Poemas de la Pasión

Audición recomendada. Stabat Mater. Pergolesi.

Uno de los géneros literarios más singulares y brillantes de la extensa literatura española es la poesía religiosa cuya cumbre está en los poemas y cánticos de san Juan de la Cruz. De Berceo hasta hoy no hay poeta español de renombre que no haya hecho en algún momento poesía religiosa, directa u oblicuamente, unas veces desde la creencia, otras desde la duda o la perplejidad, e incluso desde la negación o el rechazo de Dios.

La poesía religiosa española tiene una primera manifestación espléndida en los siglo XVI y XVII, la Edad de Oro de nuestra literatura. Decae en los siglo XVIII y XIX – la decadencia literaria fue general- y resurge extraordinariamente en el XX, con el modernismo y la generación del 98, así llamad por Azorín. Continuó la tradición literaria religiosa la generación del 27, en la que destacan algunos poetas en sus incursiones religiosas. Continuaron los literatos de la generación del 36 y la generación de la postguerra. No faltan hoy autores españoles que escriben poemas religiosos, aunque su cifra es menuda y sus aportaciones desiguales.

Seleccionamos aquí poesías relativas a la Semana Santa, es decir, a los sufrimientos de Cristo en su viacrucis. La última cena, con la que se abre la pasión, y su desenlace final, la resurrección de Cristo, son dos temas menos socorridos. Para los poetas, como para nuestro pueblo, el viernes santo es el centro de la Semana Santa.

Piedad. Bartolomé Murillo.

No me mueve

Anónimo

No me mueve, mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido,

ni me mueve el infierno tan temido

para dejar por eso de ofenderte.


Tú me mueves, Señor, muéveme el verte

clavado en una cruz y escarnecido,

muéveme ver tu cuerpo tan herido,

muévenme tus afrentas y tu muerte.


Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,

que aunque no hubiera cielo, yo te amara,

y aunque no hubiera infierno, te temiera.


No me tienes que dar porque te quiera,

pues aunque lo que espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.

Cristo portando la cruz. El Bosco

Jesús del Gran Poder

Antonio Machado (1874-1947)

Jesús del Gran Poder, Señor, Dios mío...

Si en medio de la noche sevillana

aparece tu efigie soberana

entre gotas de llanto y de rocío...


Si de tu santa faz el sol sombrío

antes que el astro enciende la mañana

y de su sangre la Divina grana

eterna corre como fluye el río...


Y vuelven a bajar las golondrinas

a quitar de tu frente las espinas

al mandato de Amor, eterno y fuerte.


Ríndese el mal y el odio. Y tu “carrera”

al hombre enseña, al fin, de qué manera

puede ser Dios un condenado a muerte.

San Francisco abraza al crucificado. Bartolomé Esteban Murillo

Canción a Cristo crucificado

Fray Luis de León (1527-1591)

Inocente Cordero,

en tu sangre bañado,

con que del mundo los pecados quitas,

del robusto madero.

Por los brazos colgado,

abiertos, que abrazarme solicitas;

ya que humilde marchitas

la color y hermosura.


De ese rostro divino,

a la muerte vecino,

antes que el alma soberana y pura

parta para salvarme,

vuelve los mansos ojos a mirarme.

Ya que el amor inmenso

con último regalo

rompe de esa grandeza las cortinas.


Y con dolor intenso,

arrimado a ese palo,

la cabeza rodeada con espinas

hacia la Madre inclina,

y que la voz despides

bien de entrañas reales,

y las culpas y males.

A la grandeza de tu Padre pides

que sean perdonados,

acuérdate, Señor, de mis pecados.

Crucifixión. Roger Van Weyden

El camino de la cruz

Santa Teresa de Jesús (1515-1582)

En la cruz está la vida

y el consuelo,

y ella sola es el camino

para el cielo.


En la cruz está “el Señor

de cielo y tierra”,

y el gozar de mucha paz,

aunque haya guerra.

Todos los males destierra

en este suelo,

y ella sola es el camino

para el cielo.


De la cruz dice la Esposa

a su Querido

que es una “palma preciosa”

donde ha subido,

y su fruto le ha sabido

a Dios del cielo,

y ella sola es el camino

para el cielo.


Es una “oliva preciosa”

la santa cruz

que con su aceite nos unta

y nos da luz.

Alma mía, toma la cruz

con gran consuelo,

que ella sola es el camino

para el cielo.


