Heidi
Johanna Spyri
Johanna Spyri
Capítulo 14
Ilustración de Kim Minji
Heidi esperaba a su abuelo bajo los árboles para bajar con él al pueblo. Mientras ella visitaba a la abuela de Pedro, él iría a Dörfli en busca del baúl. La niña ansiaba ver a la anciana para preguntarle si le habían gustado los panecillos, pero escuchando el murmullo del viento entre los árboles y. contemplando los prados verdes y distantes, no se impacientaba en absoluto.
El viejo salió al poco rato y miró en torno suyo. Era sábado día que él dedicaba a limpiar la cabaña, tanto en el interior como en el exterior. Había trabajado de firme durante toda la mañana a fin de tener la tarde libre y poder acompañar a Heidi; ahora todo estaba limpio y resplandeciente, de manera que podía irse tranquilo.
— Cuando quieras — dijo.
Se separaron en la puerta de la casita donde vivía Pedro, y Heidi entró. La abuela oyó en seguida sus pasos y la llamó afectuosamente.
— ¿Eres tú, pequeña?
Tomó la mano de Heidi y la mantuvo apretada como si temiera perderla otra vez.
— ¿Cómo estaban los panecillos? — preguntó Heidi.
— ¡Oh, estaban riquísimos! Ya me siento mucho mejor.
— La abuela quiere hacerlos durar tanto que, sólo se comió uno anoche y otro esta mañana — dijo Brígida —. Si come uno cada día durante los próximos diez días, estoy segura de que se repondrá.
Heidi escuchaba atentamente y tuvo una idea.
— Ya sé lo que voy a hacer, abuela — dijo—. Escribiré a Clara para que mande más panecillos: Yo había guardado muchos para ti, pero hubo que tirarlos porque se pusieron duros, y Clara me prometió entonces que me daría todos los que quisiera. Y sé que ella cumplirá su palabra.
— Esa es una idea muy de agradecer — dijo Brígida— , pero me temo que estarían muy duros para cuando llegaran aquí. Si tuviera algunas monedas de sobra compraría algunos en la panadería de Dörfli, pero demasiado hago con comprar pan moreno.
Una sonrisa luminosa apareció en el rostro de Heidi.
— ¡Yo tengo mucho dinero, abuela! — exclamó— Y ahora sé lo que voy a hacer con él. Tendrás un panecillo tierno cada día y dos los domingos. Pedro puede traerlos del pueblo.
— No, no — protestó la anciana—, tú no puedes gastarte tu dinero en mí. Se lo das al abuelo y él te dirá lo que debes hacer con él.
Heidi no le prestó atención y se puso a saltar por la pieza, cantando:
— ¡La abuela tendrá un panecillo tierno cada día y pronto estará otra vez fuerte! ¿Y sabes una cosa, abuela? Cuando te hayas curado, también podrás ver. Es probable que estés ciega a causa de la debilidad.
La abuela se limitó a sonreír. No quería amargar la felicidad de la niña. Mientras bailoteaba de un lado para otro, Heidi vio el viejo libro de himnos religiosos de la abuela y se le ocurrió otra idea.
— Ahora sé leer, abuela — dijo—. ¿Quieres que te lea algo de tu viejo libro?
— ¡Oh, sí, ya lo creo! — exclamó la anciana, encantada— ¿De veras sabes leer?
Heidi se encaramó a un taburete y alcanzó el libro, el cual llevaba tanto tiempo en el estante que aparecía cubierto por una gruesa capa de polvo. Lo limpió y llevó el taburete junto a la anciana.
— ¿Qué quieres que te lea? — preguntó.
— Lo que tú quieras, hija — repuso la abuela, apartando la rueca y esperando ansiosamente a que ella empezara.
Heidi fue pasando páginas y leyendo una línea aquí y otra allá. Finalmente, dijo:
— Aquí había algo del sol. Voy a leértelo.
Y empezó a hacerlo con gran entusiasmo.
El sol dorado y ardiente
sigue su curso implacable,
dándonos perpetuamente
luz y calor agradable.
¡Oh, dulce sol refulgente!
Vemos de Dios el poder
a todas horas del día.
Su amor, dulce rosicler,
es la estrella que nos guía
En el negro anochecer.
son las penas como un pozo
de escasa profundidad
al encontrar alborozo
en Dios y Su gran verdad,
donde todo es paz y gozo.
