La princesa Roseta

Madame D´Aulnoy

Hace mucho tiempo vivieron un rey y una reina que tenían dos hijos hermosos y una pequeña hija, que era tan bonita que todos los que la veían, la amaban. Cuando llegó el día del bautizo de la princesa, la reina —como siempre lo hacía— invitó a todas las hadas a que estuvieran presentes en la ceremonia y después les ofreció un espléndido banquete.

Cuando terminó y ellas se preparaban para partir, la reina les dijo:

—No olviden esa buena costumbre suya. Díganme qué va a pasar con Roseta —pues ese era el nombre que le habían dado a la princesa.

Pero las hadas le dijeron que habían olvidado su libro de magia en casa y que volverían otro día a contarle.

—¡Ay! —exclamó la reina—. Sé muy bien lo que eso significa.

No tienen nada bueno qué decir, pero les ruego que no me oculten nada.

Así que después de mucho persuadirlas, le dijeron:

—Señora, lamentamos que Roseta pueda ser la causa de fuertes desgracias para sus hermanos; tal vez encuentren la muerte por ella. Eso es todo lo que hemos podido ver en el futuro de tu querida hija. Sentimos mucho no tener nada mejor que decirte.

Luego se fueron y dejaron a la reina muy triste; tan triste que el rey se dio cuenta y le preguntó qué le ocurría.

La reina le dijo que se había sentado muy cerca del fuego y se le había quemado el lino que llevaba en la rueca.

—¿Y eso es todo? —le preguntó el rey, quien subió al desván y le trajo más lino del que podría tejer en cien años. Pero la reina seguía triste y el rey volvió a preguntarle qué le ocurría.

Entonces ella le dijo que había estado caminando al lado del río y que se le había caído al agua una de sus zapatillas de satín verde.

—Si ése es el problema… —exclamó el rey y mandó llamar a todos los zapateros del reino, quienes muy pronto le hicieron a la reina diez mil pares de zapatillas de satín verde, pero aun así la reina permanecía triste. Así que el rey volvió a preguntarle cuál era el problema esta vez y entonces ella contestó que al comerse su tazón de avena muy rápido se había tragado el anillo de matrimonio. Pero ocurrió que el rey estaba mejor informado, pues él tenía el anillo y le dijo:

—Sé que no me estás diciendo la verdad, pues tengo el anillo aquí en mi bolsa.

Entonces a la reina le dio mucha pena y vio que el rey se había enojado con ella, por lo que le dijo lo que las hadas habían visto en el futuro de Roseta y le pidió que por favor pensara de qué manera podrían prevenirse estas desgracias.

Después fue el rey quien se sintió triste y le dijo: “No veo otra manera de salvar a nuestros hijos que cortarle la cabeza a Roseta mientras aún es pequeña”.

Pero la reina le dijo que antes tendría que cortarle la cabeza a ella misma y que mejor pensara en otra cosa, pues ella nunca consentiría algo semejante. Así que ambos estuvieron piense y piense, pero no sabían qué hacer, hasta que por fin la reina escuchó que en un gran bosque cerca del castillo había un viejo ermitaño, quien vivía dentro de un árbol hueco y que la gente venía de todas partes a consultarlo, así que dijo:

—Lo mejor será que vaya y le pida consejo, tal vez él sepa qué hacer para evitar las desgracias que las hadas han predicho.

Salió muy temprano a la mañana siguiente, montada sobre una hermosa y pequeña mula con herraduras de oro; dos de sus bellas damas de compañía venían detrás de ella en sendos caballos. Al llegar al bosque desmontaron, pues los árboles estaban tan pegados que los caballos no cabían y así siguieron su camino a pie hasta dar con el árbol hueco donde vivía el ermitaño. Al principio, éste se enojó al verlas acercarse, pues no le gustaba mucho la compañía de las mujeres, pero cuando reconoció a la reina le dijo:

—Su Majestad es bienvenida. ¿En qué puedo servirle?