Es la cruz el “árbol verde

y deseado”

de la Esposa, que a su sombra

se ha sentado

para gozar de su Amado,

el Rey del cielo,

y ella sola es el camino

para el cielo.


El alma que a Dios está

toda rendida,

y muy de veras del mundo

desasida,

la cruz le es “árbol de vida”

y de consuelo,

y un camino deleitoso

para el cielo.


Después que se puso en cruz

el Salvador,

en la cruz está “la gloria

y el honor”,

y en el padecer dolor

vida y consuelo,

y el camino más seguro

para el cielo.

Crucifixión. El Greco

A la muerte de Cristo

Lope de Vega (1562-1635)

La tarde se escurecía

entre la una y las dos,

que viendo que el Sol se muere,

se vistió de luto el sol.


Tinieblas cubren los aires,

las piedras de dos en dos

se rompen unas con otras,

y el pecho del hombre no.


Los ángeles de paz lloran

con tan amargo dolor,

que los cielos y la tierra

conocen que muere Dios.


Cuando está Cristo en la cruz

diciendo al Padre, Señor,

¿por qué me bas desamparado?

¡ay Dios, qué tierna razón!,


¿qué sentiría su Madre,

cuando tal palabra oyó,

viendo que su Hijo dice

que Dios le desamparó?


No lloréis Virgen piadosa,

que aunque se va vuestro Amor,

antes que pasen tres días

volverá a verse con vos.


¿Pero cómo las entrañas,

que nueve meses vivió,

verán que corta la muerte

fruto de tal bendición?


«¡Ay Hijo!, la Virgen dice,

¿qué madre vio como yo

tantas espadas sangrientas

traspasar su corazón?


¿Dónde está vuestra hermosura?

¿quién los ojos eclipsó,

donde se miraba el Cielo

como de su mismo Autor?


Partamos, dulce Jesús,

el cáliz desta pasión,

que Vos le bebéis de sangre,

y yo de pena y dolor.


¿De qué me sirvió guardaros

de aquel Rey que os persiguió,

si al fin os quitan la vida

vuestros enemigos hoy?»


Esto diciendo la Virgen

Cristo el espíritu dio;

alma, si no eres de piedra

llora, pues la culpa soy.

Crucifixión. Giotto.

A Cristo en la cruz

Luís de Góngora (1561-1627)

Pender de un leño, traspasado el pecho

y de espinas clavadas ambas sienes,

dar tus mortales penas en rehenes

de nuestra gloria, bien fue heroico hecho;


pero más fue nacer en tanto estrecho,

donde para mostrar, en nuestros bienes,

a dónde bajas y de dónde vienes,

no quiere un portalillo tener techo.


No fue ésta más hazaña, oh gran Dios mío,

del tiempo por haber la helada ofensa

vencido en flaca edad con pecho fuerte


(que más fue sudar sangre que haber frío),

sino porque hay distancia más inmensa

de Dios a hombre, que de hombre a muerte.

Tríptico de la Crucifixión. Roger Van Der Weyden.

¿A qué viniste, amigo?

Francisco de Quevedo (1580-1645)

Dícele a judas el pastor cordero

cuando le vende: «¿a qué viniste, amigo?

del regalo de hijo, a mi castigo;

de oveja humilde y simple, a lobo fiero;


»de apóstol de mi ley, a carnicero;

de rico de mis bienes, a mendigo;

del cayado a la horca, sin mi abrigo;

de discípulo, a ingrato despensero.


»Véndete, y no te vendas, y mi muerte

sea rescate también a tus traiciones:

no siento mi prisión, sino perderte.


»El corcel que a tu cuello le dispones,

judas, ponle a mis pies con lazo fuerte:

perdónate, y a mí no me perdones.»

Crucifixión. Velázquez.

El Cristo de Velázquez

Miguel de Unamuno (1864-1936)

¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?

¿Por qué ese velo de cerrada noche

de tu abundosa cabellera negra

de nazareno cae sobre tu frente?

Miras dentro de Ti, donde está el reino

de Dios; dentro de Ti, donde alborea

el sol eterno de las almas vivas.

Blanco tu cuerpo está como el espejo

del padre de la luz, del sol vivífico;

blanco tu cuerpo al modo de la luna

que muerta ronda en torno de su madre

nuestra cansada vagabunda tierra;

blanco tu cuerpo está como la hostia

del cielo de la noche soberana,

de ese cielo tan negro como el velo

de tu abundosa cabellera negra

de nazareno.

