Christoph von Schmid
Rosa de Tanemburgo es una hermosa historia narrada en 1810 por el sacerdote alemán Christoph von Schmid. Narra las peripecias que padece Rosa, hija de Edelberto de Tanemburgo, quien sufre un injusto encierro en el castillo de su enemigo Cunrico de Fichtemburgo. Este le ha arrebatado su castillo, sus tierras y todas sus posesiones. De lo único que no ha perdido es a su hija Rosa, y su fe y esperanza en la bondad de Dios.
Rosa tendrá que vivir en el destierro, pero aún en ese estado encontrará amigos que la ayuden a sobrevivir en una pequeña choza en el bosque. Un día Rosa, tomará una decisión valiente y dejando su refugio se adentrará en el peligroso castillo donde está encerrado su padre. Esta resolución cambiará por siempre el destino de todos.
Hacia los confines meridionales de la Suabia, en aquel pintoresco país esmaltado de floridos valles y arboladas colinas, por detrás de las cuales se alzan las nevadas montañas de Suiza, cuya magnífica blancura deslumbra, había sido fundado en tiempo inmemorial el castillo de Tanemburgo sobre un mogote pedregoso y poblado de abetos. Aunque habían pasado siglos después de derruido, sus desmantelados torreones y musgosas paredes causaban todavía una impresión particular en el ánimo de los viajeros cuando los contemplaban a los arreboles del sol poniente o a la pálida claridad de la luna. Bendecían en su corazón a los nobles personajes que allí habitaron en otro tiempo haciendo feliz su dilatada comarca, y embargados por la sublime sensación de la insubsistencia de todas las cosas terrestres, detenían por algunos momentos su marcha.
Antiguamente había vivido en aquel castillo el caballero Edelberto- con su esposa Matilde en la más dichosa concordia. Edelberto era un bizarro guerrero; pero, aunque por su ruda profesión hubiese de manejar espada y lanza, bajo su cota de acero latía un corazón humanitario. Era un varón sumamente piadoso, de una lealtad a toda prueba y muy bondadoso señor para con sus vasallos. El Príncipe de Suabia le honraba como amigo, y hasta el Emperador le había distinguido gloriosamente entre todos los demás caballeros. Matilde, esposa de Edelberto, por su talento, religiosidad, virtud y caridad para con los pobres, era. reputada como la más excelente señora, agregando a estas prendas una extraordinaria hermosura.
El caballero Edelberto hacía breve estancia en su castillo, pues acompañaba por lo común al Príncipe en las expediciones militares, y pasaba a veces años enteros en campaña. Durante la ausencia de su esposo, Matilde hallaba el más dulce consuelo en la compañía de su única hija, tierna jovencita, llamada Rosa, que en las excelentes dotes del alma y belleza del cuerpo igualaba a su madre. La más importante ocupación de ésta era educar bien a aquella niña colmada de esperanzas. Su manera de educar era sencilla, pero admirable, pues siendo la madre piadosa y buena de corazón, no podía serle difícil educar a su hija en la. misma bondad y santo temor de Dios.
Esta piadosa madre enseñó a su hija ante todo a conocer a Dios y procuró fomentar en su tierno corazón un amor entrañable al Padre celestial. La noble señora admiraba las majestuosas obras de Dios, siendo^ capaz de examinarlas con atención. Desde las elevadas ventanas del camarín en que solía pasar muchas horas del día entregada a sus labores, disfrutábase una amenísima vista. El cielo y la tierra observados desde aquella eminencia proporcionaban una hermosísima perspectiva y suministraban a la buena madre muchas ocasiones de enseñar a la hija la- sabiduría, bondad y omnipotencia que Dios revelaba en sus obras.
Algunas mañanas de estío despertaba muy temprano a Rosita.
—Ven, Rosa, y verás qué bello sale hoy el sol. Mira -—decía abriendo la ventana—: mira qué claro brilla el cielo por donde el astro ha de salir. Repara en aquellas graciosas nubecillas, rodeadas de un resplandor que brilla como el fuego, y en aquellas lejanas montañas nevadas, sobre el verde oscuro de las florestas y que parecen montañas de oro. Mira, ya sale el sol. ¡ Oh, cuán portentoso es Dios, que lo ha creado! Allí sobresale dorada la torre de la iglesia en medio del bosque de los árboles frutales, mientras que todavía permanece lóbrega la villa entera. Los regocijados labradores acuden con nuevo vigor a sus tareas, el pastor encamina hacia las hondas praderas el alegre ganado, y por aquella, montaña pacen las ovejas acompañadas del zagal. Allá los segadores con sus relucientes guadañas cortan el pasto de las floridas praderas; ya están doradas las mieses, y presto entrará en ellas la hoz: por todas? partes podemos contemplar la bendición de Dios. ¡Oh, qué padre tan amoroso es Él, que desde allá arriba atiende con igual cariño a todos los hombres, lo mismo en las chozas que en los palacios, y les concede- por morada esta hermosa tierra, tan llena de sus dádivas! A todos los llevará un día al Cielo consigo. ¡Ah! ¡Quién no se alegrará de amar a tan bueno y tierno padre!
Estas palabras, que salían del corazón de Matilde, penetraban en el de Rosita, que cruzaba las manecitas y decía:
— ¡Oh, Dios bueno y amantísimo, cuántas gracias te doy por todas las hermosuras que has labrado!
Matilde enseñaba a su hija que cuanto podemos ver en el cielo y en la tierra, desde el sol hasta las gotas de rocío, nos anuncia las bondades y gracias de Dios. Nuevas ocasiones de ello le ofrecían continuamente las sucesivas estaciones del año con sus variados encantos y regalos. Rosa aprendía a elevar su espíritu desde las criaturas hasta el Creador, y al ver un árbol o una flor su corazón se regocijaba, y rebosando del más fervoroso amor, daba gracias a Dios por sus beneficios.
La buena madre conocía perfectamente la Historia Sagrada, y mientras hilaba o bordaba refería a su obediente hija, a veces por espacio de muchas horas, ciertos pasajes proporcionados a los tiernos años de Rosita. Trasladábala al Paraíso, a las cabañas de los patriarcas, a los desiertos de los israelitas, a la tierra que abundaba en leche y miel, y le hacía experimentar un gozo indecible. De este modo le enseñaba que Dios- guía al hombre con su gran santidad, que sólo se alegra de lo bueno, que odia lo malo y desea que todos sean buenos y virtuosos. En la perversidad de que nos hablan las Sagradas Escrituras contemplaba los espantosos ejemplos del vicio, y tomaba del bien el modelo de las más amables virtudes. Rosa oía contar con mucho gusto la vida de Jesucristo ; se regocijaba con los ángeles y pastores del Niño Dios en el portal de Belén y con los Magos de Oriente, cuyo astro brillaba en et cielo; dedicaba al recién nacido Rey sus más puros sentimientos de- adoración y gratitud, más preciosos que el oro y el incienso, y hacía, también los más cordiales propósitos de obedecer siempre a sus padres y prosperar cada día en bondad. Con su espíritu acompañaba al Divino Maestro en los viajes por la Tierra Santa, colocándose entre sus oyentes en la montaña, en el mar o en el templo; le escuchaba llena de respeto y atención, y prometía solemnemente a su madre seguir con puntualidad aquellas instrucciones. Llenó su corazón el más- puro gozo cuando supo que el divino Amigo de los niños llamaba amorosamente hacia sí a los párvulos y los bendecía, y consolaba a los afligidos padres de la doncellita fallecida diciéndoles: «Duerme solamente»; y acercándose al féretro, añadió: «¡Levántate!», devolviéndosela viva a la llorosa madre. Se proponía ser siempre una buena hija que mereciese la bendición de Dios, y tenerle amor y confianza, porque puede enjugar todo llanto, socorrer en cualquiera necesidad, y hasta privar de su espanto a la muerte y conceder la vida eterna. Cuando, finalmente, la madre le contó los padecimientos que Jesús inocentísimo sufrió por amor a los hombres, y cómo derramando su sangre en la cruz imploraba con los labios palidecidos a su Padre celestial misericordia para sus asesinos, saliendo de la pasión y muerte a su gloria y majestad, corrían lágrimas purísimas por las mejillas de la tierna Rosita. En lo íntimo de su corazón prometía consagrar toda su vida al que también murió por ella. De esta manera la piadosa madre enseñaba a su hija a conocer y amar al Divino Redentor.
La madre, al mismo tiempo que fomentaba en el corazón de su hija el amor a Dios, deseaba que también se le arraigase el amor a todos sus semejantes. El amor materno para con Rosa proporcionó a Matilde el más acendrado amor filial, y en los mismos términos era querido el padre, aunque permanecía poco en casa, pues la madre le hablaba siempre de él con el más cordial afecto. Con frecuencia decía la madre:
—Pórtate de modo que, cuando venga tu amado padre, no pueda yo contarle más que cosas buenas.
Esto era para Rosa la más eficaz exhortación al bien; y cuando el padre volvía a su casa, Rosa, lo mismo que su madre, se esforzaban en no darle más que alegrías.
El padre gustaba mucho de los melocotones que producía una espaldera en el jardín del castillo. Un día llevó la madre el primer fruto partido en tres cascos iguales, para el padre, para sí y para Rosa, y dijo :
—Yo cederé el mío al padre.
Añadió Rosa al punto:
—También yo le daré el mío.
Y no lo hubiera comido por nada del mundo. Con la más alegre solicitud arreglaba en un lindo cestillo todos los melocotones para que su gracioso color agradase mucho más a la vista y se los presentaba a su padre.
Matilde acostumbraba socorrer a los verdaderos necesitados con dinero o comida, y distribuía muchos de tales donativos por mano de su hija, a fin de que ésta pudiera conocer por experiencia la alegría que produce la caridad al que la ejercita. Sabía excitar en ella la compasión por las desdichas ajenas y sacrificar en bien de los demás una satisfacción propia. En cierta ocasión recibió Rosa, por su natalicio, un escudo de oro de su padre, quien le dijo que con aquel dinero podía regalarse con lo que más le gustara. Rosa hizo a su madre una multitud de preguntas acerca de todas las cosas bonitas que podía comprar con aquel dinero, y como la madre le nombró muchos objetos, la regocijada niña no acertaba a elegir ninguno. En aquella ocasión se presentó una pobre viuda que, a consecuencia de una epidemia, había perdido su única vaca. La madre la hizo entrar, la escuchó y dijo:
—Ya he dado dinero a muchos labradores que han tenido la misma desgracia; apenas puedo atender a tanto, y necesito quedarme con algún dinero para los gastos diarios.
Se fue, sacó algún dinero, y se puso a contarlo sobre la mesa:
—Nada más puedo daros —exclamó—; pero con un solo escudo de oro que tuvieseis, podríais comprar una linda vaca.
Rosa corrió entonces compasiva, sacó su escudo y lo puso sobre la mesa junto al dinero contado.
—Ya tengo—dijo—bastantes vestidos, y esta pobre viuda se halla más necesitada de una vaca que yo de un adorno nuevo.