La abuela permanecía en silencio y con las manos cruzadas. Heidi no la había visto nunca tan feliz, aunque por sus resecas mejillas corrían abundantes lágrimas. Cuando Heidi hubo terminado, la anciana dijo:
— Léelo otra vez, Heidi; por favor, léelo otra vez.
Heidi lo hizo complacida porque también a ella le gustaba mucho aquel himno.
— No sabes cuánto bien me ha hecho — dijo la abuela al fin—. Mi viejo corazón rebosa de gozo.
Nunca había contemplado Heidi una expresión tan beatifica en el arrugado semblante de la abuela. Era como si realmente hubiera encontrado el verdadero gozo y paz espiritual.
Sonaron entonces unos golpecitos en la ventana y Heidi vio a su abuelo que le hacía señas desde fuera. Se despidió y prometió volver al día siguiente.
— Por la mañana iré a los pastos con Pedro y las cabras, pero estaré aquí a la tarde.
Había sido muy agradable proporcionar tanta felicidad, y Heidi quería hacer algo más que correr simplemente por la montaña entre las flores y las cabras.
Cuando iba a salir, Brígida le presentó el vestido y el sombrero que Heidi había dejado allí a su llegada. La niña pensó que podía tomar el vestido, puesto que a su abuelo no le importaría, pero el sombrero lo rechazó sin contemplaciones.
— Puedes quedártelo, Brígida. Nunca más me lo pondré.
Heidi tenía tanto que contar al abuelo que tomó la palabra acto seguido.
— Y me gustaría comprarle panecillos a la abuela con mi dinero. Ella no quiere, pero yo lo haré, ¿verdad que si? Pedro puede— traerlos de Dörfli; le daré una moneda cada día y dos el domingo.
— ¿Y tu cama, Heidi? Podrías comprarte una cama como Dios manda y aún habría suficiente para comprar los panecillos.
— Pero yo duermo mucho mejor en mi colchón de paja que en aquella cama grandota de Frankfurt. Por favor, déjame que gaste el dinero en panecillos.
— Está bien —convino él—; el dinero es tuyo y puedes emplearlo en lo que quieras. Habrá suficiente para comprarle a la abuela de Pedro durante un año largo.
— ¡Estupendo! Ya no tendrá que comer nunca más de ese pan moreno. Lo estamos pasando muy bien, ¿verdad, abuelo? — decía alegremente la niña mientras caminaba al lado del anciano. De pronto se puso seria y añadió—: Si Dios me hubiera dejado venir en seguida contigo, como le pedía en mis plegarias, nada de esto habría sucedido. Le hubiese traído a la abuela los pocos panecillos que tenía guardados, pero pronto se habrían terminado y yo seguiría sin saber leer. Dios sabía lo que era mejor, tal como me dijo la abuela de Clara, y Él siempre lo arregla todo a la perfección. Después de esto diré siempre mis plegarias así, y si Dios no me responde inmediatamente sabré que es porque Dios tiene planeado para mí algo mejor, como ocurrió en Frankfurt. Rezaremos cada día, ¿verdad, abuelo?, y nunca más volveremos a olvidar a Dios para que Él no nos olvide a nosotros.
— ¿Y qué pasa cuando alguien le olvida? — preguntó el viejo.
— Ese es un mal asunto — repuso ella seriamente—, porque entonces Dios deja que esa persona siga su camino, y cuando todo sale mal, nadie lo lamenta ni se compadece de ella. Se limitarán a decir: "Tú no te preocupaste de Dios y ahora Dios te ha abandonado a tus propios medios."
— Así es en realidad, Heidi. ¿Cómo descubriste eso?
— Me lo explicó la abuela de Clara.
El anciano continuó caminando en silencio. Al cabo de unos momentos dijo, como si hablara consigo mismo:
— Cuando Dios abandona a un hombre es algo definitivo. Luego no hay manera de volver a Él.
— Sí que la hay. La abuela de Clara lo decía; al fin todo sale bien, como en la bonita historia de mi libro. Tú aún no la has oído, pero pronto llegaremos a casa y yo la leeré para ti.
Heidi apresuró el paso tanto como pudo ladera arriba y cuando llegaron a la cabaña, se soltó de la mano del anciano y corrió al interior. El viejo de los Alpes se quitó la cesta de la espalda; había puesto en ella la mitad del contenido del baúl, porque éste era demasiado pesado para acarrearlo hasta la cabaña. Luego se sentó en el banco y se quedó pensativo hasta que reapareció Heidi con su libro bajo del brazo.