Que eres, Cristo, el único

hombre que sucumbió de pleno grado,

triunfador de la muerte, que a la vida

por Ti quedó encumbrada. Desde entonces

por Ti nos vivifica esa tu muerte,

por Ti la muerte se ha hecho nuestra madre,

por Ti la muerte es el amparo dulce

que azucara amargores de la vida;

por Ti, el Hombre muerto que no muere

blanco cual luna de la noche. Es sueño,

Cristo, la vida y es la muerte vela.

Mientras la tierra sueña solitaria,

vela la blanca luna; vela el Hombre

desde su cruz, mientras los hombres sueñan;

vela el Hombre sin sangre, el Hombre blanco

como la luna de la noche negra;

vela el Hombre que dió toda su sangre

por que las gentes sepan que son hombres.

Tú salvaste a la muerte. Abres tus brazos

a la noche, que es negra y muy hermosa,

porque el sol de la vida la ha mirado

con sus ojos de fuego: que a la noche

morena la hizo el sol y tan hermosa.

Y es hermosa la luna solitaria,

la blanca luna en la estrellada noche

negra cual la abundosa cabellera

negra del nazareno. Blanca luna

como el cuerpo del Hombre en cruz, espejo

del sol de vida, del que nunca muere.

Los rayos, Maestro, de tu suave lumbre

nos guían en la noche de este mundo

ungiéndonos con la esperanza recia

de un día eterno. Noche cariñosa,

¡oh noche, madre de los blandos sueños,

madre de la esperanza, dulce Noche,

noche oscura del alma, eres nodriza

de la esperanza en Cristo salvador!

Descendimiento. Caravaggio.

La saeta

Antonio Machado (1874-1947)

¿Quién me presta una escalera,

Para subir al madero,

Para quitarle los clavos

A Jesús el Nazareno?


¡Oh, la saeta, el cantar

al Cristo de los gitanos,

siempre con sangre en las manos,

siempre por desenclavar!


¡Cantar del pueblo andaluz,

que todas las primaveras

anda pidiendo escaleras

para subir a la cruz!


¡Cantar de la tierra mía,

que echa flores

al Jesús de la agonía,

y es la fe de mis mayores!


¡Oh, no eres tú mi cantar!

¡No puedo cantar, ni quiero

a ese Jesús del madero,

sino al que anduvo en el mar!

Descendimiento. Rubens.

En esta tarde, Cristo de Calvario

Gabriela Mistral (1889-1957)

En esta tarde, Cristo del Calvario,

vine a rogarte por mi carne enferma;

pero, al verte, mis ojos van y vienen

de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.


¿Cómo quejarme de mis pies cansados,

cuando veo los tuyos destrozados?

¿Cómo mostrarte mis manos vacías,

cuando las tuyas están llenas de heridas?


¿Cómo explicarte a ti mi soledad,

cuando en la cruz alzado y solo estás?

¿Cómo explicarte que no tengo amor,

cuando tienes rasgado el corazón?


Ahora ya no me acuerdo de nada,

huyeron de mí todas mis dolencias.

El ímpetu del ruego que traía

se me ahoga en la boca pedigüeña.


Y sólo pido no pedirte nada,

estar aquí, junto a tu imagen muerta,

ir aprendiendo que el dolor es sólo

la llave santa de tu santa puerta.

Stabat Mater

Vicente Huidobro (1893-1948)

Allí junto a la cruz, allí está Ella,

devorando sus lágrimas callada,

más que la aurora, más hermosa y bella,

¡Virgen bendita! ¡Virgen adorada!


El alma destrozada y abatida,

llorando de dolor, cual nadie viera;

contempla en una Cruz morir la vida,

la vida que en su seno floreciera.


¡Oh qué grande aflicción y qué tristeza

no sentida jamás por criatura!

Marchita de su rostro la belleza,

marchita de sus labios la frescura.


¿Quién ante tal dolor no se conmueve?

¿Quién puede haber que a tal sufrir resista?

Nadie más, ¡Oh María!, te renueve

el enorme pesar que te contrista.


Ella, la Madre amante, sollozando,

junto al madero donde su Hijo muere.

Pidámosle perdón, perdón llorando,

a ella tan pura, que el pecado hiere.

Muerte de Cristo - Cristian Gutiérrez

Viernes Santo

Jorge Guillén (1893-1983)

“Este cáliz apártalo de mí.