Entonces la reina le contó lo que las hadas habían predicho sobre Roseta y le preguntó qué debía hacer, y el ermitaño le respondió que debía encerrar a la princesa en una torre y no dejarla salir. La reina le dio las gracias, le dio una recompensa y se dio prisa para volver con el rey, quien apenas escuchó lo que le contó la reina, mandó construir una torre muy alta lo más pronto posible en la que encerró a la princesa. El rey, la reina y sus dos hermanos iban a visitarla a diario para que no estuviera aburrida. El hermano mayor era conocido como “El Gran Príncipe”, y el segundo como “El Pequeño Príncipe”. Amaban profundamente a su hermana, pues era la princesa más dulce y más hermosa que se vio jamás; la sonrisa más pequeña de ella valía más que cien monedas de oro. Cuando Roseta cumplió quince años de edad, el Gran Príncipe fue con el rey y le preguntó si no le parecía que ya era tiempo de que la princesa contrajera matrimonio; el Pequeño Príncipe le preguntó lo mismo a la reina.

A sus majestades les pareció divertido que ambos hubieran pensado en eso, pero no les respondieron de inmediato. Poco después, tanto el rey como la reina enfermaron de gravedad y murieron el mismo día. Todos lo lamentaron mucho, sobre todo Roseta, y ese día tañeron todas las campanas del reino.

Luego todos los duques y consejeros sentaron al Gran Príncipe sobre un trono dorado y le pusieron una corona de diamantes y exclamaron: “¡Larga vida al rey!” Y después de eso todo fue puro festín y regocijo.

El nuevo rey y su hermano se decían el uno al otro:

“Ahora que nosotros somos los amos deberíamos sacar a nuestra hermana de esa fea torre donde está encerrada y de la que ya debe estar harta”.

Sólo tuvieron que cruzar el jardín para llegar hasta la torre, que era bastante alta, y en un momento estuvieron de pie en uno de los rincones de la misma. Roseta estaba bordando, pero al ver a sus hermanos se puso de pie, tomó la mano del rey y le dijo:

—Buenos días, querido hermano, por favor sácame de esta horrible torre ahora que tú eres el rey. Estoy muy cansada de estar aquí.

Y la princesa comenzó a llorar, pero el rey le dio un beso y le dijo que secara sus lágrimas, pues a eso habían venido, a sacarla de la torre y llevarla con ellos a su hermoso castillo.

El príncipe le mostró las ciruelas que le había traído y le dijo:

—Démonos prisa y salgamos de esta horrible torre. Muy pronto el rey va a organizar una gran boda para ti.

Cuando Roseta vio el maravilloso jardín, lleno de frutos y flores, con el césped tan verde y las fuentes cristalinas, estaba tan sorprendida que no podía decir palabra, pues nunca había visto algo así en toda su vida. Miró a su alrededor y echó a correr de un lado a otro; recogía flores y frutos mientras su perrito Frisk, que era de color verde y sólo tenía una oreja, bailaba frente a ella y ladraba: “¡Guau, guau!” y daba vueltas de lo más encantador.

Todos estaban fascinados con las gracias de Frisk, pero de pronto el perrito se echó a correr hacia el bosque. La princesa iba detrás de él cuando vio un pavorreal que extendía su plumaje bajo los rayos del sol. A Roseta le pareció que nunca había visto algo tan bonito. No podía quitarle la mirada de encima y se quedó ahí, como en trance, hasta que el rey y el príncipe llegaron a preguntarle qué era lo que la tenía tan entretenida. Ella les mostró el pavorreal y les preguntó qué era, y ellos le dijeron que era un ave que la gente comía a veces.

—¡Qué! —exclamó la princesa—. ¿Se atreven a matar esa criatura maravillosa y comérsela? Desde ahora les digo que sólo me casaré con el rey de los pavorreales y cuando sea reina cuidaré muy bien que nadie se coma a mis súbditos.

