Pollyanna

Eleanor Hodgman Porter

Capítulos 13 al 16

Capítulo 13

En el bosque Pendleton

Pollyanna no se dirigió a casa al salir de la capilla, sino que fue paseando hacia la colina Pendleton. Había sido un día muy duro, aunque había sido uno de sus días libres, y Pollyanna estaba segura de que le iría muy bien un paseo por el verde bosque de Pendleton. Y. tranquila, fue caminando hacia allí.

«De todas maneras no tengo que volver hasta las cinco y media — se iba diciendo—, y será más bonito dando la vuelta por el bosque».

Todo aquello era muy bonito. Pollyanna ya lo sabía por experiencia. Pero hoy, quizá para contrastar con el desánimo de Pollyanna y su preocupación de cómo dar la noticia a Jimmy, el bosque parecía muchísimo más bonito que otras veces.

«Me encantaría que todas estas damas que no paraban de hablar subieran aquí arriba — suspiró Pollyanna alzando la vista a los retales de cielo azul que divisaba entre las copas de los árboles—. Creo que aquí, de alguna manera, cambiarían de parecer y acogerían a Jimmy Bean». Dijo segura de su opinión, aún sin saber muy bien por qué. De pronto Pollyanna levantó la cabeza y escuchó. Un perro ladraba a cierta distancia, y algo más tarde apareció corriendo hacia ella aún ladrando.

— ¡Hola, perrito, hola! — dijo Pollyanna castañeteando los dedos y mirando con curiosidad hacia el final del sendero. Ya había visto a este perro otra vez, seguro. Y estaba con el «Hombre». el señor John Pendleton. Ahora esperaba verlo llegar. Aguardó unos minutos. pero no apareció. y entonces prestó atención al perro.

A éste. por lo que pudo ver Pollyanna, le sucedía algo extraño. Todavía ladraba, con ladridos cortos, como alarmados. Corría arriba y abajo por el camino. Pronto alcanzaron un sendero lateral y por allí se introdujo el perrito, volviendo otra vez y ladrando.

— Pero éste no es el camino de casa —sonrió Pollyanna, aún en el camino principal.

El perrito parecía frenético. Se iba y volvía adelante y atrás entre Pollyanna y el sendero lateral, ladrando y gimiendo. Sus movimientos y miradas eran tan elocuentes que Pollyanna al fin comprendió, se volvió y le siguió.

Ante ella, ahora el perro se precipitó alocado, y pronto averiguó la razón. Un hombre yacía inmóvil a los pies de una escarpada roca algo más abajo del camino. Una rama crujió bajo los pies de Pollyanna y el hombre giró la cabeza. Con un grito de espanto Pollyanna corrió hacia él.

— ¡Señor Pendleton! ¿Está herido?

— ¿Herido? ¡No, sólo dormía la siesta tomando el sol! —dijo irritado el hombre—. Veamos. ¿qué sabes tú? ¿Qué puedes hacer? ¿Hay algo de sensatez en tu cabeza?

Pollyanna retuvo el aliento algo ofendida, pero como era habitual en ella respondió a las preguntas una a una y literalmente.

— Verá, señor Pendleton. No sé muchas cosas y tampoco puedo hacer gran cantidad de ellas, pero la mayoría de las damas, excepto la señora Rawson, decían que tenía bastante sensatez. Les oí decir esto aunque ellas no lo sabían.

El hombre sonrió.

— Bueno, niña, bueno, niña, te pido perdón. Es sólo por la pierna. Ahora

escucha...

Descansó un momento y con algo de esfuerzo cogió un manojo de llaves de su bolsillo. Sostuvo una entre el pulgar y el índice y dijo:

— Justo enfrente del camino, a unos cinco minutos de aquí, está mi casa. Esta llave es de la puerta lateral, bajo la cochera, ¿sabes lo que es eso?

— Oh, sí, mi tía tiene una con un solario encima. Fue en el tejado del solario donde dormí una vez. Bueno, no llegué a dormir, porque me encontraron.

— ¿Cómo? ¡Oh! En fin, cuando entres en la casa atraviesa el vestíbulo hasta la puerta del final del recibidor. En un pupitre muy grande, en medio de la habitación, encontrarás un teléfono. ¿Sabes usarlo?

— ¡Ah, sí! Una vez, en casa de tía Polly...

— No me importa tu tía Polly —cortó el hombre haciendo una mueca al intentar moverse—. Busca el teléfono del doctor Thomas Chilton en una agenda que estará por algún sitio del escritorio. Espero que sabrás encontrarla.

— ¡Oh! Sí, tía Polly...

— Dile al doctor Chilton que John Pendleton está a los pies de la roca del Aguilucho, en el bosque, con una pierna rota y que venga urgentemente con dos hombres y una camilla. Él ya sabrá qué más hay que hacer. Dile que coja el camino de la casa.

— ¿Una pierna rota? ¡Oh, señor Pendleton, qué mala suerte ... ! Pero estoy tan contenta de haber venido por aquí... ¿Puedo hacer? ...

