Reina quedaba satisfecha, pues sabía que el espejo decía siempre la verdad. Blancanieves fue creciendo y se hacía más bella cada día. Cuando cumplió los siete años, era tan hermosa como la luz del día y mucho más que la misma Reina. Al preguntar ésta un día al espejo:
— Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa? — respondió el espejo:
— Señora Reina, tú eres como una estrella, pero Blancanieves es mil veces más bella.
Se espantó la Reina, palideciendo de envidia y, desde entonces, cada vez que veía a Blancanieves sentía que se le revolvía el corazón; tal era el odio que abrigaba contra ella. Y la envidia y la soberbia, como las malas hierbas, crecían cada vez más altas en su alma, no dejándole un instante de reposo, de día ni de noche.
Finalmente, llamó un día a un servidor y le dijo:
— Llévate a la niña al bosque; no quiero tenerla más tiempo ante mis ojos. La matarás, y en prueba de haber cumplido mi orden, me traerás sus pulmones y su hígado.
Obedeció el cazador y se marchó al bosque con la muchacha. Pero cuando se disponía a clavar su cuchillo de monte en el inocente corazón de la niña, se echó ésta a llorar:
— ¡Piedad, buen cazador, déjame vivir! — suplicaba—. Me quedaré en el bosque y jamás volveré al palacio.
Y era tan hermosa, que el cazador, apiadándose de ella, le dijo:
— ¡Márchate entonces, pobrecilla!
Y pensó: “No tardarán las fieras en devorarte”.
Sin embargo, le pareció como si se le quitase una piedra del corazón por no tener que matarla. Y como acertara a pasar por allí un cachorro de jabalí, lo degolló, le sacó los pulmones y el hígado, y se los llevó a la Reina como prueba de haber cumplido su mandato. La perversa mujer los entregó al cocinero para que se los guisara, y se los comió convencida de que comía la carne de Blancanieves.
La pobre niña se encontró sola y abandonada en el inmenso bosque. Se moría de miedo, y el menor movimiento de las hojas de los árboles le daba un sobresalto. No sabiendo qué hacer, echó a correr por entre espinos y piedras puntiagudas, y los animales de la selva pasaban saltando por su lado sin causarle el menor daño. Siguió corriendo mientras la llevaron los pies y hasta que se ocultó el sol. Entonces vio una casita y entró en ella para descansar.
Todo era diminuto en la casita, pero tan primoroso y limpio, que no hay palabras para describirlo. Había una mesita cubierta con un mantel blanquísimo, con siete minúsculos platitos y siete vasitos; y al lado de cada platito había su cucharilla, su cuchillito y su tenedorcito. Alineadas junto a la pared se veían siete camitas, con sábanas de inmaculada blancura.
Blancanieves, como estaba muy hambrienta, comió un poquito de legumbres y un bocadito de pan de cada plato, y bebió una gota de vino de cada copita, pues no quería tomarlo todo de uno solo. Luego, sintiéndose muy cansada, quiso echarse en una de las camitas; pero ninguna era de su medida: resultaba demasiado larga o demasiado corta; hasta que, por fin, la séptima le vino bien; se acostó en ella, se encomendó a Dios y se quedó dormida.
Cerrada ya la noche, llegaron los dueños de la casita, que eran siete enanos que se dedicaban a excavar minerales en el monte. Encendieron sus siete lamparillas y, al iluminarse la habitación, vieron que alguien había entrado, pues las cosas no estaban en el orden en que ellos las habían dejado al marcharse.
Dijo el primero:
— ¿Quién se sentó en mi sillita?
El segundo:
— ¿Quién ha comido de mi platito?
El tercero:
— ¿Quién ha cortado un poco de mi pan?
El cuarto:
— ¿Quién ha comido de mi verdurita?
El quinto:
— ¿Quién ha pinchado con mi tenedorcito?
El sexto:
— ¿Quién ha cortado con mi cuchillito?
Y el séptimo:
— ¿Quién ha bebido de mi vasito?
Luego, el primero, recorrió la habitación y viendo un pequeño hueco en su cama, exclamó alarmado:
— ¿Quién se ha subido en mi camita?
Acudieron corriendo los demás y exclamaron todos:
— ¡Alguien estuvo echado en la mía!
Pero el séptimo, al examinar la suya, descubrió a Blancanieves, dormida en ella. Llamó entonces a los demás, los cuales acudieron presurosos y no pudieron reprimir sus exclamaciones de admiración cuando, acercando las siete lamparillas, vieron a la niña.
— ¡Oh, Dios mío; oh, Dios mío! — decían—, ¡qué criatura más hermosa!
Y fue tal su alegría, que decidieron no despertarla, sino dejar que siguiera durmiendo en la camita. El séptimo enano se acostó junto a sus compañeros, una hora con cada uno, y así transcurrió la noche. Al clarear el día se despertó Blancanieves y, al ver a los siete enanos, tuvo un sobresalto. Pero ellos la saludaron afablemente y le preguntaron:
— ¿Cómo te llamas?
— Me llamo Blancanieves — respondió ella.
— ¿Y cómo llegaste a nuestra casa? — siguieron preguntando los hombrecillos. Entonces ella les contó que su madrastra había dado orden de matarla, pero que el cazador le había perdonado la vida, y ella había estado corriendo todo el día, hasta que, al atardecer, encontró la casita.
Dijeron los enanos:
— ¿Quieres cuidar de nuestra casa? ¿Cocinar, hacer las camas, lavar, remendar la ropa y mantenerlo todo ordenado y limpio? Si es así, puedes quedarte con nosotros y nada te faltará.
— ¡Sí! — exclamó Blancanieves—. Con mucho gusto — y se quedó con ellos.
A partir de entonces, cuidaba la casa con todo esmero. Por la mañana, ellos salían a la montaña en busca de mineral y oro, y al regresar, por la tarde, encontraban la comida preparada. Durante el día, la niña se quedaba sola, y los buenos enanitos le advirtieron:
— Guárdate de tu madrastra, que no tardará en saber que estás aquí. ¡No dejes entrar a nadie!
La Reina, entretanto, desde que creía haberse comido los pulmones y el hígado de Blancanieves, vivía segura de volver a ser la primera en belleza. Se acercó un día al espejo y le preguntó:
— Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa? — y respondió el espejo:
— Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella.
La Reina se sobresaltó, pues sabía que el espejo jamás mentía, y se dio cuenta de que el cazador la había engañado, y que Blancanieves no estaba muerta. Pensó entonces en otra manera de deshacerse de ella, pues mientras hubiese en el país alguien que la superase en belleza, la envidia no la dejaría reposar. Finalmente, ideó un medio. Se tiznó la cara y se vistió como una vieja buhonera, quedando completamente desconocida.
Así disfrazada se dirigió a las siete montañas y, llamando a la puerta de los siete enanitos, gritó:
— ¡Vendo cosas buenas y bonitas!
Se asomó Blancanieves a la ventana y le dijo:
— ¡Buenos días, buena mujer! ¿Qué traes para vender?
— Cosas finas, cosas finas — respondió la Reina—. Lazos de todos los colores — y sacó uno trenzado de seda multicolor.
“Bien puedo dejar entrar a esta pobre mujer”, pensó Blancanieves y, abriendo la puerta, compró el primoroso lacito.
— ¡Qué linda eres, niña! — exclamó la vieja—. Ven, que yo misma te pondré el lazo.
Blancanieves, sin sospechar nada, se puso delante de la vendedora para que le atase la cinta alrededor del cuello, pero la bruja lo hizo tan bruscamente y apretando tanto, que a la niña se le cortó la respiración y cayó como muerta.
— ¡Ahora ya no eres la más hermosa! — dijo la madrastra y se alejó precipitadamente.
Al cabo de poco rato, ya anochecido, regresaron los siete enanos. Imagínense su susto cuando vieron tendida en el suelo a su querida Blancanieves, sin moverse, como muerta. Corrieron a incorporarla y viendo que el lazo le apretaba el cuello, se apresuraron a cortarlo. La niña comenzó a respirar levemente, y poco a poco fue volviendo en sí. Al oír los enanos lo que había sucedido, le dijeron:
— La vieja vendedora no era otra que la malvada Reina. Guárdate muy bien de dejar entrar a nadie, mientras nosotros estemos ausentes.
La mala mujer, al llegar a palacio, corrió ante el espejo y le preguntó:
— Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa? — y respondió el espejo, como la vez anterior:
— Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella.
Al oírlo, del despecho, toda la sangre le afluyó al corazón, pues supo que Blancanieves continuaba viviendo. “Esta vez — se dijo— idearé una trampa de la que no te escaparás”, y valiéndose de las artes diabólicas en que era maestra, fabricó un peine envenenado. Luego volvió a disfrazarse, adoptando también la figura de una vieja, y se fue a las montañas y llamó a la puerta de los siete enanos.
— ¡Buena mercancía para vender! — gritó.
Blancanieves, asomándose a la ventana, le dijo:
— Sigue tu camino, que no puedo abrirle a nadie.
— ¡Al menos podrás mirar lo que traigo! — respondió la vieja y, sacando el peine, lo levantó en el aire.
Pero le gustó tanto el peine a la niña que, olvidándose de todas las advertencias, abrió la puerta. Cuando se pusieron de acuerdo sobre el precio dijo la vieja:
— Ven que te peinaré como Dios manda.
La pobrecilla, no pensando nada malo, dejó hacer a la vieja; mas apenas hubo ésta clavado el peine en el cabello, el veneno produjo su efecto y la niña se desplomó insensible.
— ¡Dechado de belleza — exclamó la malvada bruja—, ahora sí que estás lista! — y se marchó.
Pero, afortunadamente, faltaba poco para la noche, y los enanitos no tardaron en regresar.
Al encontrar a Blancanieves inanimada en el suelo, enseguida sospecharon de la madrastra y, buscando, descubrieron el peine envenenado. Se lo quitaron rápidamente y, al momento, volvió la niña en sí y les explicó lo ocurrido. Ellos le advirtieron de nuevo que debía estar alerta y no abrir la puerta a nadie.
La Reina, de regreso en palacio, fue directamente a su espejo:
— Espejito en la pared, dime una cosa: ¿Quién es de este país la más hermosa? — y como las veces anteriores, respondió el espejo, al fin:
— Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella.
Al oír estas palabras del espejo, la malvada bruja se puso a temblar de rabia.
— ¡Blancanieves morirá — gritó—, aunque me haya de costar a mí la vida!
Y, bajando a una cámara secreta donde nadie tenía acceso sino ella, preparó una manzana con un veneno de lo más virulento. Por fuera era preciosa, blanca y sonrosada, capaz de hacer la boca agua a cualquiera que la viese. Pero un solo bocado significaba la muerte segura. Cuando tuvo preparada la manzana, se pintó nuevamente la cara, se vistió de campesina y se encaminó a las siete montañas, a la casa de los siete enanos. Llamó a la puerta. Blancanieves asomó la cabeza a la ventana y dijo:
— No debo abrir a nadie; los siete enanitos me lo han prohibido.
— Como quieras — respondió la campesina—. Pero yo quiero deshacerme de mis manzanas. Mira, te regalo una.
— No — contestó la niña—, no puedo aceptar nada.
— ¿Temes acaso que te envenene? — dijo la vieja—. Fíjate, corto la manzana en dos mitades: tú te comes la parte roja, y yo la blanca.
La fruta estaba preparada de modo que sólo el lado encarnado tenía veneno. Blancanieves miraba la fruta con ojos codiciosos, y cuando vio que la campesina la comía, ya no pudo resistir. Alargó la mano y tomó la mitad envenenada. Pero no bien se hubo metido en la boca el primer trocito, cayó en el suelo, muerta. La Reina la contempló con una mirada de rencor, y, echándose a reír, dijo:
— ¡Blanca como la nieve; roja como la sangre; negra como el ébano! Esta vez, no te resucitarán los enanos.
Y cuando, al llegar a palacio, preguntó al espejo:
— Espejito en la pared, dime una cosa: ¿Quién es de este país la más hermosa? — le respondió el espejo, al fin:
— Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país.
Sólo entonces se aquietó su envidioso corazón, suponiendo que un corazón envidioso pudiera aquietarse.
Los enanitos, al volver a su casa aquella noche, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, sin que de sus labios saliera el hálito más leve. Estaba muerta. La levantaron, miraron si tenía encima algún objeto emponzoñado, la desabrocharon, le peinaron el pelo, la lavaron con agua y vino, pero todo fue inútil. La pobre niña estaba muerta y bien muerta. La colocaron en un ataúd, y los siete, sentándose alrededor, la estuvieron llorando por espacio de tres días. Luego pensaron en darle sepultura; pero viendo que el cuerpo se conservaba lozano, como el de una persona viva, y que sus mejillas seguían sonrosadas, dijeron:
— No podemos enterrarla en el seno de la negra tierra — y mandaron fabricar una caja de cristal transparente que permitiese verla desde todos los lados. La colocaron en ella y grabaron su nombre con letras de oro: “Princesa Blancanieves”. Después transportaron el ataúd a la cumbre de la montaña, y uno de ellos, por turno, estaba siempre allí velándola. Y hasta los animales acudieron a llorar a Blancanieves: primero, una lechuza; luego, un cuervo y, finalmente, una palomita.
Y así estuvo Blancanieves mucho tiempo, reposando en su ataúd, sin descomponerse, como dormida, pues seguía siendo blanca como la nieve, roja como la sangre y con el cabello negro como ébano. Sucedió, entonces, que un príncipe que se había metido en el bosque se dirigió a la casa de los enanitos, para pasar la noche. Vio en la montaña el ataúd que contenía a la hermosa Blancanieves y leyó la inscripción grabada con letras de oro. Dijo entonces a los enanos:
— Denme el ataúd, pagaré por él lo que me pidan.
Pero los enanos contestaron:
— Ni por todo el oro del mundo lo venderíamos.
— En tal caso, regálenmelo — propuso el príncipe—, pues ya no podré vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y reverenciaré como a lo que más quiero.
Al oír estas palabras, los hombrecillos sintieron compasión del príncipe y le regalaron el féretro.
El príncipe mandó que sus criados lo transportasen en hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron con un madero, y de la sacudida saltó de la garganta de Blancanieves el bocado de la manzana envenenada, que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa abrió los ojos y recobró la vida.
Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo:
— ¡Dios Santo!, ¿Dónde estoy?
Y el príncipe le respondió, loco de alegría:
— Estás conmigo — y después de explicarle todo lo ocurrido, le dijo:
— Te quiero más que a nadie en el mundo. Ven al castillo de mi padre y serás mi esposa.
Accedió Blancanieves y se marchó con él al palacio, donde enseguida se dispuso la boda, que debía celebrarse con gran magnificencia y esplendor.
A la fiesta fue invitada también la malvada madrastra de Blancanieves. Una vez que se hubo ataviado con sus vestidos más lujosos, fue al espejo y le preguntó:
— Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa? — y respondió el espejo:
— Señora Reina, eres aquí como una estrella, pero la reina joven es mil veces más bella.
La malvada mujer soltó una palabrota y tuvo tal sobresalto, que quedó como fuera de sí. Su primer propósito fue no ir a la boda. Pero la inquietud la roía, y no pudo resistir al deseo de ver a aquella joven reina. Al entrar en el salón reconoció a Blancanieves y fue tal su espanto y pasmo, que se quedó clavada en el suelo sin poder moverse. Pero habían puesto ya al fuego unas zapatillas de hierro y estaban incandescentes. Tomándolas con tenazas, la obligaron a ponérselas, y hubo de bailar con ellas hasta que cayó muerta.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
Análisis de Blancanieves
Escrito en 1812 y originalmente titulado Schneewittchen (Aarne-Thompson, tipo 709), Blancanieves se trata de uno de los cuentos más famosos de los hermanos Grimm. Rápidamente se difundió por toda Europa, y traducido a muchas lenguas pronto traspasó las fronteras del Viejo continente, para constituir un relato clásico que millones de padres han transmitido a sus hijos por generaciones. En 1937 Walt Disney llevó el cuento al cine realizando el primer largometraje de dibujos animados de la historia. La versión que se realizó para la gran pantalla distorsionó en gran medida el mensaje original expresado por los hermanos Grimm. En los años 70, el feminismo radical realizó una dura crítica contra los cuentos populares, y su ataque más virulento fue hacia Blancanieves. Andrea Dworkin (1974), Robert Moore (1975), Kay Stone (1975) o Karen E. Rowe (1979), entre otras, pretendieron ver en Blancanieves una proyección de estereotipos engendrados por una supuesta cultura patriarcal. En 1977 el psicoanalista italiano Bruno Bettelheim realiza una interpretación del cuento desde el psicoanálisis freudiano. Para Bruno la historia se reduce a un problema de complejo de Edipo por parte de madre e hija.
En los últimos años hemos visto surgir sucesivas versiones del cuento en libros o películas que pretendiendo adaptar el texto para hacerlo menos cruel, menos machista, más ecológico,… han construido un producto que se opone y distorsiona el mensaje original.
En realidad, Blancanieves es una narración teológica, donde el Evangelio aparece presentado con un lenguaje simbólico que un alma sencilla puede entender. Por eso, Blancanieves es un cuento para niños y, como diría nuestra escritora favorita Johanna Spyri, para los que son como niños. A continuación presentamos un análisis que ayude a entender los símbolos cristianos que aparecen en este maravilloso relato, a partir del texto original realizado por los hermanos Grimm.
El origen de la protagonista: Blancanieves es fruto del sueño de una madre en medio de un “crudo invierno”. El invierno es la época más dura del año: las temperaturas son bajas, el alimento escasea, y las horas de luz del día son pocas. El invierno representa el momento de mayor oscuridad en la vida de alguien. Fruto de esa oscuridad que todo lo llena, es que la madre se pincha en el dedo mientras cose y tres gotas de sangre resbalan hacia una nieve que, como un lienzo blanco, expresa la pureza inmaculada con que es creado el género humano (Blanca-nieve). Entonces, la Madre, exclama en un acto de pro-creación con Dios:
“¡Ah, sí pudiera tener una hija que fuera blanca como nieve, roja como la sangre y negra como el ébano de esta ventana!”.
En esta sencilla frase aparece resumida la historia de la salvación. El sacrificio de Dios que se ofrece por la humanidad. Una humanidad blanca como la nieve pero herida por la envidia de la madrastra. Herida que sangra y que es reconstruida y reparada a través de la cruz (representada por la madera de ébano de la ventana).
Orfandad: Pero Blancanieves se queda huérfana. Su madre fallece y su padre se casa con otra mujer. El tema de la orfandad indica que el relato que viene a continuación es una guía de maduración para el niño, algo con lo que puede aprender y que va a ser una guía práctica en su vida. A pesar de que la protagonista no tiene el apoyo de sus padres, ella va a superar las duras pruebas de la existencia. Pero la muerte de la Reina tiene además otro significado teológico. Al crear al hombre, Dios también muere para darle vida.
Crueldad de la Sombra: La nueva esposa del Rey es una mujer “orgullosa y altanera”. Además, posee un espejo (símbolo de la verdad) que es capaz de mostrar la realidad. Pero su orgullo solo la hace aceptar aquello que la agrada. Si algo la disgusta lo destruye, como vemos cuando pide al siervo-cazador los pulmones (símbolo del aliento-alma) e hígado (símbolo del cuerpo) de la joven. Cuando Prometeo roba el fuego de los dioses, Zeus le castiga a sufrir un tormento eterno atado a una montaña donde un águila le devoraba de día el hígado, que se regeneraba cada noche.
La crueldad de la Sombra se ve manifiesta cuando, no se contenta con ver muerta a la niña sino que, ordena al cocinero que prepare las vísceras para luego devorarlas. Este tema de engullir a la víctima lo vemos en muchos relatos de los hermanos Grimm y en la tradición narrativa de los cuentos en Europa. El lobo engulle y devora a Caperucita y a su abuela, y a los cabritillos del cuento. Ogros y brujas pretenden devorar a los protagonistas en Pulgarcito, Haensel y Gretel, Jack y las habichuelas, etc. La mitología clásica también lo expresa cuando Saturno devora a sus hijos. Y es que cuando el Mal ataca a una persona, destroza y aniquila no solo su alma, sino también su cuerpo.
La figura cambiante: El destino de la niña es la muerte, por mandato de la madrastra. Pero ella no puede ejecutarla y ordena a un secuaz suyo, un servidor de las tinieblas para que cumpla tal misión. Pero la providencia actúa y en un acto de misericordia (dar el corazón al mísero, al débil), el servidor-cazador salva la vida de Blancanieves y la deja libre. Según Joseph Campbell, este servidor constituye el arquetipo de figura cambiante. Un rol importante en los relatos y en la vida real, pues salva de apuros a nuestro héroe. Además, por este acto de misericordia, el cazador, cambia de bando. Ya no es siervo de las tinieblas, cambia su vida y es redimido.
La belleza: “Era tan hermosa como la luz del día y mucho más que la misma Reina”. Muchos ríos de tinta ha derramado el feminismo radical, escandalizado porque en Blancanieves, los autores solo primen su belleza, y descuiden otras cualidades que poseen las mujeres, como su inteligencia, su voluntad, o su capacidad para actuar. Pero nos olvidamos que Blancanieves es un símbolo que expresa el alma de cada persona. Y ¿Cuál es la más excelsa cualidad del alma? Pues su belleza. Ahora bien. Esta belleza no es la de la “apariencia” externa que aparece en la publicidad y que sólo se consigue comprando aquellos productos cosméticos que el mercader promete. La belleza del alma corresponde a un espíritu afable y sereno. Justo lo que le falta a la Madrastra.
“Que el adorno de ustedes no sea el externo: peinados ostentosos, joyas de oro o vestidos lujosos, sino que sea lo que procede de lo íntimo del corazón, con el adorno incorruptible de un espíritu tierno y sereno, lo cual es precioso delante de Dios”, 1 Pedro 3:3-4.
Un detalle a destacar es que cuando muere Blancanieves, su aspecto externo seguía siendo hermoso “viendo que el cuerpo se conservaba lozano, como el de una persona viva, y que sus mejillas seguían sonrosadas”. Por eso estuvo “sin descomponerse, como dormida, pues seguía siendo blanca como la nieve, roja como la sangre y con el cabello negro como ébano”. Pero cuando muere la joven pierde la gran Belleza pues el trozo de manzana ha herido de muerte su alma.
El bosque: En muchos cuentos el bosque actúa como símbolo del mundo y de las duras pruebas que este ofrece al hombre. El cazador lo expresa claramente cuando afirma: “No tardarán las fieras en devorarte”. Y es que muchas veces nos encontramos en el mundo, aislados y desamparados como Blancanieves: “La pobre niña se encontró sola y abandonada en el inmenso bosque”.
Los amigos: No es cierto que Blancanieves esté sola. Tú y yo no estamos solos en el mundo. Dios nos da 7 amigos que nos ayudan en la vida. Esos siete amigos (de nuevo aparece el número simbólico) son los sacramentos que dan alimento (eucaristía) y reparan las heridas del combate (bautismo, confesión, unción).
Pero el cazador no cuenta con la intervención divina que nos cuida y hace que “los animales de la selva pasasen saltando por su lado sin causarle el menor daño”.
La casita en la montaña: “Entonces vio una casita y entró en ella para descansar”. La casa de los enanitos representa a la Iglesia, como lugar de descanso en medio del bosque. Toda ella está ordenada, y las camas están vestidas con “sábanas de inmaculada blancura”. La versión de Disney distorsionó este símbolo empleado por los hermanos Grimm, presentando en el film una “pocilga” de casa, donde la misión de Blancanieves se reduce a mantenerla pulcra y ordenada. Esto ha servido de base para que la crítica del feminismo radical de los años 70 viera en esta actitud una “forma de opresión contra la mujer” fruto de lo que denominan “patriarcado”. Nada más lejos de la intención original de los autores.
Cuando Blancanieves llega a la casa repone fuerzas comiendo un “bocadito de pan de cada plato”, y bebe “una gota de vino de cada copita”. Esta sencilla imagen, que ha sido mutilada en muchas versiones del cuento, hace una clara alusión a la eucaristía. Por último Blancanieves reposa en la séptima camita, un claro símbolo del domingo (séptimo día de la semana) como día de descanso. Entonces la niña “se acostó en ella, se encomendó a Dios y se quedó dormida”.
Las lámparas: Otro de los símbolos que no se escapan a una persona religiosa es cuando llegan los enanos a su casa. Cada uno porta una lámpara, y la encienden al entrar en la vivienda. Esto nos llama la atención pues se entiende que llegarían de noche y deberían haberlas encendido fuera. Es por ello que las lámparas remiten a otro símbolo que encontramos en el Evangelio de las cinco vírgenes prudentes que esperan al novio con las lámparas encendidas.
“Entonces el Reino de Dios será semejante a diez muchachas, que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco sensatas”. Mt. 25. 1-2
El encuentro en la casa representa el encuentro de los invitados a la boda con la novia del esposo (el alma humana). Por ello cuando la ven dormida exclaman: “¡Oh, Dios mío; oh, Dios mío!, ¡qué criatura más hermosa!”.
Algunos critican la labor que encomiendan los enanos a Blancanieves. Quizás hubieran preferido que se encargara de conducir el tractor de la huerta, diseñar los planos del granero, o dedicarse a labores informáticas gestionando la página web www.sieteenanitos.com.
La permanencia en la casa de la joven se produce a cambio de un esfuerzo-misión muy sencillo por su parte: “cuidar de nuestra casa”. ¿Te parece poca misión para una persona que aspira a la santidad? Cuidar de su alma.
Estar vigilante: Aunque Blancanieves está segura en la casita-Iglesia, debe estar vigilante. Ya le previenen los enanos: “Guárdate de tu madrastra, que no tardará en saber que estás aquí. ¡No dejes entrar a nadie!”. El lector debe prestar atención que el aviso advierte de “no dejar entrar”, no que Blancanieves no pueda salir, como algunas lecturas malintencionadas pretenden ver. Quien quiera ver en este cuento un signo de un destino doméstico de la mujer, hace una lectura pobre y se pierde la enorme profundidad del mensaje del relato. La casita está en el bosque y en el bosque realiza su actividad Blancanieves, pero su hogar, su refugio y su descanso está en la casa de los enanos.
El mal acecha: La madrastra acecha a Blancanieves, como el mal nos está acechando continuamente. Reconocemos al Maligno por tres detalles: es mentiroso, es tramposo y pretende nuestra destrucción. Por eso la Madrastra se disfraza de buhonera, vieja y campesina, para engañar a Blancanieves con mentiras, y preparar venenos y pociones que acaben con su vida, usando las “artes diabólicas en que era maestra”.
La cinta: El primer intento del Mal es a través de una cinta que regala a Blancanieves. Esta cinta remite a aquella cinta que empleaban las mujeres en su cintura cuando estaban embarazadas. (1) El Maligno quiere apoderarse de la progenie de la mujer, tal y como delata el Apocalipsis:
"El Dragón se detuvo delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz." Apocalipsis, 12: 4
El peine: El segundo intento lo realiza sobre el pelo de Blancanieves usando un peine envenenado. Cortar la respiración o envenenar su comida son acciones lógicas cuando se quiere acabar con la vida de alguien, pero ¿Qué absurdo método es hacerlo con un peine emponzoñado, cuando es más práctico emplear una daga, una flecha o cualquier otra arma? ¿Qué quieren decir los autores con el peine? De nuevo, este sencillo objeto remite a un símbolo más poderoso. En la Sagrada Escritura, el pelo representa la fe. Recordemos a Sansón que no se cortaba la cabellera pues era expresión de su fe por el Dios vivo. Así que el Maligno intenta acabar ahora con Blancanieves, ahogando y envenenado su fe.
La manzana: En su tercer y definitivo intento, el Maligno prepara la muerte total del alma, por ello la madrastra desciende a una cámara secreta, donde nadie tenía acceso salvo ella y allí “preparó una manzana con un veneno de lo más virulento. Por fuera era preciosa, blanca y sonrosada, capaz de hacer la boca agua a cualquiera que la viese. Pero un solo bocado significaba la muerte segura.”
El símbolo de los hermanos Grimm es claro y diáfano para el cristiano. La manzana está representando el fruto del pecado original de nuestros primeros padres.
“Blancanieves miraba la fruta con ojos codiciosos”.
Al morder del fruto, la muerte entra en Blancanieves, como la muerte entró al género humano por Adán y Eva. Pero el relato del Génesis no dice nada de que el fruto fuera una manzana.
"Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió." Génesis, 3-6
¿De dónde pues ha quedado esa imagen en Occidente? Si bien la representación del fruto aparece en la iconografía del arte cristiano, no se especifica de manera clara que este fuera una manzana. Solo a partir de este cuento de los hermanos Grimm, quedó fijada esta fruta como símbolo del pecado original.
La muerte de Blancanieves: Por tres veces la malvada madrastra tratará de conseguir su propósito (el mal no descansa), como tres fueron las gotas derramadas por su madre en el origen. Pero lo interesante de la historia es que por dos veces Blancanieves muere, y otras dos veces resucita, gracias a la acción divina que actúa a través de los siete enanos (Iglesia-sacramentos). La vida de gracia alimenta, repara y reconstruye el alma herida.
“la lavaron con agua y vino, pero todo fue inútil. La pobre niña estaba muerta y bien muerta”.
¿De qué se consuela la madrastra? “¡Ahora ya no eres la más hermosa!” Ese es el objetivo del mal. El Maligno abomina la belleza humana, y no ceja en su empeño por destruirla. Él odia tu belleza y la mía, por eso quiere destruirnos.
Pero la muerte del alma es sólo la mitad de la historia. Después de Eva viene María, y Cristo es el nuevo Adán. Ya lo dice San Pablo en la carta a los Romanos:
“Sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado para que fuera destruido el cuerpo del pecado y ya no sirviéramos al pecado” Ro 6,6
Pero la historia no termina aquí…
El Príncipe: “Sucedió, entonces, que un príncipe que se había metido en el bosque se dirigió a la casa de los enanitos, para pasar la noche.” Es difícil condensar en menos palabras y de forma tan poética la acción redentora de Jesucristo, porque a esta hora del análisis, supongo que el lector se habrá dado cuenta de quién es el Príncipe del cuento. Siento desilusionar a algunos, pero no hay príncipe azul terrenal que se compare con el que es capaz de salvar y resucitar el alma de Blancanieves.
Jesucristo es el Príncipe que se ha metido en el bosque del mundo. El bosque de la historia humana y se ha acercado a la “casa” para sufrir y padecer “la Noche” y vencer sobre la Muerte.
“Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él.” Juan 3, 16-17
Él es el único capaz de dar “lo que le pidan” con tal de rescatar nuestra alma.
El rescate: “…ya no podré vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y reverenciaré como a lo que más quiero”. Ese es el amor que tiene Dios con nosotros. Amor de Esposo por su amada Esposa. Como el día de la boda, el Príncipe acaba de pronunciar sus votos matrimoniales con nuestra alma.
“¿(El novio) aceptas a (la novia) como tu legítima esposa y prometes serle fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, amarla y respetarla todos los días de tu vida hasta que la muerte os separe?” Votos matrimoniales católicos.
La resurrección: Como en muchos cuentos, relatos y mitos… así como en la vida real, el héroe-heroína, tras la muerte, termina resucitando, y en este hecho tiene mucho que ver la intervención divina. Veamos como sucede en Blancanieves:
“El príncipe mandó que sus criados lo transportasen en hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron con un madero, y de la sacudida saltó de la garganta de Blancanieves el bocado de la manzana envenenada, que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa abrió los ojos y recobró la vida.
Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo:
— ¡Dios Santo!, ¿Dónde estoy?”
¿Dónde está el beso de la versión Disney? ¿Cuál es ese madero dónde tropiezan? ¿Qué representa ese trozo de manzana envenenada en la boca? Siento desilusionar a muchos, pero el Príncipe de Blancanieves NO BESA. (2)
Él toma en brazos el cuerpo sin vida de Blancanieves, lo rescata de la muerte para darle nueva vida. Esta intervención divina es el hecho sobrenatural que actúa en los cuentos y que se realiza de manera real en nuestras vidas. Cristo vence a la muerte y por el “madero” de la Cruz sale victorioso. El fragmento nos recuerda la resurrección de Lázaro en el Evangelio de san Juan:
“¿Dónde le habéis puesto? Le contestaron: Ven a verlo Señor. Jesús se echó a llorar, por lo que los judíos decían: Mirad cuánto lo quería… (entonces) gritó muy fuerte: ¡Lázaro, sal fuera! Y el muerto salió atado de pies y manos con vendas, y envuelta la cara en un sudario. Jesús les dijo: Desatadlo y dejadlo andar”. Jn. 11. 34-36, 43-44
El Cielo: Dios tiene esperando una recompensa para el alma santa. Esta promesa es la que pronuncia el Príncipe cuando la joven despierta de la muerte: “Te quiero más que a nadie en el mundo. Ven al castillo de mi padre y serás mi esposa.”
El Castillo del cuento es un símbolo del Reino de los Cielos, su padre es Dios celestial y la boda representa la unión esponsal entre Cristo y el alma humana.
“El Rey me ha llevado a sus estancias. Seamos felices y gocemos contigo.”. Cantar de los Cantares, 1. 4
El juicio final: La madrastra es invitada a la boda, y cuando reconoce a Blancanieves es cuando se queda petrificada en el suelo. El símbolo de las zapatillas incandescentes que han de ponerse con tenazas y que la obligan a danzar hasta la extenuación remiten al fuego eterno del infierno. Pues la justicia divina es clara e implacable:
“A ese criado inútil echadlo a las tinieblas exteriores. Allí será el llanto y el crujir de dientes”. Mt. 25.30
Este es quizás uno de los pasajes más polémicos del cuento, donde algunos han pretendido ver una crueldad gratuita por parte de los autores. Amparados en esta supuesta violencia del texto, algunos condenan la historia como no apta para niños. ¡Pobrecitos! Los jóvenes infantes podrán ver toda la violencia que se les presenta por televisión, el cine o las plataformas digitales, pero no podrán oír que la madrastra tuvo un castigo por actuar mal. En realidad lo que se pretende es usurpar esta joya de la literatura y de la teología al corazón de las nuevas generaciones
Espero que estas reflexiones ayuden a hacer justicia a este magnífico cuento que fue escrito hace unos 200 años para ser “contado” de generación en generación mostrando con imágenes vivas el relato de la Historia de la Salvación del género humano por Cristo Nuestro Señor.
José Alfredo Elía Marcos
(1) Algunas versiones del cuento han traducido la cinta como un corpiño que oprime el pecho de Blancanieves. Esta prenda se acerca más a la idea original de los hermanos Grimm, pues donde la vieja corta la respiración de la joven no es en el cuello, sino en el pecho.
(2) Recientemente las reporteras estadounidenses Julie Tremaine y Katie Dowd, bajo la lupa de la “cultura de la cancelación”, han solicitado a Disney eliminar la secuencia del beso en el film de 1937, por ser un “beso no consensuado” del príncipe a la protagonista. Detrás de todo esto está una idea instalada en la crítica del feminismo radical de que no debemos ser salvados por nadie. Cada uno se salva a sí mismo por su propias fuerzas. Por eso no quieren que las princesas sean rescatadas por príncipes. Con esto están negando la acción salvadora de Cristo (Príncipe) sobre el género humano (Princesa).
(3) Para profundizar más en el análisis de los cuentos recomendamos el Libro de Diego Blanco Albarova: Erase una vez. El Evangelio en los cuentos de la editorial Encuentro.
Caperucita Roja
Hermanos Grimm
Había una vez una adorable niña que era querida por todo aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita, y no quedaba nada que no le hubiera dado a la niña. Una vez le regaló una pequeña caperuza o gorrito de un color rojo, que le quedaba tan bien que ella nunca quería usar otra cosa, así que la empezaron a llamar Caperucita Roja. Un día su madre le dijo:
— Ven, Caperucita Roja, aquí tengo una hogaza de pan y una botella de vino, llévaselas en esta canasta a tu abuelita que esta enfermita y débil y esto le ayudará. Vete ahora temprano, antes de que caliente el día y en el camino, camina tranquila y con cuidado, no te apartes de la ruta, no vayas a caerte y se quiebre la botella y no quede nada para tu abuelita. Y cuando entres a su dormitorio no olvides decirle, “Buenos días”, ah, y no andes curioseando por todo el aposento.
— No te preocupes, haré bien todo, — dijo Caperucita Roja y tomó las cosas y se despidió cariñosamente.
La abuelita vivía en el bosque, como a un kilómetro de su casa. Y no más había entrado Caperucita Roja en el bosque, siempre dentro del sendero, cuando se encontró con un lobo. Caperucita Roja no sabía que esa criatura pudiera hacer algún daño, y no tuvo ningún temor hacia él.
— Buenos días, Caperucita Roja — dijo el lobo.
— Buenos días, amable lobo.
— ¿A dónde vas tan temprano, Caperucita Roja?
— A casa de mi abuelita.
— ¿Y qué llevas en esa canasta?
— Pan y vino. Ayer fue día de hornear, así que mi pobre abuelita enferma va a tener algo bueno para fortalecerse.
— ¿Y dónde vive tu abuelita, Caperucita Roja?
— Como a medio kilómetro más adentro en el bosque. Su casa está bajo tres grandes robles, al lado de unos avellanos. Seguramente ya los habrás visto — contestó inocentemente Caperucita Roja.
El lobo se dijo en silencio a sí mismo: “¡Qué criatura tan tierna! qué buen bocadito y será más sabroso que esa viejita. Así que debo actuar con delicadeza para obtener a ambas fácilmente.”
Entonces acompañó a Caperucita Roja un pequeño tramo del camino y luego le dijo:
— Mira Caperucita Roja, que lindas flores se ven por allá, ¿por qué no vas y recoges algunas? Y yo creo también que no te has dado cuenta de lo dulce que cantan los pajaritos. Es que vas tan apurada en el camino como si fueras para la escuela, mientras que todo el bosque está lleno de maravillas.
Caperucita Roja levantó sus ojos y cuando vio los rayos del sol danzando aquí y allá entre los árboles y vio las bellas flores y el canto de los pájaros, pensó: “Supongo que podría llevarle unas de estas flores frescas a mi abuelita y que le encantarán. Además, aún es muy temprano y no habrá problema si me atraso un poquito, siempre llegaré a buena hora.” Y así, ella se salió del camino y se fue a cortar flores. Y cuando cortaba una, veía otra más bonita, y otra y otra, y sin darse cuenta se fue adentrando en el bosque. Mientras tanto el lobo aprovechó el tiempo y corrió directo a la casa de la abuelita y tocó a la puerta.
— ¿Quién es? — preguntó la abuelita.
— Caperucita Roja — contestó el lobo—. Traigo pan y vino. Ábreme, por favor.
— Mueve la cerradura y abre tú — gritó la abuelita—, estoy muy débil y no me puedo levantar.
El lobo movió la cerradura, abrió la puerta y sin decir una palabra más, se fue directo a la cama de la abuelita y de un bocado se la tragó. Y enseguida se puso ropa de ella, se colocó un gorro, se metió en la cama y cerró las cortinas.
Mientras tanto, Caperucita Roja se había quedado recolectando flores y cuando vio que tenía tantas que ya no podía llevar más, se acordó de su abuelita y se puso en camino hacia ella. Cuando llegó, se sorprendió al encontrar la puerta abierta y al entrar a la casa, sintió un extraño presentimiento y se dijo para sí misma: “¡Oh Dios! que incómoda me siento hoy, y otras veces que me ha gustado tanto estar con abuelita.” Entonces gritó:
— ¡Buenos días! — pero no hubo respuesta, así que fue al dormitorio y abrió las cortinas. Allí parecía estar la abuelita con su gorro cubriéndole toda la cara y con una apariencia muy extraña—. ¡Oh, abuelita! — dijo—, qué orejas tan grandes que tienes.
— Es para oírte mejor, mi niña — fue la respuesta.
— Pero abuelita, qué ojos tan grandes que tienes.
— Son para verte mejor, querida.
— Pero abuelita, qué brazos tan grandes que tienes.
— Para abrazarte mejor.
— Y qué boca tan grande que tienes.
— Para comerte mejor.
Y no había terminado de decir lo anterior, cuando de un salto salió de la cama y se tragó también a Caperucita Roja.
Entonces el lobo decidió hacer una siesta y se volvió a tirar en la cama y una vez dormido empezó a roncar fuertemente. Un cazador que por casualidad pasaba en ese momento por allí, escuchó los fuertes ronquidos y pensó, “¡Cómo ronca esa viejita! Voy a ver si necesita alguna ayuda.” Entonces ingresó al dormitorio y cuando se acercó a la cama vio al lobo tirado allí.
— ¡Así que te encuentro aquí, viejo pecador! — dijo él—. ¡Hacía tiempo que te buscaba!
Y ya se disponía a disparar su arma contra él, cuando pensó que el lobo podría haber devorado a la viejita y que aún podría ser salvada, por lo que decidió no disparar. En su lugar tomó unas tijeras y empezó a cortar el vientre del lobo durmiente. En cuanto había hecho dos cortes, vio brillar una gorrita roja, entonces hizo dos cortes más y la pequeña Caperucita Roja salió rapidísimo, gritando:
— ¡Qué asustada que estuve, qué oscuro que está ahí dentro del lobo! — y enseguida salió también la abuelita, vivita, pero que casi no podía respirar. Rápidamente, Caperucita Roja trajo muchas piedras con las que llenaron el vientre del lobo. Y cuando el lobo despertó, quiso correr e irse lejos, pero las piedras estaban tan pesadas que no soportó el esfuerzo y cayó muerto.
Las tres personas se sintieron felices. El cazador le quitó la piel al lobo y se la llevó a su casa. La abuelita comió la hogaza y bebió el vino que le trajo Caperucita Roja y se reanimó. Pero Caperucita Roja solamente pensó: “Mientras viva, nunca me retiraré del sendero para internarme en el bosque, cosa que mi madre me había ya prohibido hacer.”
También se dice que otra vez que Caperucita Roja llevaba pasteles a la abuelita, otro lobo le habló y trató de hacer que se saliera del sendero. Sin embargo, Caperucita Roja ya estaba a la defensiva y siguió directo en su camino. Al llegar, le contó a su abuelita que se había encontrado con otro lobo y que la había saludado con “buenos días”, pero con una mirada tan sospechosa, que si no hubiera sido porque ella estaba en la vía pública, de seguro que se la hubiera tragado.
— Bueno, — dijo la abuelita— cerraremos bien la puerta, de modo que no pueda ingresar.
Luego, al cabo de un rato, llegó el lobo y tocó a la puerta y gritó:
— ¡Abre abuelita que soy Caperucita Roja y te traigo unos pasteles!
Pero ellas callaron y no abrieron la puerta, así que aquel hocicón se puso a dar vueltas alrededor de la casa y de último saltó sobre el techo y se sentó a esperar que Caperucita Roja regresara a su casa al atardecer para entonces saltar sobre ella y devorarla en la oscuridad. Pero la abuelita conocía muy bien sus malas intenciones. Al frente de la casa había una gran olla, así que le dijo a la niña:
— Mira Caperucita Roja, ayer hice algunas ricas salsas, por lo que traje con agua la cubeta en las que las cociné y la olla que está afuera.
Y llenaron la gran olla a su máximo, agregando deliciosos condimentos. Y empezaron aquellos deliciosos aromas a llegar a la nariz del lobo y empezó a aspirar y a caminar hacia aquel exquisito olor. Y caminó hasta llegar a la orilla del techo y estiró tanto su cabeza que resbaló y cayó de bruces exactamente en el centro de la olla hirviente, ahogándose y cocinándose inmediatamente. Y Caperucita Roja retornó segura a su casa y en adelante siempre se cuidó de no caer en las trampas de los que buscan hacer daño.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
La Cenicienta
Hermanos Grimm
Un hombre rico tenía a su mujer muy enferma, y cuando vio que se acercaba su fin, llamó a su hija única y le dijo:
— Querida hija, sé piadosa y buena, Dios te protegerá desde el cielo y yo no me apartaré de tu lado y te bendeciré.
Poco después cerró los ojos y expiró. La niña iba todos los días a llorar al sepulcro de su madre y continuó siendo siempre piadosa y buena. Llegó el invierno y la nieve cubrió el sepulcro con su blanco manto, llegó la primavera y el sol doró las flores del campo y el padre de la niña se casó de nuevo. La esposa trajo dos niñas que tenían un rostro muy hermoso, pero un corazón muy duro y cruel; entonces comenzaron muy malos tiempos para la pobre huérfana.
— No queremos que esté ese pedazo de ganso sentada a nuestro lado, que gane el pan que coma, váyase a la cocina con la criada.
Le quitaron sus vestidos buenos, le pusieron una basquiña remendada y vieja y le dieron unos zuecos.
— ¡Qué sucia está la orgullosa princesa! — decían riéndose, y la mandaron a ir a la cocina: tenía que trabajar allí desde la mañana hasta la noche, levantarse temprano, traer agua, encender lumbre, coser y lavar; sus hermanas le hacían además todo el daño posible, se burlaban de ella y le vertían la comida en la lumbre, de manera que tenía que bajarse a recogerla. Por la noche cuando estaba cansada de tanto trabajar, no podía acostarse, pues no tenía cama, y la pasaba recostada al lado del hogar, y como siempre estaba llena de polvo y ceniza, la llamaban la Cenicienta.
Sucedió que su padre fue en una ocasión a una feria y preguntó a sus hijastras lo que querían les trajese.
— Un bonito vestido —dijo la una.
— Una buena sortija, —añadió la segunda.
— Y tú Cenicienta, ¿Qué quieres? —le dijo.
— Padre, traedme la primera rama que encontréis en el camino.
Compró a sus dos hijastras hermosos vestidos y sortijas adornadas de perlas y piedras preciosas y a su regreso al pasar por un bosque cubierto de verdor tropezó con su sombrero en una rama de zarza y la cortó. Cuando volvió a su casa dio a sus hijastras lo que le habían pedido y la rama a la Cenicienta, la cual se lo agradeció; corrió al sepulcro de su madre, plantó la rama en él y lloró tanto que, regada por sus lágrimas, no tardó la rama en crecer y convertirse en un hermoso árbol.
La Cenicienta iba tres veces todos los días a ver el árbol, lloraba y oraba y siempre iba a descansar en él un pajarillo, y cuando sentía algún deseo, en el acto le concedía el pajarillo lo que deseaba.
Celebró por entonces el rey unas grandes fiestas, que debían durar tres días e invitó a ellas a todas las jóvenes del país para que su hijo eligiera la que más le agradase por esposa. Cuando supieron las dos hermanastras que debían asistir a aquellas fiestas, llamaron a la Cenicienta y le dijeron.
— Péinanos, límpianos los zapatos y ponles bien las hebillas, pues vamos a una boda al palacio del rey.
La Cenicienta las escuchó llorando, pues las hubiera acompañado con mucho gusto al baile, y suplicó a su madrastra se lo permitiese.
— Cenicienta, —le dijo— estás llena de polvo y ceniza y ¿quieres ir a una boda? ¿No tienes vestidos ni zapatos y quieres bailar?
Pero como insistiese en sus súplicas, le dijo por último:
— Se ha caído un plato de lentejas en la ceniza, si las recoges antes de dos horas, vendrás con nosotras.
La joven salió al jardín por la puerta trasera y dijo:
— Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, venid todos y ayudadme a recoger. Las buenas en el puchero, las malas en el caldero.
Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, después dos tórtolas y por último comenzaron a revolotear alrededor del hogar todos los pájaros del cielo, que acabaron por bajar a la ceniza, y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los restantes pájaros comenzaron también a decir pi, pi, y pusieron todos los granos buenos en el plato. Aun no había trascurrido una hora, y ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó entonces la niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a la boda, pero le dijo:
— No, Cenicienta, no tienes vestido y no sabes bailar, se reirían de nosotras.
Mas viendo que lloraba añadió:
— Si puedes recoger de entre la ceniza dos platos llenos de lentejas en una hora, irás con nosotras.
Creyendo en su interior, que no podría hacerlo, vertió los dos platos de lentejas en la ceniza y se marchó, pero la joven salió entonces al jardín por la puerta trasera y volvió a decir:
— Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, venid todos y ayudadme a recoger. Las buenas en el puchero, las malas en el caldero.
Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, después dos tórtolas y por último comenzaron a revolotear alrededor del hogar todos los pájaros del cielo que acabaron por bajar a la ceniza y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los demás pájaros comenzaron a decir también pi, pi, y pusieron todas las lentejas buenas en el plato, y aun no había trascurrido media hora, cuando ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó la niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a la boda, pero le dijo:
— Todo es inútil, no puedes venir, porque no tienes vestido y no sabes bailar; se reirían de nosotras —le volvió entonces la espalda y se marchó con sus orgullosas hijas.
En cuanto quedó sola en casa, fue la Cenicienta al sepulcro de su madre, debajo del árbol, y comenzó a decir:
Arbolito pequeño,
dame un vestido;
que sea, de oro y plata,
muy bien tejido.
El pájaro le dio entonces un vestido de oro y plata y unos zapatos bordados de plata y seda; en seguida se puso el vestido y se marchó a la boda; sus hermanas y madrastra no la conocieron, creyendo sería alguna princesa extranjera, pues les pareció muy hermosa con su vestido de oro, y ni aun se acordaban de la Cenicienta, creyendo estaría mondando lentejas sentada en el hogar.
Salió a su encuentro el hijo del rey, la tomó de la mano y bailó con ella, no permitiéndole bailar con nadie, pues no la soltó de la mano, y si se acercaba algún otro a invitarla, le decía:
— Es mi pareja.
Bailó hasta el amanecer y entonces decidió marcharse; el príncipe le dijo:
— Iré contigo y te acompañaré —pues deseaba saber quién era aquella joven, pero ella se despidió y saltó al palomar, entonces aguardó el hijo del rey a que fuera su padre y le dijo que la doncella extranjera había saltado al palomar. El anciano creyó que debía ser la Cenicienta; trajeron una piqueta y un martillo para derribar el palomar, pero no había nadie dentro, y cuando llegaron a la casa de la Cenicienta, la encontraron sentada en el hogar con sus sucios vestidos y un turbio candil ardía en la chimenea, pues la Cenicienta había entrado y salido muy ligera del palomar y luego había corrido hacia el sepulcro de su madre, donde se quitó los hermosos vestidos que se llevó el pájaro y después se fue a sentar con su basquiña gris a la cocina.
Al día siguiente, cuando llegó la hora en que iba a principiar la fiesta y se marcharon sus padres y hermanas, corrió la Cenicienta junto al arbolito y dijo:
Arbolito pequeño,
dame un vestido;
que sea, de oro y plata,
muy bien tejido.
Diole entonces el pájaro un vestido mucho más hermoso que el del día anterior y cuando se presentó en la boda con aquel traje, dejó a todos admirados de su extraordinaria belleza; el príncipe que le estaba aguardando, la cogió de la mano y bailó toda la noche con ella; cuando iba algún otro a invitarla, decía:
— Es mi pareja.
Al amanecer manifestó deseos de marcharse, pero el hijo del rey la siguió para ver la casa en que entraba, más de pronto se metió en el jardín de detrás de la casa. Había en él un hermoso árbol muy grande, del cual colgaban hermosas peras; la Cenicienta trepó hasta sus ramas y el príncipe no pudo saber por dónde había ido, pero aguardó hasta que vino su padre y le dijo:
— La doncella extranjera se me ha escapado; me parece que ha saltado al peral. El padre creyó que debía ser la Cenicienta; mandó traer una hacha y derribó el árbol, pero no había nadie en él, y cuando llegaron a la casa, estaba la Cenicienta sentada en el hogar, como la noche anterior, pues había saltado por el otro lado del árbol y fue corriendo al sepulcro de su madre, donde dejó al pájaro sus hermosos vestidos y tomó su basquiña gris.
Al día siguiente, cuando se marcharon sus padres y hermanas, fue también la Cenicienta al sepulcro de su madre y dijo al arbolito:
Arbolito pequeño,
dame un vestido;
que sea, de oro y plata,
muy bien tejido.
Diole entonces el pájaro un vestido que era mucho más hermoso y magnífico que ninguno de los anteriores, y los zapatos eran todos de oro, y cuando se presentó en la boda con aquel vestido, nadie tenía palabras para expresar su asombro; el príncipe bailó toda la noche con ella y cuando se acercaba alguno a invitarla, le decía:
— Es mi pareja.
Al amanecer se empeñó en marcharse la Cenicienta, y el príncipe en acompañarla, mas se escapó con tal ligereza que no pudo seguirla, pero el hijo del rey había mandado untar toda la escalera de pez y se quedó pegado en ella el zapato izquierdo de la joven; levantole el príncipe y vio que era muy pequeño, bonito y todo de oro. Al día siguiente fue a ver al padre de la Cenicienta y le dijo:
— He decidido que sea mi esposa, la que venga bien este zapato de oro.
Alegráronse mucho las dos hermanas porque tenían los pies muy bonitos; la mayor entró con el zapato en su cuarto para probárselo, su madre estaba a su lado, pero no se lo podía meter, porque sus dedos eran demasiado largos y el zapato muy pequeño; al verlo le dijo su madre alargándole un cuchillo:
— Córtate los dedos, pues cuando seas reina no irás nunca a pie.
La joven se cortó los dedos; metió el zapato en el pie, ocultó su dolor y salió a reunirse con el hijo del rey, que la subió a su caballo como si fuera su novia, y se marchó con ella, pero tenía que pasar por el lado del sepulcro de la primera mujer de su padrastro, en cuyo árbol había dos palomas, que comenzaron a decir.
No sigas más adelante,
detente a ver un instante,
que el zapato es muy pequeño
y esa novia no es su dueño.
Se detuvo, le miró los pies y vio correr la sangre; volvió su caballo, condujo a su casa a la novia fingida y dijo que no era la que había pedido, que se probase el zapato la otra hermana. Entró ésta en su cuarto y se lo metió bien por delante, pero el talón era demasiado grueso; entonces su madre le alargó un cuchillo y le dijo:
— Córtate un pedazo del talón, pues cuando seas reina, no irás nunca a pie.
La joven se cortó un pedazo de talón, metió un pie en el zapato, y ocultando el dolor, salió a ver al hijo del rey, que la subió en su caballo como si fuera su novia y se marchó con ella; cuando pasaron delante del árbol había dos palomas que comenzaron a decir:
No sigas más adelante,
detente a ver un instante,
que el zapato es muy pequeño
y esa novia no es su dueño.
Se detuvo, le miró los pies, y vio correr la sangre, volvió su caballo y condujo a su casa a la novia fingida:
— Tampoco es esta la que busco, —dijo—. ¿Tenéis otra hija?
— No, — contestó el marido—; de mi primera mujer tuve una pobre chica, a la que llamamos la Cenicienta, porque está siempre en la cocina, pero esa no puede ser la novia que buscáis.
El hijo del rey insistió en verla, pero la madre le replicó:
— No, no, está demasiado sucia para atreverme a enseñarla.
Se empeñó, sin embargo, en que saliera y hubo que llamar a la Cenicienta. Se lavó primero la cara y las manos, y salió después ante la presencia del príncipe que le alargó el zapato de oro; se sentó en su banco, sacó de su pie el pesado zueco y se puso el zapato que le venía perfectamente, y cuando se levantó y le vio el príncipe la cara, reconoció a la hermosa doncella que había bailado con él, y dijo:
— Esta es mi verdadera novia.
La madrastra y las dos hermanas se pusieron pálidas de ira, pero él subió a la Cenicienta en su caballo y se marchó con ella, y cuando pasaban por delante del árbol, dijeron las dos palomas blancas.
Sigue, príncipe, sigue adelante
sin parar un solo instante,
pues ya encontraste el dueño
del zapatito pequeño.
Después de decir esto, echaron a volar y se pusieron en los hombros de la Cenicienta, una en el derecho y otra en el izquierdo.
Cuando se verificó la boda, fueron las falsas hermanas a acompañarla y tomar parte en su felicidad, y al dirigirse los novios a la iglesia, iba la mayor a la derecha y la menor a la izquierda, y las palomas que llevaba la Cenicienta en sus hombros picaron a la mayor en el ojo derecho y a la menor en el izquierdo, de modo que picaron a cada una en un ojo; a su regreso se puso la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, y las palomas picaron a cada una en el otro ojo, quedando ciegas toda su vida por su falsedad y envidia.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
Análisis de Cenicienta
La Cenicienta es un cuento de hadas que cuenta con varias versiones, orales y escritas, antiguas y modernas, procedentes de varios lugares del mundo; especialmente del continente eurasiático. En el sistema de clasificación de Aarne-Thompson, se adscribe al grupo de los cuentos folclóricos ordinarios con ayudantes sobrenaturales y heroína perseguida, con el número 510A.
La primera versión escrita y publicada es la del italiano Giambattista Basile "La Gatta Cenerentola", 1634. Posteriormente fueron publicadas las dos versiones más populares del cuento, la del francés Charles Perrault "Cenicienta o El zapatito de cristal", que escribió en 1697; y en 1812 la versión de los alemanes hermanos Grimm (Aschenputtel), que forma parte de la colección "Cuentos de la infancia y del hogar". La versión de los hermanos Grimm varía sin embargo en muchos detalles de la italiana y de la francesa, lo que no es extraño si se tiene en cuenta que cada país europeo tenía su propia tradición oral del personaje.
En 1817 Gioachino Rossini compuso la ópera La Cenerentola, y en 1945 Sergei Prokofiev creó el ballet Cinderella.
Disney realizó en 1950 una versión de La Cenicienta que se asemeja más a la de Perrault que a la de Basile o de los hermanos Grimm, razón por la que en Estados Unidos es la de Perrault la más conocida.
Claves del cuento
Orfandad: Al igual que en muchos cuentos la protagonista se queda huérfana en las primeras líneas del texto. De esta manera comprendemos que estamos ante un relato de maduración personal en el que la protagonista debe aprender a tomar las riendas de su vida, y hacer frente a las dificultades de esta sin el apoyo de sus progenitores.
Injusticia: La protagonista se enfrenta ante un ambiente hostil dentro de su propia familia. Un padre ausente que no cuida bien a su hija, una madrastra tirana que no ve en la niña a una hija sino una sirvienta, y unas hermanas que tratan a Cenicienta con burla y desprecio.
La más pequeña: Con la llegada de sus hermanas, Cenicienta se convierte en la más pequeña de la casa, no solo en edad sino en consideración. El nombre que le asignan representa ese estatus al cual le relegan: Cenicienta. El cuento quiere enseñar al niño que, aun la más pequeña, puede llegar a ser una gran heroína.
Pruebas: Cenicienta se enfrentará a una serie de pruebas que le propondrá su madrastra y hermanas, pero aun resolviéndolas, existe una injusticia inherente que no puede superar. En el relato las pruebas son domésticas, pero sería un error pensar que el valor del cuento se reduce a una mera servidumbre en la casa. Las Cenicientas y Cenicientos de la vida se enfrentan a madrastras y hermanastras en la escuela, en el equipo deportivo, en sus puestos de trabajo, ... Según los Hermanos Grimm, la casa de Cenicienta actúa como un símbolo de un mundo que se ha convertido en un “infierno en la Tierra” un lugar donde no hay justicia ni amor de compasión. La casa es para Cenicienta, lo que el bosque supone para Blancanieves, caperucita Roja o Pulgarcito.
Consuelo: Cenicienta cuenta con el consuelo de la oración hacia su verdadera Madre que intercede desde el cielo. Esta es una clave muy importante que aportan los hermanos Grimm y que la distingue de las versiones anteriores. Esta intercesión se manifiesta con la rama de zarza que se transforma en un "hermoso árbol", y con la ayuda de los pájaros.
Los amigos: Puede parecer que Cenicienta se encuentra sola en la historia, pero no olvidemos el importante papel que desempeñan los pájaros. El cuento especifica la ayuda de dos tórtolas y dos palomas, pero luego habla de un número indeterminado de aves del cielo. Estos animales actúan de símbolo que representa a los amigos de Cenicienta que la ayudan en su descenso a los infiernos. Amigos que, por otra parte, actúan de forma providente, ya que son enviados desde el “cielo”.
La llamada: Pero la situación de nuestra protagonista no es eterna, como no lo es para ninguna persona vivir una situación continuada de injusticia y crueldad. El Rey convoca una gran fiesta que durarán "tres días". En ella su hijo elegirá a su "esposa". Quien entiende bien los símbolos cristianos que emplean Jacob y Wilheim Grimm en sus narraciones, el Rey está representando a Dios Padre, las fiestas son expresión de la Salvación Eterna, y el Hijo que escoge esposa, es Cristo que busca el alma humana (mi alma, tu alma) para rescatarla de la esclavitud del pecado (madrastra-hermanastras), casarse con ella (darla plenitud) y conducirla al Palacio-Cielo donde vivirán eternamente. Compruebe la similitud del cuento con el pasaje evangélico de san Mateo.
"Celebró por entonces el rey unas grandes fiestas, que debían durar tres días e invitó a ellas a todas las jóvenes del país para que su hijo eligiera la que más le agradase por esposa".
"Un rey preparaba las bodas de su hijo, por lo que mandó a sus servidores a llamar a los invitados a la fiesta". Mt. 22: 1-14
La ayuda sobrenatural: En todos los cuentos de hadas, los protagonistas reciben una ayuda exterior que los salva de la situación de peligro. Esta ayuda viene al rescate y se presenta en la mayoría de las veces en forma de hecho maravilloso o extraordinario. En el caso de Cenicienta para acudir al baile-banquete, ha de llevar un vestido. Aquí los hermanos Grimm hacen referencia a la parábola del evangelio según de Mateo:
"Después entró el rey para conocer a los que estaban sentados a la mesa, y vio un hombre que no se había puesto el traje de fiesta. Le dijo: Amigo, ¿Cómo es que has entrado sin traje de bodas?". Mt, 22: 1-14
Por ello los pájaros regalan a Cenicienta un traje y unos zapatos nuevos, cada noche, pues para entrar en el “Palacio” debe llevar el “traje de gala”. Un traje que cada día se hace más bello y hermoso.
El príncipe busca a la princesa: Como Cristo busca a toda alma, el príncipe del cuento sale en busca de la joven desconocida. Deja su Palacio y viene a la Tierra (casa de Cenicienta) para salvar al hombre. El signo para encontrarla está representado por el zapato que expresa su humildad. Los autores emplean el símbolo del zapato para expresar la humildad, ya que es el calzado la parte del cuerpo que está en contacto con el polvo o ceniza de la tierra.
Dios busca lo humilde. La prueba de la verdad es que el Príncipe ofrece un zapato y ella ofrece su pareja para complementarse. Las hermanastras ensoberbecidas tratan de hacer entrar su pie, pero estos no entran. A pesar de que sangren, las avecillas alertan de la falsedad de esa acción.
Juicio final: El cuento termina con un juicio final. Castigo para los que actúan mal y premio para los que obran bien. Algunos han querido ver crueldad en este final, pero el castigo forma parte de la estructura mítica del relato de un cuento, así como es de justicia un premio para los que obran bien.
José Alfredo Elía Marcos
(*) Para profundizar más en el análisis de los cuentos recomendamos el Libro de Diego Blanco Albarova: Erase una vez. El Evangelio en los cuentos de la editorial Encuentro.
El lobo y los siete cabritillos
Hermanos Grimm
Erase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas.
— Hijas mías — les dijo— me voy al bosque; mucho ojo con el lobo, pues si entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo conoceréis enseguida por su bronca voz y sus negras patas.
Las cabritas respondieron:
— Tendremos mucho cuidado, madrecita. Podéis marcharos tranquila.
Despidióse la vieja con un balido y confiada emprendió su camino.
No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo:
— Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para cada una.
Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo.
— No te abriremos –exclamaron— no eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca: eres el lobo.
Fue éste a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita. Llamando nuevamente a la puerta:
— Abrid hijitas — dijo— vuestra madre os trae algo a cada una.
Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana y al verla las cabritas, exclamaron:
— No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!
Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo:
— Mira, me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta.
Untada que tuvo ya la pata, fue al encuentro del molinero:
— Échame harina blanca en el pie — díjole.
El molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, negóse al principio, pero la fiera lo amenazó:
— Si no lo haces, te devoro.
El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente.
Volvió el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo:
— Abrid, pequeñas; es vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del bosque.
Las cabritas replicaron:
— Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre.
La fiera puso la pata en la ventana y al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas! Metióse una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuarta, en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta, debajo de la fregadera y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita que oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas. Ya satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y llegado a un verde prado, tumbóse a dormir a la sombra de un árbol.
Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna parte; llamólas a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que llególe la vez a la última, la cual, con vocecita queda, dijo:
— Madre querida, estoy en la caja del reloj.
Sacóla la cabra y entonces la pequeña le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginad con qué desconsuelo lloraba la madre la pérdida de sus hijitas!
Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña y al llegar al prado vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuertemente que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, parecióle que algo se movía y agitaba en su abultada barriga.
¡Válgame Dios! — pensó—, ¿si serán mis pobres hijitas, que se las ha merendado y que están vivas aún? Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo. Abrió la panza al monstruo y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su regocijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su mamita, brincando como sastre en bodas! Pero la cabra dijo:
— Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia, aprovechando que duerme.
Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento.
Terminada ya su siesta, el lobo se levantó y como los guijarros que le llenaban el estómago le diesen mucha sed, encaminóse a un pozo para beber. Mientras andaba, moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:
¿Qué será este ruido
que suena en mi barriga?
Creí que eran seis cabritas,
mas ahora me parecen chinitas.
Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas:
— ¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo!
Y, con su madre, pusiéronse a bailar en corro en torno al pozo.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
Hansel y Gretel
Hermanos Grimm
Delante de un gran bosque vivía un pobre leñador con su mujer y sus dos hijos; el niño se llamaba Haensel y la niña Gretel. El leñador tenía muy poco a lo que hincarle el diente y, cuando vino una gran escasez por aquella tierra, ni siquiera podía conseguir el pan diario. Por las noches, cuando estaba acostado, como no paraba de dar vueltas en la cama con estos pensamientos y preocupaciones, se lamentaba y le decía a su mujer:
—¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo vamos a dar de comer a nuestros pobres hijos, si ni siquiera tenemos para nosotros mismos?
—¿Sabes una cosa? —contestó la mujer—. Mañana muy temprano llevaremos a los niños al bosque, donde sea más espeso; allí encenderemos un fuego y les daremos a cada uno un pedacito de pan; después nos iremos nosotros a hacer nuestro trabajo y los dejaremos solos. Ellos no encontrarán el camino de vuelta a casa y con esto nos libramos de ellos.
—No, mujer —replicó el marido—. Por ahí no paso. ¿Cómo voy a consentir abandonar a mis hijos en el bosque? Las fieras vendrían enseguida y los despedazarían.
—¡Ah, qué necio! —dijo ella—. Entonces moriremos los cuatro de hambre; ya puedes ir preparando la madera para los ataúdes.
Y no le dejó en paz hasta que aceptó.
—Me dan tanta pena los pobres chicos —decía el marido.
Los dos niños no podían dormir del hambre y oyeron lo que la mala madre había dicho al padre. Gretel lloraba desconsolada y dijo a Haensel:
— Estamos perdidos.
— Tranquila, Gretel —dijo Haensel—. No te aflijas, yo cuidaré de los dos.
Y cuando los mayores se hubieron dormido, se levantó, se puso su trajecito y, abriendo la puertecita inferior, salió afuera. La luna brillaba muy clara y las piedrecitas que había delante de la casa relucían como batzen. Haensel se agachó y se metió en el bolsillo tantas como le cupieran. Después volvió adentro y le dijo a Gretel:
—Cálmate, querida hermanita y duerme tranquila, que Dios no nos abandonará —y se volvió a meter en la cama.
Cuando ya rompía el nuevo día, antes de que el sol saliese, vino la mujer y despertó a los niños:
—Levantaos, holgazanes, que nos vamos al bosque para coger leña.
Dio a cada uno un pedacito de pan y dijo:
—Aquí tenéis algo para el mediodía, pero no os lo comáis antes, porque no habrá nada más.
Gretel guardó el pan en el delantal porque Hensel tenía las piedras en el bolsillo. Entonces se pusieron todos juntos en camino hacia el bosque. Cuando hubieron caminado un trecho, Haensel se paró y volvió la mirada hacia la casa, y esto lo hacía una y otra vez. El padre le dijo:
—Haensel, ¿qué miras, que te quedas parado? Ten cuidado y mira dónde pones el pie.
—Ah, padre —contestó Haensel—. Estoy mirando mi gato blanco, que está en el tejado y me dice adiós.
La mujer replicó:
—Mentecato, eso no es un gato, es el sol matutino que brilla sobre la chimenea.
Pero Haensel no estaba mirando al gatito sino a las piedrecitas blancas que sacaba de su bolsillo y arrojaba al suelo. Cuando se encontraron en medio del bosque dijo el padre:
—Niños, recoged leña, que quiero encender un fuego para que no paséis frío.
Hensel y Gretel hicieron un montó con ramas secas, como una pequeña montaña. Se le prendió fuego a las ramas y cuando las ramas se elevaron lo suficiente, dijo la mujer:
—Eh, niños, echaos junto al fuego y descansad. Nosotros nos vamos por el bosque a cortar leña. Cuando estemos listos volveremos a por vosotros.
Haensel y Gretel estaban sentados junto al fuego y, cuando llegó el mediodía, cada uno se comió su trocito de pan. Y como oían los golpes del hacha, pensaron que su padre se encontraba cerca. En realidad no era un hacha, era una rama que éste había atado a un árbol seco y que el viento agitaba de un lado para otro. Y después de estar largo rato sentados, los ojos se les cayeron de cansancio y se durmieron profundamente. Cuando al fin se despertaron ya se había hecho muy de noche. Gretel se echó a llorar y dijo:
—¿Cómo vamos a salir del bosque?
Pero Haensel la consoló:
—Espera sólo un poquito a que salga la luna y verás cómo encontramos el camino.
Y cuando la luna llena salió del todo, Haensel cogió a su hermanita de la mano y se puso a seguir las piedrecitas, que centelleaban con batzen recién acuñadas y les mostraban el camino. Caminaron durante toda la noche y llegaron de nuevo a casa de su padre al amanecer. Llamaron a la puerta y cuando la mujer abrió y vio que eran Haensel y Gretel dijo:
—¡Malos hijos! ¿Por qué os habéis quedado durmiendo en el bosque? Pensábamos que ya no queríais volver.
Pero el padre se alegró, pues le había apenado mucho haberlos dejado abandonados en el bosque.
No mucho tiempo después volvió la escasez y los niños, ya acostados por la noche, escucharon cómo la madre le decía al padre:
—Todo ha vuelto a volar y sólo nos queda un pan; después de esto se acabó lo que se daba. Los niños tienen que largarse y los llevaremos más lejos por el bosque, para que no vuelvan a descubrir el camino de vuelta. De lo contrario no habrá salvación para nosotros.
Al marido le apenaba mucho esto y se decía:
—Estaría mejor que compartieses el último trozo con tus hijos.
Pero ella no hacía caso de lo que decía, sino que le reñía y le hacía reproches. Quien dice A, ha de decir también B, y como la primera vez había cedido, tenía que ceder otra vez ahora. Los niños habían permanecido despiertos y se habían enterado de la conversación. Cuando los mayores se hubieron Hensel se volvió a levantar con la intención de recoger piedrecitas como la vez anterior. Pero la mujer había cerrado la puerta con llave y Haensel no pudo salir. Mas él consoló a su hermanita y le dijo:
—Gretel, no llores y duerme tranquila. El bueno de Dios nos ayudará.
Muy de mañana vino la mujer y levantó de la cama a los niños. Recibieron sus trocitos de pan, que eran más pequeños que la otra vez. En el camino hacía el bosque Haensel iba haciendo migas de su pan en el bolsillo y con frecuencia se paraba y tiraba una migaja al suelo.
—Haensel, ¿Qué haces ahí parado y mirando? —preguntaba el padre—. Sigue tu camino.
—Miro a mi palomita, que está sobre el tejado y me dice adiós —contestó Haensel.
—Ignorante —dijo la mujer—. Eso no es una palomita, es el sol de la mañana que brilla arriba sobre la chimenea.
Mas Haensel iba echando una a una las migajas por el camino. La mujer llevó a los niños a un lugar aún más profundo en el bosque, en el que no había estado en su vida. Allí se volvió a encender un gran fuego y la madre dijo:
—Niños, quedaos aquí sentados y, si os cansáis, podéis echaros a dormir un poco. Nosotros nos vamos por el bosque a cortar leña y por la tarde, cuando hayamos terminado, vendremos a recogeros.
Cuando llegó el mediodía, Gretel compartió su pan con Haensel, que había esparcido el suyo por el camino. Después se durmieron y transcurrió la tarde, pero nadie vino a por los pobres niños. Ellos no se despertaron hasta que ya era noche cerrada y Haensel consoló a su hermanita diciendo:
—Gretel, espera un poco a que salga la luna y entonces veremos las migas de pan que he estado echando al suelo; nos señalarán el camino a casa.
Cuando salió la luna se pusieron en camino, pero no encontraron miga alguna, pues los miles de pájaros que vuelan por el bosque y el campo se las habían comido.
Haensel le dijo a Gretel:
—Encontraremos el camino.
Pero no lo encontraron. Estuvieron caminando toda la noche y también al día siguiente, desde la mañana a la tarde, mas no conseguían salir del bosque y, además, tenían mucha hambre; no tenían más que un par de bayas que había en el suelo. Y como estaban tan cansados que las piernas ya no les sostenían, se echaron bajo un árbol y se durmieron. Y llegó el tercer día desde que salieron de casa de su padre. Ellos volvieron a ponerse en camino, pero no hacían más que perderse aún más en el bosque, de modo que, si no encontraban pronto ayuda, se desmayarían. Al mediodía vieron sobre una rama un hermoso pajarito, blanco como la nieve, que cantaba tan bien que se detuvieron para escucharlo. Cuando terminó, agitó las alas y se marchó volando. Ellos le siguieron hasta llegar a una casita sobre cuyo tejado se posó. Cuando ya estaban muy cerca vieron que la casita estaba construida con pan y recubierta con bizcocho; las ventanas eran de puro azúcar.
—Aquí tenemos para empezar —dijo Hensel— y darnos un banquete. Yo tomaré un trozo del tejado y tú, Gretel, puedes coger de la ventana, que sabe dulce.
Hensel se encaramó al tejado y arrancó un trozo para ver qué sabor tenía, y Gretel se acercó a las ventanas y mordió los cristales. Entonces una voz suave salió de la casa:
Crunch, crunch, crunch,
¿Quién está royendo mi casita?
Los niños respondieron:
Es el viento, el viento,
el niño del cielo,
y siguieron comiendo sin prestar más atención. Hensel, a quien el tejado le gustó mucho, arrancó un trozo grande y Gretel desencajó completamente el cristal de una ventana, se sentó, y se dispuso a disfrutarlo. Entonces se abrió la puerta y una mujer muy mayor, que se apoyaba en un bastón, salió fuera. Haensel y Gretel se asustaron tanto que se les cayó lo que tenían en las manos. La vieja, sin embargo, movió la cabeza y dijo:
—¡Eh, queridos niños! ¿Quién os ha traído aquí? Pasad adentro y quedaos conmigo. No os pasará nada.