Al rey le sorprendió mucho escuchar esto.

—Pero, querida hermana, ¿dónde vamos a encontrar al rey de los pavorreales?

—No sé dónde, querido señor, pero no me casaré con nadie más.

Después se llevaron a Roseta al hermoso castillo con todo y el pavorreal. Le dijeron que paseara por la terraza que daba afuera de su ventana, para que siempre pudiera verlo. Las damas de la corte acudieron a ver a la princesa y le trajeron hermosos regalos: vestidos, listones, dulces, diamantes, perlas, muñecas y pantuflas bordadas. Como era tan bien educada, les decía “gracias” de un modo muy bello, y como era

tan graciosa, todos se quedaban fascinados con ella.

Mientras tanto, el rey y el príncipe estuvieron pensando cómo encontrarían al rey de los pavorreales, asumiendo que existiera tal rey en el mundo. Lo primero que hicieron fue mandar hacer un retrato de la princesa, el cual quedó tan bien que no hubiera sorprendido a nadie si éste hubiera hablado.

Luego fueron con la princesa y le dijeron:

—Como dices que no te casarás con nadie salvo el rey de los pavorreales, vamos a ir juntos a recorrer el ancho mundo en su búsqueda. Nos dará mucho gusto encontrarlo. Mientras tanto, te pedimos que cuides el reino muy bien.

Roseta les dio las gracias por todas las molestias que se tomaban por ella y les prometió cuidar muy bien el reino, y que sólo se divertiría mirando el pavorreal y haciendo que Frisk bailara mientras ellos estuvieran lejos.

Así partieron y a cada persona que se encontraban le preguntaban:

“¿Conoces al rey de los pavorreales?”

Pero la respuesta era siempre la misma: “No. No lo conozco”.

Continuaron su camino y llegaron tan lejos que nadie había ido más allá, hasta que por fin llegaron al Reino de los Abejorros.

Nunca habían visto tantos abejorros; el zumbido que producían era tan fuerte que el rey tenía miedo de quedarse sordo.

Le preguntó al abejorro más distinguido que encontraron si sabía dónde se encontraba el Rey de los Pavorreales.

—Estimado señor —le dijo el abejorro— su reino está a treinta leguas de aquí. Han venido por el camino más largo.

—¿Y cómo lo sabes? —preguntó el rey.

—Todos los conocemos muy bien, ya que cada año pasamos dos o tres meses en el jardín de ustedes.

El rey y el príncipe trabaron amistad de inmediato con él y todos caminaron del brazo y se fueron a cenar. Luego el abejorro les mostró todas las curiosidades de su extraño país, donde la hoja verde más pequeña cuesta una moneda de oro o más. Al terminar el paseo continuaron con su viaje y esta vez, como ya conocían el camino, no tardaron mucho en hallar la ruta. Fue fácil darse cuenta de que habían llegado al lugar adecuado, pues vieron pavorreales en cada árbol y se podía escuchar sus graznidos desde lejos.

Cuando llegaron a la ciudad encontraron personas completamente vestidas con plumas de pavorreales, las cuales eran consideradas como lo más hermoso que existía.

Pronto encontraron al rey, que iba a bordo de un hermoso y pequeño carruaje dorado, que brillaba por los diamantes incrustados y que era tirado por doce pavorreales que iban a toda velocidad. El rey y el príncipe estaban encantados de ver que el rey de los pavorreales era tan bien parecido como el que más. Tenía el cabello rubio y ensortijado y su piel era muy blanca y llevaba una corona de plumas de pavorreales.

En cuanto vio a los hermanos de Roseta supo que eran extranjeros, así que detuvo su carruaje y mandó que los trajeran para hablar con ellos. Después de saludarlo, los hermanos le dijeron:

—Señor, hemos venido de muy lejos para mostrarte un hermoso retrato —y sacaron de su mochila el retrato de Roseta.

