Heidi
Johanna Spyri
Johanna Spyri
Capítulo 11
Ilustración de Kim Minji
Cada tarde, durante la visita de la señora Sesemann, mientras Clara descansaba y la señorita Rottenmeier se desvanecía de forma misteriosa, seguramente a descansar también, la anciana señora permanecía con su nieta unos minutos y luego llamaba a Heidi a su habitación, donde le hablaba y la divertía de muchas maneras. Llevaba siempre consigo algunas muñecas preciosas y enseñó a Heidi a hacerles vestiditos, y de esta forma agradable la niña aprendió a coser casi sin darse cuenta de ello. La señora Sesemann poseía un maravilloso costurero con telas de todas las clases y colores, y Heidi confeccionaba con ellas vestidos, blusas y delantales para las muñecas.
A veces, la buena señora le pedía que leyera en voz alta de su libro, lo cual le gustaba mucho, y cuanto más leía las historias, más le complacían. Se había familiarizado tanto con los caracteres impresos y los conocía tan bien que siempre estaba deseando volver a encontrarlos. Mas a pesar de estas distracciones placenteras, no parecía realmente feliz y sus ojos habían perdido su antiguo brillo.
Una tarde, tocando ya a su fin la estancia de la abuela, Heidi se dirigió a su cuarto, como de costumbre, llevando el gran libro consigo. La anciana la atrajo hacia sí, dejó el libro a un lado, y dijo:
— Querida, dime por qué no eres feliz. ¿Se trata aún del mismo problema?
Heidi asintió.
— ¿Le has hablado a Dios de él?
— Si.
— ¿Y cada día le rezas para que te haga otra vez feliz?
— No, ya no.
— Lamento oírte decir eso. ¿Por qué has dejado de hacerlo?
— Es inútil — repuso Heidi—. Dios no me oyó y me atrevería a decir que si toda la gente de Frankfurt pide cosas al mismo tiempo en sus oraciones, El no puede atender a todo el mundo, y estoy segura de que a mí no me escuchó.
— ¿Por qué estás tan segura?
— He rezado la misma plegaria cada día durante mucho tiempo y nada ha sucedido.
— Eso no es así, Heidi. Dios es un Padre amante para todos nosotros y sabe lo que más nos conviene. Si le pedimos algo que no es bueno para nosotros. Él no nos lo dará, pero, llegado su momento, si seguimos orando y confiando en Él, encontrará algo mejor para nosotros. Puedes estar segura de que Él oyó tu plegaria, porque puede escuchar a todo el mundo al mismo tiempo. Esa es una parte de su poder milagroso. Seguramente has debido pedirle algo que Él no cree oportuno tengas por el momento, y probablemente se ha dicho: "La plegaria de Heidi será respondida, pero sólo en el momento adecuado para que sea realmente feliz. Si le concedo ahora lo que pide, tal vez más tarde se arrepentirá de habérmelo pedido, porque las cosas pueden resultar distintas a como ella espera." Él te ha estado observando todo este tiempo, no te quepa duda de ello, pero has dejado de orar, y eso demuestra que no crees verdaderamente en Él. Si continúas así, Dios te dejará a tu albedrio. Y si entonces las cosas te van mal y te quejas de que no hay nadie que te ayude, sólo podrás culparte a ti misma porque le habrás vuelto la espalda a la única persona que en realidad puede ayudarte. ¿Quieres que ocurra eso, Heidi, o irás inmediatamente a pedirle a Dios que te perdone y te ayude a tener más fe para seguir rezando cada día y para confiar en que Él te dará al fin lo que le has pedido?
Heidi había escuchado atentamente la larga parrafada. Tenía gran confianza en la abuela y quería recordar todo cuanto ella le había dicho. Finalmente exclamó, pesarosa:
— ¡Voy corriendo a pedirle a Dios que me perdone y a prometerle que nunca más le olvidaré!
— Así me gusta, hija mía.
Heidi se fue a su cuarto, muy animada, y rogó a Dios que no la abandonara y le diera su bendición.