— Claro que puedes, pero parece que no lo vas a hacer. ¿Puedes irte ahora mismo y callar de una vez? — refunfuñó el hombre.

Y, con un pequeño sollozo, Pollyanna se fue.

Ahora no se entretuvo en mirar los retales azules del cielo entre las copas de los árboles. Iba con la vista fija en el suelo para no tropezar.

Pronto vio la casa. La había visto anteriormente, pero no desde tan cerca. Casi se asustó entre tal enormidad de piedra gris, los pilares y su imponente entrada. Tras un momento de respiro, corrió alrededor de la casa hasta la puerta lateral. Sus dedos. agarrotados por la fuerza con que había sostenido las llaves, lucharon para conseguir abrir aquel cerrojo, pero al fin el pesado portalón se abrió sobre sus goznes.

Pollyanna aguantó la respiración. A pesar de sus prisas. se detuvo un momento y sobrecogida. recorrió con la vista el amplio vestíbulo. Ésta era la casa de John Pendleton, la casa misteriosa en donde nadie entraba nunca; la casa que en algún lugar albergaba un esqueleto. Y se esperaba que ella. Pollyanna, entrara sola en aquellas atemorizantes habitaciones y telefoneara al doctor para avisarle.

Tras una exclamación, Pollyanna reaccionó y, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, corrió hacia la puerta indicada y la abrió.

Era una habitación grande, algo oscura, pero por la ventana del lado oeste entraba un rayo dorado de sol acariciando el suelo, haciendo brillar el cobre de la chimenea y reflejándose en el teléfono del gran pupitre. Pollyanna se dirigió hacia allí. La agenda no estaba en su sitio, sino en el suelo. Pero Pollyanna la encontró y buscó nerviosa la «ch" de Chilton. A su debido tiempo, oyó la voz del doctor al otro lado del hilo telefónico y le pasó temblorosa el mensaje, contestando asimismo las preguntas del doctor. Una vez colgado el teléfono. suspiró aliviada.

Tras una mirada a su alrededor, estanterías, el pupitre desordenado, papeles por doquier, muchos armarios (quizá alguno contenía el esqueleto) y polvo por todos sitios, corrió hacia la puerta, aún medio abierta.

En un tiempo increíblemente corto, Pollyanna ya estaba de vuelta junto al herido.

— Bueno, ¿qué ha sucedido? ¿No has podido entrar? —preguntó el hombre.

Pollyanna abrió mucho los ojos.

— ¡Pues claro que pude! Estoy aquí... ¡Como que hubiera vuelto sin cumplir mi misión! Y el doctor está ya en camino con los hombres y todo lo necesario. Dijo que sabía exactamente dónde estaba y por eso no me esperé. Quería estar con usted.

— ¿De veras? — sonrió el hombre con amargura—. Dicen que sobre gustos no hay nada escrito; estoy seguro de que podrías encontrar mejor compañía.

— ¿Lo dice porque es usted tan huraño?

— Sí, y gracias por tu franqueza.

Pollyanna sonrió con dulzura.

— Pero usted sólo es huraño por fuera, ¡en su interior no lo es en absoluto!

— ¡Vaya! ¿Y cómo lo sabes? — preguntó tratando de mover la cabeza sin mover el resto del cuerpo.

— ¡Oh, por muchas cosas! Por ejemplo, la manera de tratar a su perro —añadió señalando la mano que reposaba en la cabeza del perro—. Es curioso ver cómo los perros y los gatos saben perfectamente cómo es el interior de las personas mejor que nosotros mismos. ¿verdad? Y ahora vaya sostener su cabeza —concluyó con firmeza.

El hombre gimió quedamente mientras cambiaba de posición. Pero al final, encontró en el regazo de Pollyanna un bien recibido sustituto del duro suelo.

Permaneció un ratito sin hablar. Pollyanna se preguntaba si estaría dormido aunque le parecía que no. Cerraba fuerte la boca como para evitar gritar de dolor.

Minuto tras minuto el tiempo pasaba. El sol iba ocultándose en el oeste y las sombras iban creciendo entre los árboles. Pollyanna se sentaba inmóvil, casi sin respirar. Un pájaro emprendió el vuelo, justo frente a ella, y una ardilla jugueteaba en una rama casi encima de su nariz, observando al perro que yacía inmóvil junto a su amo. De repente, el perro levantó las orejas y gimió suavemente. Luego dio un ladrido, y en seguida Pollyanna oyó voces que se aproximaban. Tres hombres aparecieron por fin cargados con la camilla y otras cosas.

El más alto de los tres, elegante y de mirada amable, avanzó animadamente. Pollyanna lo conocía de vista. Era el doctor Chilton.

— ¿Qué, pequeña, jugando a enfermeras?

— No, señor — sonrió Pollyanna—. Sólo le he sostenido la cabeza. No le he dado ninguna medicina. Pero estoy contenta de haber estado aquí.

— Yo también me alegro — asintió el doctor poniendo ya toda su atención en el herido.

Capítulo 14

Sólo cuestión de jalea

Pollyanna se retrasó un poco para la cena el día del accidente de John Pendleton; pero esta vez no hubo reprimenda.