Pero si es necesario…”

Y el cáliz, de amargura necesaria,

fue llevado a la boca, fue bebido.

La boca, todo el cuerpo,

el alma del más puro

aceptaron el mal sin resistencia,

y el mal era injusticia,

dolor

-un dolor infligido

con burlay sangre derramada.

Todo era necesario

para asumir aquella hombría atroz.

Era el Hijo del hombre.

Hijo con sus apuros, sus congojas,

porque el Padre está lejos o invisible,

y le deja ser hombre, criatura

de aflicción y gozo,

de viernes y de sábado

sobre cuestas y cuestas.

¿Por qué le abandonaste si es tu Hijo?

Y los cielos se nublan,

la tierra se conmueve,

hay fragor indignado:

todo ve la injusticia. ¿Necesaria?

También sufren los justos que

condenan el mal

y rechazan su ayuda.

Pero el Hijo del hombre sí la quiere.

El es

quien debe allí, sobre la cuesta

humana,

cargar con todo el peso de su

hombría,

entre los malos, colaboradores,

frente a los justos que al horror se

niegan.

Culminación de crisis,

a plenitud alzada.

Esta vida suprema exige muerte.

Ha de morir el Hijo.

Tiene que ser el hombre más

humano.

También

los minutos serenos transcurrieron:

hubo días hermosos con parábolas.

Es viernes hoy con sangre:

sangre que a la verdad ya desemboca.

Y entonces ...

Gemido clamoroso de final.

Un centurión ya entiende.

Lloran las tres Marías. Hombre sacro.

La Cruz.

Cristo en la cruz. Georges Rouault.

¡Oh misterio de amor y de rocío!

Gerardo Diego (1896-1987)

¡Oh misterio de amor y de rocío!

No hay imaginación que delirarlo pueda,

no hay mente que lo abarque, que lo ciña,

ni labios que lo canten aunque en su linfa abreven.

El pan se hizo mil panes,

mil peces de canastos cuajaron un Pez solo,

el agua vino, el vino se hizo Sangre,

torrentes de amor rojo,

árbol circulatorio de pasión dibujada

por donde ya navega la índole redimida.

Y allí mismo, en el Sagrario, esclavo, manifiesto,

canta el Pan de la Vida su condición oblata.


Millonaria cosecha para la que no hay trojes

ni castillos de silos sino hambres consoladas.

Hambre de Dios, Dios mío, tener hambre de Dios.

Pero aún es más prodigio que Dios mismo

tenga y siga teniendo sed de hombre, sed de hombres.

Nada hay más absoluto que este amor tan tirano,

desnivel infinito nivelado a la altura

de una Persona en dos naturalezas.

Basta ya de palabras, nada dicen.

Hechos quieres, Amor, Cristo abreviado

a la medida de mi indigna vida.

Una cruz sencilla

León Felipe (1884-1968)

Hazme una cruz sencilla

carpintero,

sin añadidos

ni ornamentos,

que se vean desnudos

los maderos,

desnudos

y decididamente rectos.


Los brazos en abrazo hacia la tierra,

el ástil disparándose a los cielos.

Que no haya un solo adorno

que distraiga este gesto,

este equilibrio humano

de los dos mandamientos.

Sencilla, sencilla, más sencilla,

hazme una cruz sencilla carpintero.

Cristo abrazado a la cruz. El Greco

Regad la sombra

León Felipe (1884-1968)

«¡Padre, Padre!

¿Por qué me has abandonado?»

¡Silencio!


El Padre nunca duerme.

Las tumbas son surcos

y abril, el gran mago,

me ha de decir otra vez: Abre la puerta y vete.

Abril es este llanto,

el agua que levanta los muertos y la espiga.


Dejad que llore el hombre

y se esconda en la muerte.

No maldigáis las lluvias y la noche…

¡Regad la sombra!

(¿O he de volver mañana

a contar otra vez

los escalones de los sótanos?)


Tres segundos en la angustia son tres días,

tres días en la historia son tres siglos,

y tres siglos, un compás de danza solamente.


Al tercer día se romperá la cáscara del huevo,

abrirá su ventana la semilla

y se caerán las piedras de las tumbas.


Me robasteis el trigo y los panes del horno,

pero aún tengo la lluvia y mi carne.


¿Quién puso centinelas en los surcos?

Cristo es la Vida

y la vida, la Cruz.