El rey la miró en silencio largo rato y después les dijo:

—Nunca me habría imaginado que existe en este mundo una princesa tan hermosa.

—De hecho es cien veces más hermosa que como luce en el retrato —dijeron los hermanos.

—Me parece que ustedes tratan de tomarme el pelo —dijo el rey de los pavorreales.

—Estimado señor —dijo el príncipe— mi hermano es un rey, igual que usted. A él lo llaman “El rey”; a mí me dicen “El príncipe” y ése es el retrato de nuestra hermana, la princesa Roseta. Hemos venido a preguntarle si se casaría con ella. Es buena además de hermosa y le daremos un barril de monedas de oro como dote.

—¡Desde luego, con toda el alma! —respondió el rey—.

La haré muy feliz. Tendrá todo lo que quiera y voy a quererla mucho. Sólo les advierto que si no es tan bella como me han dicho, les cortaré la cabeza.

—Es un trato —dijeron los hermanos al unísono.

—Muy bien. Entonces se quedarán en prisión hasta que llegue la princesa —dijo el rey de los pavorreales.

Y los príncipes estaban tan seguros de que Roseta era mucho más hermosa que su retrato, que caminaron sin decir nada. Fueron tratados con amabilidad y para que no se aburrieran el rey los visitaba a menudo. En cuanto al cuadro de Roseta, el rey se lo llevó al palacio, donde lo miraba día y noche.

Como el rey y el príncipe fueron hechos prisioneros, le enviaron una carta a la princesa en la que le decían que empacara sus pertenencias más queridas lo más pronto posible y que se reuniera con ellos, ya que el rey de los pavorreales estaba esperándola para casarse con ella, pero no le dijeron que estaban en prisión, pues tenían miedo de perturbarla.

Cuando Roseta recibió la carta se puso tan feliz que echó a correr por el castillo diciéndole a todo el que veía que sus hermanos habían encontrado al rey de los pavorreales y que se casaría con él.

Dispararon armas al aire, encendieron fuegos pirotécnicos.

Todo mundo comía tantos pasteles y dulces como deseaba.

Y durante tres días, a todo aquel que llegaba a ver a la princesa se le obsequiaba una rebanada de pan con jamón, un huevo de ruiseñor y un poco de hipocrás.* Después de haber entretenido a sus amigos de este modo, la princesa repartió sus muñecas entre ellas y dejó el reino de sus hermanos a cargo del anciano más sabio de la ciudad, a quien le dijo que no gastara ningún dinero hasta que regresara el rey y, sobre todo, que no olvidara darle de comer al pavorreal. Y emprendió el camino con su dama de compañía, la hija de ésta y el pequeño perro verde, Frisk.

Tomaron un bote y se echaron al mar llevando consigo el barril lleno de monedas de oro y suficientes vestidos como para diez años si la princesa se cambiaba dos veces al día; durante el camino se la pasaron riendo y cantando. La dama de compañía le preguntó al barquero:

—¿Nos puede llevar al reino de los pavorreales?

—Me temo que no —respondió él.

—Llévenos, por favor, se lo suplico —le dijo la princesa.

—Muy pronto —dijo él.

—¿Nos llevará?, ¿verdad que sí? —preguntó la dama de compañía.

—Está bien, está bien —dijo el barquero.

Y entonces la dama le susurró al oído al hombre: “¿te gustaría hacerte de una pequeña fortuna?”

—Desde luego.

—Yo puedo decirte cómo conseguir una bolsa de oro —le dijo ella.

—No pido nada más —dijo él.

—Muy bien —le dijo ella—. En la noche, cuando la princesa esté dormida, me vas a ayudar a arrojarla al mar y cuando se haya ahogado le pondré su hermoso vestido a mi hija y la llevaremos ante el Rey de los Pavorreales, quien estará feliz de casarse con ella y como recompensa, te llenaré de diamantes este bote.