Nancy la esperaba en la puerta.

— ¡Por fin, cómo me alegro de verla! —suspiró aliviada—. ¡Son ya las seis y media!

— Ya lo sé —admitió Pollyanna ansiosa—; pero no tengo la culpa, de veras. Incluso tía Polly me perdonará.

— Pues ni siquiera lo sabrá —dijo Nancy satisfecha—. Se ha ido.

— ¿No se habrá ido por mí? —exclamó Pollyanna asustada.

— No, pequeña, no. Su primo de Boston ha muerto inesperadamente y ha tenido que irse. Ha recibido uno de esos telegramas y no volverá hasta dentro de tres días. Creo que seremos igual de felices, ¿verdad? Cuidaremos de la casa las dos juntas, usted y yo, todo el tiempo.

— ¿Felices, Nancy? ¿Con un funeral?

— ¡Pero, niña, no es por el funeral! Era por... ¡Pero, señorita Pollyanna, si fue usted misma quien me enseñó el juego! —dijo reprochándola.

Pollyanna frunció el ceño pesarosa.

— Nancy, no lo puedo evitar, pero hay cosas sobre las que realmente no se debe jugar el juego y «funerales» está incluido en esas cosas. No hay nada de lo que alegrarse a costa de un funeral.

— ¡Pues nos podemos alegrar de que no sea el nuestro! —dijo Nancy traviesa.

Pero Pollyanna no la oyó. Había empezado a explicarle el accidente y Nancy, asombrada, la escuchaba atentamente.

Como habían quedado, Pollyanna fue al encuentro de Jimmy Bean a la hora señalada. Como ya se esperaba, Jimmy se sintió totalmente defraudado ante la preferencia de las damas por los niños de la India.

— Quizá es normal — suspiró—. Lo que no se conoce suele parecer más bonito que lo que sí que se conoce. Pero ojalá pasara lo mismo en el caso contrario. ¿No sería maravilloso que alguien de la India se preocupara por mí?

Pollyanna aplaudió contenta.

— ¡Pues claro. Jimmy! ¡Ya lo tengo! Escribiré a mis damas y les expondré tu caso. No es que estén en la India, pero sí lejos, en el oeste. Y supongo que será lo mismo.

La cara de Jimmy se iluminó.

— ¿De verdad crees que esta vez sí que me querrán?

— ¡Claro que sí! ¿No acogen a los de la India? ¡Pues que se imaginen que tú eres uno de ellos y ya está! Creo que estás suficientemente lejos como para que puedas aparecer en la lista de donantes. Ten paciencia. Escribiré a la señora White y a la señora Jones. La señora White es más rica, pero la señora Jones da mucho más. ¿Curioso, verdad? Pero creo que alguna de ellas te querrá.

— De acuerdo. Pero no te olvides de decir que soy muy trabajador y que trabajaré para pagar mi manutención. No soy un mendigo y los negocios son los negocios, incluso con las damas — y dudando, añadió—: Supongo que mientras tanto me tendré que quedar en el orfanato, hasta que contesten.

— Claro —asintió Pollyanna—. Así sabré dónde encontrarte y seguro que te acogerán. ¿No me acogió a mí tía Polly? ¡Caramba! ¡Quizá era yo la niñita de la India para tía Polly! ¿Tú crees?

— Desde luego, eres increíble — soltó Jimmy iniciando el camino de regreso.

Una semana después del accidente, Pollyanna pidió a su tía:

— Tía Polly, ¿te importaría mucho si en vez de llevarle la jalea a la señora Snow se la llevara esta semana él otra persona? Estoy segura de que a la señora Snow no le importará.

— ¡Cielo santo! ¿Qué estás tramando ahora?— suspiró su tía—. ¡Eres una chiquilla extraordinaria!

— Tía Polly, por favor. ¿qué es eso de extraordinaria? ¿Que no eres ordinaria?

— Evidentemente.

— Entonces, menos mal, me gusta ser extraordinaria. Verá, la señora White solía decir que la señora Rawson era una mujer muy ordinaria y no le gustaba en absoluto. Teníamos siempre muchos problemas intentando mantener la paz entre ellas dos…

— Está bien. No sé cómo lo haces, pero siempre acabas hablando de las damas.

— ¡ Es verdad! Pero es que como me cuidaron ellas. pues...

— En fin — interrumpió la tía con frialdad—, ¿qué querías decirme respecto a la jalea?

— Oh, nada importante, tía Polly. Seguro. Sólo que, igual que permite llevar jalea a la señora Snow, supongo que le podré llevar a él esta vez. Verá, las piernas rotas no son como la invalidez, o sea que él no estará así para siempre como la señora Snow, y ella volverá a tener su jalea en cuanto él ya esté bien.

— ¿Él? ¿La pierna rota? Pero ¿de qué estás hablando, Pollyanna?

Pollyanna la miró sorprendida y luego se relajó.