Cogió a los dos de la mano y los llevó dentro de la casa. Dentro había preparada buena comida: leche y bollos de azúcar, manzanas y nueces. Después de esto fueron preparadas dos bonitas camitas con sábanas blancas. Haensel y Gretel se acostaron en ellas, creyendo encontrarse en el Cielo.
Pero esto era que la vieja sólo se había mostrado amable, ya que era en realidad una bruja malvada, que acechaba a los niños y había construido la casita de pan simplemente para atraerles. Cuando uno caía en su poder lo mataba, lo cocinaba y se lo comía; y esto era para ella todo un festín. Las brujas tienen los ojos rojos y no pueden ver bien de lejos, pero tienen un olfato muy fino, como los animales, y notan al hombre cuando éste se acerca. Cuando Hensel y Gretel se pusieron a su alcance se rió maliciosamente, diciendo de forma burlona: «ya los tengo y no se me escaparán». A la mañana siguiente, muy temprano, antes de que los niños se despertaran, ella ya se había levantado y al verlos a ambos descansar plácidamente, con las mejillas tan rojas, murmuró:
—¡Qué buen bocado!
Entonces agarró a Hensel con su mano seca y lo llevó a un pequeño establo, encerrándole tras una reja: por mucho que éste gritara no le servía de nada. Después fue adonde estaba Gretel, la despertó violentamente y le dijo en voz alta:
—Levántate, holgazana, ve a por agua y prepara algo bueno de comer para tu hermano, que están en el establo y tiene que engordar. Cuando esté gordo me lo comeré.
Gretel se puso a llorar amargamente, pero todo fue inútil: tenía que hacer lo que la bruja malvada le mandaba. Y así, para Haensel se preparaba la mejor comida mientras que Gretel no recibía más que despojos. Todas las mañanas la vieja se acercaba al establo y llamaba:
—Haensel, extiende tus dedos para que vea si estas engordando.
Pero Haensel le mostraba los huesecillo y la vieja, que tenía mal la vista, no se daba cuenta y pensaba que era el dedo de Haensel, y se asombraba porque veía que no engordaba. Después de cuatro semanas, como Haensel seguía delgado, se le acabó la paciencia y ya no quiso esperar más.
—¡Eh, Gretel! —gritó a la niña—. Espabila y trae agua: ya puede Haensel estar gordo o flaco, mañana lo mataré y lo guisaré.
¡Ah, cómo se dolía la pobre hermanita al traer el agua y cómo le caían las lágrimas por las mejillas!
—Buen Dios, ayúdanos, por favor —exclamó ella—. Si las fieras del bosque nos hubieran devorado, al menos habríamos muerto juntos.
—Ahórrate el lloriqueo —dijo la vieja—. No te servirá de nada.
Por la mañana temprano Gretel tuvo que salir, colgar el caldero con agua y encender el fuego.
—Primero vamos a hacer pan —dijo la vieja—. Ya he encendido el horno y tengo preparada la masa.
Y entonces empujó a la pobre Gretel hacia el horno, del que ya salían llamas.
—Métete dentro —dijo la bruja— y mira a ver si ya está bien caliente para meter el pan.
En realidad quería ella cerrar el horno cuando Gretel estuviera dentro, para que se asara y entonces comérsela también a ella, pero la niña se dio cuenta de su intención y dijo:
—No sé cómo hacerlo; ¿Cómo puedo entrar ahí dentro?
—Niña tonta —contestó la vieja—, la apertura es suficientemente grande, ¿no ves? Yo misma puedo meterme dentro.
Se encaramó y metió la cabeza en el horno. Y entonces Gretel le dio un empujón, que la metió del todo, cerró la puerta de hierro y corrió el cerro. ¡Uf! Y entonces la bruja comenzó a aullar de manera terrible, mas Gretel salió corriendo mientras la bruja despiadada se abrasaba miserablemente. Gretel fue corriendo hacia Heansel, abrió el establo y exclamó:
—¡Haensel, estamos salvados, la vieja bruja está muerta!
Entonces Haensel saltó afuera como un pájaro de la jaula cuando abren la puerta. ¡Cuánto se alegraron! Se abrazaron, saltaron de júbilo y se besaron. Y como ya no tenían nada que temer, entraron en la casa de la vieja y allí encontraron por todas partes cofres con perlas y piedras preciosas.
—Son mejores que las chinitas —dijo Hensel, y se metió en el bolsillo las que cupieron.
Gretel dijo:
—Yo también quiero llevarme algo a casa.
Y cargó su delantal hasta arriba.
—Y ahora vámonos —dijo Haensel—. A ver si salimos de este bosque embrujado.
Cuando llevaban ya un par de horas caminando llegaron a un gran lago.
—No podemos cruzarlo —dijo Haensel—. No veo ningún embarcadero ni puente.
—Por aquí no pasa ningún barquito —replicó Gretel—, pero por ahí va un pato blanco y, si se lo pido, nos ayudará a cruzarlo.
Y entonces gritó:
Patito, patito,
aquí están Gretel y Haensel.
No hay embarcadero ni puente,
llévanos sobre tu lomo blanco.
El patito se acercó, Haensel se sentó sobre él y pidió a su hermanita que se sentara a su lado.
—No —replicó ella—. Es demasiado para el patito; que nos lleve uno a uno.
Esto hizo el buen animalito y, después de cruzar el lago sin contratiempos y de caminar durante un ratito, el bosque les iba resultando cada vez más familiar, hasta que al final divisaron la casa de su padre. Entonces echaron a correr, entraron de golpe en la casa y abrazaron a su padre. Desde que abandonó a los niños en el bosque, el padre no había vuelto a sentir alegría y la mujer había muerto ya. Gretel soltó su delantal y entonces las perlas y piedras preciosas se desparramaron por la casa, mientras Hensel arrojaba un puñado tras otro de su bolsillo. Con esto se acabaron todas las preocupaciones y vivieron juntos muy felices. Mi cuento se ha acabado y por ahí corre un ratón; quien lo atrape podrá hacerse una capa de piel grande, grande con él.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
La bella durmiente
Hermanos Grimm
Hace muchos años vivía un rey y una reina, que decían todos los días:
— ¡Ay, si tuviéramos un hijo! — y no les nacía ninguno; pero una vez, estando la reina bañándose, saltó una rana en el agua, la cual le dijo:
— Antes de un año verás cumplido tu deseo, y tendrás una hija.
No tardó en verificarse lo que había predicho la rana, pues la reina dio a luz una niña tan hermosa, que el rey, lleno de alegría, ignoraba que hacer y dispuso un gran festín, al cual invitó no sólo a sus parientes, amigos y conocidos, sino también a las hadas para que la niña fuese amable y de buenas costumbres. Había trece hadas en su reino, pero como sólo tenía doce cubiertos de oro, que son los únicos con que comen, una de ellas no podía asistir al banquete. Celebrose éste con gran magnificencia, y al terminarse, regaló a la niña cada una de las hadas un don especial; ésta la virtud, aquella la hermosura, la tercera las riquezas, y así le concedieron todo cuanto puede desearse en el mundo; mas apenas había hablado la undécima, entró de repente la decimotercera, deseosa de vengarse porque no la habían convidado, y sin saludar ni mirar a nadie, dijo en alta voz:
— La princesa se herirá con un huso al cumplir los quince años y quedará muerta en el acto.
Y salió de la sala sin decir otra palabra. Asustáronse todos los presentes, pero entró enseguida la duodécima que no había hecho aún su regalo; no pudiendo evitar el mal que había predicho su compañera, procuró modificarle y dijo:
— La princesa no morirá, pero estará sumergida en un profundo sueño por espacio de un siglo, del cual volverá, trascurrido este tiempo.
El rey, que quería evitar a su querida hija todo género de desgracias, dio la orden de que se quemasen todos los husos de su reino; pero la joven se hallaba adornada de todas las gracias que la habían concedido las hadas, pues era muy hermosa, amable, graciosa y entendida, de manera, que cuantos la veían, sentían hacia ella el mayor cariño. Mas al llegar el día en que cumplió los quince años, dio la casualidad de que se hallase sola en palacio por haber salido el rey y la reina; comenzó a recorrer aquella vasta morada, deseosa de saber lo que contenía y vio una tras otra todas las habitaciones hasta que llegó a una torre muy elevada; subió una estrecha escalera y llegó a una puerta, la cual no se tardó en abrir, dejándola ver una pequeña habitación, donde se hallaba una anciana con su huso hilando con la mayor laboriosidad.
— Buenos días, abuelita, — dijo la princesa—, ¿qué haces?
— Estoy hilando, — contestó la anciana haciendo una cortesía con la cabeza.
— ¿Qué es eso que se mueve con tanta ligereza? — continuó diciendo la niña; y fue a coger el huso para ponerse a hilar; pero apenas le había tocado, se realizó el encanto y se hirió en el dedo.
En el mismo instante en que sintió la cortadura fue a parar a su cama, donde cayó en un profundo sueño, el cual se extendió a todo el palacio. El rey y la reina, que habían entrado en aquel mismo momento se quedaron dormidos, igualmente que toda la corte; también se durmieron los caballos en la cuadra, los perros en el patio, las palomas en el techo, las moscas en la pared, y hasta el fuego que ardía en el fogón dejó de arder, y la comida cesó de cocer, y el cocinero y los pinches se durmieron por último, para que no quedase nadie despierto. Cesó también el viento y no volvió a moverse ni aun la hoja de un árbol de los alrededores del palacio.
No tardó mucho en nacer y crecer un zarzal en torno de aquel edificio, el cual fue haciéndose más grande cada día hasta que le cercó por completo, de manera que ni aun su techo se veía, y solo los ancianos del país podían dar alguna noticia de la hermosa Briar Rose que se hallaba allí dormida; pues con este nombre era conocida la princesa, y de tiempo en tiempo venían algunos príncipes que querían penetrar a través de la zarza en el palacio, mas les era imposible, pues las espinas se cerraban fuertemente, y los jóvenes quedaban cogidos por ellas, no pudiendo muchas veces soltarse, de modo que morían allí. Trascurridos muchos, muchos años, fue un príncipe a aquel país y oyó lo que refería un anciano de aquella zarza, detrás de la cual había un palacio, en el que dormía desde el siglo anterior una hermosa princesa, llamada Briar Rose, y con ella estaban dormidos el rey y la reina y toda la corte. Añadió además haber oído decir a su abuelo que muchos príncipes habían tratado ya de atravesar por el zarzal, pero que no lo habían podido conseguir, quedando en él muertos.
Entonces dijo el doncel:
— Yo no tengo miedo y he de ver a la bella Briar Rose.
El buen anciano quiso distraerle de su propósito, mas viendo que no lo conseguía, le dejó entregarse a su suerte. Pero precisamente entonces habían trascurrido los cien años y llegado el día, en el cual debía despertar, Briar Rose. Cuando se acercó el príncipe a la zarza, la halló convertida en un hermoso rosal, que abriéndose por sí mismo le dejó pasar cerrándose después. Llegó a la cuadra y vio dormidos a los perros y caballos, miró el techo y vio a las palomas con la cabeza debajo de las alas, y cuando entró en el edificio, notó que las moscas estaban dormidas en las paredes, el cocinero se hallaba en la cocina en actitud de llamar a los pinches, y la criada estaba cerca de un gallo que parecía dispuesto a cantar. Fue un poco más lejos y vio en un salón a toda la corte dormida, y al rey y a la reina durmiendo en su trono. Fue un poco más allá y todo se encontraba tranquilo, sin que se oyese el menor ruido, hasta que al fin llegó a la torre y abrió la puerta del cuarto en que dormía Briar Rose. Quedose mirándola, y era tan hermosa, que no pudo separar sus ojos de ella; se inclinó y le dio un beso, pero apenas la habían tocado sus labios, abrió los ojos Briar Rose, despertó y le miró con la mayor amabilidad. Bajaron entonces juntos y despertó el rey y la reina y toda la corte y se miraron unos a otros llenos de admiración; despertaron los caballos en la cuadra y comenzaron a relinchar, y los perros ladraron al levantarse y las palomas que se hallaban en el techo sacaron sus cabecitas de debajo de sus alas, miraron a su alrededor y echaron a volar; las moscas se separaron de las paredes, el fuego se reanimó y se puso a chisporrotear en la cocina y se coció la comida; el cocinero dio un cachete a cada pinche, los cuales comenzaron a llorar, y la criada despertó al canto del gallo. Celebrose entonces con grande magnificencia la boda del príncipe con Briar Rose y vivieron felices hasta el fin de sus días.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
Rapunzel
Hermanos Grimm
Había en una ocasión un matrimonio que deseaba hacía mucho tiempo tener un hijo, hasta que al fin la mujer esperaba que el Señor estuviera a punto de cumplir sus deseos. En la alcoba de los esposos había una ventana pequeña, cuyas vistas daban a un hermoso huerto, en el cual se encontraban toda clase de flores y legumbres. Se hallaba empero rodeado de una alta pared, y nadie se atrevía a entrar dentro, porque pertenecía a una hechicera muy poderosa y temida de todos. Un día estaba la mujer a la ventana mirando al huerto en el cual vio un cuadro plantado de ruiponces, y le parecieron tan verdes y tan frescos, que sintió antojo por comerlos. Creció su antojo de día en día y, como no ignoraba que no podía satisfacerle, comenzó a estar triste, pálida y enfermiza.
Asustose el marido y le preguntó:
— ¿Qué tienes, querida esposa?
— ¡Oh! — le contestó—, si no puedo comer ruiponces de los que hay detrás de nuestra casa, me moriré de seguro.
El marido que la quería mucho, pensó para sí.
— Antes de consentir en que muera mi mujer, le traeré el ruiponce, y sea lo que Dios quiera.
Al anochecer saltó las paredes del huerto de la hechicera, cogió en un momento un puñado de ruiponces, y se los llevó a su mujer, que hizo enseguida una ensalada y se las comió con el mayor apetito. Pero le supo tan bien, tan bien, que al día siguiente tenía mucha más ganas todavía de volverlos a comer, no podía tener descanso si su marido no iba otra vez al huerto. Fue por lo tanto al anochecer, pero se asustó mucho, porque estaba en él la hechicera.
— ¿Cómo te atreves, —le dijo encolerizada,— a venir a mi huerto y a robarme mi ruiponce como un ladrón? ¿No sabes que puede venirte una desgracia?
— ¡Ah! — le contestó—, perdonad mi atrevimiento, pues lo he hecho por necesidad. Mi mujer ha visto vuestro ruiponce desde la ventana, y se le ha antojado de tal manera que moriría si no lo comiese.
La hechicera le dijo entonces deponiendo su enojo:
— Si es así como dices, coge cuanto ruiponce quieras, pero con una condición: tienes que entregarme el hijo que dé a luz tu mujer. Nada le faltará, y le cuidaré como si fuera su madre.
El marido se comprometió con pena, y en cuanto vio la luz su hija se la presentó a la hechicera, que puso a la niña el nombre de Rapunzel (que significa ruiponce) y se la llevó.
Rapunzel era la criatura más hermosa que ha habido bajo el sol. Cuando cumplió doce años la encerró la hechicera en una torre que había en un bosque, la cual no tenía escalera ni puerta, sino únicamente una ventana muy pequeña y alta. Cuando la hechicera quería entrar se ponía debajo de ella y decía:
Rapunzel, Rapunzel,
echa tus cabellos
subiré por ellos.
Pues Rapunzel tenía unos cabellos muy largos y hermosos y tan finos como el oro hilado. Apenas oía la voz de la hechicera, desataba su trenza, la dejaba caer desde lo alto de su ventana, que se hallaba a más de veinte varas del suelo y la hechicera subía entonces por ellos.
Mas sucedió, trascurridos un par de años, que pasó por aquel bosque el hijo del rey y se acercó a la torre en la cual oyó un cántico tan dulce y suave que se detuvo escuchándole. Era Rapunzel que pasaba el tiempo en su soledad entreteniéndose en repetir con su dulce voz las más agradables canciones. El hijo del rey hubiera querido entrar, y buscó la puerta de la torre, pero no pudo encontrarla. Marchose a su casa, pero el cántico había penetrado de tal manera en su corazón, que iba todos los días al bosque a escucharle. Estando uno de ellos bajo un árbol, vio que llegaba una hechicera, y la oyó decir:
Rapunzel, Rapunzel,
echa tus cabellos
subiré por ellos.
Rapunzel dejó entonces caer su cabellera y la hechicera subió por ella.
— Si es esa la escalera por la cual se sube, — dijo el príncipe—, quiero yo también probar fortuna.
Y al día siguiente, cuando empezaba a anochecer se acercó a la torre y dijo:
Rapunzel, Rapunzel,
echa tus cabellos
subiré por ellos.
Enseguida cayeron los cabellos y subió el hijo del rey. Al principio se asustó Rapunzel cuando vio entrar un hombre, pues sus ojos no habían visto todavía ninguno, pero el hijo del rey comenzó a hablarle con la mayor amabilidad, y le refirió que su cántico había conmovido de tal manera su corazón, que desde entonces no había podido descansar un solo instante y se había propuesto verle y hablarle. Desapareció con esto el miedo de Rapunzel y cuando le preguntó si quería casarse con él, y vio que era joven y buen mozo, pensó para sí:
— Le querré mucho más que a la vieja hechicera.
Le dijo que sí, y estrechó su mano con la suya, añadiendo:
— De buena gana me marcharía contigo, pero ignoro cómo he de bajar; siempre que vengas tráeme cordones de seda con los cuales iré haciendo una escala, y cuando sea suficientemente larga, bajaré, y me llevarás en tu caballo.
Convinieron en que iría todas las noches, pues la hechicera iba por el día, la cual no notó nada hasta que le preguntó Rapunzel una vez:
— Dime, abuelita ¿cómo es que tardas tanto tiempo en subir, mientras el hijo del rey llega en un momento a mi lado?
— ¡Ah, pícara! — le contestó la hechicera—. ¡Qué es lo que oigo! ¡Yo que creía haberte ocultado a todo el mundo, y me has engañado!
Cogió encolerizada los hermosos cabellos de Rapunzel, les dio un par de vueltas en su mano izquierda, tomó unas tijeras con la derecha, y tris, tras, los cortó, cayendo al suelo las hermosas trenzas, y llegó a tal extremo su furor que llevó a la pobre Rapunzel a un desierto, donde la condenó a vivir entre lágrimas y dolores.
El mismo día en que descubrió la hechicera el secreto de Rapunzel, tomó por la noche los cabellos que le había cortado, los aseguró a la ventana, y cuando vino el príncipe dijo:
Rapunzel, Rapunzel,
echa tus cabellos
subiré por ellos.
Los encontró colgando. El hijo del rey subió entonces, pero no encontró a su querida Rapunzel, sino a la hechicera, que le recibió con la peor cara del mundo.
— ¡Hola! — le dijo burlándose—, vienes a buscar a tu queridita, pero el pájaro no está ya en su nido y no volverá a cantar; le han sacado de su jaula y tus ojos no le verán ya más. Rapunzel es cosa perdida para ti, no la encontrarás nunca.
El príncipe sintió el dolor más profundo y en su desesperación saltó de la torre; tuvo la fortuna de no perder la vida, pero las zarzas en que cayó le atravesaron los ojos. Comenzó a andar a ciegas por el bosque, no comía más que raíces y hierbas y sólo se ocupaba en lamentarse y llorar la pérdida de su querida esposa. Vagó así durante algunos años en la mayor miseria, hasta que llegó al final al desierto donde vivía Rapunzel en continua angustia. Oyó su voz y creyó conocerla; fue derecho hacia ella, la reconoció. Apenas la hubo encontrado, se arrojó a su cuello y lloró amargamente. Las lágrimas que humedecieron sus ojos, les devolvieron su antigua claridad y volvió a ver como antes.
La llevó a su reino donde fueron recibidos con gran alegría, y vivieron muchos años dichosos y contentos.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
La oca de oro
Hermanos Grimm
Un buen hombre tenía tres hijos. El tercero de ellos, a quien llamaban El Zoquete, era el blanco de las burlas de todos.
Un día, el hijo mayor quiso ir al bosque a cortar leña, y su madre le dio una torta de huevos y una botella de vino. Cuando llegó al bosque, un viejo de pelo gris le dijo:
—Dame un pedacito de tu torta y un sorbo de tu vino. Tengo hambre y sed.
El listo mozo respondió:
—Si te doy, apenas quedará para mí. Sigue tu camino y déjame.
El viejo bajó la cabeza y siguió adelante, mientras el mozo se ponía a cortar un árbol. Al poco rato dio un hachazo el falso y el hacha se clavó en el brazo. Esta herida fue el pago de su conducta con el hombrecillo.
Partió luego el segundo hermano hacia el bosque, provisto, como el mayor, de una torta y una botella de vino. También le salió al paso el viejecito de cabello gris, pidiéndole un pedazo de torta y un trago de vino. El muchacho le replicó con displicencia:
—Lo que diese me lo quitaría a mí. ¡Sigue tu camino!
Y dejando plantado al anciano, se puso a cortar un árbol. Apenas había asestado un par de hachazos del tronco, cuando se hirió en una pierna y tuvieron que conducirlo a su casa.
Dijo entonces Zoquete:
—Padre, déjame ir al bosque a buscar leña.
—Vete si te empeñas —contestó el padre—. A fuerza de golpes ganarás experiencia.
Le dio la madre una torta amasada de agua y cocida en las brasas y una botella de cerveza agria. Cuando llegó al bosque se encontró igualmente con el hombrecillo de pelo gris, el cual le saludó y dijo:
—Dame un pedazo de torta y un trago de lo que llevas en la botella, pues tengo hambre y sed.
—No llevo sino una torta cocida en las brasas y cerveza agria —le respondió El Zoquete—. Si te conformas, sentémonos y comeremos.
Se sentaron. Y he aquí que cuando el mozo sacó la torta, resultó ser un magnífico pastel de huevos, y la cerveza agria se había convertido en un vino excelente.
—Puesto que tienes buen corazón y eres generoso, te daré suerte. ¿Ves aquel viejo árbol? Pues córtalo. Encontrarás algo en la raiz.
Con esas palabras el hombrecillo se despidió.
El Zoquete se encaminó al árbol y lo derribó a hachazos, y al caer apareció entre las raíces una oca de plumas de oro puro. Se la llevó consigo y entró en una posada para pasar la noche. El dueño tenía tres hijas, que, al ver la oca, sintieron curiosidad y quisieron tener una de sus plumas de oro. En un momento en el que el muchacho salió del cuarto, la mayor sujetó a la oca por un ala, pero los dedos se le quedaron pegados al animal. Pronto acudió la segunda, y en cuanto tocó a su hermana también se quedó pegada a ella. Por fin llegó la tercera, y, apenas hubo tocado a la segunda, quedó igualmente pegada sin poder soltarse. Y así, las tres tuvieron que pasar la noche pegadas unas a otras y a la oca.
A la mañana siguiente, El Zoquete tomó al animal y se lo puso bajo el brazo. Luego emprendió el camino de su casa sin preocuparse de las tres muchachas, que se veían obligadas a seguirle a gran velocidad.
En medio del campo, se encontraron con el señor cura, quien, al ver la comitiva, dijo:
—¿No os da vergüenza, descaradas, correr de este modo tras un joven? ¿Os parece decente?
Tomó entonces a la menos de la mano, con intención de separarla. Pero apenas la había tocado y quedó también él enganchado, y hubo de participar igualmente en la carrera.
Al rato acertó a pasar el sacristán, que, a ver al cura corriendo, dijo muy sorprendido:
—Pero, señor cura, ¿adónde va tan deprisa?
Y corriendo hacia él, le sujetó por la manga, quedando prendido como los demás.
Se cruzaron al poco con unos labradores, los llamó el cura pidiendo que los desenganchasen, pero en cuanto les tocaron también se quedaron pegados. Y ya eran siete los que corrían tras El Zoquete y su oca.
Poco después llegaron a una ciudad cuyo rey tenía una hija tan seria que nadie había logrado arrancarle una sonrisa. Por eso, el monarca había hecho pregonar que daría la mano de la princesa a aquel hombre que consiguiera hacerla reír. Al enterarse de ello, El Zoquete, se presentó a la hija del rey arrastrando todo el séquito. Apenas vio la princesa aquella hilera de siete personas corriendo sin parar unas tras otras, se echó a reír tan fuerte y tan a gusto que no podía interrumpir sus carcajadas.
Entonces El Zoquete la pidió por esposa. Pero el rey le puso toda clase de objeciones, y al fin le dijo que antes habría que traerle a un hombre capaz de beberse todo el vino que cabía en la bodega del palacio.
Pensó el muchacho en el hombrecillo del bosque y fue a pedirle ayuda. Y he aquí que en el mismo lugar donde cortara el árbol vio sentado a un individuo en cuyo rostro se reflejaba la aflicción. Preguntóle El Zoquete por el motivo de su pesar el otro le contestó:
— Sufro una sed terrible, que no puedo calmar de ningún modo.
— Yo puedo remediar eso —le dijo el joven—. Vente conmigo.
Y le condujo a la bodega real, donde el hombre la emprendió, bebe que te bebe, con las voluminosas cubas. Antes de que hubiese terminado el día había vaciado la bodega.
El Zoquete acudió nuevamente a reclamar a su novia. Pero el rey le puso una nueva condición. Para obtener la mano de la princesa debía encontrar a un hombre capaz de comerse una montaña de pan. No se lo pensó mucho el mozo y se dirigió inmediatamente al bosque. En el mismo lugar que la otra vez encontró a un hombre lamentándose:
— Me he comido toda una hornada de pan. Pero, ¿qué es esto para un hambre como la que yo tengo?
Le respondió El Zoquete, muy contento:
—Vente conmigo y te vas a hartar. Llevóle luego a la corte del rey, el cual había hecho cocer una montaña de pan. El hombre del bosque se situó frente a ella y empezó a comer; al ponerse el sol, aquella enorme mole había desaparecido.
Por tercera vez, El Zoquete reclamó la mano de la princesa, pero el rey le exigió que trajera un barco capaz de ir por la tierra y por el agua.
—En cuanto llegues navegando en él, mi hija será tu esposa —le dijo.
Nuevamente se fue el muchacho al bosque, donde le esperaba el viejecito del pelo gris.
—Gracias a ti he comido y bebido —dijo el anciano—. Ahora te conseguiré el barco. Todo esto lo hago porque fuiste compasivo conmigo.
Y le dio el barco que iba por la tierra y por el agua, y el rey, cuando lo vio, ya no pudo seguir negándose a entregar a su hija. Se celebró la boda, y, a la muerte del rey, El Zoquete heredó la corona, viviendo feliz durante largos años en compañía de su esposa.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
Los duendes zapateros
Hermanos Grimm
Había una vez un zapatero que, sin ninguna culpa por su parte, llegó a ser tan pobre, tan pobre, que, al fin, no le quedó más que el trozo de cuero indispensable para hacer un par de zapatos. Los cortó una noche, pensando coserlos a la mañana siguiente y, como estaba muy cansado, se acostó y se quedó dormido.
Al día siguiente, fue a buscar el trabajo que había preparado la víspera y se encontró hecho el par de zapatos. El pobre hombre no podía creer lo que veían sus ojos. Examinando detenidamente los zapatos, se dio cuenta de que cada puntada ocupaba el lugar preciso. ¡Aquellos zapatos eran una verdadera obra maestra!
Al poco, entró un comprador y tanto le gustó el par, que pagó por él más de lo acostumbrado. Con aquel dinero, el zapatero pudo comprar cuero para hacer dos pares. Los cortó al anochecer, dispuesto a trabajar en ellos al día siguiente, pero no fue preciso, pues al levantarse, allí estaban terminados, y para aquellos zapatos tampoco le faltó un nuevo comprador. Este se los pagó tan espléndidamente, que pudo comprar cuero para cuatro pares. Cortó el material y a primera hora de la mañana siguiente, cuando iba a ponerse a coser, estaban acabados también, y lo mismo sucedió los días siguientes. ¡Era algo, en todos los aspectos, portentoso! Los zapatos que cortaba por la noche aparecían cosidos por la mañana con el mayor primor y perfección y los vendía rápidamente. Corrió la voz y mucha gente fue a comprar aquellos zapatos. Total, que pronto el zapatero pudo empezar a vivir bien e incluso llegó a convertirse en un hombre acomodado.
Una noche, cuando el zapatero se iba a descansar, una vez concluido el trabajo, le dijo a su mujer:
—¿Qué te parece si no nos acostásemos esta noche y procurásemos ver quién nos hace el favor de coser estos zapatos magníficos?¡Ojalá pudiéramos pagárselos algún día!
La mujer estuvo de acuerdo y encendió una vela. Hecho esto, los dos se ocultaron tras una cortina, dispuestos a vigilar. Al sonar la medianoche, vieron entrar en la zapatería a dos duendecillos desnudos, que se sentaron delante de la mesa del zapatero y tomaron el trabajo que estaba allí preparado. Luego, comenzaron a coser, agujerear y clavetear, moviendo sus deditos tan hábil y velozmente, que el zapatero, maravillado, apenas podía seguirlos con la vista. Hasta que concluyeron la tarea y la colocaron sobre la mesa, los pequeños hombrecillos no pararon ni un momento. Después se levantaron de un salto y salieron corriendo a la calle.
Al día siguiente, por la mañana, la mujer del zapatero le dijo a su marido:
—Esos pequeños duendes nos han hecho ricos y debemos demostrarles que somos gente agradecida. Como andan desnuditos por el mundo, deben tener mucho frío. ¿Qué te parece si les cosemos unas camisas, chaquetas, chalecos y pantalones, así como un par de calcetines y un par de guantes de punto para cada uno? Tú, naturalmente, te encargarás de hacerles unos buenos zapatos.
El zapatero accedió con gusto a la proposición de su mujer. Enseguida los dos, muy ilusionados, se pusieron manos a la obra, y no abandonaron su trabajo hasta que lo tuvieron terminado del todo, al anochecer. Entonces se fueron a cenar, y cuando llegó la hora de acostarse dejaron los regalos sobre la mesa en lugar de los zapatos cortados de cada día. Después se colocaron de modo que pudieran observar lo que hacían los duendes. Al sonar las doce, entraron estos dispuestos a ponerse a trabajar, pero, al ver las preciosas prendas de ropa, se quedaron paralizados por la sorpresa. Enseguida se recuperaron y, a toda prisa, se vistieron camisas, chaquetas y pantalones mientras cantaban alegremente:
¡Oh! Qué trajes tan refinados,
con guantes y zapatos combinados.
Ahora somos duendes elegantes,
¡ya no seremos zapateros como antes!
Danzaron y cantaron dando vueltas por la zapatería y, por fin, sin dejar de bailar, salieron a la calle.
El zapatero y su esposa no volvieron a verlos jamás, pero gracias al trabajo de los duendecillos, pudieron vivir felices el resto de sus días.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
Falada: El caballo prodigioso
Hermanos Grimm
Vivía una vez una reina anciana, viuda desde hacía muchos años, la cual tenía una hermosa hija.
Cuando ésta fue crecida, la prometieron a un príncipe de un país muy lejano.
Llegada la época en que debían celebrarse las bodas, y cuando la joven se disponía a partir a lejanas tierras, la buena anciana llenó sus baúles de objetos preciosos de oro y de plata, de copas y de joyas, en fin, de todo lo que convenía para una regia dote, porque amaba a su hija de todo corazón.
También le dio una criada que debía acompañarla y entregarla a su prometido.
A cada una les dio un caballo para hacer el viaje; pero el de la Princesa sabía hablar, y se llamaba Falada.
Llegada la hora de la despedida, la anciana madre entró en su dormitorio y, cogiendo un cuchillo, se hirió en los dedos; luego dejó caer tres gotas de sangre sobre un pedacito de lienzo blanco, y dándoselo a la hija le dijo:
—Hija mía, guárdalo bien; te hará falta en el camino.
Llenas de tristeza se despidieron. El lienzo se lo metió la Princesa en el pecho, subió al caballo y partió.
Al cabo de una hora de marcha sintió mucha sed y dijo a su doncella:
—Bájate y sácame agua del arroyo con la copa que has traído para mí. Quisiera beber agua.
—Si tenéis sed—dijo la doncella, bajad vos misma, acercaos al agua y bebed: yo no quiero ser vuestra criada.
Entonces la Princesa, como tenía tanta sed, se bajó del caballo y arrodillándose a la orilla, se inclinó sobre el agua y bebió en la mano, porque la doncella no la dejó beber en la copa de oro. Y la Princesa dijo:
—¡Dios mío!
Y las tres gotas de sangre contestaron:
—Si tu madre supiera esto, el corazón se le partiría.
Pero la real prometida era humilde, y sin decir una palabra subió otra vez al caballo.
Así siguieron unas cuantas leguas: pero era un día de mucho calor, el sol quemaba, y pronto volvió a tener sed. Y como pasaban junto a un río dijo otra vez a su doncella:
«Bájate y dame de beber en mi copa de oro », porque ya se le había olvidado la mala respuesta que le diera antes.
La doncella contestó aún con más soberbia:
—Si queréis beber, bebed en la mano; yo no quiero ser vuestra criada. Muerta de sed la Princesa, bajó del caballo, e inclinándose sobre el agua, lloraba y decía:
—¡Dios mío!
Y las gotas de sangre contestaron de nuevo:
—Si tu madre supiera esto, el corazón se le partiría,
Mientras bebía se inclinó tanto, que se le cayó el trapito del seno, y el agua se lo llevó sin que ella lo notara.
Pero la doncella lo había visto, y se alegró de tener poder sobre la prometida que como había perdido las tres gotas de sangre, era débil.
Cuando la Princesa quiso subirse a su caballo, llamado Falada, dijo la doncella:
Falada será mi cabalgadura y tú montarás mi jumento.
Y la Princesa no tuvo más remedio que obedecerla.
Luego la doncella le mandó que se quitase los vestidos regios y se pusiera los suyos y, por último, la hizo jurar que en la corte no diría nada a nadie; a lo cual se sometió porque, de no haber hecho el juramento, la habría matado. Pero Falada lo vio todo.
La doncella montó sobre Falada, y la verdadera prometida sobre el mal pollino, y continuaron su camino hasta que por fin llegaron al palacio real. Allí produjo inmensa alegría su llegada. El Príncipe, corriendo a su encuentro, ayudó a la doncella a bajarse del caballo, creyendo que era su prometida, y le hicieron subir la escalera, mientras que a la verdadera Princesa la dejaron en el patio.
Entonces el viejo Rey, mirando por la ventana, reparó en ella, y como era tan delicada y hermosa, al entrar en el aposento regio preguntó a la novia quién era la que había ido acompañándola y que estaba en el patio.
—Me la he traído para que me acompañe; dad algo que hacer a esta criada para que no esté desocupada.
Pero el anciano Rey no tenía trabajo para ella y dijo:
—Tengo un muchachito que me guarda los gansos; que le ayude.
Y la verdadera prometida tuvo que ayudar a guardar los gansos al muchacho que se llamaba Conrado.
Poco después la falsa prometida, dijo al Príncipe: —Querido esposo, os ruego que me hagáis un favor.
El respondió: —Con mucho gusto. —Mandad cortar la cabeza al caballo que me ha traído, porque me ha dado muchos disgustos por el camino.
Le pedía esto porque tenía miedo de que el caballo hablara y dijera lo que ella había hecho con la Princesa.
Quedó, pues, decidido que matarían a Falada; pero llegó a noticia de la verdadera Princesa, que en secreto prometió una moneda al verdugo si éste le hacía un pequeño favor.
En la población había una puerta grande y sombría, por donde ella tenía que pasar con sus gansos por la mañana y por la noche; debajo de aquella puerta le dijo que clavase la cabeza de Falada, para que pudiera verla todos los días.
El verdugo dio palabra de hacerlo; cortó la cabeza al caballo y la clavó debajo de la puerta sombría.
Por la mañana temprano la Princesa, al pasar con Conrado por debajo de la puerta, dijo:
—¡Oh Falada, que estás aquí colgado! Y la cabeza contestó:
—¡Oh Princesa, si tu madre supiera esto, se le partiría el corazón! Entonces salió tranquilamente de la ciudad y fue a guardar los gansos en el campo. Llegados al prado, la Princesa se sentó y se soltó los cabellos, que eran de oro puro: Conrado al verlos tan hermosos, quiso arrancarle algunos.
Pero ella dijo:
¡Viento, sal llévate el sombrero de Conrado, y hazle correr hasta que me peine!
Se levantó un aire muy fuerte, que se llevó el sombrero de Conrado y le hizo correr tras él por todos los campos. Cuando volvió ya se había peinado y hecho las trenzas de manera que el muchacho no pudo coger ningún cabello. Conrado se enfadó y no habló con ella. Así continuaron cuidando los gansos hasta que volvieron a casa por la noche.
A la mañana siguiente al pasar por la puerta sombría, dijo la joven:
¡Oh Falada, que estás clavado aquí!
Ya en el campo la Princesa volvió a sentarse en el prado y empezó a peinarse. Conrado alargó la mano para coger las trenzas; pero ella dijo apresuradamente:
— ¡Viento, sal, llévate el sombrero de Conrado, y hazle correr hasta que me haga la trenza!
Y sopló el viento y se llevó el sombrero e hizo correr a Conrado. Cuando éste volvió, hacía rato que la Princesa se había peinado. No pudo cogerle ningún cabello, y siguieron guardando los gansos hasta la noche.
Pero cuando llegaron a casa fue Conrado al viejo Rey y le dijo:
— No quiero guardar más los gansos con esta muchacha.
— ¿Por qué? — preguntó el monarca.
— Porque me hace rabiar todo el día.
Entonces el Rey mandó que le contase cómo le iba con ella y Conrado le dijo:
— Por la mañana siempre que pasamos con nuestra manada por la puerta sombría, donde está colgada del muro una cabeza de caballo, le dice:
— ¡Oh Falada, que estás aquí colgado!
— ¡Oh Princesa, si tu madre supiera esto, se le partiría el corazón!
Así siguió contando Conrado lo que solía pasar en el prado y cómo tenía que correr tras el sombrero.
El viejo Rey, le mandó salir de nuevo a la mañana siguiente. El también salió, y sentándose detrás de la puerta, oyó como ella hablaba con la cabeza de Falada, luego la siguió al campo y se escondió tras un arbusto del prado.
Entonces vio con sus propios ojos cómo la muchacha se sentó y se soltó los cabellos resplandecientes y decía:
—¡Viento, sal, llévate el sombrero de Conrado y hazla correr hasta que me haga las trenzas!
Y sopló un viento muy fuerte que se llevó el sombrero de Conrado, el cual tuvo que correr tras él, y la muchacha se peinó e hizo sus trenzas. Todo lo vio el viejo Rey.
Éste se marchó luego, sin ser visto, y cuando por la noche volvió la muchacha, el Rey la llamó y le preguntó por qué hacía todo aquello.
—No puedo decíroslo, ni tampoco contar mi pena a nadie, porque así lo he jurado ante el Cielo; si no, me habrían matado.
El Rey insistió mucho y no la dejaba en paz; pero no pudo sacarle nada. Entonces dijo:
—Si no quieres decirme nada, cuéntale tus penas a esa estufa. Y se marchó.
La joven entró en la estufa, comenzó a llorar y dijo:
—Aquí estoy abandonada de todos, y, sin embargo, soy princesa. Una doncella falaz me ha traído a viva fuerza, me ha quitado los vestidos regios, ha tomado mi puesto al lado de mi prometido, y yo tengo que servir guardando gansos. ¡Si mi madre lo supiera, se le partiría el corazón!
Pero el viejo Rey estaba al otro lado de la estufa oyendo lo que decía. Luego entró de nuevo, la hizo salir de la estufa y mandó ponerle regias vestiduras, con lo cual parecía una maravilla de hermosura.
El viejo Rey llamó a su hijo y le declaró que tenia por novia a quien no era tal, sino una criada, y que la verdadera era la que había guardado gansos.
El joven Rey se alegró de todo corazón al ver su hermosura y su virtud.
Se dio luego un gran banquete, al cual convidaron a muchas personas. A la cabecera estaba sentado el novio, la Princesa a un lado y al otro la criada, que estaba como ciega y no conocía en su esplendor a la Princesa.
Al terminar la fiesta, el viejo Rey propuso un acertijo a la doncella para que lo resolviera, preguntándole qué pena merecía la que había engañarlo al amo del modo que refirió, contando lo sucedido. La falsa novia respondió:
—Merece que desnuda la echen en un cubo lleno de clavos, y que dos caballos la arrastren por todas las calles hasta que muera.
—Esa eres tú— dijo el viejo Rey. —Ya has encontrado tu propia sentencia, con arreglo a la cual eres juzgada.
Hecho esto, se casó el joven Rey con su verdadera esposa, y ambos gobernaron el reino en paz y ventura para todos.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
El agua de la vida
Hermanos Grimm
Mucho antes de que usted o yo nacieramos, reinó, en un país muy lejano, un rey que tenía tres hijos. Este rey cayó una vez muy enfermo, tan enfermo que nadie pensó que podría vivir. Sus hijos estaban muy afligidos por la enfermedad de su padre; y mientras caminaban juntos muy tristes por el jardín del palacio, un viejecito los encontró y les preguntó qué sucedía. Le dijeron que su padre estaba muy enfermo y que temían que nada pudiera salvarlo. 'Sé lo que sería,' dijo el viejecito; es el Agua de la Vida. Si pudiera tomar un trago, estaría bien de nuevo; pero es muy difícil de conseguir. Entonces el hijo mayor dijo: 'Pronto lo encontraré': y fue donde el rey enfermo, y le rogó que pudiera ir en busca del Agua de la Vida, ya que era lo único que podía salvarlo. 'No', dijo el rey. Preferiría morir antes que exponeros a un peligro tan grande como el que debéis afrontar en vuestro viaje. Pero rogó tanto que el rey lo dejó ir; y el príncipe pensó para sí mismo: 'Si le traigo esta agua a mi padre, él me hará el único heredero de su reino.'
Luego se puso en camino: y cuando hubo seguido su camino, llegó un momento a un valle profundo, dominado por rocas y bosques; y al mirar alrededor, vio parado sobre él sobre una de las rocas a un enanito feo, con un gorro de pan de azúcar y una capa escarlata; y el enano lo llamó y dijo: 'Príncipe, ¿hacia dónde tan rápido?' ¿Qué te importa eso, diablillo feo? dijo el príncipe con altivez, y siguió cabalgando.
Pero el enano se enfureció por su comportamiento y le lanzó un hechizo mágico de mala suerte; de modo que mientras cabalgaba por el paso de la montaña se hizo más y más angosto, y al final el camino se hizo tan angosto que no podía dar un paso adelante; y cuando pensó que había dado la vuelta a su caballo y regresado por donde había venido, él oyó una fuerte carcajada a su alrededor, y descubrió que el camino estaba cerrado detrás de él, de modo que él estaba completamente cerrado. Luego trató de bajarse del caballo y caminar a pie, pero de nuevo la risa resonó en sus oídos y se encontró incapaz de dar un paso, por lo que se vio obligado a permanecer hechizado.
Mientras tanto, el anciano rey se demoraba con la esperanza diaria del regreso de su hijo, hasta que finalmente el segundo hijo dijo: 'Padre, iré en busca del Agua de la Vida'. Porque pensó para sí mismo: 'Mi hermano seguramente está muerto, y el reino caerá ante mí si encuentro el agua.' Al principio, el rey no estaba dispuesto a dejarlo ir, pero finalmente cedió a su deseo. Así que partió y siguió el mismo camino que había hecho su hermano, y se encontró con el mismo duende, quien lo detuvo en el mismo lugar en las montañas, diciendo, como antes, 'Príncipe, príncipe, ¿hacia dónde tan rápido?' —¡Ocúpate de tus propios asuntos, entrometido! dijo el príncipe con desdén, y siguió cabalgando.
Pero el enano le echó el mismo hechizo que a su hermano mayor, y también él se vio obligado a instalarse en el corazón de las montañas. Así sucede con las personas tontas y orgullosas, que se creen superiores a los demás y son demasiado orgullosas para pedir o aceptar consejos.
Cuando el segundo príncipe se había ido por mucho tiempo, el hijo menor dijo que iría a buscar el Agua de la Vida, y confió en que pronto podría curar a su padre nuevamente. Así que partió, y el enano lo encontró también en el mismo lugar del valle, entre las montañas, y le dijo: 'Príncipe, ¿hacia dónde tan rápido?' Y el príncipe dijo: 'Voy en busca del Agua de la Vida, porque mi padre está enfermo y como para morirse: ¿puedes ayudarme? ¡Por favor, sé amable y ayúdame si puedes! ¿Sabes dónde se encuentra? preguntó el enano. 'No', dijo el príncipe, 'no lo hago. Por favor, dígame si lo sabe. 'Entonces, como me has hablado amablemente y eres lo suficientemente sabio como para buscar consejo, te diré cómo y dónde ir. El agua que buscas brota de un pozo en un castillo encantado; y, para que podáis alcanzarlo con seguridad, Te daré una varita de hierro y dos panecillos; golpea tres veces con la varita la puerta de hierro del castillo, y se abrirá: dentro estarán dos leones hambrientos echados en busca de su presa, pero si les tiras el pan te dejarán pasar; luego acércate al pozo y toma un poco del Agua de la Vida antes de que el reloj dé las doce; porque si te demoras más, la puerta se cerrará sobre ti para siempre.'
Entonces el príncipe agradeció a su pequeño amigo con la capa escarlata por su amistosa ayuda, y tomó la varita y el pan, y siguió viajando, por mar y tierra, hasta que llegó al final de su viaje y encontró que todo estaba en orden. como le había dicho el enano. La puerta se abrió de golpe al tercer golpe de varita, y cuando los leones se calmaron, atravesó el castillo y finalmente llegó a un hermoso salón. A su alrededor vio a varios caballeros sentados en trance; luego les quitó los anillos y se los puso en los dedos. En otra habitación vio sobre una mesa una espada y una hogaza de pan, que también tomó. Más adelante llegó a una habitación donde una hermosa joven estaba sentada en un diván; y ella lo recibió con alegría, y dijo, si él la liberaba del hechizo que la ataba, el reino sería suyo, si regresaría en un año y se casaría con ella. Entonces ella le dijo que el pozo que contenía el Agua de la Vida estaba en los jardines del palacio; y le ordenó que se diera prisa y sacara lo que quisiera antes de que el reloj diera las doce.
Siguió andando; y mientras caminaba a través de hermosos jardines llegó a un delicioso lugar sombreado en el que había un lecho; y pensó para sí mismo, ya que se sentía cansado, que descansaría un rato y contemplaría las hermosas escenas que lo rodeaban. Así que se acostó, y el sueño cayó sobre él desprevenido, de modo que no se despertó hasta que el reloj dio las doce menos cuarto. Entonces saltó del lecho terriblemente asustado, corrió hacia el pozo, llenó de agua una taza que estaba a su lado y se apresuró a escapar a tiempo. Justo cuando salía por la puerta de hierro dieron las doce, y la puerta cayó sobre él tan rápidamente que le partió un trozo del talón.
Cuando se encontró a salvo, se alegró mucho al pensar que había obtenido el Agua de la Vida; y cuando iba de camino a su casa, pasó junto al enanito, quien, al ver la espada y el pan, dijo: 'Has hecho un gran premio; con la espada podéis matar de un golpe a ejércitos enteros, y el pan nunca os faltará.' Entonces el príncipe pensó para sí mismo: 'No puedo ir a casa de mi padre sin mis hermanos'; entonces él dijo: 'Mi querido amigo, ¿no puedes decirme dónde están mis dos hermanos, que partieron en busca del Agua de la Vida antes que yo, y nunca regresaron?' -Los he encerrado con un amuleto entre dos montañas -dijo el enano-, porque eran orgullosos y de mala conducta, y se burlaban de pedir consejo. El príncipe rogó tanto por sus hermanos, que el enano finalmente los liberó, aunque de mala gana, diciendo: 'Cuidado con ellos, porque tienen malos corazones.' Su hermano, sin embargo, se alegró mucho al verlos, y les contó todo lo que le había sucedido; cómo había encontrado el Agua de la Vida y había tomado una copa llena de ella; y cómo había liberado a una hermosa princesa de un hechizo que la ataba; y cómo ella se había comprometido a esperar un año entero, y luego casarse con él, y darle el reino.
Entonces los tres cabalgaron juntos, y en su camino a casa llegaron a un país que estaba devastado por la guerra y una terrible hambruna, de modo que se temía que todos morirían por miseria. Pero el príncipe dio el pan al rey de la tierra, y todo su reino comió de él. Y prestó al rey la espada maravillosa, y con ella mató al ejército enemigo; y así el reino estaba una vez más en paz y abundancia. De la misma manera se hizo amigo de otros dos países por los que pasaron en su camino.
Cuando llegaron al mar, subieron a un barco y durante el viaje los dos mayores se dijeron a sí mismos: 'Nuestro hermano tiene el agua que nosotros no pudimos encontrar, por eso nuestro padre nos abandonará y le dará el reino, que es nuestro derecho'; así que estaban llenos de envidia y venganza, y acordaron juntos cómo podrían arruinarlo. Luego esperaron hasta que estuvo profundamente dormido, y vertieron el Agua de Vida de la copa, y la tomaron para ellos, dándole agua de mar amarga en su lugar.
Cuando llegaron al final de su viaje, el hijo menor llevó su copa al rey enfermo, para que bebiera y se curara. Sin embargo, apenas había probado el amargo agua del mar cuando se puso peor de lo que estaba antes; y entonces entraron los dos hijos mayores, y reprocharon al menor por lo que habían hecho; y dijo que quería envenenar a su padre, pero que habían encontrado el Agua de la Vida y la habían traído con ellos. Apenas comenzó a beber de lo que le traían, sintió que la enfermedad lo abandonaba, y estaba tan fuerte y bien como en sus días mozos. Entonces fueron donde su hermano, y se rieron de él, y dijeron: 'Bueno, hermano, encontraste el Agua de la Vida, ¿verdad? Tú has tenido el problema y nosotros tendremos la recompensa. Orad, con toda vuestra astucia, ¿Por qué no lograste mantener los ojos abiertos? El año que viene uno de nosotros te quitará a tu hermosa princesa, si no te cuidas. Será mejor que no le digas nada de esto a nuestro padre, porque él no cree una palabra de lo que dices; y si cuentas cuentos, perderás la vida en el trato: pero cállate y te dejaremos ir.
El anciano rey todavía estaba muy enojado con su hijo menor, y pensó que realmente tenía la intención de quitarle la vida; así que convocó a su corte y preguntó qué debía hacerse, y todos estuvieron de acuerdo en que debía ser ejecutado. El príncipe no sabía nada de lo que estaba pasando, hasta que un día, cuando los principales cazadores del rey fueron a cazar con él, y estaban juntos solos en el bosque, el cazador parecía tan triste que el príncipe dijo: 'Amigo mío, ¿qué ¿Qué te pasa a ti? -No puedo ni me atrevo a decírtelo -dijo-. Pero el príncipe rogó mucho y dijo: 'Sólo dime qué es, y no creas que me enojaré, porque te perdonaré'. '¡Pobre de mí!' dijo el cazador; El rey me ha ordenado que te dispare. El príncipe se sobresaltó y dijo: 'Déjame vivir, y me cambiaré de ropa contigo; tomarás mi manto real para enseñárselo a mi padre, y me darás el tuyo andrajoso.' 'Con todo mi corazón,' dijo el cazador; Estoy seguro de que me alegrará salvarte, porque no podría haberte disparado. Luego tomó la túnica del príncipe, le dio la gastada y se alejó por el bosque.
Algún tiempo después, tres grandes embajadas acudieron a la corte del anciano rey, con ricos obsequios en oro y piedras preciosas para su hijo menor; Ahora bien, todos estos fueron enviados por los tres reyes a quienes les había prestado su espada y su barra de pan, para librarlos de su enemigo y alimentar a su pueblo. Esto tocó el corazón del anciano rey, y pensó que su hijo aún podría ser inocente, y dijo a su corte: '¡Oh, si mi hijo todavía viviera! ¡Cómo me apena haberlo hecho matar! 'Todavía está vivo', dijo el cazador; 'y me alegro de haber tenido piedad de él, pero lo dejé ir en paz y trajo a casa su abrigo real'. Ante esto, el rey se llenó de alegría e hizo saber por todo su reino que si su hijo volvía a su corte, lo perdonaría.
Mientras tanto, la princesa esperaba ansiosamente hasta que regresara su libertador; e hizo construir un camino que conducía a su palacio todo de oro brillante; y les dijo a sus cortesanos que quienquiera que llegara a caballo y cabalgara directamente hasta la puerta en él, era su verdadero amante; y que debían dejarlo entrar: pero quienquiera que cabalgara por un lado de él, debían estar seguros de que no era el correcto; y que deben despedirlo de inmediato.
Pronto llegó el momento en que el hermano mayor pensó que se apresuraría a ir a la princesa y decirle que él era quien la había liberado, y que debería tenerla por esposa y el reino con ella. Cuando llegó ante el palacio y vio el camino dorado, se detuvo para mirarlo y pensó para sí mismo: 'Es una lástima cabalgar por este hermoso camino'; así que se desvió y cabalgó por el lado derecho. Pero cuando llegó a la puerta, los guardias, que habían visto el camino que tomaba, le dijeron que no podía ser lo que decía que era y que debía ocuparse de sus asuntos.
El segundo príncipe partió poco después con la misma misión; y cuando llegó al camino de oro, y su caballo había puesto un pie en él, se detuvo a mirarlo, y le pareció muy hermoso, y se dijo a sí mismo: '¡Qué lástima es que algo tenga que pisar aquí!' Luego él también se desvió y cabalgó por el lado izquierdo. Pero cuando llegó a la puerta, los guardias dijeron que él no era el verdadero príncipe, y que él también debía irse a sus asuntos; y lejos se fue.
Ahora bien, cuando se cumplió el año completo, el tercer hermano dejó el bosque en el que se había escondido por temor a la ira de su padre, y partió en busca de su prometida. Así que siguió adelante, pensando en ella todo el camino, y cabalgó tan rápido que ni siquiera vio de qué estaba hecho el camino, sino que pasó con su caballo derecho sobre él; y cuando llegó a la puerta, se abrió de par en par, y la princesa lo recibió con alegría, y dijo que él era su libertador, y que ahora debería ser su esposo y señor del reino. Pasada la primera alegría de su encuentro, la princesa le dijo que había oído que su padre lo había perdonado y su deseo de tenerlo de nuevo en casa, por lo que, antes de su boda con la princesa, fue a visitar a su padre, llevándola con él. Entonces le contó todo; cómo sus hermanos lo habían engañado y robado, y, sin embargo, que había soportado todos esos males por amor a su padre. Y el viejo rey estaba muy enojado, y quería castigar a sus hijos malvados; pero lograron escapar, se subieron a un barco y navegaron por el ancho mar, y adónde fueron nadie lo supo ni le importó.
Y ahora el viejo rey reunió a su corte y pidió a todo su reino que viniera y celebrara la boda de su hijo y la princesa. Y jóvenes y viejos, nobles y escuderos, gentiles y sencillos, acudieron inmediatamente a la llamada; y entre los demás venía el simpático enano, con el sombrero de pan de azúcar y una capa escarlata nueva.
Y se celebró la boda, y sonaron las alegres campanas. Y todas las buenas personas bailaron y cantaron, y festejaron y retozaron, no puedo decir cuánto tiempo.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
Los doce cazadores
Hermanos Grimm
Érase una vez el hijo de un rey que tenía una novia a la que amaba mucho. Y cuando estaba sentado a su lado y muy feliz, llegó la noticia de que su padre yacía enfermo de muerte y deseaba volver a verlo antes de su fin. Entonces le dijo a su amada: 'Ahora debo irme y dejarte, te doy un anillo como recuerdo mío. Cuando sea rey, volveré y te buscaré. Así que se alejó cabalgando, y cuando llegó junto a su padre, éste estaba gravemente enfermo y al borde de la muerte. Le dijo: 'Hijo querido, deseaba volver a verte antes de mi fin, prométeme casarte como yo deseo', y nombró a cierta hija de rey que sería su esposa. El hijo estaba tan preocupado que no pensó en lo que estaba haciendo, y dijo: 'Sí, querido padre, hágase tu voluntad', y entonces el rey cerró los ojos y murió.
Así que, cuando el hijo hubo sido proclamado rey, y pasado el tiempo del luto, fue obligado a cumplir la promesa que había hecho a su padre, e hizo que se pidiera en matrimonio a la hija del rey, y ella le fue prometida. Su primera prometida se enteró de esto y se inquietó tanto por su fidelidad que casi muere. Entonces su padre le dijo: 'Querida niña, ¿por qué estás tan triste? Tendrás todo lo que quieras. Ella pensó por un momento y dijo: 'Querido padre, deseo once niñas exactamente como yo en cara, figura y tamaño.' El padre dijo: 'Si es posible, se cumplirá tu deseo', e hizo que se hiciera una búsqueda en todo su reino, hasta que se encontraron once jóvenes doncellas que se parecían exactamente a su hija en rostro, figura y tamaño.
Cuando llegaron a la hija del rey, ella hizo doce trajes de cazadores, todos iguales, y las once doncellas tenían que ponerse la ropa de cazadores, y ella misma se puso el duodécimo traje. Acto seguido, se despidió de su padre y cabalgó con ellos, y cabalgó a la corte de su antiguo prometido, a quien amaba tanto. Luego le preguntó si necesitaba cazadores y si los tomaría a todos a su servicio. El rey la miró y no la reconoció, pero como eran tan hermosos muchachos, dijo: 'Sí', y que de buena gana los tomaría, y ahora eran los doce cazadores del rey.
El rey, sin embargo, tenía un león que era un animal maravilloso, porque sabía todas las cosas ocultas y secretas. Aconteció que una tarde le dijo al rey: '¿Crees que tienes doce cazadores?' -Sí -dijo el rey-, son doce cazadores. El león continuó: 'Te equivocas, son doce niñas'. El rey dijo: '¡Eso no puede ser verdad! ¿Cómo me lo probarás? 'Oh, deja que se esparzan algunos guisantes en la antecámara', respondió el león, 'y pronto verás. Los hombres tienen un paso firme, y cuando caminan sobre los guisantes ninguno de ellos se mueve, pero las chicas tropiezan y saltan, y arrastran los pies, y los guisantes ruedan. El rey quedó muy complacido con el consejo e hizo que se esparcieran los guisantes.
Había, sin embargo, un sirviente del rey que favorecía a los cazadores, y cuando oyó que iban a ser puestos a prueba se acercó a ellos y les repitió todo, y dijo: 'El león quiere hacer creer al rey que son niñas.' Entonces la hija del rey le dio las gracias y dijo a sus doncellas: 'Muestren algo de fuerza y pisen con firmeza los guisantes'. Así que a la mañana siguiente, cuando el rey hizo llamar a los doce cazadores ante él, y entraron en la antecámara donde estaban los guisantes, los pisaron con tanta firmeza y tenían un paso tan fuerte y seguro, que ni uno de los guisantes. ya sea enrollado o revuelto. Luego se fueron de nuevo, y el rey le dijo al león: 'Me has mentido, caminan como hombres'. El león dijo: 'Han sido informados de que iban a ser puestos a prueba, y han asumido algo de fuerza. Dejad que doce ruecas sean llevadas a la antecámara, y ellas irán a ellas y estarán complacidas con ellas, y eso es lo que ningún hombre haría.' Al rey le gustó el consejo e hizo colocar las ruecas en la antecámara.
Pero el sirviente, que estaba bien dispuesto hacia los cazadores, se acercó a ellos y les reveló el proyecto. Así que cuando estuvieron solas, la hija del rey dijo a sus once muchachas: 'Mostrad algo de contención, y no miréis a las ruecas'. Y a la mañana siguiente, cuando el rey hizo llamar a sus doce cazadores, atravesaron la antecámara y nunca miraron las ruecas. Entonces el rey volvió a decir al león: 'Me has engañado, son hombres, porque no han mirado las ruecas.' El león respondió: 'Se han contenido'. El rey, sin embargo, ya no le creería al león.
Los doce cazadores siempre seguían al rey a la caza, y su afición por ellos aumentaba continuamente. Ahora bien, aconteció que una vez, cuando estaban de cacería, llegó la noticia de que se acercaba la novia del rey. Cuando la verdadera novia escuchó eso, le dolió tanto que casi se le rompe el corazón y cayó desmayada al suelo. El rey pensó que algo le había pasado a su querido cazador, corrió hacia él, quería ayudarlo y le quitó el guante. Entonces vio el anillo que le había dado a su primera novia, y cuando la miró a la cara la reconoció. Entonces su corazón se conmovió tanto que la besó, y cuando ella abrió los ojos, dijo: 'Tú eres mía, y yo soy tuyo, y nadie en el mundo puede alterar eso'. Envió un mensajero a la otra novia, y le suplicó que regresara a su propio reino, porque ya tenía una esposa, y alguien que acababa de encontrar una llave vieja no necesitaba una nueva. Acto seguido se celebró la boda y el león volvió a ser favorecido porque, después de todo, había dicho la verdad.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
Madre Nieve
Hermanos Grimm
Cierta viuda tenía dos hijas, una de ellas hermosa y diligente; la otra, fea y perezosa. Sin embargo, quería mucho más a esta segunda, porque era verdadera hija suya y cargaba a la otra todas las faenas del hogar, haciendo de ella la cenicienta de la casa. La pobre muchacha tenía que sentarse todos los días junto a un pozo, al borde de la carretera y estarse hilando hasta que le sangraban los dedos. Tan manchado de sangre se le puso un día el huso, que la muchacha quiso lavarlo en el pozo, y he aquí que se le escapó de la mano y le cayó al fondo. Llorando, se fue a contar lo ocurrido a su madrastra, y ésta, que era muy dura de corazón, la riñó ásperamente y le dijo:
— ¡Puesto que has dejado caer el huso al pozo, irás a sacarlo!
Volvió la muchacha al pozo, sin saber qué hacer y en su angustia, se arrojó al agua en busca del huso. Perdió el sentido y al despertarse y volver en sí, encontróse en un bellísimo prado bañado de sol y cubierto de millares de florecillas. Caminando por él, llegó a un horno lleno de pan, el cual le gritó:
— ¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí, que me quemo! Ya estoy bastante cocido.
Acercóse ella y con la pala fue sacando las hogazas. Prosiguiendo su camino, vio un manzano cargado de manzanas, que le gritó, a su vez:
— ¡Sacúdeme, sacúdeme! Todas las manzanas estamos ya maduras.
Sacudiendo ella el árbol, comenzó a caer una lluvia de manzanas, hasta no quedar ninguna, y después que las hubo reunido en un montón, siguió adelante. Finalmente, llegó a una casita, en una de cuyas ventanas estaba asomada una vieja; pero como tenía los dientes muy grandes, la niña echó a correr, asustada. La vieja la llamó:
— ¿De qué tienes miedo, hijita? Quédate conmigo. Si quieres cuidar de mi casa, lo pasarás muy bien.
Sólo tienes que poner cuidado en sacudir bien mi cama para que vuelen las plumas, pues entonces nieva en la Tierra. Yo soy la Madre Nieve.
Al oír a la vieja hablarle en tono tan cariñoso, la muchacha cobró ánimos, y aceptando el ofrecimiento, entró a su servicio. Hacía todas las cosas a plena satisfacción de su ama, sacudiéndole vigorosamente la cama, de modo que las plumas volaban cual copos de nieve. En recompensa, disfrutaba de buena vida, no tenía que escuchar ni una palabra dura y todos los días comía cocido y asado. Cuando ya llevaba una temporada en casa de Madre Nieve, entróle una extraña tristeza, que ni ella misma sabía explicarse, hasta que, al fin, se dio cuenta de que era nostalgia de su tierra.
Aunque estuviera allí mil veces mejor que en su casa, añoraba a los suyos, y así, un día dijo a su ama:
— Siento nostalgia de casa y aunque estoy muy bien aquí, no me siento con fuerzas para continuar; tengo que volverme a los míos.
Respondió Madre Nieve:
— Me place que sientas deseos de regresar a tu casa, y puesto que me has servido tan fielmente, yo misma te acompañaré.
Y, tomándola de la mano, la condujo hasta un gran portal. El portal estaba abierto y en el momento de traspasarlo la muchacha, cayóle encima una copiosísima lluvia de oro; y el oro se le quedó adherido a los vestidos, por lo que todo su cuerpo estaba cubierto del precioso metal.
— Esto es para ti, en premio de la diligencia con que me has servido — díjole Madre Nieve, al tiempo que le devolvía el huso que le había caído al pozo. Cerróse entonces el portal y la doncella se encontró de nuevo en el mundo, no lejos de la casa de su madre. Y cuando llegó al patio, el gallo, que estaba encaramado en el pretil del pozo, gritó:
“¡Quiquiriquí, nuestra doncella de oro vuelve a estar aquí!”
Entró la muchacha, y tanto su madrastra como la hija de ésta la recibieron muy bien al ver que venía cubierta de oro.
Contóles la muchacha todo lo que le había ocurrido, y al enterarse la madrastra de cómo había adquirido tanta riqueza, quiso procurar la misma fortuna a su hija, la fea y perezosa. Mandóla, pues, a hilar junto al pozo, y para que el huso se manchase de sangre, la hizo que se pinchase en un dedo y pusiera la mano en un espino. Luego arrojó el huso al pozo y a continuación saltó ella.
Llegó, como su hermanastra, al delicioso prado, y echó a andar por el mismo sendero. Al pasar junto al horno, volvió el pan a exclamar:
— ¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí, que me quemo! Ya estoy bastante cocido.
Pero le replicó la holgazana:
— ¿Crees que tengo ganas de ensuciarme? — y pasó de largo. No tardó en encontrar el manzano, el cual le gritó:
— ¡Sacúdeme, sacúdeme! Todas las manzanas estamos ya maduras.
Replicóle ella:
— ¡Me guardaré muy bien! ¿Y si me cayese una en la cabeza? — y siguió adelante. Al llegar frente a la casa de Madre Nieve, no se asustó de sus dientes porque ya tenía noticia de ellos, y se quedó a su servicio. El primer día se dominó y trabajó con aplicación, obedeciendo puntualmente a su ama, pues pensaba en el oro que iba a regalarle. Pero al segundo día empezó ya a haraganear; el tercero se hizo la remolona al levantarse por la mañana, y así, cada día peor. Tampoco hacía la cama según las indicaciones de Madre Nieve, ni la sacudía de manera que volasen las plumas. Al fin, la señora se cansó y la despidió, con gran satisfacción de la holgazana, pues creía llegada la hora de la lluvia de oro. Madre Nieve la condujo también al portal; pero en vez de oro vertieron sobre ella un gran caldero de brea.
— Esto es el pago de tus servicios — le dijo su ama, cerrando el portal. Y así se presentó la perezosa en su casa, con todo el cuerpo cubierto de brea, y el gallo del pozo, al verla, se puso a gritar:
“¡Quiquiriquí, nuestra sucia doncella vuelve a estar aquí!”
La brea le quedó adherida, y en todo el resto de su vida no se la pudo quitar del cuerpo.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
El rey rana
Hermanos Grimm
En aquellos tiempos lejanos, en que bastaba desear una cosa para tenerla, vivía un rey que tenía unas preciosas hijas; especialmente la menor, la cual era tan bella que hasta el Sol, que tantas cosas había vivido, se maravillaba cada vez que sus rayos se posaban en las mejillas de la muchacha.
Junto al palacio real había un bosque grande y oscuro, y en él, bajo un viejo árbol, fluía un manantial. En las horas en que pegaba más el sol, la princesita solía ir al bosque a sentarse junto a la orilla del agua. Cuando se aburría, jugaba con una pelota de oro, arrojándola al aire y recogiéndola con su manita al caer; era su juguete favorito.
Una vez ocurrió que la pelota, en lugar de caer en las manos de la niña, cayó en el suelo y, rodando, fue a parar en el del agua. La princesita la siguió con la mirada, pero la pelota desapareció, pues el manantial era tan profundo que no se podía ver el fondo.
La niña se echó a llorar; y cada vez lloraba más fuerte, sin poder consolarse, cuando, en medio de sus lamentos, escuchó una voz que decía:
— ¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras tanto como para ablandar las piedras!
La niña miró en torno suyo, buscando la procedencia de aquella voz, y descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabeza por la superficie del agua.
—¡Ah!, ¿eres tú, viejo chapoteador? —dijo—. Pues lloro por mi pelota de oro, que se me cayó en el agua.
—Calma y no llores más —replicó la rana—. Yo puede arreglarlo. Pero, ¿qué me darás si te devuelvo tu pelota?
—Lo que quieras, buena ranita —respondió la niña—; mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas, hasta la corona de oro que llevo.
La rana contestó:
—No me interesa nada de eso; pero si estás dispuesta a quererme, si me aceptas por tu amiga y compañera de juegos, si dejas que me siente a tu lado en la mesa, y coma de tu platito de oro, beba de tu vasito y duerma en tu camita, bajaré al fondo y te traeré́ la pelota de oro. Sólo si puedes prometerme todo esto.
—¡Oh, sí! —exclamó ella—. Te prometo todo lo que quieras con tal que me devuelvas la pelota.
Pero en sus adentros, la princesita pensaba: “¡Qué tonterías se le ocurren a este animal tan feo! Tiene que quedarse en el agua con sus compañeros rana, para que croen juntos. ¿Cómo podría ser compañía de las personas?
Obtenida la promesa, la ranita se zambulló en el agua y, al poco rato, volvió a salir, nadando a grandes zancadas, con la pelota en la boca. La dejó en la hierba, y la princesita, loca de alegría al ver nuevamente su hermoso juguete, lo recogió y echó a correr con él.
—¡Aguarda, aguarda! —gritó la rana—. ¡Llévame contigo, no puedo alcanzarte, no puedo correr tanto como tú!
Pero de nada le sirvió desgañitarse y gritar “Croac-croac” con todas sus fuerzas. La niña, sin hacer caso a sus gritos, corrió hasta el palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, quien no tuvo más remedio que volver a zambullirse en el agua.
Al día siguiente, estando la princesita en la mesa, junto con el Rey y todos los cortesanos, comiendo en su platito de oro, se escuchó un quedo “Plit, plat”, algo subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y, una vez arriba, llamaba a la puerta:
—¡Princesita, la menor de las princesitas, ábreme!
Ella corrió a la puerta para ver quien llamaba y, al abrir, se encontró con la rana allí́ plantada. Cerró de un portazo y regresó a la mesa, llena de zozobra.
Al observar el Rey cómo le latía el corazón, le dijo:
—Hija mía, ¿de qué́ tienes miedo? ¿Acaso hay en la puerta algún gigante que quiere llevarte?
—No —respondió ella—, no es un gigante, sino una rana asquerosa.
—Y ¿qué quiere de ti esa rana?
— ¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro. Y mientras yo lloraba, la rana me la trajo. Yo le prometí́, pues me lo exigió, que sería mi compañera; pero jamás pensé́ que pudiese alejarse de su charca. Ahora está ahí́ afuera y quiere entrar.
Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía:
—¡Princesita, la más niña, ábreme! ¿No recuerdas lo que ayer me dijiste junto al manantial? ¡Princesita, la más niña, ábreme! Dijo entonces el Rey:
—Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta.
La niña fue a abrir, y la ranita saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó: — ¡Súbeme a tu silla!
La princesita vacilaba, pero el Rey le ordenó que lo hiciera. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa y, ya acomodado en ella, dijo:
—Ahora acerca tu platito de oro para que podamos comer las dos.
La niña la complació, pero se notaba a distancia que obedecía a regañadientes. La rana comía muy a gusto, mientras a la princesita se le atoraban todos los bocados. Finalmente, dijo la pequeña bestia:
— ¡Ay! Estoy llena y me siento cansada. Llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda, así́ podremos dormir juntas.
La princesita se echó a llorar. Le repugnaba aquel animal frío y feo, que ni siquiera se atrevía a tocar; y ahora se empeñaba en dormir en su cama. Pero el Rey, enojado, le dijo:
—No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas necesitada.
La tomó con dos dedos, asqueada, y la llevó a su cuarto, depositándola en un rincón.
Pero, ya que se había acostado la princesita, se acercó la rana a saltitos y exclamó:
—Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú; súbeme a tu cama, o se lo diré́ a tu padre.
A la princesita se le acabó la paciencia; tomó a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la azotó contra la pared.
—¡Ahora descansarás, asquerosa!
Pero en cuanto la rana cayó al suelo dejó de ser rana, y se convirtió en un príncipe, un apuesto príncipe de ojos bellos y una dulce mirada. Y el Rey lo aceptó como compañero y esposo de su hija.
Contó entonces que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie, sino ella, podía desencantarlo y sacarlo de la charca; anunció que al día siguiente se marcharían a su reino.
Durmieron, y a la mañana, al despertarse con el sol, llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con penachos de blancas plumas de avestruz y cadenas de oro. En él se fueron al reino del príncipe, donde vivieron muchos años felices.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
Juan con suerte
Hermanos Grimm
Juan había servido siete años a su amo, y le dijo:
– Mi amo, he terminado mi tiempo, y quisiera volverme a casa, con mi madre. Pagadme mi soldada. Respondióle el amo:
– Me has servido fiel y honradamente; el premio estará a la altura del servicio – y le dio un pedazo de oro tan grande como la cabeza de Juan. Sacó éste su pañuelo del bolsillo, envolvió en él el oro y, cargándoselo al hombro, emprendió el camino de su casa. Mientras andaba, vio a un hombre montado a caballo, que avanzaba alegremente a un trote ligero.
– ¡Ay! – exclamó Juan en alta voz -, ¡qué cosa más hermosa es ir a caballo! Va uno como sentado en una silla, no tropieza contra las piedras ni se estropea las botas, y adelanta sin darse cuenta.
Oyólo el jinete y, deteniendo el caballo, le dijo:
– Oye, Juan, ¿por qué vas a pie?
– ¡Qué remedio me queda! – respondió el mozo -. He de llevar este terrón a casa; cierto que es de oro, pero no me deja ir con la cabeza derecha, y me pesa en el hombro.
– ¿Sabes qué? – díjole el caballero -. Vamos a cambiar; yo te doy el caballo, y tú me das tu terrón.
– ¡De mil amores! – exclamó Juan -. Pero tendréis que llevarlo a cuestas, os lo advierto. Apeóse el jinete, cogió el oro y, ayudando a Juan a montar, púsole las riendas en la mano y le dijo:
– Si quieres que corra, no tienes sino chasquear la lengua y gritar „¡hop, hop!.“
Juan no cabía en sí de contento al verse encaramado en su caballo, trotando tan libre y holgadamente. Al cabo de un ratito ocurriósele que podía acelerar la marcha, y se puso a chasquear la lengua y gritar „¡hop, hop!.“ El caballo empezó a trotar, y antes de que Juan pudiera darse cuenta, había sido despedido de la montura y se encontraba tendido en la zanja que separaba los campos de la carretera.