— ¿Estás dispuesto? — dijo, sentándose a su lado.
Había leído tantas veces la historia que el libro se abrió solo por el lugar elegido. Acto seguido, dio comienzo a la lectura del joven pastor que cuidaba las ovejas y las cabras de su padre en los campos.
— Un día — continuó leyendo —, el chico le pidió a su padre su parte de herencia para irse a vivir por su cuenta. Tan pronto tuvo el dinero, se marchó y lo gastó en cuatro días. Cuando se le hubo terminado se vio obligado a trabajar para ganarse la vida y obtuvo trabajo con un granjero que no tenía ovejas ni pastos como su padre, sino solamente cerdos. Y el joven tenía que cuidarlos. Sus finas ropas se convirtieron en jirones y sólo se alimentaba de la bazofia que comían los cerdos; entonces se puso muy triste y recordó lo bien que le habían tratado en casa y se dio cuenta de lo desagradecido que había sido con su padre. A solas con los cerdos lloraba de remordimientos y nostalgia y pensaba: "Volveré con mi padre y le pediré que me perdone. Le diré que ya no merezco que me trate como a un hijo y le rogaré que me acepte como a uno de sus sirvientes." Así que se puso en camino y cuando estaba todavía muy lejos, su padre le vio y corrió hacia él — Heidi se interrumpió para preguntar—: ¿Qué crees que ocurre ahora? Seguro pensarás que su padre se puso furioso y le dijo: "¡Ya te lo advertí!" Pero no; escucha y verás. "Cuando el padre le vio, su corazón se llenó de compasión y fue hacia él y lo abrazó muy fuerte. El muchacho dijo: "Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti y ya no soy digno de ser tu hijo." Pero el padre llamó a los criados. "Traed la mejor ropa y ponédsela, y un anillo para su dedo, y zapatos para sus pies. Traed la ternera más gorda y matadla para celebrarlo; todos comeremos y seremos felices, porque éste mi hijo estaba muerto para mí y vive; estaba perdido y ha sido hallado." Y entonces empezaron a ser dichosos.
En vez de mostrarse complacido o sorprendido, como ella había esperado, el viejo permaneció completamente inmóvil, sin hablar, hasta que ella dijo:
— ¿Verdad que es una bonita historia, abuelo?
— Sí, lo es — respondió el anciano.
Pero su aspecto era tan grave que Heidi guardó también silencio y se puso a mirar las ilustraciones. Luego le puso el libro delante y le mostró el dibujo del retorno del hijo pródigo.
— Tú mismo puedes ver lo feliz que es — declaró.
Unas horas más tarde, cuando Heidi estaba en la cama y se había dormido, el anciano subió al desván y puso su lámpara en el suelo de manera que la luz cayese sobre la niña. Tenía ésta las manos cruzadas, como si se hubiera dormido diciendo sus plegarias. Había tal expresión de paz y confianza en su rostro que el anciano se sintió hondamente conmovido y permaneció mirándola durante largo rato. Luego, él también cruzó las manos, inclinó la cabeza y dijo en voz baja:
— Padre, yo he pecado contra el Cielo y contra Ti, y ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo...
Dos grandes lágrimas brotaron de sus ojos y rodaron por sus mejillas cubiertas de arrugas.
Se levantó temprano a la mañana siguiente y salió de la cabaña. Era domingo y el día prometía ser espléndido. El sonido de las campanas flotaba en el aire del valle y los pájaros en los abetos habían iniciado sus gorjeos. El viejo de los Alpes volvió a la caballa y llamó a Heidi.
— Es hora de levantarse. El sol ha salido ya. Ponte tu mejor vestido e iremos juntos a la iglesia.
Ella no le había oído sugerir nunca nada parecido y bajó apresuradamente, luciendo uno de sus bonitos vestidos de Frankfurt. Al verlo se quedó muy sorprendida.
— Jamás te había visto tan elegante, abuelo — dijo—. ¡Una chaqueta con botones de plata... ! Te sienta muy bien tu traje de domingo.
El anciano sonrió.
— Tú también estás muy guapa. Y ahora, vámonos.
La tomó de la mano y juntos iniciaron el descenso. Las campanas de muchas iglesias tañían cada vez más fuerte y más claro mientras el abuelo y la nieta proseguían su camino. Los alegres ecos del bronce deleitaban a Heidi.
— ¡Oh, abuelo, éste tiene que ser un día muy especial! — gritó.