— Claro, me había olvidado. Usted no debe saber nada. Todo pasó cuando estuvo usted fuera. El mismo día que se fue lo encontré en el bosque, ¿entiende?, y tuve que ir a su casa para llamar al doctor, y aguantarle la cabeza y todo eso... y desde entonces ya no lo he vuelto a ver. Pero cuando Nancy preparó la jalea para la señora Snow pensé que sería muy bonito podérsela llevar a él en vez de a ella, sólo por esta vez. ¿Puedo, tía Polly?

— Sí, supongo que sí —consintió tía Polly— . ¿Y quién has dicho que era?

— El «Hombre». Quiero decir, el señor John Pendleton.

La señorita Polly casi saltó de su silla.

— ¡John Pendleton!

— Sí, Nancy me dijo su nombre. Quizá ya lo conoce usted.

La señorita Polly no contestó y, en cambio, preguntó:

— Y tú, ¿lo conoces?

Pollyanna asintió.

— Oh, sí. Siempre me habla y sonríe ahora. Es sólo huraño por fuera, ¿sabe? Bueno, voy por la jalea. Nancy ya la tiene preparada — dijo la niña caminando hacia la cocina.

— ¡Pollyanna, espera! — La voz de la señorita Polly sonó ahora con una imprevista severidad—. He cambiado de parecer. Preferiría que esta jalea se la llevaras hoy a la señora Snow y esto es todo. Puedes irte.

Pollyanna dejó de sonreír.

— Pero, pero tía Polly. Ella estará siempre así y todo el mundo le seguirá llevando cosas, pero él sólo tiene la pierna rota y las piernas rotas no duran. Y ya lleva una semana así.

— Sí, ya recuerdo. Alguien me habló del accidente del señor Pendleton. Pero es que a mí no me interesa enviarle jalea al señor Pendleton, Pollyanna.

— Sí, ya sé que es huraño, pero por fuera —admitió Pollyanna con tristeza—. Y supongo que por esto no le gusta. Pero no le diría que es de su parte sino de la mía. A mí sí que me gusta. Y me encantaría llevarle la jalea.

La señorita Polly seguía negando con la cabeza, y de repente preguntó con curiosidad:

— ¿Sabe quién eres tú, Pollyanna?

La pequeña suspiró.

— Me temo que no. Le dije mi nombre una vez, pero nunca me llama por el nombre, nunca.

— ¿Le dijiste dónde vives?

— Oh, no. Nunca se lo he dicho.

— Entonces, no debe saber que eres mi sobrina, ¿verdad?

— No, no lo creo.

Por un momento guardaron silencio. La señorita Polly miraba al vacío. La niña se apoyaba impaciente ahora en un pie, ahora en el otro, y suspiró. Tía Polly por fin se levantó.

— Está bien, Pollyanna —dijo con voz extraña—. Puedes llevarle la jalea pero de parte tuya. Y asegúrate de que no crea que se la envío yo.

— De acuerdo, tía Polly, y gracias —exclamó mientras se iba corriendo.

Capítulo 15

El doctor Chilton

Aquella mole de piedra gris parecía muy distinta cuando Pollyanna visitó por segunda vez la casa del señor Pendleton. Las ventanas estaban abiertas, una mujer mayor colgaba la ropa en el jardín trasero, y la calesa del doctor se hallaba frente a la puerta.

Como la vez anterior, Pollyanna se dirigió a la puerta lateral. Esta vez pulsó el timbre; sus dedos no estaban agarrotados como aquel día.

Un perrito, ya amigo, corrió a darle la bienvenida. Y tras unos minutos de espera, la señora que colgaba la ropa abrió la puerta.

— Señora, traigo un poco de jalea de pies de ternera para el señor Pendleton —sonrió Pollyanna.

— Gracias —dijo la mujer mientras cogía el bol de las manos de Pollyanna—. ¿Quién debo decir que lo envía?

El doctor, que venía del recibidor, oyó la voz de la mujer y vio la cara de desilusión de Pollyanna. Rápidamente se dirigió hacia ellas.

— ¡Ah! ¡Jalea de pies de ternera! — exclamó—. Esto está muy bien. ¿Quizá querrías ver a nuestro paciente?

— ¡Oh, sí, señor! —contestó Pollyanna rebosante de alegría.

La mujer, obedeciendo a una señal del doctor, les acompañó al interior aunque con una expresión de verdadera sorpresa. Tras el doctor, un enfermero joven exclamó alterado:

— Pero, doctor, el señor Pendleton dio órdenes de que no quería recibir a nadie.

— Sí, ya lo sé —asintió el doctor, imperturbable—. Pero ahora las órdenes las doy yo. Ya correré yo con los riesgos. —Y añadió—: Usted quizá no lo sabe, pero esta pequeña es mejor que cualquier dosis diaria de medicina. Si alguien puede aliviar los sufrimientos del señor Pendleton, ella es la única que puede. Por eso la dejo pasar.

— ¿Y quién es ella?

El doctor dudó un breve instante.

— Es la sobrina de una de las personas más conocidas de aquí. Se llama Pollyanna Whittier. Aún no he tenido el gusto de conocerla mejor, pero muchos de mis pacientes la conocen y ¡no sabe hasta qué punto lo agradezco!

El enfermero sonrió.