El sudario de un dios

fue el pañal de los hombres.

Me envolvisteis en llanto cuando vine,

he seguido vistiéndome con llanto

y el llanto es ahora mi uniforme…

Mi uniforme y el tuyo

y el de todos los hombres de la tribu.

Cristo es ya la tribu.

Vamos sobre sus mismas lágrimas.

Por estas viejas aguas

navegaré en mi barca hasta llegar a Dios.

¡Terrible y negro es el camino!

(¡Y hay quien merca

con la tormenta,

con la sombra

y el miedo!)

A Jesús crucificado

Rafael Sánchez Mazas (1894-1966)

Delante de la Cruz, los ojos míos,

quédenseme, Señor, así mirando

y, sin ellos quererlo, estén llorando

porque pecaron mucho y están fríos.


Y estos labios que dicen mis desvíos,

quédenseme, Señor, así cantando

y, sin ellos quererlo, estén rezando

porque pecaron mucho y son impíos.


Y así, con la mirada en Vos prendida,

y así, con la palabra prisionera,

como la carne a vuestra Cruz asida,


quédeseme, Señor, el alma entera,

y así, clavada en vuestra Cruz mi vida,

Señor, así cuando queráis me muera.

Cristo con la cruz a cuesta. Tiziano

Vía Crucis

Rafael Alberti (1902-1999)

¡Ay qué amargura de piedra

por las calles encharcadas!

Nadie lo ayuda un poquito,

todos lo empujan.

¡Que se desangra!


Ya se ha quedado sin hombros ;

partido lleva el aliento,

las rodillas desgarradas.

Nadie lo ayuda un poquito.

Todos lo empujan.

¡Que se desangra!


Tan sólo las tres Marías,

llorando por las murallas.

Cristo muerto en la cruz

Emaus

Ernestina de Champourcin (1905-1999)

Un día me miraste

como miraste a Pedro…

No te vieron mis ojos,

pero sentí que el cielo

bajaba hasta mis manos.


¡Qué lucha de silencios

libraron en la noche

tu amor y mi deseo!

Un día me miraste,

y todavía siento

la huella de ese llanto

que me abrasó por dentro.

Aún voy por los caminos,

soñando aquel encuentro…

Un día me miraste

como miraste a Pedro.

El descendimiento. Van der Weyden

Desprendido en la cruz

Leopoldo Panero (1909-1962)

Desprendido en la cruz y mal suspenso,

igual que en la pupila el llanto nace

el hijo que me arrancas ver me hace

la humildad del prodigio más intenso.


De tu cuerpo desnudo brota un denso

sudor de sangre que en mi piel renace

y de tu corazón, que solo yace,

sufro la sed y la tiniebla pienso.


¿Quién mi dolor escarba en pura brasa

sino tu? ¿Quién lo oscuro de mi pecho?

¿Quién de mi sangre es mano con simiente?


¡También, Hijo, Tú fuiste, y es tu casa

mi propio corazón, a amarte hecho

a través de la muerte que en sí siente!

Cristo crucificado

Dionisio Ridruejo (1912-1975)

Todo renace en él, desierto y breve,

cuando, por cinco fuentes derramado,

ha lavado la tierra y está alzado,

desnudo y material como la nieve.


En la tiniebla está la luz que debe

órbitas a su voz. En el pecado,

la ventura de amor. Todo, borrado,

va a amanecer. El tiempo no se mueve.


Cielo y tierra se miran suspendidos

en el filo o espina de la muerte,

para siempre asumida y derrotada.


En la cerrada flor de sus sentidos,

los siglos, como abejas -Santo fuerte-,

abran la vida humanamente dada.

La Crucifixión. Gerard David

Las santas mujeres

Pablo García Baena (1923-2018)

Hemos llorado tanto que apenas si podemos recordar.

Nuestras vecinas nos decían desde sus ventanas:

María, tus ropas están húmedas…

María, la albahaca de los pórticos te ha bañado en su agua amarga y verde.

María, ya no temas. Varas finas de olivo han cubierto las hachas de los lectores.

Sí. Hemos llorado tanto… … Las tres hemos llorado tanto

que ahora casi no sabemos otra cosa que llorar.

Toda la noche errantes llorando por las calles.

Como ciegos que tienden su mano en la penumbra y caen en las zanjas,

Llorando, nos caímos dormidas en los duros peldaños de los atrios

Y entre el suelo llorábamos.