La infeliz mujer lloraba de gozo, y quiso besar la mano de Rosa. Cuando hubo partido, la madre dio un abrazo a su hija y dijo:
—Rosa, te has portado muy bien: para mí vale más que millares de escudos, más que todas las galas y adornos del mundo esa compasión tuya.
La madre acostumbró a Rosa desde la más tierna niñez a una dulce obediencia; porque los caprichos, decía la instruida madre, son el obstáculo más poderoso para ser bueno. Un niño debe ante todo aprender a someter su voluntad a la de sus padres, y así queda más fácilmente sumiso a la voluntad de Dios; pues si a sus padres, a los cuales está viendo, no obedece, ¿cómo obedecerá a Dios, a quien no ve? Ya en el corazón del niño es preciso moderar las inclinaciones vehementes y desarraigar la cizaña para que puedan desplegarse las hermosas flores de los nobles sentimientos.
Con estas máximas negaba la madre breve y terminantemente lo que no podía ser concedido, y Rosita, como todos los niños, procuraba al principio con ruegos y lágrimas obtener muchas cosas que vehementemente deseaba. Presto advirtió que un no de su madre equivalía a centenares de palabras, y, conociendo que todas las súplicas y lágrimas habían de ser en balde, desistía. La madre le proporcionaba diariamente pequeñas ocasiones de ejercitarse en la obediencia y vencerlos antojos. Cuanto ordenaba debía ser inmediatamente ejecutado, dejando sin dilación cualquiera otra tarea y todos los juegos. No podía coger una florecita en el jardín ni arrancar la menor fruta sin previo aviso. Pero la madre tampoco recibía ninguna satisfacción con las demasiadas prohibiciones o mandatos. Aborrecíalas continuas y a veces superfluas órdenes y correcciones hechas a los niños, con las cuales no saben por último; a qué atenerse.
—Se necesitan —decía— muy pocos preceptos; pero han de ser exactamente cumplidos. El Señor no dio más que diez para hacer buenos y dichosos a los hombres, y si éstos se hubiesen guardado nos hubiéramos ahorrado otros diez mil.
Esta juiciosa madre descubrió muy presto que para excitar a los niños a la obediencia y disuadirlos de la indocilidad eran necesarios las recompensas y los castigos.
—El Señor —decía— lo hace igualmente con nosotros, que somos niños grandes.
Hallaba la madre sumo contento en partir con su querida Rosa las más hermosas frutas del huerto; pero era menester que Rosa las mereciese.
—Si aprendes de memoria y sin equivocarte —le decía algunas veces— la lección que te dictaré, tendrás estas hermosas cerezas.
Otras veces insinuaba:
—Si haces bien y con agilidad toda la calceta que te señalo, te daré aquel racimo de uvas.
Rosa cumplía prontamente lo mandado, y su gozo era entonces mucho mayor que si hubiese recibido las frutas sin haber hecho mérito para ello. Cuando cometía alguna falta, no le era permitido bajar con su madre al jardín, lo cual servía de suficiente castigo, y pronto dejó de ser necesario, pues cuando la madre decía con serio semblante: «No hubiera creído esto en ti; no me causes tal molestia», Rosa ya no volví'' a estar tranquila hasta que su querida madre se sonreía de nuevo.
Esta excelente madre, a quien nunca se veía ociosa, tenía siempre con qué ocupar a su hija. Cuando se sentaba a trabajar, también Rosita había de hacer alguna cosa.
—La diligente aplicación de los niños—decía entonces la madre mirando con recreo a su hija—, aunque no contribuya al sostén de la casa, es siempre de mucha utilidad para ellos mismos, preservándolos del fastidio y del mal humor y acostumbrándolos desde muy temprano a la vida activa.
Desde muy niña Rosa aprendió a hilar con primor, y presto supo también manejar la aguja con destreza. Bajo la dirección de su madre se gobernó un vestido con tela de hilaza hecha por ella misma, y tuvo un gozo singular al estrenarlo. No le causaba tanto placer la rica tela que una vez le había llevado su padre al volver de una expedición.
Matilde, según costumbre de aquellos tiempos, cuidaba por sí misma de guisar, y procuraba imaginar para Rosa alguna pequeña ocupación, aunque no fuese más que mondar guisantes o habas. Pero hallaba el más delicioso entretenimiento en el jardín, lindamente plantado, donde al mismo tiempo los movimientos al aire libre aprovechaban en gran manera para su salud, y Rosa se aficionó también a las labores del jardín. La madre le señaló en él unos cuadros aparte, y mandó hacer para ella un pequeño rastrillo, una graciosa regadera y otros útiles de jardinería. Esto proporcionaba siempre a Rosa tareas en que ocuparse desde los primeros días de primavera, cuando despuntan las flores encamadas del melocotón, hasta el otoño, en que cae la hoja. Con el más alegre esmero plantaba semillas y tiernas posturas, regaba las plantas y arrancaba los brotes de maleza, amontonaba la tierra alrededor de los pies de berza, y ataba a lo alto de una vara las trepadoras ramas de los guisantes. Cuando se pusieron en la mesa los primeros guisantes que Rosa había criado y guisado, experimentó un deleite extraordinario y creyó que nunca había gustado un manjar tan exquisito.
—Ahí tienes—dijo la madre—los dulces frutos de la aplicación. Así recompensa Dios el trabajo, y éste ha transformado en una rica huerta todo el terreno que circuye nuestro castillo.
Pensando la madre de continuo en ocupar a su Rosita sin que la monotonía la cansara, combinaba con mucho tino las diversas tareas, de modo que tampoco careciese de recreo. Dos o tres veces a la semana permitía que visitasen a Rosa unas cuantas niñas pobres de su edad, entre las cuales se distinguía particularmente por su buen corazón una, llamada Inés.
Rosa obsequiaba a su amiguita cuantas veces venía; en seguida poníanse a hilar un largo rato, y después jugaban en la sala o en el jardín. Pero la madre, sin que las niñas lo advirtiesen, nunca las perdía de vista y oía cuanto hablaban entre sí. Ella les proponía un juego y hasta se acomodaba a instruirlas en el mismo juego. De este modo siempre tenía regocijada y alegre a su hija, lo cual miraba como punto esencial de una buena educación. Rosa tenia constantemente recreado su entendimiento, y, por tanto, hallábase más gustosamente dispuesta a cualquier tarea y a todo lo bueno.
Con entera preferencia atendía la juiciosa madre a que la naciente vanidad y el gusto por los adornos no corrompiesen el corazón de Rosa. Siendo ésta ya más crecida, fue un día el Príncipe a Tanemburgo para visitar a su amigo Edelberto, y con este motivo fueron convidados muchos caballeros y damas de la comarca.
Siendo preciso que Rosa se presentara con un ornato adecuado a su clase, fue vestida de seda y engalanada con piedras preciosas.
Los señores forasteros y sus esposas alabaron desmedidamente la belleza y atavío de la señorita, y dijeron muchas cosas lisonjeras que no supieron mal a Rosa.
Luego que partieron los ilustres huéspedes, dijo su madre:
—Las expresiones que estos señores y señoras te decían me han afligido mucho. ¿Por ventura no tenían que alabar en ti otra cosa sino esos oropeles que llevas prendidos, y que ahora soltarás de nuevo? Las alabanzas cuadraban al tejedor de la seda y al pulidor de las piedras, no a ti. Celebraron únicamente tu figura, que no es mérito tuyo, cuya belleza pasa luego y un día se convertirá en polvo. ¡Oh, Dios mío, si en mi cara Rosa no hubiese amable más que eso, yo sería una madre muy desdichada! ¡Ah, hija mía, aspira a las prendas que te den verdadera honra!
La madre iba colocando tristemente sus adornos en el lindo cofrecito de las joyas.
— ¡Oh! —exclamaba— ¿Qué son estas alhajas, comparadas con un noble corazón? Estas cosas no pueden hacerme feliz. Cuando un día me conduzcan al sepulcro, aquí quedará esta cajita: pero las intenciones y obras buenas son las legítimas piedras preciosas, que por dondequiera tienen valor.
Para educar bien a Rosa, el hermoso ejemplo de Matilde influía más que cuanto podía decirle. El comportamiento de la madre era un limpio y claro espejo en el cual la hija estaba viendo siempre cómo debía obrar y lo que había de ser. Era la madre tan modesta, afable y bondadosa, que sus modales eran constantemente un mudo elogio de aquellas virtudes. Jamás hablaba con jactancia, y a nadie daba a entender sus preeminencias de cuna, riqueza y penetración. Su dulce y afectuoso semblante no se desfiguraba nunca por la cólera, nunca murmuraba de otro, ni su boca profería jamás palabras vituperables. Su piedad y filantropía hicieron tal impresión en el corazón de la hija, que no se le borraron en toda su vida.
Había en la fortaleza una antigua capilla con ventanas pintadas de varios colores. En ella se arrodillaba la piadosa madre frecuentemente al pie del altar con veneración y fervor. La madre orando era para Rosa un espectáculo celestial que también levantaba su corazón al cielo. Todo un libro no se lo hubiera podido demostrar tan clara y palpablemente.
Matilde se cuidaba mucho de los enfermos, dolientes y menesterosos de toda especie. En la aldea del pie de la montaña había en cierta ocasión una pobre jornalera, madre de siete hijos de muy corta edad y enferma de mucho peligro. Para la noble señora fue cosa muy sencilla descender de lo alto del castillo a visitar a la pobre enferma, echada en un humilde jergón, informarse acerca de sus circunstancias, arreglar todo lo conveniente, hacerle cobrar ánimo, y hasta darle por su mano las medicinas. Repetía diariamente la visita, a la cual Rosa había de acompañarla, para que, al paso que le daba a conocer las miserias humanas, pudiese aprender a consolar a los demás y hacerlo más fácilmente algún día por sí misma. Luego que la enferma estuvo fuera de peligro, Matilde vio prorrumpir en lágrimas de gozo a los siete niños, al apesarado padre y a la madre enferma, cuando aquél exhortó a sus hijos para que de rodillas diesen gracias a la noble señora que había ¡salvado la vida de su madre. En medio de su llanto, hasta el padre se puso de rodillas; y al presenciar cómo besaban los niños la mano y los vestidos de su bienhechora, quedó Rosa tan afectada, que lloraba con ellos, se juzgaba dichosa por tener una madre tan buena y prometía solemnemente a Dios seguir su ejemplo.
Una educación tan esmerada no podía menos de producir buenos frutos, y Rosa fue un verdadero dechado de ,virtudes. Profesaba el más puro amor a Dios, a sus padres y a todos los hombres. Su modestia, su decoro, sus dulces modales, su piadoso y claro juicio ennoblecían y hermoseaban su rostro encantador. El vestido que llevaba era de lienzo, hilado y blanqueado por ella misma, sencillo y limpio como su espíritu, y realzaban su blancura un par de acianos azules o una guirnalda de rosas. Pero sus inocentes y afectuosos ojos eran de un azul más bello que las flores de aciano, y el color de inocencia de sus sonrosadas mejillas aventajaba al encarnado de las yemas de rosas cuando se abren. Todos decían al verla:
—Rosa de Tanemburgo es indudablemente la más hermosa doncella de toda la Suabia; pero su virtud la hace infinitamente más amable -que su hermosura.