El caballo se habría escapado, de no haberlo detenido un campesino que acertaba a pasar por allí conduciendo una vaca. Juan se incorporó como pudo, se sacudió y, muy mohíno, dijo al labrador:
– Esto del montar tiene bromas muy pesadas, sobre todo con un jamelgo como éste, que te echa por la borda con peligro de romperte la crisma. Por nada del mundo volveré a montarlo. Vuestra vaca sí que es buen animal; uno puede caminar tranquilamente detrás de ella, y, además, te da leche, mantequilla y queso cada día. ¡Qué no daría yo por tener una vaca así!
– Pues bien – respondió el campesino -, si tanto te gusta, estoy dispuesto a cambiártela por el caballo. Juan aceptó encantado el trato, y el labriego, subiendo a su montura, se alejó a toda prisa.
Entretanto, Juan, guiando su vaca, ponderaba el buen negocio que acababa de realizar: „Si tengo un pedazo de pan, y mucho será que llegue a faltarme, podré siempre acompañarlo de mantequilla y queso; y cuando tenga sed, ordeñaré la vaca y beberé leche. ¿Qué más puedes apetecer, corazón mío?.“ Hizo alto en la primera hospedería que encontró, y se comió alegremente las provisiones que le quedaban, rociándolas con medio vaso de cerveza, que pagó con los pocos cuartos que llevaba en el bolsillo. Luego prosiguió su ruta, conduciendo la vaca, hacia el pueblo de su madre. Se acercaba el mediodía; el calor hacíase sofocante, y Juan se encontró en un erial que no se podía pasar en menos de una hora. Tan intenso era el bochorno, que de sed se le pegaba la lengua al paladar. „Esto tiene remedio – pensó Juan -; ordeñaré la vaca, y la leche me refrescará.“
Atóla al tronco seco de un árbol, y, como no tenía ningún cubo, puso su gorra de cuero para recoger la leche; pero por más que se esforzó no pudo hacer salir ni una gota. Y como lo hacía con tanta torpeza, el animal, impacientándose al fin, pególe en la cabeza una patada tal que lo tiró rodando por el suelo y lo dejó un rato sin sentido.
Por fortuna acertó a pasar por allí un carnicero, que transportaba un cerdo joven en un carretón.
– ¡Vaya bromitas! – exclamó, ayudando a Juan a levantarse. Explicóle éste su percance, y el otro, alargándole su bota, le dijo:
– Bebe un trago para reponerte. Esta vaca seguramente no dará leche, pues es vieja; a lo sumo, servirá para tirar de una carreta o para ir al matadero.
– ¡Ésa sí que es buena! – exclamó Juan, tirándose de los pelos -. ¿Quién iba a pensarlo? Para uno que estuviera en su casa, no vendría mal matar un animal así, con la cantidad de carne que tiene. Pero a mí no me dice gran cosa la carne de vaca; la encuentro insípida. Un buen cerdo como el vuestro es otra cosa. ¡Esto sí que sabe bien, y, además, las salchichas!
– Oye, Juan – dijo el carnicero -; estoy dispuesto, para hacerte un favor, a cambiarte el cerdo por la vaca.
– Dios os premie vuestra bondad – respondió Juan, y, entregándole la vaca, el otro descargó del carretón el cochino, y le puso en la mano la cuerda que lo ataba.
Siguió Juan andando, contentísimo por lo bien que se iban colmando sus deseos; apenas le salía torcida una cosa, en un santiamén le quedaba enderezada. Más adelante se le juntó un muchacho que llevaba bajo el brazo una hermosa oca blanca. Después de darse los buenos días, Juan se puso a contar al otro la suerte que había tenido y lo afortunado que había estado en sus cambios sucesivos. El chico le dio cuenta, a su vez, de que llevaba la oca para una comida de bautizo.
– Sopésala – prosiguió, sosteniéndola por las alas -; mira lo hermosa que está; la estuvimos cebando durante ocho semanas. Al que coma de este asado le chorreará la grasa por ambos lados de la boca.
– Sí – dijo Juan, sopesando el animal con una mano -, tiene su peso; pero tampoco mi cerdo es grano de anís. Entretanto, el muchacho, que no cesaba de mirar a todas partes, con aire preocupado, dijo:
– Óyeme, mucho me temo que con tu cerdo las cosas no estén como Dios manda. En el último pueblo por el que he pasado acababan de robar un cerdo del establo del alcalde; y no me extrañaría que fuese el que tú llevas. Han despachado gente en su busca, y mal negocio harías si te atrapasen con él; por contento podrías darte si te saliese una temporada a la sombra. El buenazo de Juan sintió miedo:
– ¡Dios mío! – exclamó, y, dirigiéndose al muchacho, le dijo -: Sácame de este apuro; tú sabes más que yo de todo esto. Quédate con el cerdo, y dame, en cambio, la oca.
– Mucho es el riesgo que corro – respondió el mozo, pero no puedo permitir que te ocurra una desgracia por mi culpa.
Y, asiendo de la cuerda, alejóse rápidamente con el cerdo, por un estrecho camino, mientras Juan, libre ya de angustia, seguía hacia su pueblo con la oca debajo del brazo. „Si bien lo pienso – iba diciéndose -, salgo ganando en el cambio. En primer lugar, el rico asado; luego, con la cantidad de grasa que saldrá, tendremos manteca para tres meses; y, finalmente, con esta hermosa pluma blanca me haré rellenar una almohada, en la que dormiré como un príncipe. ¡No se pondrá poco contenta mi madre!.“
Al pasar por el último pueblo topóse con un afilador que iba con su torno y, haciendo rechinar la rueda, cantaba:
„Afilo tijeras con gran ligereza;
donde sopla el viento, allá voy sin pereza.“
Quedóse Juan parado contemplándolo; al cabo, se le acercó y le dijo:
– Os deben de ir muy bien las cosas, pues estáis muy contento mientras le dais a la rueda.
– Sí – respondióle el afilador -, este oficio tiene un fondo de oro. Un buen afilador, siempre que se mete la mano en el bolsillo la saca con dinero. Pero, ¿Dónde has comprado esa hermosa oca?
– No la compré, sino que la cambié por un cerdo.
– ¿Y el cerdo?
– Di una vaca por él.
– ¿Y la vaca?
– Me la dieron a cambio de un caballo.
– ¿Y el caballo?
– ¡Oh!, el caballo lo compré por un trozo de oro tan grande como mi cabeza.
– ¿Y el oro?
– Pues era mi salario de siete años.
– Pues ya te digo yo que has sabido salir ganando con cada cambio – dijo el afilador -. Ya sólo te falta hallar la manera de que cada día, al levantarte, oigas sonar el dinero en el bolsillo, y tu fortuna será completa.
– ¿Y cómo se logra eso? – preguntó Juan.
– Pues haciéndote afilador, como yo; para lo cual, en realidad, no se necesita más que tener un mollejón; lo otro viene por sí mismo. Yo tengo uno que, a la verdad, está algo averiado, pero, vaya, me avendría a cedértelo a cambio de la oca. ¿Qué dices a esto?
– ¿Y me lo preguntáis? – respondió Juan -. Haríais de mí el hombre más feliz de la tierra. Teniendo dinero cada vez que meta la mano en el bolsillo, ¿de qué habré de preocuparme ya? – y, tendiéndole la oca, se quedó con el mollejón. El afilador, cogiendo del suelo un guijarro muy pesado, le dijo:
– Además, te doy esta buena piedra; podrás golpear sobre ella para enderezar los clavos viejos y torcidos.
Llévatela y guárdala cuidadosamente. Cargó Juan con la piedra, y reemprendió su camino con el corazón rebosante de alegría: ¡bien se ve que he nacido con buena estrella! – exclamó -, pues veo colmados todos mis deseos, como si tuviese el don de la adivinación.“ Entretanto, empezó a sentirse fatigado, pues venía andando desde la madrugada; además, lo acuciaba el hambre, ya que en su momento de optimismo, cuando el negocio de la vaca, había liquidado todas sus provisiones. Finalmente, ya no pudo avanzar sino con enorme esfuerzo, deteniéndose a cada momento; sin contar que las piedras le pesaban lo suyo. No podía alejar de sí el pensamiento de lo agradable que habría sido para él no tener que llevarlas. Avanzando como un caracol, arrastróse hasta una fuente, con la idea de descansar junto a ella y beber un buen trago de agua fresca. Para no estropear las piedras al sentarse, las puso cuidadosamente sobre el borde; luego, al agacharse para beber, hizo un falso movimiento y, ¡plum!, las dos piedras se cayeron al fondo. Juan, al ver que se hundían en el agua, pegó un brinco de alegría y, arrodillándose, dio gracias a Dios, con lágrimas en los ojos, por haberle concedido aquella última gracia, y haberlo librado de un modo tan sencillo, sin remordimiento para él, de las dos pesadísimas piedras que tanto le estorbaban.
– ¡En el mundo entero no hay un hombre más afortunado que yo! – exclamó entusiasmado. Y con el corazón ligero, y libre de toda carga, reemprendió la ruta, no parando ya hasta llegar a casa de su madre.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
El flautista de Hamelin
Hermanos Grimm
Había una vez una pequeña ciudad al norte de Alemania, llamada Hamelin. Su paisaje era placentero y su belleza era exaltada por las riberas de un río ancho y profundo que surcaba por allí. Y sus habitantes se enorgullecían de vivir en un lugar tan apacible y pintoresco.
Pero... un día, la ciudad se vio atacada por una terrible plaga: ¡Hamelin estaba lleno de ratas!
Había tantas y tantas que se atrevían a desafiar a los perros, perseguían a los gatos, sus enemigos de toda la vida; se subían a las cunas para morder a los niños allí dormidos y hasta robaban enteros los quesos de las despensas para luego comérselos, sin dejar una miguita. ¡Ah!, y además... Metían los hocicos en todas las comidas, husmeaban en los cucharones de los guisos que estaban preparando los cocineros, roían las ropas domingueras de la gente, practicaban agujeros en los costales de harina y en los barriles de sardinas saladas, y hasta pretendían trepas por las anchas faldas de las charlatanas mujeres reunidas en la plaza, ahogando las voces de las pobres asustadas con sus agudos y desafinados chillidos.
¡La vida en Hamelin se estaba tornando insoportable!
...Pero llegó un día en que el pueblo se hartó de esta situación. Y todos, en masa, fueron a congregarse frente al Ayuntamiento.
¡Qué exaltados estaban todos!
No hubo manera de calmar los ánimos de los allí reunidos.
-¡Abajo el alcalde! - gritaban unos.
-¡Ese hombre es un pelele! - decían otros.
-¡Que los del Ayuntamiento nos den una solución! - exigían los de más allá.
Con las mujeres la cosa era peor.
- Pero, ¿qué se creen? - vociferaban -. ¡Busquen el modo de librarnos de la plaga de las ratas! ¡O hallan el remedio de terminar con esta situación o los arrastraremos por las calles! ¡Así lo haremos, como hay Dios!
Al oír tales amenazas, el alcalde y los concejales quedaron consternados y temblando de miedo.
¿Qué hacer?
Una larga hora estuvieron sentados en el salón de la alcaldía discurriendo en la forma de lograr atacar a las ratas. Se sentían tan preocupados, que no encontraban ideas para lograr una buena solución contra la plaga.
Por fin, el alcalde se puso de pie para exclamar:
-¡Lo que yo daría por una buena ratonera!
Apenas se hubo extinguido el eco de la última palabra, cuando todos los reunidos oyeron algo inesperado. En la puerta del Concejo Municipal sonaba un ligero repiqueteo.
-¡Dios nos ampare! - gritó el alcalde, lleno de pánico -. Parece que se oye el roer de una rata. ¿Me habrán oído?
Los ediles no respondieron, pero el repiqueteo siguió oyéndose.
-¡Pase adelante el que llama! - vociferó el alcalde, con voz temblorosa y dominando su terror.
Y entonces entró en la sala el más extraño personaje que se puedan imaginar.
Llevaba una rara capa que le cubría del cuello a los pies y que estaba formada por recuadros negros, rojos y amarillos. Su portador era un hombre alto, delgado y con agudos ojos azules, pequeños como cabezas de alfiler. El pelo le caía lacio y era de un amarillo claro, en contraste con la piel del rostro que aparecía tostada, ennegrecida por las inclemencias del tiempo. Su cara era lisa, sin bigotes ni barbas; sus labios se contraían en una sonrisa que dirigía a unos y otros, como si se hallara entre grandes amigos.
Alcalde y concejales le contemplaron boquiabiertos, pasmados ante su alta figura y cautivados, a la vez, por su estrambótico atractivo.
El desconocido avanzó con gran simpatía y dijo:
- Perdonen, señores, que me haya atrevido a interrumpir su importante reunión, pero es que he venido a ayudarlos. Yo soy capaz, mediante un encanto secreto que poseo, de atraer hacia mi persona a todos los seres que viven bajo el sol. Lo mismo da si se arrastran sobre el suelo que si nadan en el agua, que si vuelan por el aire o corran sobre la tierra. Todos ellos me siguen, como ustedes no pueden imaginárselo. Principalmente, uso de mi poder mágico con los animales que más daño hacen en los pueblos, ya sean topos o sapos, víboras o lagartijas. Las gentes me conocen como el Flautista Mágico.
En tanto lo escuchaban, el alcalde y los concejales se dieron cuenta que en torno al cuello lucía una corbata roja con rayas amarillas, de la que pendía una flauta. También observaron que los dedos del extraño visitante se movían inquietos, al compás de sus palabras, como si sintieran impaciencia por alcanzar y tañer el instrumento que colgaba sobre sus raras vestiduras.
El flautista continuó hablando así: - Tengan en cuenta, sin embargo, que soy hombre pobre. Por eso cobro por mi trabajo. El año pasado libré a los habitantes de una aldea inglesa, de una monstruosa invasión de murciélagos, y a una ciudad asiática le saqué una plaga de mosquitos que los mantenía a todos enloquecidos por las picaduras. Ahora bien, si los libro de la preocupación que los molesta, ¿me darían un millar de florines?
-¿Un millar de florines? ¡Cincuenta millares!- respondieron a una el asombrado alcalde y el concejo entero.
Poco después bajaba el flautista por la calle principal de Hamelin. Llevaba una fina sonrisa en sus labios, pues estaba seguro del gran poder que dormía en el alma de su mágico instrumento.
De pronto se paró. Tomó la flauta y se puso a soplarla, al mismo tiempo que guiñaba sus ojos de color azul verdoso. Chispeaban como cuando se espolvorea sal sobre una llama.
Arrancó tres vivísimas notas de la flauta.
Al momento se oyó un rumor. Pareció a todas las gentes de Hamelin como si lo hubiese producido todo un ejército que despertase a un tiempo. Luego el murmullo se transformó en ruido y, finalmente, éste creció hasta convertirse en algo estruendoso.
¿Y saben lo que pasaba? Pues que de todas las casas empezaron a salir ratas. Salían a torrentes. Lo mismo las ratas grandes que los ratones chiquitos; igual los roedores flacuchos que los gordinflones. Padres, madres, tías y primos ratoniles, con sus tiesas colas y sus punzantes bigotes. Familias enteras de tales bichos se lanzaron en pos del flautista, sin reparar en charcos ni hoyos.
Y el flautista seguía tocando sin cesar, mientras recorría calle tras calle. Y en pos iba todo el ejército ratonil danzando sin poder contenerse. Y así bailando, bailando llegaron las ratas al río, en donde fueron cayendo todas, ahogándose por completo.
Sólo una rata logró escapar. Era una rata muy fuerte que nadó contra la corriente y pudo llegar a la otra orilla. Corriendo sin parar fue a llevar la triste nueva de lo sucedido a su país natal, Ratilandia.
Una vez allí contó lo que había sucedido.
- Igual les hubiera sucedido a todas ustedes. En cuanto llegaron a mis oídos las primeras notas de aquella flauta no pude resistir el deseo de seguir su música. Era como si ofreciesen todas las golosinas que encandilan a una rata. Imaginaba tener al alcance todos los mejores bocados; me parecía una voz que me invitaba a comer a dos carrillos, a roer cuanto quería, a pasarme noche y día en eterno banquete, y que me incitaba dulcemente, diciéndome: "¡Anda, atrévete!" Cuando recuperé la noción de la realidad estaba en el río y a punto de ahogarme como las demás. ¡Gracias a mi fortaleza me he salvado!
Esto asustó mucho a las ratas que se apresuraron a esconderse en sus agujeros. Y, desde luego, no volvieron más a Hamelin.
¡Había que ver a las gentes de Hamelin!
Cuando comprobaron que se habían librado de la plaga que tanto les había molestado, echaron al vuelo las campanas de todas las iglesias, hasta el punto de hacer retemblar los campanarios.
El alcalde, que ya no temía que le arrastraran, parecía un jefe dando órdenes a los vecinos:
-¡Vamos! ¡Busquen palos y ramas! ¡Hurguen en los nidos de las ratas y cierren luego las entradas! ¡Llamen a carpinteros y albañiles y procuren entre todos que no quede el menor rastro de las ratas!
Así estaba hablando el alcalde, muy ufano y satisfecho. Hasta que, de pronto, al volver la cabeza, se encontró cara a cara con el flautista mágico, cuya arrogante y extraña figura se destacaba en la plaza-mercado de Hamelin.
El flautista interrumpió sus órdenes al decirle:
- Creo, señor alcalde, que ha llegado el momento de darme mis mil florines.
¡Mil florines! ¡Qué se pensaba! ¡Mil florines!
El alcalde miró hoscamente al tipo extravagante que se los pedía. Y lo mismo hicieron sus compañeros de corporación, que le habían estado rodeando mientras mandoteaba.
¿Quién pensaba en pagar a semejante vagabundo de la capa coloreada?
-¿Mil florines... ?- dijo el alcalde -. ¿Por qué?
- Por haber ahogado las ratas - respondió el flautista.
-¿Que tú has ahogado las ratas? - exclamó con fingido asombro la primera autoridad de Hamelin, haciendo un guiño a sus concejales -. Ten muy en cuenta que nosotros trabajamos siempre a la orilla del río, y allí hemos visto, con nuestros propios ojos, cómo se ahogaba aquella plaga. Y, según creo, lo que está bien muerto no vuelve a la vida. No vamos a regatearte un trago de vino para celebrar lo ocurrido y también te daremos algún dinero para rellenar tu bolsa. Pero eso de los mil florines, como te puedes figurar, lo dijimos en broma. Además, con la plaga hemos sufrido muchas pérdidas... ¡Mil florines! ¡Vamos, vamos...! Toma cincuenta.
El flautista, a medida que iba escuchando las palabras del alcalde, iba poniendo un rostro muy serio. No le gustaba que lo engañaran con palabras más o menos melosas y menos con que se cambiase el sentido de las cosas.
-¡No diga más tonterías, alcalde! – exclamó -. No me gusta discutir. Hizo un pacto conmigo, ¡cúmplalo!
-¿Yo? ¿Yo, un pacto contigo? - dijo el alcalde, fingiendo sorpresa y actuando sin ningún remordimiento pese a que había engañado y estafado al flautista.
Sus compañeros de corporación declararon también que tal cosa no era cierta.
El flautista advirtió muy serio:
-¡Cuidado! No sigan excitando mi cólera porque darán lugar a que toque mi flauta de modo muy diferente.
Tales palabras enfurecieron al alcalde.
-¿Cómo se entiende? – bramó -. ¿Piensas que voy a tolerar tus amenazas? ¿Que voy a consentir en ser tratado peor que un cocinero? ¿Te olvidas que soy el alcalde de Hamelin? ¿Qué te has creído?
El hombre quería ocultar su falta de formalidad a fuerza de gritos, como siempre ocurre con los que obran de este modo.
Así que siguió vociferando:
-¡A mí no me insulta ningún vago como tú, aunque tenga una flauta mágica y unos ropajes como los que tú luces!
-¡Se arrepentirán!
-¿Aun sigues amenazando, pícaro vagabundo?- aulló el alcalde, mostrando el puño a su interlocutor -. ¡Haz lo que te parezca, y sopla la flauta hasta que revientes!
El flautista dio media vuelta y se marchó de la plaza.
Empezó a andar por una calle abajo y entonces se llevó a los labios la larga y bruñida caña de su instrumento, del que sacó tres notas. Tres notas tan dulces, tan melodiosas, como jamás músico alguno, ni el más hábil, había conseguido hacer sonar. Eran arrebatadoras, encandilaban al que las oía.
Se despertó un murmullo en Hamelin. Un susurro que pronto pareció un alboroto y que era producido por alegres grupos que se precipitaban hacia el flautista, atropellándose en su apresuramiento.
Numerosos piececitos corrían batiendo el suelo, menudos zuecos repiqueteaban sobre las losas, muchas manitas palmoteaban y el bullicio iba en aumento. Y como pollos en un gran gallinero, cuando ven llegar al que les trae su ración de cebada, así salieron corriendo de casas y palacios, todos los niños, todos los muchachos y las jovencitas que los habitaban, con sus rosadas mejillas y sus rizos de oro, sus chispeantes ojitos y sus dientecitos semejantes a perlas. Iban tropezando y saltando, corriendo gozosamente tras del maravilloso músico, al que acompañaban con su vocerío y sus carcajadas.
El alcalde enmudeció de asombro y los concejales también.
Quedaron inmóviles como tarugos, sin saber qué hacer ante lo que estaban viendo. Es más, se sentían incapaces de dar un solo paso ni de lanzar el menor grito que impidiese aquella escapatoria de los niños.
No se les ocurrió otra cosa que seguir con la mirada, es decir, contemplar con muda estupidez, la gozosa multitud que se iba en pos del flautista.
Sin embargo, el alcalde salió de su pasmo y lo mismo les pasó a los concejales cuando vieron que el mágico músico se internaba por la calle Alta camino del río.
¡Precisamente por la calle donde vivían sus propios hijos e hijas!
Por fortuna, el flautista no parecía querer ahogar a los niños. En vez de ir hacia el río, se encaminó hacia el sur, dirigiendo sus pasos hacia la alta montaña, que se alzaba próxima. Tras él siguió, cada vez más presurosa, la menuda tropa.
Semejante ruta hizo que la esperanza levantara los oprimidos pechos de los padres.
-¡Nunca podrá cruzar esa intrincada cumbre! - se dijeron las personas mayores -. Además, el cansancio le hará soltar la flauta y nuestros hijos dejarán de seguirlo.
Mas he aquí que, apenas empezó el flautista a subir la falda de la montaña, las tierras se agrietaron y se abrió un ancho y maravilloso portalón. Pareció como si alguna potente y misteriosa mano hubiese excavado repentinamente una enorme gruta.
Por allí penetró el flautista, seguido de la turba de chiquillos. Y así que el último de ellos hubo entrado, la fantástica puerta desapareció en un abrir y cerrar de ojos, quedando la montaña igual que como estaba.
Sólo quedó fuera uno de los niños. Era cojo y no pudo acompañar a los otros en sus bailes y corridas.
A él acudieron el alcalde, los concejales y los vecinos, cuando se les pasó el susto ante lo ocurrido.
Y lo hallaron triste y cariacontecido.
Como le reprocharon que no se sintiera contento por haberse salvado de la suerte de sus compañeros, replicó:
-¿Contento? ¡Al contrario! Me he perdido todas las cosas bonitas con que ahora se estarán recreando. También a mí me las prometió el flautista con su música, si le seguía; pero no pude.
-¿Y qué les prometía? - preguntó su padre, curioso.
- Dijo que nos llevaría a todos a una tierra feliz, cerca de esta ciudad donde abundan los manantiales cristalinos y se multiplican los árboles frutales, donde las flores se colorean con matices más bellos, y todo es extraño y nunca visto. Allí los gorriones brillan con colores más hermosos que los de nuestros pavos reales; los perros corren más que los gamos de por aquí. Y las abejas no tienen aguijón, por lo que no hay miedo que nos hieran al arrebatarles la miel. Hasta los caballos son extraordinarios: nacen con alas de águila.
- Entonces, si tanto te cautivaba, ¿por qué no lo seguiste?
- No pude, por mi pierna enferma- se dolió el niño -. Cesó la música y me quedé inmóvil. Cuando me di cuenta que esto me pasaba, vi que los demás habían desaparecido por la colina, dejándome solo contra mi deseo.
¡Pobre ciudad de Hamelin! ¡Cara pagaba su avaricia!
El alcalde mandó gentes a todas partes con orden de ofrecer al flautista plata y oro con qué rellenar sus bolsillos, a cambio de que volviese trayendo los niños.
Cuando se convencieron de que perdían el tiempo y de que el flautista y los niños habían partido para siempre, ¡cuánto dolor experimentaron las gentes! ¡Cuántas lamentaciones y lágrimas! ¡Y todo por no cumplir con el pacto establecido!
Para que todos recordasen lo sucedido, el lugar donde vieron desaparecer a los niños lo titularon Calle del Flautista Mágico. Además, el alcalde ordenó que todo aquel que se atreviese a tocar en Hamelin una flauta o un tamboril, perdiera su ocupación para siempre. Prohibió, también, a cualquier hostería o mesón que en tal calle se instalase, profanar con fiestas o algazaras la solemnidad del sitio.
Luego fue grabada la historia en una columna y la pintaron también en el gran ventanal de la iglesia para que todo el mundo la conociese y recordasen cómo se habían perdido aquellos niños de Hamelin.
FIN
Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857
Pulgarcito
Charles Perrault
Eranse un leñador y una leñadora que tenían siete hijos, todos varones; diez años contaba el mayor y el menor siete. Sorprenderá que en tan corto intervalo tantos hijos hubiera tenido el leñador, pero con decir que casi todos eran gemelos, nada hay que extrañar.
Muy pobre era el matrimonio y sus siete hijos aumentaban su pobreza, pues ninguno de ellos se hallaba en edad de ganarse la subsistencia. El ser el más pequeño de complexión muy delicada, sin que jamás pronunciase palabra, daba pábulo a su tristeza, pues creían que era tontería lo que significaba bondad. Era muy pequeñito, y cuando nació era tan diminuto como el dedo meñique, lo que hizo que Pulgarcito se le llamara.
El pobre niño llevaba la carga en la casa paterna y de todo se le daba la culpa, lo que no era obstáculo para que entre sus hermanos fuese el más listo; y si hablaba poco, en cambio oía y escuchaba mucho.
En esto vino un año muy duro, y tan grande fue el hambre, que el pobre matrimonio resolvió deshacerse de sus hijos. Una noche que los niños estaban acostados y sentado el leñador cerca de su mujer al amor de la lumbre, le dijo con el corazón oprimido por el dolor:
— ¡Ya lo ves! No nos es posible mantener a nuestros hijos; y como no puedo resolverme a verles morir de hambre aquí, estoy resuelto a llevarles mañana al bosque para que se extravíen, proyecto que podremos realizar fácilmente, pues mientras estarán ocupados en hacinar leña, lograremos escapar sin que de momento noten nuestra ausencia.
— ¡Dios mío! Exclamó la leñadora, ¿serías capaz de hacer tal cosa con tus hijos?
En vano su esposo la hizo presente su extremada miseria, pues de pronto no hubo medio de convencerla, porque si bien era pobre, era madre. Mas habiendo reflexionado cuán horrible sería su dolor si les viese morir de hambre, consintió en lo que su dolor si les viese morir de hambre, consintió en lo que su marido le proponía y llorando fue a acostarse.
Pulgarcito se enteró de cuanto sus padres dijeron, pues en cuanto desde la cama le oyó hablar de cosas importantes, levantose y se deslizó debajo del taburete donde estaban sentados para escucharles sin ser visto. Volvió a meterse en cama, pero no pudo dormir en toda la noche pensando en lo que debía hacer.
Levantose muy de mañana, fue a orillas de un arroyo, llenose los bolsillos de piedrecitas blancas y luego volvió a su casa. Poco después salieron todos, pero Pulgarcito nada dijo a sus hermanos de lo que sabía.
Fueron a un bosque tan espeso que nada se veía a diez pasos de distancia. El leñador se puso a cortar madera y sus hijos a recoger ramaje seco para hacer manojos. Cuando sus padres les vieron ocupados trabajando, se alejaron de ellos insensiblemente y luego echaron a correr, escapando por un sendero medio oculto.
Al notar los niños que estaban solos, comenzaron a gritar y a sollozar con todas sus fuerzas. Pulgarcito les dejaba gritar porque sabía cómo regresarían a su casa, pues al ir al bosque había dejado caer durante todo el camino las piedrecitas blancas que tenía en el bolsillo.
— Nada temáis, hermanos míos, les dijo. Nuestros padres nos han dejado aquí, pero yo os llevaré a casa si queréis seguirme.
Echaron a andar tras él y les llevó delante de su casa siguiendo el mismo camino que habían recorrido para ir al bosque. Al principio no se atrevieron a entrar, pero todos pegaron sus cabecitas a la puerta para oír lo que decían sus padres.
Al llegar el leñador y la leñadora a su casa, el señor de la aldea les envió diez escudos que les debía de mucho tiempo con los cuales ya no contaban. La cantidad devolvioles la vida, pues los infelices se morían de hambre. El leñador despachó inmediatamente a su mujer a la carnicería, y como hacía días no habían comido, compró tres veces más carne de la necesaria para la cena de dos personas. En cuanto estuvieron ahítos, la leñadora dijo:
¡Dios mío! ¿Dónde estarán nuestros hijos? ¡Con qué apetito comerían lo que ha sobrado! Tú eres quien ha querido perderlos, Guillermo, a pesar de decirte que nos arrepentiríamos. ¡Virgen santa! ¡Tal vez los lobos los hayan comido! ¡Cuán cruel has sido al querer deshacerte de tus hijos!
El leñador acabó por enfadarse, pues su mujer repitió más de veinte veces que ya había pronosticado que se arrepentirían de lo hecho, y la amenazó con pegarla si no callaba. Era tan grande el sentimiento del leñador como el de su esposa, pero su pena aumentaba con las recriminaciones. Además, gustaba, como tantos otros, de las mujeres que dan un buen consejo a tiempo, pero no de aquellas que pretenden haberlo dado cuando la cosa ya no tiene remedio.
La leñadora estaba anegada en llanto y repetía. ¡Dios mío! ¿Dónde están mis pobres hijos?
Una vez pronunció con tanta fuerza estas palabras, que las oyeron los niños que estaban arrimaditos a la puerta, y comenzaron a gritar todos a tiempo:
— ¡Estamos aquí! ¡Estamos aquí!
La madre corrió a abrir y les dijo al abrazarles:
— ¡Hijos míos; con cuanta alegría vuelvo a veros! Estáis muy cansados y tenéis hambre. ¡Cómo estás puesto de barro, Periquito! Voy a quitártelo.
Periquito era el mayor y el más querido, porque como ella tenía el color algo rojizo.
Pusiéronse a la mesa, y con tanto apetito comieron que gozosos les estuvieron mirando sus padres, mientras los niños, hablando casi siempre todos a la vez, les referían el miedo atroz que habían pasado en el bosque. Los pobres leñadores estaban locos de alegría al verles a su lado, alegría que duró tanto como los diez escudos; pero cuando acabó el dinero, acabó el gozo; volvió a apoderarse de ellos la tristeza de antes y resolvieron deshacerse de sus hijos, si bien con el propósito de llevarles más lejos que la vez primera para acertar el golpe.
No lograron hablar de su plan con tanto sigilo que no les oyera Pulgarcito, quien resolvió tomar sus medidas como antes las había tomado; pero a pesar de haber madrugado mucho para ir a recoger piedrecitas blancas, no pudo realizar su idea porque la puerta estaba cerrada con doble vuelta de llave.
Preocupado estaba sin saber qué hacerse; pero habiéndoles dado su padre un pedazo de pan a cada uno para desayunarse, se dijo que podía reemplazar las piedrecitas tirando migas por donde pasasen; y pensado esto, guardose el pan en el bolsillo.
Sus padres les llevaron al punto más espeso y oscuro del bosque; y al tenerles allí, los leñadores se escaparon por un caminito muy oculto. No fue grande la pena de Pulgarcito, porque creía poder encontrar con facilidad el camino siguiendo las migas que había sembrado por donde había pasado; pero desagradable fue su sorpresa cuando no pudo dar ni siquiera con restos del pan, pues los pájaros se lo habían comido.
Héte a los niños llenos de aflicción, pues cuanto más andaban, más se extraviaban por el interior del bosque. Llegó la noche y sopló un ventarrón que les llenó de miedo, porque creían que sus rugidos eran los de los lobos que se encaminaban hacia donde estaban para devorarles. Tanto era su espanto que ni se atrevían a hablar ni a volver la cabeza. Para colmo de males cayó un chaparrón que les caló hasta los huesos. A cada paso resbalaban y se metían en el fango, de donde se levantaban muy sucios y sin saber qué hacerse de sus manos.
Pulgarcito encaramose a lo alto de un árbol, deseoso de examinar los alrededores; y habiendo mirado a todas partes, vio muy lejos, más allá del bosque, una lucecita semejante a la de una vela. Bajó del árbol, y al llegar al suelo nada vio, lo que le llenó de pena. Siguieron andando a pesar de todo, procurando Pulgarcito orientarse y guiar a sus hermanos hacia el punto donde había visto la luz; y al cabo de algún tiempo salieron del bosque y volvió a verla.
Llegaron, por último, a la casa donde brillaba la lucecita, no sin haber pasado mucho miedo, pues la perdían de vista cada vez que se metían en algún fondo. Llamaron y una buena mujer les abrió la puerta preguntándoles que querían. Pulgarcito contestola que eran unos pobrecitos niños que se habían extraviado en el bosque y la rogaban les acogiese por caridad. Al verles tan lindos, la mujer se puso a llorar y les dijo:
— ¡Ah; pobres niños! ¿Dónde habéis venido? ¿Sabéis que esta es la casa de un Ogro que se come a los niños?
Al oír estas palabras, Pulgarcito, que lo mismo que sus hermanos se puso a temblar como hoja de árbol, exclamó:
— ¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer? Si no queréis darnos acogida en vuestra casa, seguro que los lobos del bosque nos comerán; y como no escaparíamos de sus dientes, preferimos que nos coma el Ogro, quien tal vez se compadezca de nosotros si vos se lo rogáis.
La mujer del Ogro creyó que podría ocultarles a su esposo hasta la mañana siguiente, y les permitió entrar, llevándoles para que se calentaran a una buena lumbre en la que se estaba asando un carnero para la cena del Ogro.
Cuando principiaban a calentarse resonaron tres o cuatro golpes dados con fuerza en la puerta. Era el Ogro que volvía. Inmediatamente su mujer hizo ocultar a los niños debajo de la cama y fue a abrir la puerta. Lo primero que preguntó el Ogro fue si la cena estaba dispuesta y si había vino, y luego se sentó a la mesa. El carnero estaba a medio asar, pero esta circunstancia lo hizo más apetitoso para el Ogro. Olía a derecha e izquierda y decía que por allí había carne fresca.
— Hueles esa ternera que he preparado, le dijo su mujer.
— Huelo carne fresca, huelo carne fresca, repitió el Ogro mirando de través a su esposa; y hay en casa algo que no veo.
Al decir estas palabras se levantó de la mesa y se fue hacia la cama.
— ¡Ah! Exclamó; ¡querías engañarme, mujer maldita! No sé por qué no te como a ti también, pero te salva el estar tan dura. Tengo en estos niños carne fresca para obsequiar a tres ogros amigos míos, que deben venir a verme uno de esos días.
Les sacó debajo de la cama uno tras otro, y las pobres criaturas se arrodillaron pidiéndole perdón; pero tenían que habérselas con el más cruel de los ogros, quien lejos de sentir piedad por ellos, ya les estaba devorando con los ojos y decía a su mujer que constituirían un plato exquisito cuando les hubiese aderezado con una buena salsa.
Fuese en busca de un buen cuchillo y se acercó otra vez a los niños, afilándolo con una larga piedra que sostenía con la mano izquierda. Tenía ya asido un niño cuando su mujer le dijo.
— ¿Qué quieres hacer a esta hora? ¿No quedará tiempo mañana?
— Cállate, gritó el Ogro; si espero a mañana, peor para ellos, pues pasarán una noche de miedo.
— Te se echaría a perder tanta carne, replicó la mujer, pues tienes una ternera, dos carneros y la mitad de un cerdo.
— Es verdad, — dijo el Ogro. — Dales cena abundante para que no enflaquezcan y llévales a la cama.
Llena de alegría dioles de cenar la buena mujer, pero el espanto no permitió a los niños probar bocado. El Ogro se puso de nuevo a beber; y muy satisfecho porque tenía carne fresca con que obsequiar sus amigos, apuró una docena de vasos más que de costumbre, exceso que le puso algo alegre obligándole a acostarse.
El Ogro tenía siete hijas de corta edad, las ogras tenían el color muy sano porque sólo comían carne fresca, como su padre, pero sus ojos eran grises y redondos, la nariz encorvada, la boca grande y los dientes muy agudos y separados. Aún no era muy malas, pero prometían serlo, porque ya mordían a los niños para chupar su sangre.
Las habían acostado temprano y las siete dormían en una cama muy ancha, teniendo cada niña una corona de oro en la cabeza. Había en el mismo cuarto otra cama tan grande como la primera, y en ella acostó la mujer del Ogro a los niños, hecho lo cual fuese a dormir.
Pulgarcito había observado que las hijas del Ogro llevaban coronas de oro, y temiendo que el padre no se arrepintiese de no haberles degollado cuando se proponía hacerlo, se levantó a eso de media noche, y tomando los gorros de dormir de sus hermanos y el suyo, acercose de puntillas a la otra cama, les puso con sumo cuidado los gorros a las siete hijas del Ogro, después de haberlas quitado las coronas de oro, que colocó en la cabeza de sus hermanos y de la suya para que el Ogro les tomara por sus hijas, y a éstas por los niños a quienes quería degollar. El resultado fue tal como había pensado, pues el Ogro despertó a eso de media noche, pesole haber aplazado para el día siguiente lo que pudo hacer la víspera; saltó bruscamente de la cama, y empuñando la cuchilla se dijo:
— Vamos a ver cómo están aquellos chiquillos y demos buena cuenta de ellos.
Subió a tientas al dormitorio de sus hijas y se acercó a la cama donde estaban los niños, que dormían todos, excepción hecha de Pulgarcito; y por cierto que grande fue su miedo cuando el Ogro le tocó la cabeza después de haber hecho lo mismo con sus hermanos. El Ogro, al tocar las coronas de oro, se dijo:
— Iba a hacer un disparate. Me convenzo de que ayer bebí demasiado.
Fuese enseguida a la otra cama, y habiendo tocado los gorros de dormir de los niños, murmuró:
— ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! Aquí están los chiquillos. Vamos a la obra.
Al decir estas palabras degolló sin vacilar a sus siete hijas, y muy satisfecho volvió luego a acostarse.
— En cuanto Pulgarcito oyó los ronquidos del Ogro, despertó a sus hermanos y les dijo que se vistieran sin perder momento y le siguieran. Bajaron sin meter ruido al jardín y saltaron la tapia, corriendo toda la noche, siempre temblando y sin saber a dónde iban.
Habiendo despertado el Ogro, dijo a su mujer:
— Ve a arreglar a los chiquillos de ayer noche. Mucho sorprendió a la Ogra la bondad de su marido, no sospechando de qué manera quería que arreglase a los niños. Creyó de buena fe que se trataba de vestirles y fuese al cuarto, donde vio a sus siete hijas degolladas y nadando en un mar de sangre. Ante tal espectáculo cayó sin sentido, y en vista de su tardanza subió el Ogro para enterarse de lo que ocurría. Su asombro no fue menor que el de la esposa al encontrarse delante de espectáculo tan horroroso.
— ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?, rugía. — ¡Me la pagarán! ¡Me la pagarán aquellos malditos!
Roció con agua la cara de su mujer, que recobró el sentido, y le dijo:
— Dame mis botas de siete leguas para que pueda atraparles.
Salió de la casa, y después de haber corrido mucho y en todas direcciones en busca de los niños, por último tomó por un camino que era el que seguían los hijos el leñador, que sólo distaban unos cien pasos de la casa de sus padres. Vieron al Ogro que pasaba de una montaña a otra montaña y atravesaba los ríos con tanta facilidad como si hubieran sido arroyos. Pulgarcito notó que cerca había una roca cóncava; ocultó en ella a sus hermanos y luego metiose él también dentro, pero siempre fija la mirada en el Ogro para observar todos sus movimientos. El Ogro estaba muy cansado a causa del mucho camino que había andado inútilmente, pues hay que saber que las botas de siete leguas fatigan de una manera extraordinaria a los que las llevan, y quiso reposar, sentándose por casualidad en la misma roca donde estaban escondidos los siete niños.
Su fatiga era extrema y durmiose al poco rato, roncando con tanto estrépito que el miedo de las pobres criaturas fue tan grande como cuando empuñaba la espantosa cuchilla para matarles. Pulgarcito no tuvo tanto miedo y dijo a sus hermanos que huyesen con presteza, refugiándose en su casa mientras el Ogro dormía a pierna suelta.
Siguieron su consejo y muy pronto estuvieron a lado de sus padres.
Pulgarcito se acercó al Ogro, quitole con suavidad las botas y se las puso. Las botas eran muy grandes y anchas, pero como estaban encantadas, tenían el don de ensancharse o estrecharse según era quien las llevaba, de manera que quedaron tan ajustadas a sus piernas y a sus pies como si para él se hubiesen hecho. Cuando tuvo las botas puestas fuese a la corte donde sabía que era grande la inquietud porque no se tenían noticias de un ejército que estaba a doscientas leguas, ni de la batalla que se había dado. Fuese en busca del rey y le dijo que si quería le traería nuevas del ejército antes de terminar el día. El rey le prometió una fuerte cantidad de dinero si hacía lo que prometía. Pulgarcito cumplió, pues aquella misma noche volvió a la corte y el rey supo cuanto quiso saber de su ejército. Habiendo desempeñado de una manera tan admirable su oficio de correo, ganó todo el dinero que quiso, pues el rey le pagó con esplendidez para que llevase sus órdenes al ejército; y todos los de la corte que desearon tener noticias de personas ausentes, de él se sirvieron, recompensándole con largueza.
Después de haber servido durante algún tiempo de correo y de haber reunido mucho dinero, volvió a casa de sus padres, cuya alegría al verle no puede referirse. Pulgarcito cuidó de que toda la familia viviese con holgura, procurando buenas colocaciones a su padre y a sus hermanos, de modo que la miseria desapareció por completo de aquella casa y en ella reinó la dicha, gracias a aquel niño que antes era el más desdeñado.
Moraleja
La miseria no os abata
ni os amilanen las penas,
que los días buenos vienen
tras los días de tristeza.
Para dejar de este cuento
completa la moraleja,
os diré que Pulgarcito
objeto fue de la befa
de todos, porque callado
y muy raquítico era;
y con serlo, a su familia
libró de extrema miseria
salvando a sus hermanitos
del Ogro, de aquella fiera.
De nadie os moféis, de nadie,
que muchas veces alienta
dentro un raquítico cuerpo
una alma grande y bella.
FIN
El gato con botas
Charles Perrault
Murió un molinero que tenía tres hijos, y no dejó más bienes que su molino, su borriquillo y un gato. Se hicieron las particiones con gran facilidad y ni el escribano ni el procurador, que se hubieran comido tan pobre patrimonio, tuvieron que entender en ellas. El mayor de los tres hermanos se quedó con el molino. El mediano fue dueño del borriquillo. Y el pequeño no tuvo otra herencia que el gato. El pobre chico se desconsoló al verse con tan pobre patrimonio.
— Mis hermanos — decía— podrán ganarse honradamente la vida trabajando juntos; pero después que me haya comido mi gato y lo poco que me den por su piel, no tendré más remedio que morir de hambre.
El gato, que escuchaba estas palabras, se subió de un salto sobre las rodillas de su amo, y acariciándole a su manera, le dijo:
— No os desconsoléis, mi amo; compradme un par de botas y un saco con cordones, y ya veréis como no es tan mala la parte de herencia que os ha tocado.
El chico tenía tal confianza en la astucia de su gato y le había visto desplegar tanto ingenio en la caza de pájaros y de ratones que no desesperó de ser por él socorrido en su miseria. Reunió, pues, algún dinerillo y le compró los objetos que pedía.
El gato se puso inmediatamente las botas, colgóse el saco al cuello, asiendo los cordones con sus patas de delante, y se fue a un soto donde había gran número de conejos.
Colocó de cierto modo el saco al pie de un árbol, puso en su fondo algunas yerbas de tomillo y, haciéndose el muerto, esperó a que algún gazapo, poco instruido en los peligros del mundo, entrase en el saco para regalarse con lo que en él había.
Pocos momentos hacía que estaba apostado, cuando un conejillo entró corriendo en el saco. El gato tiró de los cordones, cogiéndole dentro, y le dio muerte con la mayor destreza.
Orgulloso de su hazaña, se dirigió al palacio del rey de aquella tierra y pidió hablar a Su Majestad.
Condujéronle a la cámara real y, después de hacer una gran reverencia al monarca, le dijo presentándole el conejo:
— Señor, mi amo el señor marqués de Carabas tendrá un placer en que os dignéis probar su caza y os envía este conejo que ha cogido esta mañana en sus sotos.
— Di a tu amo — respondió el rey— que lo acepto con mucho gusto y que le doy las gracias.
El gato salió de palacio saltando de alegría y fue a decir a su amo lo que había hecho.
Algunos días después volvió al bosque, armado con sus botas y su saco, y no tardó en apoderarse de un par de perdices.
Inmediatamente fue a presentarlas al rey, como había hecho con el conejo, y el monarca recibió con tanto gusto las dos perdices que mandó a su tesorero diese al gato algún dinero para beber.
El gato continuó durante dos o tres meses llevando de tiempo en tiempo al rey una parte de su caza. Pero un día supo que el rey debía ir a pasear por la orilla del río con su hija, la princesa más hermosa del mundo, y entonces dijo a su amo:
— Si queréis seguir mis consejos, tenéis hecha vuestra fortuna: id a bañaros al río, en el sitio que yo os diga, y luego dejarme hacer.
El hijo del molinero hizo lo que el gato le aconsejaba, aunque no comprendía cuáles pudieran ser sus instintos.
Cuando se estaba bañando llegó el rey a la orilla del río y entonces el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas.
— ¡Socorro! ¡Socorro! ¡El señor marqués de Carabas se está ahogando!
A este grito el rey asomó la cabeza por la portezuela y, reconociendo al gato que tantas veces le había llevado caza, mandó inmediatamente a sus guardias que fuesen en socorro del marqués de Carabas.
En tanto que sacaban del río al pobre marqués, el gato, aproximándose a la carroza, dijo al rey que mientras su amo se bañaba unos ladrones le habían robado sus ropas, aunque él había llamado en su auxilio con todas sus fuerzas, y el rey mandó inmediatamente a los oficiales de su guardarropa que fuesen a buscar uno de sus más bellos trajes para el marqués de Carabas.
Después que estuvo vestido se presentó al rey, que le recibió con mucho agrado, y, como las hermosas ropas que acababan de darle aumentaban mucho su natural belleza, la hija del monarca le encontró muy de su gusto y le dirigió una mirada tan tierna y cariñosa que dio algo que pensar a los cortesanos.
El rey invitó al marqués a subir en la carroza y a acompañarle en su paseo y el gato, lleno de júbilo al ver que empezaban a realizarse sus designios, tomó la delantera.
No tardó en encontrar unos labriegos que segaban la yerba de un prado y les dijo:
— Buenas gentes, si no decís al rey que el prado que estáis segando pertenece al señor marqués de Carabas, seréis hechos pedazos tan menudos como las piedras del río.
El rey no dejó de preguntar a los segadores quién era el dueño de aquellos prados y, temerosos por la amenaza del gato, los labriegos contestaron a una voz:
— Es el señor marqués de Carabas.
— Tenéis unos terrenos magníficos — dijo el rey al hijo del molinero.
— Sí, señor, — respondió éste— este prado me da todos los años productos muy abundantes.
El gato, que iba siempre delante, encontró luego unos cavadores y les dijo:
— Buenas gentes, si cuando el rey os pregunte no le contestáis que estas tierras son del marqués de Carabas, os harán pedazos tan menudos como las piedras del río.
El rey, que pasó un momento después, quiso saber a quién pertenecían aquellas tierras y preguntó a los labriegos.
— Nuestro amo — respondieron éstos— es el señor marqués de Carabas.
Y el rey felicitó de nuevo al hijo del molinero.
El gato, que iba siempre delante de la carroza, decía lo mismo a todas las gentes que encontraba en el camino y el rey se admiró bien pronto de las grandes riquezas del marqués de Carabas.
El gato llegó, al fin, a un hermoso castillo cuyo dueño era un ogro, el más rico de la comarca, pues le pertenecían todos los prados y bosques por donde el rey había pasado.
Después de informarse de las cualidades de este ogro, llegó el gato a su residencia y pidió hablarle, diciendo que no había querido pasar por sus dominios sin presentarle sus respetos.
El ogro le recibió con una gran amabilidad y le hizo reposar.
— Me han asegurado — le dijo el gato— que tenéis el don de poder convertiros en el animal que os parece; que podéis, por ejemplo, transformaros en elefante, en león...
— Sí, por cierto, — respondió el ogro— y para probároslo vais a verme convertido en león.
La trasformación se verificó instantáneamente, y el gato se espantó tanto al ver un león ante sí que saltó al alero del tejado, no sin alguna dificultad a causa de sus botas, que no servían para andar por las tejas.
Algún tiempo después, viendo que el ogro había recobrado su forma primitiva, el gato descendió y le dijo:
— Me han asegurado también, pero no puedo creerlo, que tenéis asimismo la facultad de transformaros en los animales pequeños; por ejemplo, que podéis tomar la forma de un ratón. Eso me parece imposible.
— ¡Imposible! — exclamó el ogro— ¡vais a convenceros!
Y al mismo tiempo se trasformó en un ratón sumamente pequeño y se puso a correr por la sala.
El gato no esperó más y, lanzándose ágilmente sobre él, le clavó las uñas y los dientes y le degolló.
En tanto, el rey, que al pasar vio el magnífico castillo del ogro, quiso entrar en él a descansar.
El gato, que oyó el ruido de la carroza al rodar sobre el puente levadizo, salió corriendo y dijo al rey:
— ¡Bien venido sea V. M. al castillo de mi noble amo el marqués de Carabas!
— ¡Cómo, señor marqués!, — dijo el rey al hijo del molinero— ¡es vuestro este castillo! ¡No hay otro tan hermoso en mis estados! ¡Enseñádnoslo, si gustáis!
El marqués presentó el brazo a la joven princesa y, siguiendo al rey, que marchaba el primero, entraron en una gran sala, donde encontraron servida una opípara cena que el ogro había hecho preparar para sus amigos, que aquella noche debían ir a solazarse al castillo y que no se atrevieron a entrar cuando supieron que el rey estaba allí.
El rey, encantado de las buenas cualidades del marqués y viendo que a su hija no le había sido indiferente, le dijo, después de haber bebido cuatro o cinco copas de un excelente vino:
— Tendría mucho placer, amigo mío, si quisierais ser mi yerno.
El hijo del molinero, haciendo grandes reverencias, aceptó la honrosa proposición del rey y pocos días después dio la mano de esposo a la joven y bella princesa.
El gato fue todo un gran señor y ya no corrió tras los ratones sino por pura diversión.
Nunca se separó de su amo y algunas veces le decía con tono grato:
— Ya veis como el ingenio y la industria valen más que todas las herencias.
Aquel gato era un gran filósofo.
FIN
El príncipe feliz
Óscar Wilde
En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada. Por todo lo cual era muy admirada.
— Es tan hermoso como una veleta — observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte— . Ahora, que no es tan útil — añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.
Y realmente no lo era.
— ¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? — preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna— . El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.
— Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz — murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.
— Verdaderamente parece un ángel — decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.
— ¿En qué lo conocéis — replicaba el profesor de matemáticas— si no habéis visto uno nunca?
— ¡Oh! Los hemos visto en sueños — respondieron los niños.
Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.
Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.
Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.
Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.
— ¿Quieres que te ame? — dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.
Y el Junco le hizo un profundo saludo.
Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.
Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.
— Es un enamoramiento ridículo — gorjeaban las otras golondrinas— . Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.
Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos. Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.
Una vez que se fueron sus amigas, sintiose muy sola y empezó a cansarse de su amante.
— No sabe hablar — decía ella— . Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa.
Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.
— Veo que es muy casero — murmuraba la Golondrina— . A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.
— ¿Quieres seguirme? — preguntó por último la Golondrina al Junco.
Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.
— ¡Te has burlado de mí! — le gritó la Golondrina— . Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!
Y la Golondrina se fue.
Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.
— ¿Dónde buscaré un abrigo? — se dijo— . Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.
Entonces divisó la estatua sobre la columnita.
— Voy a cobijarme allí — gritó— El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.
Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.
— Tengo una habitación dorada — se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo.
Y se dispuso a dormir.
Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua.
— ¡Qué curioso! — exclamó— . No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.
Entonces cayó una nueva gota.
— ¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? — dijo la Golondrina— . Voy a buscar un buen copete de chimenea.
Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota.
La Golondrina miró hacia arriba y vio… ¡Ah, lo que vio!
Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.
Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintiose llena de piedad.
— ¿Quién sois? — dijo.
— Soy el Príncipe Feliz.
— Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? — preguntó la Golondrina— . Me habéis empapado casi.
— Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre — repitió la estatua— , no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón.
Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí, y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar.
«¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas.
— Allí abajo — continuó la estatua con su voz baja y musical— , allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover.
— Me esperan en Egipto — respondió la Golondrina— . Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas.
— Golondrina, Golondrina, Golondrinita — dijo el Príncipe— , ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre!
— No creo que me agraden los niños — contestó la Golondrina— . El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras, las golondrinas, volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.
Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada.
— Mucho frío hace aquí — le dijo— ; pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera.
— Gracias, Golondrinita — respondió el Príncipe. Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad.
Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco. Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile. Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.
— ¡Qué hermosas son las estrellas — la dijo— y qué poderosa es la fuerza del amor!
— Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial — respondió ella— . He mandado bordar en él unas pasionarias, ¡pero son tan perezosas las costureras!
Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el mercado y vio a los comerciantes negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre habíase quedado dormida de cansancio. La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.
— ¡Qué fresco más dulce siento! — murmuró el niño— . Debo estar mejor.
Y cayó en un delicioso sueño.
Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.
— Es curioso — observa ella— , pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho frío.
Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía. Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.
— ¡Notable fenómeno! — exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente— .
¡Una golondrina en invierno!
Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local.
Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!…
— Esta noche parto para Egipto — se decía la Golondrina. Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre.
Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia. Por todas partes adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:
— ¡Qué extranjera más distinguida!
Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.
— ¿Tenéis algún encargo para Egipto? — le gritó— . Voy a emprender la marcha.
— Golondrina, Golondrina, Golondrinita — dijo el Príncipe— , ¿no te quedarás otra noche conmigo?
— Me esperan en Egipto — respondió la Golondrina— . Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata.
— Golondrina, Golondrina, Golondrinita — dijo el Príncipe— , allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.
— Me quedaré otra noche con vos — dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón— . ¿Debo llevarle otro rubí?
— ¡Ay! No tengo más rubíes — dijo el Príncipe— . Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.
— Amado Príncipe — dijo la Golondrina— , no puedo hacer eso.
Y se puso a llorar.
— ¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! — dijo el Príncipe— . Haz lo que te pido.
Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación.
El joven tenía la cabeza hundida en sus manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas.
— Empiezo a ser estimado — exclamó— . Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra.
Y parecía completamente feliz.
Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto. Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos.
— ¡Ah, iza! — gritaban a cada caja que llegaba al puente.
— ¡Me voy a Egipto! — les gritó la Golondrina.
Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.
— He venido para deciros adiós — le dijo.
— ¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! — exclamó el Príncipe— . ¿No te quedarás conmigo una noche más?
— Es invierno — replicó la Golondrina— y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano.
— Allá abajo, en la plazoleta — contestó el Príncipe Feliz— , tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto.
Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará.
— Pasaré otra noche con vos — dijo la Golondrina— , pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os quedaríais ciego del todo.
— ¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! — dijo el Príncipe— . Haz lo que te mando.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo.
Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano.
— ¡Qué bonito pedazo de cristal! — exclamó la niña. Y corrió a su casa muy alegre.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.
— Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre.
— No, Golondrinita — dijo el pobre Príncipe— . Tienes que ir a Egipto.
— Me quedaré con vos para siempre — dijo la Golondrina.
Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que había visto en países extraños.
Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas.
— Querida Golondrinita — dijo el Príncipe— , me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas.
Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas. Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles negras. Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse.
— ¡Qué hambre tenemos! — decían.
— ¡No se puede estar tumbado aquí! — les gritó un guardia.
Y se alejaron bajo la lluvia.
Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto.
— Estoy cubierto de oro fino — dijo el Príncipe— ; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices.
Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza. Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.
— ¡Ya tenemos pan! — gritaban.
Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo. Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían.
Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.
La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo.
Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas.
Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe.
— ¡Adiós, amado Príncipe! — murmuró— . Permitid que os bese la mano.
— Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina — dijo el Príncipe— . Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.
— No es a Egipto adónde voy a ir — dijo la Golondrina— . Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?
Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.
En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo. El hecho es que la coraza de plomo se había partido en dos. Realmente hacía un frío terrible.
A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad. Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.
— ¡Dios mío! — exclamó— . ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz!
— ¡Sí, está verdaderamente andrajoso! — dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde.
Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua.
— El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado — dijo el alcalde— . En resumidas cuentas, que está lo mismo que un pordiosero.
— ¡Lo mismo que un pordiosero! — repitieron a coro los concejales.
— Y tiene a sus pies un pájaro muerto — prosiguió el alcalde— . Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí.
Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea.
Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.
— ¡Al no ser ya bello, de nada sirve! — dijo el profesor de estética de la Universidad.
Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal.
— Podríamos — propuso— hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.
— O la mía — dijo cada uno de los concejales. Y acabaron disputando.
— ¡Qué cosa más rara! — dijo el oficial primero de la fundición— . Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho.
Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta.
— Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad — dijo Dios a uno de sus ángeles.
Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.
— Has elegido bien — dijo Dios —. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.
FIN
El gigante egoísta
Óscar Wilde
Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto.
Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos.
— ¡Qué felices somos aquí!— se gritaban unos a otros.
Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.
— ¿Qué estáis haciendo aquí?— les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo.
— Mi jardín es mi jardín— dijo el gigante. — Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie más que yo juegue en él.
Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel: Prohibida la entrada. Los transgresores serán procesados judicialmente. Era un gigante muy egoísta. Los pobres niños no tenían ahora donde jugar. Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó.
Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.
— ¡Que felices éramos allí!— se decían unos a otros.
Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno.
Los pájaros no se preocupaban de cantar en él desde que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. Solo una bonita flor levantó su cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel se entristeció tanto, pensando en los niños, que se dejó caer otra vez en tierra y se echó a dormir.
Los únicos complacidos eran la Nieve y el Hielo.
— La primavera se ha olvidado de este jardín— gritaban. — Podremos vivir aquí durante todo el año
La Nieve cubrió todo el césped con su manto blanco y el Hielo pintó de plata todos los árboles.
Entonces invitaron al viento del Norte a pasar una temporada con ellos, y el Viento aceptó. Llegó envuelto en pieles y aullaba todo el día por el jardín, derribando los capuchones de las chimeneas.
— Este es un sitio delicioso— decía. — Tendremos que invitar al Granizo a visitarnos.
Y llegó el Granizo. Cada día durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado del castillo, hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo. Vestía de gris y su aliento era como el hielo.
— No puedo comprender como la primavera tarda tanto en llegar— decía el gigante egoísta, al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. — ¡Espero que este tiempo cambiará!
Pero la primavera no llegó, y el verano tampoco. El otoño dio dorados frutos a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.
— Es demasiado egoísta— se dijo.
Así pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte, el Hielo, el Granizo y la Nieve danzaban entre los árboles.
Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería el rey de los músicos que pasaba por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó hasta él, a través de la ventana abierta.
— Creo que, por fin, ha llegado la primavera— dijo el gigante; y saltando de la cama miró el exterior.
¿Qué es lo que vio?
Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños habían penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban sentados en sus ramas. En todos los árboles que estaban al alcance de su vista, había un niño. Y los árboles se sentían tan dichosos de volver a tener consigo a los niños, que se habían cubierto de capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las cabezas de los pequeños.
Los pájaros revoloteaban y parloteaban con deleite, y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón continuaba siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, no podía alcanzar las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol seguía aún cubierto de hielo y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía en torno a él.
— ¡Sube, pequeño!— decía el árbol, y le tendía sus ramas tan bajo como podía; pero el niño era demasiado pequeño. El corazón del gigante se enterneció al contemplar ese espectáculo.
— ¡Qué egoísta he sido— se dijo. — Ahora comprendo por qué la primavera no ha venido hasta aquí.
Voy a colocar al pobre pequeño sobre la copa del árbol, derribaré el muro y mi jardín será el parque de recreo de los niños para siempre.
Estaba verdaderamente apenado por lo que había hecho.
Se precipitó escaleras abajo, abrió la puerta principal con toda suavidad y salió al jardín.
Pero los niños quedaron tan asustados cuando lo vieron, que huyeron corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno.
Sólo el niño pequeño no corrió, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que no vio acercarse al gigante. Y el gigante se deslizó por su espalda, lo cogió cariñosamente en su mano y lo colocó sobre el árbol. El árbol floreció inmediatamente, los pájaros fueron a cantar en él, y el niño extendió sus bracitos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó.
Cuando los otros niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y la primavera volvió con ellos.
— Desde ahora, este es vuestro jardín, queridos niños— dijo el gigante, y cogiendo una gran hacha derribó el muro. Y cuando al mediodía pasó la gente, yendo al mercado, encontraron al gigante jugando con los niños en el más hermoso de los jardines que jamás habían visto.
Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del gigante.
— Pero, ¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol?— preguntó.
El gigante era a este al que más quería, porque lo había besado.
— No sabemos contestaron los niños— se ha marchado.
— Debéis decirle que venga mañana sin falta— dijo el gigante.
Pero los niños dijeron que no sabían donde vivía y nunca antes lo habían visto. El gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a ver. El gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él.
— ¡Cuánto me gustaría verlo!— solía decir.
Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más débil. Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar a los niños y admiraba su jardín.
— Tengo muchas flores hermosas— decía, pero los niños son las flores más bellas.
Una mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el reposo de las flores.
De pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión maravillosa.
En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso.
El gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:
— ¿Quién se atrevió a herirte?— Pues en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piececitos.
— ¿Quién se ha atrevido a herirte?— gritó el gigante. — Dímelo para que pueda coger mi espada y matarle.
— No— replicó el niño, pues estas son las heridas del amor.
— ¿Quién eres?— dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeño.
Y el niño sonrió al gigante y le dijo:
— Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.
Y cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos.
FIN
Aladino y la lámpara maravillosa
De las mil y una noches
Había una vez un sastre pobre, que tenía un hijo llamado Aladino, un niño descuidado y ocioso que no hacía nada más que jugar a la pelota todo el día en las calles con niños pequeños y ociosos como él. Esto entristeció tanto al padre que murió; sin embargo, a pesar de las lágrimas y oraciones de su madre, Aladino no se enmendó. Un día, cuando jugaba en la calle como de costumbre, un extraño le preguntó su edad y si no era hijo de Mustapha el sastre.
— Lo soy, señor, — respondió Aladino; — pero murió hace mucho tiempo.
En esto, el extraño, que era un famoso mago africano, se echó sobre su cuello y lo besó, diciendo:
— Soy tu tío, y te conocía por tu parecido con mi hermano. Ve con tu madre y dile que voy.
Aladino corrió a casa y le contó a su madre sobre su tío recién encontrado. “Ciertamente, niño, ", dijo, "tu padre tenía un hermano, pero siempre pensé que estaba muerto". Sin embargo, preparó la cena y le pidió a Aladino que buscara a su tío, quien llegó cargado de vino y fruta. Luego se dejó caer y besó el lugar donde solía sentarse Mustapha, pidiéndole a la madre de Aladino que no se sorprendiera por no haberlo visto antes, ya que había estado cuarenta años fuera del país. Luego se volvió hacia Aladino y le preguntó cuál era su oficio, ante lo cual el niño bajó la cabeza, mientras su madre rompía a llorar. Al enterarse de que Aladino estaba inactivo y no aprendería ningún oficio, se ofreció a tomar una tienda para él y abastecerla de mercadería. Al día siguiente le compró a Aladino un traje fino y lo llevó por toda la ciudad, mostrándole los lugares de interés, y lo llevó a casa al anochecer con su madre,
Al día siguiente, el mago llevó a Aladino a unos hermosos jardines muy lejos de las puertas de la ciudad. Se sentaron junto a una fuente y el mago sacó un pastel de su cinturón, que repartió entre ellos. Luego viajaron hacia adelante hasta que casi llegaron a las montañas. Aladino estaba tan cansado que le suplicó que regresara, pero el mago lo engañó con historias agradables y lo guió a pesar de sí mismo. Por fin llegaron a dos montañas divididas por un estrecho valle.
— No iremos más lejos, — dijo el falso tío. — Te mostraré algo maravilloso; sólo tú recoges leña mientras yo enciendo un fuego.
Cuando se encendió el mago arrojó sobre él un polvo que tenía sobre él, al mismo tiempo que decía unas palabras mágicas. La tierra tembló un poco y se abrió frente a ellos, dejando al descubierto una piedra plana cuadrada con un anillo de bronce en el medio para levantarla. Aladino trató de huir, pero el mago lo atrapó y le dio un golpe que lo derribó.
— ¿Qué he hecho, tío?— dijo lastimosamente; ante lo cual el mago dijo más amablemente:
— No temas nada, pero obedéceme. Debajo de esta piedra yace un tesoro que será tuyo, y nadie más puede tocarlo, así que debes hacer exactamente lo que te digo.
Al oír la palabra tesoro, Aladino olvidó sus miedos y agarró el anillo como se le dijo, diciendo los nombres de su padre y su abuelo. La piedra subió con bastante facilidad y aparecieron algunos escalones.
— Baja,— dijo el mago; — Al pie de esos escalones encontrarás una puerta abierta que conduce a tres grandes salones. Recoge tu bata y revísalas sin tocar nada, o morirás instantáneamente. Estos pasillos conducen a un jardín de árboles frutales finos. Camina hasta llegar a un nicho en una terraza donde se encuentra una lámpara encendida. Derrama el aceite que contiene y tráemelo.
Sacó un anillo de su dedo y se lo dio a Aladino, indicándole que prosperara.
Aladino encontró todo como le había dicho el mago, recogió algunas frutas de los árboles y, habiendo conseguido la lámpara, llegó a la boca de la cueva. El mago gritó con mucha prisa:
— Date prisa y dame la lámpara.
Aladino no quiso hacerlo hasta que no estuviera fuera de la cueva. El mago se enfureció terriblemente, y echando más polvo al fuego, dijo algo, y la piedra volvió a rodar en su lugar.
El mago abandonó Persia para siempre, lo que demostró claramente que no era tío de Aladino, sino un mago astuto, que había leído en sus libros de magia sobre una lámpara maravillosa, que lo convertiría en el hombre más poderoso del mundo. Aunque solo él sabía dónde encontrarlo, solo podía recibirlo de la mano de otro. Había elegido al tonto Aladino para este propósito, con la intención de obtener la lámpara y matarlo después.
Durante dos días, Aladino permaneció en la oscuridad, llorando y lamentándose. Por fin juntó las manos en oración y, al hacerlo, frotó el anillo que el mago había olvidado quitarle. Inmediatamente un genio enorme y espantoso se elevó de la tierra, diciendo:
— ¿Qué quieres de mí? Soy el Esclavo del Anillo y te obedeceré en todo.
Aladino respondió sin miedo:
— ¡Líbrame de este lugar!
Entonces se abrió la tierra y se encontró fuera. Tan pronto como sus ojos pudieron soportar la luz, se fue a casa, pero se desmayó en el umbral. Cuando volvió en sí, le contó a su madre lo que había pasado y le mostró la lámpara y los frutos que había recogido en el jardín, que en realidad eran piedras preciosas. Luego pidió algo de comida.
— ¡Pobre de mí! niño, — dijo, — No tengo nada en la casa, pero he hilado un poco de algodón e iré a venderlo.
Aladino le pidió que se quedara con su algodón, porque en su lugar vendería la lámpara. Como estaba muy sucia, empezó a frotarla, para que valiera más. Instantáneamente apareció un genio horrible y le preguntó qué quería. Ella se desmayó, pero Aladino, arrebatando la lámpara, dijo audazmente:
— ¡Tráeme algo de comer!
El genio regresó con un cuenco de plata, doce platos de plata que contenían ricas carnes, dos copas de plata y dos botellas de vino. La madre de Aladino, cuando volvió en sí, dijo:
— ¿De dónde viene esta espléndida fiesta?
— No preguntes, pero come,— respondió Aladino. Así que se sentaron a desayunar hasta que llegó la hora de la cena, y Aladino le contó a su madre sobre la lámpara. Ella le rogó que la vendiera, y no tener nada que ver con los demonios.
— No,— dijo Aladino, — ya que el azar nos ha hecho conocer sus virtudes, lo usaremos, y también el anillo, que siempre llevaré en el dedo.
Cuando hubieron comido todo lo que el genio había traído, Aladino vendió uno de los platos de plata, y así sucesivamente hasta que no quedó ninguno. Entonces recurrió al genio, quien le dio otro juego de planchas, y así vivieron muchos años.
Un día, Aladino escuchó una orden del sultán que proclamaba que todos debían quedarse en casa y cerrar las persianas mientras la princesa, su hija, iba y venía del baño. Aladino se apoderó de un deseo de ver su rostro, lo cual era muy difícil, ya que siempre iba velada. Se escondió detrás de la puerta del baño y se asomó por una rendija. La princesa se levantó el velo al entrar y se veía tan hermosa que Aladino se enamoró de ella a primera vista. Se fue a casa tan cambiado que su madre se asustó. Él le dijo que amaba tanto a la princesa que no podía vivir sin ella y que tenía la intención de pedirle matrimonio a su padre. Su madre, al escuchar esto, se echó a reír, pero Aladino finalmente la convenció de que fuera ante el Sultán y cumpliera su pedido. Fue a buscar una servilleta y colocó en ella los frutos mágicos del jardín encantado, que centelleaban y resplandecían como las más bellas joyas. Se los llevó consigo para complacer al sultán y partió, confiando en la lámpara. El Gran Visir y los señores del consejo acababan de entrar cuando ella entró en el salón y se colocó frente al Sultán. Él, sin embargo, no se fijó en ella. Fue todos los días durante una semana y se quedó en el mismo lugar. Cuando el consejo se disolvió el sexto día, el sultán le dijo a su visir:
— Veo a cierta mujer en la sala de audiencias todos los días llevando algo en una servilleta. Llámala la próxima vez, para que pueda averiguar lo que quiere.
Al día siguiente, a una señal del visir, subió al pie del trono y permaneció arrodillada hasta que el sultán le dijo:
— Levántate, buena mujer, y dime lo que quieres.
Ella dudó, por lo que el sultán despidió a todos menos al visir y le pidió que hablara con franqueza, prometiéndole perdonarla de antemano por cualquier cosa que pudiera decir. Luego le contó sobre el violento amor de su hijo por la princesa.
— Le rogué que la olvidara, — dijo, — pero fue en vano; me amenazó con hacer algo desesperado si me negaba a ir a pedirle a Vuestra Majestad la mano de la Princesa. Ahora te ruego que me perdones no solo a mí, sino también a mi hijo Aladino.
El sultán le preguntó amablemente qué tenía en la servilleta, entonces ella desdobló las joyas y se las presentó. Quedó estupefacto y, volviéndose hacia el visir, dijo:
— ¿Qué dices? ¿No debería otorgar la Princesa a alguien que la valora a tal precio?
El visir, que la quería para su propio hijo, rogó al sultán que la retuviera durante tres meses, durante los cuales esperaba que su hijo se las ingeniara para hacerle un regalo más rico. El sultán concedió esto y le dijo a la madre de Aladino que, aunque él consintió en el matrimonio, ella no debía volver a presentarse ante él durante tres meses.
Aladino esperó pacientemente durante casi tres meses, pero después de dos meses, su madre, al ir a la ciudad a comprar aceite, encontró a todos regocijados y preguntó qué estaba pasando.
— ¿No sabes,— fue la respuesta, — que el hijo del gran visir se casará esta noche con la hija del sultán?
Sin aliento, corrió y le contó a Aladino, quien al principio estaba abrumado, pero luego se acordó de la lámpara. Lo frotó y apareció el genio, diciendo:
— ¿Cuál es tu voluntad?
Aladino respondió:
— El sultán, como sabes, ha roto su promesa hacia mí, y el hijo del visir se quedará con la princesa. Mi orden es que esta noche traigas aquí a la novia y al novio.
— Maestro, obedezco,— dijo el genio. Aladino luego fue a su cámara, donde, efectivamente, a medianoche el genio transportó la cama que contenía al hijo del visir ya la princesa.
— Toma a este hombre recién casado,— dijo, —y déjalo afuera en el frío, y regresa al amanecer.
Entonces el genio sacó al hijo del visir de la cama, dejando a Aladino con la princesa.
— No temas nada,— le dijo Aladino; — tú eres mi esposa, prometida a mí por tu injusto padre, y ningún mal te sobrevendrá.
La princesa estaba demasiado asustada para hablar y pasó la noche más miserable de su vida, mientras Aladino se acostaba a su lado y dormía profundamente. A la hora señalada, el genio fue a buscar al tembloroso novio, lo acostó en su lugar y transportó la cama de regreso al palacio.
En ese momento, el sultán vino a desear buenos días a su hija. El infeliz hijo del visir saltó y se escondió, mientras que la princesa no decía una palabra y estaba muy triste. El sultán le envió a su madre, quien le dijo:
— ¿Cómo es que, niña, no le hablas a tu padre? ¿Lo que ha sucedido?
La princesa suspiró profundamente y finalmente le contó a su madre cómo, durante la noche, la cama había sido llevada a una casa extraña y lo que había sucedido allí. Su madre no le creyó en lo más mínimo, pero le ordenó que se levantara y lo considerara un sueño vano.
A la noche siguiente sucedió exactamente lo mismo, y a la mañana siguiente, ante la negativa de la princesa a hablar, el sultán amenazó con cortarle la cabeza. Entonces ella confesó todo, pidiéndole que le preguntara al hijo del visir si no era así. El sultán le dijo al visir que le preguntara a su hijo, que era dueño de la verdad, y agregó que, por mucho que amaba a la princesa, prefería morir antes que pasar por otra noche tan terrible y deseaba separarse de ella. Su deseo fue concedido, y hubo un final para la fiesta y el regocijo.
Cuando terminaron los tres meses, Aladino envió a su madre a recordarle al sultán su promesa. Ella se paró en el mismo lugar que antes, y el sultán, que se había olvidado de Aladino, lo recordó de inmediato y envió por ella. Al ver su pobreza, el sultán se sintió menos inclinado que nunca a cumplir su palabra y pidió el consejo de su visir, quien le aconsejó que le diera un valor tan alto a la princesa que ningún hombre vivo pudiera igualarlo. Entonces el sultán se dirigió a la madre de Aladino y le dijo:
— Buena mujer, un sultán debe recordar sus promesas, y yo recordaré las mías, pero tu hijo primero debe enviarme cuarenta cuencos de oro llenos de joyas, llevados por cuarenta esclavos negros, conducidos por otros tantos blancos, espléndidamente vestidos. Dile que espero su respuesta.