Bajos los negros mantos, agrupadas, como funestas aves

Que aguardan el enjoyado dedo de los sátrapas

Para posar en él su altanería,

Seguras de que el ángel de cabellos vengadores

Vendría con la espada y la balanza

Para pesar las túnicas bordadas de campanas,

Las frías armaduras, los escudos, los yelmos y su airón de blasfemia

Las danzas como llama que surge de los pífanos

Y las miradas que alargan los celos o la envidia,

En tanto el cuerpo teme y escurre tembloroso

La inmunda pedrería de sus llagas

Como áspid que abandona su escama entre los mimbres.

Sí. Hemos llorado tanto…

Nuestras ropas van húmedas de llanto y madrugada.

María y tú, María, y tú también, María

Las tres, hace miles de noches que lloramos.

(Caminan mientras hablan las santas mujeres.

Todo el pueblo las sigue

Y el Nazareno, pálido en sus pesadas andas de lirios luminosos,

Bendice a la campiña de lejanos cortijos,

Donde bajo el azahar, los martinetes lloran la pasión del Señor).

Jerusalén, Jerusalén, hacia ti nos volvemos.

Míranos: tres mujeres andando ya sin fuerzas.

Nuestra voz nadie oye. Y hay sangre por tus muros,

Hay sangre entre tus piedras como musgo rojizo,

Toda tú, esponja ávida empapada de sangre.

¿Qué dirán las vecinas cuando nos vean volver?

María, tienes paja en el pelo…

María, algo punza en tus ojos. Se dirían acericos donde arden alfileres.

María, ¿aún tiemblas? Tus manos en su fiebre buscan no sé qué pájaros de angustia.

Hemos llorado tanto que apenas si podemos recordar.

Dejamos nuestras casas creyendo que en seguida volveríamos.

El pan siguió cociéndose al fuego de los hornos.

La escalera apoyada en el viejo manzano para coger sus frutos.

Los calderos dispuestos, derritiendo manteca,

ahora es todo ceniza.

Somos pobres mujeres. Al pasar bajo un arco

Los niños han gritado creyéndonos embriagadas.

Sí, vamos ebrias de llanto. Vamos andando, torpes,

Dado tumbos, cayendo.

Somos mujeres débiles, pero una fuerza oculta nos obliga decir

Algo que sólo sabemos expresar con el llanto.

Cristo con la cruz a cuestas. El Bosco

Camino de la cruz

Juan Polo Laso (1935-2009)

Cuánto duelo prendido en cada pecho,

cuánta muerte sembrada en la avenida.

En tu dolor llevabas cada herida,

y toda la amargura iba en tu lecho.


Caminabas seguro, en el estrecho

silencio triste de la tarde huida.

Mientras la cruz pesaba, a la rendida

obediencia del Padre ibas derecho.


Dardos ocultos de traición y olvido

apuraban la sangre de tus venas,

en reguero de ofrenda y alianza.


Cuerpo eterno y llagado, tu latido

se abismaba, y ponía a nuestras penas

horizonte de vida y esperanza.

Cristo y el Cireneo. Tiziano

Hacia el Calvario

Juan Polo Laso (1935-2009)

Señor, a mi lado pasas

y yo largo te contemplo.

Vas mudo, triste. La Cruz

en tus hombros va creciendo.


Cruz en donde suena el mundo.

Hijo del hombre cayendo

en el polvo. Miserable

hijo oscuro y polvoriento.


Hijo de la luz tú fuiste.

Hijo del polvo te han hecho.

¡Triste del bosque que diera

savias para este madero!


Triste de la tierra dura.

Triste del amargo pueblo.

Tierra triste, tierra amarga,

oh mundo lleno de muertos.


Tú pasas. Deja que toque

tu blanca túnica al menos.

Tú dijiste que a los niños...

Tú pasas. Yo me entristezco.

Última Cena

José María Valverde (1926-1996)

Ya no me queda nada que deciros.

Me hice palabra; todo os lo he contado,

pero sé que lo olvidaríais pronto,

pues las palabras son hijas del tiempo…

Sé como sois: no voy a reprocharos.

Por eso estoy aquí, por eso vine.

Sé que os dormís al borde de la muerte

o al borde de la vida, como el niño

que cae, con la cuchara de camino

desde el plato a la boca, ebrio de sueño;

que deja de importaros todo, gloria,

infierno y esperanzas más queridas,

cuando os sentáis, cansados, a pedir

una sombra, un bocado, un sorbo de agua.