Rosa no pudo disfrutar por mucho tiempo la dicha de tener tan excelente madre. Había llegado a los catorce años, cuando ésta cayó de repente enferma de gravedad. Conoció el riesgo, y no lo disimuló a su hija. El caballero Edelberto había partido para la campaña, y Matilde dijo a Rosa:
—Querida hija, despacha un mensajero a tu padre, por si no» puedo verle más en este mundo, y en seguida manda llamar al piadoso cura Norberto. Él me bautizó, me dedicó a Dios y me bendijo al entrar en esta vida, y no me negará su asistencia al salir de ella, acompañándome afablemente hasta ponerme en las puertas de otra mejor. Antes que sea demasiado tarde, quisiera prepararme a la muerte, aunque toda la vida en la tierra debe ser una preparación para la del Cielo, pues a esto hemos venido al mundo. En estos momentos nada mejor puede hacerse que consagrarse a Dios, reconciliarse hasta de las más tenues faltas y juntarse con Él, conforme a los preceptos de la Iglesia.
Llegó el piadoso cura, amabilísimo y afectuoso anciano. Matilde habló largo rato a solas con él y recibió de su mano el pan de la Eucaristía. Su fervor penetró en el corazón de la buena Rosa y mitigó stt indecible pesar. El venerable cura oró enfrente de la enferma, explicándose acerca de la vida eterna con tanta energía y persuasión, que Rosa deseó de todo corazón morir en seguida que su madre.
La niña, llena de respeto, amor y compasión, permanecía como un ángel de asistencia siempre junto al lecho de su madre. Al cabo de algunos días llegó el caballero Edelberto. Rosa corrió a recibirle, y encontrándole al pie de la escalera de piedra, le saludó con un torrente de lágrimas. Profundamente afligido se acercó el caballero al lecho de la enferma, sobrecogiéndose de hallar tan pálida y desfigurada a su querida esposa, y al fin su sorpresa se deshizo en lágrimas. Rosa estaba sollozando al otro lado del lecho. La moribunda señora, sonriéndose con indecible ternura, presentó una mano a su esposo y alargó la otra a su hija.
— ¡Carísimo Edelberto, carísima Rosa —dijo con voz débil—, es llegada mi hora! ¡Ya no veré más salir el sol! Pero no lloréis; estaré mejor allá arriba, en la residencia de nuestro Padre celestial, donde hay muchas moradas. Recibid mi bendición. Ahora no hago más que pasar a otro aposento, que no estará cerrado para vosotros; presto volveremos a vernos allí, y entonces no nos separaremos nunca.
Calló, y la debilidad no le permitió continuar.
—Querido Edelberto —prosiguió al cabo de un rato—, ahí tienes a nuestra hija. Nunca te di un retrato mío; pero nuestra amable hija, imagen viva mía, te servirá para mejor recuerdo de mí, el más cumplido que puedo dejarte. En mi postrer momento te la entrego como en la presencia divina. Procuré educarla piadosa y cristianamente ; concluye tú ahora esta educación, perfecciona lo que haya descuidado, emplea con ella todo el amor que me has demostrado, y por el cual te doy gracias al morir. Y tú, carísima Rosa —prosiguió—, me has dado mucho contento; jamás me afligiste, y has sido para mí una buena hija. En la hora de mi muerte debo darte esta prueba. Consérvate piadosa, inocente y buena; ama a Dios, haz lo que Él nos enseña, nunca lo malo; venera y estima a tu buen padre, que siempre se halla expuesto a muchos peligros en la guerra. Si algún día le trajesen herido a casa, haz mis veces con él, y en los años de su ancianidad cúidale con el mayor cariño, puesto que yo no podré hacerlo. Condúcete siempre con él como una buena hija..., y adiós. ¡Oh, Dios mío! — añadió luego dirigiendo fervorosa mirada al Cielo— ¡Presérvala del mal y consérvala en el bien! ¡Escucha mi última plegaria, el ardiente ruego del corazón de una madre! ¡Déjamela ver otra vez allá en el Cielo!
Padre e hija se anegaban en llanto, mientras la moribunda juntaba las manos de su esposo y de su hija, teniéndolas entre las suyas frías.
—Nosotros tres —decía— fuimos siempre un corazón y un alma en este mundo, y, con la ayuda de Dios, también lo seremos en aquél. La muerte nada puede contra nuestro amor: viviremos eternamente en el Cielo y eternamente nos amaremos.
Miró a su esposo y a su hija con el regocijo de un ángel, y en su semblante brillaban los rayos de su cercano esplendor.
—Dios—dijo—me concede en este postrer momento un gran consuelo y una gran alegría. ¡Gracias le sean dadas! ¡Oh, Rosa mía; cuánto me alegro de que veas en mí cuán consolados y dichosos pueden morir los que creen en Dios, en Jesucristo y en la vida eterna! Jesucristo no deja de dar consuelo a los que en Él creen, cuando más lo necesitan. Nada me arredra la muerte, y soy dichosa con la esperanza de la vida eterna.
Clavó entonces sus miradas en un hermoso cuadro de la muerte del Redentor, que tenía enfrente, colgado en la pared, cruzó las manos, y dijo con voz débil, casi imperceptible:
— ¡Así como Tú, Redentor mío, encomendaste tu espíritu a las manos de tu Padre, así también yo encomiendo el mío a las tuyas!
Calló, púsose más pálida, quedaron inmóviles sus ojos y expiró. Rosa enmudeció de dolor, y Edelberto dijo suspirando:
— ¡Ha vivido y muerto como una santa! ¡Ella tiene ya la palma de la victoria! ¡Llévenos Dios también a nosotros con esta suavidad hacia sí algún día, y júntenos con ella otra vez!
El dolor del buen Edelberto y de la afligida Rosa en aquella noche el día inmediato y durante los funerales, fue superior a toda descripción. Los acompañó en su pesar toda aquella dilatada comarca, y en cada casa y en cada choza reinaba igual pena que si hubiesen perdido a su propia madre. El respetable clérigo dio sepultura al cuerpo y empezó una plática dirigida al innumerable concurso que acudió a las exequias. Pronto se hizo el clamor tan intenso, que ya no fue posible percibir la voz del anciano, y él mismo prorrumpió en llanto. Con las manos hacía señas para que guardasen silencio, y al fin no dijo más que estas palabras :
— ¡ Cuando tan expresivamente hablan las lágrimas, yo debo callar! ¡Vivamos de modo que también corran sobre nuestra tumba lágrimas agradecidas! ¡Sembremos aquí como la difunta, y segaremos con abundancia en el Cielo!
El caballero Edelberto partió nuevamente para la guerra; pero en un día de otoño regresó a su fortaleza con el brazo derecho gravemente herido. Rosa quedó sorprendida y experimentó la más tierna lástima por su amado padre. Nunca se apartó de su lecho: ella misma le preparaba todos los alimentos; ayudaba a curarle la herida, y como el brazo mejoraba muy lentamente, de modo que Edelberto había de pasar largos ratos de melancolía sentado junto a la chimenea, sin poder cumplir con su cargo como caballero ni auxiliar al Príncipe, Rosa procuraba por todos los medios alegrar a su padre. Sentábase junto a él con el bastidor o la rueca; le hablaba de su buena madre, refiriéndole de ella muchas discretas advertencias y muchas nobles acciones que el padre ignoraba. Preguntábale por alguna circunstancia de la historia de sus hazañas, y el caballero, aligerado de su dolor, entraba en conversación, y su melancolía quedaba desvanecida, pasando como instantes muchas horas del tedioso invierno.
En los primeros días de la primavera llegó a la fortaleza de Edelberto un caballero para rogarle que partiese nuevamente a la campaña con el Príncipe. Edelberto, con gran pesadumbre suya, tenía el brazo demasiado débil todavía para manejar la espada y la lanza. No obstante, convocó inmediatamente en su alcázar las tropas suyas para enviarlas al socorro del Príncipe. Las obsequió por espacio de tres días, y en la mañana del cuarto día, que era el señalado para la marcha, reunió su gente en el salón de ceremonias del castillo. Vestido de punta en blanco y adornado con una cadena de oro, pero sin arnés, porque su brazo herido aun no podía soportar el brazal metálico, apareció en medio de ellos, los puso a las órdenes del caballero forastero y los excitó al valor y a la disciplina.
—Sed—les dijo entre otras cosas—bravos como el león contra el enemigo, pero mansos como un cordero para con el pacífico paisano.
Arrasados los ojos en lágrimas, desde las ventanas del alcázar siguió con la vista la expedición hasta que desapareció por entre las montañas inmediatas. Aquel día procuró en balde distraerse, y después de la partida de sus compañeros de armas, el silencioso castillo parecíale solitario y desierto. Acabada la cena, se sentó tristemente junto a la chimenea. La noche estaba fría y espantosa; una horrible tempestad retumbaba en las almenas del castillo, y la lluvia que azotaba las ven. tanas del aposento las hacía estremecer. Rosa echó más leña al fuego, dio a su padre en la copa de plata la, acostumbrada bebida de noche, se sentó junto a él y le dijo :
—Querido padre, contadme la historia del valeroso carbonero que os visitó hoy al mediodía. Yo le conozco bien, porque antes vivía en nuestro castillo, y la Inesilla fue mi compañera en los juegos de la niñez, pero yo nunca pude saber circunstanciadamente esa historia.
—¿La historia de mi bravo Burkhard? —exclamó el caballero—Sí, de mil amores. Ese buen hombre, no sin motivo me ha visitado precisamente hoy. Sabía muy bien el pesar que me costaría quedarme de esta suerte solo, y en él ha tomado parte también. Ha sido un bizarro soldado que me acompañó en muchas expediciones.
“Pero antes de hacerte la relación del valiente Burkhard, debo contarte algo del caballero Cunrico de Fichtemburgo. Ya tienes noticia de la magnífica fortaleza de Fichtemburgo, cuya torre, desde las ventanas de nuestro salón, vemos sobresalir a lo lejos por entre sombríos pinares. Pero tú jamás has visto al mismo caballero, porque desde aquellos lances se ha enemistado conmigo y nunca más me ha visitado. Su odio contra mí nació desde muy temprano, siendo ambos en nuestra tierna edad pajes en la corte del Príncipe. Cunrico ya desde niño fue muy terco, fogoso y baladrón, por lo cual no era muy estimado del Príncipe; y como yo fui preferido, me cobró envidia. Luego que ambos fuimos armados, hubimos de presentarnos por primera vez en campaña a manejar la espada y la lanza en un torneo que el Príncipe daba a la Nobleza. Yo alcancé el primer premio, que fue una espada con empuñadura de oro, que en presencia de la caballería de Suabia y sentada en un cojín de púrpura me presentó tu buena madre, que era entonces la señorita más hermosa y modesta de la corte ducal. Cunrico, por el contrario, obtuvo el último premio, que fue un par de espuelas de plata. Desde aquella ocasión me aborreció todavía más, y ya no podía sostener una mirada mía. Mas su odio contra mí subió de punto cuando el Emperador, como tú sabes, después de aquella gran batalla, me puso esta venera de oro y reprendió severamente al caballero Cunrico, por cuya imprudencia y arrebato por poco se pierde la batalla.