La madre de Aladino se inclinó profundamente y se fue a casa, pensando que todo estaba perdido. Le dio el mensaje a Aladino y agregó:
— ¡Puede que espere lo suficiente por tu respuesta!
— No tanto, madre, como crees, — respondió su hijo. — Haría mucho más que eso por la princesa.
Llamó al genio, y en unos momentos llegaron los ochenta esclavos, y llenaron la pequeña casa y el jardín. Aladino los hizo partir hacia el palacio, de dos en dos, seguido de su madre. Estaban tan ricamente vestidos, con tan espléndidas joyas en sus cinturones, que todos se agolpaban para verlos y las vasijas de oro que llevaban sobre sus cabezas. Entraron en el palacio y, después de arrodillarse ante el sultán, formaron un semicírculo alrededor del trono con los brazos cruzados, mientras la madre de Aladino los presentaba al sultán. No dudó más, sino que dijo:
— Buena mujer, regresa y dile a tu hijo que lo espero con los brazos abiertos.
No perdió tiempo en decírselo a Aladino, pidiéndole que se diera prisa. Pero Aladino primero llamó al genio.
—Quiero un baño perfumado —dijo—, un hábito ricamente bordado, un caballo superior al del sultán y veinte esclavos que me atiendan. Además de esto, seis esclavos, bellamente vestidos, para atender a mi madre; y por último, diez mil piezas de oro en diez bolsas.
Dicho y hecho. Aladino montó su caballo y pasó por las calles, los esclavos esparciendo oro a su paso. Quienes habían jugado con él en su infancia no lo conocían, se había vuelto tan guapo. Cuando el sultán lo vio, bajó de su trono, lo abrazó y lo condujo a un salón donde se ofreció un banquete. con la intención de casarlo con la princesa ese mismo día. Pero Aladino se negó, diciendo:
— Debo construir un palacio adecuado para ella,— y se despidió.
Una vez en casa, le dijo al genio:
— Constrúyeme un palacio del más fino mármol, engastado con jaspe, ágata y otras piedras preciosas. En medio me harás una gran sala con cúpula, sus cuatro paredes de oro macizo y plata, cada una con seis ventanas, cuyas celosías, todas excepto una que quedará sin terminar, deberán estar engastadas con diamantes y rubíes. Debe haber establos y caballos y palafreneros y esclavos; ¡Ve y véalo!
El palacio estuvo terminado al día siguiente, y el genio lo llevó allí y le mostró todas sus órdenes cumplidas fielmente, incluso la colocación de una alfombra de terciopelo desde el palacio de Aladino hasta el del sultán. La madre de Aladino luego se vistió cuidadosamente y caminó hacia el palacio con sus esclavos, mientras él la seguía a caballo. El sultán envió músicos con trompetas y címbalos para recibirlos, de modo que el aire resonó con música y vítores. La llevaron ante la princesa, quien la saludó y la trató con gran honor. Por la noche la princesa se despidió de su padre y partió sobre la alfombra hacia el palacio de Aladino, con su madre a su lado y seguida por los cien esclavos. Quedó encantada al ver a Aladino, que corrió a recibirla.
— Princesa,— dijo, — Culpe a tu belleza por mi audacia si te he disgustado.
Ella le dijo que, habiéndolo visto, obedecía de buena gana a su padre en este asunto. Después de que tuvo lugar la boda, Aladino la condujo al salón, donde se preparó un banquete, y ella cenó con él, después de lo cual bailaron hasta la medianoche.
Al día siguiente, Aladino invitó al sultán a ver el palacio. Al entrar en el salón de las veinticuatro ventanas, con sus rubíes, diamantes y esmeraldas, exclamó:
— ¡Es una maravilla del mundo! Solo hay una cosa que me sorprende. ¿Fue por accidente que una ventana quedó sin terminar?
— No, señor, por diseño,— respondió Aladino. — Deseaba que Su Majestad tuviera la gloria de terminar este palacio.
El sultán se mostró complacido y mandó llamar a los mejores joyeros de la ciudad. Les mostró la ventana sin terminar y les pidió que la arreglaran como las demás.
— Señor,— respondió su portavoz, — no podemos encontrar suficientes joyas.
El sultán hizo traer el suyo propio, que pronto usaron, pero fue en vano, porque en un mes el trabajo no estaba a la mitad. Aladino, sabiendo que su tarea era en vano, les pidió que deshicieran su trabajo y llevaran las joyas de regreso, y el genio terminó la ventana a su orden. El sultán se sorprendió al recibir sus joyas nuevamente y visitó a Aladino, quien le mostró la ventana terminada. El sultán lo abrazó, mientras el envidioso visir insinuaba que era obra de un encantamiento.
Aladino se había ganado los corazones de la gente por su gentil comportamiento. Fue nombrado capitán de los ejércitos del sultán y ganó varias batallas para él, pero permaneció modesto y cortés como antes, y vivió así en paz y contento durante varios años.
Pero lejos en África el mago recordó a Aladino, y por sus artes mágicas descubrió que Aladino, en lugar de perecer miserablemente en la cueva, había escapado y se había casado con una princesa, con quien vivía con gran honor y riqueza. Sabía que el hijo del pobre sastre sólo podría haberlo logrado por medio de la lámpara, y viajó noche y día hasta llegar a la capital de China, empeñado en la ruina de Aladino. Al pasar por el pueblo oyó a la gente hablar por todas partes de un palacio maravilloso.
— Perdona mi ignorancia, — preguntó, — ¿Qué es este palacio del que hablas?
— ¿No has oído hablar del palacio del príncipe Aladino,— fue la respuesta, — la mayor maravilla del mundo? Te indicaré si tienes ganas de verlo.
El mago agradeció al que habló, y habiendo visto el palacio, supo que había sido resucitado por el Genio de la Lámpara, y enloqueció de rabia. Decidió apoderarse de la lámpara y sumergir de nuevo a Aladino en la más profunda pobreza.
Desafortunadamente, Aladino se había ido a cazar durante ocho días, lo que le dio al mago mucho tiempo. Compró una docena de lámparas de cobre, las puso en una canasta y se fue al palacio, gritando:
— ¡Lámparas nuevas por viejas!— seguida por una multitud que abucheaba. La Princesa, sentada en el salón de las veinticuatro ventanas, envió a una esclava a averiguar de qué se trataba el ruido, quien volvió riéndose, por lo que la Princesa la regañó.
—Señora —respondió el esclavo—, ¿Quién puede evitar reírse al ver a un viejo tonto que se ofrece a cambiar hermosas lámparas nuevas por viejas?
Otro esclavo, al oír esto, dijo:
— Hay uno viejo en la cornisa allí que puede tener.
Ahora bien, esta era la lámpara mágica, que Aladino había dejado allí, ya que no podía llevarla a cazar con él. La princesa, sin saber su valor, riéndose le pidió al esclavo que lo tomara y hiciera el intercambio. Ella fue y le dijo al mago:
— Dame una lámpara nueva para esto.
Lo arrebató y le pidió a la esclava que eligiera, en medio de las burlas de la multitud. Poco le importó, pero dejó de llorar sus lámparas y salió por las puertas de la ciudad a un lugar solitario, donde permaneció hasta el anochecer, cuando sacó la lámpara y la frotó. Apareció el genio y, por orden del mago, lo llevó, junto con el palacio y la princesa en él, a un lugar solitario en África.
A la mañana siguiente, el sultán miró por la ventana hacia el palacio de Aladino y se frotó los ojos, porque ya no estaba. Mandó llamar al visir y le preguntó qué había sido del palacio. El visir también se asomó y quedó atónito. Volvió a atribuirlo a un encantamiento, y esta vez el sultán le creyó y envió treinta hombres a caballo para buscar a Aladino encadenado. Lo encontraron cabalgando a su casa, lo ataron y lo obligaron a ir con ellos a pie. La gente, sin embargo, que lo amaba, lo siguió, armado, para asegurarse de que no sufriera ningún daño. Fue llevado ante el sultán, quien ordenó al verdugo que le cortara la cabeza. El verdugo hizo que Aladino se arrodillara, vendó sus ojos y levantó su cimitarra para golpear. En ese instante el Visir, quien vio que la multitud había entrado a la fuerza en el patio y estaba escalando las paredes para rescatar a Aladino, llamó al verdugo para que detuviera su mano. La gente, de hecho, parecía tan amenazadora que el sultán cedió y ordenó que desataran a Aladino, y lo perdonó a la vista de la multitud. Aladino ahora rogaba saber lo que había hecho.
— ¡Falso desgraciado!— dijo el sultán, — ven allí, — y le mostró desde la ventana el lugar donde había estado su palacio. Aladino estaba tan asombrado que no pudo decir una palabra.
— ¿Dónde está mi palacio y mi hija?— exigió el sultán. — Por lo primero no estoy tan profundamente preocupado, pero debo tener a mi hija, y debes encontrarla o perder la cabeza.
Aladino suplicó durante cuarenta días para encontrarla, prometiendo, si fallaba, regresar y sufrir la muerte a voluntad del sultán. Su oración fue concedida y salió tristemente de la presencia del sultán. Durante tres días deambuló como un loco, preguntando a todos qué había sido de su palacio, pero solo se reían y se compadecían de él. Llegó a la orilla de un río y se arrodilló para decir sus oraciones antes de arrojarse al agua. Al hacerlo, frotó el anillo mágico que todavía usaba. Apareció el genio que había visto en la cueva y pidió su voluntad.
— Salva mi vida, genio,— dijo Aladino, — trae mi palacio de vuelta.
— Eso no está en mi poder, — dijo el genio; — Solo soy el Esclavo del Anillo; debes preguntarle por la lámpara.
— Aun así,— dijo Aladino, — pero puedes llevarme al palacio y ponerme debajo de la ventana de mi querida esposa. Inmediatamente se encontró en África,
Lo despertó el canto de los pájaros, y su corazón estaba más ligero. Vio claramente que todas sus desgracias se debían a la pérdida de la lámpara, y en vano se preguntó quién se la había robado.
Esa mañana, la princesa se levantó más temprano de lo que lo había hecho desde que el mago la llevó a África, cuya compañía se vio obligada a soportar una vez al día. Ella, sin embargo, lo trató con tanta dureza que no se atrevió a vivir allí. Mientras se vestía, una de sus mujeres se asomó y vio a Aladino. La Princesa corrió y abrió la ventana, y ante el ruido que hizo, Aladino miró hacia arriba. Ella lo llamó para que viniera a ella, y grande fue la alegría de estos amantes al verse de nuevo. Después de haberla besado, Aladino dijo:
— Te lo ruego, princesa, en nombre de Dios, antes de hablar de otra cosa, por tu bien y el mío, dime que se ha convertido en una vieja lámpara que dejé en la cornisa de la sala de veinticuatro ventanas, cuando salía de caza.
— ¡Pobre de mí!— ella dijo, — Soy la causa inocente de nuestras penas,— y le habló del intercambio de la lámpara.
— Ahora sé,— gritó Aladino, — ¡tenemos que agradecerle al mago africano por esto! ¿Dónde está la lampara?
— Lo lleva consigo,— dijo la princesa. — Lo sé, porque se lo sacó del pecho para enseñármelo. Quiere que rompa mi fe contigo y me case con él, diciendo que fuiste decapitado por orden de mi padre. Siempre está hablando mal de ti, pero yo solo respondo con mis lágrimas. Si persisto, no dudo que usará la violencia.
Aladino la consoló y la dejó por un tiempo. Se cambió de ropa con la primera persona que encontró en el pueblo y, habiendo comprado ciertos polvos, volvió donde la princesa, que le hizo pasar por una puertecita lateral.
— Ponte tu vestido más hermoso, —le dijo— y recibe al mago con una sonrisa, haciéndole creer que me has olvidado. Invítalo a cenar contigo y dile que deseas probar el vino de su país. Él irá por un poco y mientras esté fuera te diré qué hacer.
Escuchó atentamente a Aladino y cuando se fue se vistió alegremente por primera vez desde que salió de China. Se puso un cinto y un tocado de diamantes, y viendo en un espejo que estaba más hermosa que nunca, recibió al mago diciendo, para su gran asombro:
— He decidido que Aladino ha muerto, y que todas mis lágrimas no lo traerán de vuelta a mí, así que estoy decidido a no llorar más, y por lo tanto te he invitado a cenar conmigo; pero estoy cansado de los vinos de China, y gustosamente probaría los de África.
El mago voló a su sótano y la princesa puso en su taza los polvos que Aladino le había dado. Cuando él regresó, ella le pidió que bebiera su salud en el vino de África, entregándole su copa a cambio de la de él, en señal de que estaba reconciliada con él. Antes de beber, el mago le hizo un discurso en elogio de su belleza, pero la princesa lo interrumpió diciendo:
— Bebamos primero, y dirás lo que quieras después.
Se llevó la copa a los labios y la mantuvo allí, mientras el mago apuraba la suya hasta las heces y caía sin vida. Entonces la princesa abrió la puerta a Aladino y le echó los brazos al cuello; pero Aladino la apartó, pidiéndole que lo dejara, ya que tenía más cosas que hacer. Luego fue al mago muerto, sacó la lámpara de su chaleco y ordenó al genio que se llevara el palacio y todo lo que contenía de vuelta a China. Esto se hizo, y la princesa en su habitación solo sintió dos pequeñas sacudidas, y no pensó que estaba en casa otra vez.
El sultán, que estaba sentado en su armario, llorando a su hija perdida, miró hacia arriba y se frotó los ojos, ¡porque allí estaba el palacio como antes! Se apresuró allí, y Aladino lo recibió en el salón de las veinticuatro ventanas, con la Princesa a su lado. Aladino le contó lo sucedido y le mostró el cadáver del mago para que creyera. Se proclamó una fiesta de diez días, y parecía que Aladino ahora podría vivir el resto de su vida en paz; Pero no iba a ser.
El mago africano tenía un hermano menor, si cabe, más malvado y más astuto que él. Viajó a China para vengar la muerte de su hermano y fue a visitar a una mujer piadosa llamada Fátima, pensando que podría serle útil. Entró en su celda y le clavó una daga en el pecho, diciéndole que se levantara y cumpliera sus órdenes bajo pena de muerte. Se cambió de ropa con ella, se tiñó la cara como la de ella, se puso el velo y la asesinó para que no contara cuentos. Luego se dirigió hacia el palacio de Aladino, y todo el pueblo, creyendo que era la mujer santa, se reunió a su alrededor, besando sus manos y rogándole su bendición. Cuando llegó al palacio había tal ruido a su alrededor que la princesa le pidió a su esclava que mirara por la ventana y le preguntara qué le pasaba. La esclava dijo que era la mujer santa, que curaba a la gente con su toque de sus dolencias, por lo que la princesa, que había deseado durante mucho tiempo ver a Fátima, la envió a buscar. Al llegar a la princesa, el mago ofreció una oración por su salud y prosperidad. Cuando terminó, la princesa lo hizo sentarse a su lado y le rogó que se quedara con ella para siempre. La falsa Fátima, que no deseaba nada mejor, accedió, pero mantuvo el velo bajado por temor a ser descubierta. La princesa le mostró el salón y le preguntó qué pensaba de él.
— Es verdaderamente hermoso, — dijo la falsa Fátima. — En mi mente solo quiere una cosa.
— ¿Y qué es eso?— dijo la princesa. — Si solo un huevo de piedra,— respondió, — fuera colgado del medio de esta cúpula, sería la maravilla del mundo
Después de esto, la Princesa no pudo pensar en nada más que en el huevo de piedra, y cuando Aladino regresó de cazar, la encontró de muy mal humor. Él rogó saber qué estaba mal, y ella le dijo que todo su placer en el salón se estropeó por la falta de un huevo de piedra que colgaba de la cúpula.
— Si eso es todo,— respondió Aladino, — pronto serás feliz.
Él la dejó y frotó la lámpara, y cuando apareció el genio le ordenó que trajera un huevo de piedra. El genio dio un chillido tan fuerte y terrible que la sala se estremeció.
— ¡Desgraciado! —exclamó—, ¿no es suficiente que haya hecho todo por ti, sino que debes ordenarme que traiga a mi amo y lo cuelgue en medio de esta cúpula? Tú y tu esposa y tu palacio merecen ser reducidos a cenizas, pero que esta petición no venga de ti, sino del hermano del mago africano, a quien destruiste. Ahora está en tu palacio disfrazado de la santa mujer, a quien asesinó. Él fue quien puso ese deseo en la cabeza de su esposa. Cuídate, porque quiere matarte. Dicho esto, el genio desapareció.
Aladino volvió donde la princesa, diciendo que le dolía la cabeza y pidiendo que trajeran a la santa Fátima para que le pusiera las manos encima. Pero cuando el mago se acercó, Aladino, tomando su daga, lo atravesó hasta el corazón.
— ¿Qué has hecho?— exclamó la princesa. — ¡Has matado a la santa mujer!
— No es así,— respondió Aladino, — sino un mago malvado,— y le contó cómo había sido engañada.
Después de esto, Aladino y su esposa vivieron en paz. Sucedió al sultán cuando murió y reinó durante muchos años, dejando tras de sí una larga línea de reyes.
FIN
Alibabá y los 40 ladrones
De las mil y una noches
En un pueblo de Persia vivían dos hermanos, uno llamado Cassim, el otro Ali Baba. Cassim estaba casado con una mujer rica y vivía en la abundancia, mientras que Ali Baba tenía que mantener a su esposa e hijos cortando madera en un bosque vecino y vendiéndola en la ciudad. Un día, cuando Ali Baba estaba en el bosque, vio una tropa de hombres a caballo que venían hacia él en una nube de polvo. Tenía miedo de que fueran ladrones y se subió a un árbol para ponerse a salvo. Cuando llegaron a él y desmontaron, contó cuarenta de ellos. Desataron sus caballos y los ataron a los árboles. El mejor hombre entre ellos, a quien Ali Baba tomó por capitán, se alejó un poco entre unos arbustos y dijo:
— ¡Abre, Sésamo!— tan claramente que Ali Baba lo escuchó.
Una puerta se abrió en las rocas, y habiendo hecho entrar la tropa, él los siguió, y la puerta volvió a cerrarse sola. Permanecieron algún tiempo adentro y Alí Babá, temiendo que pudieran salir y atraparlo, se vio obligado a sentarse pacientemente en el árbol. Por fin la puerta se abrió de nuevo y salieron los Cuarenta Ladrones. Como el Capitán entraba último, salió primero, e hizo pasar a todos junto a él; luego cerró la puerta, diciendo: "¡Ciérrate, Sésamo!" Cada uno frenó su caballo y montó, el Capitán se puso a la cabeza de ellos, y volvieron como habían venido.
Entonces Ali Baba bajó y fue a la puerta escondida entre los arbustos, y dijo:
— ¡Abre, Sésamo! — y se abrió de golpe. Ali Baba, que esperaba un lugar aburrido y lúgubre, se sorprendió mucho al encontrarlo grande y bien iluminado, ahuecado por la mano del hombre en forma de bóveda, que recibía la luz de una abertura en el techo. Vio ricas balas de mercancías: seda, brocados de tela, todo apilado, y oro y plata en montones, y dinero en bolsas de cuero. Entró y la puerta se cerró detrás de él. No miró la plata, sino que sacó tantos sacos de oro como pensó que podían llevar sus asnos, que estaban paciendo afuera, y los cargó con los sacos, y lo escondió todo con haces de leña. Usando las palabras:
— ¡Ciérrate, Sésamo!— cerró la puerta y se fue a casa.
Luego llevó sus asnos al patio, cerró las puertas, llevó las bolsas de dinero a su esposa y las vació delante de ella. Le pidió que guardara el secreto y él iría a enterrar el oro.
— Déjame medirlo primero,— dijo su esposa. — Iré a tomar prestada una medida de alguien, mientras cavas el hoyo.
Así que corrió hacia la esposa de Cassim y pidió prestada una medida. Conociendo la pobreza de Alí Babá, la hermana sintió curiosidad por saber qué tipo de grano deseaba medir su esposa, e ingeniosamente puso un poco de sebo en el fondo de la medida. La esposa de Ali Baba fue a casa y colocó la medida en el montón de oro, y lo llenó y lo vació a menudo, hasta su gran satisfacción. Luego se lo llevó a su hermana, sin darse cuenta de que tenía una pieza de oro pegada. que la esposa de Cassim percibió directamente que estaba de espaldas. Sintió mucha curiosidad y le dijo a Cassim cuando llegó a casa:
— Casim, tu hermano es más rico que tú. No cuenta su dinero, lo mide.
Él le rogó que le explicara este acertijo, lo cual ella hizo mostrándole la moneda y diciéndole dónde la encontró. Entonces Cassim se puso tan envidioso que no podía dormir y fue a ver a su hermano por la mañana antes del amanecer.
— Ali Babá,— le dijo, mostrándole la pieza de oro, — tú finges ser pobre y, sin embargo, mides el oro.
Por esto Ali Baba percibió que a través de la locura de su esposa, Cassim y su esposa sabían su secreto, por lo que confesó todo y le ofreció a Cassim una parte.
—Eso espero —dijo Cassim; pero debo saber dónde encontrar el tesoro, de lo contrario lo descubriré todo, y lo perderás todo.
Ali Baba, más por amabilidad que por miedo, le habló de la cueva y de las palabras exactas que debía usar. Cassim dejó a Ali Baba con la intención de estar con él de antemano y obtener el tesoro para sí mismo. Se levantó temprano a la mañana siguiente y partió con diez mulas cargadas con grandes cofres. Pronto encontró el lugar y la puerta en la roca. Él dijo:
— ¡Ábrete, Sésamo!— y la puerta se abrió y se cerró detrás de él. Podría haber deleitado sus ojos todo el día con los tesoros, pero ahora se apresuró a reunir la mayor cantidad posible; pero cuando estuvo listo para partir, no pudo recordar qué decir al pensar en sus grandes riquezas. En lugar de — Sésamo,— dijo: —¡Abre, Cebada!— y la puerta permaneció firme. Nombró varios tipos diferentes de granos, todos menos el correcto, y la puerta aún se mantuvo firme.
Alrededor del mediodía, los ladrones regresaron a su cueva y vieron las mulas de Cassim vagando con grandes cofres a la espalda. Esto les dio la alarma; desenvainaron sus sables, y fueron a la puerta, que se abrió al decir de su Capitán:
— ¡Abre, Sésamo!
Cassim, que había oído el pisoteo de las patas de sus caballos, resolvió vender cara su vida, así que cuando se abrió la puerta, saltó y arrojó al Capitán al suelo. En vano, sin embargo, porque los ladrones con sus sables pronto lo mataron. Al entrar en la cueva vieron todas las bolsas preparadas, y no podían imaginar cómo alguien había entrado sin saber su secreto. Cortaron el cuerpo de Cassim en cuatro cuartos y los clavaron dentro de la cueva para asustar a cualquiera que se aventurara a entrar, y se fueron en busca de más tesoros.
A medida que caía la noche, la esposa de Cassim se inquietó mucho y corrió hacia su cuñado y le dijo adónde había ido su marido. Ali Baba hizo todo lo posible por consolarla y partió hacia el bosque en busca de Cassim. Lo primero que vio al entrar en la cueva fue a su hermano muerto. Lleno de horror, puso el cuerpo sobre uno de sus asnos, y sacos de oro sobre los otros dos, y, cubriendo todo con unos haces de leña, volvió a su casa. Llevó los dos asnos cargados de oro a su propio patio y llevó al otro a la casa de Cassim. La puerta fue abierta por la esclava Morgiana, quien sabía que era valiente y astuta. Descargando el asno, le dijo:
— Este es el cuerpo de tu amo, que ha sido asesinado, pero a quien debemos enterrar como si hubiera muerto en su cama, volveré a hablar contigo, pero ahora dile a tu señora que he venido.
La esposa de Cassim, al enterarse del destino de su marido, estalló en llantos y lágrimas, pero Ali Baba se ofreció a llevarla a vivir con él y su esposa si prometía guardar su consejo y dejar todo a Morgiana; con lo cual ella asintió y se secó los ojos.
Morgiana, mientras tanto, buscó un boticario y le pidió unas pastillas.
— Mi pobre amo, — dijo, — no puede comer ni hablar, y nadie sabe cuál es su moquillo.
Llevó a casa las pastillas y volvió al día siguiente llorando, y pidió una esencia que sólo se daba a los que estaban a punto de morir. Así, por la noche, nadie se sorprendió al escuchar los gritos y gritos desgarradores de la esposa de Cassim y Morgiana, diciéndoles a todos que Cassim estaba muerto. Al día siguiente, Morgiana fue a ver a un viejo zapatero cerca de las puertas del pueblo, quien abrió temprano su puesto, le puso una pieza de oro en la mano y le pidió que la siguiera con su aguja e hilo. Después de vendar sus ojos con un pañuelo, lo llevó a la habitación donde yacía el cuerpo, le quitó el vendaje y le ordenó que cosiera los cuartos juntos. después de lo cual volvió a taparle los ojos y lo llevó a casa. Luego enterraron a Cassim, y Morgiana su esclava lo siguió hasta la tumba, llorando y tirándose de los cabellos, mientras la esposa de Cassim se quedó en casa profiriendo llantos lamentables. Al día siguiente se fue a vivir con Ali Baba, quien le dio la tienda de Cassim a su hijo mayor.
Los Cuarenta Ladrones, a su regreso a la cueva, se sorprendieron mucho al descubrir que el cuerpo de Cassim y algunas de sus bolsas de dinero habían desaparecido.
— Ciertamente hemos sido descubiertos,— dijo el Capitán, — y nos desharemos si no podemos averiguar quién es el que conoce nuestro secreto. Dos hombres deben haberlo sabido; hemos matado a uno, ahora debemos encontrar al otro. Con este fin, uno de ustedes que sea audaz y astuto debe entrar en la ciudad vestido como un viajero, y descubrir a quién hemos matado, y si los hombres hablan de la extraña manera de su muerte. Si el mensajero falla, debe perder la vida, para que no seamos traicionados.
Uno de los ladrones se sobresaltó y se ofreció a hacer esto, y después de que el resto lo había elogiado mucho por su valentía, se disfrazó y entró en la ciudad al amanecer, justo por el puesto de Baba Mustapha. El ladrón le dio los buenos días diciendo:
— Hombre honesto, ¿Cómo es posible que veas coser a tu edad?”
—Con lo viejo que soy —respondió el zapatero—, tengo muy buena vista, ¿y me creerá si le digo que cosí un cadáver en un lugar donde tenía menos luz que la que tengo ahora?
El ladrón se alegró mucho de su buena fortuna y, dándole una moneda de oro, pidió que le mostraran la casa donde cosió el cadáver. Al principio Mustapha se negó, diciendo que le habían vendado los ojos; pero cuando el ladrón le dio otra pieza de oro, comenzó a pensar que podría recordar las vueltas si tenía los ojos vendados como antes. Esto significa que tuvo éxito; el ladrón lo condujo en parte, y en parte fue guiado por él, justo en frente de la casa de Cassim, cuya puerta el ladrón marcó con un trozo de tiza. Luego, complacido, se despidió de Baba Mustapha y regresó al bosque. Al rato Morgiana, al salir, vio la marca que había hecho el ladrón, adivinó rápidamente que se estaba gestando alguna travesura, y fue a buscar un trozo de tiza marcado con dos o tres puertas a cada lado, sin decir nada a su amo ni a su señora.
El ladrón, mientras tanto, les contó a sus compañeros de su descubrimiento. El capitán le dio las gracias y le pidió que le mostrara la casa que había señalado. Pero cuando llegaron a ella vieron que cinco o seis de las casas estaban pintadas con tiza de la misma manera. El guía estaba tan confundido que no sabía qué respuesta dar, y cuando regresaron fue inmediatamente decapitado por haber fallado. Otro ladrón fue despachado y, habiendo conquistado a Baba Mustapha, marcó la casa con tiza roja; pero Morgiana, siendo nuevamente demasiado inteligente para ellos, el segundo mensajero también fue ejecutado. El Capitán resolvió ahora ir él mismo, pero, más sabio que los demás, no marcó la casa, sino que la miró tan de cerca que no pudo dejar de recordarla. El regresó, y mandó a sus hombres que fueran a los pueblos vecinos y compraran diecinueve mulos y treinta y ocho tinajas de cuero, todas vacías menos una que estaba llena de aceite. El Capitán metió a uno de sus hombres, completamente armado, en cada uno, frotando el exterior de las tinajas con aceite de la vasija llena. Entonces las diecinueve mulas fueron cargadas con treinta y siete ladrones en cántaros, y el cántaro de aceite, y llegaron al pueblo al anochecer. El Capitán detuvo sus mulas frente a la casa de Alí Babá y le dijo a Alí Babá, que estaba sentado afuera para refrescarse:
— He traído un poco de aceite de lejos para venderlo en el mercado de mañana, pero ahora es tan tarde que No sé dónde pasar la noche, a menos que me hagas el favor de acogerme.
Aunque Ali Baba había visto al Capitán de los ladrones en el bosque, no lo reconoció disfrazado de comerciante de aceite. Le dio la bienvenida, abrió las puertas para que entraran las mulas y fue a ver a Morgiana para pedirle que preparara la cama y la cena para su invitado. Llevó al forastero a su salón, y después de haber cenado fue de nuevo a hablar con Morgiana en la cocina, mientras el Capitán salía al patio con el pretexto de cuidar de sus mulas, pero en realidad para decirles a sus hombres lo que tenían que hacer. Comenzando por el primer cántaro y terminando por el último, dijo a cada hombre:
— Tan pronto como tire algunas piedras desde la ventana de la cámara donde estoy acostado, abran los cántaros con sus cuchillos y salgan, y seré contigo en un santiamén.
Regresó a la casa y Morgiana lo condujo a su habitación. Luego le dijo a Abdallah, su compañero esclavo, para poner en la olla para hacer un poco de caldo para su amo, que se había ido a la cama. Mientras tanto, su lámpara se apagó y ya no le quedaba aceite en la casa.
— No te inquietes,— dijo Abdallah; — Ve al patio y saca un poco de uno de esos frascos. Morgiana le agradeció su consejo, tomó la olla de aceite y salió al patio. Cuando llegó al primer frasco, el ladrón que estaba dentro dijo en voz baja:
— ¿Es hora?
Cualquier otra esclava que no fuera Morgiana, al encontrar a un hombre en el cántaro en lugar del aceite que buscaba, habría gritado y hecho ruido; pero ella, sabiendo el peligro en que se encontraba su amo, pensó en un plan y respondió en voz baja:
— Todavía no, pero en breve.
Ella fue a todas las tinajas, dando la misma respuesta, hasta que llegó a la tinaja de aceite. Ahora vio que su amo, pensando en entretener a un comerciante de aceite, había dejado entrar en su casa a treinta y ocho ladrones. Llenó su olla de aceite, volvió a la cocina y, después de encender su lámpara, fue de nuevo a la jarra de aceite y llenó una olla grande con aceite. Cuando hirvió, fue y vertió suficiente aceite en cada frasco para sofocar y matar al ladrón que estaba dentro. Cuando terminó esta valiente acción, volvió a la cocina, apagó el fuego y la lámpara,
Al cuarto de hora despertó el Capitán de los ladrones, se levantó y abrió la ventana. Como todo parecía tranquilo, tiró al suelo unas piedrecitas que golpearon las tinajas. Escuchó, y como ninguno de sus hombres parecía moverse, se inquietó y bajó al patio. Al ir al primer frasco y decir:
— ¿Estás dormido?— olió el aceite hervido caliente y supo de inmediato que se había descubierto su complot para asesinar a Ali Baba y su casa. Encontró que toda la pandilla estaba muerta y, al perder el aceite del último frasco, se dio cuenta de la forma en que habían muerto. Luego forzó la cerradura de una puerta que conducía a un jardín y trepó por varias paredes para escapar. Morgiana escuchó y vio todo esto y, regocijándose por su éxito, se acostó y se durmió.
Al amanecer, Alí Babá se levantó y, al ver que las tinajas de aceite aún estaban allí, preguntó por qué el mercader no había ido con sus mulas. Morgiana le pidió que mirara en el primer frasco y viera si había algo de aceite. Al ver a un hombre, retrocedió aterrorizado.
— No tengas miedo,— dijo Morgiana; — el hombre no puede hacerte daño: está muerto.
Ali Baba, cuando se hubo recobrado un poco de su asombro, preguntó qué había sido del comerciante.
— ¡Comerciante!— dijo ella, — él no es más comerciante que yo!— y ella le contó toda la historia, asegurándole que era un complot de los ladrones del bosque, de los cuales sólo quedaban tres, y que las marcas de tiza blanca y roja tenían algo que ver. Ali Baba inmediatamente le dio a Morgiana su libertad, diciendo que le debía la vida. Luego enterraron los cuerpos en el jardín de Ali Baba,
El Capitán volvió a su cueva solitaria, que le parecía espantosa sin sus compañeros perdidos, y resolvió firmemente vengarlos matando a Alí Babá. Se vistió cuidadosamente y se fue al pueblo, donde se alojó en una posada. En el curso de muchos viajes al bosque, llevó muchas telas ricas y mucho lino fino, y abrió una tienda frente a la del hijo de Ali Baba. Se hacía llamar Cogia Hassan, y como era cortés y bien vestido, pronto se hizo amigo del hijo de Ali Baba, ya través de él, de Ali Baba, a quien continuamente invitaba a cenar con él. Ali Baba, deseando corresponder a su bondad, lo invitó a su casa y lo recibió sonriendo, agradeciéndole la bondad hacia su hijo. Cuando el mercader estaba a punto de despedirse, Alí Babá lo detuvo y le dijo:
— ¿Adónde va, señor, con tanta prisa? ¿No te quedarás a cenar conmigo?
El comerciante se negó, diciendo que tenía una razón; y, cuando Ali Baba le preguntó qué era eso, respondió:
— Es, señor, que no puedo comer víveres que contengan sal.
— Si eso es todo, — dijo Ali Baba, — déjame decirte que no habrá sal ni en la carne ni en el pan que comeremos esta noche.
Fue a darle esta orden a Morgiana, quien se sorprendió mucho.
— ¿Quién es este hombre,— dijo ella, — que no come sal con su carne?
— Es un hombre honesto, Morgiana—, respondió su amo; —Por lo tanto, haz lo que te digo.
Pero no pudo resistir el deseo de ver a este hombre extraño, así que ayudó a Abdallah a llevar los platos, y vio en un momento que Cogia Hassan era el Capitán ladrón, y llevaba una daga debajo de su ropa.
— No me sorprende,— se dijo a sí misma, — que este malvado, que pretende matar a mi amo, no coma sal con él; pero yo entorpeceré sus planes.
Envió la cena por Abdallah, mientras se preparaba para uno de los actos más audaces que se podían pensar. Cuando se sirvió el postre, Cogia Hassan se quedó solo con Ali Baba y su hijo, a quienes pensó emborrachar y luego asesinarlos. Morgiana, mientras tanto, se puso un tocado como el de una bailarina, y se abrochó una faja alrededor de la cintura, de la que colgaba una daga con una empuñadura de plata, y dijo a Abdallah:
— Toma tu tabor, y vamos a desviarnos.— nuestro amo y su huésped. Abdallah tomó su tabor y tocó ante Morgiana hasta que llegaron a la puerta, donde Abdallah dejó de tocar y Morgiana hizo un gesto bajo de cortesía.
— Entra, Morgiana,— dijo Ali Baba, — y deja que Cogia Hassan vea lo que puedes hacer; — y, volviéndose hacia Cogia Hassan, dijo:
— Ella es mi esclava y mi ama de llaves. Cogia Hassan no estaba nada complacido, porque temía que su oportunidad de matar a Ali Baba se hubiera esfumado por el momento; pero fingió un gran anhelo por ver a Morgiana, y Abdallah empezó a tocar y Morgiana a bailar. Después de haber realizado varias danzas, desenvainó su daga e hizo pases con ella, a veces apuntándola a su propio pecho, a veces al de su amo, como si fuera parte de la danza. De repente, sin aliento, le arrebató el tabor a Abdallah con la mano izquierda y, sosteniendo la daga en la mano derecha, tendió el tabor a su amo. Alí Babá y su hijo pusieron en él una moneda de oro, y Cogia Hassan, al ver que se acercaba a él, sacó su bolsa para hacerle un regalo, pero mientras él metía la mano en ella, Morgiana hundió la daga en su corazón.
— ¡Niña infeliz!— gritaron Ali Baba y su hijo, — ¿qué han hecho para arruinarnos?
— Fue para preservarte, maestro, no para arruinarte,— respondió Morgiana. — Mira aquí, — abriendo la prenda del falso mercader y mostrando la daga; — ¡Mira qué enemigo has abrigado! Recuerda, él no comería sal contigo, ¿y qué más tendrías? ¡Míralo! él es tanto el falso comerciante de aceite como el Capitán de los Cuarenta Ladrones”.
Alí Babá estaba tan agradecido a Morgiana por haberle salvado así la vida que se la ofreció en matrimonio a su hijo, quien consintió de buena gana, ya los pocos días se celebró la boda con el mayor esplendor.
Al cabo de un año, Ali Baba, al no saber nada de los dos ladrones que quedaban, juzgó que estaban muertos y se dirigió a la cueva. La puerta se abrió cuando dijo:
— ¡Abre Sésamo!— Entró y vio que nadie había estado allí desde que el capitán lo dejó. Se llevó todo el oro que pudo llevar y regresó a la ciudad. Le contó a su hijo el secreto de la cueva, que su hijo le transmitió a su vez, para que los hijos y nietos de Alí Babá fueran ricos hasta el final de sus vidas.
FIN
El pescador y el genio
De las mil y una noches
Había una vez un pescador de bastante edad y tan pobre que apenas ganaba lo necesario para alimentarse con su esposa y sus tres hijos. Todas las mañanas, muy temprano, se iba a pescar y tenía por costumbre echar sus redes no más de cuatro veces al día. Un día, antes de que la luna desapareciera totalmente, se dirigió a la playa y, por tres veces, arrojó sus redes al agua.
Cada vez sacó un bulto pesado. Su desagrado y desesperación fueron grandes: la primera vez sacó un asno; la segunda, un canasto lleno de piedras; y la tercera, una masa de barro y conchas.
En cuanto la luz del día empezó a clarear dijo sus oraciones, como buen musulmán; y se encomendó a sí mismo y sus necesidades al Creador.
Hecho esto, lanzó sus redes al agua por cuarta vez y, como antes, las sacó con gran dificultad. Pero, en vez de peces, no encontró otra cosa que un jarrón de cobre dorado, con un sello de plomo por cubierta. Este golpe de fortuna regocijó al pescador.
—Lo venderé al fundidor —dijo—, y con el dinero compraré un almud de trigo.
Examinó el jarrón por todos lados y lo sacudió, para ver si su contenido hacía algún ruido, pero nada oyó. Esto y el sello grabado sobre la cubierta de cobre le hicieron pensar que encerraba algo precioso. Para satisfacer su curiosidad, tomó su cuchillo y abrió la tapa. Puso el jarrón boca abajo, pero, con gran sorpresa suya, nada salió de su interior. Lo colocó junto a sí y mientras se sentó a mirarlo atentamente, empezó a surgir un humo muy espeso, que lo obligó a retirarse dos o tres pasos.
El humo ascendió hacia las nubes y, extendiéndose sobre el mar y la playa, formó una gran niebla, con extremado asombro del pescador. Cuando el humo salió enteramente del jarrón, se reconcentró y se transformó en una masa sólida: y ésta se convirtió en un Genio dos veces más alto que el mayor de los gigantes. A la vista de tal monstruo, el pescador hubiera querido escapar volando, pero se asustó tanto que no pudo moverse.
El Genio lo observó con mirada fiera y, con voz terrible, exclamó:
—Prepárate a morir, pues con seguridad te mataré.
—¡Ay! —respondió el pescador—, ¿por qué razón me matarías?
Acabo de ponerte en libertad, ¿tan pronto has olvidado mi bondad?
—Sí, lo recuerdo —dijo el Genio—, pero eso no salvará tu vida. Sólo un favor puedo concederte.
—¿Y cuál es? —preguntó el pescador.
—Es —contestó el Genio— darte a elegir la manera como te gustaría que te matase.
—Mas, ¿en qué te he ofendido? —preguntó el pescador—. ¿Esa es tu recompensa por el servicio que te he hecho?
—No puedo tratarte de otro modo —dijo el Genio—. Y si quieres saber la razón de ello, escucha mi historia:
“Soy uno de esos espíritus rebeldes que se opusieron a la voluntad de los cielos. Salomón, hijo de David, me ordenó reconocer su poder y someterme a sus órdenes. Rehusé hacerlo y le dije que más bien me expondría a su enojo que jurar la lealtad por él exigida. Para castigarme, me encerró en este jarrón de cobre.
“Y a fin de que yo no rompiera mi prisión, él mismo estampó sobre esta tapa de plomo su sello, con el gran nombre de Dios sobre él. Luego dio el jarrón a otro Genio, con instrucciones de arrojarme al mar.
“Durante los primeros cien años de mi prisión, prometí que si alguien me liberaba antes de ese período, lo haría rico. Durante el segundo, hice juramento de que otorgaría todos los tesoros de la tierra a quien pudiera liberarme. Durante el tercero, prometí hacer de mi libertador un poderoso monarca, estar siempre espiritualmente a su lado y concederle cada día tres peticiones, cualquiera que fuese su naturaleza. Por último, irritado por encontrarme bajo tan largo cautiverio, juré que, si alguien me liberaba, lo mataría sin misericordia, sin concederle otro favor que darle a elegir la manera de morir.”
—Por lo tanto —concluyó el Genio—, dado que tú me has liberado hoy, te ofrezco esa elección.
El pescador estaba extremadamente afligido, no tanto por sí mismo, como a causa de sus tres hijos, y la forma de mi muerte, te conjuro, por el gran nombre que estaba grabado sobre el sello del profeta Salomón, hijo de David, a contestarme verazmente la pregunta que voy a hacerte.
El Genio, encontrándose obligado a dar una respuesta afirmativa a este conjuro, tembló. Luego, respondió al pescador:
—Pregunta lo que quieras, pero hazlo pronto.
—Deseo saber —consultó el pescador—, si efectivamente estabas en este jarrón. ¿Te atreves a jurarlo por el gran nombre de Dios?
—Sí —replicó el Genio—, me atrevo a jurar, por ese gran nombre, que así era.
—De buena fe —contestó el pescador— no te puedo creer. El jarrón no es capaz de contener ninguno de tus miembros. ¿Cómo es posible que todo tu cuerpo pudiera yacer en él?
—¿Es posible —replicó el Genio— que tú no me creas después del solemne juramento que acabo de hacer?
—En verdad, no puedo creerte —dijo el pescador—. Ni podré creerte, a menos que tú entres en el jarrón otra vez.
De inmediato, el cuerpo del Genio se disolvió y se cambio a sí mismo en humo, extendiéndose como antes sobre la playa. Y, por último, recogiéndose, empezó a entrar de nuevo en el jarrón, en lo cual continuó hasta que ninguna porción quedó afuera. Apresuradamente, el pescador cogió la cubierta de plomo y con gran rapidez la volvió a colocar sobre el ron.
—Genio —gritó—, ahora es tu turno de rogar mi favor y ayuda. Pero yo te arrojaré al mar, donde te encontrabas. Después, construiré una casa en la playa, donde residiré y advertiré a todos los pescadores que vengan a arrojar sus redes, para que se de un Genio tan malvado como tú, que has hecho juramento de matar a la persona que te ponga en libertad.
El Genio empezó a implorar al pescador
—Abre el jarrón —decía—; dame la libertad te prometo satisfacerte a tu entero agrado.
—Eres un traidor —respondió el pescador— volvería a estar en peligro de perder mi vida, tan loco como para confiar en ti.
FIN
El soldadito de plomo
Hans Christian Andersen
Eranse una vez veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, pues los habían fundido de una misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban de frente; el uniforme era precioso, rojo y azul. La primera palabra que escucharon en cuanto se levantó la tapa de la caja que los contenía fue: «¡Soldados de plomo!». La pronunció un chiquillo, dando una gran palmada. Eran el regalo de su cumpleaños, y los alineó sobre la mesa. Todos eran exactamente iguales, excepto uno, que se distinguía un poquito de los demás: le faltaba una pierna, pues había sido fundido el último, y el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se sostenía tan firme como los otros con dos, y de él precisamente vamos a hablar aquí.
En la mesa donde los colocaron había otros muchos juguetes, y entre ellos destacaba un bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se veían las salas interiores. Enfrente, unos arbolitos rodeaban un espejo que semejaba un lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos cisnes de cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo más lindo era una muchachita que estaba en la puerta del castillo. De papel también ella, llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul en los hombros, a modo de fajín, con una reluciente estrella de oropel en el centro, tan grande como su cara. La chiquilla tenía los brazos extendidos, pues era una bailarina, y una pierna levantada, tanto, qué el soldado de plomo, no alcanzando a descubrirla, acabó por creer que sólo tenía una, como él.
«He aquí la mujer que necesito — pensó— . Pero está muy alta para mí: vive en un palacio, y yo por toda vivienda sólo tengo una caja, y además somos veinticinco los que vivimos en ella; no es lugar para una princesa. Sin embargo, intentaré establecer relaciones».
Y se situó detrás de una tabaquera que había sobre la mesa, desde la cual pudo contemplar a sus anchas a la distinguida damita, que continuaba sosteniéndose sobre un pie sin caerse.
Al anochecer, los soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los habitantes de la casa se retiraron a dormir. Éste era el momento que los juguetes aprovechaban para jugar por su cuenta, a "visitas", a "guerra", a "baile"; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues querían participar en las diversiones; mas no podían levantar la tapa. El cascanueces todo era dar volteretas, y el pizarrín venga divertirse en la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el cual intervino también en el jolgorio, recitando versos. Los únicos que no se movieron de su sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina; ésta seguía sosteniéndose sobre la punta del pie, y él sobre su única pierna; pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella.
El reloj dio las doce y, ¡pum!, saltó la tapa de la tabaquera; pero lo que había dentro no era rapé, sino un duendecillo negro. Era un juguete sorpresa.
— Soldado de plomo — dijo el duende— , ¡no mires así!
Pero el soldado se hizo el sordo.
— ¡Espera a que llegue la mañana, ya verás! — añadió el duende.
Cuando los niños se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y, sea por obra del duende o del viento, abrióse ésta de repente, y el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo desde una altura de tres pisos. Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo.
La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese gritado: «¡Estoy aquí!», indudablemente habrían dado con él, pero le pareció indecoroso gritar, yendo de uniforme.
He aquí que comenzó a llover; las gotas caían cada vez más espesas, hasta convertirse en un verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por allí dos mozalbetes callejeros
— ¡Mira! — exclamó uno— . ¡Un soldado de plomo! ¡Vamos a hacerle navegar! Con un papel de periódico hicieron un barquito, y, embarcando en él. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguían detrás de él dando palmadas de contento. ¡Dios nos proteja! ¡y qué olas, y qué corriente! No podía ser de otro modo, con el diluvio que había caído. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse, girando a veces tan bruscamente, que el soldado por poco se marea; sin embargo, continuaba impertérrito, sin pestañear, mirando siempre de frente y siempre arma al hombro.
De pronto, el bote entró bajo un puente del arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja.
— «¿Dónde iré a parar? — pensaba— . De todo esto tiene la culpa el duende. ¡Ay, si al menos aquella muchachita estuviese conmigo en el bote! ¡Poco me importaría esta oscuridad!».
De repente salió una gran rata de agua que vivía debajo el puente.
— ¡Alto! — gritó—. ¡A ver, tu pasaporte!
Pero el soldado de plomo no respondió; únicamente oprimió con más fuerza el fusil. La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella. ¡Uf! ¡Cómo rechinaba los dientes y gritaba a las virutas y las pajas:
— ¡Detenedlo, detenedlo! ¡No ha pagado peaje! ¡No ha mostrado el pasaporte!
La corriente se volvía cada vez más impetuosa.
El soldado veía ya la luz del sol al extremo del túnel. Pero entonces percibió un estruendo capaz de infundir terror al más valiente.
Imaginad que, en el punto donde terminaba el puente, el arroyo se precipitaba en un gran canal. Para él, aquello resultaba tan peligroso como lo sería para nosotros el caer por una alta catarata.
Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió disparado, pero nuestro pobre soldadito seguía tan firme como le era posible. ¡Nadie podía decir que había pestañeado siquiera! La barquita describió dos o tres vueltas sobre sí misma con un ruido sordo, inundándose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se hundía por momentos, y el papel se deshacía; el agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en aquel momento supremo, acordóse de la linda bailarina, cuyo rostro nunca volvería a contemplar. Parecióle que le decían al oído:
«¡Adiós, adiós, guerrero! ¡Tienes que sufrir la muerte!».
Desgarróse entonces el papel, y el soldado se fue al fondo, pero en el mismo momento se lo tragó un gran pez.
¡Allí sí se estaba oscuro! Peor aún que bajo el puente del arroyo; y, además, ¡tan estrecho!
Pero el soldado seguía firme, tendido cuán largo era, sin soltar el fusil.
El pez continuó sus evoluciones y horribles movimientos, hasta que, por fin, se quedó quieto, y en su interior penetró un rayo de luz.
Hízose una gran claridad, y alguien exclamó: — ¡El soldado de plomo!— El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora estaba en la cocina, donde la cocinera lo abría con un gran cuchillo. Cogiendo por el cuerpo con dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala, pues todos querían ver aquel personaje extraño salido del estómago del pez; pero el soldado de plomo no se sentía nada orgulloso. Pusiéronlo de pie sobre la mesa y — ¡qué cosas más raras ocurren a veces en el mundo! — encontróse en el mismo cuarto de antes, con los mismos niños y los mismos juguetes sobre la mesa, sin que faltase el soberbio palacio y la linda bailarina, siempre sosteniéndose sobre la punta del pie y con la otra pierna al aire. Aquello conmovió a nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo. Pero habría sido poco digno de él. La miró sin decir palabra.
En éstas, uno de los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tiró a la chimenea, sin motivo alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende de la tabaquera.
El soldado de plomo quedó todo iluminado y sintió un calor espantoso, aunque no sabía si era debido al fuego o al amor. Sus colores se habían borrado también, a consecuencia del viaje o por la pena que sentía; nadie habría podido decirlo.
Miró de nuevo a la muchacha, encontráronse las miradas de los dos, y él sintió que se derretía, pero siguió firme, arma al hombro. Abrióse la puerta, y una ráfaga de viento se llevó a la bailarina, que, cual una sílfide, se levantó volando para posarse también en la chimenea, junto al soldado; se inflamó y desapareció en un instante. A su vez, el soldadito se fundió, quedando reducido a una pequeña masa informe. Cuando, al día siguiente, la criada sacó las cenizas de la estufa, no quedaba de él más que un trocito de plomo; de la bailarina, en cambio, había quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.
FIN
El patito feo
Hans Christian Andersen
¡Qué hermosa estaba la campiña! Había llegado el verano: el trigo estaba amarillo; la avena, verde; la hierba de los prados, cortada ya, quedaba recogida en los pajares, en cuyos tejados se paseaba la cigüeña, con sus largas patas rojas, hablando en egipcio, que era la lengua que le enseñara su madre. Rodeaban los campos y prados grandes bosques, y entre los bosques se escondían lagos profundos. ¡Qué hermosa estaba la campiña! Bañada por el sol levantábase una mansión señorial, rodeada de hondos canales, y desde el muro hasta el agua crecían grandes plantas trepadoras formando una bóveda tan alta que dentro de ella podía estar de pie un niño pequeño, mas por dentro estaba tan enmarañado, que parecía el interior de un bosque. En medio de aquella maleza, una gansa, sentada en el nido, incubaba sus huevos.
Estaba ya impaciente, pues ¡tardaban tanto en salir los polluelos, y recibía tan pocas visitas! Los demás patos preferían nadar por los canales, en vez de entrar a hacerle compañía y charlar un rato.
Por fin empezaron a abrirse los huevos, uno tras otro. «¡Pip, pip!», decían los pequeños; las yemas habían adquirido vida y los patitos asomaban la cabecita por la cáscara rota.
— ¡Cuac, cuac! — gritaban con todas sus fuerzas, mirando a todos lados por entre las verdes hojas. La madre los dejaba, pues el verde es bueno para los ojos.
— ¡Qué grande es el mundo! — exclamaron los polluelos, pues ahora tenían mucho más sitio que en el interior del huevo.
— ¿Creéis que todo el mundo es esto? — dijo la madre—. Pues andáis muy equivocados. El mundo se extiende mucho más lejos, hasta el otro lado del jardín, y se mete en el campo del cura, aunque yo nunca he estado allí. ¿Estáis todos? — prosiguió, incorporándose—. Pues no, no los tengo todos; el huevo gordote no se ha abierto aún. ¿Va a tardar mucho? ¡Ya estoy hasta la coronilla de tanto esperar!
— Bueno, ¿Qué tal vamos? — preguntó una vieja gansa que venía de visita.
— ¡Este huevo que no termina nunca! — respondió la clueca— . No quiere salir. Pero mira los demás patitos: ¿verdad que son lindos? Todos se parecen a su padre; y el sinvergüenza no viene a verme.
— Déjame ver el huevo que no quiere romper — dijo la vieja—. Creéme, esto es un huevo de pava; también a mi me engañaron una vez, y pasé muchas fatigas con los polluelos, pues le tienen miedo al agua. No pude con él; me desgañité y lo puse verde, pero todo fue inútil.
A ver el huevo. Sí, es un huevo de pava. Déjalo y enseña a los otros a nadar.
— Lo empollaré un poquitín más dijo la clueca— . ¡Tanto tiempo he estado encima de él, que bien puedo esperar otro poco!
— ¡Cómo quieras! — contestó la otra, despidiéndose.
Al fin se partió el huevo. «¡Pip, pip!» hizo el polluelo, saliendo de la cáscara. Era gordo y feo; la gansa se quedó mirándolo:
— Es un pato enorme — dijo— ; no se parece a ninguno de los otros; ¿será un pavo? Bueno, pronto lo sabremos; del agua no se escapa, aunque tenga que zambullirse a trompazos.
El día siguiente amaneció espléndido; el sol bañaba las verdes hojas de la enramada. La madre se fue con toda su prole al canal y, ¡plas!, se arrojó al agua.
— «¡Cuac, cuac!» — gritaba, y un polluelo tras otro se fueron zambullendo también; el agua les cubrió la cabeza, pero enseguida volvieron a salir a flote y se pusieron a nadar tan lindamente. Las patitas se movían por sí solas y todos chapoteaban, incluso el último polluelo gordote y feo.
— Pues no es pavo — dijo la madre—. ¡Fíjate cómo mueve las patas, y qué bien se sostiene! Es hijo mío, no hay duda. En el fondo, si bien se mira, no tiene nada de feo, al contrario. ¡Cuac, cuac! Venid conmigo, os enseñaré el gran mundo, os presentaré a los patos del corral. Pero no os alejéis de mi lado, no fuese que alguien os atropellase; y ¡mucho cuidado con el gato!
Y se encaminaron al corral de los patos, donde había un barullo espantoso, pues dos familias se disputaban una cabeza de anguila. Y al fin fue el gato quien se quedó con ella.
— ¿Veis? Así va el mundo — dijo la gansa madre, afilándose el pico, pues también ella hubiera querido pescar el botín— . ¡Servíos de las patas! Y a ver si os despabiláis. Id a hacer una reverencia a aquel pato viejo de allí; es el más ilustre de todos los presentes; es de raza española, por eso está tan gordo. Ved la cinta colorada que lleva en la pata; es la mayor distinción que puede otorgarse a un pato. Es para que no se pierda y para que todos lo reconozcan, personas y animales. ¡Ala, sacudiros! No metáis los pies para dentro. Los patitos bien educados andan con las piernas esparrancadas, como papá y mamá. ¡Así!, ¿veis? Ahora inclinad el cuello y decir: «¡cuac!».
Todos obedecieron, mientras los demás gansos del corral los miraban, diciendo en voz alta:
— ¡Vaya! sólo faltaban éstos; ¡como si no fuésemos ya bastantes! Y, ¡qué asco! Fijaos en aquel pollito: ¡a ése sí que no lo toleramos! — . Y enseguida se adelantó un ganso y le propinó un picotazo en el pescuezo.
— ¡Déjalo en paz! — exclamó la madre—. No molesta a nadie.
— Sí, pero es gordote y extraño — replicó el agresor— ; habrá que sacudirlo.
— Tiene usted unos hijos muy guapos, señora — dijo el viejo de la pata vendada—. Lástima de este gordote; ése sí que es un fracaso. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo.
— Eso ni pensarlo, señora — dijo la madre—. Cierto que no es hermoso, pero tiene buen corazón y nada tan bien como los demás; incluso diría que mejor. Me figuro que al crecer se arreglará, y que con el tiempo perderá volumen. Estuvo muchos días en el huevo, y por eso ha salido demasiado robusto —. Y con el pico le pellizcó el pescuezo y le alisó el plumaje — . Además, es macho — prosiguió— , así que no importa gran cosa. Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino en la vida.
— Los demás polluelos son encantadores de veras — dijo el viejo—. Considérese usted en casa; y si encuentra una cabeza de anguila, haga el favor de traérmela.
Y de este modo tomaron posesión de la casa. El pobre patito feo no recibía sino picotazos y empujones, y era el blanco de las burlas de todos, lo mismo de los gansos que de las gallinas. «¡Qué ridículo!», se reían todos, y el pavo, que por haber venido al mundo con espolones se creía el emperador, se henchía como un barco a toda vela y arremetía contra el patito, con la cabeza colorada de rabia. El pobre animalito nunca sabía dónde meterse; estaba muy triste por ser feo y porque era la chacota de todo el corral.
Así transcurrió el primer día; pero en los sucesivos las cosas se pusieron aún peor. Todos acosaban al patito; incluso sus hermanos lo trataban brutalmente, y no cesaban de gritar:
— ¡Así te pescara el gato, bicho asqueroso!; y hasta la madre deseaba perderlo de vista. Los patos lo picoteaban; las gallinas lo golpeaban, y la muchacha encargada de repartir el pienso lo apartaba a puntapiés.
Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo saltó por encima de la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar por los aires.
“¡Es porque soy tan feo!” pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza.
A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero.
—¿Y tú qué cosa eres? —le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en todas direcciones, lo mejor que sabía.
—¡Eres más feo que un espantapájaros! —dijeron los patos salvajes—. Pero eso no importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas.
¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejasen estar tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano.
Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes.
—Mira, muchacho —comenzaron diciéndole—, eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas gansitas salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la oportunidad de tu vida, feo y todo como eres.
— ¡Bang, bang! —se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo que menudearon los tiros. Se había organizado una importante cacería y los tiradores rodeaban los pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo azul se esparcieron por el oscuro boscaje, y fueron a perderse lejos, sobre el agua.
Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, que ya se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro: la lengua le colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto… ¡plaf!… ¡allá se fue otra vez sin tocarlo!
El patito dio un suspiro de alivio.
—Por suerte soy tan feo que ni los perros tienen ganas de comerme —se dijo. Y se tendió allí muy quieto, mientras los perdigones repiqueteaban sobre los juncos, y las descargas, una tras otra, atronaban los aires.
Era muy tarde cuando las cosas se calmaron, y aún entonces el pobre no se atrevía a levantarse. Esperó todavía varias horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en cuanto lo hizo, enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo mantenerse sobre sus pies.
Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento soplaba tan ferozmente alrededor del patito que éste tuvo que sentarse sobre su propia cola, para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha abertura. Y así lo hizo.
En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana llamaba “Hijito”, sabía arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto por nombre “Chiquitita Piernascortas”. Era una gran ponedora y la anciana la quería como a su propia hija.
Cuando llegó la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo.
—Pero, ¿Qué pasa? —preguntó la vieja, mirando a su alrededor. No andaba muy bien de la vista, así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había perdido—. ¡Qué suerte! —dijo—. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea macho! Le daremos unos días de prueba.
Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para poner, al término de las cuales, por supuesto, no había ni rastros de huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir: “nosotros y el mundo”, porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo, y lo que es más, la mitad más importante. Al patito le parecía que sobre esto podía haber otras opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo.
— ¿Puedes poner huevos? —le preguntó.
— No.
— Pues entonces, ¡cállate!
Y el gato le preguntó:
— ¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas?
— No.
— Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas.
Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol, y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el agua que —¡no pudo evitarlo!— fue y se lo contó a la gallina.
—¡Vamos! ¿Qué te pasa? —le dijo ella—. Bien se ve que no tienes nada que hacer; por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner huevos o a ronronear.
—¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! —dijo el patito feo—. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el mismo fondo!
—Sí, muy agradable —dijo la gallina—. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale al gato, ¡no hay nadie tan listo como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse?
—No me comprendes —dijo el patito.
—Pues si yo no te comprendo, me gustaría saber quién podrá comprenderte. De seguro que no pretenderás ser más sabio que el gato y la señora, para no mencionarme a mí misma. ¡No seas tonto, muchacho! ¿No te has encontrado un cuarto cálido y confortable, donde te hacen compañía quienes pueden enseñarte? Pero no eres más que un tonto, y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi palabra de que si te digo cosas desagradables es por tu propio bien: sólo los buenos amigos nos dicen las verdades. Haz ahora tu parte y aprende a poner huevos o a ronronear y echar chispas.
—Creo que me voy a recorrer el ancho mundo —dijo el patito.
—Sí, vete — dijo la gallina.
Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló; pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era.
Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o pardas; el viento las arrancó y las hizo girar en remolinos, y los cielos tomaron un aspecto hosco y frío. Las nubes colgaban bajas, cargadas de granizo y nieve, y el cuervo, que solía posarse en la tapia, graznaba “¡cau, cau!”, de frío que tenía. Sólo de pensarlo le daban a uno escalofríos. Sí, el pobre patito feo no lo estaba pasando muy bien.
Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre los arbustos una bandada de grandes y hermosas aves. El patito no había visto nunca unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito, extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo, alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas.
Se elevaron muy alto, muy alto, allá entre los aires, y el patito feo se sintió lleno de una rara inquietud. Comenzó a dar vueltas y vueltas en el agua lo mismo que una rueda, estirando el cuello en la dirección que seguían, que él mismo se asustó al oírlo. ¡Ah, jamás podría olvidar aquellos hermosos y afortunados pájaros! En cuanto los perdió de vista, se sumergió derecho hasta el fondo, y se hallaba como fuera de sí cuando regresó a la superficie. No tenía idea de cuál podría ser el nombre de aquellas aves, ni de adónde se dirigían, y, sin embargo, eran más importantes para él que todas las que había conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo alguno: ¿Cómo se atrevería siquiera a soñar que aquel esplendor pudiera pertenecerle? Ya se daría por satisfecho con que los patos lo tolerasen, ¡pobre criatura estrafalaria que era!
¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se congelase en torno suyo.
Pero cada noche el hueco en que nadaba se hacía más y más pequeño. Vino luego una helada tan fuerte, que el patito, para que el agua no se cerrase definitivamente, ya tenía que mover las patas todo el tiempo en el hielo crujiente. Por fin, debilitado por el esfuerzo, quedose muy quieto y comenzó a congelarse rápidamente sobre el hielo.
A la mañana siguiente, muy temprano, lo encontró un campesino. Rompió el hielo con uno de sus zuecos de madera, lo recogió y lo llevó a casa, donde su mujer se encargó de revivirlo.
Los niños querían jugar con él, pero el patito feo tenía terror de sus travesuras y, con el miedo, fue a meterse revoloteando en la paila de la leche, que se derramó por todo el piso. Gritó la mujer y dio unas palmadas en el aire, y él, más asustado, se metió de un vuelo en el barril de la mantequilla, y desde allí se lanzó de cabeza al cajón de la harina, de donde salió hecho una lástima. ¡Había que verlo! Chillaba la mujer y quería darle con la escoba, y los niños tropezaban unos con otros tratando de echarle mano. ¡Cómo gritaban y se reían! Fue una suerte que la puerta estuviese abierta. El patito se precipitó afuera, entre los arbustos, y se hundió, atolondrado, entre la nieve recién caída.
Pero sería demasiado cruel describir todas las miserias y trabajos que el patito tuvo que pasar durante aquel crudo invierno. Había buscado refugio entre los juncos cuando las alondras comenzaron a cantar y el sol a calentar de nuevo: llegaba la hermosa primavera.
Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que hicieron fue mucho más fuerte que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a lo alto. Casi sin darse cuenta, se halló en un vasto jardín con manzanos en flor y fragantes lilas, que colgaban de las verdes ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Oh, qué agradable era estar allí, en la frescura de la primavera! Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres hermosos cisnes blancos, rizando sus plumas y dejándose llevar con suavidad por la corriente. El patito feo reconoció a aquellas espléndidas criaturas que una vez había visto levantar el vuelo, y se sintió sobrecogido por un extraño sentimiento de melancolía.
—¡Volaré hasta esas regias aves! —se dijo—. Me darán de picotazos hasta matarme, por haberme atrevido, feo como soy, a aproximarme a ellas. Pero, ¡qué importa! Mejor es que ellas me maten, a sufrir los pellizcos de los patos, los picotazos de las gallinas, los golpes de la muchacha que cuida las aves y los rigores del invierno.
Y así, voló hasta el agua y nadó hacia los hermosos cisnes. En cuanto lo vieron, se le acercaron con las plumas encrespadas.
—¡Sí, mátenme, mátenme! —gritó la desventurada criatura, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la muerte. Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un reflejo de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris, feo y repugnante, no, sino el reflejo de un cisne!
Poco importa que se nazca en el corral de los patos, siempre que uno salga de un huevo de cisne. Se sentía realmente feliz de haber pasado tantos trabajos y desgracias, pues esto lo ayudaba a apreciar mejor la alegría y la belleza que le esperaban. Y los tres cisnes nadaban y nadaban a su alrededor y lo acariciaban con sus picos.
En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al agua pedazos de pan y semillas. El más pequeño exclamó:
—¡Ahí va un nuevo cisne!
Y los otros niños corearon con gritos de alegría:
—¡Sí, hay un cisne nuevo!
Y batieron palmas y bailaron, y corrieron a buscar a sus padres. Había pedacitos de pan y de pasteles en el agua, y todo el mundo decía:
—¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto es!
Y los cisnes viejos se inclinaron ante él. Esto lo llenó de timidez, y escondió la cabeza bajo el ala, sin que supiese explicarse la razón. Era muy, pero muy feliz, aunque no había en él ni una pizca de orgullo, pues este no cabe en los corazones bondadosos. Y mientras recordaba los desprecios y humillaciones del pasado, oía cómo todos decían ahora que era el más hermoso de los cisnes. Las lilas inclinaron sus ramas ante él, bajándolas hasta el agua misma, y los rayos del sol eran cálidos y amables. Rizó entonces sus alas, alzó el esbelto cuello y se alegró desde lo hondo de su corazón:
Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era sólo un patito feo.
FIN
El ruiseñor
Hans Christian Andersen
En China, como sabes, el Emperador es chino, y chinos son también todos sus súbditos. Hace ya muchos años de esto, pero por eso mismo, antes de que se olvide, merece la pena que escuches esta historia.
El palacio del Emperador era el más espléndido del mundo, todo él de la más fina porcelana, tan precioso pero tan frágil que había que extremar las precauciones antes de tocar nada. En el jardín abundaban las flores más preciosas, y de las más maravillosas pendían campanillas de plata que tintineaban para que nadie pudiera pasar ante ellas sin observarlas. Sí, en el jardín del Emperador todo estaba diseñado con sumo ingenio, y era tan extenso que hasta el mismo jardinero desconocía dónde estaba su final. En el caso de que lograras alcanzarlo, te encontrarías con el bosque más espléndido, con altos árboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el hondo mar, que era de un azul intenso; grandes embarcaciones podían navegar bajo las ramas, y en ellas vivía un ruiseñor que cantaba como los ángeles, tan bien lo hacía que, incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas preocupaciones, cuando salía por la noche a recoger las redes, se detenía a escuchar su alegre canto.
— ¡Dios mío, qué trinos más hermosos! — exclamaba; pero tenía que atender a sus tareas y se olvidaba del pájaro, aunque sólo hasta la siguiente noche; al escucharlo de nuevo, repetía:
— ¡Dios mío, qué melodía tan hermosa!
De todos los países del mundo llegaban viajeros a la ciudad imperial, a la que admiraban tanto como al palacio y al jardín; pero cuando oían al ruiseñor, siempre decían:
— ¡Pero esto es lo mejor!
De regreso a sus tierras los viajeros lo contaban, y los sabios escribían muchos libros sobre la ciudad, el palacio y el jardín, pero no olvidaban nunca al ruiseñor, al que consideraban lo más importante; y los poetas componían inspiradísimos poemas sobre el ruiseñor que cantaba en el bosque, junto al hondo mar.
Aquellos libros dieron la vuelta al mundo, y algunos llegaron hasta el Emperador. Sentado en su trono de oro leía y leía, y de vez en cuando hacía con la cabeza gestos de aprobación, pues le complacía leer aquellas magníficas descripciones de la ciudad, del palacio y del jardín. «Pero lo mejor de todo, sin embargo, es el ruiseñor», decía el libro.
— ¿Qué es esto? — gritó el Emperador—. ¿El ruiseñor? ¡Jamás he oído hablar de él!. ¿Hay un pájaro semejante en mi Imperio, y precisamente en mi jardín? Nadie me ha hablado de él. ¡Y tengo que enterarme leyéndolo en los libros!
Y entonces llamó al mayordomo de palacio, que era tan importante que, cuando una persona de rango inferior se atrevía a dirigirle la palabra para preguntarle algo, se limitaba a contestar:
— ¡P!— , que no significaba nada.
— ¡Tenemos aquí un pájaro extraordinario, llamado ruiseñor! — dijo el Emperador— . Dicen que es lo mejor que existe en mi Imperio. ¿Por qué no me han hablado nunca de él?
— Nunca he oído ese nombre — dijo el mayordomo—. Jamás ha sido presentado en la Corte.
— ¡Pues ordeno que venga aquí esta noche a cantar para mí! — dijo el Emperador—. El mundo entero conoce lo que tengo, menos yo.
— Jamás he oído ese nombre — repitió el mayordomo—. Lo buscaré y lo encontraré.
¿Pero dónde encontrarlo? El mayordomo subió y bajó todas las escaleras y recorrió salas y pasillos. Nadie de cuantos interrogó había oído hablar del ruiseñor. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que probablemente era una de esas fábulas que ponen en los libros.
— Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasías y algo que llaman magia negra.
— Pero el libro donde lo he leído me lo ha enviado el poderoso emperador del Japón — dijo el Soberano— ; por lo tanto, no puede contener falsedades. ¡Quiero oír al ruiseñor! ¡Que acuda esta noche a mi presencia! Es mi imperial deseo. Si no se presenta, todos los cortesanos serán pateados en el estómago después de cenar.
— ¡Tsing-pe! — dijo el mayordomo, y corriendo a subir y bajar escaleras y a atravesar salas y pasillos, y media Corte corriendo con él, pues a nadie le hacía gracia que le dieran patadas en la barriga. Todos preguntaban por el extraordinario ruiseñor, conocido por todo el mundo, pero que la Corte no conocía.
Finalmente dieron en la cocina con una pobre moza, que dijo:
— ¡Dios mío, el ruiseñor! Pues claro que lo conozco. ¡Qué bien canta! Todas las noches me permiten que lleve algunas sobras de la mesa a mi pobre madre enferma, que vive cerca de la playa, y al regresar estoy tan cansada que me siento a descansar en el bosque. Entonces oigo al ruiseñor. Se me llenan los ojos de lágrimas, como si me besara mi madre. Es un recuerdo que me embarga de emoción.
— Pequeña friegaplatos — dijo el mayordomo—, te daré un empleo fijo en la cocina y permiso para ver comer al Emperador, si nos traes al ruiseñor, pues está citado para esta noche.
Todos se dirigieron al bosque, donde el ruiseñor solía cantar; media Corte formaba la expedición. Nada más llegar, comenzó a mugir una vaca.
— ¡Oh! — exclamó un cortesano—. ¡Ya lo tenemos! ¡Pero qué fuerza tan extraordinaria para un animal tan pequeño! Sin embargo, estoy seguro de haberlo oído antes.
— No, eso es una vaca que muge — dijo la muchacha—. Aún tenemos que andar mucho para llegar al sitio.
Luego oyeron las ranas croando en una charca.
— ¡Magnífico! — exclamó el capellán imperial de los chinos—. Ya lo oigo, suena como campanillas de iglesia.
— ¡Que va, si son las ranas! — contestó la moza—. Pero creo que pronto lo oiremos.
Y en seguida el ruiseñor se puso a cantar.
— ¡Es él! — dijo la muchachita—. ¡Escuchen, escuchen! ¡Allí está! — y señaló un pajarito gris posado en una rama.
— ¿Es posible? — dijo el mayordomo—. Jamás lo habría imaginado así. ¡Qué vulgar! Sin duda que ha perdido el color al ver a unos personajes tan distinguidos que han venido a verlo.
— ¡Pequeño ruiseñor! — dijo en voz alta la muchachita—, ¡nuestro gracioso Emperador quiere que cantes para él.
— ¡Con sumo placer! — respondió el ruiseñor, y lo dijo cantando que daba gusto oírlo.
— ¡Parecen campanitas de cristal! — observó el mayordomo.
— ¡Miren cómo emplea su garganta! Es raro que nunca lo hayamos oído. Causará sensación en la Corte.
— ¿Quieren que vuelva a cantar para el Emperador? — preguntó el ruiseñor, que creía que el Emperador estaba allí.
— Mi pequeño y excelente ruiseñor — dijo el mayordomo— , tengo el grato honor de invitaros a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podréis deleitar a Su Imperial Majestad con vuestro delicioso canto.
— Suena mejor en el bosque — dijo el ruiseñor; pero los acompañó de buen grado cuando le dijeron que era un deseo del Emperador.
En palacio todo había sido pulido y abrillantado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de miles de lámparas de oro. Las flores más exquisitas, dispuestas con sus campanillas, habían sido colocadas en los pasillos; las constantes carreras de los cortesanos por los corredores, para que todo estuviera en su punto, producían tales corrientes de aire que las campanillas no cesaban de sonar y no podía oírse ni la propia voz de uno.
En medio del gran salón donde se sentaba el Emperador, había una percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeña pinche de cocina había recibido autorización para situarse detrás de la puerta, pues ya era considerada como una cocinera de la Corte. Todos llevaban sus vestidos de gala, y todos miraban al pajarillo gris, a quien el Emperador hizo la señal de que podía comenzar.
Y el ruiseñor cantó tan deliciosamente que las lágrimas asomaron a los ojos del Emperador; y cuando el pájaro las vio surcar sus mejillas, volvió a cantar con mayor belleza, hasta llegarle al corazón. El Emperador quedó tan complacido que dijo que regalaría su babucha de oro al ruiseñor para que se la colgase del cuello. Mas el ruiseñor le dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba suficientemente recompensado.