El día de la partida de la abuela fue muy triste para Clara y Heidi, pero ella se las arregló para tenerlas contentas hasta el momento en que se alejó el carruaje. Sólo cuando el ruido del vehículo se desvaneció en la distancia y la casa quedó tan vacía y silenciosa, las dos niñas se sintieron abandonadas y sin saber qué hacer.
A la tarde siguiente, Heidi entró en el estudio llevando su libro y dijo a Clara:
— Ahora voy a leerte mucho, si tú quieres.
Clara se lo agradeció y Heidi comenzó la tarea que se había tomado con tanto entusiasmo. Pero la cosa no fue bien porque la historia que había elegido hablaba de una abuela que se moría. Aquello fue demasiado para Heidi, quien prorrumpió en amargo llanto y balbuceó:
— La abuela de Pedro ha muerto...
Lo que leía era tan real para ella que estaba firmemente convencida de que la historia se refería a la abuela de Pedro.
— Ahora nunca más volveré a verla — sollozó—, y ella nunca tuvo uno de esos tiernos panecillos blancos.
Clara se las vio y deseó para persuadirla de que la historia se refería a otra abuela, pero cuando Heidi empezó a comprender esto, no se sintió más aliviada porque la circunstancia le hacía darse cuenta de que la abuela de Pedro podía morir realmente, y también su abuelo, mientras ella estaba tan lejos, y que si tardaba mucho en volver a casa, cuando llegara, lo encontraría todo cambiado y sus seres amados desaparecidos para siempre.
La señorita Rottenmeier entró en el estudio durante esta escena, y como Heidi continuara llorando, la miró con impaciencia y dijo:
— Adelaida, deja de bramar de esa manera y escúchame. Si vuelves a representar un drama semejante mientras le lees a Clara, te quitaré el libro y no lo verás.
Esta amenaza surtió efecto inmediato, porque el libro era el más apreciado tesoro de Heidi. La niña palideció, se secó rápidamente los ojos y ahogó sus sollozos. Después de esto no volvió a llorar, fuera cual fuese la historia que leía, pero el esfuerzo que esto le costaba dibujaba en su rostro tales pucheros que Clara estaba realmente estupefacta.
— Nunca he visto unos visajes como los que haces — solía decirle.
Pero, al menos, la señorita Rottenmeier no advertía nada, y una vez Heidi se sobreponía a sus accesos de tristeza, todo iba bien nuevamente durante algún tiempo.
Sin embargo, su apetito no mejoraba y se había quedado muy pálida y delgada. Sebastián estaba sorprendido de que en las comidas rehusara hasta los más deliciosos manjares. Cuando se los presentaba, acostumbraba a susurrarle:
— Pruebe esto, señorita, que es muy bueno. No, eso no es bastante; tome otra cucharada...
Pero todo era en vano. Heidi apenas comía. Y cuando se acostaba, las nostálgicas escenas del hogar se reproducían ante sus ojos y lloraba hasta mojar la almohada.
El tiempo seguía su curso, pero en la ciudad Heidi apenas sabía si era invierno o verano. Las paredes y las casas, que era todo cuanto podía ver desde las ventanas, parecían siempre las mismas, y ahora solamente salía de casa cuando Clara se sentía lo bastante recuperada para dar un paseo en coche. Incluso entonces sólo veían ladrillos y cemento, pues Clara no podía soportar una excursión muy larga y el paseo se limitaba a las calles vecinas, donde veían mucha gente y casas bonitas, pero ni una brizna de hierba, ni una flor, ni un árbol, y ni sombra de montañas. La nostalgia de Heidi aumentaba día a día, llegando al extremo de que solamente al leer el nombre de un objeto querido, las lágrimas acudían a sus ojos, si bien ella impedía que rodaran por sus mejillas.
Pasaron el otoño y el invierno, y la clara luz del sol brillando nuevamente en las blancas paredes de la casa de enfrente hacía pensar a Heidi que Pedro no tardaría en llevar otra vez las cabras a los pastos, y que los prados estarían floridos y las montañas encendidas de luz cada atardecer. Cuando se hallaba en su habitación acostumbraba a sentarse con las manos en los ojos para cerrarlos al sol de la ciudad, y así permanecía, haciendo retroceder su abrumadora nostalgia hasta que Clara volvía a necesitarla.
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