Nacimiento e infancia de Merlín
Leyendas del rey Arturo y sus caballeros
El demonio — de todos es sabido y así lo cuenta la historia— no descansa nunca en su empeño de sembrar el mal. Vencido y lanzado a las tinieblas del infierno por las fuerzas del Bien, trama desde siempre mil formas para confundir a los humanos y atraerlos al abismo. Así, en aquellos tiempos tan remotos en que la niebla más espesa cubría las tierras de Inglaterra, ideó un nuevo plan para apoderarse del alma de los cristianos y, tomando forma humana de apariencia seductora, se acercó a una joven bella y honrada que vivía en un apartado rincón del país. Adulándola con palabras complacientes la cortejó, tentándola y engañándola con sus malas artes y, haciéndose irresistible, le hizo perder la voluntad hasta convertirla en víctima a su servicio.
La muchacha sonreía feliz, encantada con su nuevo amigo, aunque no olvidaba cumplir sus obligaciones cristianas con la frecuencia acostumbrada. Sin embargo, transcurrido un tiempo, la relación con aquel hombre tan atractivo se hizo más intensa, hasta el día en que, contra lo que suele ocurrir entre los auténticos enamorados, el supuesto galán no mantuvo con discreción y en secreto su conquista, sino que aquel diablo de aspecto humano se dedicó a divulgar por todas partes que la pobre chica a quien había engañado era una cualquiera que no merecía ningún respeto, dando a entender que se entregaba con extrema facilidad a todo el que la halagara un poco, y que por eso había quedado encinta no se sabía de quién. Y lo hizo con la idea de destruir la bondad y la fama de la muchacha, para que todo el mundo creyera que llevaba la más despreciable y ruin de las existencias.
Esas calumnias y mentiras difundió el enviado del infierno, y consiguió poner en contra de la pobre chica a cuantos la conocían, que la acusaban de tener malos hábitos y de ser una pecadora, a pesar de que ella no era culpable de falta alguna, ya que simplemente había escuchado, complacida e inocente, las palabras seductoras de aquel desconocido perverso a quien creía su amigo, que ahora se revolvía en su contra. Pero como el diablo se complace buscando el mal de sus víctimas, con artes demoníacas y maléfica destreza logró convencer uno a uno a los habitantes de aquel lugar para que la juzgasen y condenasen, acusándola de ser medio bruja y medio loca, ya que ella insistía en que no había cometido ningún acto deshonesto, a pesar de que su embarazo era más evidente cada día.
En aquel estado, su belleza parecía acentuarse todavía más, cosa que contribuía a alimentar envidias y malévolas habladurías, que con odio y desconfianza propagaba la gente. Hasta que después de muchas suposiciones, bajezas y mentiras lograron obligarla a comparecer ante los jueces, que le pidieron razón de quién era el padre del hijo que estaba esperando. Y entonces ella les sorprendió asegurando con toda su convicción y con todas sus fuerzas que aquel hijo que esperaba no tenía padre.
Los jueces, evidentemente, no creyeron que aquello fuera posible, convencidos de que pretendía engañarles, mostrando además un absoluto desprecio por las leyes humanas y divinas. La amenazaron con una severa condena por infiel y pecadora pero ella, segura de no haber faltado a ningún mandamiento, insistía respondiendo con la única verdad que conocía:
— Mi hijo no tiene padre.
Esta insistencia y la necesidad de saber qué era exactamente lo que había sucedido para que aquella mujer se negara a confesar su pecado, los inclinó a aplazar la sentencia hasta el nacimiento de la criatura. Así, mes a mes, le daban tiempo para que acabara revelando la identidad del hombre con quien compartía su culpa.
Pasaban los días. De cuando en cuando, la mujer era citada a declarar el nombre del padre de ese hijo que iba a nacer, y ella siempre contestaba lo mismo:
— Mi hijo no tiene padre.
Palabras a las que los jueces, con airada incredulidad, respondían amenazando sentenciarla a morir por hereje y por malvada. Para aumentar el temor de la mujer, el tribunal acordó llamar al sacerdote del pueblo para que confesase a la acusada y para ver si a él le contaba finalmente la verdad. El cura, que la conocía muy bien y sabía que era una mujer piadosa y serena, estaba sorprendido por la situación, pero insistió preguntándole si había cometido algún pecado del que debiera arrepentirse.
— ¡Que Dios salve mi alma, reverendo Blas — contestó ella— , porque Él sabe con toda seguridad que yo no he hecho nunca nada indecoroso, ni he estado con nadie para quedarme embarazada!
El cura solo pudo decir:
— No te apures. Cuando este niño nazca, se sabrá que dices la verdad. Tengo confianza en Dios y sé que no has mentido. Él te salvará de la muerte.
Los jueces preguntaron al sacerdote si había aclarado el caso.
— Señores — les respondió— , no os explicaré todo lo que sé. Solamente os pido que mientras esté encinta cuidéis de esa mujer; ordenad que en el momento del parto la atiendan y acompañen otras mujeres.