— ¡Caramba! ¿Y cuáles son los ingredientes de esta medicina tan especial?

El doctor movió la cabeza.

— Pues no lo sé. Por lo que he oído, todo consiste en un ansia de felicidad y alegría por cualquier cosa que suceda o vaya a suceder. Todo lo que ella explica, me lo explican luego a mí, y la frase «simplemente estar contento» es constante en todos ellos. Le diré que me encantaría poder recetarla e incluso comprarla, como una caja de pastillas, aunque si hubiera muchas Pollyannas en el mundo quizá usted y yo acabaríamos sin trabajo.

Mientras tanto, Pollyanna, por orden del doctor, era acompañada a la habitación del señor Pendleton.

— Perdón, señor Pendleton, aquí hay una niña que trae un poco de jalea para usted. El doctor me ha dicho que la ... la acompañe hasta usted.

En seguida, Pollyanna se quedó sola con un señor Pendleton más huraño que nunca.

— Pero, oiga. ¿no he dicho que...? —empezó a decir muy enfadado—. ¡Oh, eres tú! — exclamó algo azorado.

— Sí. señor —dijo Pollyanna sonriendo—. Me alegra tanto que me hayan dejado pasar. Es que al principio, la señora tomó la jalea de mis manos y de veras creí que no me dejaría verle. Pero vino el doctor y él me autorizó. ¿Verdad que fue amable?

A pesar suyo, el hombre sonrió, pero todo lo que dijo fue:

— Mmmm...

— Y le he traído un poco de jalea de pies de ternera —resumió Pollyanna—. Espero que le guste.

— Nunca he comido jalea —contestó él volviendo a su habitual tosquedad.

Por un momento, Pollyanna se sintió desilusionada. pero en seguida reaccionó.

— ¿Nunca ha comido jalea? Pues entonces no sabrá si le gusta o no, ¿verdad? Me alegra de que no lo sepa, pues si ya supiera...

— Sí, sí, pero lo único que sé seguro es que estoy aquí en cama, y que por lo visto vaya tener que estar así hasta el juicio final.

Pollyanna le miró sorprendida.

— Pero ¡no! Es imposible que dure hasta el juicio final, cuando el arcángel Gabriel toque la trompeta, a no ser que venga antes de lo que creemos, pero no creo que venga tan pronto, aunque la Biblia no dice cuándo, claro, pero...

John Pendleton rompió a reír. El enfermero que iba hacia allí se retiró prudentemente ante tan buena señal.

— ¿No crees que te estás haciendo un poco de lío? —preguntó el señor Pendleton a la niña.

— Quizá sí, pero lo que quiero decir es que las piernas rotas no duran tanto como si fuera un inválido, como lo que tiene la señora Snow, por ejemplo. O sea que su pierna rota seguro que no llega al juicio final, y creo que debiera alegrarse por esto.

— ¡Oh, sí! Ya me alegro, ya —dijo algo irónicamente el hombre.

— Y además sólo se ha roto una; ya puede estar contento de que no fueran las dos.

— ¡Claro! ¡Y tan afortunado! Si lo miras desde este punto de vista, claro; ¡supongo que también debo alegrarme de no haber sido un ciempiés y haberme roto cincuenta!

Pollyanna se aguantó la risa.

— ¡Oh! ¡Esto ha sido muy bueno! Sé lo que es un ciempiés, tienen muchas patitas, y puede estar contento de...

— ¡Claro! — interrumpió amargado el señor Pendleton—. Y supongo que debo alegrarme también por todo lo demás, el enfermero, el doctor y ¡aquella condenada mujer de la cocina!

— Pues claro, señor. Imagine cómo estaría usted si no los tuviera aquí para ayudarle, teniendo que estar en cama.

— Pero si esto es precisamente por donde hemos empezado: ¡sólo porque tengo que estar en cama! ¿Y crees que debo alegrarme con una mujer maniática que me lo desordena todo con la excusa de que lo ordena, y este «enfermero» que colabora con ella, por no hablar ya del doctor, que es el que los ha traído, y para colmo, los tres esperando que les pague por esto, y que les pague bien?

Pollyanna le miró con simpatía.

— Sí, ya sé; lo del dinero es un problema, sobre todo cuando ha estado ahorrando tanto.

— ¿Cómo dices?

— Ahorrándolo, comiendo judías y croquetas de pescado, ya sabe. Por cierto, ¿le gustan las judías o, si no fuera por los sesenta centavos, comería pavo?

— Pero, niña, ¿se puede saber de qué estás hablando?

Pollyanna sonrió radiante.

— De su dinero, claro. Haciendo sacrificios para ahorrar para los pobres. ¿Lo ve? Nancy me lo dijo. Y fue una de las razones por las que supe que sólo era huraño por fuera.

— Así, Nancy te dijo que yo ahorraba para los pobres. Bien y ¿puedo saber quién es esta Nancy?

— Nuestra Nancy. Trabaja para tía Polly.

— ¡Tía Polly! ¿Y quién es tía Polly?

— Pues es la señorita Polly Harrington. Vivo con ella.

El hombre se removió en la cama.