— El haber visto lágrimas en los ojos del Emperador es para mí el mejor premio. Las lágrimas de un Emperador tienen un poder mágico. Bien sabe Dios que he quedado bien recompensado — y reanudó su canto con su dulce y melodiosa voz.
— ¡Es lo más delicioso que he oído en mi vida! — dijeron todas las damas; y se fueron a tomar un buche de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues creían que de esta forma también ellas podían parecer ruiseñores. Sí, hasta los lacayos y las camareras expresaron su aprobación, y esto quería decir mucho, pues de todos eran los más difíciles de contentar. No cabía duda de que el ruiseñor había tenido un éxito absoluto.
Se quedaría a vivir en la Corte, con derecho a jaula propia, y con libertad para salir de paseo dos veces durante el día y una vez por la noche. Pusieron a su servicio doce criados, cada uno de los cuales sujetaba con firmeza una cinta de seda que le habían atado alrededor de la pata. La verdad es que no eran especialmente divertidas aquellas excursiones.
La ciudad entera hablaba del extraordinario pájaro, y cuando dos se encontraban, se saludaban diciendo el uno: «Rui» y respondiendo el otro: «Señor»; y suspiraban y se entendían entre sí. Hubo incluso once verduleras que pusieron su nombre a sus hijos, pero ninguno de ellos tuvo aptitudes musicales.
Un día el Emperador recibió un gran paquete con el letrero: «Ruiseñor».
— He aquí un nuevo libro sobre nuestro famoso pájaro — exclamó el Emperador. Pero no era ningún libro, sino un pequeño robot colocado en una jaula: un ruiseñor artificial, que se parecía al vivo, pero recubierto de diamantes, rubíes y zafiros. En cuanto se le daba cuerda cantaba la misma melodía que cantaba el verdadero, levantando y bajando la cola; todo él centelleaba de plata y oro. Llevaba una cintita colgada del cuello con el letrero: «El ruiseñor del Emperador del Japón es pobre en comparación con el del Emperador de la China».
— ¡Soberbio! — exclamaron todos, y el emisario que había traído el pájaro artificial recibió al instante el título de Gran Proveedor de Ruiseñores Imperiales.
— Ahora deben de cantar juntos. ¡Qué gran dúo harán!
Y los hicieron cantar juntos; pero la cosa no tuvo éxito, pues el ruiseñor auténtico cantaba a su manera y el artificial iba a piñón fijo.
— No se le puede reprochar nada — dijo el Director de la Orquesta Imperial —; lleva el compás magistralmente y sigue mi método al pie de la letra.
Así es que el pájaro artificial tuvo que cantar solo. De esta forma obtuvo tanto éxito como el auténtico, y además, era mucho más bonito, pues brillaba como una pulsera o un broche.
Cantó treinta y tres veces la misma melodía, sin cansarse en absoluto. Los cortesanos querían oírla de nuevo, pero el Emperador opinó que también el ruiseñor verdadero debía cantar un poco. Pero, ¿Dónde estaba? Nadie se había dado cuenta de que, volando por la ventana abierta, había vuelto a su verde bosque.
— ¿Qué cosa más extraña? — dijo el Emperador; y todos los cortesanos lo llenaron de improperios, y tuvieron al ruiseñor por un pájaro extremadamente desagradecido.
— ¡Pero tenemos el mejor pájaro! — dijeron—, y el ave artificial hubo de cantar de nuevo, repitiendo por trigésima cuarta vez la misma canción; pero como era muy difícil no consiguieron aprendérsela. El Director de la Orquesta Imperial lo alabó extraordinariamente, asegurando que era mejor que el ruiseñor auténtico, no sólo en lo concerniente al plumaje y los espléndidos diamantes, sino también en lo interno.
— Pues consideren sus Señorías, y especialmente Vuestra Majestad, que con el ruiseñor auténtico nunca se puede predecir lo que va a cantar. En cambio, en el artificial todo está determinado de antemano; se oirá tal cosa y tal otra, y nada más. Puede uno darse cuenta de cómo funciona; se puede abrir y observar el ingenio con que están dispuestos los engranajes, cómo se mueven con total exactitud, sin que ocurra ninguna imprevisión.
— Eso pensamos todos — dijeron los cortesanos, y el Director de la Orquesta Imperial fue autorizado para que el próximo domingo mostrara el pájaro al pueblo—. Podrán todos oírlo cantar — dijo el Emperador; y lo oyeron, y quedaron tan satisfechos como si se hubiesen emborrachado con té, pues así es como lo hacen los chinos; y todos gritaron: «¡Oh!», y levantaban el dedo, aquel con el que se rebañan las cacerolas, y asentían con la cabeza. Pero los pobres pescadores que habían oído al ruiseñor de verdad, dijeron:
— No está mal; las melodías se parecen, pero le falta algo, no sé qué...
El ruiseñor auténtico fue desterrado del país.
El pájaro mecánico estuvo en adelante sobre un cojín de seda junto a la cama del Emperador; todos los regalos que le habían hecho — oro y piedras preciosas — se encontraban a su alrededor, y había sido nombrado Cantante de Cabecera del Emperador, con la categoría de número uno al lado izquierdo, porque el Emperador consideraba que este lado era el más distinguido, por ser el del corazón, y hasta los emperadores tienen el corazón a la izquierda.
Y el Director de la Orquesta Imperial escribió veinticinco volúmenes sobre el pájaro mecánico; eran tan largos y eruditos, tan llenos de las más difíciles palabras chinas, que todo el mundo afirmó haberlos leído y entendido, porque no les creyeran tontos y les dieran patadas en el estómago.
Así transcurrieron las cosas durante un año; el Emperador, la Corte y todos los demás chinos se sabían de memoria el menor gorjeo del pájaro mecánico, y precisamente por eso lo apreciaban más; podían imitarlo y lo hacían. Los chinos de la calle cantaban: «¡tsi-tsi-tsi, gluc-gluc-gluc!», y hasta el Emperador cantaba también. Era verdaderamente divertido.
Pero una noche en que el pájaro artificial cantaba maravillosamente, el Emperador, que ya estaba acostado, oyó un «¡clac!» en el interior del mecanismo; los engranajes giraron más de la cuenta y se paró la música.
El Emperador se levantó inmediatamente y llamó a su médico de cabecera; pero, ¿Qué podía hacer él? Entonces llamaron al relojero, quien tras largos discursos y manipulaciones lo arregló a medias; pero manifestó que debían tocarlo poco y no hacerlo trabajar demasiado, pues los pivotes estaban gastados y no era posible sustituirlos por otros nuevos que fueran acordes con la música. ¡Qué desgracia! Desde entonces sólo se permitió cantar al pájaro una vez al año, y aun esto era considerado un exceso; pero en tales ocasiones el Director de la Orquesta Imperial pronunciaba un discurso con palabras difíciles de entender, diciendo que el ave cantaba tan bien como antes, y todo el mundo estaba de acuerdo.
Pasaron cinco años y todo el mundo sufría enormemente por su Emperador, pues estaba tan enfermo que temían por su vida. El sucesor ya había sido designado, y el pueblo, en la calle, no cesaba de preguntar al mayordomo de Palacio por el estado del viejo Emperador.
— ¡P! — respondía, moviendo la cabeza.
Frío y pálido yacía el Emperador en su grande y suntuoso lecho. Toda la Corte le creía muerto y cada uno se apresuraba a presentar sus respetos al nuevo Emperador. Los lacayos salían precipitadamente para hablar del suceso, y las camareras de palacio se habían reunido para tomar el té. En todos los salones y pasillos habían tendido alfombras para que no se oyeran los pasos, y todo estaba en profundo silencio.
Pero el Emperador no había muerto todavía; yerto y pálido yacía en la lujosa cama, con sus largas cortinas de terciopelo y macizas borlas de oro. Por una ventana que se abría en lo alto, la luna iluminaban al Emperador y al pájaro mecánico.
El pobre Emperador respiraba con dificultad, como si alguien estuviera sentado en su pecho. Abrió los ojos y vio que era la Muerte, que se había puesto su corona de oro en la cabeza y sostenía en una mano la imperial espada dorada, y en la otra, su magnífico estandarte. Y en torno, por los pliegues de las grandes cortinas de terciopelo del lecho, asomaban extrañas cabezas, algunas horribles, otras de expresión dulce y apacible: eran las obras buenas y malas del Emperador, que lo contemplaban en aquellos momentos en que la Muerte se había sentado sobre su corazón.
— ¿Te acuerdas de esto? — susurraban una tras otra—. ¿Te acuerdas? — Y le recordaban tantas cosas, que le brotaba el sudor de su frente.
— ¡Jamás lo supe! — se excusaba el Emperador—. ¡Música, música! ¡Que suene el gran tambor chino — gritó— para no oír lo que dicen!
Pero las cabezas seguían hablando y la Muerte asentía con la cabeza, al modo chino, a todo lo que decían.
— ¡Música, música! — gritaba el Emperador—. ¡Tú, pajarillo de oro, canta, canta! Te di oro y piedras preciosas, con mi mano te colgué del cuello mi babucha dorada. ¡Canta, anda, canta!
Pero el pájaro permanecía callado, pues no había nadie que le diese cuerda, y la Muerte seguía mirando al Emperador con sus grandes cuencas vacías; y el silencio era lúgubre.
Entonces se oyó, procedente de la ventana, un canto maravilloso. Era el pequeño ruiseñor vivo, que estaba fuera posado en una rama. Enterado de la desgracia del Emperador, había acudido a traerle consuelo y esperanza; y cuanto más cantaba, más palidecían y se esfumaban aquellos espectros, la sangre afluía con mayor ímpetu a los debilitados miembros del enfermo, e incluso la Muerte escuchó y dijo:
— Sigue, pequeño ruiseñor, sigue.
— Sí, pero, ¿me darás la magnífica espada de oro? ¿Me darás el rico estandarte? ¿Me darás la corona imperial?
Y la Muerte le fue dando aquellos tesoros a cambio de canciones, y el ruiseñor siguió cantando, cantando del silencioso cementerio donde crecen las rosas blancas, donde las lilas exhalan su fragancia y donde la fresca hierba es humedecida por las lágrimas de los que quedan. La Muerte sintió entonces nostalgia de su jardín y salió por la ventana, flotando como una blanca y fría neblina.
— ¡Gracias, gracias! — dijo el Emperador— . ¡Bien te conozco, avecilla celestial! Te desterré de mi tierra y de mi reino; sin embargo, con tu canto has alejado de mi lecho los malos espíritus y has ahuyentado de mi corazón la Muerte. ¿Cómo te lo podré pagar?
— Ya lo has hecho — dijo el ruiseñor—. Arranqué lágrimas a tus ojos la primera vez que canté para ti; esto no lo olvidaré nunca, pues son las joyas que llenan de gozo el corazón de un cantante. Pero ahora duerme y recupera las fuerzas, que yo te cantaré.
Y el ruiseñor cantó, y el Emperador quedó sumido en un dulce sueño, suave y reparador.
El sol entraba por las ventanas cuando el Emperador se despertó, sano y fuerte. Ninguno de sus criados había acudido aún, pues todos lo creían muerto. Pero el ruiseñor seguía cantando en las ramas.
— ¡Te quedarás conmigo para siempre! — le dijo el Emperador—. Cantarás cuando te apetezca; y en cuanto al pájaro artificial, lo romperé en mil pedazos.
— No lo hagas — suplicó el ruiseñor—. Él cumplió su misión mientras pudo; trátalo como siempre. Yo no puedo vivir en palacio, pero permíteme que venga cuando quiera; entonces me posaré junto a la ventana y te cantaré para que estés contento y te haga pensar. Cantaré de los que son felices y también de los que sufren; y del mal y del bien que se hace a tu alrededor sin tú saberlo. El pajarillo cantor debe volar lejos, hasta la cabaña del pobre pescador, hasta el tejado del campesino, hasta todos los que se encuentran apartados de ti y de tu Corte. Prefiero tu corazón a tu corona... aunque la corona posee la fragancia de algo sagrado. Volveré y cantaré para ti, pero has de prometerme una cosa.
— ¡Lo que quieras! — dijo el Emperador, puesto de pie. Vestía su ropaje imperial, que él se había puesto, y apretaba contra su corazón la espada de oro macizo.
— Sólo te pido que no le digas a nadie que tienes un pajarillo que te cuenta todas las cosas. ¡Así será mejor!
Y el ruiseñor se marchó volando.
Entraron los criados a ver a su Emperador muerto; pero les recibió de pie y les dijo:
— ¡Buenos días!
FIN
La pequeña cerillera
Hans Christian Andersen
Qué frío hacía!; nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes, que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.
Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano.
En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero chelín; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.
En un ángulo que formaban dos casas — una más saliente que la otra— , se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!».
¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa.
Parecióle a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.
Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a ésta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas.
Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared.
Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas, ardían en las ramas verdes, y de éstas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.
«Alguien se está muriendo» — pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho: — Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.
Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.
— ¡Abuelita! — exclamó la pequeña— . ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad.
Apresuróse a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.
Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus fósforos, un paquetito de los cuales aparecía consumido casi del todo.
«¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.
FIN
La princesa del guisante
Hans Christian Andersen
Érase una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero que fuese una princesa de verdad. En su busca recorrió todo el mundo, mas siempre había algún pero. Princesas había muchas, mas nunca lograba asegurarse de que lo fueran de veras; cada vez encontraba algo que le parecía sospechoso. Así regresó a su casa muy triste, pues estaba empeñado en encontrar a una princesa auténtica.
Una tarde estalló una terrible tempestad; se sucedían sin interrupción los rayos y los truenos, y llovía a cántaros; era un tiempo espantoso. En éstas llamaron a la puerta de la ciudad, y el anciano Rey acudió a abrir.
Una princesa estaba en la puerta; pero ¡santo Dios, cómo la habían puesto la lluvia y el mal tiempo! El agua le chorreaba por el cabello y los vestidos, se le metía por las cañas de los zapatos y le salía por los tacones; pero ella afirmaba que era una princesa verdadera.
“Pronto lo sabremos”, pensó la vieja Reina, y, sin decir palabra, se fue al dormitorio, levantó la cama y puso un guisante sobre la tela metálica; luego amontonó encima veinte colchones, y encima de éstos, otros tantos edredones.
En esta cama debía dormir la princesa.
Por la mañana le preguntaron qué tal había descansado.
— ¡Oh, muy mal! — exclamó—. No he pegado un ojo en toda la noche. ¡Sabe Dios lo que habría en la cama! ¡Era algo tan duro, que tengo el cuerpo lleno de cardenales! ¡Horrible!
Entonces vieron que era una princesa de verdad, puesto que, a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones, había sentido el guisante. Nadie, sino una verdadera princesa, podía ser tan sensible.
El príncipe la tomó por esposa, pues se había convencido de que se casaba con una princesa hecha y derecha; y el guisante pasó al museo, donde puede verse todavía, si nadie se lo ha llevado.
Esto sí que es una historia, ¿verdad?
FIN
Pulgarcita
Hans Christian Andersen
Cierta vez hubo una mujer que deseaba muchísimo tener un hijo, sin que le fuera concedida la realización de ese deseo. Finalmente fue a hablar con un hada y le dijo:
— Mi mayor ambición es tener un niñito. ¿Puedes decirme dónde podría encontrar uno?
— Eso es fácil de resolver — contestó el hada—. Aquí tienes un grano de cebada de una clase muy diferente de aquella que crece en los campos y que se echa de comer a los pollos. Plántala en esa maceta y verás lo que pasa.
— ¡Gracias! — respondió la mujer, y dio al hada doce monedas de cobre, que era el precio de la cebada.
Luego se fue a su casa y la plantó. Enseguida creció una flor hermosa y grande, de aspecto semejante al de un tulipán, pero con pétalos tan apretados como si fuera todavía un pimpollo.
"La flor es muy linda" — dijo la mujer, y dio un beso a los pétalos dorados y rojos. Al hacerlo, la flor se abrió, y la mujer vio que se trataba realmente de un tulipán.
Dentro de la flor, sobre los verdes y aterciopelados estambres, estaba sentada una delicada y graciosa doncellita, cuyo tamaño era escasamente la mitad del largo de un dedo pulgar. Al verla tan pequeña, le dieron el nombre de Pulgarcita. A modo de cuna le trajeron una cáscara de nuez, elegantemente pulida, con un colchón de pétalos de violeta y otro de rosa como colcha. Allí dormía por la noche, pero durante el día jugueteaba en la mesa, donde la mujer colocaba un plato lleno de agua; alrededor del plato ponía flores, con los tallos sumergidos en el agua, y sobre ésta hacía flotar un amplio pétalo de tulipán que le servía a Pulgarcita a manera de embarcación. La muchachita se sentaba en el bote y remaba de un lado a otro del plato, con dos remos hechos de cerda. Y era una visión encantadora. Pulgarcita cantaba con una voz tan suave y tenue que su canto era algo como nunca jamás se oyera antes. Una noche en que ella dormía en su camita, un sapo feo, grande y húmedo se introdujo a través de un vidrio roto de la ventana y saltó a la mesa sobre la cual estaba la cáscara de nuez y dentro de ella la niña bajo su pequeña colcha de rosa.
"¡Qué linda esposita para mi hijo!" — se dijo el sapo. Y con esto se llevó la cáscara de nuez con Pulgarcita dormida en su interior, y saltó por el agujero de la ventana al jardín.
El sapo y su hijo vivían en el borde fangoso de una ancha corriente de agua. El sapo joven era más feo aún que su padre. Al ver a la muchachita en su elegante lecho, sólo atinó a exclamar: "Croac, croac, croac".
— No hables tan fuerte, o se despertará — protestó el sapo viejo—. Y podría escaparse, pues es tan ligera como un plumón de cisne. La pondremos sobre una hoja de nenúfar, en la corriente. Será como una isla para ella, porque ¡es tan pequeña! y no podrá fugarse. Y mientras ella se queda allí nosotros prepararemos a toda prisa una habitación lujosa bajo el pantano, para que te la lleves a vivir cuando te hayas casado.
En el medio de la corriente de agua crecían unos nenúfares de anchas hojas verdes, que parecían flotar sobre el agua. La más grande de dichas hojas sobresalía de la superficie mucho más que las otras, y hacia ella nadó el viejo sapo llevando la cáscara de nuez en que Pulgarcita dormía aún.
La niña se despertó temprano aquella mañana, y al ver dónde se encontraba rompió a llorar amargamente. No podía ver nada más que agua a los lados de la gran hoja verde, y sin que hubiera manera alguna de llegar a tierra. Mientras tanto, el viejo sapo estaba muy ocupado bajo el pantano, decorando la habitación con junquillos y otras flores silvestres, para ponerla bonita y digna de su nuera. Luego se echó a nadar junto con su feísimo hijo hacia la hoja donde antes había colocado a la pobre Pulgarcita.
Deseaba llevarse la camita para colocarla en la cámara nupcial y que estuviera lista para cuando la joven la estrenara. Al llegar inclinó la cabeza en el agua y explicó:
— Este es mi hijo. Será tu marido, y ambos viviréis juntos y felices en el pantano, junto al agua.
— Croac, croac, croac — fue todo lo que pudo decir su hijo. Y ambos sapos tomaron la elegante camita y se alejaron nadando con ella, dejando a Pulgarcita enteramente sola sobre su hoja verde, sentada y llorando. La muchachita no podía soportar la idea de vivir en compañía del sapo viejo y con su feísimo hijo por marido. Los pececitos que nadaban a sus pies habían visto al sapo y oído lo que ella decía, y sacaban las cabecitas sobre la superficie para contemplarla. En cuanto la vieron advirtieron que la niña era muy bonita, y los apenó el pensar que tendría que irse a vivir con los horribles sapos.
— No eso no debe ocurrir, nunca — dijeron, y se reunieron en el agua en torno del tallo verde que sostenía la hoja que servía de apoyo a la muchachita, y royeron la planta a la altura de la raíz con sus dientes. La hoja flotó a la deriva, alejándose en la corriente y llevándose a Pulgarcita lejos, fuera del alcance de los dos sapos.
Pulgarcita siguió así navegando, pasando a lo largo de muchas aldeas y ciudades. Los pájaros que la contemplaban al pasar cantaban "¡Qué hermosa criatura!" La hoja siguió bogando con ella, más y más lejos, hasta que tocó tierra en otro país. Una bonita mariposa blanca que venía revoloteando alrededor de Pulgarcita se posó por fin sobre la hoja. Aquello agradó a la muchacha, ahora que el sapo ya no podía alcanzarla, que las tierras por donde transitaba eran hermosas y que el sol brillaba sobre las aguas como oro líquido. Se quitó el cinturón y ató un extremo al cuerpo de la mariposa y otro a la hoja, que se deslizó así mucho más veloz que antes, llevando a su bordo a la niña. En eso estaban cuando pasó volando un gran abejorro, y en cuanto vio a Pulgarcita la asió con sus patas y voló con ella hacía un árbol. La hoja verde siguió flotando en el arroyo, a remolque de la mariposa, pues el animalito estaba atado a ella y no podía soltarse.
¡Oh, cómo se asustó la pequeña Pulgarcita al ver que el abejorro se la llevaba al árbol! Lo sintió más que nada por la bonita mariposa blanca atada a la hoja, que no podría liberarse y moriría de hambre. Pero al abejorro no le preocupó en absoluto el problema. Se sentó — con la joven a su lado— sobre una hoja del árbol, le dio a comer un poco de miel de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque de ninguna manera tanto como la hembra de un abejorro.
Un rato después todos los abejorros que vivían en el árbol se acercaron a visitarla. Se quedaron contemplando a la muchacha, y luego las jóvenes hembras dieron vuelta las antenas y dijeron: "Sólo tiene dos piernas. ¡Qué fea!"
— Y no tiene antenas — comentó otra.
— Y tiene la cintura muy delgada. Es como un ser humano. ¡Vaya si es fea! — dijeron todas las hembras de abejorro, aunque Pulgarcita era muy bonita.
El abejorro que había huido con ella creyó lo que decían los otros al afirmar que Pulgarcita era fea, y no quiso saber nada más con ella. Le dijo, pues, que podía irse adonde quisiera. Luego la bajó del árbol en sus alas, y la colocó sobre una margarita, donde la niña se quedó llorando ante la idea de que era tan fea que ni los mismos abejorros se interesaban por hablar con ella. Y era en realidad la más encantadora criatura que pueda imaginarse, tan tierna y delicada como el pétalo de una rosa.
Durante todo el verano la pobre Pulgarcita permaneció sola en la selva. Se tejió un lecho con hojas de césped y lo tendió bajo una ancha hoja para protegerse de la lluvia. Se alimentaba con la miel que sorbía de las flores, y bebía por la mañana el rocío de las hojas. Así transcurrió el verano, y luego el otoño, y finalmente llegó el invierno, el largo y frío invierno. Los pájaros que habían cantado para ella tan amablemente volaron todos; los árboles y las flores perdieron su frescura. La hoja de trébol bajo la cual vivía la niña estaba ahora arrugada y marchita, y casi no quedaba de ella más que un seco tallo amarillento. Experimentaba un frío terrible, pues sus ropas estaban llenas de desgarrones y además ella era tan tenue y delicada que poco le faltaba para helarse. Para colmo empezó a nevar, y los copos cayeron sobre ella como si sobre uno de nosotros cayera la nieve a paladas, pues nuestra estatura es la normal, y en cambio la de Pulgarcita no pasaba de dos o tres centímetros. Se envolvió en una hoja seca, pero ésta se rasgó por el medio, y no sirvió ya para retener el calor, de modo que la muchacha temblaba de frío.
Cerca del bosque donde ella estaba viviendo existía un vasto campo de trigo, pero el cereal había sido cosechado ya tiempo atrás, y no quedaba sino el rastrojo seco a ras del suelo helado. Pero para Pulgarcita era como abrirse paso a través de un enorme bosque. Por último llegó a la casa de una vieja ratita de campo que tenía su pequeña guarida bajo los rastrojos. La rata vivía allí cómodamente, rodeada de agradable calor, y con un buen granero lleno, una cocina y un comedor que eran cosa de ver. La pequeña Pulgarcita se detuvo en la puerta como una niña mendiga y suplicó le dieran un puñado de cebada, porque llevaba sin comer bocado casi dos días.
— ¡Pobre niña! — exclamó la anciana rata de campo, que era ciertamente de buenos sentimientos—. Entra en mi habitación, al calor, y cena conmigo. — Y le agradó tanto Pulgarcita que añadió— : Serás bienvenida si quieres quedarte conmigo todo el invierno. Pero tendrás que asear mis habitaciones y contarme cuentos, pues me gusta sobremanera oírlos.
Pulgarcita hizo todo lo que la rata de campo le había pedido, y se encontró muy cómoda en la casita.
— No tardaremos en tener un visitante — dijo un día la rata—. Mi vecino suele venir a verme una vez por semana. Es más bondadoso aún que yo. Tiene una casa amplia, y viste una hermosa levita de terciopelo. Si lograras tenerlo por esposo te encontrarías muy bien provista. Pero es ciego, de modo que tendrás que contarle algunos de tus más bonitos cuentos.
Pulgarcita no se sintió interesada en absoluto por la persona del vecino, pues éste era un topo.
— Es muy rico y muy instruido, y su casa es veinte veces más grande que la mía — insistió la ratita.
El topo vino al fin, vestido con su levita de terciopelo negro. Era rico y culto, sin duda, pero apenas podía hablar del sol y de las flores, pues no los había visto jamás. Pulgarcita tuvo que cantarle algunas canciones de su repertorio. Y el topo se enamoró de ella al oír aquella encantadora voz, pero no dijo nada todavía, pues era extremadamente cauteloso.
No mucho tiempo antes, el topo había excavado bajo tierra una larga galería que comunicaba la vivienda de la rata de campo con la suya propia. La rata y Pulgarcita recibieron permiso de pasear por aquella galería cada vez que lo desearan. El topo les previno que no se asustaran por la vista de un pájaro muerto que yacía en el pasaje, en perfecto estado de conservación, con su pico y sus plumas, lo que indicaba que no debía de llevar sin vida más que algunos días.
El topo sostuvo en la boca un trozo de madera fosforescente que brillaba como una brasa en la oscuridad y avanzó delante de Pulgarcita y de la rata, guiándolas por el largo pasaje. Al llegar al sitio donde yacía el pájaro muerto, el topo empujó el techo con su ancha nariz, la tierra cedió, y quedó abierto un gran boquete por el cual entró la luz del día. En el centro del piso estaba una golondrina inerte, con sus hermosas alas plegadas, y la cabeza y las patas escondidas bajo las plumas. Era visible que la pobre avecita había muerto de frío, cosa que entristeció mucho a Pulgarcita, pues la niña sentía gran afecto por los pájaros que habían cantado para ella tan hermosas melodías todo el verano. Pero el topo hizo a un lado el animalito con sus patas torcidas y dijo:
— Ya no cantará más. ¡Qué triste ha de ser el haber nacido pájaro! Me alegro de que ninguno de mis hijos vayan a ser nunca animales que no saben sino chillar: "Pío, pío", y que siempre acaban muriéndose de hambre en el invierno.
— Sí, todo eso es muy cierto, inteligente topo — exclamó la rata de campo—. ¿De qué sirven tantos gorjeos si al llegar el invierno uno se hiela o se muere de hambre? Y sin embargo los pájaros son de ascendencia ilustre, tengo entendido.
Pulgarcita no respondió, pero cuando los otros dos dieron vuelta la espalda, ella se inclinó sobre el pájaro, apartó las plumas que cubrían la cabecita y le dio un beso en los cerrados párpados.
"Quizá sea éste el que me cantaba tan dulcemente durante el verano — dijo—. ¡Cuánto me alegraba tu canto, preciosa avecilla!"
El topo volvió a cerrar el agujero por donde penetraba la luz del día y acompañó a casa a las dos damas.
Aquella noche Pulgarcita, que no podía dormir, se levantó de la cama y entretejió una amplia y hermosa colcha de heno. Luego la llevó a donde estaba la golondrina muerta y la extendió sobre el cuerpo del ave, junto con unas flores de las que había en la habitación de la rata. La colcha era suave como de lana, y Pulgarcita la ajustó a cada lado del pájaro como si quisiera que éste pudiera tener algo de calor sobre la fría tierra.
"Adiós, hermosa avecita — dijo—. Gracias por el delicioso canto con que me obsequiaste en el verano, cuando los árboles estaban verdes y el cálido sol brillaba sobre nosotros".
Al decirlo apoyó la cabeza sobre el pecho del ave, e inmediatamente se sintió alarmada. Porque le pareció que como si dentro del pequeño cadáver algo estuviera haciendo "tum, tum". Era el corazón de la golondrina, que no estaba muerta realmente, sino entumecida por el frío, y que con el calor había empezado a volver a la vida.
Al llegar el otoño, las golondrinas vuelan hacia los países cálidos; pero si ocurre que alguna se retrasa y es alcanzada por el frío, se hiela y cae como muerta, y allí se queda hasta que la cubre la nieve. Pulgarcita temblaba de miedo, muy asustada, porque el ave era grande, mucho más grande que ella, que sólo medía un par de centímetros. Pero trató de hacer valor, arropó mejor a la golondrina y luego trajo una hoja que le servía a ella misma de cobertor y la colocó sobre la cabeza del pájaro. A la noche siguiente se levantó de nuevo a escondidas y fue a ver a su protegida. La encontró con vida, pero extremadamente débil, tanto que sólo pudo abrir los ojos un momento para mirar a Pulgarcita.
— Gracias, hermosa niña — dijo la golondrina enferma—. He estado tan bien con el calor que me proporcionaste que pronto recobraré mis fuerzas y podré volar hacia las tierras donde calienta el sol.
— ¡Oh! — exclamó Pulgarcita—. Hace mucho frío afuera, con la nieve y la escarcha. Quédate en tu cama caliente; yo cuidaré de ti.
Le llevó a la golondrina un poco de agua en el cáliz de una flor. El ave le contó que se había lastimado una de sus alas en una zarza, por lo cual no pudo volar con tanta presteza como sus compañeras que ya estarían a gran distancia en el camino hacia los países cálidos. Por último había caído en tierra, luego de lo cual no recordaba nada más. Ignoraba cómo llegó al lugar donde la encontraron.
El ave permaneció bajo tierra todo el invierno, y Pulgarcita la alimentó con cariño y cuidado, sin que el topo ni la rata de campo supieran nada, pues a ellos no les gustaban las golondrinas.
No tardó en llegar la primavera y el sol empezó a caldear la tierra.
Entonces la golondrina se despidió de Pulgarcita, y ésta abrió el agujero que el topo había practicado en el techo. El sol brilló sobre ambas con tal esplendor que la golondrina invito a la niña a partir con ella, sentada en su lomo, y volar las dos juntas hacia los bosques verdes. Pero Tiny, sabía que la rata de campo se entristecería mucho si su protegida la abandonaba de semejante manera, y respondió:
— No; no es posible.
— ¡Adiós, entonces! ¡Adiós, bondadosa y hermosa doncellita! — Y la golondrina emprendió vuelo en la luz del sol.
Pulgarcita se quedó mirándola, mientras las lágrimas le brotaban de los ojos, porque la niña quería mucho a la golondrina.
La niña se quedó muy triste. Ella no podía salir al calor y la luz del sol. El cereal sembrado en el campo que rodeaba la casa de la ratita había crecido tanto que constituía un espeso bosque para Pulgarcita, con su pequeña estatura de un par de centímetros.
— Tienes que casarte, Pulgarcita — dijo un día la rata de campo—. Mi vecino ha pedido tu mano. ¡Qué suerte para una niña pobre como tú! Ahora vamos a preparar tu ajuar de bodas. Tiene que ser de lana e hilo. No debe faltarte nada cuando seas la esposa del topo.
Pulgarcita tuvo que hilar lino y lana, y la rata de campo contrató dos arañas para que tejieran día y noche. Todas las tardes el topo venía de visita y hablaba sin cesar del buen tiempo en que habría pasado ya el verano. Entonces fijaría la fecha de su boda con Pulgarcita, pero ahora el calor del sol, era tanto que abrasaba la tierra y la ponía dura como una roca. Sí; se casarían cuando acabara el verano, pero eso a Pulgarcita no le agradaba, pues no abrigaba simpatía ninguna por el cansador topo. Todas las mañanas al salir el sol, y todas las tardes a la hora del crepúsculo, se deslizaba afuera, a la puerta, y cuando el viento apartaba las hojas en el campo sembrado, ella contemplaba el cielo azul y pensaba en lo hermoso que era aquello y en cuánto le agradaría ver de nuevo a su querida golondrina. Pero ésta no volvió. Para aquel entonces ya se habría internado a gran distancia en los hermosos bosques verdes.
Cuando llegó el otoño, Pulgarcita tenía ya su ajuar listo. El topo le dijo:
— Dentro de cuatro semanas tendrá lugar la boda.
Pulgarcita lloró, y dijo que nunca se casaría con el desagradable topo.
— ¡Tonterías! — exclamó la rata de campo—. No seas porfiada, o te morderé. Es un topo muy buen mozo. Ni la reina usa terciopelos y pieles más hermosos. Su cocina y sus graneros están llenos de provisiones. Debieras estar agradecida por tan buena suerte.
De modo, pues, que se fijó el día de la boda, en que el topo se llevaría a Pulgarcita a vivir con él a las profundidades de la tierra, donde nunca volvería a ver más el cálido sol que a él no le agradaba. La pobre niña se sentía muy desdichada ante la idea de decir adiós al hermoso sol, y como la rata de campo le había dado permiso para salir a la superficie, así lo hizo una vez más para despedirse del astro.
— ¡Adiós, brillante sol! — exclamó, extendiendo hacia él los brazos. Y se adelantó algunos pasos alejándose de la casa. El cereal ya había sido cosechado, y sólo quedaba en los campos el rastrojo seco—. ¡Adiós, adiós! — repetía, abrazando a una florecilla roja que estaba a su lado —. Despide por mí a la pequeña golondrina, si es que vuelves a verla.
— Pío, pío — sonó una voz, de pronto, a sus espaldas. Pulgarcita se volvió y levantó la cabeza: allí estaba la golondrina, volando cerca de ella. Se quedó encantada al encontrar a Pulgarcita. Esta le expresó cuánto disgusto experimentaba al tener que casarse con el feo topo, para vivir siempre bajo la tierra y no volver a ver nunca más el esplendente sol. Y al decirlo lloraba.
— El invierno está ya acercándose — respondió la golondrina— y yo tendré que volar a los países cálidos. ¿Quieres venir conmigo? Puedes sentarte sobre mi lomo y asegurarte allí con tu cinturón. Y volaremos lejos del feo topo y de sus lóbregas habitaciones; lejos, por sobre las montañas, a los países cálidos donde el sol brilla con más fuerza que aquí; donde siempre es verano y las flores son más hermosas. Vuela conmigo, Pulgarcita. Tú me salvaste la vida cuando yo estaba helada en aquel corredor horrible y oscuro.
— Sí, me iré contigo — repuso Pulgarcita. Se sentó a lomos del pájaro, con los pies sobre las alas extendidas, y se ató con su cinturón a una de las plumas más fuertes.
La golondrina se alzó por los aires y voló sobre la selva y sobre el mar, mucho más arriba que las más altas montañas cubiertas de nieves eternas.
Pulgarcita hubiera muerto helada en el frío aire de las alturas, de no guarecerse bajo las plumas del ave, dejando sólo al descubierto su cabecita para poder admirar las hermosas comarcas por sobre las cuales pasaban. Por fin llegaron a los países cálidos, donde el sol brilla con más fuerza y el cielo parece mucho más alto. Aquí y allí, en los cercos, a los lados del camino, crecían vides con racimos negros, blancos y verdes. De los árboles, en el bosque, pendían limones y naranjas, y el ambiente llevaba fragancia de mirtos y azahares. Por los senderos del campo correteaban hermosos niños, jugando con grandes y alegres mariposas. Y a medida que la golondrina volaba más y más, cada lugar parecía más amable aún.
Por último se detuvieron junto a un lago azul a cuya orilla, a la sombra de un bosquecillo de árboles de un verde muy intenso, se erguía un palacio de deslumbrante mármol blanco, reliquia de tiempos pretéritos. Alrededor de sus elevadas columnas se apiñaban las vides, y en las cornisas se veían muchos nidos de golondrinas, uno de los cuales era precisamente el hogar de la que había transportado a Pulgarcita.
— Esta es mi casa — dijo la golondrina—. Pero no es aquí donde te convendría vivir. No estarías cómoda. Será mejor que te elijas una de esas bonitas flores, y yo te depositaré sobre ella. Allí tendrás todo lo que puedas desear para ser feliz.
— ¡Será maravilloso! — exclamó ella, aplaudiendo de alegría.
Sobre el suelo había una gran columna de mármol que al caer se había partido en tres pedazos, entre los cuales crecían las flores blancas más grandes y hermosas. La golondrina descendió con Pulgarcita sobre uno de los anchos pétalos. ¡Y cuál no sería su sorpresa al ver en el centro de la flor un tenue hombrecito, tan blanco y transparente como si estuviera hecho de cristal!
Tenía sobre la cabeza una corona de oro, y en los hombros delicadísimas telas, y su tamaño no era mucho mayor que el de Pulgarcita. Era uno de los silfos, o espíritus de las flores; precisamente el rey de todos ellos.
— ¡Qué hermoso es! — susurró Pulgarcita al oído de la golondrina.
El pequeño príncipe temió al principio la presencia del pájaro, que era como un gigante al lado de una criatura tan delicada como él. Pero al ver a Pulgarcita quedó encantado, y se dijo que era la más hermosa doncella que hubiera visto nunca. Entonces se quitó de la cabeza la corona de oro y la colocó sobre la de la niña; le preguntó su nombre y también si quería ser su esposa y reinar con él sobre las flores.
Ciertamente, aquél era un esposo muy diferente del hijo del sapo, o del topo con su levita de piel y terciopelo. De modo que Pulgarcita dijo: "Sí" al apuesto príncipe.
Entonces todas las flores se abrieron y de cada una de ellas salió un minúsculo caballero o una damisela pequeñita, tan bonitos todos que era una delicia mirarlos. Cada uno ofreció a Pulgarcita un regalo, pero el mejor fue un par de hermosas alas que habían pertenecido a una gran mosca blanca. Se las prendieron a Pulgarcita en los hombros de manera que pudiese ella también volar de flor en flor. Luego hubo una fiesta y a la pequeña golondrina le pidieron que cantara un himno de bodas, a lo cual accedió ella lo mejor que pudo. Pero su corazón estaba triste, pues quería mucho a Pulgarcita y hubiera deseado no separarse nunca de ella.
— Ya no te llamarás más Pulgarcita — dijo el silfo— . No me gusta ese nombre; tú eres demasiado linda para llamarte así. En adelante tu nombre será Maya(*).
— ¡Adiós, adiós! — dijo la golondrina, con el corazón apenado, y partió de los países cálidos para volver a Dinamarca. Allí tenía otro nido, en la ventana de una casa en la que habitaba el narrador de historias. La golondrina cantó: "Pío, pío", y de esa canción surgió el presente relato.
FIN
(*) En la mitología griega, Maya o Maia (en griego Μαία, que significa "pequeña madre") es la mayor de las Pléyades, las siete hijas de Atlas y Pléyone. Sus hermanas y ella, nacidas en el monte Cilene en Arcadia, son a veces llamadas diosas de la montaña. Maya era la mayor, la más bella y tímida.
La pastora y el deshollinador
Hans Christian Andersen
Has visto alguna vez uno de estos armarios muy viejos, ennegrecidos por los años, adornados con tallas de volutas y follaje? Pues uno así había en una sala; era una herencia de la bisabuela, y de arriba abajo estaba adornado con tallas de rosas y tulipanes. Presentaba los arabescos más raros que quepa imaginar, y entre ellos sobresalían cabecitas de ciervo con sus cornamentas. En el centro, habían tallado un hombre de cuerpo entero; su figura era de verdad cómica, y en su cara se dibujaba una mueca, pues aquello no se podía llamar risa.
Tenía patas de cabra, cuernecitos en la cabeza y una luenga barba. Los niños de la casa lo llamaban siempre el «Sargento-mayor-y-menormariscal-de-campo-pata-de-chivo»; era un nombre muy largo, y son bien pocos los que ostentan semejante titulo; ¡y no debió de tener poco trabajo, el que lo esculpió!
Y allí estaba, con la vista fija en la mesa situada debajo del espejo, en la que había una linda pastorcilla de porcelana, con zapatos dorados, el vestido graciosamente sujeto con una rosa encarnada, un dorado sombrerito en la cabeza y un báculo de pastor en la mano: era un primor.
A su lado había un pequeño deshollinador, negro como el carbón, aunque asimismo de porcelana, tan fino y pulcro como otro cualquiera; lo de deshollinador sólo lo representaba: el fabricante de porcelana lo mismo hubiera podido hacer de él un príncipe, ¡qué más le daba!
He ahí, pues, al hombrecillo con su escalera, y unas mejillas blancas y sonrosadas como las de la muchacha, lo cual no dejaba de ser un contrasentido, pues un poquito de hollín le hubiera cuadrado mejor. Estaba de pie junto a la pastora; los habían colocado allí a los dos, y, al encontrarse tan juntos, se habían enamorado.
Nada había que objetar: ambos eran de la misma porcelana e igualmente frágiles.
A su lado había aún otra figura, tres veces mayor que ellos: un viejo chino que podía agachar la cabeza. Era también de porcelana, y pretendía ser el abuelo de la zagala, aunque no estaba en situación de probarlo. Afirmaba tener autoridad sobre ella, y, en consecuencia, había aceptado, con un gesto de la cabeza, la petición que el «Sargento-mayor- y- menor- mariscal- decampo- pata- de- chivo» le había hecho de la mano de la pastora.
— Tendrás un marido — dijo el chino a la muchacha— que estoy casi convencido, es de madera de ébano; hará de ti la «Sargenta- mayor- y- menor- mariscal- de- campopata-de- chivo». Su armario está repleto de objetos de plata, ¡y no digamos ya lo que deben contener los cajones secretos!
— ¡No quiero entrar en el oscuro armario! — protestó la pastorcilla— . He oído decir que guarda en él once mujeres de porcelana. — En este caso, tú serás la duodécima — replicó el chino— . Esta noche, en cuanto cruja el viejo armario, se celebrará la boda, ¡como yo soy chino! —. E, inclinando la cabeza, se quedó dormido.
La pastorcilla, llorosa, levantó los ojos al dueño de su corazón, el deshollinador de porcelana.
— Quisiera pedirte un favor. ¿Quieres venirte conmigo por esos mundos de Dios? Aquí no podemos seguir.
— Yo quiero todo lo que tú quieras — respondióle el mocito.— Vámonos enseguida, estoy seguro de que podré sustentarte con mi trabajo.
— ¡Oh, si pudiésemos bajar de la mesa sin contratiempo! — dijo ella— . Sólo me sentiré contenta cuando hayamos salido a esos mundos.
Él la tranquilizó, y le enseñó cómo tenía que colocar el piececito en las labradas esquinas y en el dorado follaje de la pata de la mesa; sirvióse de su escalera, y en un santiamén se encontraron en el suelo. Pero al mirar al armario, observaron en él una agitación; todos los ciervos esculpidos alargaban la cabeza y, levantando la cornamenta, volvían el cuello; el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de- campopata- de-chivo» pegó un brinco y gritó al chino:
— ¡Se escapan, se escapan!
Los pobrecillos, asustados, se metieron en un cajón que había debajo de la ventana. Había allí tres o cuatro barajas, aunque ninguna completa, y un teatrillo de títeres montado un poco a la buena de Dios. Precisamente se estaba representando una función y todas las damas, oros y corazones, tréboles y espadas, sentados en las primeras filas, se abanicaban con sus tulipanes; detrás quedaban las sotas, mostrando que tenían cabeza o, por decirlo mejor, cabezas, una arriba y otra abajo, como es costumbre en los naipes. El argumento trataba de dos enamorados que no podían ser el uno para el otro, y la pastorcilla se echó a llorar, por lo mucho que el drama se parecía al suyo.
— ¡No puedo resistirlo! — exclamó— . ¡Tengo que salir del cajón! — . Pero una vez volvieron a estar en el suelo y levantaron los ojos a la mesa, el viejo chino, despierto, se tambaleó con todo el cuerpo, pues por debajo de la cabeza lo tenía de una sola pieza.
— ¡Que viene el viejo chino! — gritó la zagala azorada, cayendo de rodillas.
— Se me ocurre una idea — dijo el deshollinador— . ¿Y si nos metiésemos en aquella gran jarra de la esquina? Estaremos entre rosas y espliego, y si se acerca le arrojaremos sal a los ojos.
— No serviría de nada — respondió ella— . Además, sé que el chino y la jarra estuvieron prometidos, y siempre queda cierta simpatía en semejantes circunstancias. No; el único recurso es lanzarnos al mundo.
— ¿De verdad te sientes con valor para hacerlo? — preguntó el deshollinador— . ¿Has pensado en lo grande que es y que nunca podremos volver a este lugar?
— Sí — afirmó ella.
El deshollinador la miró fijamente y luego dijo:
— Mi camino pasa por la chimenea. ¿De veras te sientes con ánimo para aventurarte en el horno y trepar por la tubería? Saldríamos al exterior de la chimenea; una vez allí, ya sabría yo apañármelas. Subiremos tan arriba, que no podrán alcanzarnos, y en la cima hay un orificio que sale al vasto mundo.
Y la condujo a la puerta del horno.
— ¡Qué oscuridad! — exclamó ella, sin dejar de seguir a su guía por la caja del horno y por el tubo, oscuro como boca de lobo.
— Estamos ahora en la chimenea — explicóle él— . Fíjate: allá arriba brilla la más hermosa de las estrellas.
Era una estrella del cielo que les enviaba su luz, exactamente como para mostrarles el camino. Y ellos venga trepar y arrastrarse. ¡Horrible camino, y tan alto! Pero el mozo la sostenía, indicándole los mejores agarraderos para apoyar sus piececitos de porcelana. Así llegaron al borde superior de la chimenea y se sentaron en él, pues estaban muy cansados, y no sin razón.
Encima de ellos extendíase el cielo con todas sus estrellas, y a sus pies quedaban los tejados de la ciudad. Pasearon la mirada en derredor, hasta donde alcanzaron los ojos; la pobre pastorcilla jamás habla imaginado cosa semejante; reclinó la cabecita en el hombro de su deshollinador y prorrumpió en llanto, con tal vehemencia que se le saltaba el oro del cinturón.
— ¡Es demasiado! — exclamó— . No podré soportarlo, el mundo es demasiado grande. ¡Ojalá estuviese sobre la mesa, bajo el espejo! No seré feliz hasta que vuelva a encontrarme allí. Te he seguido al ancho mundo; ahora podrías devolverme al lugar de donde salimos. Lo harás, si es verdad que me quieres.
El deshollinador le recordó prudentemente el viejo chino y el «Sargento-mayor-y-menormariscal-de-campo-pata-de-chivo», pero ella no cesaba de sollozar y besar a su compañerito, el cual no pudo hacer otra cosa que ceder a sus súplicas, aun siendo una locura.
Y así bajaron de nuevo, no sin muchos tropiezos, por la chimenea, y se arrastraron por la tubería y el horno. No fue nada agradable.
Una vez en la caja del horno, pegaron la oreja a la puerta para enterarse de cómo andaban las cosas en la sala. Reinaba un profundo silencio; miraron al interior y... ¡Dios mío!, el viejo chino yacía en el suelo. Se había caído de la mesa cuando trató de perseguirlos, y se rompió en tres pedazos; toda la espalda era uno de ellos, y la cabeza, rodando, había ido a parar a una esquina. El «Sargento-mayor-y-menormariscal-de-campo-pata-de-chivo» seguía en su puesto con aire pensativo.
— ¡Horrible! — exclamó la pastorcita— . El abuelo roto a pedazos, y nosotros tenemos la culpa. ¡No lo resistiré! — y se retorcía las manos.
— Aún es posible pegarlo — dijo el deshollinador— . Pueden pegarlo muy bien, tranquilízate; si le ponen masilla en la espalda y un buen clavo en la nuca quedará como nuevo; aún nos dirá cosas desagradables.
— ¿Crees? — preguntó ella. Y treparon de nuevo a la mesa.
— Ya ves lo que hemos conseguido — dijo el deshollinador— . Podíamos habernos ahorrado todas estas fatigas.
— ¡Si al menos estuviese pegado el abuelo! — observó la muchacha— . ¿Costará muy caro? Pues lo pegaron, sí señor; la familia cuidó de ello. Fue encolado por la espalda y clavado por el pescuezo, con lo cual quedó como nuevo, aunque no podía ya mover la cabeza.
— Se ha vuelto usted muy orgulloso desde que se hizo pedazos — dijo el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo» — . Y la verdad que no veo los motivos. ¿Me la va a dar o no?
El deshollinador y la pastorcilla dirigieron al viejo chino una mirada conmovedora, temerosos de que agachase la cabeza; pero le era imposible hacerlo, y le resultaba muy molesto tener que explicar a un extraño que llevaba un clavo en la nuca. Y de este modo siguieron viviendo juntas aquellas personitas de porcelana, bendiciendo el clavo del abuelo y queriéndose hasta que se hicieron pedazos a su vez.
FIN
El traje nuevo del emperador
Hans Christian Andersen
Hace de esto muchos años, había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: "Está en el Consejo", de nuestro hombre se decía: "El Emperador está en el vestuario". La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.
— ¡Deben ser vestidos magníficos! — pensó el Emperador— . Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela— . Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.
Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela»— , pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores — pensó el Emperador— . Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos.
«¡Dios nos ampare! — pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas— . ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.
Los dos fulleros le rogaron que se acercase le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! — pensó— . ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».
— ¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? — preguntó uno de los tejedores.
— ¡Oh, precioso, maravilloso! — respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes— . ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
— Nos da una buena alegría — respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a su bolsillo, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.
Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
— ¿Verdad que es una tela bonita? — preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto — pensó el hombre— , y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta».
Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
— ¡Es digno de admiración! — dijo al Emperador.
Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
— ¿Verdad que es admirable? — preguntaron los dos honrados dignatarios— . Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos — y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.
«¡Cómo! — pensó el Emperador— . ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».
— ¡Oh, sí, es muy bonita! — dijo— . Me gusta, la apruebo— . Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.
Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: — ¡oh, qué bonito! — , y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela, en la procesión que debía celebrarse próximamente. — ¡Es preciosa, elegantísima, estupenda! — corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella. El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bellacos para que se la prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: — ¡Por fin, el vestido está listo!
Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos trúhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
— Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. — Aquí tenéis el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, más precisamente esto es lo bueno de la tela.
— ¡Sí! — asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.
— ¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva — dijeron los dos bribones— para que podamos vestiros el nuevo delante del espejo?
Quitóse el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.
— ¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! — exclamaban todos— . ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso! — El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle — anunció el maestro de Ceremonias.
— Muy bien, estoy a punto — dijo el Emperador— .¿Verdad que me sienta bien? — y volvióse una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.
Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decían:
— ¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!—. Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.
— ¡Pero si no lleva nada! — exclamó de pronto un niño. — ¡Dios bendito, escuchad la voz de la inocencia! — dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.
— ¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
— ¡Pero si no lleva nada! — gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.
FIN
"Los cuentos de hadas para niños”. 1837
Los cisnes salvajes
Hans Christian Andersen
Lejos de nuestras tierras, allá adonde van las golondrinas cuando el invierno llega a nosotros, vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los once hermanos eran príncipes; llevaban una estrella en el pecho y sable al cinto para ir a la escuela; escribían con pizarrín de diamante sobre pizarras de oro, y aprendían de memoria con la misma facilidad con que leían; en seguida se notaba que eran príncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un escabel de reluciente cristal, y tenía un libro de estampas que había costado lo que valía la mitad del reino.
¡Qué bien lo pasaban aquellos niños! Lástima que aquella felicidad no pudiese durar siempre.
Su padre, Rey de todo el país, casó con una reina perversa, que odiaba a los pobres niños. Ya al primer día pudieron ellos darse cuenta. Fue el caso, que había gran gala en todo el palacio, y los pequeños jugaron a «visitas»; pero en vez de recibir pasteles y manzanas asadas como se suele en tales ocasiones, la nueva Reina no les dio más que arena en una taza de té, diciéndoles que imaginaran que era otra cosa.
A la semana siguiente mandó a Elisa al campo, a vivir con unos labradores, y antes de mucho tiempo le había ya dicho al Rey tantas cosas malas de los príncipes, que éste acabó por desentenderse de ellos.
— ¡A volar por el mundo y apáñense por su cuenta! — exclamó un día la perversa mujer—; ¡a volar como grandes aves sin voz!
Pero no pudo llegar al extremo de maldad que habría querido; los niños se transformaron en once hermosísimos cisnes salvajes. Con un extraño grito emprendieron el vuelo por las ventanas de palacio, y, cruzando el parque, desaparecieron en el bosque.
Era aún de madrugada cuando pasaron por el lugar donde su hermana Elisa yacía dormida en el cuarto de los campesinos; y aunque describieron varios círculos sobre el tejado, estiraron los largos cuellos y estuvieron aleteando vigorosamente, nadie los oyó ni los vio. Hubieron de proseguir, remontándose basta las nubes, por esos mundos de Dios, y se dirigieron hacia un gran bosque tenebroso que se extendía hasta la misma orilla del mar.
La pobre Elisita seguía en el cuarto de los labradores jugando con una hoja verde, único juguete que poseía. Abriendo en ella un agujero, miró el sol a su través y le pareció como si viera los ojos límpidos de sus hermanos; y cada vez que los rayos del sol le daban en la cara, creía sentir el calor de sus besos.
Pasaban los días, monótonos e iguales. Cuando el viento soplaba por entre los grandes setos de rosales plantados delante de la casa, susurraba a las rosas:
— ¿Qué puede haber más hermoso que ustedes?
Pero las rosas meneaban la cabeza y respondían:
— Elisa es más hermosa.
Cuando la vieja de la casa, sentada los domingos en el umbral, leía su devocionario, el viento le volvía las hojas, y preguntaba al libro:
— ¿Quién puede ser más piadoso que tú?
— Elisa es más piadosa — replicaba el devocionario; y lo que decían las rosas y el libro era la pura verdad. Porque aquel libro no podía mentir.
Habían convenido en que la niña regresaría a palacio cuando cumpliese los quince años; pero al ver la Reina lo hermosa que era, sintió rencor y odio, y la habría transformado en cisne, como a sus hermanos; sin embargo, no se atrevió a hacerlo en seguida, porque el Rey quería ver a su hija.
Por la mañana, muy temprano, fue la Reina al cuarto de baile, que era todo él de mármol y estaba adornado con espléndidos almohadones y cortinajes, y, cogiendo tres sapos, los besó y dijo al primero:
— Súbete sobre la cabeza de Elisa cuando esté en el baño, para que se vuelva estúpida como tú. Ponte sobre su frente —dijo al segundo—, para que se vuelva como tú de fea, y su padre no la reconozca.
Y al tercero:
— Siéntate sobre su corazón e infúndele malos sentimientos, para que sufra.
Echó luego los sapos al agua clara, que inmediatamente se tiñó de verde, y, llamando a Elisa, la desnudó, mandándole entrar en el baño; y al hacerlo, uno de los sapos se le puso en la cabeza, el otro en la frente y el tercero en el pecho, sin que la niña pareciera notarlo; y en cuanto se incorporó, tres rojas flores de adormidera aparecieron flotando en el agua. Aquellos animales eran ponzoñosos y habían sido besados por la bruja; de lo contrario, se habrían transformado en rosas encarnadas. Sin embargo, se convirtieron en flores, por el solo hecho de haber estado sobre la cabeza y sobre el corazón de la princesa, la cual era, demasiado buena e inocente para que los hechizos tuviesen acción sobre ella.
Al verlo la malvada Reina, la frotó con jugo de nuez, de modo que su cuerpo adquirió un tinte pardo negruzco; le untó luego la cara con una pomada apestosa y le desgreñó el cabello. Era imposible reconocer a la hermosa Elisa.
Por eso se asustó su padre al verla, y dijo que no era su hija. Nadie la reconoció, excepto el perro mastín y las golondrinas; pero eran pobres animales cuya opinión no contaba.
La pobre Elisa rompió a llorar, pensando en sus once hermanos ausentes. Salió, angustiada, de palacio, y durante todo el día estuvo vagando por campos y eriales, adentrándose en el bosque inmenso. No sabía adónde dirigirse, pero se sentía acongojada y anhelante de encontrar a sus hermanos, que a buen seguro andarían también vagando por el amplio mundo. Hizo el propósito de buscarlos.
Llevaba poco rato en el bosque, cuando se hizo de noche; la doncella había perdido el camino. Se tendió sobre el blando musgo, y, rezadas sus oraciones vespertinas, reclinó la cabeza sobre un tronco de árbol. Reinaba un silencio absoluto, el aire estaba tibio, y en la hierba y el musgo que la rodeaban lucían las verdes lucecitas de centenares de luciérnagas, cuando tocaba con la mano una de las ramas, los insectos luminosos caían al suelo como estrellas fugaces.
Toda la noche estuvo soñando en sus hermanos. De nuevo los veía de niños, jugando, escribiendo en la pizarra de oro con pizarrín de diamante y contemplando el maravilloso libro de estampas que había costado medio reino; pero no escribían en el tablero, como antes, ceros y rasgos, sino las osadísimas gestas que habían realizado y todas las cosas que habían visto y vivido; y en el libro todo cobraba vida, los pájaros cantaban, y las personas salían de las páginas y hablaban con Elisa y sus hermanos; pero cuando volvía la hoja saltaban de nuevo al interior, para que no se produjesen confusiones en el texto.
Cuando despertó, el sol estaba ya alto sobre el horizonte. Elisa no podía verlo, pues los altos árboles formaban un techo de espesas ramas; pero los rayos jugueteaban allá fuera como un ondeante velo de oro. El campo esparcía sus aromas, y las avecillas venían a posarse casi en sus hombros; oía el chapoteo del agua, pues fluían en aquellos alrededores muchas y caudalosas fuentes, que iban a desaguar en un lago de límpido fondo arenoso. Había, si, matorrales muy espesos, pero en un punto los ciervos habían hecho una ancha abertura, y por ella bajó Elisa al agua. Era ésta tan cristalina, que, de no haber agitado el viento las ramas y matas, la muchacha habría podido pensar que estaban pintadas en el suelo; tal era la claridad con que se reflejaba cada hoja, tanto las bañadas por el sol como las que se hallaban en la sombra.
Al ver su propio rostro tuvo un gran sobresalto, tan negro y feo era; pero en cuanto se hubo frotado los ojos y la frente con la mano mojada, volvió a brillar su blanquísima piel. Se desnudó y se metió en el agua pura; en el mundo entero no se habría encontrado una princesa tan hermosa como ella.
Vestida ya de nuevo y trenzado el largo cabello, se dirigió a la fuente borboteante, bebió del hueco de la mano y prosiguió su marcha por el bosque, a la ventura, sin saber adónde. Pensaba en sus hermanos y en Dios misericordioso, que seguramente no la abandonaría: El hacía crecer las manzanas silvestres para alimentar a los hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos árboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso del fruto. Comió de él, y, después de colocar apoyos para las ramas, se adentró en la parte más oscura de la selva. Reinaba allí un silencio tan profundo, que la muchacha oía el rumor de sus propios pasos y el de las hojas secas, que se doblaban bajo sus pies. No se veía ni un pájaro: ni un rayo de sol se filtraba por entre las corpulentas y densas ramas de los árboles, cuyos altos troncos estaban tan cerca unos de otros, que, al mirar la doncella a lo alto, le parecía verse rodeada por un enrejado de vigas. Era una soledad como nunca había conocido.
La noche siguiente fue muy oscura; ni una diminuta luciérnaga brillaba en el musgo. Ella se echó, triste, a dormir, y entonces tuvo la impresión de que se apartaban las ramas extendidas encima de su cabeza y que Dios Nuestro Señor la miraba con ojos bondadosos, mientras unos angelitos le rodeaban y asomaban por entre sus brazos.
Al despertarse por la mañana, no sabía si había soñado o si todo aquello había sido realidad.
Anduvo unos pasos y se encontró con una vieja que llevaba bayas en una cesta. La mujer le dio unas cuantas, y Elisa le preguntó si por casualidad había visto a los once príncipes cabalgando por el bosque.
— No — respondió la vieja—, pero ayer vi once cisnes, con coronas de oro en la cabeza, que iban río abajo.
Acompañó a Elisa un trecho, hasta una ladera a cuyo pie serpenteaba un riachuelo. Los árboles de sus orillas extendían sus largas y frondosas ramas al encuentro unas de otras, y allí donde no se alcanzaban por su crecimiento natural, las raíces salían al exterior y formaban un entretejido por encima del agua.
Elisa dijo adiós a la vieja y siguió por la margen del río, hasta el punto en que éste se vertía en el gran mar abierto.
Frente a la doncella se extendía el soberbio océano, pero en él no se divisaba ni una vela, ni un bote. ¿Cómo seguir adelante? Consideró las innúmeras piedrecitas de la playa, redondeadas y pulimentadas por el agua. Cristal, hierro, piedra, todo lo acumulado allí había sido moldeado por el agua, a pesar de ser ésta mucho más blanda que su mano. «La ola se mueve incesantemente y así alisa las cosas duras; pues yo seré tan incansable como ella. Gracias por su lección, olas claras y saltarinas; algún día, me lo dice el corazón, me llevarán al lado de mis hermanos queridos».
Entre las algas arrojadas por el mar a la playa yacían once blancas plumas de cisne, que la niña recogió, haciendo un haz con ellas. Estaban cuajadas de gotitas de agua, rocío o lágrimas, ¿Quién sabe? Se hallaba sola en la orilla, pero no sentía la soledad, pues el mar cambiaba constantemente; en unas horas se transformaba más veces que los lagos en todo un año. Si avanzaba una gran nube negra, el mar parecía decir: «¡Ved, qué tenebroso puedo ponerme!». Luego soplaba viento, y las olas volvían al exterior su parte blanca. Pero si las nubes eran de color rojo y los vientos dormían, el mar podía compararse con un pétalo de rosa; era ya verde, ya blanco, aunque por mucha calma que en él reinara, en la orilla siempre se percibía un leve movimiento; el agua se levantaba débilmente, como el pecho de un niño dormido.
A la hora del ocaso, Elisa vio que se acercaban volando once cisnes salvajes coronados de oro; iban alineados, uno tras otro, formando una larga cinta blanca. Elisa remontó la ladera y se escondió detrás de un matorral; los cisnes se posaron muy cerca de ella, agitando las grandes alas blancas.
No bien el sol hubo desaparecido bajo el horizonte, se desprendió el plumaje de las aves y aparecieron once apuestos príncipes: los hermanos de Elisa. Lanzó ella un agudo grito, pues aunque sus hermanos habían cambiado mucho, la muchacha comprendió que eran ellos; algo en su interior le dijo que no podían ser otros. Se arrojó en sus brazos, llamándolos por sus nombres, y los mozos se sintieron indeciblemente felices al ver y reconocer a su hermana, tan mayor ya y tan hermosa. Reían y lloraban a la vez, y pronto se contaron mutuamente el cruel proceder de su madrastra.
— Nosotros — dijo el hermano mayor — volamos convertidos en cisnes salvajes mientras el sol está en el cielo; pero en cuanto se ha puesto, recobramos nuestra figura humana; por eso debemos cuidar siempre de tener un punto de apoyo para los pies a la hora del anochecer, pues entonces si volásemos hacia las nubes, nos precipitaríamos al abismo al recuperar nuestra condición de hombres. No habitamos aquí; allende el océano hay una tierra tan hermosa como ésta, pero el camino es muy largo, a través de todo el mar, y sin islas donde pernoctar; sólo un arrecife solitario emerge de las aguas, justo para descansar en él pegados unos a otros; y si el mar está muy movido, sus olas saltan por encima de nosotros; pero, con todo, damos gracias a Dios de que la roca esté allí. En ella pasamos la noche en figura humana; si no la hubiera, nunca podríamos visitar nuestra amada tierra natal, pues la travesía nos lleva dos de los días más largos del año. Una sola vez al año podemos volver a la patria, donde nos está permitido permanecer por espacio de once días, volando por encima del bosque, desde el cual vemos el palacio en que nacimos y que es morada de nuestro padre, y el alto campanario de la iglesia donde está enterrada nuestra madre. Estando allí, nos parece como si árboles y matorrales fuesen familiares nuestros; los caballos salvajes corren por la estepa, como los vimos en nuestra infancia; los carboneros cantan las viejas canciones a cuyo ritmo bailábamos de pequeños; es nuestra patria, que nos atrae y en la que te hemos encontrado, hermanita querida. Tenemos aún dos días para quedarnos aquí, pero luego deberemos cruzar el mar en busca de una tierra espléndida, pero que no es la nuestra. ¿Cómo llevarte con nosotros? no poseemos ningún barco, ni un mísero bote, nada en absoluto que pueda flotar.
— ¿Cómo podría yo redimirlos? — preguntó la muchacha.
Estuvieron hablando casi toda la noche, y durmieron bien pocas horas.
Elisa despertó con el aleteo de los cisnes que pasaban volando sobre su cabeza. Sus hermanos, transformados de nuevo, volaban en grandes círculos, y, se alejaron; pero uno de ellos, el menor de todos, se había quedado en tierra; reclinó la cabeza en su regazo y ella le acarició las blancas alas, y así pasaron juntos todo el día. Al anochecer regresaron los otros, y cuando el sol se puso recobraron todos su figura natural.
— Mañana nos marcharemos de aquí para no volver hasta dentro de un año; pero no podemos dejarte de este modo. ¿Te sientes con valor para venir con nosotros? Mi brazo es lo bastante robusto para llevarte a través del bosque, y, ¿no tendremos entre todos la fuerza suficiente para transportarte volando por encima del mar?
— ¡Sí, llévenme con ustedes! — dijo Elisa.
Emplearon toda la noche tejiendo una grande y resistente red con juncos y flexible corteza de sauce. Se tendió en ella Elisa, y cuando salió el sol y los hermanos se hubieron transformado en cisnes salvajes, cogiendo la red con los picos, echaron a volar con su hermanita, que aún dormía en ella, y se remontaron hasta las nubes. Al ver que los rayos del sol le daban de lleno en la cara, uno de los cisnes se situó volando sobre su cabeza, para hacerle sombra con sus anchas alas extendidas.
Estaban ya muy lejos de tierra cuando Elisa despertó. Creía soñar aún, pues tan extraño le parecía verse en los aires, transportada por encima del mar. A su lado tenía una rama llena de exquisitas bayas rojas y un manojo de raíces aromáticas. El hermano menor las había recogido y puesto junto a ella.
Elisa le dirigió una sonrisa de gratitud, pues lo reconoció; era el que volaba encima de su cabeza, haciéndole sombra con las alas.
Iban tan altos, que el primer barco que vieron a sus pies parecía una blanca gaviota posada sobre el agua. Tenían a sus espaldas una gran nube; era una montaña, en la que se proyectaba la sombra de Elisa y de los once cisnes: ello demostraba la enorme altura de su vuelo. El cuadro era magnífico, como jamás viera la muchacha; pero al elevarse más el sol y quedar rezagada la nube, se desvaneció la hermosa silueta.
Siguieron volando durante todo el día, raudos como zumbantes saetas; y, sin embargo, llevaban menos velocidad que de costumbre, pues los frenaba el peso de la hermanita. Se levantó mal tiempo, y el atardecer se acercaba; Elisa veía angustiada cómo el sol iba hacia su ocaso sin que se vislumbrase el solitario arrecife en la superficie del mar. Se daba cuenta de que los cisnes aleteaban con mayor fuerza. ¡Ah!, ella tenía la culpa de que no pudiesen avanzar con la ligereza necesaria; al desaparecer el sol se transformarían en seres humanos, se precipitarían en el mar y se ahogarían. Desde el fondo de su corazón elevó una plegaria a Dios misericordioso, pero el acantilado no aparecía. Los negros nubarrones se aproximaban por momentos, y las fuertes ráfagas de viento anunciaban la tempestad. Las nubes formaban un único arco, grande y amenazador, que se adelantaba como si fuese de plomo, y los rayos se sucedían sin interrupción.
El sol se hallaba ya al nivel del mar. A Elisa le palpitaba el corazón; los cisnes descendieron bruscamente, con tanta rapidez, que la muchacha tuvo la sensación de caerse; pero en seguida reanudaron el vuelo. El círculo solar había desaparecido en su mitad debajo del horizonte cuando Elisa distinguió por primera vez el arrecife al fondo, tan pequeño, que se habría dicho la cabeza de una foca asomando fuera del agua. El sol seguía ocultándose rápidamente, ya no era mayor que una estrella, cuando su pie tocó tierra firme, y en aquel mismo momento el astro del día se apagó cual la última chispa en un papel encendido. Vio a sus hermanos rodeándola, cogidos todos del brazo; había el sitio justo para los doce; el mar azotaba la roca, proyectando sobre ellos una lluvia de agua pulverizada; el cielo parecía una enorme hoguera, y los truenos retumbaban sin interrupción. Los hermanos, cogidos de las manos, cantaban salmos y encontraban en ellos confianza y valor.
Al amanecer, el cielo, purísimo, estaba en calma; no bien salió el sol, los cisnes reemprendieron el vuelo, alejándose de la isla con Elisa. El mar seguía aún muy agitado; cuando los viajeros estuvieron a gran altura, les pareció como si las blancas crestas de espuma, que se destacaban sobre el agua verde negruzca, fuesen millones de cisnes nadando entre las olas.
Al elevarse más el sol, Elisa vio ante sí, a lo lejos, flotando en el aire, una tierra montañosa, con las rocas cubiertas de brillantes masas de hielo; en el centro se extendía un palacio, que bien mediría una milla de longitud, con atrevidas columnatas superpuestas; debajo ondeaban palmerales y magníficas flores, grandes como ruedas de molino. Preguntó si era aquél el país de destino, pero los cisnes sacudieron la cabeza negativamente; lo que veía era el soberbio castillo de nubes de la Fata Morgana, eternamente cambiante; no había allí lugar para criaturas humanas. Elisa clavó en él la mirada y vio cómo se derrumbaban las montañas, los bosques y el castillo, quedando reemplazados por veinte altivos templos, todos iguales, con altas torres y ventanales puntiagudos. Creyó oír los sones de los órganos, pero lo que en realidad oía era el rumor del mar. Estaba ya muy cerca de los templos cuando éstos se transformaron en una gran flota que navegaba debajo de ella; y al mirar al fondo vio que eran brumas marinas deslizándose sobre las aguas. Visiones constantemente cambiantes desfilaban ante sus ojos, hasta que al fin vislumbró la tierra real, término de su viaje, con grandiosas montañas azules cubiertas de bosques de cedros, ciudades y palacios. Mucho antes de la puesta del sol se encontró en la cima de una roca, frente a una gran cueva revestida de delicadas y verdes plantas trepadoras, comparables a bordadas alfombras.
— Vamos a ver lo que sueñas aquí esta noche — dijo el menor de los hermanos, mostrándole el dormitorio.
— ¡Quiera el Cielo que sueñe la manera de salvarlos! — respondió ella; aquella idea no se le iba de la mente, y rogaba a Dios de todo corazón pidiéndole ayuda; hasta en sueños le rezaba. Y he aquí que le pareció como si saliera volando a gran altura, hacia el castillo de la Fata Morgana; el hada, hermosísima y reluciente, salía a su encuentro; y, sin embargo, se parecía a la vieja que le había dado bayas en el bosque y hablado de los cisnes con coronas de oro.
— Tus hermanos pueden ser redimidos —le dijo—; pero, ¿tendrás tú valor y constancia suficientes? Cierto que el agua moldea las piedras a pesar de ser más blanda que tus finas manos, pero no siente el dolor que sentirán tus dedos, y no tiene corazón, no experimenta la angustia y la pena que tú habrás de soportar. ¿Ves esta ortiga que tengo en la mano? Pues alrededor de la cueva en que duermes crecen muchas de su especie, pero fíjate bien en que únicamente sirven las que crecen en las tumbas del cementerio. Tendrás que recogerlas, por más que te llenen las manos de ampollas ardientes; rompe las ortigas con los pies y obtendrás lino, con el cual tejerás once camisones; los echas sobre los once cisnes, y el embrujo desaparecerá. Pero recuerda bien que desde el instante en que empieces la labor hasta que la termines no te está permitido pronunciar una palabra, aunque el trabajo dure años. A la primera que pronuncies, un puñal homicida se hundirá en el corazón de tus hermanos. De tu lengua depende sus vidas. No olvides nada de lo que te he dicho.
El hada tocó entonces con la ortiga la mano de la dormida doncella, y ésta despertó como al contacto del fuego. Era ya pleno día, y muy cerca del lugar donde había dormido crecía una ortiga idéntica a la que viera en sueños. Cayó de rodillas para dar gracias a Dios misericordioso y salió de la cueva dispuesta a iniciar su trabajo.
Cogió con sus delicadas manos las horribles plantas, que quemaban como fuego, y se le formaron grandes ampollas en manos y brazos; pero todo lo resistía gustosamente, con tal de poder liberar a sus hermanos. Partió las ortigas con los pies descalzos y trenzó el verde lino.
Al anochecer llegaron los hermanos, los cuales se asustaron al encontrar a Elisa muda. Creyeron que se trataba de algún nuevo embrujo de su perversa madrastra; pero al ver sus manos, comprendieron el sacrificio que su hermana se había impuesto por su amor; el más pequeño rompió a llorar, y donde caían sus lágrimas se le mitigaban los dolores y le desaparecían las abrasadoras ampollas.
Pasó la noche trabajando, pues no quería tomarse un momento de descanso hasta que hubiese redimido a sus hermanos queridos; y continuó durante todo el día siguiente, en ausencia de los cisnes; y aunque estaba sola, nunca pasó para ella el tiempo tan de prisa. Tenía ya terminado un camisón y comenzó el segundo.
En esto resonó un cuerno de caza en las montañas, y la princesa se asustó. Los sones se acercaban progresivamente, acompañados de ladridos de perros, por lo que Elisa corrió a ocultarse en la cueva y, atando en un fajo las ortigas que había recogido y peinado, se sentó encima.
En aquel mismo momento apareció en el valle, saltando, un enorme perro, seguido muy pronto de otros, que ladraban y corrían de uno a otro lado. Poco después todos los cazadores estaban delante de la gruta; el más apuesto era el rey del país. Acercóse a Elisa; nunca había visto a una muchacha tan bella.
— ¿Cómo llegaste aquí, preciosa? —dijo. Elisa sacudió la cabeza, pues no podía hablar: iba en ello la redención y la vida de sus hermanos; y ocultó las manos debajo del delantal para que el Rey no viese el dolor que la afligía.
— Vente conmigo —dijo el príncipe—, no puedes seguir aquí. Si eres tan buena como hermosa, te vestiré de seda y terciopelo, te pondré la corona de oro en la cabeza y vivirás en el más espléndido de mis palacios — y así diciendo la subió sobre su caballo.
Ella lloraba y agitaba las manos, pero el Rey dijo:
— Sólo quiero tu felicidad. Un día me lo agradecerás —. Y se alejaron todos por entre las montañas, montada ella delante y escoltada de los demás cazadores.