La gente de Dörfli estaba ya en la iglesia y los cánticos habían empezado cuando Heidi y su abuelo entraron y se sentaron en las últimas filas. Apenas hubo terminado el himno, cuando ya los feligreses se codeaban unos a otros y se susurraban que el viejo de los Alpes estaba en la iglesia. Las mujeres se volvían para mirar y se equivocaban de línea en sus libros de himnos, y el director del coro no podía mantener las voces acordes. Pero cuando el pastor empezó a predicar todos le prestaron atención, pues hablaba de alabanzas y acción de gracias con tanto calor que el auditorio estaba hondamente conmovido.
Cuando terminó el servicio, el anciano tomó a Heidi de la mano y juntos se dirigieron a la casa del párroco. La congregación les observaba con interés. Algunos le siguieron para ver si entraban realmente y, al comprobar que así era, se reunieron en pequeños grupos, preguntándose lo que aquello podría significar y especulando sobre si el viejo de los Alpes saldría de allí furioso o en plan de amistad.
— No puede ser tan malo como la gente supone —dijo uno—. ¿No habéis visto con qué dulzura llevaba a la niña de la mano?
Y otro:
— ¡Yo siempre he dicho que la gente estaba en un error! Si fuera tan malo como dicen, no iría a casa del sacerdote.
— ¿Qué os dije yo? — intervino el panadero—. ¿Cómo iba a dejar la niña aquella casa donde la trataban tan bien para volver con su abuelo, por propia voluntad, si él fuera malo como dicen?
Todos iban cambiando gradualmente de opinión con respecto al viejo de los Alpes y empezaron a sentir simpatía hacia él. Algunas mujeres se unieron entonces a ellos, explicando lo que les habían contado Brígida y la abuela sobre las reparaciones que el viejo les hizo en su cabaña. A los pocos minutos, todos miraban ávidamente la puerta de la casa parroquial, como si fueran viejos amigos esperando para dar la bienvenida a un viajero largo tiempo ausente y al que habían echado mucho de menos.
Cuando el viejo de los Alpes entró en la casa del sacerdote, se dirigió a la puerta del despacho y llamó. El sacerdote abrió con aire de haber estado aguardando aquella visita, pues naturalmente les había visto ya en la iglesia. Estrechó la mano del viejo de los Alpes tan calurosamente que éste, al principio, fue incapaz de hablar. No esperaba tanta amabilidad. Así que se hubo sobrepuesto a su emoción, dijo:
— He venido para pedirle que olvide lo que le dije cuando me visitó usted aquella vez y para que no esté resentido conmigo por no haber seguido su consejo. Usted tenía razón y yo estaba equivocado. Haré lo que usted me sugirió y me vendré a vivir a Dörfli durante el invierno. La temperatura entonces es demasiado rigurosa para que la niña viva en la cabaña. Y si la gente de aquí me mira con recelo, bien merecido lo tengo; pero me consta que usted no me mirará así.
El rostro del sacerdote mostraba cuán complacido se sentía. Apretó nuevamente la mano del viejo de los Alpes y dijo:
— Vecino, sus montañas han sido una buena iglesia para usted y le han traído a la mía en la mejor disposición de espíritu. Me ha causado usted una gran alegría. Le aseguro que nunca se arrepentirá de volver a vivir entre nosotros. En cuanto a mí, siempre lo recibiré como un querido amigo y vecino, y espero que pasemos juntos muchas noches invernales. También encontraremos amiguitas para Heidi — añadió, acariciando la rizosa cabeza de la chiquilla.
Les acompañó hasta la puerta y la gente que aguardaba fuera les vieron despedirse como buenos amigos. Tan pronto se hubo cerrado la puerta, todos rodearon al viejo de los Alpes con las manos extendidas, queriendo cada cual ser el primero en saludarle hasta el extremo de que el anciano no sabía por dónde empezar.
— Cuánto nos alegra verle nuevamente entre nosotros...
— Sea bien venido al vecindario...
— Hacia mucho tiempo que tenía ganas de charlar un rato con usted, abuelo...
Frases parecidas procedían de todas direcciones, y cuando él les dijo que pensaba volver a su vieja casa en Dörfli para pasar el invierno, se produjo tal murmullo de alegría y entusiasmo que dio la impresión de que el viejo de los Alpes era la persona más querida de la aldea, cuya ausencia había sido profundamente sentida por todos.