— ¡La señorita... Polly... Harrington! —jadeó—. ¡Y vives con ella!

— Sí. Soy su sobrina. Ella se ha hecho cargo de mí, sustituyendo a mi madre. ¿Entiende? Mamá era su hermana. Luego papá fue a reunirse con ella en el cielo y no quedaba nadie más que las damas de beneficencia. ¿Entiende? Entonces ella se hizo cargo de mí.

El hombre no contestó. Su rostro se había puesto muy pálido. Tanto, que Pollyanna se asustó. Se levantó incierta.

— Creo, creo que será mejor que me vaya —propuso—. Espero... que le gustará la jalea.

El hombre volvió la cabeza y la miró con unos ojos extrañamente melancólicos.

— Así, tú eres... la sobrina de la señorita Polly Harrington —dijo suavemente.

— Sí, señor.

Siguió mirándola profundamente hasta que Pollyanna, algo inquieta, murmuró:

— Supongo que usted conoce a mi tía, ¿verdad?

John Pendleton sonrió con una extraña sonrisa.

— Oh, sí que la conozco. Pero... no puede ser que ella me enviara la jalea...— dijo lentamente.

— No, no, señor. Al contrario, me remarcó que no debía dejarle pensar esto. Pero yo...

— Me lo imaginaba —concedió el hombre secamente, girándose de espaldas. Y Pollyanna, más inquieta todavía, se retiró presurosamente.

Afuera, encontró al doctor esperándola.

— Señorita Pollyanna, ¿puedo tener el placer de acompañarla a su casa?

— ¡Oh,!, mil gracias, señor. Me encanta ir en calesa.

— ¿De veras? — sonrió el doctor—. Por lo que veo, hay miles de cosas que te encanta hacer — añadió.

Pollyanna rompió a reír.

— Sí, parece que sí. Me encanta hacer todo lo que sea “vivir”. Claro que hay otras cosas que no me gustan tanto, como coser, o leer en voz alta. Pero es que éstas no son “vivir”.

— ¿No? y entonces, ¿qué son?

— Tía Polly dice que son el aprendizaje de la vida —suspiró Pollyanna resignada.

— ¿Eso dice? Aunque supongo que es lógico que ella lo diga.

— Sí — siguió Pollyanna—. Aunque yo no lo vea así. No creo que se tenga que «aprender» a vivir. Yo no tuve que hacerlo, creo.

— Pero me temo que algunos de nosotros sí que necesitamos aprender, pequeña.

Por unos momentos continuaron en silencio. Pollyanna miraba al doctor y sintió mucha ternura. Se le veía triste. Deseó ardientemente poder «hacer algo» por él. Quizá por esto, dijo tímidamente:

— Doctor Chilton, ¿no es usted un hombre muy afortunado pudiendo ser médico?

El doctor la miró sorprendido.

— ¿Muy afortunado, cuando siempre veo el sufrimiento de la gente que visito?

— Lo sé, pero precisamente les está ayudando. ¿No es así?, y esto debe de alegrarle y por esto digo que es usted afortunado.

Los ojos del doctor se llenaron de lágrimas. Su vida era muy solitaria. No tenía esposa ni hogar aparte de su consultorio. Adoraba su profesión. Mirando a Pollyanna, sintió la bendición de una mano amiga. Sabía que desde ahora pensaría siempre en lo que había dicho Pollyanna, no importa cuán larga fuera la jornada.

— ¡Dios te bendiga, pequeña! — y con una amplia sonrisa añadió—: Creo que por una vez el doctor también necesitaba algo de tu medicina.

Pollyanna no entendía nada, pero pronto se olvidó disfrutando con lo que la rodeaba.

El doctor dejó a Pollyanna en la puerta, sonrió a Nancy y desapareció con rapidez.

— Me lo he pasado maravillosamente con el doctor, Nancy. Es una persona encantadora.

— ¿Sí?

— Sí. Y le dije que era muy afortunado de poder ser médico

— ¿Cómo? ¿Teniendo que ir siempre a visitar gente enferma y gente que cree estarlo?

— Nancy la miró escéptica.

Pollyanna sonrió regocijada.

— Esto es más o menos lo que él me ha dicho, pero hay algo importante de lo que alegrarse. ¡Adivina!

Nancy calló pensativa. Empezaba a jugar bastante bien al juego.

— ¡Ya sé! — exclamó—. ¡Es justo lo contrario de lo que le dijo a la señora

Snow!

— ¿Lo contrario? —dijo extrañada Pollyanna.

— Sí, le dijo que debía de alegrarse porque no todos estuvieran como ella, ¿verdad?

— Sí —asintió Pollyanna.

— Bueno, pues el doctor puede alegrarse de no ser uno de sus enfermos, ¿no?

— Psss, sí; es una manera de verlo, pero no es el que yo le dije. Y su solución no me acaba de gustar; a veces juega de una manera...

Encontró a su tía en la sala de estar

— Pollyanna, ¿quién era ese señor que te ha acompañado? — preguntó secamente.

— ¡Pero si era el doctor Chilton! ¿No lo conoce, tía Polly?