Al ponerse el sol llegaron a la vista de la hermosa capital del reino, con sus iglesias y cúpulas. El Soberano la condujo a palacio, un soberbio edificio con grandes surtidores en las altas salas de mármol; las paredes y techos estaban cubiertos de pinturas; pero Elisa no veía nada, sus ojos estaban henchidos de lágrimas, y su alma, de tristeza; indiferente a todo, dejóse poner vestidos reales, perlas en el cabello y guantes en las inflamadas manos.
Así ataviada, su belleza era tan deslumbrante, que toda la Corte se inclinó respetuosamente ante ella; y el Rey la proclamó su novia, pese a que el arzobispo sacudía la cabeza y murmuraba que seguramente la doncella del bosque era una bruja, que había ofuscado los ojos y trastornado el corazón del Rey.
Éste, empero, no le hizo caso y mandó que tocase la música, sirviesen los manjares más exquisitos y bailasen las muchachas más lindas; luego la condujo a unos magníficos salones, pasando por olorosos jardines. Pero ni la más leve sonrisa se dibujó en sus labios ni se reflejó en sus ojos, llenos de tristeza. El Rey abrió una pequeña habitación destinada a dormitorio de Elisa; estaba adornada con preciosos tapices verdes, y se parecía sorprendentemente a la gruta que le había servido de refugio. En el suelo había el fajo de lino hilado de las ortigas, y debajo de la manta, el camisón ya terminado. Todo lo había traído uno de los cazadores.
— Aquí podrás imaginarte que estás en tu antiguo hogar —le dijo el Rey—. Ahí tienes el trabajo en que te ocupabas; en medio de todo este esplendor te agradará recordar aquellos tiempos.
Al ver Elisa aquellas cosas tan queridas de su corazón, sintió que una sonrisa se dibujaba en su boca y que la sangre afluía de nuevo a sus mejillas. Pensó en la salvación de sus hermanos y besó la mano del Rey, quien la estrechó contra su pecho y dio orden de que las campanas de las iglesias anunciasen la próxima boda. La hermosa y muda doncella del bosque iba a ser reina del país.
El arzobispo no cesaba de murmurar palabras malévolas a los oídos del Rey, pero no penetraban en su corazón, pues estaba firmemente decidido a celebrar la boda. El propio arzobispo tuvo que poner la corona a la nueva soberana; en su enojo, se la encasquetó hasta la frente, con tal violencia que le hizo daño. Pero mayor era la opresión que la nueva reina sentía en el pecho: la angustia por sus hermanos; y esta pena del alma le impedía notar los sufrimientos del cuerpo. Su boca seguía muda, pues una sola palabra habría costado la vida a sus hermanos; mas sus ojos expresaban un amor sincero por aquel rey bueno y apuesto, que se desvivía por complacerla. De día en día iba queriéndolo más tiernamente, y sólo deseaba poder comunicarle sus penas. Pero no tenía más remedio que seguir muda, y muda debía terminar su tarea. Por eso, durante la noche se deslizaba de su lado y, yendo al pequeño aposento adornado como la gruta, confeccionaba los camisones, uno tras otro; pero al disponerse a empezar el séptimo, vio que se le había terminado el lino.
No ignoraba que en el cementerio crecían las ortigas que necesitaba; pero debía cogerlas ella misma. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo salir sin ser observada?
"¡Ah, qué representa el dolor de mis dedos comparado con el tormento que sufre mi corazón! —pensaba—. Es necesario que me aventure. Nuestro Señor no retirará de mí su mano bondadosa." Angustiada, como si fuese a cometer una mala acción, salió a hurtadillas al jardín. A la luz de la luna, siguió por las largas avenidas y por las calles solitarias, dirigiéndose al cementerio. Sentadas en una gran losa funeraria vio un corro de feas brujas; y presenció cómo se despojaban de sus harapos, cual si se dispusieran a bañarse, y con los dedos largos y escuálidos extraía la tierra de las sepulturas recientes, sacaban los cadáveres y devoraban su carne. Elisa hubo de pasar cerca de ellas y fue blanco de sus malas miradas, pero la muchacha, orando en silencio, recogió sus ortigas y las llevó a palacio.
Una sola persona la había visto, el arzobispo, el cual velaba mientras los demás dormían. Así, pues, había tenido razón al sospechar que la Reina era una bruja; por eso había hechizado al Rey y a todo el pueblo.
En el confesionario comunicó al Rey lo que había visto y lo que temía; y cuando las duras palabras salieron de su boca, los santos de talla menearon las cabezas, como diciendo: "No es verdad, Elisa es inocente." Pero el arzobispo interpretó el gesto de modo distinto; pensó que declaraban contra ella y que eran sus pecados los que hacían agitar las cabezas de los santos. Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas del Rey, y volvió a palacio con la duda en el corazón. A la noche siguiente simuló dormir, aunque el sueño no había acudido a sus ojos, vio cómo Elisa se levantaba, y lo mismo se repitió en las noches siguientes; y, siguiéndola, la veía desaparecer en el aposento.
Su semblante se tornaba cada día más sombrío. Elisa se daba cuenta, sin comprender el motivo, y, angustiada, sufría cada vez más en su corazón por sus hermanos. Sus ardientes lágrimas fluían por el terciopelo y la púrpura reales, depositándose cual diamantes purísimos; y todos los que veían el rico esplendor de sus ropas la envidiaban por ser Reina. Estaba ya a punto de terminar su tarea; y sólo le faltaba un camisón; pero no le quedaba ya ni lino ni ortigas.
Por tanto, tuvo que dirigirse por última vez al cementerio a recoger unos manojos. Pensó con angustia en la solitaria expedición y en las horribles brujas, pero su voluntad seguía firme, como su confianza en Dios.
Salió Elisa, seguida por el Rey y el arzobispo, quienes la vieron desaparecer tras la reja, y al acercarse vieron también las brujas sentadas en las losas sepulcrales; y el Rey se volvió, convencido de que era una de ellas la que aquella misma noche había reclinado aún la cabeza sobre su pecho.
— ¡Que el pueblo la juzgue! — dijo; y el pueblo sentenció que fuese quemada viva.
De los lujosos salones de palacio la condujeron a un calabozo oscuro y húmedo, donde el viento silbaba a través de la reja. En vez de terciopelo y seda, diéronle el montón de ortigas que había recogido, para que le sirviesen de almohada; los burdos y ardorosos camisones que había confeccionado serían sus mantas; y, sin embargo, aquello era lo mejor que podían darle; reanudó su trabajo y elevó sus preces a Dios. Fuera, los golfos callejeros le cantaban canciones insultantes; ni un alma acudía a prodigarle palabras de consuelo.
Hacia el anochecer oyó delante de la reja el rumor de las alas de un cisne; era su hermano menor, que había encontrado a su hermana. Prorrumpió ésta en sollozos de alegría, a pesar de saber que aquella noche sería probablemente la última de su existencia. Pero tenía el trabajo casi terminado, y sus hermanos estaban allí.
Presentóse el arzobispo para asistirla en su última hora, como había prometido al Rey; mas ella meneó la cabeza, y con la mirada y el gesto le pidió que se marchase. Aquella noche debía terminar su tarea; de otro modo, todo habría sido inútil: el dolor, las lágrimas, las largas noches en vela. El prelado se alejó dirigiéndole palabras de enojo, mas la pobre Elisa sabía que era inocente y prosiguió su labor.
Los ratoncillos corrían por el suelo, acercándole las ortigas a sus pies, deseosos de ayudarla, y un tordo se posó en la reja de la cárcel y estuvo cantando toda la noche sus más alegres canciones, para infundir valor a Elisa.
Rayaba ya el alba; faltaba una hora para salir el sol, cuando los once hermanos se presentaron a la puerta de palacio, suplicando ser conducidos a presencia del Rey. Imposible — se les respondió—, era de noche todavía, el Soberano estaba durmiendo y no se le podía despertar. Rogaron, amenazaron, vino la guardia, y el propio Rey salió preguntando qué significaba aquello. En aquel momento salió el sol y desaparecieron los hermanos, pero once cisnes salvajes volaron encima del palacio.
Por la puerta de la ciudad afluía una gran multitud; el pueblo quería asistir a la quema de la bruja. Un viejo jamelgo tiraba de la carreta en que ésta era conducida, cubierta con una túnica de ruda arpillera, suelto el hermoso cabello alrededor de la cabeza, una palidez de muerte pintada en las mejillas. Sus labios se movían levemente, mientras los dedos seguían tejiendo el verde lino. Ni siquiera camino del suplicio interrumpía Elisa su trabajo; a sus pies se amontonaban diez camisones, y estaba terminando el último. El populacho la escarnecía:
— ¡Mirad la bruja cómo murmura! No lleva en la mano un devocionario, no, sigue con sus brujerías. ¡Destrozadla en mil pedazos!
Lanzáronse hacia ella para arrancarle los camisones, y en el mismo momento acudieron volando once blancos cisnes, que se posaron a su alrededor en la carreta, agitando las grandes alas. Al verlo, la muchedumbre retrocedió aterrorizada.
— ¡Es un signo del cielo! ¡No cabe duda de que es inocente! — decían muchos en voz baja; pero no se atrevían a expresarse de otro modo.
El verdugo la agarró de la mano, y entonces ella echó rápidamente los once camisones sobre los cisnes, que en el acto quedaron transformados en otros tantos gallardos príncipes; sólo el menor tenía un ala en lugar de un brazo, pues faltaba una manga a su camisón; la muchacha no había tenido tiempo de terminarlo.
— Ahora ya puedo hablar —exclamó—. ¡Soy inocente! El pueblo, al ver lo ocurrido, postróse ante ella como ante una santa; pero Elisa cayó desmayada en brazos de sus hermanos, no pudiendo resistir tantas emociones, angustias y dolores.
— ¡Sí, es inocente! —gritó el hermano mayor, y contó al pueblo todo lo sucedido, y mientras hablaba esparcióse una fragancia como de millones de rosas, pues cada pedazo de leña de la hoguera había echado raíces y proyectaba ramas. Era un seto aromático, alto y cuajado de rosas encarnadas, con una flor en la cumbre, blanca y brillante como una estrella. Cortóla el Rey y la puso en el pecho de Elisa, la cual volvió en sí, lleno el corazón de paz y felicidad, Las campanas de todas las iglesias se pusieron a repicar por sí mismas y los pájaros acudieron en grandes bandadas; para regresar a palacio se organizó una cabalgata como, jamás la viera un rey.
FIN
La sirenita
Hans Christian Andersen
En alta mar el agua es tan azul como los pétalos de la más linda centaura y tan clara como el más puro cristal, pero muy profunda, más profunda de lo que puede alcanzar ninguna cadena ancla. Deberían apilarse, una sobre otra, muchas torres de iglesia para llegar desde el fondo hasta la superficie del agua. Allí abajo viven los seres del mar. Porque no vayan a creer que allí sólo está el desnudo fondo blanco de la arena. No, allí crecen maravillosos árboles y plantas que tienen tallos y hojas tan flexibles que al menor movimiento del agua se estremecen, como si tuvieran vida. Toda clase de peces, pequeños y grandes, se deslizan entre las ramas, igual que se deslizan aquí arriba los pájaros por el aire.
En el lugar más profundo está el castillo del rey del mar. Los muros son de coral y las largas ventanas ojivales, del más transparente ámbar; el techo es de conchas de moluscos que se abren y se cierran con la corriente del agua. Es maravilloso pues en cada concha hay una perla y una sola de ellas sería un adorno en la corona de cualquier reina.
Hacía muchos años que el rey del mar era viudo; su anciana madre dirigía la casa, era una mujer inteligente, pero orgullosa de su linaje, por eso llevaba doce ostras en la cola, mientras los otros nobles sólo podían llevar seis. Fuera de esto merecía muchos elogios, especialmente porque adoraba a las princesitas del mar, sus nietas. Eran seis preciosas criaturas pero la más pequeña era la más linda de todas. Su piel era tan clara y delicada como un pétalo de rosa, sus ojos tan azules como el más profundo lago. Pero, igual que todas las demás, no tenía pies; su cuerpo terminaba en una cola de pez. Todo el largo día podían jugar en el castillo, en las grandes salas, donde crecían flores naturales en las paredes. Las grandes ventanas de ámbar se abrían y entonces los peces entraban nadando hacia ellas, como vuelan entre nosotros las golondrinas, pero los peces se les acercaban mucho más, para que las princesitas les dieran de comer de la mano y las acariciaran.
Afuera del castillo había un gran jardín con árboles rojo fuego y azul oscuro; los frutos brillaban como oro y las flores parecían lenguas de fuego, porque sus tallos y sus pétalos se movían continuamente. El suelo mismo era de la arena más fina, pero azul como llama de azufre. Sobre todas las cosas de allí abajo flotaba un extraño resplandor azul, y se podía pensar que uno estaba muy alto en la atmósfera, con sólo el cielo por encima y por debajo, y no en el fondo del mar. Cuando todo estaba en calma se podía ver el sol; parecía una flor púrpura cuyo cáliz irradiaba la luz.
Cada una de las princesas tenía su pedacito de jardín, donde podía cavar y plantar como quisiera. Una le dio forma de ballena a su pedazo; a la otra le gustaba más que se pareciese a una sirenita, pero la menor hizo su pedazo bien redondo, como el sol, y sólo puso flores rojas, que brillaban como él. Era una criatura extraña, callada y pensativa, y mientras las hermanas adornaban sus jardines con las maravillosas cosas que encontraban en los buques naufragados, ella sólo había colocado, además de las flores rojas, que parecían el sol de allá arriba, una hermosa estatua de mármol. Era un lindo muchacho esculpido en blanca y traslúcida piedra, que había llegado al fondo del mar en un naufragio.
Plantó al lado de la estatua un sauce llorón rosado, que creció hermoso, y sus frescas ramas colgaban alrededor de la estatua tocando el fondo de arena azul, donde la sombra se proyectaba violácea moviéndose igual que las ramas. Daba la sensación de que la copa y las raíces jugaban a besarse.
No tenía alegría mayor que oír hablar del mundo de la gente de allá arriba. La anciana abuela tenía que contarle todo lo que sabía de barcos y ciudades, gente y animales; le parecía particularmente maravilloso que arriba, en la tierra, las flores tuviesen perfume, ya que no lo tenían las del fondo del mar, y que los bosques fuesen verdes y que los peces que andaban entre sus ramas pudieran cantar tan alto y lindo que era un placer escucharlos. Se refería a los pájaros, que la abuela llamaba peces, pues de otro modo no se hubiesen entendido, ya que nunca habían visto un pájaro.
— Cuando cumpláis quince años — dijo la abuela—, tendréis permiso para emerger del agua y sentaros a la luz de la luna sobre las rocas y ver pasar navegando los grandes barcos; veréis los bosques y las ciudades.
Al año siguiente, la mayor de las hermanas cumpliría los quince años; se llevaban un año entre ellas, de modo que a la menor le faltaban todavía cinco años completos antes de poder salir del agua y ver cómo eran las cosas aquí entre nosotros. Pero cada una había prometido describir a las demás lo más hermoso que viese el primer día; pues la abuela no les contaba lo suficiente, ¡había tantas cosas que querían saber!
Ninguna estaba tan ansiosa como la menor, justamente ella, que era la que más tenía que esperar y que era tan tranquila y pensativa. Muchas noches se quedaba junto a la ventana abierta, mirando hacia lo alto, a través del agua azul oscura, que los peces agitaban con sus aletas y colas. Podía ver la luna y las estrellas, que a través del agua, o bien un buque con muchas personas a bordo, ninguna de las cuales pensaría que debajo de ellas había una linda sirenita alzando sus blancas manos hacia la quilla.
Llegó el día en que la mayor de las princesas cumplió los quince años y pudo salir del mar.
Cuando regresó tenía cien cosas para contar, pero lo más lindo, según dijo, había sido echarse sobre un banco de arena en el tranquilo mar, a la luz de la luna, y ver en la costa la gran ciudad, con las luces titilantes como cientos de estrellas, oír la música y el ruido y el alboroto de los coches y la gente, ver las muchas torres de iglesias y campanarios y oír el tañido de las campanas. Esto era lo que más nostalgia le producía, justamente porque no había podido estar allí mismo.
¡Ay, con qué atención la escuchaba la hermana menor! A partir de entonces, cuando se quedaban de noche junto a la ventana abierta, mirando a través del agua azul oscura, pensaba en la gran ciudad con todo su ruido y su alboroto y le parecía oír que las campanas de la iglesia la llamaban.
Al año siguiente la segunda hermana tuvo permiso de emerger del agua y nadar hasta donde quisiese. Salió justo en el momento de la puesta del sol, y ese espectáculo le pareció lo más maravilloso. Todo el cielo parecía de oro. En cuanto a la belleza de las nubes no sabía ni cómo describirla; rojas y violáceas, navegaban sobre ella, y con mucha mayor velocidad pasó volando una bandada de cisnes salvajes, dando la sensación de un largo velo blanco que rozaba el agua en dirección al sol. Ella nadó hacia el sol, pero éste se hundió y el rayo de luz rosado se apagó sobre la superficie del mar y las nubes.
Al año siguiente subió a la superficie la tercera hermana. Era la más audaz de todas, por eso se atrevió a nadar, remontando un ancho río que desembocaba en el mar. Vio hermosas colinas cubiertas de viñas, castillos y granjas se asomaban por entre magníficos bosques. Oyó como cantaban los pájaros y el sol brillaba tan caliente que tuvo que zambullirse varias veces para refrescar su rostro ardiente. En una pequeña bahía encontró un montón de criaturas, completamente desnudas, que corrían chapoteando en el agua. Ella se les acercó para jugar, pero salieron corriendo asustadas. Se les acercó entonces un animalito negro, era un perro, pero ella nunca había visto un perro, le ladraba tan amenazadoramente que le dio miedo y huyó al mar abierto, pero no olvidaría jamás los magníficos bosques, las verdes colinas, los hermosos niños que podían también nadar, aunque no tenían cola de peces.
La cuarta hermana no fue tan atrevida. No se movió de alta mar y contó que eso había sido lo más lindo, el poder mirar muchas millas a la redonda y tener el cielo por encima como una gran campana de cristal. Había visto barcos a lo lejos que parecían gaviotas, los graciosos delfines que hacían piruetas y las grandes ballenas que echaban agua, por las narices, de manera que semejaban cientos de fuentes de agua alrededor.
Le llegó el turno a la quinta hermana. Su cumpleaños caía justo en invierno y por eso vio lo que las otras no habían visto la primera vez. El mar estaba muy verde y flotaban alrededor grandes témpanos. cada uno parecía una perla y eran mucho más altos que las torres de las iglesias que construye la gente. Adoptaban formas muy caprichosas y brillaban como diamantes. Se sentó sobre uno de los más grandes y todos los veleros pasaban esquivándolo atemorizados, mientras ella dejaba que el viento jugara con sus largos cabellos. Al anochecer el cielo se cubrió de nubes; relampagueaba y tronaba mientras el mar ennegrecido levantaba en alto los grandes témpanos que brillaban a la luz rojiza de los rayos. En todos los barcos recogían las velas con angustia y terror. Ella seguía sentada tranquilamente sobre su témpano flotante, mirando zigzaguear los rayos azules de los relámpagos reflejados en el brillante mar.
La primera vez que una de las hermanas salía a la superficie se sentía subyugada por las cosas nuevas y bellas que veía. Pero después, como por ser jóvenes adultas tenían ya permiso para salir todas las veces que quisiesen, les fue indiferente. Añoraban el hogar y después de un mes decían que lo más hermoso estaba donde ellas vivían y que lo más lindo era quedarse en casa. Muchos atardeceres se tomaban de la mano las cinco hermanas y salían en fila a la superficie. Tenían hermosísimas voces, más hermosas que las de cualquier persona. Cuando estallaba un temporal y pensaban que los barcos podían irse a pique, nadaban delante de los bosques, cantando, con arte exquisito, las bellezas del fondo del mar y pidiendo a los marineros que no temiesen llegar hasta allí. Pero ellos no entendían, creían que era la tormenta. Y nunca pudieron llegar a ver las bellezas del fondo del mar pues, cuando el barco se hundía, se ahogaba la gente y sólo llegaban los muertos al palacio del rey del mar.
Cuando, al anochecer, las hermanas salían tomadas de la mano a la superficie, quedaba la hermanita menor completamente sola, mirándolas, y parecía que se iba a poner a llorar; pero las sirenas no tienen lágrimas y por eso sufren mucho más.
— ¡Ay, cuándo tendré quince años! — decía la sirenita—. Yo sé que voy a querer a ese mundo de arriba y a la gente que lo construye y lo habita.
Finalmente cumplió quince años.
— Bien, ya no te tendremos de la mano — dijo su abuela, la anciana reina madre —. Ven, déjame que te adorne como a tus otras hermanas.
Y le puso una corona de lirios blancos sobre el cabello. Cada pétalo de las flores era una media perla y la anciana le prendió ocho grandes ostras en la cola como signo de su alcurnia.
— ¡Cómo me duele! — dijo la sirenita.
— Sí, algo se sufre con la coquetería — dijo la anciana.
¡Ay! de buena gana se hubiese sacudido toda aquella pompa y dejado la pesada diadema. Las flores rojas de su jardín le sentaban mucho mejor.
Pero no se atrevió a cambiar nada.
— Adiós — dijo, y se elevó en el agua, ligera y diáfana como una burbuja.
El sol acababa de ocultarse en el mismo instante en que ella sacó su cabeza del agua, pero todas las nubes brillaban todavía como rosas y oro y en medio del cielo sonrosado brillaba, clara y preciosa, la estrella vespertina. El aire era suave y fresco y el mar calmo. Veía cerca un barco grande con tres mástiles y una sola vela desplegada pues no se movía una brisa. Había marineros sentados en las pértigas entre las jarcias. Se oían música y cantos, y a medida que se hacía oscuro se encendían cientos de farolitos de colores: parecía que las banderas de todas las naciones ondeaban en el aire.
La sirenita nadó hasta la ventana de un camarote y, cada vez que el agua la alzaba, podía mirar a través del vidrio transparente. Vio mucha gente lujosamente vestida. El más hermoso de todos era el joven príncipe de los grandes ojos negros. No tendría mucho más de dieciséis años; era su cumpleaños y por eso era la fiesta. Los marineros bailaban sobre cubierta. Cuando el príncipe salió tiraron más de cien bengalas al aire, que iluminaron como la luz del día. La sirenita se asustó y se zambulló, pero pronto asomó nuevamente la cabeza y le pareció que todas las estrellas del cielo caían sobre ella. Nunca había visto fuegos artificiales. Grandes soles giraban. Hermosos peces de fuego surcaban el aire azul y todo se reflejaba, repitiéndose, en el espejo del agua.
En el buque era tanta la claridad que se distinguía cada jarcia, con más razón las personas. ¡Qué hermoso era el príncipe! Estrechaba las manos de la gente, reía y sonreía, mientras sonaba la música en la preciosa noche.
Se hizo tardísimo, pero la sirenita no apartaba sus ojos del navío y del hermoso príncipe. Apagaron los farolitos multicolores; las bengalas ya no subían en el cielo, tampoco disparaban más salvas. Por debajo del agua había un zumbido y una trepidación; ella seguía meciéndose con las olas, hacia arriba y hacia abajo, para asomarse al camarote cada vez que subía. De pronto el buque aumentó su velocidad, izaron una vela tras otra. Las olas también empezaron a tener más fuerza, fueron apareciendo grandes nubes y a lo lejos se veían relámpagos. Se preparaba un terrible temporal. Los marineros volvieron a arriar las velas. El enorme navío se hamacaba con ritmo desenfrenado en el mar embravecido. Las olas se levantaban como grandes montañas negras que amenazaban estrellarse contra los mástiles. El barco se sumergía como un cisne entre las grandes olas, para remontarse después hasta la altura de un campanario. A la sirenita aquello le parecía divertido, no así a los marineros. El barco crujía y se estremecía, las gruesas tablas se doblaban con los fuertes embates del mar. El mástil se partió por el medio, como si fuera de caña; el navío escoró y empezó a hacer agua en la bodega. Sólo entonces la sirenita se dio cuenta del peligro que corrían, pues ella misma tenía que cuidarse de los maderos y restos flotantes del barco. Súbitamente la oscuridad fue completa y no pudo ver nada, y de pronto la luz fue completa y no pudo ver nada, y de pronto la luz de un relámpago dio claridad como para distinguir a los tripulantes del navío, cada uno tratando de ponerse a salvo.
Ella trataba de encontrar al príncipe, lo había visto hundirse en el agua cuando el barco se partió. En un primer momento eso la alegró, porque pensó que así llegaría hasta ella, pero enseguida recordó que las personas no pueden vivir bajo el agua, de modo que el príncipe únicamente muerto podría llegar al palacio de su padre. No, no debía morir; por eso empezó a nadar entre los maderos y tablas que flotaban en el agua sin pensar que podían aplastarla. Se sumergía y volvía a salir del agua, elevándose en la cresta de las olas, y finalmente llegó donde estaba el príncipe, ya casi en el límite de sus fuerzas para luchar contra el mar embravecido. Los brazos y las piernas se le entumecían, tenía los hermosos ojos cerrados; habría muerto de no llegar la sirenita a su lado. Ella le sostuvo la cabeza fuera del agua y se abandonó al impulso de las olas.
Al amanecer la tempestad se había calmado. No se divisaba ni una astilla del navío. El sol salió rojo y brillante debajo del agua y las mejillas del príncipe recobraron la vida. La sirena le besó la ancha frente y se la despejó del cabello mojado. Lo encontró parecido a la estatua de mármol que tenía en su jardincito allá abajo. Volvió a besarlo, deseando que viviera.
De pronto, vio tierra firme por delante, altas montañas azules con las cimas cubiertas de nieve blanca y brillante, que parecían cisnes echados. Sobre la costa, hermosos bosques verdes, en primer término una iglesia o un convento, no sabía bien qué era, pero al menos era un edificio. Limoneros y naranjos crecían en el jardín y altas palmeras en el portal. El mar formaba allí una pequeña bahía completamente en calma pero muy profunda, el agua llegaba hasta una roca donde lamía la blanca y fina arena. Hasta allí nadó la sirenita con el hermosos príncipe y lo depositó sobre la arena, tratando de que la cabeza le quedara alta, al calor del sol.
Las campanas llamaban en el blanco edificio. Salieron varias muchachas jóvenes al jardín. La sirenita se alejó nadando hasta quedar detrás de unas piedras altas que sobresalían del agua, se cubrió el cabello y el pecho con espuma de mar para disimular su rostro y poder vigilar y ver quién venía por el pobre príncipe.
Al poco rato se acercó una joven. En el primer momento se asustó, pero reaccionó enseguida y fue a buscar gente. La sirenita vio que el príncipe volvía a la vida y sonreía a los que lo rodeaban, pero a ella no le sonrió, claro; tampoco sabía él que ella lo había salvado. La sirenita se sintió muy afligida y, cuando condujeron al príncipe dentro del edificio, ella se sumergió en el agua muy triste y regresó al palacio de su padre.
Siempre había sido muy tranquila y pensativa pero ahora lo era aún más. Las hermanas le preguntaron qué había visto en su primera salida a la superficie pero ella no les contó nada. Muchas noches y muchas mañanas salió a la superficie en el lugar donde había dejado al príncipe.
Vio cómo maduraban los frutos en el jardín y cómo los recogían, vio cómo la nieve se derretía en las altas montañas, pero no vio nunca al príncipe, y por eso cada vez volvía más apenada a su casa.
Su único consuelo era sentarse en su jardincito abrazando la estatua de mármol que se parecía al príncipe. Ya no cuidaba las flores, que crecían en matorrales invadiendo los senderos y entrelazando sus largos tallos y hojas entre las ramas de los árboles, de modo que el lugar quedaba muy sombrío.
Al fin ya no pudo resistir más y se lo contó a una de las hermanas y por supuesto muy pronto lo supieron las otras, pero nadie más, salvo una o dos sirenas más, que tampoco lo contaron más que a sus más íntimas amigas. Una de ellas sabía quién era el príncipe, porque también había visto la fiesta en el barco y sabía también de dónde era y dónde estaba su reino.
— Ven, hermanita — le dijeron las otras princesas, y tomadas de los hombros salieron del mar en una larga fila justo delante del palacio del príncipe.
El edificio estaba labrado en una piedra tornasolada amarillo pálido con grandes escaleras de mármol, y una de ellas bajaba directamente al mar. Sobre el techo había magníficas cúpulas doradas, y entre las columnas que rodeaban todo el edificio, estatuas de mármol que parecían tener vida. A través de los transparentes cristales de las altas ventanas se veía el interior de los magníficos salones, donde colgaban costosas cortinas de seda y tapices, y de todas las paredes pendían grandes cuadros, daba gusto mirarlos.
En medio de la sala más grande saltaba el agua de una gran fuente; los chorros llegaban hasta arriba, a la cúpula de cristal del techo, y el sol se reflejaba a través de ella en el agua y en las lindas plantas que crecían alrededor de la fuente.
Ahora la sirenita sabía dónde vivía el príncipe, y volvió muchas tardes y muchas noches. Se acercaba mucho más a tierra de lo que se habría atrevido a acercar cualquiera de las demás sirenas. Remontaba el angosto canal que había justo debajo de un precioso balcón de mármol, que proyectaba una larga sombra sobre el agua. Allí se sentaba para contemplar al joven príncipe, que creía estar completamente solo a la clara luz de la luna.
Lo vio muchas noches navegar en su magnífica barca con música y banderas ondeantes. Ella miraba a través de los verdes juncos, el viento jugueteaba con su largo velo plateado y algunos que lo vieron creyeron que era un cisne que desplegaba sus alas.
Muchas noches escuchaba hablar a los pescadores, que salían con faroles al mar; contaban muchas cosas buenas del joven príncipe y entonces ella se alegraba de haberle salvado la vida cuando, medio moribundo, flotaba sobre las olas, y recordó cómo había apoyado su cabeza sobre su seno y cómo lo había besado con toda su alma; él en cambio no sabía nada de todo eso, ni siquiera podía soñar con ella.
Cada día sentía más afecto por la gente y cada día deseaba con más fuerza estar entre ellos. El mundo de los hombres le parecía mucho más grande que el de ella, ellos podían, en sus barcos, cruzar el mar, trepar por las montañas hasta las nubes, sus tierras se extendían con bosques y campos mucho más allá de lo que alcanzaba la vista. Era mucho lo que deseaba saber y, como las hermanas no sabían contestarle, recurrió a la anciana abuela. Ella sí conocía bien el mundo superior, como ella llamaba a las tierras que están sobre el mar.
— Si los hombres no se ahogan — le preguntó la sirenita — ¿viven eternamente, no se mueren como nosotros aquí en el mar?
— Sí — contestó la abuela —, ellos también se mueren y su vida es aún más corta que la nuestra. Nosotros podemos vivir trescientos años y cuando dejamos de vivir nos convertimos sólo en espuma de mar, no tenemos ni una sepultura aquí abajo entre nuestros seres queridos. Nosotros no tenemos un alma inmortal, no tendremos nunca otra vida, somos como los juncos verdes que una vez cortados no reverdecen más. Las personas, en cambio, tienen un alma que es inmortal, vive aun después que el cuerpo ha vuelto a la tierra; el alma se eleva en el aire diáfano hasta las brillantes estrellas. Así como nosotros salimos a la superficie del mar y miramos la tierra de los hombres, así ellos se remontan a sublimes alturas ignotas, que nosotros jamás veremos.
— ¿Por qué no hemos recibido nosotros un alma inmortal? — preguntó acongojada la sirenita —. Yo daría cada uno de mis trescientos años de vida a cambio de ser una persona un sólo día y después poder ir al cielo.
— No debes seguir pensando en eso — le dijo la anciana —; nosotros somos mucho más felices y mejores que la gente de allá arriba.
— Tendré que resignarme a morir y flotar como espuma de mar, nunca oiré la música de las olas, ni veré las lindas flores ni el rojo sol. ¿No puedo hacer nada para recibir un alma inmortal?
— No — dijo la anciana —, solamente si un hombre te quisiera tanto, tanto más que a su padre y a su madre, que se aferrase a ti con toda la fuerza de su pensamiento y del amor y que un sacerdote pusiera su mano derecha sobre la tuya prometiéndote felicidad aquí y en toda la eternidad, entonces su alma se uniría a tu cuerpo y participarías tú también de la dicha de los seres humanos. Te daría un alma, sin perder por eso la suya. Pero eso es imposible que suceda. Lo que aquí en el mar es tan lindo, me refiero a tu cola de pez, allá en la tierra es repulsiva. Ellos entienden que para ser hermosos necesitan dos toscos soportes que llaman piernas.
La sirenita suspiró y miró apenada su cola de pez.
— Seamos alegres — dijo la anciana —, saltemos y brinquemos los trescientos años que hemos de vivir, que es bastante tiempo, luego reposaremos tristemente en la tumba. Esta noche estamos de baile en la corte.
La fiesta fue de un esplendor como nunca se ve en la tierra. Las paredes y el techo del gran salón de baile eran de cristal grueso pero transparente. Centenares de enormes conchas rosadas y verde musgo estaban en fila, de cada lado, sosteniendo llamas azules que iluminaban todo el salón, y a través de las paredes el resplandor también iluminaba todo el mar. Se veían innumerables peces grandes y pequeños que nadaban contra los muros de cristal, en algunos brillaban escamas purpúreas, en otros parecían oro y plata. Fluía por el medio de la sala una rápida corriente y en ella bailaban sirenas y tritones al son de sus hermosos cantos. Los hombres en la tierra no tienen voces tan hermosas. La sirenita era la que cantaba mejor de todos y todos la aplaudían. Por un momento sintió alegría en su corazón, pues sabía que tenía la voz más hermosa de cuantas hay en la tierra y en el mar. Pero al momento volvió a pensar en el mundo que había por encima de ella. No podía olvidar al hermoso príncipe y su inmensa pena por no tener un alma inmortal como él.
Por eso se deslizó fuera del palacio y mientras allí todo eran cantos y placeres ella se sentó triste en su jardincito. Entonces oyó un cuerno sonar a través del agua y pensó: "Es él, que navega allá arriba, aquél al que se aferran mis pensamientos y aquél en cuyas manos pondría la felicidad de mi vida. Todo lo daría por conquistarlo y por conseguir un alma inmortal. Mientras mis hermanas bailan en el palacio de mi padre, iré a ver a la bruja del mar, a la que siempre he tenido pavor, pero ella quizá pueda aconsejarme y ayudarme".
La sirenita salió de su jardín hacia donde brama la corriente de Mäelstrom (*), detrás de la cual vive la bruja. Nunca había tomado ese camino. Allí no crece ninguna flor, ni un alga, sólo el desnudo fondo gris de arena se extiende hasta la corriente de Mäelstrom donde el agua, con el estrépito de una rueda de molino, se revuelve enloquecida girando y destrozando todo lo que se pone a su alcance y llevándoselo a las profundidades. Por medio de esos remolinos siniestros debía pasar para llegar a los dominios de la bruja, y en un largo trecho no había más camino que el que atravesaba una ciénaga caliente y burbujeante que la bruja llamaba su pantano de turba. Detrás de un extraño bosque estaba su casa.
Todos los árboles y arbustos eran pólipos, mitad animales y mitad plantas, parecían serpientes de cien cabezas salidas de la tierra, todas las ramas eran largos brazos viscosos, con dedos como flexibles gusanos y se movían en todos los sentidos, desde la raíz hasta la última punta. Rodeaban y aprisionaban todo lo que el mar les ponía a su alcance y nunca más lo soltaban. La sirenita se detuvo afuera aterrorizada. Su corazón latía angustiado, estuvo a punto de volverse, pero pensó en el príncipe y en su alma y recobró el valor. Se ató el largo cabello flotante alrededor de la cabeza para que los pólipos que estiraban sus viscosos brazos y dedos hacia ella. Vio que cada uno tenía aprisionado lo que había conseguido alcanzar, y lo aferraba con cien pequeños brazos como fuerte alambre.
Las personas que habían muerto en el mar y se habían hundido allí asomaban como blancos huesitos por entre los brazos de los pólipos que retenían remos y cofres y esqueletos de animales terrestres. Pero lo que más le impresionó fue ver a una sirenita que habían aprisionado y estrangulado.
Llegó a una gran plaza cenagosa, donde grandes y gruesas culebras acuáticas se contorneaban mostrando sus feos blancoamarillentos.
En medio de la plaza había una casa toda hecha de huesos blancuzcos de náufragos. Allí estaba la bruja, dejando que un sapo comiese de su boca, del mismo modo que alguna gente deja comer azúcar de sus labios a los canarios. A las horribles culebras acuáticas les llamaba sus pollitos y las dejaba tirarse encima de su enorme pecho esponjoso.
— Ya sé lo que buscas — le dijo la bruja —; cometes una tontería, pero de todos modos se hará tu voluntad, aunque ella te traerá la desdicha, mi linda princesa. Quieres librarte de tu cola de pez y en su lugar tener dos soportes para caminar, igual que las personas, para que el joven príncipe se enamore de ti y puedas conseguirlo a él y también un alma inmortal.
Y en eso se rio tan fuerte y feo que el sapo y las culebras cayeron al suelo revolcándose.
— Llegas en el momento justo — dijo la bruja —; después de que salga el sol ya no podré ayudarte hasta dentro de un año. Te haré una bebida, y con ella, antes de la salida del sol, debes nadar hasta la orilla de la tierra, sentarte allí y beberla, la cola te desaparecerá y se transformará en lo que la gente llama hermosas piernas. Pero te va a doler. Sentirás como si te atravesara una afilada espada. Todos los que te vean dirán que eres la criatura más hermosa que han visto. Conservarás tu andar oscilante, ninguna bailarina podrá balancearse como tú, pero cada paso que des te dolerá como si pisases un afilado cuchillo y tendrás la sensación de desangrarte. Si estás dispuesta a sufrir todo esto, te ayudaré.
— Sí — contestó la sirenita con voz temblorosa, y pensó en el príncipe y en ganarse un alma inmortal.
— Pero ten presente — le recordó la bruja — que cuando hayas adquirido figura humana ya no podrás volver ser nunca más una sirena, nunca más podrás volver al agua para ver a tus hermanas y el castillo de tu padre. Y si no obtienes el amor del príncipe, si él no olvida a su padre y a su madre por ti, si no se aferra a ti con toda su alma y hace que el sacerdote una vuestras manos, declarándolos marido y mujer, no recibirás un alma inmortal y a la mañana siguiente del día de la boda del príncipe con otra mujer tu corazón se quebrará y serás espuma de mar.
— Lo acepto — respondió la sirenita, que estaba pálida como una muerta.
— Pero a mí tienes que pagarme — dijo la bruja —, y no será poco lo que te exigiré. Tienes la más hermosa voz que existe aquí, en el fondo del mar, y con ella esperas cautivarlo, pero esa voz es lo que me darás. Lo mejor que tienes es lo que quiero, a cambio de mi valiosa bebida, ya que debo echar en ella mi propia sangre para que la pócima sea cortante como un estilete.
— Pero, si me quitas la voz — se quejó la sirenita —, ¿Qué me queda?
— Tu linda figura — dijo la bruja —, tu andar ondulante, tu mirada expresiva, con ello bien puedes seducir el corazón de un hombre. Y bien, ¿has perdido el valor? Saca tu lengua que te la cortaré como pago y recibirás la poderosa bebida.
— Así sea — dijo la sirenita, y la bruja puso su caldero para hervir la pócima embrujada.
— La limpieza es una virtud — y mientras lo decía se puso a fregar el caldero con las culebras que había atado juntas con un nudo; luego se hirió ella misma el pecho y dejó que su negra sangre goteara dentro de la olla; el vapor se levantaba formando unas figuras tan extrañas que daban miedo y terror. A cada momento la bruja echaba nuevos ingredientes en el caldero y cuando casi alcanzó el hervor produjo un sonido como el llanto de un cocodrilo. Finalmente estuvo lista la pócima, y parecía agua clara.
— Aquí la tienes — dijo la bruja, y le cortó la lengua a la sirenita, que se quedó muda; ya no podía ni cantar ni hablar.
— Si al regresar a través del bosque los pólipos quieren apresarte — le dijo la bruja —, arrójales una única gota de la pócima y sus brazos y sus dedos saltarán en mil pedazos.
Pero la sirenita no necesitó recurrir a esto, pues los pólipos se retiraban temerosos de ella no bien veían la brillante bebida, que relucía en su mano como si fuera una estrella. Así atravesó rápidamente el bosque, el pantano y la rugiente corriente de Mäelstrom. Podía ver el castillo de su padre, las luces estaban apagadas en la gran sala del baile, seguramente todos dormían, pero no se atrevió a buscarlos, ahora estaba muda y los iba a abandonar. Sentía que el corazón le iba a estallar de pena. Se deslizó por el jardín, cortó una flor de cada uno de los canteros de sus hermanas, mandó miles de besos con la punta de los dedos hacia el palacio y subió por el mar azul oscuro.
El sol no había asomado todavía cuando divisó el castillo del príncipe y subió por la magnífica escalera de mármol. La luna brillaba clara. La sirenita bebió la ardiente y acre pócima y sintió como si un estilete le atravesara todo el cuerpo. Se desmayó y quedó allí tirada como muerta. Cuando el sol brillaba sobre el mar, se despertó y sintió un dolor ardiente, pero justo delante de ella estaba el hermoso y joven príncipe con sus renegridos ojos fijos en ella.
La sirenita bajó la mirada y vio que su cola de pez había desaparecido y que tenía las más preciosas piernas blancas que una joven pudiera desear. Pero estaba completamente desnuda, así que se envolvió en su abundante y larga cabellera. El príncipe le preguntó quién era y cómo había llegado hasta allí. Ella lo miró dulcemente y con pena, con sus oscuros ojos azules, pues hablarle no podía. Él la tomó de la mano y la llevó hacia el interior del palacio.
A cada paso, como ya se lo había advertido la bruja, sentía como si pisara agudos punzones y afilados cuchillos, pero lo soportaba con gusto. De la mano del príncipe iba tan liviana como una burbuja y él y todos se maravillaban de su gracioso andar ondulante.
Le pusieron preciosos vestidos de seda y muselina; era la más linda de todas en el palacio, pero era muda: no podía cantar ni hablar.
Hermosas esclavas vestidas de seda y oro se adelantaron para cantarles al príncipe y a sus augustos padres; una de ellas cantaba mejor que todas las demás y el príncipe la aplaudió y le sonrió. La sirenita se entristeció porque sabía que ella habría cantado mucho y pensó: "Si él supiera que por estar a su lado he perdido mi voz por toda la eternidad".
Después bailaron las esclavas danzas cimbreantes al son de una música celestial, la sirenita alzó sus hermosos brazos blancos, se levantó sobre la punta de sus pies y se deslizó por el piso bailando como ninguna lo había hecho. A cada movimiento resaltaba más su belleza y sus ojos hablaban más elocuentemente al corazón que los cantos de las esclavas. Todos estaban maravillados, especialmente el príncipe, que la llamaba su huerfanita. Ella siguió bailando más, a pesar de que cada vez que su pie tocaba el suelo era como si pisase afilados cuchillos. El príncipe dijo que quería tenerla siempre a su lado y le permitió dormir delante de la puerta de su dormitorio, sobre un almohadón de terciopelo.
Mandó que le cosiesen un traje de montar para que pudiera acompañarlo cuando salía a caballo. Cabalgaron a través de los perfumados bosques, las verdes ramas les acariciaban los hombros y los pajaritos cantaban entre las frescas hojas.
Trepó con el príncipe a las altas cumbres, a pesar de que sus delicados pies sangraban tanto que todos podían notarlo, peor ella lo tomaba a broma y seguía al príncipe, hasta que llegaban tan alto que veían pasar las nubes por debajo, como si fuesen una bandada de aves que emigra a países extraños.
Cuando por la noche todos dormían en el palacio del príncipe ella salía a la ancha escalera de mármol para refrescarse los ardientes pies en la fresca agua del mar y entonces pensaba en aquellos que estaban en las profundidades del océano.
Una noche llegaron sus hermanas tomadas del brazo, cantando muy tristemente y meciéndose en las olas. Ella las saludó con la mano, las hermanas la reconocieron y le contaron lo afligidos que habían quedado todos por ella. A partir de entonces vinieron todas las noches a visitarla y una noche vio, mar adentro, a su anciana abuela, que hacía muchos años que se asomaba a la superficie, y al rey del mar, con su corona sobre la cabeza; le tendieron los brazos, pero no osaban acercarse tanto a tierra como las hermanas.
Día a día la sirenita se ganaba el afecto del príncipe, que la quería como se quiere a una niña buena y cariñosa pero que jamás había imaginado siquiera la posibilidad de hacerla su reina. Pero la sirenita tenía que llegar a ser su esposa, de lo contrario no tendría nunca un alma inmortal y en la mañana de su boda con otra mujer se convertiría en espuma del mar.
— ¿No me amas a mí más que a todos? — parecía preguntarle con los ojos cuando la tomaba en sus brazos y le besaba la frente.
— Sí, tú eres la que más quiero — contestaba el príncipe —, pues tienes el mejor corazón, eres la más afectuosa y te pareces a una joven que vi una vez y quizá nunca volveré a encontrar. Yo estaba en un barco que naufragó, las olas me arrastraron a una playa, al lado de un templo donde varias jóvenes servían al culto. La más joven me encontró en la orilla y me salvó la vida. Sólo la vi dos veces, ella es la única que podría amar en el mundo. Tú te le pareces, casi suplantas su imagen en mi alma. Ella está consagrada al templo, por eso mi buena estrella te ha enviado a ti y nunca me separaré de ti.
"Ay, él no sabe que fui yo la que le salvé la vida", pensó la sirenita, "yo lo conduje por el mar hasta el bosque donde está el templo, yo estaba en la espuma del mar, cuidándolo para ver si alguien se acercaba. Yo vi a la hermosa joven a la que quiere más que a mí". Y la sirenita suspiraba profundamente, pues llorar no podía. "La doncella está consagrada al templo — ha dicho —, así que nunca saldrá al mundo, no se encontrarán nunca, yo estoy con él, lo veo todos los días, lo cuidaré, lo amaré, le consagraré mi vida".
Pero ahora se habla de casar al príncipe con la linda hija del rey del país vecino. Por eso es que están armando un magnífico navío. El príncipe va de viaje para visitar el país del rey vecino, eso dicen, pero en realidad va para conocer a la hija del rey. Llevará un gran séquito.
Pero la sirenita meneaba la cabeza sonriendo. Ella conocía los pensamientos del príncipe mucho mejor que todos los demás.
— Debo viajar — le había dicho el príncipe —, debo conocer a la bella princesa, mis padres me lo exigen, pero obligarme a traerla a casa, como mi novia, eso es algo que no me exigen. No podré amarla; ella no se parece a la doncella del templo como tú te le pareces. Si no tuviera más remedio que elegir una esposa, serías más bien tú, mi huerfanita de la mirada elocuente—. Y la besaba en los labios rojos; jugaba con su largo pelo y apoyaba la cabeza sobre su corazón, que soñaba con la felicidad de los hombres y el alma inmortal.
— ¿No le tienes miedo al mar, mudita? — le preguntó él cuando estaban sobre el magnífico barco que los conduciría al país vecino.
Le hablaba sobre la tempestad y la calma, sobre los raros peces de las profundidades y de lo que los buzos habían visto, y ella sonreía con sus relatos, pues sabía mejor que nadie lo que había en el fondo del mar.
En la clara noche de luna, cuando todos dormían y el timonel estaba en su puesto, la sirenita se sentó en la borda y, traspasando con la mirada el agua clara, creyó ver el castillo de su padre, y más arriba a su anciana abuela con la corona de plata en la cabeza mirando, a su vez, la quilla de plata en la rápida corriente. Sus hermanas salieron a la superficie a contemplarla apenadas y agitaron sus blancas manos. Ella también las saludó por señas, les sonrió y habría querido contarles que le iba bien y que era feliz, pero el grumete se acercó, las hermanas se sumergieron y el muchacho creyó que eso blanco que había visto agitarse era espuma de mar.
A la mañana siguiente el buque entró en el puerto de la magnífica capital del país vecino. Todas las campanas de las iglesias fueron echadas al vuelo y en las altas torres tocaban trompetas, mientras los soldados desfilaban con flamantes banderas y brillantes bayonetas. Todos los días había fiestas. Se sucedían bailes y reuniones pero la princesa no había llegado, la tenían aislada en un lugar distante, en un templo, donde le enseñaban a desempeñar sus reales deberes.
Al fin llegó a la ciudad. La sirenita estaba impaciente por ver su hermosura, y hubo de reconocer que nunca había visto una figura más hermosa. Tenía la piel tersa y clara y detrás de las largas y oscuras pestañas sonreían unos ojos azul oscuro que delataban fidelidad.
— Eres tú — dijo el príncipe —, eres tú la que me salvaste cuando yacía como un muerto en la playa —. Y estrechó en sus brazos a la rubosa novia.
— ¡Ay, soy demasiado feliz! — dijo dirigiéndose a la sirenita —. ¡Lo que no me atrevía a desear, mi mayor anhelo, se ha cumplido! Te alegrarás con mi dicha porque eres la que más me quiere entre todos.
La sirenita le besó la mano y sintió como si su corazón le fuera a estallar. La mañana de su boda sería la de su muerte, su transformación en espuma de mar.
Echaron las campanas al vuelo, los heraldos cabalgaban por las calles anunciando el compromiso. en todos los altares quemaban perfumadas esencias en sahumerios de plata. Los sacerdotes agitaban incensarios. La novia y el novio se dieron la mano y el obispo los bendijo. La sirenita, vestida con oro y seda, sostenía el velo a la novia, pero sus oídos no escuchaban la música festiva, sus ojos no veían la solemne ceremonia. Sólo pensaba en su muerte esa noche, y en todo lo que perdía de este mundo.
Esa misma noche los novios se embarcaron en el navío; los cañones daban salvas, todas las banderas ondeaban y sobre cubierta habían levantado una rica tienda de oro y púrpura con los más preciosos cojines, allí pasarían la noche los novios, gozando del silencio y la frescura.
Las velas se hinchaban con el viento, el barco se deslizaba ligero y suave por el agua clara. Cuando oscureció encendieron luces de colores y los marineros bailaron alegremente sobre cubierta.
La sirenita pensaba seguramente en aquella primera vez que había salido a la superficie y visto aquel mismo esplendor y alegría. Se deslizó también entre los bailarines, zigzagueando, como hace la golondrina cuando huye. Todos la ovacionaban admirados, nunca había bailado tan divinamente; afilados cuchillos le cortaban los delicados pies, pero ella ni lo sentía; era en el corazón donde sentía los dolores. Sabía que era la última noche que lo veía a aquél por quien había dejado su familia y su hogar, por quien había dado su hermosa voz y por quien había sufrido infinitos tormentos, sin que él tuviera la menor sospecha de todo ello. Era la última noche que respiraba el mismo aire que él, que veían el profundo mar y estrellado cielo azul. Le esperaba una noche eterna, sin pensamientos ni sueños, pues no tenía alma ni podía ya conseguirla.
Todo era alegría y dicha a bordo hasta muy pasada la medianoche; la sirenita reía y bailaba, con la muerte en el alma.
El príncipe besaba a su linda novia y ella jugaba con sus cabellos negros y, tomados del brazo, se fueron los dos a descansar en la preciosa tienda.
Todo era calma y silencio a bordo, sólo el timonel estaba en su puesto. La sirenita apoyó sus blancos brazos sobre la borda, mirando hacia el este, esperando el resplandor rojizo del amanecer; sabía que el primer rayo del sol la mataría.
De pronto vio a sus hermanas salir del agua. Estaban pálidas como ella; sus largos y hermosos cabellos ya no ondeaban al viento, se los habían cortado.
— Se los dimos a la bruja para que nos ayudara a que no murieses esta noche. Nos dio un cuchillo. Aquí está. Mira qué afilado es. Antes de que asome el sol, debes clavarlo en el corazón del príncipe, y cuando su sangre caliente te salpique los pies, éstos se unirán formando una cola de pez y serás una sirena nuevamente, podrás saltar al mar con nosotras y vivir trescientos años antes de que te vuelvas muerta y salada espuma del mar. Apúrate, él o tú deben morir antes de que despunte el sol. Nuestra anciana abuela se aflige tanto que ha perdido todo su cabello blanco, como nosotras bajo las tijeras de la bruja. Mata al príncipe y vuelve. Apresúrate, ¿ves la raya roja en el cielo? Dentro de unos minutos saldrá el sol y morirás — y con un hondo suspiro, se hundieron tras las olas.
La sirenita descorrió el tapiz púrpura que cerraba la tienda y vio a la linda novia dormida con la cabeza apoyada sobre el pecho del príncipe; se inclinó y lo besó en la frente, miró el cielo que se teñía de rojo, miró el afilado cuchillo, fijó nuevamente sus ojos en el príncipe, que en sueños llamaba a su novia por el nombre: sólo ella estaba en sus pensamientos. El cuchillo temblaba en la mano de la sirenita. Lo tiró lejos entre las olas. Se vio el resplandor rojizo. Pareció como si brotaran gotas de sangre del agua en el lugar donde había caído. Todavía una vez más miró al príncipe con desmayados ojos y se arrojó al mar, y sintió cómo su cuerpo se disolvía en espuma.
El sol se levantó del mar. Los rayos caían suaves y cálidos sobre la espuma fría como la muerte, pero la sirenita no se sentía muerta, veía el sol, y por encima de ella flotaban centenares de seres transparentes, bellísimos; a través de ellos veía las blancas velas del barco y las nubes rojas en el cielo, sus voces eran melodías tan espirituales que ningún oído humano las percibía, como tampoco podía verlas ningún ojo humano. Sin alas, flotaban en el aire por su propia naturaleza etérea.
La sirenita vio que tenía un cuerpo como el de ellos y que se elevaba en el aire desde la espuma.
— ¿Adónde vas? — preguntó, y su voz soñó como la de aquellos seres, tan espiritual que ninguna música terrena se le podía comparar.
— Con las hijas del aire — le respondieron las otras —, las sirenas no tienen un alma inmortal y nunca la tendrán, a menos que consigan el amor de un hombre. Su eterno destino depende de un poder extraño. Las hijas del aire tampoco tienen un alma inmortal pero pueden ganarse una con sus buenas obras. Volamos a los países calurosos donde el aire sofocante y pestilente mata a la gente, nosotras les soplamos frescura. Esparcimos el perfume de las flores en el aire; enviamos alivio y curación. Si hacemos el bien durante trescientos años, podemos obtener un alma inmortal y participar de la felicidad eterna que se concede a los hombres. Tú, pobre sirenita, has tendido a lo mismo que nosotras, con toda tu alma has sufrido y te has resignado; te has elevado al mundo de los espíritus del aire. Ahora podrás procurarte tú misma un alma inmortal con tus buenas obras durante trescientos años.
La sirenita levantó hacia Dios sus transparentes brazos y por primera vez sintió lágrimas. En el navío había nuevamente vida y bullicio, vio que el príncipe la buscaba junto con su linda novia, que escudriñaban apenados la burbujeante espuma, como si supieran que se había arrojado a las olas.
Invisible, besó la frente de la novia, le sonrió a él, y se elevó con las otras criaturas etéreas a una nube sonrosada que flotaba en el aire.
— Dentro de trescientos años nos remontaremos así, al reino de Dios.
— Podemos abreviar el tiempo — susurró una — si invisibles volamos por las casas de la gente donde hay niños. Si encontramos un niño bueno, que hace felices a sus padres y merece su cariño, Dios nos acorta el plazo de prueba. Los niños no saben cuándo volamos por sus cuartos, y si sonreímos de gozo se nos descuenta un año de los trescientos. Pero si vemos un niño malo debemos llorar de pena y cada lágrima que vertimos, nos agrega un día de plazo.
FIN
(*) El maelstrom es un gran remolino que se halla en las costas meridionales del archipiélago noruego de las islas Lofoten.
El zar Saltán
Alexander Pushkin
Érase una vez… Tres muchachas hilaban sentadas junto a la ventana.
—Si yo fuera zarina —dijo una de ellas—, prepararía sola un festín para el mundo entero.
—Si fuera yo zarina —dijo su hermana—, hilaría tanta tela de lino que a nadie le faltará.
— Si yo fuera zarina — dijo la tercera hermana— , pariría un héroe para nuestro zar…
Apenas lo dijo cuando la puerta se abrió crujiendo y compareció en la estancia el zar, dueño y señor de aquel país. Había escuchado la conversación escondido detrás del tabique y le agradaron mucho las palabras de la última muchacha.
— ¡Te saludo, hermosa mía! Sé, pues, zarina, y regálame un héroe para fines de septiembre. Y ustedes, hermanas y palomitas, prepárense ahora mismo a acompañar a su hermana. Una de ustedes será hilandera, y cocinera la otra.
Entró luego el zar en su palacio, seguido de las doncellas, y sin pérdida de tiempo se casó el mismo día, y se sentó junto a la mesa del festín junto a su joven zarina.
Concluida la fiesta, los convidados los condujeron al dormitorio y los dejaron solos en la cama de marfil.
En la cocina gruñía la cocinera, y lloraba la hilandera junto a su rueca, envidiosas ambas de su hermana la zarina.
Mientras tanto esta, fiel a su palabra, quedó encinta desde aquella misma noche.
Por aquel tiempo hubo guerra. El zar Saltán se despidió de su esposa y, montando a caballo, le suplicó, por su amor, que se cuidara cuanto pudiera.
Mientras se hallaba lejos de allí, combatiendo con gran denuedo y por muy largo tiempo, llegó la hora del parto y Dios les dio un hijo grande como un archín.
Y he aquí que la zarina estaba cuidando a su hijito como un águila a su aguilucho, y envió a un mensajero con una carta para comunicar al padre la buena nueva.
Y he aquí también que la cocinera y la hilandera, en unión con la comadre Babarija, intentaron perder a la zarina. Ordenaron detener al mensajero y lo sustituyeron por otro, al que entregaron una carta que decía así:
«La zarina ha parido esta noche algo que no es hijo ni hija, ni rana ni ratón, sino un bicho desconocido».
Al recibir tal noticia, el zar Saltán se puso tan furioso que quiso ahorcar al mensajero, pero, ablandándose luego, le ordenó aguardar su decisión hasta después de su regreso.
El mensajero se puso en camino y llegó por fin al palacio.
Pero la cocinera y la hilandera, en unión con la comadre Babarija, lo emborracharon, y metieron en su bolsa una carta redactada de tal manera que pareciera una orden del zar:
«Ordeno a mis boyardos echar al agua sin pérdida de tiempo a la zarina con lo que ha parido».
No quedaba más remedio que cumplir la orden. Los boyardos, aunque compadecidos de ella y del joven zarévich, entraron en su dormitorio y le notificaron la voluntad del zar leyendo el mensaje. Acto seguido los metieron en un gran tonel y lo cubrieron de alquitrán y lo hicieron rodar hasta el océano, según la orden del zar Saltán.
Flotaba el tonel sobre las olas, bajo la luz de las estrellas. La zarina lloraba y su hijo crecía, no por días sino por horas.
Mientras ella vertía lágrimas, su hijo se dirigió a las olas:
— ¡Ah, ola mía, libre siempre y que en todo momento deseas pasear! ¡Tú que vas a donde quieres, quebrando las rocas y llevando las naves en tus ondas! ¡Ten piedad de nosotros y vuelve a dejarnos en tierra!...
Y la ola, obedeciéndolo, depositó seguidamente el tonel en la orilla y se alejó plácidamente.
Madre e hijo se alegraron. Pero ¿quién podría sacarlos del tonel? En esto el hijo se levantó y, enderezándose, empujó con la cabeza un extremo de su prisión.
— A ver si logro abrir una ventana por este lado.
Y dicho y hecho. Salieron ambos y se vieron libres. Ya fuera del tonel, vieron que por un lado se extendía el mar azul, y por el otro un vasto campo, con una colina en cuya cima crecía un verde roble.
— Todo esto está muy bien — pensó el zarévich— , pero tampoco estaría mal que pudiéramos almorzar…
Rompió una rama, y, como llevaba sobre el pecho una cruz sujeta con una cinta de seda, ajustó esta a la rama, doblándola, y con ello consiguió un buen arco. Se preparó luego una afilada flecha y se encaminó a la orilla a ver si cazaría algo.
Apenas había dado unos pasos cuando oyó un débil gemido, y comprendió al instante que algo extraordinario sucedía. Miró y vio que sobre las olas se debatía un cisne atacado por un azor. El pobre cisne golpeaba desesperadamente el agua con sus alas, mientras el azor preparaba ya sus garras y su pico… Pero silbó la flecha, y fue a clavarse en el cuello del carnívoro, atravesándolo, y el rapaz azor cayó ensangrentado al mar… El zarévich dejó reposar su arco. Chilló el azor con voz que no semejaba de ave, mientras el cisne lo atacaba ahora a su vez, procurando golpearlo con sus alas y clavarle su pico.
Pero lo que resultó más extraño aún fue que luego se dirigió el cisne al zarévich y le dijo en ruso:
— ¡Zarévich, eres mi salvador! No te apenes si por mi culpa no comes durante tres días, ni por haber perdido tu flecha… Puedes creer que el mal no es grave, pues te recompensaré con creces. Debes saber que has salvado no a un cisne, sino a una doncella; y a quien has matado no es a un azor, sino a un terrible hechicero. Jamás lo olvidaré. Allí donde estés me encontrarás a tu lado. Pero ahora vuelve y reposa.
El cisne voló, y la zarina y su hijo se acostaron para dormir sin haber comido nada en todo el día.
Y durante la noche el zarévich se despertó, se sacudió el sueño, miró, y, lleno de asombro, descubrió no lejos de allí una gran ciudad, detrás de cuyos blancos muros con almenas centelleaban las cúpulas de santas iglesias y monasterios.
El zarévich se apresuró a despertar a su madre. Esta dejó escapar una exclamación de sorpresa.
— Pues no dudo de que veremos aún mayores maravillas — contestó el zarévich— . Estoy seguro de que es obra de mi cisne.
Los dos se dirigieron a la ciudad. Pero apenas habían entrado cuando fueron recibidos por una inmensa multitud al repique de todas las campanas y al son de las voces de un coro que entonaba una oración. Luego los hicieron instalarse en un magnífico carruaje, que los llevó a la coronación. Y así fue cómo el mismo día subió el zarévich al trono para reinar en su capital, y, con el consentimiento de su madre, tomó el nombre de príncipe Gvidón.
Paseaba el viento por el mar y empujaba a una nave que corría con todas las velas desplegadas. Los de a bordo estaban reunidos en la cubierta y se extrañaron al ver que en una isla tan conocida por ellos y siempre desierta, apareciera ahora aquella espléndida ciudad con sus cúpulas doradas y su magnífico puerto, del que llegaban salvas, que le ordenaban entrar.
Obedeciendo, amarraron en el puerto y acto seguido fueron conducidos a palacio, en donde los recibió el príncipe Gvidón. Los invitó a su mesa y les hizo preguntas:
— ¿Qué clase de mercancía llevan, caballeros, y hacia dónde se dirigen ahora?
— Navegamos por el mundo entero y vendemos pieles de cibellina y de zorro, pero ahora vamos a Oriente, pasando por la isla de Buyana, al reino del zar Saltán.
— Les deseo, pues, una feliz travesía, y les ruego saluden de parte mía al buen zar Saltán.
Los navegantes se hicieron a la mar seguidos por la mirada del príncipe, que se quedó muy triste.
Pero vio de pronto al blanco cisne que se acercaba por las olas.
— ¡Te saludo, buen príncipe! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás tan triste?
Y el príncipe contestó:
— Estoy triste por no haber visto desde hace tanto tiempo a mi padre.
— Pues me es fácil complacerte. Te transformaré en seguida en mosquito, y así, volando, podrás seguir al navío.
El cisne batió las aguas con sus alas, mojó al príncipe de pies a cabeza y este se transformó en mosquito. Silbando y zumbando emprendió el vuelo. Pronto alcanzó la nave y se escondió en una rendija.
El viento seguía soplando y el barco navegaba alegremente. Rebasó la isla de Buyana y se dirigió al reino de Saltán, que no tardó en descubrirse en la lejanía.
Amarraron allí y seguidamente fueron llamados a palacio. Tras ellos voló nuestro mosquito. Al entrar vio en el trono al zar Saltán, vestido todo de oro, llevando puesta su corona; pero con semblante triste. A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera en unión de la comadre Babarija, que no apartaban los ojos de él.
El zar Saltán invitó a los huéspedes a su mesa y los interrogó:
— Señores y caballeros, ¿cuánto tiempo llevan navegando? ¿Cómo se vive al otro lado del mar y qué han visto de sorprendente en sus viajes?
Los navegantes le contestaron:
— Hemos navegado por el mundo entero. No se vive mal allí. Y por lo que toca a lo extraño y milagroso te diremos lo siguiente: conocíamos una isla inhospitalaria y desierta.
En ella solo se veía un roble en la cima de una colina.
Y ahora hemos encontrado allí una gran ciudad, con un espléndido palacio, multitud de iglesias y magníficas quintas rodeadas de jardines. En el trono hemos visto al príncipe Gvidón, que te saluda con respeto.
El zar Saltán encontró aquello milagroso de verdad y dijo:
— Si viviera un poco más, me gustaría ver la isla y visitar a su príncipe Gvidón.
Pero la hilandera con la cocinera, en unión de la comadre Babarija, quisieron disuadirlo de su propósito:
— ¡Vaya una cosa milagrosa! — dijo la hilandera guiñando el ojo a las otras— . Lo que voy a decirte sí que es milagroso de verdad. Conozco un bosque en el que crece un pino. Debajo de él hay una ardilla que canta y come nueces. Y aquellas nueces tienen corteza de oro, y el fruto es una esmeralda pura. ¡De esto sí que puede decirse que es una maravilla!
El zar Saltán se quedó sorprendido y admirado, pero el mosquito se puso furioso y picó de pronto a su tía en el ojo derecho. La hilandera palideció, se desvaneció y perdió su ojo.
Entonces su hermana, la servidumbre y los demás presentes comenzaron a perseguir al mosquito, chillando:
— ¡Te cazaremos, maldito!
Pero el mosquito se escapó por la ventana, atravesó tranquilamente el mar y volvió a su isla.
Y nuevamente se entristeció el príncipe al contemplar las olas.
Y volvió a presentarse el cisne.
— ¡Te saludo, buen príncipe! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás triste?
Y el príncipe le contestó:
— Estoy triste porque deseo ver una cosa no vista jamás. Sé que en alguna parte del mundo existe un bosque. En aquel bosque crece un pino, debajo del cual hay una ardilla que canta y come nueces. Las nueces tienen cáscara de oro y el fruto es una esmeralda pura… Pero tal vez mienta la gente y no exista semejante cosa…
Mas el cisne le contestó:
— No, príncipe, no miente: existen tal bosque y tal ardilla. No te preocupes, pues me gusta poder complacerte.
Contento, volvió el príncipe a su palacio.
Pero, apenas entraba en el cercado, vio un pino bajo el cual una ardilla se comía una nuez de oro. Dejaba a un lado la corteza, amontonaba las esmeraldas y mientras tanto cantaba «Una vez en un jardín…», y todos la escuchaban.
Se asombró mucho el príncipe Gvidón y dijo:
— ¡Qué maravilloso cisne! ¡Que Dios lo haga venturoso, y a mí también!
Ordenó construir para la ardilla un kiosco de cristal, puso centinelas en sus puertas y designó a un funcionario para llevar la cuenta exacta de las nueces. ¡Gloria a la ardilla! Y ¡vaya ganga para un príncipe!
Soplaba el viento sobre el mar y una nave se deslizaba por las olas con todas sus velas desplegadas. Se acercó a la isla. Se oyeron salvas que ordenaban a la nave entrar en el puerto. Amarró la embarcación y los navegantes fueron llamados a palacio. El príncipe Gvidón los invitó a su mesa para beber y comer, y les preguntó:
— ¿A dónde se dirigen ahora y qué clase de mercancía llevan a bordo?
— Hemos viajado por el mundo entero y vendemos caballos del Don. Nos dirigimos ahora al reino de Saltán, pasando por la isla de Buyana.
— Les deseo, pues, feliz travesía, y les ruego saludar de parte mía al buen zar Saltán.
Los navegantes se despidieron del príncipe y volvieron al mar. Al seguirlos este con la mirada, vio que se acercaba el cisne.
— ¡Ay! — Se lamentó el príncipe— . ¡No puedo resistir más! ¡Quiero ver a mi padre!
El cisne batió las aguas, mojó al joven de pies a cabeza y lo transformó en moscardón.
El moscardón voló entre mar y cielo, alcanzó la nave y se escondió en una rendija.
El viento seguía soplando y la embarcación navegaba alegremente. Pasó por la isla de Buyana y se aproximó al reino de Saltán.
Saltaron a tierra los navegantes y en seguida fueron llamados a palacio; y allí los siguió nuestro moscardón.
Al introducirse en el palacio vio al zar Saltán, vestido todo de oro y llevando puesta la corona, pero sumamente triste…
A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera en unión de la comadre Babarija, las que miraban al zar con ojos de sapo.
El zar Saltán invitó a los navegantes a su mesa y los interrogó:
— ¿Cuánto tiempo llevan navegando? ¿Cómo se vive al otro lado del mar y qué han visto de maravilloso en los países lejanos?
— Hemos navegado por el mundo entero. No se vive mal allí. Y hemos visto una cosa en verdad milagrosa:
una gran ciudad en una isla, magníficos palacios, y quintas rodeadas de jardines. Ante el palacio del rey crece un enorme pino, bajo el cual se levanta un kiosco de cristal. En este kiosco vive una ardilla amaestrada que, mientras canta, va rompiendo nueces. Pero las nueces no son como las otras: su cáscara es de oro puro y su fruto es una esmeralda. La maravillosa ardilla está rodeada de servidores y un funcionario lleva la cuenta exacta de las nueces. El ejército rinde honores a la ardilla. Con las cáscaras se acuñan monedas que circulan por el mundo entero y las muchachas recogen las esmeraldas y las ocultan en sus cofres. Todos son ricos en aquella isla. Allí no hay chozas, sino palacios. Y reina en aquel dichoso país el príncipe Gvidón, que te manda sus saludos.
El zar Saltán se maravilló.
— Si viviera un poco más, me gustaría ver la isla y visitar a su príncipe Gvidón.
Pero la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija, intentaron disuadirlo de la idea.
— ¡Vaya un milagro! ¿Qué tiene de particular que una ardilla rompa nueces de oro y amontone esmeraldas? Sé de una cosa mucho más sorprendente. En cierto lugar, cuando el mar se agita cubriendo la orilla de blanca espuma, salen de las olas treinta y tres héroes gigantes, a cuál más hermoso, capitaneados por un tal Chernomor.
Todos son iguales y todos tienen escamas de oro, que brillan como el fuego. De esto sí que puede decirse que es una maravilla.
Nadie se atrevió a contradecirla. El zar Saltán se quedó con la boca abierta, mientras se enfurecía el moscardón.
Silbó y zumbó y de pronto picó a su tía en el ojo izquierdo.
— ¡A cazarlo, a cazarlo! — gritaron todos— . ¡Te cazaremos, maldito!
Pero era tarde ya. El moscardón se escapó por la ventana. Tranquilamente atravesó el mar y regresó a su isla.
Y de nuevo se paseó el príncipe contemplando el mar.
Y volvió a presentarse el cisne:
— ¡Te saludo, buen príncipe! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás tan triste y preocupado?
— ¡Ah! ¡Si pudiera yo conseguir para mi isla una cosa en verdad maravillosa!...
— Habla, pues; a ver si puedo complacerte…
— No sé en dónde… pero sé que hay un cierto lugar, en el cual, cuando se enfurece el océano y las olas invaden la tierra, salen de ellas treinta y tres héroes gigantes, todos iguales, todos jóvenes y hermosos, capitaneados por un tal Chernomor. Todos tienen escamas de oro que brillan como el fuego…
— ¡Bueno, príncipe! Pues no te preocupes. Si no es más que esto, es fácil arreglarlo.
Conozco a estos jóvenes héroes: son mis hermanos, y haré que se presenten aquí.
El príncipe se fue, olvidando su preocupación. Subió a una torre y desde allí empezó a contemplar el mar. Y no había transcurrido mucho rato cuando se levantaron las olas y salieron de ellas treinta y tres héroes — todos hermosos jóvenes, con escamas de oro que brillaban como el fuego— . Los precedía el viejo y canoso Chernomor, que los condujo a la ciudad.
El príncipe Gvidón bajó corriendo a su encuentro. De todos los lugares acudieron gentes a verlos. Chernomor se acercó, saludó al príncipe y le dijo:
— Nos manda aquí el cisne para que guardemos tu hermosa ciudad.
Cada día saldremos al mar para hacer la ronda en torno a los muros. Así es que pronto nos volveremos a ver. Y ahora, adiós, pues nos molesta el aire de la tierra.
Y dicho esto se alejaron.
El viento seguía soplando y la nave proseguía su camino… Se deslizó por las olas con todas sus velas desplegadas. Se acercó a la isla. Los cañones lanzaron sus salvas, ordenándole que entrara y amarrara. Y como de costumbre el príncipe Gvidón invitó a los navegantes a su mesa y les rogó que contestaran a sus preguntas:
— ¿A dónde se dirigen y qué clase de mercancía llevan a bordo?
— Navegamos por el mundo — contestaron los del barco— . Vendemos armas, plata y oro, y nos dirigimos ahora, pasando por la isla de Buyana, hacia el reino de Saltán.
Los navegantes se despidieron y se hicieron a la mar.
El príncipe se encaminó también a la orilla, en donde lo aguardaba ya el cisne.
— ¡Ah, cisne mío! ¡Cuánto me gustaría ver a mi padre!...
De nuevo batió el cisne las aguas con sus alas y mojó al príncipe. Pero esta vez lo transformó en zángano.
El zángano voló, alcanzó la nave y se escondió en una rendija de popa.
Silbaba el viento y corría la nave. Rebasó la isla de Buyana y se acercó al anhelado reino de Saltán, que ya se vislumbraba en la lejanía.
Pronto amarraron en el puerto, bajaron a tierra y, llamados por el zar, se dirigieron a palacio. Nuestro zángano los siguió y se introdujo en los aposentos del monarca. El zar Saltán estaba en su trono, vestido todo de oro y con la corona puesta. Como siempre, se mostraba triste. A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija. Y las tres mujeres lo miraban con sus cuatro ojos.
El zar Saltán hizo sentarse a los navegantes a su mesa y les preguntó:
— ¿Cuánto tiempo llevan navegando? ¿Cómo se vive al otro lado del mar y qué han visto de milagroso en los países lejanos?
— Hemos recorrido todo el mundo. No se vive mal allí. Y, por lo que a lo maravilloso se refiere, te diremos que hemos visto una isla en la que se levanta una ciudad en verdad prodigiosa. Cada día el mar se enfurece, cubre la tierra de blanca espuma y las olas, al retirarse, dejan en la orilla a treinta y tres valientes héroes, gigantes, hermosos jóvenes, con escamas de oro, y precedidos por el viejo Chernomor. Los pone en doble fila y todos hacen la ronda en torno a los muros de la ciudad. Y no hay guardianes mejores ni más seguros en el mundo entero.