El barquero se sorprendió mucho de la propuesta y le dijo:

“¡Qué lástima sería ahogar a una princesa tan hermosa!”

Sin embargo, al final la dama de compañía lo convenció y cuando llegó la noche y la princesa se quedó dormida rápidamente como de costumbre, con Frisk ovillado a los pies de la cama de la princesa, la malvada compañera fue por su hija y por el barquero y entre los tres cargaron a la princesa con todo y cama, colchón, almohadas y sábanas, y la arrojaron al mar sin despertarla. Por suerte, la cama de la princesa estaba rellena de plumas de ave fénix, que son muy raras de conseguir y tienen la propiedad de flotar, por lo que Roseta continuó navegando como si siguiera en el bote. Al cabo de un rato comenzó a sentir mucho frío y dio tantas vueltas en la cama que despertó a Frisk, el cual se sobresaltó y, como tenía muy buen olfato, percibió el olor de los arenques y lenguados y comenzó a ladrar. Ladró tanto y tan fuerte que despertó a los peces que nadaban alrededor de la cama de la princesa y que empujaban la cama con sus grandes cabezas. “¡Cómo se bambolea este bote! Estoy muy contenta de que rara vez duermo tan incómoda como esta noche”, dijo.

La malvada dama de compañía y el barquero, quienes para ese momento ya estaban bastante lejos, escucharon a Frisk ladrar y comentaron:

—Ese horrible animal y su dueña están a punto de brindar por nuestra salud con agua del mar. Hay que darnos prisa para llegar a tierra, pues seguramente debemos estar cerca de la ciudad del Rey de los Pavorreales.

El rey había enviado cien carros para recibirlos, tirados por todo tipo de animales extraños. Había leones, osos, lobos, ciervos, caballos, búfalos, águilas y pavorreales. El carro destinado a transportar a la princesa Roseta iba tirado por seis monos azules que podían dar maromas, bailar sobre una cuerda y hacer mil gracias más. Su arnés era de terciopelo rojo con hebillas doradas; detrás del carro caminaban sesenta damas hermosas escogidas por el rey para esperar a Roseta y atenderla.

La dama de compañía hizo hasta lo imposible para arreglar muy bien a su hija. Le puso el vestido más hermoso de Roseta y la cubrió de diamantes de los pies a la cabeza, pero era tan fea que con nada se veía bien y lo peor es que tenía muy mal carácter, se enojaba por todo y no hacía sino quejarse todo el tiempo.

Cuando descendió del bote y la vieron los miembros de la escolta que había enviado el Rey de los Pavorreales quedaron tan sorprendidos que no pudieron decir nada.

—¡Qué pasa! ¡Parecen muertos! —exclamó la falsa princesa—. Si no me traen pronto algo de comer, les cortaré la cabeza.

Entonces todos murmuraron entre sí: “Vaya con ésta; es tan mala como fea. Qué novia le espera a nuestro pobre rey. Realmente no valía la pena traerla desde el otro lado del mundo”.

Pero ella seguía dándoles órdenes a todos y les daba bofetadas o pellizcos por cualquier motivo a los que tenía cerca.

Como la comitiva era muy numerosa, la procesión avanzaba lentamente y la hija de la dama de compañía intentaba parecer una reina. Pero los pavorreales, que estaban posados arriba de los árboles esperando poder saludarla y que habían decidido gritarle al unísono: “¡Larga vida a nuestra hermosa reina!”, al verla no pudieron evitar exclamar: “¡Pero que fea está!” Cosa que la ofendió mucho y por lo cual les dijo a los guardias:

—¡Maten rápidamente a esos pavorreales insolentes que se han atrevido a insultarme!

Pero los pavorreales se alejaron volando y se rieron de ella.

El pícaro barquero, quien se dio cuenta de todo esto, le dijo a la dama de compañía:

—Comadre, esto no va a resultar nada bien para nosotros.