— ¡El doctor Chilton! ¿Y qué hacía aquí?

— Pues me acompañó. Ah, y ya le he dado la jalea al señor Pendleton y...

— Pollyanna, ¿no habrá pensado que se la envié yo, verdad?

— No, ¡tía Polly! Ya le dije que no era de su parte.

— ¡ Le has dicho que no era de mi parte!

Pollyanna abrió los ojos desmesuradamente ante el tono de reprimenda de su tía.

— ¡ Pero tía Polly! ¡Si usted me dijo eso!

Tía Polly suspiró.

— Te dije que te aseguraras de que no pensara eso. lo cual es muy distinto a que le dijeras que no lo pensara —dijo levantándose y saliendo de la habitación.

— ¡Madre mía! Pues yo no veo la diferencia —suspiró la pequeña.

Capítulo 16

Una rosa y un chal de encaje

Un día lluvioso, una semana más tarde de la visita de Pollyanna al señor Pendleton, la señorita Polly era llevada por Timothy a una reunión de las damas. Cuando volvió, hacia las tres, sus mejillas estaban sonrojadas y su pelo alborotado por el viento.

Pollyanna nunca había visto a su tía con el pelo revuelto.

— ¡Oh, oh, oh, tía Polly! ¡Usted también tiene! —exclamó llena de alegría bailoteando por la habitación.

— ¿Qué es lo que tengo, pequeña revoltosa?

— ¡Y no sabía que los tuviera! ¿Cómo puede escondérselos cuando los tiene, tía Polly? ¡Pero qué preciosos rizos negros!, si yo pudiera tener estos rizos ...

— ¡Tonterías! Y ahora, Pollyanna, ¿qué significa tu visita a las damas el otro día?

— ¡Pero si no son tonterías! — insistió Pollyanna—. ¡No sabe lo bonita que está con el pelo alborotado y los rizos sueltos!

¡Oh, tía Polly! ¿Puedo peinarla? También se lo hice a la señora Snow. ¿Podría ponerle una flor? ¡Oh, me gustaría tanto! ¡Y usted estaría mucho más guapa que ella!

— ¡Pollyanna! — tía Polly habló muy secamente, sobre todo porque las palabras de Pollyanna le habían tocado el punto flaco... Hacía tanto tiempo que nadie se preocupaba por su aspecto...—. Pollyanna, no has contestado a mi pregunta. ¿Por qué fuiste a las damas con aquella historia absurda?

— Oh, ya sé, tía Polly. Pero no supe que era absurda hasta que descubrí que preferían estar en la lista de donantes que acoger a Jimmy. Por eso he escrito a mis damas. Porque ellas están lejos y Jimmy podría ser su niño hindú, como... Tía PolIy, ¿era yo su niñita hindú?, y... ¡tía Polly!, ¿verdad que me permitirá que la peine?

Tía Polly puso una mano en su garganta.

La vieja sensación de impotencia volvía a amenazarla.

— Pero, Pollyanna. cuando las damas me contaron tu visita sentí tanta vergüenza...

Pollyanna empezó a bailar a su alrededor.

— ¡No lo ha dicho! ¡No ha dicho que no pudiera peinarla! —dijo triunfante—. ¡Y seguro que esto significa que sí, que puedo hacerlo! Y ahora siéntese y espere un momento. ¡Voy a por el cepillo!

— Pero Pollyanna, Pollyanna — protestaba tía Polly siguiendo a la pequeña escaleras arriba.

— ¡Oh! ¿Ha subido aquí? ¡Mucho mejor! Ahora, siéntese. Ya tengo el cepillo. ¡Estoy tan contenta de poder peinarla!

— Pero, Pollyanna, yo... Yo...

Tía Polly no acabó la frase. Para su sorpresa se encontró sentada junto a la cómoda con su pelo ya en manos de diez dedos ansiosos pero ágiles.

— ¡Pero qué pelo más bonito tiene! ¡Y tiene mucho más que la señora Snow! Pero, claro, usted necesita más, pues está bien y puede ir a muchos sitios donde la gente la ve. Y creo que la gente se va a alegrar mucho cuando pueda ver esto, y se va a sorprender también. ¿Por qué se lo ha escondido tanto tiempo, tía Polly?

— ¡Pollyanna! La verdad es que no sé por qué te estoy dejando hacer esto.

— Pero, tía Polly, debiera alegrarse de que la gente la vea bonita. ¿No le gusta a usted mirar cosas bonitas?

— Pero... , pero...

— Y además me encanta hacer de peluquera. Solía peinar a las damas, pero no tenían un pelo tan bonito como el suyo. El de la señora White era bastante bonito, ¡y se la veía tan guapa cuando la peinaba! ¡Oh, tía Polly! Me acabo de acordar de una cosa. Pero es un secreto y no puedo decirlo. Ya casi estoy y la dejaré un momento sola. Pero debe prometerme que no se moverá ni tocará absolutamente nada. ¿De acuerdo? ¡Ahora mismo vuelvo! —dijo saliendo de la habitación.