El valiente Burkhard, como feudatario mío y puesto a mi servicio de armas, poseía una corta hacienda, que está en los confines de mi distrito y contigua a los bosques de Cunrico; pero éste se portaba con mi buen Burkhard como un mal vecino. Mantenía en su cerca multitud de animales de caza; los ciervos traspasaban a manadas las lindes y asolaban los campos de Burkhard, cuyos hermosos prados también devastaban los jabalíes de Cunrico. Yo di al valiente arrendatario el encargo de hacer fuego sin reparo sobre los animales y entregármelos muertos, pues de derecho me pertenecía todo animal muerto en mis dominios y tierra. Volvía yo una tarde a casa, de regreso de una montería con mis gentes. El sol había traspuesto y graciosos arreboles se entreveían a través de los abetos, cuando de repente me salió al encuentro la esposa del honrado Burkhard, con la cabellera suelta y dando fuertes alaridos: echóse a mis plantas y con las manos cruzadas me demandó auxilio. Había llevado consigo a su hija, la Inesilla. La niña se arrodilló al lado de la madre trémula y llorosa, levantando las manitas. Aquel cuadro me traspasó el alma. Me apeé del caballo y ordené que me refiriesen cuanto había sucedido.
El caso fue como sigue: El buen Burkhard, su esposa Gertrudis y la Inesilla, al pie de un árbol plantado delante de la puerta de su casa, estaban cenando sin recelar ningún mal, cuando súbitamente el caballero Cunrico los atacó acompañado de mucha gente armada de a pie y de a caballo. Los soldados se apoderaron del buen Burkhard, le ataron las manos a la espalda, le pusieron sobre una carreta y se lo llevaron. Cunrico cometió este atentado porque Burkhard acababa de matar un ciervo precisamente en las lindes, aunque ya en terreno nuestro,- trayendo el animal a Tanemburgo. El airado Cunrico había jurado que haría perecer de hambre, encerrado entre sapos y culebras, en el más horrible calabozo de Fichtemburgo, al malvado contrabandista de jabalíes, que así llamaba al honrado Burkhard.
— Quedará libre, —dije a su esposa—, aunque para ello me fuera preciso demoler toda la madriguera. Consolaos desde luego, y entretanto marchad con vuestra hija a mi fortaleza.
En el mismo instante me puse en camino con mi tropa para dar alcance al raptor, si era posible, antes de que llegase a su fortaleza. Despaché unos cuantos jinetes de descubierta, indicándoles un paraje donde volveríamos a juntarnos, y tomé al trote la dirección de Fichtemburgo. Los emisarios me trajeron la noticia de que Cunrico descansaba con su gente, que bebía en el molino de los Pinares, a cuya puerta había parado el carro con el pobre Burkhard. Nosotros ocupábamos a la sazón un sitio cómodo del bosque por donde habían de pasar los aprehensores. Llegaron por último sin recelar peligro alguno y con grande algazara. Como un rayo nos echamos sobre los raptores, y la luna llena, que acababa de salir, nos hizo el servicio de alumbramos en aquella empresa. Como Cunrico no estaba dispuesto al ataque, y sí demasiado bebido, peleó muy torpemente, y después de una débil resistencia (emprendió la fuga con su gente. Hubiera podido cogerle, pero le tuve lástima y le dejé escapar. Gracias a Dios, nadie perdió la vida en la refriega, si bien los enemigos dejaron las armas esparcidas por el suelo.
Desatamos entonces al hombre de la carreta, que cargamos con las armas conquistadas, dimos al libertado un caballo que en el tumulto había perdido un jinete de los contrarios,, y contentos partimos para casa. No es posible pintar el gozo que la esposa y la tierna hija de Burkhard recibieron al vernos llegar a las puertas del castillo con Burkhard cabalgando a mi lado; pero aun fue mayor la alegría que a mí me cupo. ¡Ah, qué feliz sensación es la de salvar a un desdichado!
Designé para aquellos buenos sujetos un pequeño albergue en nuestra fortaleza, para ponerlos a salvo de la venganza de Cunrico. Más adelante, Burkhard salió herido en una batalla y quedó inutilizado para continuar sirviendo en campaña. Sin embargo, no habiendo quedado inhabilitado para todo trabajo, quiso ocuparse en algo para no recibir en el ocio su merecido sustento. En lo más espeso del bosque descubrió un pequeño valle, en el cual deseaba vivir solitario. Allí le hice construir una bonita casa; descuajó un pedazo de terreno que le dio el pan, y al lado, con mi anuencia, estableció una carbonera. El país que habita casi por nadie es visitado, además, el tizne del carbón pone casi desconocido su rostro, antes encarnado y rozagante. De esta suerte creyó librarse de las asechanzas de Cunrico, y hasta ahora no ha experimentado la menor inquietud.
A esta historia añadió el caballero Edelberto algunos ejemplos más de la valentía y lealtad de Burkhard, de modo que la narración duró hasta muy entrada la noche. Rosa le había estado escuchando con tanta atención, que ya hacía mucho rato que estaba vacía la copa de su padre, y hasta había descuidado poner más leña al fuego.
Una horrible alarma estalló repentinamente en el castillo; los abovedados tránsitos resonaban con el estruendo de las armas y la gritería de los hombres, y se oían muchas pisadas próximas a la sala donde se hallaban Edelberto y su hija. El caballero saltó de su asiento y miró alrededor en busca de sus armas. Rosa echó precipitadamente los cerrojos a las puertas; pero de un tremendo empujón fueron abiertas, y entró un hombre con cota de malla y seguido de mucha gente armada.
— ¡Edelberto! —voceó con ojos centelleantes— ¡Llegó la hora de la venganza! ¡Soy Cunrico, a quién tú has faltado tantas veces y ofendido mucho! ¡Ahora me las pagarás!
Volvióse en seguida a sus tropas, y en tono de mando dijo :
— ¡Cargadle de cadenas y 'celadle hasta que partamos! ¡ El más horrible calabozo de Fichtemburgo será en adelante su vivienda, y este castillo en que nos hallamos es mío! ¡Escogeré para mí todo lo que me acomode de arneses, armas, vestidos y alhajas! ¡ Luego, en recompensa de vuestra gallardía, podréis saquear todo el castillo hasta dejarlo enteramente desnudo, mientras yo me entretengo y recreo con una botella de vino añejo! ¡Daos prisa, porque dentro de tres horas saldremos aquí!
Rosa, llorando, se echó a los pies del cruel caballero y le pidió misericordia para su padre. Él, frenético, la arrojó de sí, y sin pensar más en ella, con aire soberbio salió de la pieza. Edelberto fue encadenado y quedó vigilado por dos centinelas a la puerta.
Como Edelberto no podía valerse de su esforzada diestra, Cunrico había juzgado aquella coyuntura la más favorable para dar rienda a su venganza. También había esperado todo aquel tiempo para que, ausentes con el Príncipe y en campaña los más denodados guerreros de Edelberto, no pudieran prestarle apoyo. Entre los pocos que servían a Edelberto para guarnecer el castillo había un soldado cobarde, conservado por Edelberto no ¡más que por pura lástima. Este vil servidor fue sobornado por Cunrico; le abrió de noche una portezuela secreta situada entre escombros y abrojos que la ocultaban, y por la cual un camino subterráneo conducía hasta el castillo. Los restantes soldados advirtieron demasiado tarde la presencia de los enemigos introducidos, y en pocos instantes, a pesar de toda resistencia, fueron aherrojados. A consecuencia de este éxito, Cunrico pudo penetrar de modo tan repentino hasta la habitación de Edelberto y hacerle prisionero dentro de su mismo alcázar.
Edelberto, afligido con sus cadenas, estaba sentado cerca del mortecino fuego de la chimenea, y Rosa, arrodillada junto a él y deshaciéndose en lágrimas, lamentos y plegarias. Revolvía sus manos cruzadas,, que levantaba al cielo y volvía a dejar caer, sueltos sus rizos por la espalda; estaba como atónita, y con los ojos arrasados en lágrimas no cesaba de mirar a su padre. Con el bermejizo resplandor de las medio apagadas brasas se le figuraba no ver en él más que su imagen en sueños. Por todo el castillo resonaba el feroz estruendo de los enemigos saqueando y echando copas; mas en la pieza, alumbrada únicamente por una pequeña y turbia lamparilla, reinaba el mismo silencio y lobreguez que alrededor de un catafalco. Solamente Rosa suspiraba débilmente de vez en cuando y exclamaba con dolor:
— ¡Aherrojar la mano que tantas veces salvó a la inocencia! ¡Y cargar de cadenas hasta el brazo herido! ¡ Oh, Dios mío, socorro!
Pero calló luego, sin proferir más que algunos sollozos.
Al fin Edelberto rompió el silencio y dijo:
— Recóbrate, querida hija, y enjuga tu llanto. Dios te ha enviado este pesar: besemos su mano también cuando nos hiere, porque envía el dolor únicamente para hacer bien, y convertirá este duro golpe en mejora nuestra. Estamos bajo la mano de Dios, y nada podemos hacer contra su voluntad, ni nuestros enemigos pueden cooperar para nada que no sea en beneficio nuestro. Mantengámonos firmes en la confianza en Dios, pues seguramente yo creo que mi salvación está ahora más afianzada que antes. Confié hasta aquí demasiado en la gracia del Emperador y en el favor del Príncipe; pero éstos ahora harto tienen que hacer consigo mismos, y apenas pueden defenderse de sus imponentes enemigos. Yo me había entregado enteramente a la piedra y al bronce, a las murallas y cerrojos : ahora me entrego sólo a Dios.
Presto, querida hija, hemos de ser separados—dijo después de un breve rato, y abrazóla con su brazo izquierdo, por tener el derecho- cargado de pesados hierros y dolerle la herida.
— ¡Ah! ¡No me habléis de separación, carísimo padre! —dijo Rosa, arrojándose a su cuello— ¡No me arrancarán de vuestros brazos! ¡Con vos iré al calabozo y hasta a la muerte!
—No, querida Rosa—dijo tranquilamente su padre—; jamás consentirá Cunrico en que permanezcas a mi lado; no me concederá ese consuelo, y te repito que habremos de separarnos. Mas oye ahora mis consejos. Por razón de tus pocos años, seguramente nadie hace de ti particular caso. Procura, sin embargo, escaparte del castillo para que en enojosa servidumbre no hayas de arrastrar tu vida como una esclava; alguno de mis sirvientes favorecerá tu fuga.