Hubiera salido mejor si tu hija estuviera más bonita.

—¡Cállate, estúpido, o echarás todo a perder!

En eso le anunciaron al rey que la princesa se aproximaba.

—Y bien, ¿sus hermanos me dijeron la verdad?, ¿es más bonita que su retrato?

—Señor, si fuera tan bonita como su retrato ya sería mucho.

—Es verdad —dijo el rey—. Me daré por satisfecho si es así. Llévame con ella —le dijo, pues escuchó todo el alboroto que precedía el carro, aunque no sabía cuáles eran los motivos de tantos gritos. Al rey le pareció escuchar las palabras: “¡Qué fea es! ¡Qué fea es!”, y le pareció que la gente debía estar hablando de alguna enana que la princesa traía consigo. Nunca se imaginó que pudieran referirse a la propia princesa.

Alguien llevaba el retrato de la princesa Roseta al frente de la procesión y después seguía el rey rodeado de su cortejo.

Estaba más que impaciente por ver a la adorable princesa, pero en cuanto vio a la hija de la dama de compañía se puso como loco y no dio un paso más. La verdad es que era lo suficientemente fea como para asustar a cualquiera.

—¡Qué es esto! —exclamó el rey—. ¿Cómo han podido atreverse a hacerme semejante broma esos granujas que son mis prisioneros? ¿Piensan que voy a casarme con una criatura tan horrible como ésta? Enciérrenla en mi torre, con su dama de compañía y todos los que trajo hasta aquí; en cuanto a ellos, les cortaré la cabeza.

Mientras tanto, el rey y el príncipe, quienes creían que su hermana ya estaba en el reino, se habían arreglado lo mejor que pudieron y esperaban sentados contando cada minuto para salir a su encuentro. Por lo cual, cuando el carcelero llegó acompañado de unos soldados y los llevaron a un oscuro calabozo infestado de sapos y murciélagos, y donde el agua les llegaba hasta el cuello, se quedaron más sorprendidos y consternados que cualquiera.

—Esta es una boda deprimente —dijeron—. ¿Qué pudo haber ocurrido para que nos traten así? De seguro van a matarnos.

Y esta idea los inquietó mucho. Pasaron tres días antes de que tuvieran alguna noticia. El Rey de los Pavorreales llegó al calabozo y los amonestó a través de un hoyo en la pared.

—Ustedes se han llamado “rey” y “príncipe” a sí mismos para tratar de que me casara con su hermana, pero no son más que unos mendigos que no valen ni el agua que se han bebido. Me propongo terminar rápido con esto y por ello ya están afilando la espada que les cortará la cabeza.

—¡Rey de los Pavorreales! —dijo el Rey muy enojado—. Debes pensar mejor lo que estás a punto de hacer. Soy tan rey como tú y poseo un reino maravilloso y ropa y coronas y mucho oro rojo para hacer lo que quiera. ¿Será que tienes la idea de cortarnos la cabeza porque piensas que te hemos robado algo?

Al principio, estas palabras tomaron por sorpresa al Rey de los Pavorreales, quien consideró la posibilidad de dejarlos partir a todos, pero su Primer Ministro le dijo que no debería dejar pasar un truco como ése sin su merecido castigo o todo el mundo se reiría de él. Así se formalizó la acusación hacia ellos de ser impostores y de que le habían prometido al rey a una princesa hermosa en matrimonio y había resultado una fea muchacha campesina.

Les leyeron esta acusación a los prisioneros, quienes afirmaron haber dicho la verdad: su hermana era una princesa más hermosa que el día y que en todo aquello había una suerte de misterio que ellos no alcanzaban a comprender. Por lo cual exigían un plazo de siete días para probar su inocencia.

El Rey de los Pavorreales estaba tan enojado que le costaba trabajo aceptar esta petición, pero al final lograron convencerlo y les concedió el plazo.