Tía Polly no dijo nada, pero iba pensando que, desde luego, se desharía de aquel peinado absurdo en cuanto Pollyanna se fuera.

En aquel momento, y sin darse cuenta, tía Polly se vio un segundo reflejada en el espejo. Y lo que vio la hizo sonrojarse de tal manera que cuanto más miraba más enrojecía.

Vio un rostro, no muy joven, pero iluminado por la excitación y la sorpresa. Las mejillas delicadamente sonrosadas. Los ojos brillantes. El pelo, negro, caía ondulado por la frente hacia las orejas, con pequeños rizos aquí y allá.

Tan sorprendida y absorta estaba que se olvidó por completo de su determinación de deshacerse el peinado, hasta que oyó a Pollyanna que volvía. Antes de poder moverse, una mano le tapó los ojos y algo le fue colocado en los hombros.

— ¡Pero Pollyanna! ¡Niña, niña! ¡Sácame esto! ¿Qué estás haciendo? —iba exclamando.

Pollyanna se reía.

Con dedos temblorosos acabó de colocarle un precioso chal de encaje que había descubierto el otro día en el ático con Nancy.

Pollyanna revisó su trabajo, pero vio que faltaba un detalle. Empujó a su tía hacia el solario donde había visto unas preciosas rosas rojas.

— Pollyanna, ¿qué haces? ¿Dónde me llevas? —exclamaba tía Polly tratando de volver atrás—. Pollyanna, yo no...

— Vamos sólo al solario, ¡sólo un minuto!, y ya estará lista —dijo Pollyanna alcanzando la rosa e introduciéndola suavemente sobre la oreja izquierda de tía Polly—. ¡Ya está! ¡Oh, tía Polly! ¡Ahora seguro que se alegrará de que la haya puesto guapa!

Por un momento, tía Polly miró su «adornado» cuerpo y a su alrededor. De repente, con un grito inesperado, dejó la habitación. Pollyanna, siguiendo la dirección de su mirada, vio un caballo y una calesa que se introducían en el camino. En seguida reconoció al hombre en su interior.

— ¡Doctor Chilton, doctor Chilton!, ¿quería verme? ¡Estoy aquí arriba!

— Sí — sonrió el doctor—. ¿Podrías bajar un momento?

En la habitación, Pollyanna encontró a una acalorada y enfadada mujer que se deshacía del chal.

— ¿Cómo has podido, Pollyanna? ¡Pensar que me «adornas» así, y luego dejas que «me vean»!

Pollyanna la miró decepcionada.

— Pero, tía Polly, si estaba guapísima y...

— ¡Guapísima! — exclamó iracunda la mujer empezando a recogerse el pelo.

— ¡Oh, tía Polly, por favor, deje el pelo como está, por favor!

— ¿Dejarlo así? ¡Como si pudiera! — y siguió recogiéndoselo.

— ¡Oh, cielo santo! ¡Tan guapa como estaba! — sollozó Pollyanna.

Abajo, encontró al doctor Chilton esperándola.

— Te he recetado a un paciente y me ha pedido que te venga a recoger — anunció el doctor— . ¿Puedes venir? Es el señor Pendleton. Le gustaría verte hoy si fueras tan amable de visitarle. Ya no llueve y te podría llevar.

— ¡Me encantaría! Déjeme preguntarle a tía Polly.

Volvió casi en seguida, con el sombrero en la mano, pero con una expresión algo triste.

— ¿Tu tía no quería que fueras? — preguntó el doctor una vez en marcha.

— Sí... Al revés, me parece que quería que me fuera demasiado intencionadamente —suspiró—. Me temo que no me quería con ella. Me ha dicho: «Sí, sí, vete, vete ya. ¡Ojalá te hubieras ido antes!» —dijo la niña.

El doctor sonrió, aunque su mirada era seria. Luego, algo dubitativo, preguntó:

— ¿Era... era tu tía la que vi hace unos minutos en la ventana del solario?

Pollyanna suspiró más fuerte.

— Sí, y éste ha sido todo el problema. Al menos eso creo. Verá, le he puesto un chal de encaje, y la he peinado a mi manera poniéndole luego una rosa roja. Estaba guapísima, ¿verdad que lo estaba?

El doctor no contestó en seguida, y cuando lo hizo fue en una voz muy baja.

— Sí. Pollyanna, creo que estaba guapísima.

— ¿Lo ve? ¡Qué contenta estoy! ¡Se lo diré en cuanto la vea! —asintió contenta.

Para su sorpresa el doctor exclamó en seguida:

— ¡Nunca! Pollyanna ... , yo... Yo te pediría que no le dijeras nada de esto.

— ¿Por qué no, doctor Chilton? Pensaba que le alegraría.

— Pero quizá a ella no le guste —cortó el doctor.

Pollyanna consideró esta posibilidad.

— Pues es verdad — suspiró—. Ahora recuerdo que fue al verle a usted cuando se fue corriendo, y habló de haberse dejado ver por alguien ... Pero de todas maneras no lo entiendo. ¡Con lo guapa que estaba!

El doctor no dijo nada. Y no volvió a hablar, hasta que llegaron a la casa de John Pendleton.

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