Así lo hicieron los jueces, y el sacerdote, al marchar, se acercó a la ventana tras la que estaba encerrada la chica para aconsejarle:
— Cuando nazca tu hijo, di que quieres que lo bauticen de inmediato. Haz que me llamen a mí, que yo vendré para evitar tu muerte.
Y el niño nació. Y en el mismo instante en que vio la luz de la vida, le fue concedida parte de la inteligencia y del poder propios del diablo, ya que había sido el diablo quien lo había engendrado. Pero el diablo no contaba con la bondad de la chica ni con la fuerza que Nuestro Señor le daba, protegiéndola, porque desde que se había encontrado en aquella peligrosa situación, ella siempre había acudido a la plegaria para consolarse, sin maldecir ni dejarse llevar por la desesperación ni una sola vez. Por eso, la bondad del Señor protegía a la joven y su bebé recibió de la madre una buena parte de su buen corazón.
Cuando las mujeres que ayudaban al parto hubieron lavado y vestido a la criatura, la llevaron ante su madre, quien, con solo tomarlo en brazos por primera vez, le miró y no pudo evitar un comentario en voz baja:
— Este niño me da miedo...
— A nosotras también — murmuraron las mujeres que la habían oído.
— Llevadle a bautizar de inmediato — pidió la madre.
— ¿Y qué nombre quieres que le pongamos? — le preguntaron.
— El nombre de mi padre: Merlín.
Una vez bautizado, lo llevaron de nuevo a la madre para que le amamantara.
Durante un tiempo la sentencia quedaba pendiente, ya que tenía que alimentar a su hijo. De este modo pasaron nueve meses y el niño crecía tanto que parecía mucho mayor de lo que era.
El cura, el reverendo Blas, consiguió con argumentos piadosos demorar una y otra vez la sentencia. El buen sacerdote, además, obtuvo el permiso para cuidar de la madre acusada y de su hijo. Y con el encargo de vigilarlos y averiguar la identidad del padre del niño, acompañaba las plegarias piadosas de la buena mujer.
Pasó el tiempo. Merlín aprendió a andar y creció bajo la tutela de la madre y de aquel hombre piadoso que, cada semana, daba cuenta ante los jueces y reclamaba clemencia para una mujer que tenía que educar a un hijo sin ninguna ayuda. Pero la curiosidad de los jueces no menguaba, ya que por eso habían ido retrasando la sentencia: porque temían que mandando ejecutar a la mujer nunca podrían saber quién era el padre del niño. Hasta que llegó un día en que anunciaron que finalmente dictarían sentencia, dando a entender al reverendo Blas que su paciencia se había acabado y que pensaban condenar a muerte a la impía acusada.
Así las cosas, al saber que no podían tardar en ejecutarla, una mañana que tenía al niño en su regazo, la madre le habló con lágrimas en los ojos:
— Querido hijo, yo moriré por ti, sin merecerlo. Nadie sabe cómo fuiste engendrado y nadie me cree cuando lo explico. Esta será, pues, la causa de mi muerte.
Así se lamentaba, al ver próximo su suplicio, hasta que el niño la miró y le habló con la seguridad con que lo haría una persona adulta y juiciosa:
— Querida madre, no llores ni sufras, porque en ningún caso seré yo la causa de tu muerte.
Estas palabras sorprendieron y llenaron de alegría a la mujer y a dos de las que la acompañaban en aquel momento. «¡Un niño capaz de hablar de esta manera solamente puede ser un sabio virtuoso enviado por Dios!», se dijeron.
Corrieron a llevarlo ante los jueces, que no creían que un muchacho de tan corta edad hubiera hablado con la inteligencia y claridad que las mujeres aseguraban. Pero, una vez allí, la criatura no dijo ni una palabra, a pesar de los ruegos de su madre, por lo que los jueces insistían en acabar cuanto antes aquel largo proceso. Y uno de ellos dijo:
— Esta es una nueva estratagema para retrasar la ejecución — y preguntó a las mujeres— : Vosotras que habéis estado con ella, ¿creéis que es posible que nazca un niño que no tiene padre?
— No, es imposible — respondieron ellas.
— ¡Pues ya basta de mentiras! Nada se opone a que se cumpla la sentencia de manera inmediata — aseguró el juez principal— . Nosotros te condenamos a morir quemada en la hoguera, por infiel, mentirosa y bruja.
Fue entonces cuando, para sorpresa de todos, el niño habló:
— Señores, si ejecutáis a mi madre porque miente, deberéis ejecutar a todas las mujeres y todos los hombres de nuestro pueblo, porque todos, en un momento u otro de sus vidas y en cosas aún más graves, han mentido y mienten. Porque debéis saber que yo conozco todos vuestros secretos y, por ejemplo, ya que estáis tan preocupados por saber quién es mi padre, tengo que decirte a ti — señaló al juez principal— que yo sé quién es mi padre mejor que tú quién es el tuyo.
Un rumor de consternación y escándalo recorrió la sala.
— ¡Merlín! — se enfureció el juez— . Si eso fuera cierto, tu madre se liberaría del suplicio mortal que le espera. Pero si no puedes demostrarlo, también tú, a pesar de ser un niño, arderás con ella.