Mientras esto ocurría en la corte, veamos qué había pasado con la verdadera princesa. Al amanecer, ella y Frisk quedaron igualmente sorprendidos al encontrarse solos en el mar, sin ningún barco ni nadie para ayudarlos. La princesa lloró y lloró hasta que los peces se compadecieron de ella.

—¡Ya sé! —exclamó—. Seguramente el Rey de los Pavorreales dio la orden de que me arrojaran al mar porque cambió de idea y ya no quiso casarse conmigo. Pero qué extraño, pues yo lo habría amado mucho y habríamos sido muy felices juntos.

Y entonces lloró más fuerte que nunca, pues no podía evitar seguirlo queriendo. Estuvieron flotando en el mar por dos días, temblando de frío y con tanta hambre que la princesa recogió unas ostras que se comieron ella y Frisk, aunque no les gustaron nada. Al caer la noche, la princesa estaba tan asustada que le dijo a Frisk: “¡Por favor sigue ladrando, me da miedo que los peces vayan a venir a comernos vivos!”

Habían llegado hasta la costa, muy cerca de donde vivía solo un pobre viejo en una cabaña. Cuando escuchó los ladridos de Frisk pensó: “Debe haber un naufragio”, pues por ahí no había perros ni tenían manera de llegar. Y salió a su encuentro para ver si podía ayudar en algo. Vio a la princesa y a Frisk que flotaban de un lado a otro. Roseta, estirando las manos hacia él le gritó:

—¡Buen hombre, sálveme, o moriré de hambre y frío!

El hombre sintió mucha pena por ella al escuchar que gritaba con tanta desesperación, así que fue a su casa por un gancho, luego se metió al mar hasta que el agua le daba al cuello y, tras casi ahogarse un par de veces, por fin logró atrapar la cama de la princesa y arrastrarla hasta la orilla.

Roseta y Frisk se pusieron muy contentos de poder estar otra vez en tierra firme y la princesa le dio las gracias al hombre. Después, cubriéndose con las cobijas, avanzó con delicadeza hacia la cabaña con los pies descalzos. Entonces el viejo encendió una fogata hecha con paja y sacó de una caja unos zapatos y un vestido de su esposa, que la princesa se puso y aunque vestida con ropas muy sencillas, se veía tan encantadora como siempre y Frisk bailaba lo mejor que podía para divertirla.

El anciano vio que Roseta debía ser una gran señora, pues la cubierta de su cama era de oro y satín. Le rogó que le contara su historia y le dijo que podía confiar en él. La princesa le contó todo, volviendo a llorar amargamente al pensar que había sido por órdenes del rey que la habían echado por la borda.

—Y bien, muchacha, ¿qué haremos ahora? Eres una princesa, acostumbrada a vestir con elegancia, y yo no tengo nada que ofrecerte salvo pan negro y rábanos, que no son una comida digna de ti. ¿Debería ir a decirle al Rey de los Pavorreales que estás aquí? Si te ve, no tengo duda de que querrá casarse contigo.

—¡No! —exclamó Roseta—. Debe ser un hombre malvado si intentó ahogarme. No hay que decirle nada, pero si tiene una canasta que me pueda prestar, démela por favor.

El viejo le dio una canasta y ella la ató al cuello de Frisk y le dijo: “Ve y busca la mejor olla con comida que encuentres en la ciudad y tráemela”.

Frisk emprendió su marcha y, como no había mejor cena que la que se cocina para el rey, hábilmente le quitó la tapa a la olla y le llevó a la princesa el contenido de la misma.

—Ahora ve a la despensa y tráeme lo mejor que encuentres ahí.

Y Frisk regresó a la despensa del rey y llenó su canasta con pan blanco, vino tinto, y todo tipo de dulces, hasta que la canasta estaba tan llena que casi no podía cargarla.

Cuando el Rey de los Pavorreales pidió su comida, no había nada en la olla ni nada en la despensa. Los miembros del séquito del rey se miraron consternados unos a otros y el rey se enojó mucho.