Cunrico toma posesión de este castillo, y tú, siendo heredera de un caballero, te ves convertida desde este momento en una indigente muchacha, más pobre que la última zagala de mis dominios. Con todo, no te desanimes porque ahora, conforme estás, te ves expulsada de tu morada paterna,, sin que de la herencia y ricas joyas de tu madre puedas retener contigo el valor de un ardite. Los bienes temporales no merecen que nos aflijamos por su pérdida, pues nunca pudimos llamarlos verdaderamente nuestros. Ahora mismo experimentas cuán fácilmente podemos -ser despojados de ellos; y aunque los retengamos por el corto tiempo de nuestra vida, también un día la muerte infaliblemente nos los arrebata a todos. Querida hija, no hay más preciosos tesoros que aquellos que ninguna calamidad, ni aun la muerte, pueden arrebatarnos, y en cuya comparación nada son el oro, las perlas ni las piedras preciosas; hablo de la piedad, la aplicación, pureza y dulzura de corazón. Estas virtudes y otras análogas fueron la mayor riqueza y la más hermosa joya, de tu madre; aunque de ella no te quede más herencia que ésta, ya serás bastante rica.
Cuando te hayas puesto en salvo fuera del castillo, ve á buscar a nuestro buen carbonero, el honrado Burkhard. Cun él puedes vivir tranquilamente oculta hasta que te conduzca al castillo- de un amigo mío; y en caso de que hubieses de permanecer a su lado muchos años, o pasar toda tu vida bajo su techo humilde, sírvate de consuelo que se puede vivir contento y morir dichoso también en una cabaña, y en una cabaña más fácilmente que en un palacio; morir en gracia de Dios es siempre lo mejor.
No te avergüences por eso de las faenas campestres. Los callos de los dedos de una mano aplicada merecen más aprecio que los diamantes y perlas en las manos ociosas. ¡Ah! ¡Qué gran beneficio es para ti ahora que tu madre te acostumbrase a la laboriosidad y te enseñara a no buscar la felicidad en los vanos adornos, manjares exquisitos y espléndidos festines!
Con el asiduo trabajo concilia la fervorosa oración, porque siendo nosotros cuerpo y alma, el cuerpo debe trabajar y el espíritu elevarse a Dios; el trabajo proporciona sustento al cuerpo, y la oración alimenta el alma. Aunque hayas de tener la azada en la mano, ten siempre a Dios en el corazón. El constante pensar en Dios puede ennoblecer los más viles trabajos y transformar en oro la rueca y el rastrillo.
Sobre todo, guarda tu inocencia y huye de los hombres que te digan palabras capaces de avergonzarte. Ya no puedo cuidar por más tiempo de ti ni ser tu ángel bueno; así sea, pues. Acuérdate de que Dios está en todas partes mirándote y que ve también tu corazón. Nunca obres mal y no pienses en malas cosas.
Descuida en cuanto a mí, reza por mí y deja mi cuidado a nuestro Señor, pues yo sé de cierto que no me abandonará ni serán desoídos tus piadosos ruegos.. Por penosa que sea mi suerte, Dios puede hacérmela ligera. Las puertas de hierro y los cerrojos no incomunican, porque Dios está en todas partes, menos en el corazón del perverso, y también estará conmigo en la cárcel. Confía como yo en Dios, único amigo que jamás nos abandona. Dios, como yo espero lleno de confianza, me libertará algún día de la prisión; pero si ésta ha de ser la última vez que tú, carísima hija, veas el semblante de tu padre, y yo me he de consumir en la cárcel por toda mi vida, asegúrame en mi desdicha el consuelo de que pueda pensar: «Mi Rosa no olvida los consejos de su padre, sigue las huellas de su piadosa madre y es digna de sus abuelos.» Si en la lóbrega y solitaria prisión suena para mí la hora postrera, sin que nadie me vea morir, sin que oído alguno perciba mis últimos ayes, sin que ninguna mano cierre dulcemente mis ojos, quédeme igualmente al morir este consuelo: «Dejo en este mundo una buena hija, o más bien, no la dejo, sino. que me seguirá al Cielo.»
Aquellas últimas palabras de tu madre, que también serán las últimas mías si tú asistes a mi muerte, te las repito ahora: “Permanece piadosa, inocente y buena; ama a Dios, obedece a nuestro divino Redentor y jamás hagas cosa mala”. Si tú supieses alguna vez que la muerte haya desatado para siempre mis cadenas, acuérdate de que estas últimas palabras de tu madre fueron también las postreras que tu padre dijo en la separación. Recuérdalas, y así Dios, que por sus sabios, amorosos e impenetrables designios te privó de madre siendo tú muy niña, y ahora te priva también de padre, nos juntará otra vez a los tres en ¡el cielo.
Sobre mi pecho llevo la medalla de oro pendiente de la cadena que hace tiempo recibí de mano del Emperador. Desde antes que llegasen los enemigos a la puerta tengo aquí oculta esa medalla entre mis vestidos. ¡Ah, no puedo -mirarla sin pesar! ¡Cuán insubsistente es toda la felicidad en la tierra! El Emperador me honró con esta cadena de oro, y ahora, como un malhechor, he de arrastrar estas cadenas de hierro.
Toma esta venera de oro para recuerdo mío; no la vendas ni aun en el mayor apuro, porque, si yo perezco, te será muy necesaria para poder acreditar algún día que eres del noble linaje de Tanemburgo.
Los hermosos emblemas y consoladoras palabras de la condecoración tienen más valor que el oro con que está acuñada la medalla.
Mira por un lado el ojo de Dios circundado de rayos y con esta inscripción: “Si Dios está pos nosotros, ¿Quién nos resistirá?” Acuérdate de que el ojo de Dios nos ve por dondequiera y vela de continuo sobre nosotros; ten presente que nada hay que temer mientras hagamos todas las cosas como si las hiciéramos a la vista de Dios y nos mantengamos libres de pecado.
Esta cruz, en medio de la aureola, por el otro lado, con las palabras: “Por ésta vencerás”, te recuerda constantemente el amor de Aquél que murió por nosotros en la cruz. Todos los hombres en este mundo tenemos que combatir y padecer; pero con la fe en el Crucificado, con la fiel obediencia a sus santos mandamientos, el amor y paciencia de su bello ejemplo, la confianza en su omnipotente gracia y la esperanza en sus promesas, podemos sobreponernos a todo lo malo y soportar con ánimo sereno toda contrariedad.
Dios seguramente ha enviado sobre nosotros un gran pesar; pero ¿ qué es éste, comparado con aquella pasión en cuyo término expiró nuestro divino Redentor en medio de su majestad ? También nosotros tendremos parte en esta su majestad, si dichosamente consumamos nuestra lucha sobre la tierra, y pacientes prevalecemos hasta el fin.
Arrodíllate ahora, querida hija, para que te dé mi bendición.
Rosa, llorando, se arrodilló en tierra, cruzó las manos e inclinó su gracioso rostro, lleno de fervor y tristeza indecibles. El padre, juntas las manos, púsolas sobre la cabeza de la niña y dijo:
— ¡ Dios todopoderoso te bendiga y eternamente esté contigo la gracia de nuestro Señor y Salvador!
Rosa se deshacía en llanto, y su padre la estrechó otra vez entre sus brazos, diciendo, al mismo tiempo que prorrumpía en lágrimas:
—Jamás me olvidaré de ti y por ti siempre oraré en mi prisión. Prométeme tú también que no olvidarás mis consejos paternales y que los seguirás fielmente.
— ¡Ah! —dijo Rosa suspirando—Todo lo que me habéis dicho haré con gusto, menos una cosa. ¡Oh! Yo no puedo abandonaros; no queráis que yo me escape. Quizás mis ruegos y ardientes lágrimas conmuevan el empedernido corazón de este caballero y me permita seguiros a la prisión para poder serviros en ella.
En aquel momento suscitóse nueva alarma en el castillo. El caballero enemigo mandó a sus gentes disponerse a partir, no quedando por orden suya más que unos cuantos de guarnición en la fortaleza. Penetraron armados en el aposento de Edelberto, y Rosa se asió fuertemente a su padre para ser llevada con él a la prisión, pero la arrancaron de sus brazos a la fuerza.
Edelberto fue bajado al patio del castillo, que se hallaba alumbrado con muchas teas encendidas. Las puertas del castillo habían sido abiertas de par en par, y cerca de ellas había una multitud de soldados a caballo, y entre ellos un caballo enjaezado tenido del diestro. También estaba el alazán de Gunrico, adornado con resplandeciente brida y caparazón plateado. El bizarro y magnánimo Edelberto fue metido en una ruin carretilla. Dos grandes carros de Edelberto habían sido atestados con las prendas y muebles del botín. Edelberto hubo de mirar cómo sacaban del establo sus caballos de tiro y los enganchaban a los carros. El buen caballero, aun no restablecido de su herida, temblaba con la humedad y el hielo a que le exponía su miserable carruaje abierto. Por último apareció en el patio el caballero Cunrico y montó a caballo. Una escolta de soldados montados rodeó la carretilla, y precipitadamente pasaron todos por las puertas, aumentándose con el estruendo del puente levadizo el clamoreo y algazara general.
Como la bajada por la pendiente montaña se hacía despacio, Rosa dio alcance a la expedición. Cunrico, a caballo, iba junto a la carretilla en que había sido colocado el padre de Rosa. Gimiendo y rogando ésta, se puso entre el caballo de Cunrico y la carretilla, pidiendo con las manos levantadas que le permitieran ponerse junto a su padre. Pero Cunrico hizo como que no la oía, y sin poner la vista en ella miraba altivamente alrededor, teniendo una mano apoyada en el costado y en la otra su espada desenvainada. Al llegar al pie de la montaña, Cunrico dio la voz de «adelante». Todos metieron espuelas a sus caballos, los carreteros tendieron sus látigos sobre los tiros, y todos marcharon con bárbara velocidad. Rosa, en medio de la lluvia y la tormenta, siguió corriendo hasta que le faltaron las fuerzas, y, por último, perdió de vista el convoy a causa de la fragosidad del bosque y las tinieblas de la noche.
Rosa, que rara vez y nunca sola había salido del castillo, se halló aislada y solitaria, expuesta a la inclemencia del cielo. Bajo la lluvia y la tempestad y en medio de un vasto campo, rodeada de la más lóbrega noche, no sabía dónde quedarse ni qué dirección tomar. En balde buscó por mucho tiempo algún sitio sin humedad en donde pudiera sentarse a esperar el día. Al fin dio con un espeso plantel de abetos, en el cual halló un pequeño amparo de la lluvia. Ningún miedo experimentó de pasar allí sola el resto de la noche, porque su pesadumbre no la dejaba pensar en el horror de aquella espantosa situación. No tenía otra idea que la de su padre, y su llanto hubiera podido enternecer las piedras.
Luego que empezó a clarear el día, salió de aquella espesura y miró alrededor de sí. Vio la torre de su fortaleza paterna, iluminada ya por el crepúsculo, sobresalir por entre las cimas de los abetos de la montaña, y nuevamente corrieron sus lágrimas.