— Que comparezca pues tu madre y se sabrá de una vez toda la verdad... — dijo Merlín.
El juez, cada vez más irritado, vio que no había otra forma de acabar con aquella enojosa situación y acordó, aconsejado por el resto del tribunal, que en un término no mayor a los quince días se resolviera todo, haciendo que su anciana madre acudiera desde el pueblo donde vivía.
Durante este tiempo, además de la seguridad y el amor que recibía de su hijo Merlín, la madre tenía a su lado al sacerdote confesor, que ya estaba absolutamente convencido de su inocencia y rogaba a Dios que salvara a la pobre mujer y a su hijo de una condena tan severa.
Hasta que llegó el esperado día de la comparecencia. Y cuando Merlín tuvo ante sí a la madre del juez, le advirtió severamente:
— Debéis saber, señora, que, a pesar de mi edad y mi aspecto infantil, yo tengo el poder de saber todo lo que ha ocurrido en el pasado y todo lo que ocurrirá en el futuro. Os lo digo para que midáis bien vuestras palabras y no faltéis en nada a la verdad cuando vuestro hijo os pregunte.
Y el juez preguntó:
— Querida madre, dispensad el atrevimiento, pero decidnos: ¿verdad que yo soy hijo de vuestro esposo legítimo?
— Naturalmente, hijo mío — respondió ella, sorprendida por la pregunta.
— Señora — intervino Merlín de inmediato— , tened presente que yo conozco toda la verdad y que de vuestra fidelidad a lo que es cierto dependen las vidas de mi madre y la mía.
— ¿Y te parece que he faltado a la verdad, demonio? — repuso enfadada.
— Señora, vos sabéis que él no es hijo de quien cree... — insistía Merlín.
— ¿Y de quién es hijo, si no...? — replicó ella, nerviosa.
— ¿Haréis que lo diga yo? — Merlín hablaba mirándola con piedad— . Debéis admitir que poco antes de casaros con el padre del juez, vos habíais sido víctima del ataque brutal y sucio de un desconocido, que nunca quisisteis confesar a nadie para no perder el honor. Y al notaros extraña pedisteis casaros enseguida a vuestro amado prometido, de modo que vuestro marido nunca sospechó nada, al saber que estabais encinta... ¿Os atreveréis a decir que estoy equivocado?
Cuando la madre del juez oyó aquello, que sabía que era absolutamente exacto, las piernas le empezaron a temblar, la vista se le nubló y a punto estuvo de desmayarse. Corrió con las pocas fuerzas que le quedaban a abrazarse a su hijo, llorando desesperadamente.
— ¡Hijo mío querido, ten piedad de mí! Todo eso es cierto, pero toda la vida te he amado y tu padre te amó también hasta el mismo día de su muerte...
La consternación y la sorpresa eran tan grandes, que nadie entre los presentes sabía qué decir.
El juez, conmovido por el doloroso secreto que su madre había guardado durante tantos años, la abrazaba con los ojos anegados en lágrimas, dando a entender a la pobre anciana que sus sentimientos no cambiaban en absoluto después de aquella revelación.
Y todos los presentes admiraron el valor y la sabiduría del jovencísimo Merlín, que se había ganado el respeto y la libertad con sus singulares facultades.
— Ya habéis visto que mi hijo os decía la verdad — dijo, feliz, la joven madre— . Mandad ahora que venga el reverendo Blas, mi confesor, el único que de verdad ha creído en mí desde el principio, para que sepa que tenía razón y que sus plegarias y las mías han sido escuchadas.
El juez mismo relató al sacerdote lo que había ocurrido, y él quedó tan impresionado por la capacidad de Merlín, que siendo una criatura de pocos años tenía unas facultades tan extraordinarias que no entendía de dónde le podían venir. Merlín adivinó las dudas del buen hombre y sin que llegara a decirle nada le aclaró:
— No te esfuerces queriendo entender lo que no es comprensible por mente humana alguna, Blas.
— Me asusta — dijo el clérigo— tu supuesto parentesco con el diablo...
— No te preocupes. Si he sido engendrado por el diablo como dices, también he conocido la fuerza del Bien que me acerca a Dios. Ya lo has comprobado durante todos los años que me has visto crecer junto a mi madre. Tú, como sacerdote, estás preparado para comprender que el poder de Dios es mucho más fuerte que ningún otro en este mundo, y que, por este motivo, las fuerzas del mal, sometidas desde los tiempos más remotos, están siempre bajo el poder del Bien, de manera que mi magia, los dones y las facultades sobrenaturales puestos al servicio del Señor pueden ser una gran ayuda para difundir la bondad y la fe por todo el mundo.
Desde entonces, el reverendo Blas permaneció junto a Merlín y su madre, convirtiéndose en fiel cronista de la vida y de algunas acciones singulares protagonizadas por Merlín, que son las que aparecerán relatadas en una parte de este libro.
FIN
Tomado de "La leyenda del rey Arturo y sus caballeros". A. Dalmases. Editorial Combal
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