—¡Muy bien! Si no hay comida, no podré comer, pero pongan mucho cuidado en que haya bastantes carnes asadas para la cena.

Al caer la noche, la princesa le dijo a Frisk:

—Ve a la ciudad y encuentra la mejor cocina y tráeme los mejores bocados del asador.

Frisk obedeció y como no conocía mejor cocina que la del rey, entró sin hacer ruido y aprovechó un momento en que el cocinero le dio la espalda para tomar todo lo que estaba en el asador. Todo estaba en su punto y se veía tan bueno que le dio hambre sólo de ver la comida. Le llevó la canasta a la princesa, quien de inmediato lo envió de regreso a la despensa para que le llevara todas las tartas y ciruelas que habían preparado para la cena del rey.

Como el rey no había comido, tenía mucha hambre y pidió su cena más temprano, pero para su sorpresa, la cena había desaparecido. Se tuvo que ir a la cama con hambre y de muy mal humor. Al día siguiente ocurrió lo mismo y también al otro día, por lo que el rey no tuvo nada que comer en tres días, pues en cuanto la comida o la cena estaban listas para servirse desaparecían misteriosamente. Entonces el Primer Ministro tuvo miedo de que el rey fuera a morir de hambre, por lo que decidió ocultarse en un rincón de la cocina y no despegar la mirada de la olla. Se sorprendió mucho al ver a un perrito color verde con una oreja que se metía muy sigiloso en la cocina, descubría la olla, pasaba todo el contenido a una canasta y se iba corriendo. El Primer Ministro lo siguió a toda prisa y así llegó a la cabaña del anciano; entonces volvió y le dijo al rey que ya sabía adonde iban a parar todas sus comidas y cenas. El rey, que estaba muy sorprendido, dijo que quería ir a ver las cosas por él mismo, por lo que formó una comitiva de arqueros y fue en compañía de éstos y del Primer Ministro y llegó justo al momento en que el anciano y la princesa terminaban su cena. El rey ordenó que los ataran con sogas, Frisk incluido.

Cuando llegaron al palacio el rey dijo: “Hoy es el último día del periodo de gracia concedido a los impostores; deberíamos de cortarles la cabeza al mismo tiempo que a estos ladrones de mi cena”. Entonces el anciano se puso de rodillas y le pidió al rey que le permitiera explicarle lo ocurrido.

Mientras el viejo hablaba, el rey miró por primera vez con atención a la princesa, pues se conmovió de ver cómo lloraba y cuando escuchó que el viejo le decía que el nombre de la joven era Roseta y que la habían arrojado al mar traicioneramente, dio tres volteretas sin parar a pesar de estar muy débil a causa del hambre y corrió a abrazarla, la desató con sus propias manos y dijo amarla con todo su corazón.

Enviaron a unos mensajeros para que dejaran en libertad a los príncipes, quienes llegaron muy tristes creyendo que serían ejecutados de inmediato; también fueron llevados el barquero, la dama de compañía y su hija. Tan pronto entraron, Roseta corrió a abrazar a sus hermanos, mientras los traidores se tiraron a sus pies pidiendo clemencia. El rey y la princesa estaban tan felices que los perdonaron con gusto; y al viejo lo recompensaron espléndidamente y pasó sus últimos días en palacio. El Rey de los Pavorreales se disculpó con el Rey y el Príncipe por la manera en que los había tratado e hizo todo lo que estuvo en su poder para demostrarles cuánto lo sentía.

La dama de compañía le devolvió a Roseta todos sus vestidos y joyas y el barril con monedas de oro; la boda se celebró de inmediato y todos vivieron felices, hasta Frisk, que disfrutó de grandes lujos y nunca tuvo algo inferior a un ala de perdiz como cena por el resto de su vida.

FIN

FICHA DE TRABAJO

VOCABULARIO

Agasajar: Tratar

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