—¡Con qué gusto —dijo—visitaría otra vez mi morada paterna! Quizás hallaría aún entre los fieles sirvientes de mi padre alguno que se compadeciese de mí y me encaminara al buen Burkhard. Pero, sin duda, se ha cerrado para siempre el castillo en que nací y he sido educada. Apenas estuve fuera de sus puertas, fueron corridos cerrojos y levantado el rastrillo. Mi alcázar paterno se ha vuelto mi enemigo.
Abismada de tristeza, siguió por la montaña abajo hacia el bosque donde habitaba el honrado carbonero.
Conocía el paraje sólo aproximadamente por las indicaciones de su padre. En lo hondo de la selva se alzaban dos ásperas y sombrías montañas pobladas de abetos, y entre ellas estaba la morada del carbonero, distante de allí como media legua. Rosa fijó la vista en las cumbres de ambas montañas y echó a andar como para ir al punto intermedio; pero no hallaba camino ni sendero por aquel inculto terreno. Ora tenía que abrirse paso a través de la espesura, ora rodear una laguna o aventurarse a pasar un arroyo; la espesura del bosque no le permitió ver más montañas.
Todavía continuaba errante a pesar de su cansancio, cuando repentinamente sintió a diez pasos de ella un recio crujido entre la maleza Un enorme ciervo se levantó, y Rosa, sobrecogida por los grandes y negros ojos del animal, volvió a un lado y abriéndose paso por entre las ramas echó a correr. Prosiguió infatigable su camino hasta que. espantada de nuevo por el gruñido del jabalí, miró hacia él. El monstruoso animal hozaba en una laguna; se alzó, la miró con sus furiosos ojuelos y la amenazó con sus espantosos colmillos. Rosa tomó precipitadamente la fuga, y casi privada de aliento corrió cuanto pudo, hasta que se vio al fin detenida por densos matorrales. Fatigada, sentóse al pie de un árbol, a cuyas primeras ramas pensaba trepar si el animal la perseguía. Escuchaba continuamente, pero todo quedó tranquilo y silencioso. Hallándose de todo punto extraviada, no sabía qué camino tomar, y el sol ya declinaba al ocaso.
— ¡Ah! —exclamó la pobre Rosa—Sin remedio habré de pernoctar solitaria en esta horrenda selva, entre fieras indómitas.
El hambre, que hasta entonces no había experimentado, empezó a atormentarla, de modo que temió desfallecer. Casi aniquilada por la abstinencia y el cansancio, se incorporó de nuevo y subió hasta una pequeña altura en el bosque, desde donde podía descubrir mayor extensión. Negros celajes con encendidos arreboles encapotaban el sol al ponerse, y toda la sombría comarca aparecía cubierta de turbios vapores entre azulados y rojos. Rosa se arrodilló en tierra y lloró, diciendo, entre otras cosas:
— ¡Dios amado, Tú mismo dijiste: “Llámame cuando me necesites y que yo te salvaré y tú me alabarás!”
Mientras oraba reparó nuevamente en las nubes, al través de las cuales los últimos rayos del sol doraban una columna de humo que se remontaba a gran distancia de lo hondo del bosque.
— ¡ Oh Dios! —exclamó, llena de contento—Gracias te sean dadas; me has cumplido tu palabra y me has salvado. Allí arde el carbón del buen Burkhard, pues en todo el resto se halla el bosque inhabitado.
Reunió sus postreras fuerzas y a toda prisa se encaminó al paraje de donde subía el humo.
Era efectivamente como Rosa imaginaba: Burkhard, que allí había establecido su carbonera, se había sentado al pie de un enorme tronco, junto a un montón de leña que estaba ardiendo. El tronco del gran árbol, a cuyo pie había clavado una pequeña chilla de cuatro picos, le servía de mesa rústica, y en ella se hallaba su cena: pan y manteca y un jarro con agua. Al lado, sobre la hierba, tenía el destral y el hurgón. Contemplaba el ocaso del sol y, pensativo, entonaba su canción de la tarde, que resonaba por todo el bosque. Rosa oyó la voz y redobló sus pasos.
Cuando el buen Burkhard, sin conocer a Rosa, la vio venir de lejos, se asombró de cómo era posible que tan delicada niña penetrase en el inculto bosque. Pero no bien la reconoció, corrió hacia ella, saludándola desde lejos con fuertes aclamaciones, y al llegar le tomó y sacudió a estilo antiguo la mano, aunque después, recapacitando, le pidió perdón muy cortésmente por haberle puesto tan negra y tiznada la suya, delicada y blanca. Desde luego le manifestó su extrañeza de verla por allí.
— ¡Dios mío! —exclamó— ¡Sois vos, señorita! ¿Cómo ha permitido el Cielo que tan solía y ya tan adelantada la hora de la tarde vengáis a este paraje? Seguramente os habéis extraviado; vamos, vamos, llegáis muy a tiempo. Hoy tengo la mesa puesta en medio de los abetos y los pinos, rodeada de encinas y hayas, y ahora mismo se va a sacar la cena. Venid, y en mi casa os sentaréis en un escaño .nuevo de madera, donde reposaréis y os repondréis un poco, pues todavía podéis volver hoy a casa, si no hay dificultad. Si faltaseis, como soy Burkhard, sé que vuestro padre en toda la noche no cerraría los ojos.
— ¡Mi padre! ¡Ah! —exclamó Rosa; y ahogada por los sollozos apenas pudo proferir estas palabras: — ¿Con que nada sabéis de nuestra desgracia?
— ¡De vuestro padre, el noble señor! —exclamó, asombrado, el carbonero, cuyo rostro, a no estar ennegrecido con el hollín, hubiera dejado ver la palidez de la muerte— ¡Oh, querida señorita Rosita! — continuó—Decidme, decidme por Dios lo que hay. ¿Qué ha sucedido a vuestro padre?
— ¡Oh Dios! —respondió Rosa— Cunrico de Fichtemburgo lo ha cogido esta noche pasada y entre cadenas y lazos se lo ha llevado a su castillo.
— ¿Quién? —exclamó el carbonero empuñando su hurgón— ¡Peste a tal! —dijo dejando caer el pincho— No quiero maldecirle. Estando bajo su poder, nada bueno le espera. Mas referidme cómo ha pasado eso, porque yo aun no comprendo cómo sea posible. Ayer mismo por la tarde vi a vuestro padre, y todo estaba tranquilo y pacífico. ¿Cómo ha podido Cunrico en una noche apoderarse de tan inaccesible fortaleza ?
Rosa se sentó en un tronco al lado de Burkhard y comenzó su narración : pero el buen hombre advirtió muy presto que no podía hablar de hambre y cansancio, y le dio con la más cordial voluntad el pan y la manteca que tenía destinados para sí. Rosa empezó a comer, y de cuando en cuando bebía con el jarro la cristalina agua de manantial. La hoguera de los carbones alumbraba la parca y escasa cena; y, no obstante, aseguró Rosa que en su vida había probado tan buen manjar.
—Sí, sí—dijo el carbonero—; el hambre es una salsa exquisita que no tiene igual en las reposterías de los ricos y que nosotros los pobres tenemos de balde: así el buen Dios lo iguala todo.
Después que Rosa se hubo reparado y de todo corazón dado gracias a Dios por sus dones, contó detalladamente lo que había pasado a su padre. Burkhard la escuchaba con la boca abierta, echaba venablos entretanto contra el cruel Cunrico, se compadecía de su caro y buen amo y frecuentemente se restregaba los ojos con la mano. Pero al saber que el caballero Edelberto le había designado para cuidar de la señorita fue tal su emoción por esta confianza, que prorrumpió en fuertes sollozos.
— Vamos, amada señorita—dijo Burkhard—, Dios no puede dejar atropellar a tan buen señor, y ciertamente le ayudará en la misma leonera del maldecido Fichtemburgo, pues Dios puede sacarnos de la tumba del mismo modo que nos lleva a ella. Dejemos obrar a Dios y todo irá bien. En cuanto a vos, querida señorita... ¿Veis esa hoguera? No tenéis más que mover los labios, y yo me tiro a ella, pues en obsequio de vos y de vuestro padre pasaría por en medio de las llamas. Pero ante todo necesitáis de reposo, y mi morada está demasiado lejos para vos. Tengo aquí una chocita como las que suelen hacer los carboneros y de la capacidad justa para una persona.
La chocita consistía en una estacada de palos clavados oblicuamente en tierra por una punta, y por la otra atados unos con otros, entretejidos además con ramitas de abetos y techados de grueso césped.
—No tiene paredes—dijo Burkhard sonriéndose—, y la chocita no es más que un techo, aunque tan recio y firme que ni una gota de la lluvia lo cala. La cama que hay en ella es de musgo seco; una estera de tiras de corteza, que yo mismo he tejido, sirve a la vez de cortina de cama y puerta de casa. Mas yo os aseguro que teniendo, como vos, una conciencia tranquila y un cuerpo muy fatigado, se duerme allí tan perfectamente como en un colchón de plumas bajo un dosel dorado y con cortinas de seda.
Condujo allá a la señorita, y en seguida púsose no lejos de su hoguera, bajo un par de ramosos abetos, donde se había gobernado un cómodo asiento de césped. Toda la noche estuvo pensando en la narración de la señorita, y lo que más le afligía era la idea de haber contribuido, por lo menos en parte, al encarcelamiento del noble caballero, por el socorro que Edelberto le había prestado contra Cunrico. Cien veces se tiró de los cabellos, se echó a derecha e izquierda su tiznado ..gorro, hasta que al fin se lo quitó, y teniéndolo entre sus manos, levantadas al cielo, oró fervorosamente, pidiéndole a Dios que concediera su libertad al noble caballero y consolase a la buena señorita. No pensó en dormir; pero Rosa cogió inmediatamente el sueño, y durmió tranquila hasta el amanecer, sin embargo de que hasta el momento de romper el día un viento furioso silbó terriblemente por entre los flexibles abetos, y por todo el bosque resonaban muy a menudo violentos aguaceros.
Al romper el día cesó el viento, las nubes se habían disipado; todo estaba tranquilo, y las copas de los abetos reflejaban el más hermoso arrebol de la aurora. El carbonero escuchaba de cuando en cuando para advertir si se movía ya la señorita; algunas veces se figuraba que estaba despierta, pero luego percibía que aun estaba durmiendo.
— ¡Dios mío —decía—, cuánto envidio este reposo! ¡Ah! El sueño es un gran beneficio del Cielo, pues con él olvidamos los padecimientos. El sueño nos quita por largo rato la carga que debemos llevar y nos suministra nuevas fuerzas para volver a tomarla. ¡Dios amado! —prosiguió, conmovido y quitándose el gorro— ¡Alabado seas por el sueño, don tuyo inapreciable! Lo mismo es el sueño más largo de la muerte bajo la capa de la sepultura. Aun es mayor este beneficio, porque nos libra para siempre de padecimientos, y es seguido de la vida eterna si desempeñamos aquí bien nuestra misión.