Reina allí el príncipe Gvidón, que te manda sus saludos.
— Si viviera un poco más, me gustaría ver la isla y visitar al príncipe Gvidón.
Esta vez la hilandera y la cocinera no chistaron. Pero la comadre Babarija dijo sonriendo con malicia:
— Nadie podrá asombrarnos con semejante cosa. No sé si es verdad o mentira, pero nada de sorprendente veo en ello. ¡Vaya una maravilla! ¿Qué tiene de particular que unos mancebos salgan del mar para vigilar una ciudad?
Conozco una cosa…, ¡pero esa sí que es en verdad maravillosa! Dicen que al otro lado del mar existe una princesa de belleza tal que todo el que la ve no puede apartar de ella la mirada. Deslumbra al día y todo lo ilumina por la noche. En sus cabellos lleva la luna y en su frente brilla una estrella. Tiene un andar de pavo real y su voz es más dulce que el murmullo de un arroyuelo. ¡De eso sí que puede decirse que es una maravilla!
El zar Saltán se quedó con la boca abierta. Pero el príncipe se indignó, aunque tuvo lástima de la vieja Babarija. Se puso a zumbar en torno a ella y la picó en la nariz, produciéndole una enorme hinchazón.
Y volvieron a gritar todos:
— ¡A él! ¡a él! ¡Esta vez te cazaremos, maldito!
Pero el zángano voló por la ventana, atravesó tranquilamente el mar y regresó a su isla.
El príncipe se paseaba a orillas del mar y se le acercó el blanco cisne nadando por las aguas cristalinas.
— ¡Te saludo, hermoso príncipe! ¿Por qué estás tan triste?
— Pues dime, ¿cómo puedo estar alegre? La gente se casa y solo yo permanezco soltero.
— ¿Y a nadie tienes que pueda ser tu novia?
— Sí y no. Dicen que existe una princesa tan hermosa que aquel que la ha visto una vez no puede ya apartar de ella la mirada. Deslumbra hasta a la luz del día y todo lo ilumina por la noche. En sus cabellos lleva la luna y en su frente brilla una estrella. Es majestuosa como un pavo real y su voz es más dulce que el murmullo de un arroyuelo…
Pero no sé si lo que dicen es verdad o mentira…
El cisne permaneció un instante callado y dijo luego:
— Sí. Existe tal princesa. Pero casarse no es cosa tan sencilla como ponerse un guante. Luego ya no te lo podrás quitar. Así es que voy a darte un consejo para que lo medites bien antes de decidirte.
Pero el príncipe empezó a jurar que se había propuesto casarse y que había pensado y meditado suficientemente en ello. Y que, de ser preciso, estaba dispuesto a ir a buscar a la princesa hasta el fin del mundo.
Al oír estas palabras, el cisne suspiró profundamente y le dijo:
— No hace falta ir tan lejos. Debes saber que tu destino está muy cerca de ti: ¡la princesa de que hablan soy yo!
Y al decir esto se levantó, voló por encima de las olas y se escondió detrás de unos arbustos, y se transformó allí en una hermosa princesa. En sus cabellos brillaba la luna y en la frente llevaba una estrella. Se acercó caminando como un pavo real y al empezar a hablar parecía que murmuraba un arroyuelo.
Al verla, el príncipe corrió a su encuentro, la estrechó contra su pecho y se apresuró a presentársela a su madre, a la que suplicó:
— ¡Ah, madre mía querida! He encontrado una prometida que deberá ser mi esposa y que siempre y en todo te obedecerá. Así, pues, te suplicamos que bendigas a tus hijos, pues lo somos, para que podamos vivir en paz y amor.
Entonces la madre levantó un icono y, aunque llorando, los bendijo:
— ¡Que Dios los haga felices, queridos hijos míos!
El príncipe no quiso retrasar ni un día el casamiento.
Se celebró la boda y empezaron a esperar hijos.
Soplaba el viento. Una nave se deslizaba sobre el mar con todas las velas desplegadas, dirigiéndose al puerto de una gran ciudad. Se oyeron salvas. La nave amarró.
El príncipe Gvidón aguardaba ya a sus huéspedes los navegantes, a los que invitó a beber y a comer.
— ¿A dónde van ahora? Y ¿qué llevan a bordo para vender?
— Hemos navegado por el mundo entero vendiendo lo que no se debería vender… Pero ahora nos dirigimos a la tierra del zar Saltán, pasando por la isla de Buyana.
— Pues les deseo una feliz travesía. Y le ruego que recuerden al zar Saltán su intención de visitarme. ¡Hace mucho tiempo que lo espero! ¡Salúdenlo de parte mía!
Los navegantes se hicieron a la mar, pero esta vez el príncipe se quedó en casa, pues no quiso abandonar a su joven esposa.
Silbaba el viento. La nave rebasó la isla de Buyana y se dirigió al reino de Saltán, que ya se vislumbraba en la lejanía. El zar Saltán aguardaba a los huéspedes en su palacio, reposando en su trono, vestido todo de oro y llevando puesta la corona. A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera en unión de la comadre Babarija, que miraban, las tres, con sus cuatro ojos. El zar Saltán rogó a los navegantes que se sentaran a su mesa y les preguntó:
— ¿Qué han visto viajando por el mundo? ¿Cómo se vive al otro lado del mar?
— Hemos viajado por el mundo entero. No se vive mal allí. Pero lo que hemos visto esta vez es en verdad maravilloso. Existe una isla; en ella hay una magnífica ciudad, llena de iglesias con cúpulas doradas, de quintas rodeadas de jardines y de multitud de palacios.
Ante el del príncipe crece un pino, y bajo el pino se levanta un kiosco de cristal. En el kiosco vive una ardilla amaestrada que canta siempre y rompe las nueces con sus dientes.
La cáscara de esas nueces es de oro puro, y el fruto es una esmeralda.
Todos se ocupan de ella y la vigilan… Además, hay allí una cosa más maravillosa aún: cuando el mar se enfurece, cubriendo la tierra con su espuma, y se retiran las olas quedan en la orilla treinta y tres héroes, jóvenes, hermosos, iguales, con escamas de oro que brillan como el fuego. Los capitanea Chernomor. Y no hay en el mundo guardia más segura que aquella…
Además, el príncipe tiene por esposa a una hermosa princesa. Nadie que la haya visto una vez puede apartar de ella la mirada. Deslumbra al día y todo lo ilumina por la noche.
En sus cabellos lleva la luna y en su frente brilla una estrella. En el trono se sienta el príncipe Gvidón, que se lamenta de que no lo hayas visitado todavía.
Al oír esto, Saltán mandó preparar una escuadra.
Pero la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija, no quisieron permitirle realizar el viaje para ver la isla milagrosa.
Mas el zar Saltán no les hizo caso:
— ¿Soy un rey o soy un niño? — Les dijo irritado—. ¡Pues me marcho hoy mismo!
Y diciendo esto salió dando un portazo.
El príncipe Gvidón estaba sentado frente a la ventana y contemplaba el mar tristemente.
El mar estaba en calma y no se veía ola alguna… Pero en el horizonte aparecieron naves… Era la flota de Saltán, que se deslizaba sobre el océano.
Al adivinarlo, el príncipe Gvidón dio un salto y gritó:
— ¡Eh! ¡Madre mía, esposa querida, miren allí… Viene mi padre!
Se aproximó la escuadra. Gvidón miró con un anteojo.
En la cubierta pudo ver al zar Saltán, que también los miraba con un anteojo. A su lado estaban la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija. Los tres quedaron maravillados ante la isla desconocida.
Entonces, tronaron todos los cañones y fueron lanzadas al vuelo todas las campanas. El príncipe Gvidón descendió a la orilla para recibir al zar, y al propio tiempo a la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija. Y sin explicación alguna los llevó a palacio.
Entraron todos. En las puertas montaban guardia los treinta y tres héroes gigantes, todos hermosos jóvenes con escamas de oro puro, y al frente de ellos Chernomor.
El zar entró en el cercado y vio cómo debajo de un pino la ardilla cantaba una canción, rompiendo una nuez de oro, sacando la esmeralda y colocándola en un saquito.
Y todo el cercado estaba repleto de cáscaras de oro.
Los recién llegados entraron en los aposentos. Allí los recibió la princesa, que era en verdad maravillosa. En sus cabellos llevaba la luna y en su frente brillaba una estrella. Su andar era el de un pavo real. A su lado estaba su suegra.
El zar la miró y la reconoció…
— ¿Qué veo? ¿Qué es esto? — exclamó. Y empezó a sollozar… Abrazó luego a la zarina, a su hijo y a su joven esposa.
Acto seguido todos se sentaron a la mesa y dio comienzo un alegre festín.
Mientras tanto la hilandera y la cocinera, como también la comadre Babarija, se escondieron en sendos rincones. Las encontraron, pero ellas se arrepintieron e imploraron gracia.
El zar Saltán, vista la felicidad común, las perdonó, y las mandó a casa.
Al declinar el día, Saltán se emborrachó de tal manera que tuvieron que llevarlo a la cama.
Y yo estuve allí. Me ofrecieron cerveza, vino y miel, que me pasaron muy cerca de la boca y solo me mojaron el bigote.
FIN
El pescador y el pez dorado
Alexander Pushkin
Érase una vez un pescador anciano que vivía con su también anciana esposa en una triste y pobre cabaña junto al mar. Durante treinta y tres años el anciano se dedicó a pescar con una red y su mujer hilaba y tejía. Eran muy pero que muy pobres.
Un día, se fue a pescar y volvió con la red llena de barro y algas.
La siguiente vez, su red se llenó de hierbas del mar. Pero la tercera vez pescó un pequeño pececito.
Pero no era un pececito normal, era dorado. De repente, el pez le dijo con voz humana:
-Anciano, devuélveme al mar, te daré lo que tú desees por caro que sea.
Asombrado, el pescador se asustó. En sus treinta y tres años de pescador, nunca un pez le había hablado. Entonces le dijo con voz cariñosa:
-¡Dios esté contigo, pececito dorado! Tus riquezas no me hacen falta, vuelve a tu mar azul y pasea libremente por la inmensidad.
Cuando volvió a casa, le contó a la anciana el milagro: que había pescado un pez dorado que hablaba y que le había ofrecido riquezas a cambio de su libertad. Pero que no fue capaz de pedirle nada y lo devolvió al mar. La anciana se enfadó y le dijo:
-¡Estás loco! ¡Desgraciado! ¿No supiste qué pedirle al pescado? ¡Dale este balde para lavar la ropa, está roto!
Así, se volvió al mar y miró. El mar estaba tranquilo aunque las pequeñas olas jugueteaban. Empezó a llamar al pez que nadó hasta su lado y con mucho respeto le dijo:
-¿Qué quieres, anciano?
-Su majestad pez, mi anciana mujer me ha regañado. No me da descanso. Ella necesita un nuevo balde porque el nuestro está roto.
El pez dorado contestó:
-No te preocupes, ve con Dios, tendrás un balde nuevo.
Volvió el pescador con su mujer y ella le gritó:
-¡Loco, desgraciado! ¡Pediste, tonto, un balde! Del balde no se puede sacar ningún beneficio. Regresa, tonto, pídele al pez una isba.
Así volvió el viejo al mar y este estaba revuelto. Llamó de nuevo al pez y este le preguntó:
-¿Qué quieres, anciano?
-Su majestad pez, mi anciana mujer me ha regañado aún más. No me da descanso. La anciana amargada pide una isba.
El pez dorado contestó:
-No te preocupes, ve con Dios, tendrás una isba.
Cuando volvió, se encontró a la anciana sentada en una piedra y, a sus espaldas, había una maravillosa isba con chimenea de ladrillo y un gran portón.
No quedaba rastro de la cabaña de madera.
-¡Estás loco! Desgraciado! -volvió a gritarle la anciana-. No quiero vivir como una pobre campesina, quiero ser una burguesa.
De nuevo, volvió al mar a buscar al pez. El mar no estaba en absoluto tranquilo. Llamó al pez y este le dijo:
-¿Qué quieres, anciano?
-Su majestad pez, mi anciana mujer me ha regañado nuevamente. No me da descanso. Ella quiere dejar de ser campesina, quiere ser burguesa.
-No te preocupes, anciano. Ve con Dios.
Cuando volvió, vio a su esposa ataviada con ropas caras, un collar de perlas, botas rojas y una corona. Tenía criados a los que azotaba continuamente.
El viejo le dijo:
-¡Buenos días, noble señora! ¡Estarás ahora contenta!
Pero ella ni lo miró y lo hizo llevar a las cuadras.
Volvió a obligarle a ir al mar por la fuerza. Incluso llegó a pegarle en la cara.
Ya no quería ser burguesa y le dijo que le pidiera al pescado que la convirtiera en zarina. Eso hizo el anciano. Volvió al mar, que estaba de color negro y agitado y le pidió al pez lo que su anciana mujer le había solicitado.
Cuando volvió a la aldea, su mujer estaba sentada en una gran mesa llena de manjares y servida por infinidad de criados. Detrás había soldados con hachas que vigilaban su seguridad. El viejo hizo una reverencia y le dijo:
-¡Buenas, su alteza zarina! -y ella lo hizo sacar de allí a palos y casi le dan con las hachas.
Esa semana la anciana lo hizo llamar de nuevo. Le dijo que quería ser la dueña del mar y poseer incluso al pez mágico. Lo mandó de vuelta al mar para que cumpliera con sus deseos.
El anciano le dijo al pez que su mujer quería ser la dueña de todo, vivir en el mar y por supuesto, poseerlo a él. El mar estaba absolutamente revuelto. Había una tormenta con olas tremendamente grandes y daba miedo acercarse.
El pez le salpicó con la cola y no dijo nada.
De repente, el anciano se encontró en su barca pescando con su vieja red. En la orilla, su anciana y amargada mujer estaba sentada frente a la casucha en la que habían vivido siempre.
A sus pies, estaba el balde roto.
FIN
El gallo de oro
Alexander Pushkin
Mucho tiempo ha, antes de que viviera el abuelo de tu abuelo, el ilustre Zar Dadón gobernaba su reino, defendiéndole de las invasiones de sus enemigos.
Cuando alguien se atrevía a retarlo, ceñía su brillante espada y se iba a la guerra, cayendo sobre su enemigo con tal fiereza y causando tal número de muertes, que no dejaba vivo más que a uno solo, para que éste pudiera volver a su patria llevando las noticias de las proezas de Dadón. Por eso los monarcas vecinos temblaban al oír el nombre de Dadón; temían que príncipes y nobles lo aclamasen y se inclinasen profundamente ante él, aceptando cualquier humillación que el Zar Dadón les impusiese y sufriéndola en silencio.
Pasaron los años, enflaqueció su brazo y se debilitó su vista. Su cabeza no podía ya soportar el peso del poder y sus espaldas se doblaban bajo el fardo impuesto. Se vio obligado a abandonar los rigores de las guerras y a avenirse a un género de vida más cómodo y muelle. Sus vigilantes enemigos, que todo lo sufrían en los días de juventud y fortaleza, veían ahora que la debilidad se había apoderado del Zar. En cuanto se hubieron percatado de ello, reunieron sus tropas, y, pasando las fronteras, arruinaron las tierras y se dedicaron al pillaje, asolando todo a su paso. Dadón obligó a sus debilitados miembros a ir de nuevo a la guerra y multiplicó sus legiones de guerreros, cuyo número fue tan grande que no quedó nadie para sembrar la tierra y cuidar de las viñas. De este modo el hambre se dejó sentir en todo el reino. A pesar de ello, no podía vencer a sus enemigos; sus soldados se batían con denuedo y con valor morían; mas Dadón quedaba confundido por las hordas de sus adversarios, como un corcel fatigado por los golpes de su jinete implacable. Cuando dirigía sus pasos hacia el Sur, seguíanle rápidos escuderos que venían a darle la nueva de que una fuerza armada se acercaba hacia el Oeste. Si volvía grupa, para ir en la dirección indicada, un toque de trompetas daba la alarma hacia el Este. Así es que el Zar Dadón no conocía ya la alegría durante el día, ni la paz en la noche.
En vista de estos acontecimientos, mandó a sus heraldos proclamar por todo el reino que aquél que encontrase el medio de traer la destrucción sobre los enemigos de Dadón, recibirían de su Zar los más altos honores y un monte formado con rublos de oro. Pasaron dos días, con sus noches, sin que nadie se presentara ante el Zar. Al tercero, acercóse hasta el trono de Dadón un viejo brujo que pasaba por la ciudad. Negras eran sus vestiduras y blanca como la pluma de un cisne su larga barba. Su rostro estaba marchito como hoja seca, y sus ojos brillaban como dos tizones encendidos entre las grises cenizas. En su mano derecha llevaba un saco, de cuyas profundidades sacó un gallo de oro, que ofreció a Dadón diciendo: “Señor, el aviso de Vuestra Majestad ha llegado hasta el polvoriento rincón del mundo donde este vuestro servidor ejercita sus pobres artes. Recibid este gallo de oro que he confeccionado para vuestras necesidades. Es fiel, vigilante y atrevido. Hacedlo colocar en la parte más alta de la cúpula de vuestro dorado palacio, y ya no necesitaréis más centinelas. Cuando vuestros enemigos permanezcan pacíficos tras sus fortificaciones, se quedará sin movimiento en su puesto. Pero si el aire que pasa sobre los montes le trajese el más ligero aviso de su proximidad, bien viniesen vuestros enemigos de los desiertos del Oeste, o de los mares del Sur o de los perfumados bazares del Oriente, mi gallo de oro erizará sus plumas, levantará su cresta, y, volviéndose hacia la dirección en que Vuestra Majestad sea amenazado, lanzará un “quiqui-rri-quí”, en tonos a la vez tan suaves y tan penetrantes, que llegarán a vuestros oídos, Señor, aunque Vuestra Majestad esté enterrado bajo las nieves de cincuenta años”.
Dadón cogió en su mano el gallo de oro y se rió alegremente. Luego replicó: “¡Oh sabio y salvador de mi reino! Tú que has servido fielmente a un príncipe, alcanzarás una recompensa digna de él. Serán tuyos un monte de oro o un río de plata, y cualquiera que fuere tu deseo, bien ahora, bien más tarde, será mío también y se cumplirá sin dilación. Quede esto como mi promesa”.
“¿Qué falta me hacen el oro ni la plata, Señor, si yo me contento con pan negro para saciar mi hambre y con agua clara para apagar mi sed? Mis deseos tampoco son los de otros hombres. Sin embargo, ¿quién puede leer en las estrellas lo que allí está escrito? Puede que algún día vuelva a pedir a Vuestra Majestad que cumpla su compromiso”. Diciendo esto, el brujo saludó tres veces, con la cabeza inclinada hasta el suelo, y abandonó el palacio sin que nadie volviera a verle.
Ordenó el Zar que el gallo de oro fuese colocado en la parte más alta del domo de su dorado palacio. Mientras los enemigos del Zar estuvieron pacíficamente tras sus fortificaciones, el gallito parecía dormir en su alto puesto, pero en cuanto percibía el primer movimiento de guerra, por muy distante y secreto que fuera, él despertaba, erizábanse sus plumas de oro, levantaba su cresta y volviéndose en la dirección del peligro, gritaba: “¡Qui-qui-rri-quí! ¡Qui-qui-rri-quí! Guarda tu reino como yo cuido de tu paz. ¡Qui-qui-rri-quí!”
Estos gritos los lanzaba con voz tan suave y tan penetrante a la vez, que siempre los oía Dadón, estuviese despierto o dormido, en el jardín o galopando en una cacería. Mandaba el Zar a sus legiones contra el enemigo, que era diezmado y diseminado a los cuatro vientos, así que la gloria del Zar era proclamada de nuevo y nadie se atrevía a luchar con él. De esta manera velaba el gallo de oro por la paz del reino, mientras el Zar se levantaba contento y se acostaba al anochecer con el espíritu tranquilo. La paz reinaba en todas las fronteras.
Así pasaron tres alegres años, y, al principio del cuarto, una noche que Dadón dormía su tranquilo sueño, le pareció que un grito débil y lejano turbaba su descanso. Era tan suave el grito, sin embargo, que el Zar, sin darle importancia, lanzó un profundo suspiro, tiró del cubrepiés, hasta acercarlo más a su cabeza, y siguió durmiendo.
Mas un súbito tumulto se levantó en las calles, se acercó a los muros del palacio, creciendo por momentos en volumen y furia, hasta que despertó el Zar, el cual gritó: “¿Quién se atreve a turbar el sueño de Dadón el Zar?” La voz del general de sus tropas se hizo oír, diciendo:
“¡Oh, Zar! Padre y defensor de nuestro pueblo, despierta. Nos acecha el desastre. Despierta ¡oh, Zar! y cuida de tu reino”.
“Volved a vuestros lechos, tontos –gritó Dadón– y quedáos en paz.
¿No sabéis que mientras duerme el gallo de oro no puede acaecernos mal alguno?”
“El gallo de oro está despierto, Señor, y grita hacia el Oeste, mientras vuestro pueblo clama a vos para alcanzar vuestra protección”.
Dadón miró por la ventana, hacia donde el gallo de oro vigilaba desde su encumbrado puesto. Pudo ver entonces que batía sus alas con verdadero furor, vuelto hacia el Oeste, y levantaba su cresta de oro, gritando: “¡Qui-qui-rri-quí! ¡Qui-qui-rri-quí! Defiende tu reino hacia el Oeste. ¡Qui-qui-rri-quí!”
En el mismo instante el Zar ciñó su corona, cogió su cetro y salió del palacio. Ordenó que se levantara un ejército, a cuya cabeza colocó a su hijo mayor, conocido en todo el reino por el nombre de Igor el Valiente. Le besó en ambas mejillas y le despidió diciendo:
“Por la cabeza de mi enemigo te daré medio reino”. Igor el Valiente, contestó: “Tu enemigo es también el mío, mi Zar y Señor”. Y montado sobre su corcel, de color gris hierro, salió galopando hacia el Oeste seguido de sus tropas.
El gallo de oro quedóse silencioso en el pináculo donde estaba, y el pueblo de Dadón volvió tranquilo a sus respectivas moradas. El Zar se acostó de nuevo en su lecho real y cayó en un tranquilo sueño. Pasaron ocho días. Dadón esperaba nuevas de la guerra y de su hijo Igor; mas por mucho que mirase desde su ventana, no veía acercarse ningún heraldo portador de noticias que viniera del Oeste, ni podía saber nada de lo sucedido.
Súbitamente, el gallo de oro se despertó desde su alto puesto, erizó sus plumas, levantó su cresta, y gritó: “¡Qui-qui-rri-quí! ¡Qui-qui-rri-quí! Guarda tu reino hacia el Oeste. ¡Qui-qui-rri-quí!”
De nuevo un murmullo se levantó entre los habitantes de la ciudad, creció hasta convertirse en tumulto y rodeó el palacio del Zar suplicándole protección.
Éste ordenó inmediatamente que se levantara un segundo ejército, mayor que el de Igor el Valiente, en número de mil legiones, a cuya cabeza colocó a su hijo el segundo, conocido en todas partes con el nombre de Oleg el Hermoso. Besó el Zar a su hijo el segundo en ambas mejillas, y lo despidió diciendo: “Por la cabeza de mi enemigo te daré medio reino”. Oleg el Hermoso, contestó: “Tu enemigo es también el mío, mi Zar y Señor”. Y montando un corcel, más blanco que la leche, salió galopando hacia el Oeste seguido de sus tropas.
El gallo de oro quedóse silencioso en su pináculo y el pueblo volvió a sus respectivas moradas, mientras Dadón descansaba. Pasaron otros ocho días, y por más que Dadón recorría con la mirada todo el horizonte hacia el Oeste, no veía ningún heraldo que le trajera noticias de su hijo Oleg. Los ojos del Zar se cerraban de cansancio. Ningún correo traía nuevas de la guerra sostenida contra sus enemigos. El corazón de Dadón se llenaba de pesar y de miedo, mientras su pueblo trataba de esconderse en sitios ocultos o recorría las calles con terror.
Súbitamente el gallo de oro se despertó, erizó sus plumas, levantó su cresta y gritó: “¡Qui-qui-rri-quí! ¡Qui-qui-rri-quí! Guarda tu reino hacia el Oeste.
¡Qui-qui-rri-quí!”
Inmediatamente ordenó el Zar que un tercer ejército fuese reunido, mayor en número, compuesto de infinidad de legiones, más aún que el de Igor el Valiente y el de Oleg el Hermoso. Ciñó Dadón su brillante espada, montó en su negro corcel y salió galopando hacia al Oeste, seguido de sus tropas y teniendo por compañera inseparable la gris preocupación. Viajaban sin cesar hacia el Oeste, mientras el sol se ponía, caía la noche y la aurora despuntaba. Así pasaron la siguiente noche y trotaban aún sin acortar su paso ni descansar. Escrutaban con su mirada cielo y tierra, pero no veían en sitio alguno las tiendas de campaña de sus ejércitos, ni los montículos funerarios de sus enemigos, ni los campos de batalla rociados en sangre.
“Esto debiera ser para mí un augurio –pensó Dadón–; pero ¿quién podría decirme si es bueno o malo?” Siguieron viajando hasta el amanecer y pasaron el día y la noche siguientes.
Los soldados se dormían en sus sillas, y los caballos tropezaban a fuerza de cansancio. Así viajaron siete días y siete noches, hasta que el día octavo llegaron a la vista de unas colinas color púrpura. A través de la abertura de una roca vieron una tienda de campaña de seda. Dijo Dadón: “Esta es la tienda de mi enemigo”.
Sin embargo, sobre las colinas y los valles cercanos reinaba un profundo silencio.
Se acercaron varios a la abertura de la roca, y se encontraron con el cadáver de uno de los acompañantes de Igor el Valiente, que tenía una gran herida en un lado. Cerca de este, vieron a otro del acompañamiento de Oleg el Hermoso, cuya cabeza estaba separada del tronco. Dadón miró en derredor suyo, y se vio rodeado de los cuerpos sin vida de los que fueron sus ejércitos. Mas no veía a sus hijos. Desnudó entonces su espada y se dirigió hacia la tienda de su enemigo. Su corcel temblaba, como no queriendo llevarlo más lejos. Desde cierta distancia, apercibió los caballos de sus dos hijos, que galopaban, como locos, hacia todas direcciones; pero ellos, los jefes de los ejércitos, permanecían ocultos.
Bajó entonces el Zar de su corcel y se dirigió hacia la tienda de seda. Se paró a la entrada. ¡Allí estaban sus hijos! Sus armaduras yacían al lado, y las espadas de ambos estaban clavadas en el corazón de los dos hermanos convertidos en adversarios. El Zar se desplomó sobre el suelo, rompió sus vestiduras y alzando la voz en terribles lamentos, prorrumpió: “¡Ay de mí! ¡Mis dos hermosos hijos cayeron en un lazo! ¡Vuestra muerte será la mía, hijos! ¡Vosotros debíais haber vivido lo bastante para presenciar la muerte de vuestro padre y he aquí que me toca llorar la vuestra!” Todo el ejército unió sus lágrimas a las de su Zar, de tal manera, que hasta las mismas montañas retemblaban y en los valles repercutían los ecos de sus llantos. Súbitamente se levantó la cortina que tapaba la entrada de la tienda, y una doncella salió de su recinto. Su belleza podía ser comparada a la de la aurora, al radiante sol o a las brillantes estrellas. Cuando el Zar la contempló, quedó inmóvil, y su corazón se apaciguó, como un pájaro nocturno cuando cae la tarde. Ella sonrió, haciéndole olvidar, con su sonrisa, de dónde venía y a qué iba. La memoria de sus dos hijos le pareció cosa indiferente. Esa mujer era aquella cuya belleza cegaba a los hombres y enamoraba sus corazones de tal manera, que todo lo que antes de verla les era querido y familiar, se convertía en extraño y ajeno. Nadie podía resistirse a la fuerza de su hechizo.
Inclinó su cabeza ante el Zar, cogió su mano en la blanca mano suya, y le guió hasta el interior de la tienda. Fue colocado el Zar ante una mesa, llena de ricas y exóticas viandas y vinos bermejos, que le fueron servidos.
Sin poder apartar su mirada de la doncella, dijo: “Buscaba la tienda de mi enemigo y he encontrado la de mi amada”.
Ella seguía sonriente y muda. Cogió perfumes y aceites olorosos, para ungir con ellos el cuerpo del Zar. Luego le llevó a descansar sobre un lecho de plumas de cisne y le cubrió con un paño de oro. Se sentó a su lado, tocó armoniosas melodías, y Dadón quedó dormido.
Durante ocho días vivió Dadón en la tienda de la joven, comiendo y bebiendo copiosamente, en un descanso tan agradable, que no conoció hastío ni añoranza. Al anochecer del día octavo, pidió que trajeran ante él un carro tirado por cuatro caballos y dijo a la joven:
“Ahora debes venir conmigo a mi dorado palacio para vivir allí, con amor y alegría, como yo lo he hecho aquí en tu tienda de seda”. Asintió la muchacha y subió al carro. Dadón se sentó a su lado y tomó en su mano la mano de la joven, como un pájaro que encuentra su nido. De esta manera hicieron el viaje. A una “versta” de la ciudad, el pueblo de Dadón salió a aclamarle con gritos y regocijos, pues las nuevas de lo sucedido habían precedido su llegada, y el pueblo se alegraba de que el gallo de oro durmiera en su pináculo y de que su Zar, que había salido de su ciudad en peligro, volviera sano y salvo trayendo a su lado a una Zarina, la más hermosa de cuantas había en los reinos de la tierra. El corazón de Dadón se llenó de orgullo. Saludaba en todas las direcciones con su sombrero de plumas, para contestar a las aclamaciones del pueblo, que le daba así su bienvenida. La joven sonreía.
Súbitamente la muchedumbre se apartó, y el viejo brujo apareció ante el carro del Zar. Negras eran sus vestiduras y blanca su barba como la pluma del cisne. Su rostro estaba tan marchito como una hoja seca y sus ojos relucían como dos carbones encendidos que estuviesen entre cenizas. El Zar lo acogió benévolamente, exclamando: “¡Salud a ti, padre venerable! Y que viva sin fin el gallo de oro. Él me ha traído la paz a mi reino y a mi amada entre mis brazos”.
El brujo saludó tres veces hasta el suelo, y dijo: “Compláceme que vuestra majestad mire favorablemente a mi gallo de oro, pues he venido a que cumpla mi Zar su palabra. Me jurasteis, Señor, que me sería concedido lo que yo deseara, sin que nada hiciera demorar el cumplimiento de mi deseo.
Esa fue la palabra que me dió el Zar. Mi deseo es tener a esta joven por esposa”.
Se levantó Dadón echando chispas por los ojos, y con voz tremenda, que recordaba el trueno en las montañas, dijo, mientras el pueblo cambiaba sus aclamaciones por un profundo silencio: “¿Qué locura tuya es ésta, imbécil y malvado? ¿Qué espíritu infernal ha cambiado tu sabiduría en locura y tu honor en vergüenza?”
“Yo sólo recuerdo vuestra promesa, Señor”.
“Mas en todo hay un límite, y esta joven no es para ti”.
“De esta manera el Zar será perjuro”.
“Aunque lo fuera veinte veces no la conseguirías. Te puedo dar el oro que pidas, más de lo que puedan llevar diez hombres; tuyos son los vinos más preciados de las bodegas reales, el corcel más rápido de las cuadras del Zar.
Rango y honores, inmensas tierras te serán otorgadas. ¡Hasta la mitad de mi reino te daría! Después de tu Señor, serás el hombre más importante del reino”.
“Mi deseo no es poseer tierras, riquezas, honores, ni rápidos corceles, ni vinos preciados. Mi único deseo es poseer esta doncella. Cumplid vuestra promesa y entregádmela”.
La ira del Zar entonces fue extraordinaria. Escupió sobre el traje del anciano, y le gritó: “¡Vete! ¡Fuera de mi vista, o no respondo de lo que pudiera hacerte!” Mas el brujo no se movió. Gritó Dadón, de nuevo: “¡Que se lo lleven!”
Dos soldados se adelantaron, pero cuando quisieron apresar al viejo para llevarlo, sus brazos se inmovilizaron. De nuevo gritó el brujo: “¡Vuestra promesa, Señor!” Mas la locura de aquel que quiere discutir con un monarca es la mayor que se conoce. Dadón levantó su cetro de oro y dió tal golpe sobre la frente del anciano, que éste cayó al suelo, envuelto en sus negras vestiduras.
Su espíritu voló a otras regiones. El pueblo del Zar sintió entonces que el acto malvado de su monarca turbaba su espíritu y todos trataron de evitar las miradas del Zar. El corazón de Dadón también se sentía oprimido por el peso del pecado. Mas la joven, que no conocía ni el bien ni el mal, echóse a reír alegremente y dio a sus rojos labios una gracia incomparable. Oyéndola, Dadón reconfortó su ánimo. Siguieron, pues, su viaje y abandonaron el cuerpo del viejo brujo.
Al llegar a las puertas de la ciudad, oyeron todos un súbito ruido, como el batir de múltiples alas. Mirando hacia arriba, la muchedumbre vió que el gallo de oro volaba desde el pináculo, donde estuviera hasta entonces, y caía sobre la cabeza del Zar. Los ojos de la muchedumbre estaban fijos en él. Mas no se alzó una mano para socorrerlo. Todos quedaron paralizados, como bajo el poder de algún extraño encantamiento. El gallo de oro dio un picotazo sobre la cabeza del Zar, gritando: “¡Qui-qui-rri-quí! ¡Qui-qui-rri-qui! Que recaiga sobre tu cabeza todo el mal que nos has traído. ¡Qui-qui-rri-quí!” Desplegó entonces sus alas de oro y voló muy lejos de la vista de los hombres a regiones desconocidas. Dadón cayó al suelo, hizo oír un solo gemido y murió. En cuanto a la joven que estaba a su lado, se desvaneció como un sueño que ha acabado.
FIN
Los tres cerditos
Joseph Jacobs
Había una puerca vieja con tres cerditos, y como no tenía para mantenerlos, los envió a buscar fortuna. El primero que salió se encontró con un hombre con un fardo de paja y le dijo:
— Por favor, hombre, dame esa paja para construirme una casa.
Lo cual hizo el hombre, y el cerdito construyó una casa con él. En ese momento llegó un lobo, llamó a la puerta y dijo:
— Cerdito, cerdito, déjame entrar.
A lo que el cerdo respondió:
— No, no, por los pelos de mi mentón mentón.
El lobo entonces respondió a eso:
— Entonces soplaré, soplaré y volaré tu casa.
Así que resopló, resopló, voló su casa y se comió al cerdito.
El segundo cerdito se encontró con un hombre con un fardo de aulaga y le dijo:
— Por favor, hombre, dame esa aulaga para construir una casa.
Lo cual hizo el hombre, y el cerdo edificó su casa. Entonces vino el lobo y dijo:
— Cerdito, cerdito, déjame entrar.
— No, no, por los pelos de mi mentón mentón.
— Entonces soplaré, soplaré y volaré tu casa.
Así que resopló, resopló, resopló, resopló y finalmente derribó la casa y se comió al cerdito.
El tercer cerdito se encontró con un hombre con una carga de ladrillos y le dijo:
— Por favor, hombre, dame esos ladrillos para construir una casa.
Entonces el hombre le dio los ladrillos, y él construyó su casa con ellos. Vino, pues, el lobo, como había hecho con los otros cerditos, y dijo:
— Cerdito, cerdito, déjame entrar.
— No, no, por los pelos de mi mentón mentón.
— Entonces soplaré, soplaré y volaré tu casa.
Bueno, sopló y sopló, y sopló y sopló, y sopló y sopló; pero no pudo derribar la casa. Cuando descubrió que no podía, con todo su resoplido y resoplido, derribar la casa, dijo:
— Cerdito, sé dónde hay un buen campo de nabos.
— ¿Dónde? — dijo el cerdito.
— Oh, en Home-field del Sr. Smith, y si está listo mañana por la mañana, lo llamaré, iremos juntos y compraremos algo para la cena.
— Muy bien, — dijo el cerdito, — estaré listo. ¿A qué hora piensas ir?
— Oh, a las seis en punto.
Bueno, el cerdito se levantó a las cinco, y cogió los nabos antes de que viniera el lobo (que lo hizo como a las seis) y quien dijo:
— Pequeño Cerdito, ¿estás listo?
El cerdito dijo:
— ¡Listo! Estuve y volví otra vez, y obtuve una buena olla para la cena.
El lobo se enojó mucho por esto, pero pensó que de alguna u otra manera le haría daño al cerdito, así que dijo:
— Cerdito, sé dónde hay un hermoso manzano.
— ¿Dónde? — dijo el cerdo.
— Abajo en Merry-garden, — respondió el lobo, — y si no me engañas, iré a buscarte mañana a las cinco en punto y traeré algunas manzanas".
Bueno, el cerdito se apresuró a la mañana siguiente a las cuatro y se fue a por las manzanas, con la esperanza de volver antes de que viniera el lobo; pero tuvo que ir más lejos, y tuvo que trepar al árbol, de modo que justo cuando bajaba de él, vio venir al lobo, el cual, como podéis suponer, le asustó mucho. Cuando el lobo se acercó dijo:
— ¡Cerdito, qué! ¿Estás aquí antes que yo? ¿Son buenas manzanas?
— Sí, mucho, — dijo el cerdito. — Te arrojaré uno.
Y lo tiró tan lejos, que, mientras el lobo iba a recogerlo, el cerdito saltó y corrió a su casa. Al día siguiente volvió el lobo y le dijo al cerdito:
— Cerdito, hay una feria en Shanklin esta tarde, ¿quieres ir?”
— Oh, sí, — dijo el cerdo, “Iré; ¿A qué hora estarás listo?
— A las tres, — dijo el lobo. Así que el cerdito se fue antes de tiempo como de costumbre, y llegó a la feria, y compró una mantequera, con la que se iba a casa, cuando vio venir al lobo. Entonces no supo qué hacer. Así que se metió en la mantequera para esconderse, y al hacerlo le dio la vuelta, y rodó colina abajo con el cerdo dentro, lo que asustó tanto al lobo, que corrió a casa sin ir a la feria. Fue a la casa del cerdito y le contó lo asustado que había estado por una cosa grande y redonda que bajó de la colina a su lado. Entonces el cerdito dijo:
— Ja, entonces te asusté. Estuve en la feria y compré una mantequera, y cuando te vi, me metí en ella y rodé colina abajo.
Entonces el lobo se enojó mucho y declaró que se comería al cerdito y que bajaría por la chimenea tras él. Cuando el cerdito vio lo que estaba haciendo, se colgó de la olla llena de agua e hizo un fuego ardiente y, justo cuando el lobo bajaba, quitó la tapa y cayó el lobo; así que el cerdito volvió a poner la tapa en un instante, lo hirvió y se lo comió como cena, y vivió feliz para siempre.
FIN
Jack y las habichuelas mágicas
Joseph Jacobs
Había una vez, una pobre viuda que vivía en una pequeña cabaña, sola con su hijo. Tenían como único bien una vaca lechera. Era la mejor vaca de toda la comarca, daba siempre buena leche fresca para ella y el muchacho.
Pero ocurrió que la viuda enfermó y no pudo trabajar en su huerta, ni cuidar su casa por mucho tiempo. Entonces, ella y Jack (pues así se llamaba el joven hijo) empezaron a pasar hambre y decidieron vender la vaca para sobrevivir.
Un día en que había feria en el pueblo, Jack se ofreció a llevar la vaca al mercado. La viuda esperaba vivir varios meses con los víveres y las semillas que les darían a cambio del animal y dejó ir a su hijo.
Jack salió temprano, pues la feria se encontraba lejos. En medio del camino, se encontró con un hombre extraño que quiso saber por qué iba el joven con una vaca atada tan apurado.
—Voy a venderla al mercado, para que podamos sobrevivir mi madre y yo —le respondió Jack confiado en la mirada y el aspecto amigable del anciano.
—Entonces, tengo una maravillosa propuesta para hacerte —le dijo el anciano mientras le acercaba el puño de la mano—.
Te cambio estas semillas de habichuelas por la vaca, son habichuelas mágicas, crecerán de la noche a la mañana y darán la planta de habichuelas más grande que hayas visto, con ella no pasarás más hambre ni te faltará nada.
Jack se entusiasmó con la idea de la planta maravillosa y le aceptó el cambio.
Cerca del atardecer, Jack regresó a su casa. Su madre se sorprendió de que hubiera vuelto tan pronto, pero como no vio la vaca creyó que había podido venderla. Cuando Jack le contó que la había cambiado por las habichuelas se enojó mucho con el muchacho:
—¡Ve a acostarte sin comer! —le gritó mientras tiraba las semillas de habichuela por la ventana.
Jack se fue muy triste a dormir. Durante esa noche soñó que las semillas del jardín crecían y sacudían su casa. El tallo de la planta de habichuelas crecía y crecía tan grande que golpeaba su ventana…
Cuando el muchacho se despertó descubrió que el sueño era realidad, desde su ventana vio una enorme planta que subía hasta el cielo y se perdía entre las nubes.
Antes de que su madre pudiera llamarlo, se escapó por la ventana y se trepó en la enorme planta. Subió y subió, y subió y subió, hasta pasar las nubes. Allí descubrió que la planta terminaba en un extraño país. Cerca, sobre una colina blanca, se levantaba un enorme castillo.
Jack se acercó al castillo. En la puerta estaba parada una enorme mujer que lo miraba sorprendida. Cuando estuvo casi debajo de ella, Jack le preguntó quién vivía en el castillo.
La mujer le dijo que era la casa de su esposo, un malvado ogro.
Jack tenía mucha, mucha hambre y, de manera muy amable, le preguntó si podía comer algo antes de volver a bajar por la gigantesca planta. La mujer se enterneció por las palabras del joven y lo dejó pasar, le dio de tomar leche de cabra y un pedazo de pan. Cuando Jack estaba disfrutando de la comida sintieron un fuerte temblor en el desayuno. La mujer le advirtió que llegaba su marido y lo escondió en el horno para que no lo viera.
¡Pum, pum, pum!
—Mejor es que te marches, muchacho, a mi esposo le gusta comer niños.
Jack se quedó helado de miedo y no pudo comer más.
—¡Viene muy hambriento. Si te encuentra, te desayunará! —le dijo de la manera más tierna posible para una gigante como ella.
Cuando llegó el ogro, le pidió a su mujer la comida del día y se sentó a devorarla. Pero antes de probar bocado se detuvo y comenzó a oler el aire y a resoplar:
—Fa… Fe… Fi… Fo… Fuuu, huelo a carne de niño. ¿No tienes escondido por ahí alguno que pueda comer como pan?
La mujer le contestó que el olor era del niño que se había comido la noche anterior porque no había tenido tiempo de limpiar el horno.
Después de comer, el ogro se tiró a dormir y Jack aprovechó para salir. Despacio, en puntas de pie, se acercó a la puerta, pero no salió enseguida, porque vio que en la sala el ogro tenía muchos tesoros: sacos con monedas de oro, estatuas y jarrones de oro… Entre ellos, a Jack le llamó la atención un ganso que ponía huevos de oro y una pequeña arpa, también de oro, que se tocaba sola.
Antes de irse decidió llevarse una bolsa llena de monedas, para darle a su madre una recompensa por no vendido la vaca y, sin hacer ruido con todo el oro.
Llegó hasta la planta y bajo, bajó y bajó. Por suerte, volvió al jardín de su casa. Allí lo esperaba su madre muy preocupada. Jack le contó su aventura en el país de los gigantes y le dio la bolsa.
Con ese oro vivieron bien por un tiempo hasta que volvió haber a faltarles el alimento. Jack decidió entonces visitar, se fue del castillo nuevamente al ogro en su casa de las nubes. Esta vez se llevaría el ganso de oro.
Era una hermosa mañana de verano cuando Jack subió y subió y subió por el tallo de habichuelas hasta llegar al país de los gigantes. El muchacho se dirigió al castillo del ogro.
Nuevamente encontró parada en la puerta a su enorme mujer que lo miraba más que sorprendida. Cuando estuvo casi debajo de ella, Jack le preguntó si el ogro estaba en el castillo. La mujer le respondió:
—Mejor es que te marches, muchacho, sabes que a mi esposo le gusta comer niños en el desayuno y está por venir.
Jack, de manera muy amable, le preguntó si podía comer algo antes de volver a bajar por la gigantesca planta.
La mujer se volvió a enternecer por los modales del joven y lo dejó pasar, le dio de tomar leche de cabra y un pedazo de pan. Cuando Jack estaba disfrutando de la comida sintieron un fuerte temblor:
¡Pum, pum, pum!
Jack dejó de comer y se escondió en el horno.
Cuando llegó el ogro, le pidió a su mujer la comida del día y se sentó a devorarla. Pero antes de probar bocado, se detuvo y comenzó a oler el aire y a resoplar:
–Fa… Fe… Fi… Fo… Fuuu, huelo a carne de niño. ¿No tienes escondido por ahí alguno que pueda comer como pan?
La mujer le contestó que el olor era del niño que se había comido la noche anterior porque no había tenido tiempo de limpiar el horno.
Después de comer, el ogro se tiró a dormir y Jack aprovechó para salir. Despacio, en puntas de pie, se acercó a la sala de los tesoros, quería llevarse el ganso de los huevos de oro. Lo tomó y salió rápido hacia su casa.
Bajó, bajó y bajó hasta llegar a su jardín, allí lo esperaba su madre que se sorprendió del maravilloso ganso.
— Con sus huevos no tendremos más necesidades —comentó muy contenta su madre.
Y era cierto…, pero Jack no estaba tranquilo, quería volver al país de los gigantes para llevarse el arpa mágica. Una pequeña arpa de cuerdas de oro que se tocaba sola. Así, a la mañana siguiente, se levantó temprano; salió por la ventana de su cuarto y subió, subió y subió por el tallo de habichuelas hasta llegar al país de los gigantes.
Muy apurado se encaminó al castillo del ogro. Nuevamente encontró parada en la puerta a su enorme mujer que lo miraba sorprendidísima. Cuando estuvo casi debajo de ella, Jack le preguntó si el ogro estaba en el castillo.
La mujer le respondió:
— Mejor es que te marches, muchacho, como bien sabes, a mi esposo le gusta comer niños en el desayuno y está por venir.
Jack, muy amable como siempre, le preguntó si podía comer algo antes de volver a bajar por la gigantesca planta. La mujer, que no dejaba de enternecerse por la forma de ser del joven, lo dejó pasar. Le dio de tomar leche de cabra y un pedazo de pan. Cuando Jack estaba disfrutando de la comida sintieron un fuerte temblor:
¡Pum, pum, pum!
Jack dejó de comer y se escondió, por tercera vez, en el horno. Cuando llegó, el ogro le pidió a su mujer la comida del día y se sentó a devorarla. Pero antes de probar bocado se detuvo y comenzó a oler el aire y a resoplar:
— Fa… Fe… Fi… Fo… Fuuu, huelo a carne de niño. ¿No tienes escondido por ahí alguno que pueda comer como pan?
— Es el olor del niño que cociné la otra noche. No he tenido tiempo de limpiar el horno —le contestó la mujer que no sabía inventar otra excusa a su marido
Después de comer, el ogro le pidió a su mujer que le trajera su arpa. Cuando tuvo cerca el instrumento le ordenó: «¡Canta!». El arpa comenzó a hacer sonar sus cuerdas y el ogro de a poco se fue durmiendo con la música
En ese momento, Jack aprovechó para salir. Despacio, en puntas de pie, se acercó al ogro, que roncaba como un trueno, para llevarse el arpa. Al igual que las dos veces anteriores, tomó el tesoro y se encaminó a la puerta.
Pero el arpa comenzó a sonar llamando a su amo, pues no quería ser robada por un extraño hombrecillo y comenzó a gritar con voz metálica y muy fuerte:
— ¡Eh, señor amo, despierte usted, que me roban!
Se despertó sobresaltado el ogro mientras seguían oyéndose los gritos acusadores:
— ¡Señor amo, que me roban!
En ese momento, Jack escapaba hacia la planta. Como al ogro le costó trabajo entender lo que sucedía, le dio alguna ventaja al joven en la carrera. Jack bajó, bajó y bajó, pero de pronto la planta de habichuelas comenzó a sacudirse terriblemente.
Antes de llegar a su jardín, Jack le gritó a su madre que le alcance un hacha y apenas llegó se puso a cortar con ella el tallo. El ogro seguía bajando y ya se podía verlo, aterrador y enfurecido, descolgándose de entre las nubes.
En ese momento, el tallo se partió en dos y la planta se quebró. Grande como era el ogro cayó en la tierra y se hundió mientras dejaba un hoyo inmenso y sin fondo. Nunca más nadie lo volvió a ver.
En cuanto a Jack, se divirtió con su nueva arpa y, gracias a los huevos de oro, él y su madre no tuvieron más necesidades.
FIN
Al este del sol y al oeste de la la luna
P. Ch. Asbjørnsen y J. Moe
Erase una vez un pobre carretero que tenía muchos hijos. Era tan pobre que no podía alimentarlos bien ni darles ropa que ponerse en el cuerpo; sin embargo, todos los hijos eran muy guapos, aunque la más guapa de todas era la hija pequeña.
Un día, jueves por la tarde al anochecer, a finales de otoño, hacía un tiempo horrible. Estaba terriblemente oscuro y además llovía y tronaba de tal forma que las ventanas crujían. Toda la familia estaba sentada alrededor de la chimenea, ocupado cada uno con su trabajo. De repente llamaron tres veces a la ventana. El hombre salió a ver quién era, y entonces vio que fuera había un gran oso blanco.
—Buenas tardes —dijo el Oso.
—Buenas tardes —dijo el hombre.
—¿Me entregarías por esposa a tu hija menor? —dijo el Oso—; si lo haces, te haré tan rico como pobre eres ahora.
Al hombre no le pareció mala idea, pero dijo que primero lo tenía que consultar con su hija; entró y le contó a ella que fuera había un gran oso blanco que le había prometido que le haría tan rico como pobre era ahora si le daba por esposa a su hija menor.
La chica pronunció un rotundo «¡no!». Nada le haría hacer escuchar nada más; así que el hombre volvió a salir y se puso junto al Oso, y le dijo que volviese al jueves siguiente a la tarde para escuchar la respuesta. Hasta entonces habló con su hija, diciéndole lo ricos que podían llegar a ser, y el bien que le haría también a ella. Finalmente ella accedió; lavó el par de harapos que tenía, se arregló lo mejor que pudo y se preparó para el viaje.
Cuando el jueves siguiente, por la tarde, llegó el Oso, le dijeron que sí, que todo estaba en orden. La muchacha se montó con su hatillo sobre su lomo y se pusieron en marcha. Una vez recorrido un buen trecho, el Oso le preguntó:
—¿Tienes miedo?
Ella contestó que no, pues no tenía ningún miedo.
—Sujétate siempre muy fuerte a mi pelambre —dijo el Oso—; así no te pasará nada.
Ella cabalgó por todo el mundo a lomos del oso hasta muy, muy lejos; tan lejos que nadie podría decir realmente cuánto. Finalmente llegaron a una gran roca. El Oso llamó con los nudillos y a continuación se abrió una puerta, a través de la cual llegaron a un gran castillo. Dentro había muchas habitaciones iluminadas con lámparas, y todo resplandecía por el oro y la plata; también disponía de un gran salón, en el cual había una mesa sobre la que se habían servido los más deliciosos platos. El oso le dio entonces una campanilla de plata y le dijo que cuando deseara cualquier cosa, no tenía más que tocar la campanilla y enseguida la tendría.
La muchacha comió y bebió. Como ya había anochecido, sintió sueño y quiso irse a la cama. Entonces tocó la campanilla, e inmediatamente se abrió una cámara en la que había una cama hecha, la más bella que pudiera uno desear, con almohadones de seda y cortinas con flecos de oro, y todo lo que había en la cámara era asimismo de oro y plata. Pero en cuanto apagó la luz y se metió en la cama, llegó un hombre que se acostó a su lado. Era el Oso Blanco, que se quitaba el pelaje durante la noche; pero ella no podía ver quién era, porque siempre llegaba después de que hubiera apagado la luz y se volvía a ir antes de que hubiera amanecido. Así vivió una temporada tranquila y contenta. Pero pronto le entró tal nostalgia por volver a ver a sus padres y a sus hermanos que se volvió muy taciturna y triste. Entonces, un día el Oso le preguntó qué era lo que le pasaba, y ella dijo que se sentía sola allí, y que echaba mucho de menos a su padre, su madre y a sus hermanos, y que era por eso por lo que estaba triste, pues no podía ir a verlos.
—Bueno —dijo el Oso—, eso se puede arreglar. Pero tienes que prometerme que jamás hablarás con tu madre a solas, sino cuando los demás estén presentes. Seguramente te querrá coger de la mano y llevarte a una alcoba para hablar contigo a solas, pero no lo consientas, pues si lo haces nos traerás mala suerte a los dos.
El domingo se presentó el Oso y dijo que había llegado el momento de emprender el viaje hacia la casa de sus padres. Ella se montó a lomos del Oso y se pusieron en marcha. Cuando ya llevaban mucho tiempo viajando, llegaron a una gran casa, del que sus hermanos entraban y salían y en el cual jugaban. Todo era tan hermoso y maravilloso que daba gusto verlo.
—¡Allí viven tus padres! —dijo el Oso—. No te olvides de lo que te he dicho, pues de lo contrario serás muy desgraciada y me harás muy desgraciado a mí.
La muchacha dijo que no, que no lo olvidaría, y se dirigió hacia el castillo. El Oso, sin embargo, se dio la vuelta y se alejó de allí.
Cuando los padres volvieron a ver a su hija, se alegraron tanto que es imposible describirlo. Nunca podrían agradecerle lo que había hecho por ellos. Le contaron que ahora les iba extraordinariamente bien y le preguntaron qué tal le iba a ella.
La muchacha dijo que a ella también le iba bastante bien y que tenía todo lo que deseaba. No sé qué más les contó, pero no creo que les diese demasiados detalles. Aquella tarde, después de cenar, ocurrió lo que el Oso le había dicho: la madre quiso hablar con su hija a solas en la alcoba. Pero la muchacha, que recordaba las palabras del Oso, no quiso ir con ella y dijo:
—Oh, lo que tengamos que hablar podemos hablarlo también aquí —y apartó a su madre.
Pero de algún modo u otro, su madre consiguió quedarse a solas con ella, y la hija le contó toda la historia. Le contó también que, por las noches, cuando apagaba la luz, llegaba siempre alguien y se acostaba a su lado en la cama. Pero que nunca podía ver quién era, porque antes del amanecer se volvía a marchar; le dijo que se sentía afligida, que le gustaría mucho verle, ya que, al estar siempre tan sola, los días se le hacían muy largos.
—¡Oh, cariño! —dijo su madre—; ¡debe ser un trol el que duerme contigo! Pero te daré un consejo para que puedas verle: levántate en mitad de la noche, cuando esté dormido, enciende una vela y obsérvale. Pero ten cuidado no le vayas a derramar encima una gota de cera.
Sí, ella cogió la vela, y por la tarde el Oso volvió a recoger a la muchacha. Cuando ya llevaban un buen trecho, le preguntó si había ocurrido lo que él había dicho.
—Sí —dijo la muchacha, incapaz de negarlo.
—Ten cuidado —le dijo el Oso— si quieres seguir el consejo de tu madre, pues nos traerás mala suerte y lo que hay entre nosotros se acabará.
— ¡No, de ninguna manera!
Así que cuando llegaron al castillo y la muchacha se acostó, ocurrió lo mismo de siempre: alguien llegó y se echó a su lado. Pero por la noche, cuando ella oyó que estaba durmiendo, se levantó, encendió una vela y entonces vio acostado en la cama al príncipe más bello que nadie pudiera ver. Se enamoró tanto de él que quiso besarle en el acto. Pero entonces, sin darse cuenta, derramó tres gotas de cera hirviendo sobre su camisa y el Príncipe se despertó.
—¿Qué has hecho? —exclamó al abrir los ojos—. Ahora tanto tú como yo seremos desgraciados. Si hubieras resistido solamente un año, me habrías salvado; mi madrastra me ha hechizado y por eso durante el día soy un Oso y por la noche una persona. Pero ahora lo nuestro se ha acabado, pues tengo que abandonarte y volver de nuevo con ella. Vive en un castillo que está al este del sol y al oeste de la luna; allí tendré que casarme con una princesa que tiene una nariz que mide tres varas.
La muchacha empezó a llorar y a lamentarse; pero ya era demasiado tarde, pues él tenía que irse. Le preguntó si podía viajar con él, pero eso era imposible. No podía.
—Dime el camino, entonces —dijo ella—, para que pueda buscarte; seguro que eso me está permitido.
Sí, eso podía hacerlo, pero no había ninguna forma de indicarle el camino. El castillo estaba al este del sol y al oeste de la luna; pero ella nunca podría llegar hasta allí.
Por la mañana, cuando se despertó, tanto el Príncipe como el castillo habían desaparecido. Se encontró tendida en el suelo, en medio de un denso y tenebroso bosque, con sus viejos harapos. A su lado estaba el mismo hatillo con el que había salido de su casa. Cuando terminó de quitarse el sueño de encima a base de frotarse los ojos y se había hartado de llorar, se puso en marcha; caminó durante muchos días hasta que, finalmente, llegó a una gran montaña. Al pie de la montaña había una vieja mujer que estaba jugando con una manzana de oro. La muchacha le preguntó si sabía el camino para llegar hasta el Príncipe que vivía con su madrastra en un castillo situado al este del sol y al oeste de la luna y que se tenía que casar con una princesa con una nariz que medía tres varas.
—¿De qué le conoces? —preguntó la mujer—. ¿Eres acaso la muchacha con la que él se quería casar?
La muchacha dijo que sí, que era ella.
—¡Vaya! ¡Así que eres tú! —dijo la mujer—. Sí, hija mía —siguió diciendo—, me gustaría ayudarte, pero lo único que sé del castillo es que está al este del sol y al oeste de la luna y que probablemente nunca conseguirás llegar. Pero te voy a prestar mi caballo; en él podrás cabalgar hasta donde vive mi vecina más próxima; a lo mejor ella te puede indicar el camino. Cuando llegues a su casa, golpea al caballo debajo de la oreja izquierda y ordénale que vuelva a casa. Y toma, coge esta manzana de oro; quizá te sea útil.
La muchacha se montó en el caballo y cabalgó durante mucho, mucho tiempo. Llegó por fin a otra montaña, a cuyo pie estaba otra vieja mujer con un peine de cardar de oro. La muchacha le preguntó si le podía decir por dónde se iba al castillo que estaba al este del sol y al oeste de la luna. Pero ella, como la mujer anterior, dijo que lo único que sabía del castillo era que estaba al este del sol y al oeste de la luna.
—Y probablemente no llegarás nunca, o demasiado tarde. Pero te prestaré mi caballo; en él podrás cabalgar hasta donde vive mi vecina más próxima; a lo mejor ella te puede indicar el camino. Cuando llegues a su casa, golpea al caballo debajo de la oreja izquierda y ordénale que vuelva a casa.
La anciana le entregó además el peine de oro; tal vez le resultaría útil, le dijo. Así que la muchacha se montó en el caballo y cabalgó durante muchos días y muchas semanas. Llegó por fin a otra gran montaña, a cuyo pie estaba una vieja mujer hilando con una rueca de oro. La muchacha volvió a preguntar por el Príncipe y por el castillo que estaba al este del sol y al oeste de la luna. Pero la respuesta volvió a ser la misma.
—Tal vez eres tú la muchacha con la que el Príncipe quería casarse —dijo la anciana.
Sí, esa era ella.
Pero la mujer no conocía el camino mejor que las dos anteriores. Ella sabía que estaba al este del sol y al oeste de la luna, pero eso era todo.
—Y seguramente llegues demasiado tarde, o nunca; pero te dejaré mi caballo, con el que podrás cabalgar hasta el Viento del Este, y tal vez él sepa la dirección y te pueda soplar hasta allí. Cuando llegues a él, golpea al caballo debajo de la oreja izquierda para que vuelva a casa.
—Tal vez tú le encuentres un mejor uso —le dijo la anciana.
Cabalgó durante mucho tiempo, hasta que por fin llegó a la casa del Viento de Este, y pudo preguntarle dónde vivía el Príncipe y dónde se encontraba el castillo que estaba al este del sol y al oeste de la luna. Y sí, el Viento del Este había oído hablar del Príncipe y del castillo, pero no sabía el camino, ya que nunca había soplado tan lejos.
—Pero si lo quieres, te llevaré hasta mi hermano, el Viento del Oeste. Tal vez él sepa, ya que es mucho más fuerte que yo. No tienes más que sentarte sobre mi espalda y te llevaré hasta allí.
La muchacha se sentó sobre su espalda y se pusieron en marcha.
Cuando llegaron ante la casa del Viento del Oeste, el Viento del Este le contó que había traído consigo a una muchacha con la que quería casarse el Príncipe que vivía en el castillo que estaba al este del sol y al oeste de la luna. Ella debía llegar a él, y por eso la había llevado hasta allí, y estarían encantados si el Viento del Oeste supiese el modo de llegar hasta el castillo.
—No —repuso el Viento del Oeste—, no he soplado nunca tan lejos. Pero, si quieres —le dijo a la muchacha—, te puedes sentar sobre mi espalda y te llevaré hasta mi hermano, el Viento del Sur; a lo mejor él te lo puede decir, pues es mucho más fuerte que yo y sopla y resopla por todas partes. Súbete a mi espalda y te llevaré con él.
La muchacha se sentó sobre su espalda y así viajaron hasta el Viento del Sur, y creo que no les llevó demasiado tiempo.
Cuando llegaron, el Viento del Oeste le preguntó si él conocía el camino para ir al castillo que estaba al este del sol y al oeste de la luna, pues la muchacha que había llevado consigo era la que debía casarse con el Príncipe que allí vivía.
—Ah, ¿sí? —dijo el Viento del Sur—. ¿Esta es ella? Bueno, he soplado por muchos lugares a lo largo de mi vida, pero todavía no he soplado por allí. Pero, si lo deseas, te llevaré hasta mi hermano, el Viento del Norte; él es el más viejo y fuerte de todos nosotros, así que si él no te puede indicar el camino, jamás lo averiguarás. Sube a mi espalda y te llevaré con él.
La muchacha se sentó sobre su espalda, y se marcharon de allí de tal forma que tembló la tierra. No tardaron mucho en llegar ante el Viento del Norte, pero era tan violento e impetuoso que ya desde lejos les lanzó de un soplo un montón de nieve y hielo a la cara.
—¿Qué queréis? —rugió de tal modo que les entraron escalofríos.
—Bueno —dijo el Viento del Sur—, no tienes porqué hacernos ese estruendo, pues soy yo, tu hermano, y ésta es la muchacha con la que quiere casarse el Príncipe que vive en el castillo que hay al este del sol y al oeste de la luna; a ella le gustaría que le mostrases el modo de llegar para que pueda encontrarse con él otra vez.
—Sí, sé muy bien dónde está —dijo el Viento del Norte—. Una vez soplé una hoja de álamo temblón hasta allí. Pero me cansé tanto que durante muchos días no pude volver a soplar. Pero si realmente quieres ir hasta allí y no te da miedo, te montaré sobre mi espalda y te llevaré, si es que puedo hacerlo.
Sí, con todo su corazón; tenía que llegar hasta allí si es que había alguna manera de conseguirlo, y que no le daba en absoluto miedo, por muy mal que lo fuera a pasar.
—Muy bien, pero tendrás que pasar aquí la noche —dijo el Viento del Norte—, pues si queremos llegar hasta allí tenemos que tener todo el día por delante.
Al día siguiente, por la mañana, el Viento del Norte la despertó, se infló, se hizo tan grande y fuerte que daba miedo y recorrieron los aires como si tuvieran que ir al fin del mundo. Estalló entonces una tormenta tan violenta que derribó pueblos y bosques enteros y, al pasar sobre el mar, naufragaron barcos a centenares. Siguieron avanzando y avanzando sobre el agua, tan lejos que ningún ser humano puede siquiera imaginarse la distancia. El viento del Norte fue quedándose cada vez más y más débil; llegó un momento que estaba tan débil que casi no podía ya soplar; se fue hundiendo cada vez más y más, y al final iba ya tan bajo que las olas le golpeaban en los talones.
—¿Tienes miedo? —le preguntó a la muchacha.
No, no lo tenía.
Ya no estaban lejos de tierra, así que al Viento del Norte le quedaron aún las fuerzas justas para llevarla hasta la playa que había bajo las ventanas del castillo que estaba al este del sol y al oeste de la luna. Pero se quedó tan exhausto y agotado que tuvo que descansar durante muchos días antes de poder regresar a casa.
A la mañana siguiente, la muchacha se sentó bajo las ventanas del castillo y se puso a jugar con la manzana de oro. Lo primero que vio fue a la princesa nariguda con la que se iba a casar el Príncipe.
—¿Qué quieres por tu manzana de oro? —le preguntó a la muchacha cuando abrió la ventana.
—No la vendo ni por oro ni por dinero —dijo la muchacha.
—Si no la quieres vender ni por oro ni por dinero, ¿Qué quieres entonces por ella? —dijo la princesa—. Te daré lo que me pidas.
—Pues entonces puedes tenerla, si me dejas tener al Príncipe, que vive aquí, por una noche —dijo la muchacha.
Sí, estaba hecho. Así que la princesa cogió la manzana de oro; pero cuando la muchacha entró en la alcoba del Príncipe, éste estaba profundamente dormido. Le llamó y le sacudió, lloró y se lamentó, pero no pudo despertarle. Cuando amaneció, llegó la princesa de la larga nariz y la echó de allí.
Durante el resto del día, la muchacha volvió a sentarse de nuevo bajo las ventanas del castillo y se puso a devanar hilo en su devanadera de oro. Entonces ocurrió lo mismo que el día anterior. La princesa le preguntó qué quería por la devanadera. La muchacha le contestó que no la vendería ni por oro ni por dinero, pero que si le permitía dormir otra noche con el Príncipe, la devanadera sería suya. La princesa dijo inmediatamente que sí y se llevó la devanadera de oro. Pero cuando la muchacha subió, el Príncipe estaba otra vez profundamente dormido. Y por más que le llamó y le sacudió, por más que lloró y se lamentó, no consiguió despertarle. En cuanto amaneció, llegó la princesa de la larga nariz y la echó de allí. Ese día la muchacha se sentó con su rueca de oro bajo las ventanas y se puso a tejer. Cuando la princesa de la larga nariz vio la rueca, también quiso tenerla. Abrió la ventana y le preguntó a la muchacha qué quería por su rueca de oro. Como las dos veces anteriores, la muchacha dijo que no la vendía ni por oro ni por dinero, pero que si la princesa le permitía dormir otra noche con el Príncipe, sería suya.
La princesa dijo que sí, que podía hacerlo si quería y se llevó la rueca de oro. Pero ahora debes saber que unos cristianos que estaban cautivos en el castillo, encerrados en una cámara contigua a la del Príncipe, habían oído durante dos noches llamadas y llantos muy lastimeros de una mujer, así que por la mañana se lo contaron al Príncipe.
Cuando por la noche llegó la princesa con la sopa que el Príncipe solía tomar antes de irse a la cama, hizo ver que se la tomaba, pero lo que realmente hizo fue tirarla, pues sospechaba que la princesa había echado una poción somnífera en la sopa. Así que cuando por la noche la muchacha entró en la alcoba, el Príncipe estaba todavía despierto y se alegró muchísimo de volver a verla. Le pidió que le contara cómo le había ido y cómo había conseguido llegar al castillo. Cuando ella se lo contó todo, él dijo:
—Has llegado justo a tiempo, pues mañana debe celebrarse mi boda con la princesa. No siento ningún aprecio por ella ni por su larga nariz; tú eres la única a quien quiero. Por eso diré que deseo poner a prueba lo que sabe hacer mi prometida y exigiré a la princesa que lave las tres manchas de cera que tengo en la camisa. Ella probablemente aceptará, pero sé que no lo conseguirá, pues las manchas son las gotas que tu mano derramó y sólo puede quitarlas una mujer que haya nacido en el seno cristiano, no las manos de alguien como ella que pertenece a la chusma de los trols. Entonces, diré que no quiero más novia que la que sea capaz de quitarlas y, una vez que lo hayan intentado todas y ninguna lo haya conseguido, te llamaré a ti para que lo intentes.
Luego pasaron la noche juntos, alegres y llenos de amor.
Cuando al día siguiente iba a celebrarse la boda, el Príncipe dijo:
—Antes me gustaría ver de lo que es capaz mi prometida.
La madrastra dijo que aquello le parecía justo.
—Tengo una camisa muy bonita —dijo el Príncipe— que me gustaría llevar puesta en la boda. Pero me han caído tres manchas y quisiera que la lavaran y me las quitaran. Por eso he decidido que sólo me casaré con la mujer que lo consiga.
Las mujeres dijeron que bah, que eso no era nada del otro mundo, así que se pusieron manos a la obra. La princesa de la larga nariz empezó a lavar lo mejor que pudo; pero cuanto más lavaba, más grandes y más negras se hacían las manchas.
—Bah, no tienes ni idea —dijo su vieja madre trol—. ¡Trae aquí!
Pero cuando empezó a lavar la camisa, ésta se fue poniendo cada vez más negra, y cuanto más la lavó y la restregó, más grandes se hicieron las manchas.
Entonces tuvieron que lavar la camisa las demás mujeres trol, pero cuanto más la lavaban, peor aspecto tenía, y al final parecía que la camisa entera hubiera estado colgando de una chimenea.
—¡Bah, ninguna de vosotras sirve para nada! —dijo el Príncipe—. Bajo aquella ventana hay una pobre mendiga. Estoy seguro de que ella sabe lavar mejor que todas vosotras juntas. ¡Pasa, muchacha! —gritó.
Cuando la muchacha entró, él le preguntó:
—¿Serías capaz de lavar esta camisa y dejarla limpia?
—No lo sé —dijo la muchacha—, pero creo que sí.
La muchacha cogió entonces la camisa que, entre sus manos, quedó tan blanca como nieve recién caída, o más blanca incluso.
—¡Sí, a ti es a quien quiero! —dijo el Príncipe.
La vieja mujer trol se puso entonces tan furiosa que reventó. Creo que la princesa de la larga nariz y toda la demás chusma de trols también reventaron, pues jamás he vuelto a oír nada de ellos. El Príncipe y su prometida pusieron entonces en libertad a todos los cristianos que estaban cautivos en el castillo.
Después, cogieron todo el oro y toda la plata que fueron capaces de llevarse y se marcharon tan lejos como pudieron del castillo que estaba al este del sol y al oeste de la luna.
FIN
La princesa sobre la colina
P. Ch. Asbjørnsen y J. Moe
Erase una vez un hombre que tenía una pradera que se extendía sobre la ladera de una montaña, y en aquella pradera había un granero donde almacenaba heno. Pero no había demasiado heno guardado en el granero para los dos próximos años, pues cada víspera de San Juan, cuando el pasto estaba en su máximo esplendor, ocurrió que el campo se limpió por completo, como si un rebaño de ovejas hubiese atravesado esa tierra durante la noche. Esto pasó una vez, y luego dos veces, y entonces el hombre se cansó de perder su cosecha, por lo que le dijo a sus hijos —tenía tres, y el tercero se llamaba Cinderlad* — que uno de ellos debía ir y dormir en el granero durante la noche de San Juan, pues era absurdo dejar que el pasto fuese arrasado otra vez, de la hoja al tallo, como había ocurrido en los últimos dos años; y el que fuese debería esperar al acecho. Eso dijo el hombre.
El más mayor de los hermanos se mostró muy dispuesto a ir a la pradera; el vigilaría el pasto, dijo, y lo haría tan bien que ni el hombre, ni animal, ni siquiera el mismo diablo obtendría nada de él. Así que cuando llegó la tarde se fue al granero y se tumbó sobre el heno, pero cuando la noche se acercaba hubo un estruendo tal y un terremoto de tal magnitud que las paredes y el techo del granero amenazaron con desplomarse, como las últimas veces, y el muchacho se levantó y corrió lo más rápido que pudo sin mirar atrás, y el granero volvió a quedarse vacío aquel año, como había ocurrido con los dos últimos.
En la siguiente víspera de San Juan, el hombre volvió a decir que no podían seguir de esa manera, perdiendo toda la cosecha año tras año, y que uno de sus hijos debía ir a vigilarlo, y hacerlo bien. Así que el segundo hijo se mostró dispuesto a hacer lo que pudiese. Se fue al granero y se tumbó para dormir, como su hermano había hecho; pero cuando llegó la noche hubo un gran estruendo, y luego un terremoto, que fue incluso peor que el de la última noche de San Juan, y cuando el joven oyó aquello se aterrorizó, y salió corriendo de allí como si le fuese la vida en ello.
Al año siguiente le tocó el turno a Cinderlad, pero cuando él se preparó los otros se rieron de él y se burlaron. «Bueno, tú eres precisamente el más indicado para vigilar el heno. ¡Tú, que no has aprendido nada salvo cómo sentarte sobre las ascuas y hornearte a ti mismo!», dijeron. Cinderlad, de todas formas, no se preocupó por lo que habían dicho, y cuando llegó la tarde deambuló por el campo. Cuando estuvo en el granero se tumbó; en aproximadamente una hora empezó el ruido atronador y el terremoto, y fue espantoso oírlo. «Bueno, si no hay nada peor que esto, puedo manejarlo y permanecer aquí», pensó Cinderlad. En poco tiempo el estruendo volvió otra vez, y la tierra se agitó tanto que el heno volaba entorno al chico. «¡Oh! Si no hay nada peor que esto, puedo manejarlo y permanecer aquí», pensó de nuevo Cinderlad. Pero luego llegó un tercer estruendo y un tercer terremoto, tan violento que el chico pensaba que los muros y el tejado se iban a caer, pero cuando de repente eso se acabó, todo permaneció tan quieto como la muerte a su alrededor. «Estoy bastante seguro de que volverá otra vez», pensó Cinderlad; pero no, no lo hizo. Todo estaba tranquilo, y todo permaneció tranquilo, y cuando él estuvo tumbado durante un breve periodo de tiempo oyó algo que sonaba como si un caballo estuviese masticando justo al otro lado de la puerta del granero. Se asomó sigilosamente a la puerta, que estaba entreabierta, para ver lo que había allí, y vio a un caballo comiendo. Era tan grande, y tan magnífico, como nunca antes había visto Cinderlad un caballo, y tenía la silla y las bridas sobre él, y llevaba una armadura completa de caballero, toda hecha de cobre, y brillaba mucho. «¡Jajaja! Eres tú el que se come nuestro heno, entonces», pensó el chico; «Pero pararé esto». Así que se apresuró a coger su acero al fuego y selló al caballo, y entonces se volvió tan manso que Cinderlad podía hacer lo que quisiera con él. Lo montó y cabalgó hacia un sitio que ningún otro conocía salvo él, y allí lo ató. Cuando volvió a casa sus hermanos se rieron y le preguntaron si lo había conseguido.