Sé que os amáis en la tiniebla, haciendo

los hijos sin saberlo, y ellos crecen

igual que cieguecitos, tanteando

al andar vuestras manos silenciosas.

Y sé que el traqueteo de los días,

cómo ruido de ruedas, os aturde

y se os apaga la memoria, floja,

y que os quedáis pegados a la vida

como el lagarto a la pared caliente,

y no tenéis más mundo que el que os entra

por el cuerpo, como un agua bien densa

de tocar, de comer, y de dolores.

Os miraba cenar. Eso era cierto,

vuestro ruido de bocas, vuestra sed,

vuestro tomar en serio, respetuosos

con cada miga, lo de vuestros platos.

Del andar por los secos olivares

detrás de mi palabra, esto es quedaba:

una vaga doctrina, en la fatiga,

y un hambre polvorienta y verdadera.

Hijos míos: lo sé. No me da miedo.

Os seguiré hasta el fin; me quedaré

en el último cuarto de la casa,

detrás de los dormidos, en lo oscuro,

en lo viscoso y en lo repugnante,

mezclado en la raíz de lo que sube

a animaros a andar todos los días,

y hasta, en los buenos ratos, a alegraros.

Allá voy de cabeza para siempre,

a acompañaros en olvido y tacto.

Me comeréis y beberéis. Me haré

vosotros: no podéis echarme fuera

por mucho que pequéis: seré los huesos,

la química más dulce que os caliente,

el poso que arrastráis por los caminos,

lo que quemáis viviendo, vuestro gasto.

Comed mi pan: se ha vuelto ya mi carne.

Bebed mi vino: se ha vuelto mi sangre.

Viernes Santo

Víctor Manuel Arbeloa (1936-)

Retoño de la eterna primavera,

¿quién destruyó tu risa mañanera?


Raíz de nuestra luz y nuestro cielo,

¿quién te arrancó, cruel, de nuestro suelo?


Modelo de las plantas y las flores,

¿quién te dejó marchito de dolores?


Cordero de los prados placenteros,

¿quién te llevó al infame matadero?


Primicia de los árboles frutales,

¿quién te grabó esos hondos cardenales?


¿Quién te libró del foso de la cruz

y te ascendió a la aurora de la luz?

Cristo amarillo. Gauguin

Corpus Christi

Hermanos Antonio y Carlos Murciano

Todo fue así: tu voz, tu dulce aliento

sobre un trozo de pan que bendijiste

que en humildad partiste y repartiste

haciendo despedida y testamento.


"Así mi cuerpo os doy como alimento..."

¡Qué prodigio de amor! Porque quisiste,

diste tu carne al pan y te nos diste,

Dios, en el trigo para el sacramento.


Y te quedaste aquí, patena viva;

virgen alondra que le nace al alba

de vuelo siempre y sin cesar cautiva.


Hostia de nieve, nube, nardo, fuente;

gota de luna que ilumina y salva.

Y todo ocurrió así, sencillamente.


Sencillamente, como el ave cuando

inaugura, de un vuelo, la mañana;

sencillamente, como la fontana

canta en la roca, agua de luz manando:


sencillamente, como cuando ando,

como cuando Tú andabas la besana,

cuando calmabas sed samaritana

cuando te nos morías perdonando.


Sencillamente. Hora de paz. ¡Qué leves

tus manos para el pan, para el amigo!

Cena de doce y Dios. Noche de Jueves.


Y era en Jerusalén la primavera.

Y era blanco milagro ya aquel trigo.

Sencillamente: "Éste es mi cuerpo". Y era.

La crucifixión de Cristo. Juan de Flandes

A la hora de nona

José Luis Blanco Vega (1930-2005)

Se cubrieron de luto los montes

a la hora de nona.

El Señor rasgó el velo del templo

a la hora de nona.

Dieron gritos las piedras en duelo

a la hora de nona.

Y Jesús inclinó la cabeza

a la hora de nona.


Hora de gracia

en que Dios de su paz a la tierra

por la sangre de Cristo.


Levantaron los ojos los pueblos

a la hora de nona.

Contemplaron al que traspasaron

a la hora de nona.

Del costado manó sangre y agua

a la hora de nona.

Quien lo vio es quien da testimonio

a la hora de nona.


Hora de gracia

en que Dios de su paz a la tierra

por la sangre de Cristo.

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