Cuando él y Heidi tomaron al fin el camino de la cabaña, mucha gente les acompañó durante un buen trecho y así que les dijeron adiós, todos pidieron al anciano que les visitara en sus hogares tan pronto como pudiera. Mientras les veía alejarse, la niña advirtió un brillo tan dulce en sus ojos que dijo:
— Abuelo, pareces totalmente distinto... Nunca había visto en ti esa expresión tan suave.
— No —replicó él—. Ya lo ves, hoy soy tan feliz como jamás creí volver a serlo. Mucho más feliz de lo que merezco. Es muy hermoso sentirse en paz con Dios y con los hombres. Dios tuvo una gran idea al mandarte conmigo.
Al llegar ante la cabaña de Pedro, el anciano abrió la puerta y entró.
— Buenos días, abuela — saludó— . Creo que tendré que hacer algunas reparaciones más antes de que empiecen a soplar los vientos del otoño.
— ¡Santo Cielo, pero si es el viejo de los Alpes! — gritó la anciana—. ¡Qué agradable sorpresa! Ahora puedo agradecerte lo que hiciste por nosotros. Que Dios te lo pague, hombre. — Le tendió su arrugada y temblorosa mano, que él estrechó con afecto, y añadió:— Tengo algo que me pesa y que quisiera decirte. Si alguna vez te hice algún mal, no me castigues permitiendo que Heidi se vaya otra vez mientras que yo viva. Tú no sabes lo que ella representa para mí — y abrazó a Heidi, cuyos brazos le rodeaban ya el cuello.
— No te preocupes, abuela — la tranquilizó el anciano— A ninguno de nosotros lo castigaré de esa forma. Ahora estaremos todos juntos por algún tiempo, gracias a Dios.
Brígida llamó aparte al anciano y le mostró el sombrero con la pluma manifestando que, según Heidi, podía quedárselo, pero que ella sentía reparos en aceptarlo. El anciano dirigió a Heidi una mirada de aprobación.
— Es suyo y si no quiere ponérselo está en su derecho. Puedes quedártelo, puesto que ella te lo ha dado.
Brígida estaba encantada. Levantando el sombrero para verlo mejor, dijo:
— Con lo bonito que es debe valer mucho dinero. Hay que ver la suerte que tuvo Heidi en Frankfurt. Me pregunto si sería conveniente mandar a Pedro allí una temporada.
¿Usted qué opina, abuelo?
— Pues que no es mala idea... si se presenta la oportunidad de hacerlo.
En aquel momento entró Pedro con tanto apresuramiento que golpeó la puerta con la cabeza. Venía sin aliento y llevaba en la mano una carta para Heidi que le habían dado en la oficina de correos. Nadie recibía cartas en su casa, y ciertamente. Heidi tampoco había recibido ninguna hasta entonces. Todos se sentaron a escuchar mientras ella la abría y la leía en voz alta. Era de Clara y decía:
Todo es tan triste y aburrido aquí desde que te fuiste que apenas puedo soportarlo. Pero papá me ha prometido que puedo ir a Ragaz en otoño. La abuela vendrá conmigo. Dice que después podemos visitaros a ti y a tu abuelo. Le hablé sobre tus deseos de llevarle algunos panecillos a la abuela de Pedro y pareció muy complacida; me pidió que te diga que es un gran detalle por tu parte. Le manda café para que se lo tome con ellos, y dice que también le gustaría ver a la abuela de Pedro cuando vayamos a las montañas.
Todos estaban interesados por las noticias de Clara y hablaron de ellas tan largo y tendido que ni siquiera el viejo de los Alpes se dio cuenta de lo tarde que era. Pero todavía quedaba mucho por decir sobre lo agradable que había resultado la visita del anciano y sobre la promesa de que dicha visita se repitiera con frecuencia.
— Ha sido muy grato tenerte aquí otra vez después de tanto tiempo, viejo amigo — declaró la abuela—. Ello me da esperanzas para creer que un día estaremos con aquellos a quienes amamos. Vuelve pronto, y tú, Heidi, ¿volverás mañana?
Abuelo y nieta prometieron que sí, y se despidieron. Las campanas de la iglesia repicaban llamando a los fieles al servicio nocturno cuando ellos volvían a la montaña, y encontraron la cabaña envuelta en los últimos resplandores del sol poniente.
La perspectiva de la visita de Clara y de su abuela para el otoño daba mucho que pensar a Heidi. Ella había podido comprobar, en Frankfurt. que cuando aquella anciana dama aparecía en escena se las componía de manera que todo se desarrollara felizmente y sin tropiezos.
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