— No te tumbaste en el granero, ¡si incluso nunca has estado más allá del campo! — dijeron.
— Me tumbé en el granero hasta que se alzó el sol, pero no vi ni oí nada — dijo el chico—. Dios sabrá qué provocó que vosotros dos os asustaseis.
— Bueno, pronto veremos si vigilaste el prado o no — contestaron los hermanos, pero cuando estuvieron allí la cosecha todavía se alzaba tan alta y delgada como había estado la noche anterior.
La víspera de San Juan siguiente ocurrió lo mismo, una vez más: ninguno de los otros dos hermanos se atrevieron a ir al campo a vigilar la cosecha, pero Cinderlad fue, y todo ocurrió exactamente igual que la vez anterior: primero hubo un estruendo, y luego un terremoto, y luego otro, y luego un tercero; pero los tres terremotos fueron muchísimo más fuertes y violentos que los del año anterior. Luego, todo se quedó en calma, y el chico oyó algo masticando al otro lado de la puerta del granero, así que se asomó furtivamente por la rendija, ya que la puerta se había quedado entreabierta, y otra vez estaba el caballo comiendo cerca del muro de la choza, pero este era más grande y magnífico que el primer caballo, y estaba ensillado y tenía las bridas, y llevaba consigo una armadura completa de caballero hecha toda de la plata más hermosa que nadie podría haber visto antes. «¡Jajajaja!», pensó el chico; «así que eres tú el que se come nuestro heno por la noche. Pero pararé esto». Así que cogió su acero al fuego y selló al caballo, haciendo que la bestia se hiciese tan mansa como un pequeño cordero. Así el chico lo montó, también, y lo llevó a ese sitio donde guardaba el otro, y volvió a casa.
— Supusimos que nos dirías que esta vez habías vigilado — dijeron sus hermanos.
— Bueno, así lo hice — dijo Cinderlad. Así que fueron allí otra vez, y el pasto estaba tan alto y delgado como había estado antes, pero no por eso fueron más amables con Cinderlad.
Cuando llegó la tercera noche de San Juan no fue ninguno de los dos hermanos mayores, que no se atrevían a tumbarse en el granero para vigilar el pasto, pues se habían asustado tanto la noche en que cada uno tuvo que dormir allí que no lo habían superado; pero Cinderlad se atrevió a ir, y todo ocurrió justo como había ocurrido las dos anteriores noches de San Juan. Hubo tres terremotos, cada cual peor que el anterior, y en el último incluso botaba de una pared a la otra del granero, pero después todo se quedó en calma, como muerto. Cuando el chico se tumbó en silencio, en breve, oyó algo masticar al otro lado de la puerta del granero; luego, una vez más, se asomó a la puerta, que estaba entreabierta, y comprobó que era un caballo el que permanecía de pie al otro lado, que era mucho más grande y magnífico que los otros dos que había cogido, y que llevaba consigo una armadura completa de caballero hecha todo de magnífico oro. «¡Jajajaja!», pensó el chico; «así que eres tú el que se come nuestro heno por la noche. Pero pararé esto». Volvió a domar al caballo, como había hecho con los dos anteriores, y lo llevó junto a los otros, y luego volvió a casa. Sus dos hermanos se burlaron de él como habían hecho antes, y le dijeron que ellos irían a ver el pasto que él debía haber vigilado con cuidado aquella noche, pues tenía la mirada como si estuviese caminando entre sueños; pero Cinderlad no se preocupó por ello, aunque les acompañó al campo para verlo. Ellos fueron y aquella vez también habían conservado la cosecha, tan buena y fina como siempre.
El Rey del país en el que el padre de Cinderlad vivía tenía una hija que no daría a nadie que no pudiese escalar hasta la cima de la colina de cristal, pues era muy, pero que muy alta, de cristal, resbaladizo hielo, y estaba cerca del palacio del Rey. En lo más alto de esta estaba la hija del rey, sentada con tres manzanas de oro sobre su regazo, y el hombre que pudiese escalar y coger las tres manzanas de oro se casaría con ella y tendría la mitad del reino. El Rey había proclamado esto en cada iglesia de todo el reino, y en la de los otros reinos también. La Princesa era muy bonita, y todo el que la veía caía violentamente enamorado de ella, incluso a despecho de sí mismos. Así que era necesario decir que todos los príncipes y caballeros estaban ansiosos por conseguirla, así como la mitad del reino, y que por esta causa venían cabalgando desde el fin del mundo, vestidos tan espléndidamente que sus vestiduras brillaban bajo el sol, y montados sobre caballos que parecían bailar cuando andaban, y ninguno de ellos dudaba en que podía ganarse a la princesa.
Cuando el día marcado por el Rey llegó, había tantísimos caballeros y príncipes a los pies de la colina de cristal que parecía un enjambre, y todos los que podían caminar o incluso arrastrarse también estaban allí, para ver quién era el que conseguía a la hija del Rey. Los dos hermanos de Cinderlad también estaban allí, pero no querían oír hablar de que él les acompañase, ya que estaba muy sucio y ennegrecido por dormir acurrucado junto a las ascuas , por lo que dijeron que todos se reirían de los tres si los acompañaba un patán como él.
— Bueno, pues, iré solo por mi cuenta — dijo Cinderlad.
Cuando los dos hermanos llegaron junto a la colina de cristal, todos los príncipes y caballeros trataban de escalarla, y sus caballos echaban espuma; pero todo era en vano, pues pronto pasó que los caballos pusieron un pie sobre la colina y se resbalaron, y no hubo ninguno que pudiese avanzar más de un par de yardas. Tampoco era extraño, pues la colina era tan lisa como el cristal de una ventana, y tan empinado como el lado de una casa. Pero todos ellos estaban ansiosos por conseguir a la hija del Rey y la mitad de su reino, así que avanzaron y resbalaron, y así fue sucediendo. Al cabo de algún tiempo los caballos estuvieron tan agotados que no podían más, y estaban tan acalorados que la espuma caía por sus bocas y los jinetes se vieron forzados a abandonar el intento. El Rey empezaba a pensar en que tendría que volver a proclamarlo al día siguiente, cuando, quizás, aquello podría ir mejor; cuando de repente un caballero llegó cabalgando sobre un caballo tan magnífico como no se había visto antes, y el caballero llevaba una armadura de cobre, y sus bridas eran de cobre también, y todos él brillaba de forma espléndida. Los otros caballeros le gritaron que él podía ahorrarse la molesta de intentar escalar la colina de cristal, pues no había forma de lograrlo; pero él no les hizo caso, y cabalgó directamente hacia ella, y escaló como si no hubiese nada más. Así lo hizo durante un largo camino — como una tercera parte de la altura— , pero cuando había logrado llegar tan lejos volvió su caballo y cabalgó hasta abajo otra vez. Pero la princesa pensó que ella nunca había visto a un caballero tan guapo antes, y mientras él estaba escalando ella, sentada, había pensado: «¡Oh! ¡Cómo espero que sea capaz de llegar hasta la cima!». Y cuando ella vio que se volvía con su caballo ella arrojó una de las manzanas de oro tras él, y rodó hasta su zapato. Pero cuando él llegó a los pies de la colina cabalgó lejos, y fue tan rápido que nadie supo qué había sido de él.
Así que fueron convidados todos los príncipes y caballeros a presentarse ante el Rey esa noche, para que quien hubiese cabalgado hasta lo alto de la colina de cristal pudiese mostrar la manzana de oro que la hija del Rey había lanzado. Pero ninguno tenía nada que enseñar. Un caballero se presentó tras otro, y ninguno pudo mostrar la manzana.
A la noche, también, los hermanos de Cinderlad volvieron a casa y tenían una larga historia que contar sobre el ascenso a la colina de cristal. En primer lugar, ellos dijeron que no había habido nadie capaz de, incluso, dar un paso hacia arriba, pero luego había llegado un caballero con una armadura de cobre, y unas bridas de cobre, y sus vestimentas eran tan brillantes que se veía a larga distancia, y él pudo fácilmente cabalgar la colina cuanto quisiese; pero él se había dado la vuelta, pues había cambiado de parecer pensando que era suficiente por esa vez.
— ¡Oh! A mí también me hubiese gustado verlo — dijo Cinderlad, quien como de costumbre se había sentado sobre la chimenea y las cenizas.
— ¡Precisamente tú! — dijeron los hermanos—. ¡Parece como si estuvieses en condiciones de ser uno de esos grandes señores, bestia inmunda que allí te sientas!
Al día siguiente los hermanos fueron otra vez, y en esta ocasión también Cinderlad les rogó que le dejaran ir con ellos y ver quién cabalgaba; pero no, ellos dijeron que no encajaba allí, pues estaba mucho más feo y sucio.
— Bueno, pues, iré solo por mi cuenta — dijo Cinderlad.
Así que los hermanos se fueron a la montaña de cristal, y todos los príncipes y caballeros empezaron a cabalgar de nuevo, y esta vez se preocuparon de raspar los zapatos de sus caballos; pero eso no les ayudó: cabalgaron y resbalaron como habían hecho el día anterior, y ninguno de ellos pudo siquiera avanzar más de una yarda sobre la colina. Cuando habían agotado sus caballos, tanto que no podían más, tuvieron otra vez que parar. Pero justo cuando el Rey pensaba que debía proclamar que el ascenso tuviese lugar otra vez al día siguiente, por si había otra oportunidad, repentinamente se acordó de que tal vez debía esperar un poco más para ver si volvía a aparecer el caballero de la brillante armadura de cobre. Pero no hubo rastro de él. Cuando todavía lo buscaba, aun así, vino un caballero cabalgando un corcel que era muchísimo mejor del que había montado el caballero de la armadura de cobre, y este caballero vestía una armadura de plata y unas bridas también de plata, y brillaban tanto que se lo podía ver a muchísima distancia. Otra vez los otros caballeros le gritaron, diciendo que él podía ahorrarse la molestia de intentar escalar la colina de cristal, pues no había forma de lograrlo; pero el caballero no les hizo caso y cabalgó sobre la montaña de cristal, y fue incluso más lejos que lo que había llegado el caballero de la armadura de bronce; pero cuando había recorrido dos terceras partes del camino se dio la vuelta y cabalgó colina abajo. La Princesa, como este caballero le gustó todavía más que el anterior, deseó que él fuese capaz de llegar más allá, y cuando vio que se volvía le lanzó la segunda manzana, y esta rodó hasta su zapato, y tan pronto como llegó a los pies de la colina cabalgó hacia lo lejos tan rápido que ninguno pudo ver qué había sido de él.
Aquella tarde se presentaron todos ante el Rey y la Princesa, con el fin de que quien tuviese la manzana de oro la mostrase; fue pasando un caballero tras otro, pero ninguno de ellos tenía la manzana de oro para enseñarla.
A la noche los dos hermanos volvieron a casa como lo habían hecho la noche anterior, y contaron las cosas que habían ocurrido, y cómo todos habían cabalgado, pero ninguno había conseguido llegar a lo alto de la colina.
— Pero al final — dijeron—, vino uno con una armadura de plata, que tenía bridas también de plata sobre su caballo, y una silla de montar también de plata, ¡y pudo cabalgar! Él recorrió con su caballo dos terceras partes del camino, pero entonces se volvió. Era un buen tipo — dijeron los hermanos—. ¡Y la Princesa le lanzó la segunda manzana de oro a él!
— ¡Oh, cómo me hubiese gustado verlo a mí también! — dijo Cinderlad.
— ¡Oh, por cierto! Él era un poco más brillante que las cenizas sobre las que te sientas y que te cubren, sucia criatura — dijeron.
Al tercer día todo fue justo como en los anteriores. Cinderlad quería ir con sus hermanos para ver a los jinetes, pero los dos no le dejaron acompañarlos, y cuando llegaron a la colina de cristal no hubo nadie que pudiese traspasar más de una yarda, y todos esperaron a que llegase el caballero de la armadura de plata, pero ninguno supo nada de él. Al final, después de mucho tiempo, llegó un caballero cabalgando sobre un caballo muchísimo mejor que los otros dos que habían visto. El caballero vestía una armadura de oro, y llevaba sobre su caballo una silla y unas bridas también de oro, y con todo eso deslumbraba a muchísima distancia. Los otros príncipes y caballeros no fueron capaces de llamarle y decirle lo inútil que era intentar ascender la colina, ya que esperaban a ver cómo él lo lograba con su magnificencia. Él cabalgó sobre la colina y galopó como si no estuviese sobre una pendiente, así que la Princesa no tuvo tiempo para desear que recorriese todo el camino. Tan pronto como cabalgó hasta la cima, cogió la tercera manzana de oro del regazo de la Princesa y se volvió con su caballo cabalgando colina abajo, y se desvaneció de la vista de todos sin que nadie pudiese ser capaz de decirle una palabra.
Cuando los dos hermanos llegaron a casa a la noche ellos tenían mucho que contar sobre cómo había ido el ascenso aquel día, y al final hablaron del caballero de la armadura de oro.
— Él era un magnífico tipo, ¡lo era! Más que ningún otro espléndido caballero que hubiese sobre la tierra — dijeron los hermanos.
— ¡Oh, cómo me hubiese gustado verle a mí también! — dijo Cinderlad.
— Bueno, brillaba casi tanto como las trazas de carbón que te rodean siempre, sucia y negra criatura — dijeron los hermanos.
Al día siguiente todos los caballeros y los príncipes se presentaron ante el Rey y la Princesa — se había hecho muy tarde para ellos el día anterior — para que el que tuviese la última manzana de oro pudiese pronunciarse. Ellos guardaron los turnos: primero los príncipes, y luego los caballeros, pero ninguno de ellos tenía la manzana de oro.
— Pero alguien debe tenerla — dijo el Rey—, pues he visto con mis propios ojos a un hombre cabalgar toda la colina y cogerla.
Así que ordenó que todo el mundo acudiese a palacio, y ver así si se podía mostrar la manzana. Y uno tras otro vinieron todos, pero ninguno tenía la manzana de oro, y después de mucho, mucho tiempo, le tocó el turno a los dos hermanos de Cinderlad. Ellos fueron los últimos, así que el Rey les preguntó si no quedaba nadie más del reino por acudir.
— Oh, sí. Tenemos un hermano — dijeron—, ¡pero nunca ha tenido manzanas de oro! Ha permanecido cubierto de hollín estos tres días.
— No os preocupéis — dijo el Rey—, como cualquier otro que ha venido a mi palacio, dejad que él también venga.
Así que Cinderlad fue forzado a acudir al palacio del Rey.
— ¿Tienes tú la manzana de oro? — le preguntó el monarca.
— Sí, aquí tienes la primera, y aquí está la segunda, y esta es la tercera también — dijo Cinderald, y cogió las tres manzanas de su bolsillo, y con eso se quitó sus harapos de hollín y se mostró con una brillante armadura dorada, que resplandecía mientras se alzaba.
— Tú tendrás a mi hija, y la mitad de mi reino; ¡bien te lo has merecido! — dijo el Rey.
Así que hubo una boda, y Cinderlad tomó la mano de la Princesa, y todos fueron dichosos en la fiesta, pues todos ellos tenían mucho que festejar aunque no pudiesen cabalgar sobre una colina de cristal; y si aún no han abandonado la celebración, aún deben seguir en ella.
FIN
* Cincerland: Ceniciento
El muchacho que fue al viento del norte
P. Ch. Asbjørnsen y J. Moe
Érase una vez una viuda anciana que tenía un hijo; y como ella estaba pobre y débil, su hijo tuvo que subir a la caja fuerte a buscar comida para cocinar; pero cuando salió de la caja fuerte y estaba bajando los escalones, vino el viento del norte soplando y soplando, atrapó la comida y se la llevó por el aire. Entonces el Muchacho volvió a la caja fuerte por más; pero cuando saliera de nuevo por las gradas, si no viniera de nuevo el viento del Norte y se llevase la comida de un soplo: y, además, lo hizo así por tercera vez. En esto el Muchacho se enojó mucho; y como pensó que era difícil que el Viento del Norte se comportara así, pensó que simplemente lo buscaría y le pediría que renunciara a su comida.
Así que se fue, pero el camino era largo, y caminó y caminó; pero al fin llegó a la casa del Viento del Norte .
"¡Buenos días!" dijo el Muchacho , "y gracias por venir a vernos ayer".
“¡ Buen día !” respondió el Viento del Norte , porque su voz era fuerte y áspera, “ y gracias por venir a verme. ¿Qué quieres ?
"¡Vaya!" Respondió el Muchacho : “Solo quería pedirte que tuvieras la bondad de devolverme la comida que me quitaste en los escalones seguros, porque no tenemos mucho para vivir; y si vas a seguir acaparando el bocado que tenemos, no te quedará más remedio que morirte de hambre.
"No tengo tu comida", dijo el Viento del Norte ; pero si tienes tanta necesidad, te daré un mantel que te dará todo lo que quieras, con sólo decir: '¡Paño, ábrete y sirve toda clase de buenos platos!'"
Con esto el Muchacho estaba muy contento. Pero, como el camino era tan largo que no podía llegar a casa en un día, por lo que se detuvo en una posada en el camino; y cuando iban para sentarse a cenar, puso el mantel sobre una mesa que estaba en un rincón, y dijo:
"Paño, extiéndete y sirve todo tipo de buenos platos".
Apenas lo había dicho antes de que la tela hiciera lo que se le pedía; y todos los que estaban presentes pensaron que era una buena cosa, pero sobre todo la casera. Entonces, cuando todos estaban profundamente dormidos en la oscuridad de la noche, ella tomó la ropa del Muchacho y puso otra en su lugar, igual a la que él había recibido del Viento del Norte , pero que no podía ni servir un poco de pan seco.
Entonces, cuando el Muchacho despertó, tomó su ropa y se fue con ella, y ese día llegó a casa con su madre.
"Ahora", dijo, "he estado en la casa del Viento del Norte , y es un buen tipo, porque me dio esta tela, y cuando solo le digo: 'Tela, extiéndete y sirve todo. tipo de buenos platos, obtengo cualquier tipo de comida que me plazca.
"Todo muy cierto, me atrevo a decir", dijo su madre; pero ver es creer, y no lo creeré hasta que lo vea.
Entonces el Muchacho se apresuró, sacó una mesa, puso el mantel sobre ella y dijo:
"Paño, extiéndete y sirve todo tipo de buenos platos".
Pero nunca un poco de pan seco sirvió el mantel.
"Bueno", dijo el Muchacho , "no hay más remedio que ir de nuevo al Viento del Norte "; y lejos se fue.
Así que llegó a donde vivía el Viento del Norte a última hora de la tarde.
"¡Buenas noches!" dijo el Muchacho .
"¡Buenas noches!" dijo el Viento del Norte .
"Quiero mis derechos por esa comida nuestra que tomaste", dijo el Muchacho ; porque, en cuanto a esa tela que compré, no vale un centavo.
“No tengo comida”, dijo el Viento del Norte ; pero allá tienes un carnero que no acuña más que ducados de oro en cuanto le dices: '¡Carnero, carnero! ¡ganar dinero!'"
Así que el Muchacho pensó que esto era algo bueno; pero como estaba demasiado lejos para llegar a casa ese día, pasó la noche en la misma posada donde había dormido antes.
Antes de pedir nada, probó la verdad de lo que el Viento del Norte había dicho sobre el carnero, y lo encontró todo correcto; pero cuando el ventero lo vio, pensó que era un carnero fabuloso, y cuando el Muchacho se durmió, tomó otro que no podía acuñar ducados de oro, y cambió los dos.
A la mañana siguiente se fue el Lad ; y cuando llegó a casa de su madre, le dijo:
“Después de todo, el Viento del Norte es un tipo alegre; porque ahora me ha dado un carnero que puede acuñar ducados de oro con sólo decir: '¡Carnero, carnero! ¡ganar dinero!'"
"Todo muy cierto, me atrevo a decir", dijo su madre; pero no creeré nada de eso hasta que vea los ducados hechos.
"¡RAM RAM! ¡ganar dinero!" dijo el muchacho ; pero si el carnero hizo algo, no fue dinero.
Así que el Muchacho volvió de nuevo al Viento del Norte , y lo hizo estallar, y dijo que el carnero no valía nada, y que debía tener su derecho a la comida.
"¡Bien!" dijo el Viento del Norte ; No tengo nada más que darte excepto ese viejo palo que está en la esquina; pero es un palo de esos que si dices: '¡Palo, palo! ¡sentar en!' permanece hasta que dices: '¡Palo, palo! ¡ahora parar!'"
Así que, como el camino era largo, el Muchacho se entregó también esta noche al posadero; pero como podía adivinar bastante bien cómo estaban las cosas en cuanto a la tela y al carnero, se acostó de inmediato en el banco y comenzó a roncar, como si estuviera dormido.
Ahora bien, el ventero, que fácilmente vio que el palo debía valer algo, buscó uno que era igual, y cuando oyó roncar al muchacho, iba a cambiarlos; pero, justo cuando el propietario estaba a punto de tomarlo, el Muchacho gritó:
“¡Palo, palo! ¡sentar en!"
Así que el palo comenzó a golpear al propietario, hasta que saltó sobre sillas, mesas y bancos, y gritó y bramó:
"¡Oh mi! ¡Oh mi! ordena que el palo se detenga, de lo contrario me golpeará hasta la muerte, y te devolverán tanto tu ropa como tu carnero.
Cuando el Muchacho pensó que el propietario ya tenía suficiente, dijo:
“¡Palo, palo! ¡ahora parar!"
Entonces tomó la tela y la puso en su bolsillo, y se fue a su casa con su bastón en la mano, llevando al carnero con una cuerda alrededor de sus cuernos; y así obtuvo sus derechos por la comida que había perdido.
FIN
El toro negro de Norrowey
Popular escocés
En Norroway, hace mucho tiempo, vivía una distinguida dama que tenía tres hijas: La mayor de ellas le dijo a su madre:
— Madre, cocíname un bannock, y ásame un Collop, porque me voy lejos a buscar mi fortuna.
Su madre lo hizo; y la hija mayor se fue donde una vieja bruja lavandera y le contó su propósito. La vieja le ordenó quedarse ese día, y mirar por la puerta trasera, y ver lo que pudiera ver. El primer día ella no vio nada. El segundo día ella hizo lo mismo y tampoco vio nada. Al tercer día ella volvió a mirar, y vio que se acercaba un carruaje tirado por seis caballos. Corrió adentro y le dijo a la vieja mujer lo que vio.
— Bueno, —dijo la anciana, — ese es para ti!
Así que la subieron al carruaje y partieron.
Luego la segunda hija le dijo a su madre:
— Madre, cocíname un bannock, y ásame un Collop, porque me voy lejos a buscar mi fortuna.
Su madre lo hizo; y la segunda hija se fue donde la vieja bruja lavandera, y le sucedió igual que a su hermana mayor. Al tercer día que ella miró por la puerta trasera, vió que se acercaba un carruaje tirado por cuatro caballos.
— Bueno, — dijo la anciana, — ese es para ti!
Así que la subieron al carruaje y partieron.
Finalmente la tercera hija le dijo a su madre:
— Madre, cocíname un bannock, y ásame un Collop, porque me voy lejos a buscar mi fortuna.
Su madre lo hizo; y ella se fue donde la vieja bruja lavandera. La vieja le ordenó mirar por la puerta trasera, y ver lo que pudiera ver. Ella lo hizo; y cuando volvió le dijo que no vio nada. El segundo día ella hizo lo mismo y tampoco vio nada. Al tercer día ella volvió a mirar, y cundo volvió le dijo a la vieja bruja que no vio nada, excepto un gran toro negro que venía canturreando por el camino.
— Bueno, — dijo la anciana, — ese es para ti!
Al escuchar esto ella estuvo a punto de gritar de dolor y terror; pero la levantaron y la sentaron en la espalda del toro, y partieron.
Y viajaron y viajaron, hasta que la muchacha estuvo a punto de desfallecer de hambre.
— Come de mi oreja derecha, — dijo el toro negro, — y bebe de mi oreja izquierda.
Así que ella hizo lo él dijo, y al instante quedó maravillosamente satisfecha.
Y cabalgaron muy duro y muy lejos, hasta que tuvieron a la vista un castillo muy grande y espléndido.
— Allí debemos pasar la noche, — dijo el toro; — En ese castillo vive mi hermano mayor.
Cuando llegaron, ellos levantaron a la muchacha de la espalda del toro, y la llevaron dentro del castillo, al toro se lo llevaron a un parque a pasar la noche. En la mañana ellos trajeron al toro a casa, y llevaron a la muchacha a un salón muy brillante, y le dieron una manzana muy hermosa., diciéndole que que no la mordiera hasta que ella estuviera en el problema más grande que una persona pudiera tener, y que eso podría salvarla.
De nuevo subieron a la muchacha a la espalda del toro, y después que ella cabalgó lejos, y aun más lejos de lo que yo puedo decirles, tuvieron a la vista un castillo aun más espléndido y mucho más lejano que el anterior. El toro le dijo:
— Allí debemos pasar la noche, mi segundo hermano vive allí— y se dirigieron a ese lugar.
Ellos bajaron a la muchacha y la llevaron dentro del castillo, y enviaron al toro al campo a pasar la noche. En la mañana llevaron a la muchacha a una habitación finamente decorada, y le dieron la más hermosa pera que ella hubiera visto jamás, le recomendaron que no la mordiera hasta que tuviera el problema más grande que una persona pudiera tener, y que eso podría salvarla.
De nuevo subieron a la muchacha en su espalda, y se fueron lejos. Y cabalgaron muy duro y muy lejos, hasta que tuvieron a la vista un castillo más grande y más lejano aun que los anteriores.
— Allí debemos pasar la noche, mi tercer hermano vive allí — y a ese lugar se dirigieron.
Ellos bajaron a la muchacha y la llevaron dentro del castillo, y enviaron al toro al campo a pasar la noche. En la mañana llevaron a la muchacha a una habitación, la más bella de todas, y le dieron una ciruela, diciéndole que no la mordiera hasta que tuviera el problema más grande que una persona pudiera tener, y que eso podría salvarla. Entonces trajeron de vuelta al toro, pusieron a la muchacha en su espalda, y partieron.
Y así cabalgaban y cabalgaban, hasta que llegaron a un valle oscuro y tenebroso, donde se detuvieron, y la muchacha bajó. Entonces el toro le dijo:
— Aquí debes quedarte hasta que yo vaya y pelee con el diablo. Debes sentarte en esa piedra, y no mover ni manos ni pies hasta que yo vuelva, de lo contrario nunca te volveré a encontrar. Si todo a tu alrededor se vuelve azul, es que vencí al diablo; pero si todo se vuelve rojo, es que el diablo me venció a mi.
Ella se sentó en la piedra, y al cabo de un rato todo se volvió azul. Llena de alegría, ella levantó una pierna y la cruzó sobre la otra, por lo contenta que estaba de que su compañero salió victorioso. El toro volvió y la buscó, pero nunca pudo encontrarla.
Ella estuvo sentada mucho tiempo, y allí lloraba, hasta que se cansó. Al final se levantó y se fue, sin saber adonde se dirigía. se encontró de vuelta en la habitación de la vieja lavandera. Allí le dijeron que un gallardo caballero había dejado algunas ropas manchadas de sangre para ser lavadas, y aquella que pudiera lavarlas se convertiría en su esposa. La vieja bruja lavandera las lavó hasta el cansancio, y entonces llamó a su hija, y ambas lavaron, lavaron y lavaron, con la esperanza de casarse con el joven caballero; pero nunca pudieron quitar las manchas de sangre. Al final hicieron que la doncella desconocida lavara, y apenas ella había comenzado, las manchas se volvieron limpias y puras, entonces la vieja bruja le hizo creer al caballero que fue su hija quien lavó las ropas. Así que el caballero y la hija mayor se comprometieron en matrimonio, y la doncella forastera sufrió una gran desesperación al saberlo, porque estaba profundamente enamorada de él. Así que ella recordó la manzana que le dieron y la mordió, encontrándola llena de oro y piedras preciosas, las más hermosas que ella hubiera visto.
— Todas ellas, — le dijo a la hija de la bruja, — Te las daré, con la condición que pospongas tu matrimonio durante un día, y me dejes entrar sola en su habitación durante la noche.
La muchacha consintió; pero mientras tanto la vieja bruja preparó un somnífero y se lo dio a beber al caballero para hacerlo dormir sin despertar hasta el amanecer. Durante toda la noche la doncella se lamentó y cantó:
Siete largos años yo serví por tí,
La montaña helada yo subí por tí,
Las malditas ropas yo lavé por tí,
Y tú no despertarás y vendrás a mí?
Al día siguiente, ella no sabía qué hacer para dejar de sufrir. Entonces mordió la pera, y la encontró llena de joyas más preciosas que las que contenía la manzana. Ella ofreció estas joyas a cambio del permiso para estar una segunda noche en la habitación del joven caballero, pero la vieja bruja nuevamente le dio un somnífero para hacerlo dormir hasta el amanecer. Ella estuvo toda la noche suspirando y cantando como la vez anterior:
Siete largos años yo serví por tí,
La montaña helada yo subí por tí,
Las malditas ropas yo lavé por tí;
Y tú no despertarás y vendrás a mí?
El no se despertó y ella casi perdió la esperanza por completo, pero ese mismo día, cuando él estaba de caza, alguien le preguntó qué eran esos ruidos y gemidos que se escucharon toda la noche en su dormitorio. Él dijo:
— No he escuchado ningún ruido
Pero ellos le aseguraron que era cierto; y él se decidió a estar despierto toda la noche para intentar escuchar.
Siendo la tercera noche, la damisela estaba entre la esperanza y la desesperación, mordió la ciruela, y contenía lejos las más bella joyería de las tres. Ella cambió las joyas como la vez anterior, y la vieja bruja, como antes, puso en la habitación del joven caballero el somnífero para dormir, pero él le dijo que no podía beber esa noche sin endulzarlo. Y cuando ella se fue a buscar un poco de miel para endulzarlo, él tiró la bebida, e hizo creer a la bruja que se la había tomado. Todos se fueron a la cama, y la joven comenzó, como antes, a cantar:
Siete largos años yo serví por tí,
La montaña helada yo subí por tí,
Las malditas ropas yo lavé por tí;
Y tú no despertarás y vendrás a mí?
El la oyó y fue hacia ella. Ella le contó todo lo que le había pasado, y el le contó lo que le había pasado a él. Entonces él hizo que la vieja bruja lavandera y su hija fueran quemadas. Él y ella se casaron y, por lo que yo sé, viven felices hasta el día de hoy.
FIN
El pescador y el pez de oro
Alexander N. Afanasiev
En una isla muy lejana, llamada isla Buián, había una cabaña pequeña y vieja que servía de albergue a un anciano y su mujer. Vivían en la mayor pobreza; todos sus bienes se reducían a la cabaña y a una red que el mismo marido había hecho, y con la que todos los días iba a pescar, como único medio de procurarse el sustento de ambos.
Un día echó su red en el mar, empezó a tirar de ella y le pareció que pesaba extraordinariamente. Esperando una buena pesca se puso muy contento; pero cuando logró recoger la red vio que estaba vacía; tan sólo a fuerza de registrar bien encontró un pequeño pez. Al tratar de cogerlo quedó asombrado al ver que era un pez de oro; su asombro creció de punto al oír que el Pez, con voz humana, le suplicaba:
—No me cojas, abuelito; déjame nadar libremente en el mar y te podré ser útil dándote todo lo que pidas.
El anciano meditó un rato y le contestó:
—No necesito nada de ti; vive en paz en el mar. ¡Anda!
Y al decir esto echó el pez de oro al agua.
Al volver a la cabaña, su mujer, que era muy ambiciosa y soberbia, le preguntó:
—¿Qué tal ha sido la pesca?
—Mala, mujer —contestó, quitándole importancia a lo ocurrido—; sólo pude coger un pez de oro, tan pequeño que, al oír sus súplicas para que lo soltase, me dio lástima y lo dejé en libertad a cambio de la promesa de que me daría lo que le pidiese.
—¡Oh viejo tonto! Has tenido entre tus manos una gran fortuna y no supiste conservarla.
Y se enfadó la mujer de tal modo que durante todo el día estuvo riñendo a su marido, no dejándolo en paz ni un solo instante.
—Si al menos, ya que no pescaste nada, le hubieses pedido un poco de pan, tendrías algo que comer; pero ¿Qué comerás ahora si no hay en casa ni una migaja?
Al fin el marido, no pudiendo soportar más a su mujer, fue en busca del pez de oro; se acercó a la orilla del mar y exclamó:
—¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!
El Pez se arrimó a la orilla y le dijo:
—¿Qué quieres, buen viejo?
—Se ha enfadado conmigo mi mujer por haberte soltado y me ha mandado que te pida pan.
—Bien; vete a casa, que el pan no les faltará.
El anciano volvió a casa y preguntó a su mujer:
—¿Cómo van las cosas, mujer? ¿Tenemos bastante pan?
—Pan hay de sobra, porque está el cajón lleno —dijo la mujer—; pero lo que nos hace falta es una artesa nueva, porque se ha hendido la madera de la que tenemos y no podemos lavar la ropa; ve y dile al pez de oro que nos dé una.
El viejo se dirigió a la playa otra vez y llamó:
—¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!
El Pez se arrimó a la orilla y le dijo:
—¿Qué necesitas, buen viejo?
—Mi mujer me mandó a pedirte una artesa nueva.
—Bien; tendrás también una artesa nueva.
De vuelta a su casa, cuando apenas había pisado el umbral, su mujer le salió al paso gritándole imperiosamente:
—Vete en seguida a pedirle al pez de oro que nos regale una cabaña nueva; en la nuestra ya no se puede vivir, porque apenas se tiene de pie.
Se fue el marido a la orilla del mar y gritó:
—¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!
El Pez nadó hacia la orilla poniéndose con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia el anciano, y le preguntó:
—¿Qué necesitas ahora, viejo?
—Constrúyenos una nueva cabaña; mi mujer no me deja vivir en paz riñéndome continuamente y diciéndome que no quiere vivir más en la vieja, porque amenaza hundirse de un día a otro.
—No te entristezcas. Vuelve a tu casa y reza, que todo estará hecho.
Volvió el anciano a casa y vio con asombro que en el lugar de la cabaña vieja había otra nueva hecha de roble y con adornos de talla. Corrió a su encuentro su mujer no bien lo hubo visto, y riñéndolo e injuriándolo, más enfadada que nunca, le gritó:
—¡Qué viejo más estúpido eres! No sabes aprovecharte de la suerte. Has conseguido tener una cabaña nueva y creerás que has hecho algo importante. ¡Imbécil! Ve otra vez al mar y dile al pez de oro que no quiero ser por más tiempo una campesina; quiero ser mujer de gobernador para que me obedezca la gente y me salude con reverencia.
Se dirigió de nuevo el anciano a la orilla del mar y llamó en alta voz:
—¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!
Se arrimó el Pez a la orilla como otras veces y dijo:
—¿Qué quieres, buen viejo?
Éste le contestó:
—No me deja en paz mi mujer; por fuerza se ha vuelto completamente loca; dice que no quiere ser más una campesina; que quiere ser una mujer de gobernador.
—Bien; no te apures; vete a casa y reza a Dios, que yo lo arreglaré todo.
Volvió a casa el anciano; pero al llegar vio que en el sitio de la cabaña se elevaba una magnífica casa de piedra con tres pisos; corría apresurada la servidumbre por el patio; en la cocina, los cocineros preparaban la comida, mientras que su mujer se hallaba sentada en un rico sillón vestida con un precioso traje de brocado y dando órdenes a toda la servidumbre.
—¡Hola, mujer! ¿Estás ya contenta? —le dijo el marido.
—¿Cómo has osado llamarme tu mujer a mí, que soy la mujer de un gobernador? —y dirigiéndose a sus servidores les ordenó—: Cojan a ese miserable campesino que pretende ser mi marido y llévenlo a la cuadra para que lo azoten bien.
En seguida acudió la servidumbre, cogieron por el cuello al pobre viejo y lo arrastraron a la cuadra, donde los mozos lo azotaron y apalearon de tal modo que con gran dificultad pudo luego ponerse en pie. Después de esto, la cruel mujer lo nombró barrendero de la casa y le dieron una escoba para que barriese el patio, con el encargo de que estuviese siempre limpio.
Para el pobre anciano empezó una existencia llena de amarguras y humillaciones; tenía que comer en la cocina y todo el día estaba ocupado barriendo el patio, porque apenas cometía la menor falta lo castigaban, apaleándolo en la cuadra.
—¡Qué mala mujer! —pensaba el desgraciado—. He conseguido para ella todo lo que ha deseado y me trata del modo más cruel, llegando hasta a negar que yo sea su marido.
Sin embargo, no duró mucho tiempo aquello, porque al fin se aburrió la vieja de su papel de mujer de gobernador. Llamó al anciano y le ordenó:
—Ve, viejo tonto, y dile al pez de oro que no quiero ser más mujer de gobernador; que quiero ser zarina.
Se fue el anciano a la orilla del mar y exclamó:
—¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!
El Pez de oro se arrimó a la orilla y dijo:
—¿Qué quieres, buen viejo?
—¡Ay, pobre de mí! Mi mujer se ha vuelto aún más loca que antes; ya no quiere ser mujer de gobernador; quiere ser zarina.
—No te apures. Vuelve tranquilamente a casa y reza a Dios. Todo estará hecho.
Volvió el anciano a casa, pero en el sitio de ésta vio elevarse un magnífico palacio cubierto con un tejado de oro; los centinelas hacían la guardia en la puerta con el arma al brazo; detrás del palacio se extendía un hermosísimo jardín, y delante había una explanada en la que estaba formado un gran ejército. La mujer, engalanada como correspondía a su rango de zarina, salió al balcón seguida de gran número de generales y nobles y empezó a pasar revista a sus tropas. Los tambores redoblaron, las músicas tocaron el himno real y los soldados lanzaron hurras ensordecedores.
A pesar de toda esta magnificencia, después de poco tiempo se aburrió la mujer de ser zarina y mandó que buscasen al anciano y lo trajesen a su presencia.
Al oír esta orden, todos los que la rodeaban se pusieron en movimiento; los generales y los nobles corrían apresurados de un lado a otro diciendo: «¿Qué viejo será ése?»
Al fin, con gran dificultad, lo encontraron en un corral y lo llevaron a presencia de la zarina, que le gritó:
—¡Ve, viejo tonto; ve en seguida a la orilla del mar y dile al pez de oro que no quiero ser más una zarina; quiero ser la diosa de los mares, para que todos los mares y todos los peces me obedezcan!
El buen viejo quiso negarse, pero su mujer lo amenazó con cortarle la cabeza si se atrevía a desobedecerla. Con el corazón oprimido se dirigió el anciano a la orilla del mar, y una vez allí, exclamó:
—¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!
Pero no apareció el pez de oro; el anciano lo llamó por segunda vez, pero tampoco vino. Lo llamó por tercera vez, y de repente se alborotó el mar, se levantaron grandes olas y el color azul del agua se obscureció hasta volverse negro. Entonces el Pez de oro se arrimó a la orilla y dijo:
—¿Qué más quieres, buen viejo?
El pobre anciano le contestó:
—No sé qué hacer con mi mujer; está furiosa conmigo y me ha amenazado con cortarme la cabeza si no vengo a decirte que ya no le basta con ser una zarina; que quiere ser diosa de los mares, para mandar en todos los mares y gobernar a todos los peces.
Esta vez el pez no respondió nada al anciano; se volvió y desapareció en las profundidades del mar.
El desgraciado viejo se volvió a casa y quedó lleno de asombro. El magnífico palacio había desaparecido y en su lugar se hallaba otra vez la primitiva cabaña vieja y pequeña, en la cual estaba sentada su mujer, vestida con unas ropas pobres y remendadas.
Tuvieron que volver a su vida de antes, dedicándose otra vez el viejo a la pesca, y aunque todos los días echaba su red al mar, nunca volvió a tener la suerte de pescar al maravilloso pez de oro.
FIN
Basilisa la hermosa
Alexander N. Afanasiev
En un reino vivía una vez un comerciante con su mujer y su única hija, llamada Basilisa la Hermosa. Al cumplir la niña los ocho años se puso enferma su madre, y presintiendo su próxima muerte llamó a Basilisa, le dio una muñeca y le dijo:
—Escúchame, hijita mía, y acuérdate bien de mis últimas palabras. Yo me muero y con mi bendición te dejo esta muñeca; guárdala siempre con cuidado, sin mostrarla a nadie, y cuando te suceda alguna desdicha, pídele consejo.
Después de haber dicho estas palabras, la madre besó a su hija, suspiró y se murió.
El comerciante, al quedarse viudo, se entristeció mucho; pero pasó tiempo, se fue consolando y decidió volver a casarse. Era un hombre bueno y muchas mujeres lo deseaban por marido; pero entre todas eligió una viuda que tenía dos hijas de la edad de Basilisa y que en toda la comarca tenía fama de ser buena madre y ama de casa ejemplar.
El comerciante se casó con ella, pero pronto comprendió que se había equivocado, pues no encontró la buena madre que para su hija deseaba. Basilisa era la joven más hermosa de la aldea; la madrastra y sus hijas, envidiosas de su belleza, la mortificaban continuamente y le imponían toda clase de trabajos para ajar su hermosura a fuerza de cansancio y para que el aire y el sol quemaran su cutis delicado. Basilisa soportaba todo con resignación y cada día crecía su hermosura, mientras que las hijas de la madrastra, a pesar de estar siempre ociosas, se afeaban por la envidia que tenían a su hermana. La causa de esto no era ni más ni menos que la buena Muñeca, sin la ayuda de la cual Basilisa nunca hubiera podido cumplir con todas sus obligaciones. La Muñeca la consolaba en sus desdichas, dándole buenos consejos y trabajando con ella.
Así pasaron algunos años y las muchachas llegaron a la edad de casarse. Todos los jóvenes de la ciudad solicitaban casarse con Basilisa, sin hacer caso alguno de las hijas de la madrastra. Ésta, cada vez más enfadada, contestaba a todos:
—No casaré a la menor antes de que se casen las mayores.
Y después de haber despedido a los pretendientes, se vengaba de la pobre Basilisa con golpes e injurias.
Un día el comerciante tuvo necesidad de hacer un viaje y se marchó. Entretanto, la madrastra se mudó a una casa que se hallaba cerca de un espeso bosque en el que, según decía la gente, aunque nadie lo había visto, vivía la terrible bruja Baba yaga ; nadie osaba acercarse a aquellos lugares, porque Baba yaga se comía a los hombres como si fueran pollos.
Después de instaladas en el nuevo alojamiento, la madrastra, con diferentes pretextos, enviaba a Basilisa al bosque con frecuencia; pero a pesar de todas sus astucias la joven volvía siempre a casa, guiada por la Muñeca, que no permitía que Basilisa se acercase a la cabaña de la temible bruja.
Llegó el otoño, y un día la madrastra dio a cada una de las tres muchachas una labor: a una le ordenó que hiciese encaje; a otra, que hiciese medias, y a Basilisa le mandó hilar, obligándolas a presentarle cada día una cierta cantidad de trabajo hecho. Apagó todas las luces de la casa, excepto una vela que dejó encendida en la habitación donde trabajaban sus hijas, y se acostó. Poco a poco, mientras las muchachas estaban trabajando, se formó en la vela un pabilo, y una de las hijas de la madrastra, con el pretexto de cortarlo, apagó la luz con las tijeras.
—¿Qué haremos ahora? —dijeron las jóvenes—. No había más luz que ésta en toda la casa y nuestras labores no están aún terminadas. ¡Habrá que ir en busca de luz a la cabaña de Baba Yaga !
—Yo tengo luz de mis alfileres —dijo la que hacía el encaje—. No iré yo.
—Tampoco iré yo —añadió la que hacía las medias—. Tengo luz de mis agujas.
—¡Tienes que ir tú en busca de luz! —exclamaron ambas—. ¡Anda! ¡Ve a casa de Baba Yaga !
Y al decir esto echaron a Basilisa de la habitación. Basilisa se dirigió sin luz a su cuarto, puso la cena delante de la Muñeca y le dijo:
—Come, Muñeca mía, y escucha mi desdicha. Me mandan a buscar luz a la cabaña de Baba Yaga y ésta me comerá. ¡Pobre de mí!
—No tengas miedo —le contestó la Muñeca—; ve donde te manden, pero no te olvides de llevarme contigo; ya sabes que no te abandonaré en ninguna ocasión.
Basilisa se metió la Muñeca en el bolsillo, se persignó y se fue al bosque. La pobrecita iba temblando, cuando de repente pasó rápidamente por delante de ella un jinete blanco como la nieve, vestido de blanco, montado en un caballo blanco y con un arnés blanco; en seguida empezó a amanecer. Siguió su camino y vio pasar otro jinete rojo, vestido de rojo y montado en un corcel rojo, y en seguida empezó a levantarse el sol. Durante todo el día y toda la noche anduvo Basilisa, y sólo al atardecer del día siguiente llegó al claro donde se hallaba la cabaña de Baba yaga ; la cerca que la rodeaba estaba hecha de huesos humanos rematados por calaveras; las puertas eran piernas humanas; los cerrojos, manos, y la cerradura, una boca con dientes. Basilisa se llenó de espanto. De pronto apareció un jinete todo negro, vestido de negro y montando un caballo negro, que al aproximarse a las puertas de la cabaña de Baba Yaga desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra; en seguida se hizo de noche.
No duró mucho la oscuridad: de las cuencas de los ojos de todas las calaveras salió una luz que alumbró el claro del bosque como si fuese de día. Basilisa temblaba de miedo y no sabiendo dónde esconderse, permanecía quieta.
No duró mucho la oscuridad: de las cuencas de los ojos de todas las calaveras salió una luz que alumbró el claro del bosque como si fuese de día. Basilisa temblaba de miedo y no sabiendo dónde esconderse, permanecía quieta.
De pronto se oyó un tremendo alboroto: los árboles crujían, las hojas secas estallaban y la espantosa bruja Baba yaga apareció saliendo del bosque, sentada en su mortero, arreando con el mazo y barriendo sus huellas con la escoba. Se acercó a la puerta, se paró, y husmeando el aire, gritó:
—¡Huele a carne humana! ¿Quién está ahí?
Basilisa se acercó a la vieja, la saludó con mucho respeto y le dijo:
—Soy yo, abuelita; las hijas de mi madrastra me han mandado que venga a pedirte luz.
—Bueno —contestó la bruja—, las conozco bien; quédate en mi casa y si me sirves a mi gusto te daré la luz.
Luego, dirigiéndose a las puertas, exclamó:
—¡Ea!, mis fuertes cerrojos, ¡ábranse! ¡Ea!, mis anchas puertas, ¡déjenme pasar!
Las puertas se abrieron; Baba Yaga entró silbando, acompañada de Basilisa, y las puertas se volvieron a cerrar solas. Una vez dentro de la cabaña, la bruja se echó en un banco y dijo:
—¡Quiero cenar! ¡Sirve toda la comida que está en el horno!
Basilisa encendió una tea acercándola a una calavera, y se puso a sacar la comida del horno y a servírsela a Baba Yaga; la comida era tan abundante que habría podido satisfacer el hambre de diez hombres; después trajo de la bodega vinos, cerveza, aguardiente y otras bebidas. Todo se lo comió y se lo bebió la bruja, y a Basilisa le dejó tan sólo un poquitín de sopa de coles y una cortecita de pan.
Se preparó para acostarse y dijo a la nueva doncella:
—Mañana tempranito, después que me marche, tienes que barrer el patio, limpiar la cabaña, preparar la comida y lavar la ropa; luego tomarás del granero un celemín de trigo y lo expurgarás del maíz que tiene mezclado. Procura hacerlo todo, porque si no te comeré a ti.
Después de esto, Baba Yaga se puso a roncar, mientras que Basilisa, poniendo ante la Muñeca las sobras de la comida y vertiendo amargas lágrimas, dijo:
—Toma, Muñeca mía, come y escúchame. ¡Qué desgraciada soy! La bruja me ha encargado que haga un trabajo para el que harían falta cuatro personas y me amenazó con comerme si no lo hago todo.
La Muñeca contestó:
—No temas nada, Basilisa; come, y después de rezar, acuéstate; mañana arreglaremos todo.
Al día siguiente se despertó Basilisa muy tempranito, miró por la ventana y vio que se apagaban ya los ojos de las calaveras. Vio pasar y desaparecer al jinete blanco, y en seguida amaneció. Baba yaga salió al patio, silbó, y ante ella apareció el mortero con el mazo y la escoba. Pasó a todo galope el jinete rojo, e inmediatamente salió el sol. La bruja se sentó en el mortero y salió del patio arreando con el mazo y barriendo con la escoba.
Basilisa se quedó sola, recorrió la cabaña, se admiró al ver las riquezas que allí había y se quedó indecisa sin saber por cuál trabajo empezar. Miró a su alrededor y vio que de pronto todo el trabajo aparecía hecho; la Muñeca estaba separando los últimos granos de trigo de los de maíz.
—¡Oh mi salvadora! —exclamó Basilisa—. Me has librado de ser comida por Baba Yaga.
—No te queda más que preparar la comida —le contestó la Muñeca al mismo tiempo que se metía en el bolsillo de Basilisa—. Prepárala y descansa luego de tu labor.
Al anochecer, Basilisa puso la mesa, esperando la llegada de Baba Yaga. Ya anochecía cuando pasó rápidamente el jinete negro, e inmediatamente obscureció por completo; sólo lucieron los ojos de las calaveras. Luego crujieron los árboles, estallaron las hojas y apareció Baba yaga , que fue recibida por Basilisa.
—¿Está todo hecho? —preguntó la bruja.
—Examínalo todo tú misma, abuelita.
Baba Yaga recorrió toda la casa y se puso de mal humor por no encontrar un solo motivo para regañar a Basilisa.
—Bien —dijo al fin, y se sentó a la mesa; luego exclamó—: ¡Mis fieles servidores, vengan a moler mi trigo!
En seguida se presentaron tres pares de manos, cogieron el trigo y desaparecieron. Baba Yaga, después de comer hasta saciarse, se acostó y ordenó a Basilisa:
—Mañana harás lo mismo que hoy, y además tomarás del granero un montón de semillas de adormidera y las escogerás una a una para separar los granos de tierra.
Y dada esta orden se volvió del otro lado y se puso a roncar, mientras Basilisa pedía consejo a la Muñeca. Ésta repitió la misma contestación de la víspera:
—Acuéstate tranquila después de haber rezado. Por la mañana se es más sabio que por la noche; ya veremos cómo lo hacemos todo.
Por la mañana la bruja se marchó otra vez, y la muchacha, ayudada por su Muñeca, cumplió todas sus obligaciones. Al anochecer volvió Baba Yaga a casa, visitó todo y exclamó:
—¡Mis fieles servidores, mis queridos amigos, vengan a prensar mi simiente de adormidera!
Se presentaron los tres pares de manos, cogieron las semillas de adormidera y se las llevaron. La bruja se sentó a la mesa y se puso a cenar.
—¿Por qué no me cuentas algo? —preguntó a Basilisa, que estaba silenciosa—. ¿Eres muda?
—Si me lo permites, te preguntaré una cosa.
—Pregunta; pero ten en cuenta que no todas las preguntas redundan en bien del que las hace. Cuanto más sabio se es, se es más viejo.
—Quiero preguntarte, abuelita, lo que he visto mientras caminaba por el bosque. Me adelantó un jinete todo blanco, vestido de blanco y montado sobre un caballo blanco. ¿Quién era?
—Es mi Día Claro —contestó la bruja.
—Más allá me alcanzó otro jinete todo rojo, vestido de rojo y montando un corcel rojo. ¿Quién era éste?
—Es mi Sol Radiante.
—¿Y el jinete negro que me encontré ya junto a tu puerta?
—Es mi Noche Oscura.
Basilisa se acordó de los tres pares de manos, pero no quiso preguntar más y se calló.
—¿Por qué no preguntas más? —dijo Baba Yaga .
—Esto me basta; me has recordado tú misma, abuelita, que cuanto más sepa seré más vieja.
—Bien —repuso la bruja—; bien haces en preguntar sólo lo que has visto fuera de la cabaña y no en la cabaña misma, pues no me gusta que los demás se enteren de mis asuntos. Y ahora te preguntaré yo también. ¿Cómo consigues cumplir con todas las obligaciones que te impongo?
—La bendición de mi madre me ayuda —contestó la joven.
—¡Oh lo que has dicho! ¡Vete en seguida, hija bendita! ¡No necesito almas benditas en mi casa! ¡Fuera!
Y expulsó a Basilisa de la cabaña, la empujó también fuera del patio; luego, tomando de la cerca una calavera con los ojos encendidos, la clavó en la punta de un palo, se la dio a Basilisa y le dijo:
—He aquí la luz para las hijas de tu madrastra; tómala y llévatela a casa.
La muchacha echó a correr alumbrando su camino con la calavera, que se apagó ella sola al amanecer; al fin, a la caída de la tarde del día siguiente llegó a su casa. Se acercó a la puerta y tuvo intención de tirar la calavera pensando que ya no necesitarían luz en casa; pero oyó una voz sorda que salía de aquella boca sin dientes, que decía: «No me tires, llévame contigo.» Miró entonces a la casa de su madrastra, y no viendo brillar luz en ninguna ventana, decidió llevar la calavera consigo.
La acogieron con cariño y le contaron que desde el momento en que se había marchado no tenían luz, no habían podido encender el fuego y las luces que traían de las casas de los vecinos se apagaban apenas entraban en casa.
—Acaso la luz que has traído no se apague —dijo la madrastra.
Trajeron la calavera a la habitación y sus ojos se clavaron en la madrastra y sus dos hijas, quemándolas sin piedad. Intentaban esconderse, pero los ojos ardientes las perseguían por todas partes; al amanecer estaban ya las tres completamente abrasadas; sólo Basilisa permaneció intacta.
Por la mañana la joven enterró la calavera en el bosque, cerró la casa con llave, se dirigió a la ciudad, pidió alojamiento en casa de una pobre anciana y se instaló allí esperando que volviese su padre. Un día dijo Basilisa a la anciana:
—Me aburro sin trabajo, abuelita. Cómprame del mejor lino e hilaré, para matar el tiempo.
La anciana compró el lino y la muchacha se puso a hilar. El trabajo avanzaba con rapidez y el hilo salía igualito y finito como un cabello. Pronto tuvo un gran montón, suficiente para ponerse a tejer; pero era imposible encontrar un peine tan fino que sirviese para tejer el hilo de Basilisa y nadie se comprometía a hacerlo. La muchacha pidió ayuda a su Muñeca, y ésta en una sola noche le preparó un buen telar.
A fines del invierno el lienzo estaba ya tejido y era tan fino que se hubiera podido enhebrar en una aguja. En la primavera lo blanquearon, y entonces dijo Basilisa a la anciana:
—Vende el lienzo, abuelita, y guárdate el dinero.
La anciana miró la tela y exclamó:
—No, hijita; ese lienzo, salvo el zar, no puede llevarlo nadie. Lo enseñaré en palacio.
Se dirigió a la residencia del zar y se puso a pasear por delante de las ventanas de palacio.
El zar la vio y le preguntó:
—¿Qué quieres, viejecita?
—Majestad —contestó ésta—, he traído conmigo una mercancía preciosa que no quiero mostrar a nadie más que a ti.
El zar ordenó que la hiciesen entrar, y al ver el lienzo se quedó admirado.
—¿Qué quieres por él? —preguntó.
—No tiene precio, padre y señor; te lo he traído como regalo.
El zar le dio las gracias y la colmó de regalos. Empezaron a cortar el lienzo para hacerle al zar unas camisas; cortaron la tela, pero no pudieron encontrar lencera que se encargase de coserlas. La buscaron largo tiempo, y al fin el zar llamó a la anciana y le dijo:
—Ya que has sabido hilar y tejer un lienzo tan fino, por fuerza tienes que saber coserme las camisas.
—No soy yo, majestad, quien ha hilado y tejido esta tela; es labor de una hermosa joven que vive conmigo.
—Bien; pues que me cosa ella las camisas.
Volvió la anciana a su casa y contó a Basilisa lo sucedido y ésta repuso:
—Ya sabía yo que me llamarían para hacer este trabajo.
Se encerró en su habitación y se puso a trabajar. Cosió sin descanso y pronto tuvo hecha una docena de camisas. La anciana las llevó a palacio, y mientras tanto Basilisa se lavó, se peinó, se vistió y se sentó a la ventana esperando lo que sucediera.
Al poco rato vio entrar en la casa a un lacayo del zar, que dirigiéndose a la joven dijo:
—Su Majestad el zar quiere ver a la hábil lencera que le ha cosido las camisas, para recompensarla según merece.
Basilisa la Hermosa se encaminó a palacio y se presentó al zar. Apenas éste la vio se enamoró perdidamente de ella.
—Hermosa joven —le dijo—, no me separaré de ti, porque serás mi esposa.
Entonces tomó a Basilisa la Hermosa de la mano, la sentó a su lado y aquel mismo día celebraron la boda.
Cuando volvió el padre de Basilisa tuvo una gran alegría al conocer la suerte de su hija y se fue a vivir con ella. En cuanto a la anciana, la joven zarina la acogió también en su palacio y a la Muñeca la guardó consigo hasta los últimos días de su vida, que fue toda ella muy feliz.
FIN
El pájaro de fuego
Alexander N. Afanasiev
E n cierto reino vivía el zar Berendéi con sus tres hijos: los zaréviches Piotr, Vasili e Iván. Poseía el zar un hermoso jardín con un manzano que daba frutos de oro. El zar cuidaba mucho de este manzano: contaba las manzanas todas las noches y volvía a contarlas todas las mañanas. Y una vez advirtió que durante la noche, alguien había entrado en el jardín, pues faltaba una manzana. Lo mismo comenzó a suceder noche tras noche. El zar puso guardias en el jardín, pero nadie podía descubrir al ladrón.
Triste, el zar dejó de comer y de beber, perdió la tranquilidad y el sueño. Sus hijos le decían para consolarle:
—No te apenes, querido padre, nosotros mismos guardaremos el jardín.
Piotr, el hijo mayor dijo:
—Hoy me toca a mí vigilar el jardín.
Al anochecer fue a cumplir su cometido, pero por más vueltas que dio arriba y abajo, no descubrió a nadie. Entonces se tumbó en la hierba y se quedó dormido. Cuando despertó faltaban varias manzanas de oro.
Temprano en la mañana el zar llamó al zarévich Piotr:
—¿Me traes buenas noticias? ¿Has descubierto al ladrón?
—No, querido padre; en toda la noche no he dormido, no he pegado un ojo, pero no he visto a nadie.
A la noche siguiente fue el zarévich Vasili a guardar el jardín y también se durmió. Por la mañana faltaban más manzanas de oro.
—Hijo mío —le preguntó el zar— ¿has visto al ladrón?
—No, padre. He estado al acecho, no he cerrado los ojos, pero no he visto a nadie.
Le tocó al hermano menor, el zarévich Iván, hacer la guardia en el jardín. Por miedo a quedarse dormido, no se atrevía ni a sentarse. Si sentía sueño se lavaba con el rocío que bañaba la hierba y reanudaba la vigilancia.
A eso de la medianoche, un gran resplandor iluminó el jardín como en pleno día. El zarévich vio que un pájaro de fuego estaba posado en una rama del manzano y picoteaba las manzanas de oro.
Iván se acercó sigiloso al manzano y asió de la cola al ave. Pero el pájaro de fuego se debatió con tanta fuerza que logró escapar, dejando en la mano del zarévich una pluma de su cola.
A la mañana siguiente, el zarévich Iván se presentó ante su padre.
El zar le preguntó:
—Di, querido Iván, ¿has visto al ladrón?
—No lo he atrapado, querido padre, pero sé ya quién comete fechorías en vuestro jardín. Aquí tienes un recuerdo del ladrón. Es el pájaro de fuego.
Tomó el zar la pluma y recobró el apetito y el buen humor. Pero he aquí que una mañana se levantó con el pensamiento puesto en el pájaro de fuego. Llamó a sus hijos y les dijo:
—Queridos hijos ¿por qué no vais a recorrer el mundo hasta encontrar al pájaro de fuego? Si no lo hacéis así, cualquier día volverá por aquí a robarme mis manzanas.
Los hijos se inclinaron ante su padre, ensillaron briosos corceles y se pusieron en camino, cada uno en una dirección.
El zarévich Iván cabalgó mucho tiempo y llegó a una encrucijada. Allí, en un mojón de piedra, estaba escrito:
“Aquel que siga por el camino de en medio, sufrirá frío y hambre; el que coja el de la derecha, saldrá sano y salvo, pero perderá su caballo; y el que vaya por el de la izquierda, será asesinado, pero su caballo vivirá.”
Tras reflexionar un instante, el zarévich Iván tomó por el camino de la derecha. Cabalgó durante tres días y llegó a un bosque grande y sombrío. De pronto, un lobo gris le salió al encuentro. Sin dar tiempo a que el zarévich desenvainara la espada, el lobo degolló a su caballo y despareció en la espesura.
Quedó Iván muy entristecido. ¿A dónde podía ir sin el caballo?
—En fin —se dijo— iré a pie.
Caminó el zarévich Iván hasta que se sintió invadido de un cansancio mortal. Apenas se había dejado caer agotado sobre un tronco, cuando un gran lobo gris surgió del bosque:
—¿Por qué, zarevich Iván, te veo tan triste, tan abatido? —preguntó el lobo.
—¿Cómo no voy a estarlo, lobo gris? Me he quedado sin mi buen caballo.
—Tú fuiste quien escogió este camino. Sin embargo me da pena verte tan cabizbajo. Dime ¿qué te lleva tan lejos? ¿A dónde vas?
—Mi padre, el zar Berendéi, me ha enviado a recorrer el mundo en busca del pájaro de fuego.
—En tu buen caballo no hubieras encontrado el pájaro de fuego en tres años. Sólo yo sé dónde anida y sólo yo puedo ayudarte a atraparlo. En fin, ya que me he comido tu caballo, te serviré fielmente. Monta en mi lomo y sujétate con fuerza.
El zarévich Iván obedeció y el lobo salió disparado, cruzando como una exhalación los bosques y los lagos. Por fin llegaron a una fortaleza de altas murallas. El lobo se detuvo y dijo:
—Escúchame Iván Zarévich, y recuerda bien lo que te digo. Salta la muralla, y no tengas miedo, que toda la guardia está durmiendo. En un palacete verás una ventana en la que hay una jaula de oro con el pájaro de fuego. Toma el pájaro y guárdalo en el seno, pero ten buen cuidado de no tocar la jaula o te sucederá una gran desgracia.
Saltó el zarévich Iván la muralla y vio el palacete en cuya ventana descansaba la jaula de oro con el pájaro de fuego. Tomó el ave y la ocultó en el seno, pero quedó encandilado mirando la jaula. En su corazón se encendió la codicia. “¿Acaso puedo dejar aquí una jaula tan preciosa?”, se dijo. Olvidó el zarévich lo que le había advertido el lobo y tendió la mano hacia la jaula. Pero en cuanto sus dedos la rozaron, sonaron en toda la fortaleza clarines y tambores. La guardia se despertó, apresó al zarévich Iván y lo llevó ante el zar Afrón.
El zar Afrón montó en cólera y preguntó al zarévich Iván:
—¿Quién eres? ¿De dónde has venido? ¿De qué padre eres hijo?
—Me llamo Iván Zarévich, hijo del zar Berendéi. Tu pájaro de fuego acostumbra robar las manzanas de oro del jardín de mi padre. Entonces él me envió a buscarlo y atraparlo.
—¡Qué vergüenza! ¡El hijo de un zar metido a ladrón! Si hubieras venido honradamente y me lo hubieras pedido, te lo habría dado, movido por el aprecio que tengo a tu padre. Aunque, mira, si me prestas un servicio, te perdonaré e incluso te daré el pájaro de fuego. Pero tendrás que cruzar los veintinueve países, hasta llegar al trigésimo, donde reina el zar Kusmán, y traerme su caballo de crines de oro.
Muy triste regresó el zarévich Iván a dónde le estaba esperando el lobo gris. El lobo le reprochó:
—¡No te dije que no tocaras la jaula! ¿Por qué no me hiciste caso?
—Perdóname, por favor! ¡Perdóname lobo gris!
—¡Monta! ¡Enganchado al carro, no te quejes de la carga!
De nuevo corrió el lobo más veloz que el viento llevando encima al zarévich Iván. En poquísimo tiempo llegaron a la fortaleza del zar Kusmán. El lobo se detuvo y dijo:
—Salta el muro, zarévich Iván. La guardia está durmiendo. Ve a la cuadra y saca de allí el caballo, pero ten buen cuidado de no tocar la brida, o volverá a sucederte una gran desgracia.
Saltó el zarévich Iván el muro, aprovechando que la guardia estaba durmiendo, se introdujo en la cuadra y atrapó el caballo de crines de oro; iba ya a partir cuando vio la brida de oro que colgaba de la pared y se dijo: “¿Cómo voy a llevarme el caballo sin la brida?¡Y es tan hermosa!” Pero en cuanto tocó el zarévich la brida, al instante sonaron en la fortaleza clarines y tambores. La guardia se despertó, apresó al zarévich y lo llevó ante el zar Kusmán.
—¿Quién eres? ¿De dónde has venido? ¿De qué padre eres hijo?
Soy el zarévich Iván, hijo del zar Berendéi.
¿Y no se te ha ocurrido nada mejor que robar un caballo? ¡Pero si eso no lo haría un simple mujik! ¡Si hubieras venido a mi encuentro honradamente, yo, por respeto a tu padre, te hubiera regalado mi caballo! En fin, zarévich Iván, te perdonaré si me prestas un servicio. El zar Dalmat tiene una hija que se llama Elena la Hermosa. Ráptala, tráela aquí y te daré el caballo de crines de oro con su brida.
Más triste todavía que antes regresó el zarévich Iván a donde le estaba esperando el lobo.
—¿No te dije, zarévich Iván —le reprochó el lobo—, que no tocaras la brida? ¿Por qué no me has hecho caso? ¡Yo me desvivo por servirte y tú lo echas todo a perder!
—¡Perdóname, te lo suplico! ¡Perdóname, lobo gris!
—En fin, monta sobre mi lomo.
Y el lobo gris partió veloz como el viento. En poco tiempo llegaron al reino del zar Dalmat. En el jardín de la fortaleza paseaba Elena la Hermosa, acompañada de sus ayas y criadas. El lobo gris dijo:
—Esta vez, zarévich, iré yo mismo a buscar a la princesa. Tú emprende el regreso, que pronto te daré alcance.
Emprendió el zarévich Iván el regreso y el lobo gris saltó el muro y se introdujo en el jardín. Se agazapó al pie de un arbusto y vio que Elena la Hermosa salía al jardín con sus fieles servidoras. Elena estuvo un buen rato paseando y, en cuanto quedó un poco a la zaga de sus ayas y criadas, el lobo la asió de sus ropas, se la echó al lomo y huyó con ella.
Iba el zarévich Iván por el camino y de pronto vio que el lobo, llevando a Elena la Hermosa, le daba alcance. El zarevich Iván se puso muy contento.
—¡Monta sin perdida de tiempo! —gritó el lobo—. ¡Van a perseguirnos!
El lobo corría veloz, cruzando como una exhalación bosques, ríos y lagos. Por fin, llegó con Elena la Hermosa y el zarévich Iván al reino del zar Kusmán. Preguntó el lobo:
—¿Por qué te veo tan triste y abatido, zarévich Iván?
—¿Cómo quieres que no esté triste, lobo gris? ¡Amo a Elena la Hermosa con todo mi corazón! ¿Acaso puedo cambiarla por un caballo?
El lobo gris le respondió:
—No te separaré de tu amada. Voy a transformarme en Elena la Hermosa y tú me entregarás al zar Kusman. Mientras, la princesa te aguardará en este bosque y, cuando tengas el caballo de crines de oro, vendrás a buscarla. Partid enseguida los dos, que yo me reuniré con vosotros un poco más tarde.
Escondieron a Elena en una cabaña que había en medio del bosque. El lobo dio una voltereta y quedó convertido en Elena la Hermosa. El zarévich Iván lo llevó ante el zar Kusmán. El zar se alegró mucho y dio las gracias al zarévich diciéndole:
—Te agradezco mucho, Iván Zarévich, que me hayas traído la novia. Toma el caballo de crines de oro con su brida.
Montó el zarévich Iván a lomo del caballo y fue en busca de Elena la Hermosa. La sentó a la grupa del corcel y se dirigió al reino del zar Afrón.
Mientras, el zar Kusmán se casaba. El festín se prolongó hasta altas horas de la noche. Cuando se hizo la hora de dormir el zar llevó a Elena la Hermosa a su habitación, pero en cuanto se acostó a su lado vio que el lugar de su joven esposa estaba ocupado por un lobo. El zar, espantado, se cayó de la cama, y el lobo huyó.
Dio el lobo gris alcance al zarévich Iván y le dijo:
—¡Súbete a mi lomo! ¡Déjale el caballo a la princesa!
Cuando llegaron al reino del zar Afrón, el lobo preguntó:
—¿Por qué te veo tan pensativo, zarévich Iván?
—¿Cómo quieres que no lo esté? Me da pena separarme de un tesoro como el caballo de crines de oro, me da pena cambiarlo por el pájaro de fuego.
—No te apenes, yo te ayudaré.
Llegaron al reino del zar Afrón, y el lobo dijo:
—Oculta a Elena la Hermosa y al caballo, yo me convertiré en el corcel de crines de oro y tú me llevarás ante el zar Afrón.
Ocultaron a Elena la Hermosa y al caballo en el bosque. El lobo gris dio una voltereta y se convirtió en el caballo de crines de oro. El zarévich lo llevó ante el zar Afrón. Al verlos, el zar se alegró muchísimo, salió a recibirlos y los condujo al palacio. Entregó a Iván el pájaro de fuego en su jaula de oro.
El zarévich Iván regresó al bosque, montó a Elena la Hermosa en el caballo de crines de oro, tomó la preciosa jaula con el pájaro de fuego y se dirigió al reino de su padre.
Entretanto, el zar Afrón quiso probar el caballo y organizó una cacería. En el bosque los cazadores se lanzaron tras las huellas de un zorro. El caballo de crines de oro galopaba veloz y dejó atrás a todos los demás. El caballo se encabritó, el zar saltó de la silla y cayó de cabeza en un cenagal. En lugar de un caballo con las crines de oro, fue un lobo gris el que se dio a la fuga. Cuando levantaron al zar y lo limpiaron, el lobo había desaparecido.
Fue el lobo gris a reunirse con el zarévich Iván y le hizo montar en su lomo. Al llegar al lugar donde se habían encontrado por primera vez, el lobo gris dijo:
¡Aquí degollé a tu caballo, Iván Zarévich, despidámonos, yo no puedo ir más allá!
El zarévich Iván echó pie a tierra, hizo tres profundas reverencias al lobo gris y le dio las gracias con mucho respeto.
El lobo gris le dijo:
—No te despidas de mí para siempre, zarévich, que todavía he de serte útil.
“¿Cómo vas a serme útil, si ya se han cumplido todos mis deseos?”, pensó el zarévich Iván. Luego, montó a lomos del caballo de crines de oro y prosiguió su camino con Elena la Hermosa y el pájaro de fuego.
Poco antes de llegar a los dominios del zar Berendéi al zarévich se le ocurrió descansar un rato. Llevaban consigo un poco de pan, lo comieron, bebieron agua de un manantial, se echaron sobre la hierba y enseguida se durmieron.
En cuanto el zarévich Iván se quedó dormido, llegaron al paraje aquel sus hermanos mayores. Los zaréviches Piotr y Vasili regresaban al palacio de su padre con las manos vacías. Al ver que su hermano menor, Iván, lo había conseguido todo, enloquecieron de envidia.
—Matemos a Iván y todo será nuestro —dijeron.
Y he aquí que desenvainaron sus espadas y cortaron la cabeza al zarévich Iván. Elena la Hermosa se despertó. La princesa se asustó mucho al ver muerto al zarévich Iván y rompió a llorar amargamente.
Piotr Zarévich apoyó la punta de su espada sobre el corazón de Elena la Hermosa y le dijo:
—¡No se te ocurra decir una palabra! Ahora te conduciremos a presencia del zar, nuestro padre, y le dirás que hemos sido nosotros quienes te hemos conquistado. A ti, al caballo de crines de oro y al pájaro de fuego. Si no prometes hacerlo así, te mato ahora mismo.
Elena la Hermosa tuvo miedo de morir y juró todo lo que le pidieron.
Los hermanos echaron entonces a suertes para decidir quién se quedaría con la hermosa princesa y quién se quedaría con el caballo de las crines de oro. El resultado fue que la princesa sería para Piotr Zarévich y el caballo de las crines de oro para Vasili Zarévich. Y, llevando consigo el pájaro de fuego, se pusieron en camino rumbo al palacio de su padre, el zar Berendéi.
El zarévich Iván yacía muerto en el valle y los cuervos revoloteaban sobre su cuerpo. Entonces salió del bosque el lobo gris y apresó a un cuervo y a su corvato.
—Vuela, cuervo, en busca de agua de la vida y agua de la muerte. Si las traes, soltaré a tu corvato.
Viendo que no tenía otra salida, el cuervo levantó el vuelo y el lobo quedó sujetando al corvato. No se sabe si fue mucho o poco el tiempo que estuvo volando el cuervo. Lo que sí se sabe es que trajo el agua de la vida y el agua de la muerte. El lobo cogió al pequeño cuervo y lo partió en dos. Después unió las dos mitades y las roció con el agua de la muerte, y las dos mitades se unieron. El lobo las roció con el agua de la vida, y el pájaro graznó y alzó el vuelo.
El lobo gris colocó la cabeza de Iván Zarévich sobre su cuello y la roció con el agua de la muerte. El cuerpo se soldó de inmediato. Lo roció con agua de la vida, e Iván Zarévich bostezó, se despertó y dijo:
—¡Cuan profundamente dormía!
—Tan profundamente —le dijo el lobo gris— que de no ser por mí no te hubieras despertado nunca. Tus hermanos te mataron y se llevaron a Elena la Hermosa, al caballo de crines de oro y al pájaro de fuego. Monta en mí sin pérdida de tiempo.
El zarévich Iván montó a lomos del lobo gris, y se dirigieron a toda velocidad hacia el reino del zar Berendéi hasta llegar a la ciudad principal.
El zarévich Iván se apeó del lobo gris, despidiéndose de él para siempre. Cuando llegó al palacio, se encontró con que su hermano mayor, Piotr Zarévich, se había casado con Elena la Hermosa y, después de la ceremonia, presidía el banquete de esponsales.
Iván Zarévich entró en la sala, Elena la Hermosa corrió a él en cuanto lo vio y dijo:
—Mi prometido es éste, el zarévich Iván, y no ese malvado que está sentado a la mesa.
Al descubrir la verdad, el zar Berendéi montó en terrible cólera e hizo encerrar a los zaréviches Piotr y Vasili en una mazmorra.
El zarévich Iván se casó con Elena la Hermosa y vivieron muchos años felices, tan unidos que no podían pasar ni un minuto el uno sin el otro.
FIN
En construcción
La bella y la bestia
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