Al cabo de un rato llegó Inés, la hija del carbonero, muchacha muy -afectuosa y de buen corazón, trayendo debajo del brazo una cesta en que venían juntos el almuerzo, comida y cena para su padre. Inmediámente reconoció en éste que su semblante se había alterado y que algún gran pesar agobiaba su corazón. Preguntóle qué tenía, y él le hizo señas para que callase a fin de no despertar a la señorita; la condujo al asiento de césped debajo de los abetos, refirióle punto por punto el lance de Edelberto, y la buena niña lloraba sin tomar aliento.
Rosa entretanto se despertó. El sol de la mañana, que entraba por una rendija de la choza dejada por el carbonero para poder observar la hoguera, daba en el agraciado semblante de Rosa y la despertó. Luego que ella recordó el lugar en que estaba, lloró nuevamente y con lágrimas en sus mejillas apareció fuera de la choza. El carbonero y su hija se levantaron del asiento de césped y fueron presurosamente hacia ella.
—Mi querida señorita—dijo el carbonero—, no empecéis tan pronto a saludar la aurora con lágrimas. Reparad qué hermoso y claro se ha quedado el cielo después de una noche tempestuosa como la pasada; mirad qué cristalinas gotas relucen en las tiernas ramitas de los abetos y enebros y qué caliente y agradable aparece el sol. Así también pasará la tormenta que sobre vos y vuestro padre ha venido; tras la borrasca viene el sol claro, y al dolor sucede el contento. Tened siempre confianza en Dios, de quien dimanan el sol y la lluvia, el dolor y la alegría.
Entonces Rosa e Inés se saludaron con el mayor afecto, como conocidas desde la infancia. No se habían vuelto a ver en largo tiempo, y cada una por su parte se admiró al notar cuánto había crecido la otra durante su ausencia.
Después que Rosa hubo dado gracias a Dios y al carbonero, dijo este hombre honrado:
— Ahora, amada señorita, id con Inés a mi morada, y allí permaneceréis todo el tiempo que Dios sea servido. Entretanto reflexionaré qué es lo que podré hacer con ayuda de Dios. Id con Dios, que yo os seguiré tan luego como pueda dejar la carbonera. No os apesadumbréis más ni lloréis tanto, pues la tristeza de nada sirve y el llanto no pone mejores las cosas. Escuchad qué gozosos entonan los pajaritos juntos entre los árboles su cántico de la mañana. Como el buen Dios cuida tan cariñosamente de los pobres animalitos, ellos están muy regocijados ; y seguramente de vos, cara señorita, así como de vuestro padre, cuida todavía con mucho más cariño; por tanto, estad igualmente alegre y consolada. Y tú, Inés, al bajar por las lajas, ten cuidado de dar la mano a la señorita para que no caiga, y saluda de mi parte á la madre. Así, marchad ahora juntas, y Dios os acompañe.
Rosa e Inés se pusieron en camino por el escabroso y casi inaccesible desierto que por todas partes rodeaba la morada del carbonero. Primeramente tuvieron que andar más de una hora sin verdadero camino, al través de un sombrío y elevado bosque de abetos. En seguida encontraron unas enormes rocas revestidas de musgo y matorrales, por entre las cuales se adelantaba en pendiente una estrecha senda, que hubieron de trepar por largo rato. El camino, por último, salía a una espantosa garganta muy rápida. Rosa, no sin angustia, levantaba los ojos para contemplar los gigantescos y erizados peñascos, que amagaban su cabeza y no le permitían descubrir del claro y brillante cielo más que el ancho de un palmo.
—¡Ah! Inés—dijo—, ¿adónde me llevas? Temo que no haya salvación para nosotras, o que saldremos ahora a un espantoso desierto.
Apenas pronunció estas palabras, llegaron a un paraje donde las rocas dejaban por un lado una gran abertura, y se descubrió un vallecito que parecía un florido jardín, bañado de lleno por el sol.
— ¡Oh, qué bello! —exclamó Rosa—Esto es como si pasase del desierto a la tierra de promisión.
Aligerósele el corazón y agitóla una dulce esperanza de que Dios daría asimismo gozoso fin a su triste suerte, y que por ásperos caminos la conduciría a la felicidad. En la parte más alta del valle, al cual se bajaba por una pendiente muy suave, estaba situada la casa del carbonero, cubierta de un techo voladizo y muy avanzado. La casa estaba toda construida de madera, cuyo color amarillo oscuro le daba un aspecto no desagradable. Abetos de un verde oscuro se elevaban a la espalda de la casa, rodeada de árboles frutales con flores blancas y encarnadas, y un arroyuelo claro como el cristal serpeaba por delante de la casa. Todo el valle ostentaba un lozano verdor y graciosas flores de todos matices. Los empinados picachos y troncos que cerraban el valle lo defendían de los vientos desapacibles. Abajo, en la hierba del valle, pacían dos vacas, y a los lados, por entre los brezos de las rocas, saltaban las cabras. Contiguo a la casa verdeaba y florecía un huertecito bien cultivado, con su empalizada entretejida de ramas de abeto. En un rincón del huertecito había un colmenar muy bien dispuesto, a cuyo alrededor zumbaban alegremente las abejas y hacían» sus diligentes acarreos; junto a la puerta de la casa, unas cuantas gallinas escarbaban en la arena. Rosa entró en la vivienda y, cansada, se sentó en un banco.
La sala estaba sumamente limpia, y al través de una clara ventanilla se disfrutaba de una vista amenísima al valle de los peñascos.
Acercábase la hora de mediodía y la mujer del carbonero se ocupaba en la cocina; pero, al oír hablar a su hija con otra persona, salió a la puerta. Saludó a la señorita con indecible júbilo, creyendo que Rosa venía sólo a una amistosa visita. Mas luego que comprendió cuanto había sobre el particular, prorrumpió en amargo llanto. Serenóse, sin embargo, y consoló a Rosita del modo más cariñoso.
—Querida y excelente señorita, bien venida con mil amores seáis a nuestro pequeño valle y nuestra humilde choza. Ved aquí cómo, sin saberlo vuestro padre, que mandó construir esta casita, la hizo edificar para vos, y a vos pertenece ahora. Quedaos aquí en esta casa vuestra, hasta que el Señor os reponga con vuestro padre en vuestro castillo, lo cual, sin duda, hará bien pronto. Entretanto, todos nosotros nos esmeraremos y viviremos sólo para vuestro servicio.
Afectada Rosa dijo :
— ¡Oh, Dios mío, qué agradable es hallar en la desgracia hombres bondadosos! ¡Cuánto os agradez.co, buenas gentes, vuestro amor! ¡Qué bien empleado estuvo todo cuanto mi padre os favoreció!
La buena mujer del carbonero tenía otro pesar, que no le parecía pequeño, y por aquel momento le hacía olvidar la gran pena de Rosa.
— ¡Ah! —decía— Tengo una visita tan querida, preciosa y agradable, y no sé qué presentar a la señorita en la mesa. Hoy no tenemos más que un potaje de avena, y éste tan espeso y agarrado, que se le podría hacer rodar; no sé qué haga. Si no fuera ya mediodía... Con todo, Inés, divierte un rato a la señorita y yo iré a la cocina a ver qué puedo juntar de harina, huevos, leche y manteca.
En vano Rosa procuró tranquilizarla. La apesarada patrona fue a la cocina y en cosa de media hora trajo un par de platos campestres que habían sido muy bien aderezados. Otra vez empezó a impacientarse y dijo suspirando:
— Tampoco tenemos cerveza ni vino, y es una grosería presentar en la mesa a una señorita agua solamente; es cosa de desesperarse, y hoy por primera vez en mi vida se me ha hecho pesada nuestra pobreza.
— ¡Ah, cara Gertrudis!—dijo Rosa—¡Cuán rica y feliz sois en vuestra pobreza! Vuestros manjares, que a todos os mantienen tan saludables y robustos, a mí me han sabido perfectamente; pero tenéis otra cosa mejor que los platos delicados y licores exquisitos: una vida pacífica y tranquila. ¡Ahí ¡Cuánto recrea a mi corazón el sosiego y tranquilidad de vuestro hermoso valle! ¡Qué agitación, por el contrario, reinaba en nuestro alcázar! Mi padre, en medio de sus comodidades, ¡cuánto no se tenía que atormentar con los muchos asuntos del mundo! ¡Cuántas veces se veía importunado por hombres pendencieros! ¡Cuán a menudo se afligía con las tristes noticias de la guerra! ¡Y qué terrible golpe le ha dado últimamente la sorpresa de los enemigos! ¡Ah! Alegraos y dad gracias a Dios por esta humilde mansión, desde la cual, en vez del estruendo del mundo y de los clarines de guerra, nada oís más que el canto de las aves del bosque, el mugido de vuestras vacas y el balido de las cabras. Con gusto pasaría aquí toda mi vida, si también estuviese mi padre, que es ciertamente del mismo parecer que yo.
En muchos días no se dejó ver el honrado carbonero Burkhard, ni se supo de él nada. Cuando su hija volvió al bosque para llevarle la comida, le dijo únicamente que no fuese más con comida, pues quería desde luego acarrear su carbón a la ciudad y contaba hallarse pronto de regreso en casa. Todos estuvieron con mucho cuidado por él hasta que una tarde se presentó en la vivienda con un gran macho cabrío al hombro, arco y flecha en la mano. Soltó la carga en tierra y saludó con la mayor afectuosidad a la señorita y a los suyos, todos los cuales mostraron a la vez su contento.
—¿Has vendido bien tu carbón, querido Burkhard?—le preguntó su esposa.
—¡Ah! No estamos para carbón—exclamó Burkhard—. Menor sería mi pesadumbre si yo no hubiera concebido grandes esperanzas y pensado sólo en el carbón. En estos días he dado muchos pasos, sobre los cuales nada os quería decir anticipadamente. He ido a hablar con varios caballeros a quienes el padre de nuestra amada señorita prestó en otro tiempo auxilio en sus apuros. Los incitaba a dar un asalto a la fortaleza de Cunrico y a mano armada poner en libertad a nuestro buen señor, o al menos a sorprender a Cunrico en ocasión de cazar, cogerle y encerrarle en el más profundo calabozo hasta que dejase libre a Edelberto y le restituyera todos los bienes saqueados; pero mis ruegos han sido infructuosos. Los caballeros han contestado que Cunrico era demasiado poderoso y la empresa arriesgada, pudiendo tener mal éxito; que era preciso tener paciencia hasta que volviesen de la guerra los demás amigos de Edelberto, y que entonces quizás saldría bien una tentativa. En cuanto a vos, señorita, ni una sola vez me han preguntado aquellas almas de cántaro. Yo nada más les podía decir sino que vos, cara señorita, os hallabais en mi casa, y de ninguna manera preguntarles si os recibirían en sus castillos. Mejor haréis en quedar con nosotros, aunque todavía podéis meditarlo.
—Nada hay que meditar—dijo Rosa—; yo con vosotros estaré cien veces más gustosa, siempre que tengáis a bien tenerme.
— ¡Teneros!—exclamó el carbonero con los ojos bañados en lágrimas— ¿Imagináis que nosotros hayamos olvidado de qué manera me libró vuestro magnánimo padre de las garras del cruel Cunrico y cuán afectuosamente acogió en su castillo a mi esposa e hija? De él hemos recibido casa y hacienda y todo cuanto poseemos. Seríamos las personas más ingratas del mundo si pudiéramos olvidar semejantes beneficios. No, no somos tan desagradecidos. Quedaos aquí con nosotros y yo haré con vos las veces de padre. Mi Gertrudis y mi Inés se desvivirán por regalaros, y todos nosotros emplearemos nuestras fuerzas para haceros soportable esta solitaria mansión. Creed que nosotros experimentamos la mayor dicha en favorecer a tan buena señorita, hija de nuestro bienhechor y señor.
Cogió entonces el macho que aun tenía a sus pies y dijo :
—Muchos días, mi buena señorita, os habréis contentado con viandas de ayuno; pero el hígado fresco del macho os servirá hoy de excelente cena. Yo mismo quiero aderezarlo, como hice muchas veces yendo de caza con vuestro padre.
Dicho esto, metió su presa en la cocina.
Al día siguiente hizo muchas alteraciones en su casa para disponer con más comodidades el hospedaje de Rosa. Le cedió el mejor cuarto de la casa, arreglándolo también lo mejor que pudo.
—De esta manera, señorita—dijo al acabar su trabajo—, ahora tendréis casa y hogar. Tampoco os faltará alimento, porque toda la caza de este dilatadísimo bosque pertenece propiamente a vuestro padre, y yo os enviaré corzos, liebres, anadinos y becadas en abundancia y, si queréis, hasta ciervos enteros y jabalíes.
Sacó a Rosa por todo el ámbito del valle, acompañándolos Gertrudis e Inés, y al mostrarle sus campos y prados no cesaba de ponderar la generosidad del benéfico padre de Rosa. La llevó a su huertecito, donde, manifestando Rosa mucho contento por las abejas, le regaló su más hermosa colmena; y como las abejas, después del invierno, habían desaparecido, arrancó dos panales, en cuyas simétricas celdillas relucía la miel como oro líquido. Nunca regresaba de la carbonera sin traerle alguna cosa, ora un puñado de fragantes bayas, ora un canastillo de grandes caracoles o un plato de hongos comestibles. Le cogió un par de tortolillas, para las cuales hizo una jaula él mismo, con mucho trabajo. Un día volvió del bosque con un lindo corcito que le seguía lo mismo que un perrillo, pues le había domesticado para Rosa, con quien también se familiarizó muy pronto. Si pasaba un par de días en casa, sabía entretenerla perfectamente refiriéndole las nobles y caballerescas hazañas de su padre, la piedad y beneficencia que desde los más tiernos años había mostrado su difunta madre, de lo cual Rosa ignoraba mucho, siéndole semejantes narraciones tan caras siempre como agradables.
La buena Gertrudis en nada cedía a su marido en complacencia, y como estaba enterada de la desgracia de Rosa, pensó con el cuidado de una madre de familia en proveerla nuevamente de la precisa, ropa blanca, de que estaba enteramente falta. Sacó lienzo del arca y cortó algunas camisas para Rosa, le dio hilo para calcetas y se afligía solamente de que estos géneros no fuesen bastantes finos para la señorita. La esmerada granjera había hilado durante el invierno para sacar una pieza de lienzo muy fino, e inmediatamente que se la trajeron del telar la regaló a la señorita, y la tela fue tendida a blanquear junto al arroyuelo, sobre los verdes céspedes. Estos regalos eran superiormente estimables y preciosos para Rosa, pues tenía de ellos suma necesidad y al mismo tiempo le proporcionaron una provechosa ocupación.
También Inés servía a la señorita de cariñosa y agradable compañera. Trabajaban y se divertían jumas. Rosa enseñó a Inés a coser y hacer media. Ambas se ponían a regar muy esmeradamente la tela de su pequeño blanqueo, y entre las dos cuidaban del huertecito, labor que gustaba mucho a Rosa, sin embargo de no haber más que las precisas verduras, berzas y ensaladas, puerros y cebollinos, rábanos y reponches, guisantes y habas, y además para adorno algunas caléndulas amarillas, capuchinas color de fuego, alboholes azules y algunas amapolas. Recorrían juntas el florido valle y paseaban por el majestuoso bosque; contemplaban los vivarachos pececillos en las cristalinas aguas y les echaban desde el ribazo migajitas de pan; poníanse a escuchar el canto de una multitud de aves que Inés sabía distinguir por sus nombres; cogían semillas y juntaban muchas especies de plantas que regocijaban a Rosa.
Pero nunca estuvo enteramente alegre la joven, preocupada con la triste suerte de su padre. Frecuentemente la perdían de vista sin saber adónde iría, hasta que después de muchas pesquisas la hallaban en lo más sombrío del bosque o en el hueco de alguna roca, donde llorando rogaba por su padre; y cuanto más tiempo pasaba, más intensa era su pena. Sólo estaba alegre cuando, reunida con la familia del carbonero, ideaban planes para aliviar la desgracia del querido prisionero o ponerle en libertad.
Comían un domingo los cuatro juntos, y la evasión del buen caballero era, como de ordinario, la conversación única durante la comida; ya no quedaba más que un plato de barro lleno de hongos amarillos exquisitamente aderezados con manteca fresca y cominos. El carbonero, que sabía distinguir perfectamente los hongos comestibles de los venenosos, los había recogido con mucho cuidado para Rosa, que los comía con mucho gusto.
—Comed más, comed—le dijo—; nosotros no apreciamos mucho esta clase de manjar, pero los grandes señores le atribuyen un sabor prodigioso. En otro tiempo llevé a vuestro castillo muchos, particularmente de esos que llaman múrguras o colmenillas, y que en ninguna parte se crían tan buenos como cerca de las carboneras Otro carbonero de los bosques de Fichtemburgo enviaba también muchos a este otro castillo por medio de sus hijos. Una de sus muchachas llegó cierto día hasta casa del portero, a la sazón nombrado de servicio; mas la portera, que sería una verdadera sierpe, echó de su casa a la niña, y desde entonces mi tiznado camarada, que también es un buen camorrista, ha jurado no enviar más hongos, aunque se lo rueguen con el sombrero en la mano.
Entonces Rosa se levantó repentinamente de la mesa y exclamó, llena de alegría :
—Esto es hecho y saldrá bien. Me visto como zagala carbonera, llevo hongos al castillo, procuro conseguir el favor de la portera, me pongo a servir con ella y proseguiré después hasta lograr ver a mi padre, hacerle mucho bien y tal vez proporcionarle su libertad. ¡Oh Dios! — dijo mirando al cielo y cruzando las manos—Concédeme tu bendición para este intento.
El carbonero meneó la cabeza, y diciendo «¡eh!, ¡eh!», puso algunos reparos. Rosa dio solución a todo, y el carbonero tuvo que ceder. Fuese precipitadamente adentro, y al cabo de algunos minutos volvió vestida copio zagala carbonera. Había trocado su largo vestido azul celeste con un traje que tenía Inés muy limpio y aseado. El jubón encamado, la saya negra, el guardapiés verde, juntamente con la gorguera blanca y el delantal, venían a Rosa como pintados, y también le caía perfectamente el rústico sombrero de paja. La mujer del carbonero e Inés se complacían entrañablemente de ver a la señorita vestida por aquel estilo, palmeteaban de contento, y se hicieron desde luego más familiares con ella que antes.
—El traje—decía la mujer del carbonero—os está como de molde : pero vuestro gracioso semblante, que parece de leche y rosas, y vuestras delicadas y blancas manos no dicen bien con el ropaje : presto se adivinará quién sois.
Burkhard, para dar al rostro y manos de la señorita un color prieto que fácilmente se lavase, sabía un medio sencillo y que no podía hacer daño. Hizo inmediatamente diligencia por él, y su mujer e Inés dijeron: .
—Ahora id con toda confianza, que nadie os conocerá.
Al día siguiente Rosa quiso aventurar su marcha a Fichtemburgo, recelando que se le adelantase otra muchacha.
—Id, pues, en nombre Dios—dijo el carbonero—. Esta misma tarde os juntaré los más bellos hongos dorados y plateados y algunas sartas de múrguras secas que todavía tenemos colgadas arriba en la sala. Inés os acompañará hasta la salida del bosque, al pie de una pequeña colina, donde hay tres cruces de piedra y se descubre a Fichtemburgo, y no es posible perder ya el camino. Allí junto a las cruces del bosque os esperará hasta que volváis.
A la mañana siguiente, desde muy temprano, Rosa estaba preparada; tomó debajo del brazo el canastillo con los hongos, e Inés llevaba, otro con alguna comida. El carbonero y su mujer bendijeron cordialmente a Rosa a la puerta, y le dieron muchas instrucciones de sagacidad. Seguíanla con ojos bañados en lágrimas, y el carbonero dijo :
— ¡Oh, buena hija, os saldrá bien! Y. si no saliera, no perderá un ápice de su valor el sacrificio que hacéis por el cuarto mandamiento.
Rosa, con el traje de zagala de carbonero y acompañada de Inés, llegó felizmente al término de la selva que hasta entonces la había tenido separada del resto del mundo. Su corazón experimentó un vuelco cuando desde lejos descubrió a Fichtemburgo con sus erguidas atalayas.
— ¡Oh, Dios !—exclamo—¡Quizá estará mi padre en lo más profundo de aquella torre ! ¿ Estará sano, o le habrán consumido el pesar y las miserias del encierro ? ¿ Vivirá todavía ? ¡Ah! Logre yo llegar hasta él. ¡Dios mío, guía mis pasos y dispón a mi favor los hombres a quienes me dirijo!
Rosa se despidió de Inés y prosiguió su camino. Después de haber trepado la empinada montaña y pasado la puerta abierta del alcázar, vio al entrar en el patio al caballero Cunrico montado a caballo, lujosamente vestido de verde y dorado, con un copete de ondeantes plumas de avestruz blancas y negras sobre la cabeza. Estaba rodeado de mucha gente de librea y cazadores a caballo, a punto de salir para una expedición. A la vista del cruel enemigo de su padre, Rosa estuvo a punto de perder el sostén de sus rodillas, y habría caído desmayada si no se hubiera sentado en un escaño que había cerca de la puerta. Sonaron entonces las cometas de caza y desfiló la partida muy animada por delante de ella. Levantóse Rosa; pero el altivo caballero apenas miró a la pobre y trémula doncella, y con sus gentes salvó a caballo la puerta.
Rosa se sentó otra vez en el escaño, siendo imponderable la pena y angustia que oprimían su corazón. A poco rato llegaron dos niños, quedándose a cierta distancia de ella a mirarla. Saludó afablemente Rosa a los niños y les preguntó cómo se llamaban. Dijeron sus nombres, y al punto mostraron más confianza. Ornar, el niño, levantó la tapadera del canastillo que Rosa tenía junto a sí en el escaño y registró lo que había dentro. La niña Isabelita extendió su mano hacia los azules y encarnados acianos con que Rosa había adornado su sombrero de paja. Rosa dio las flores a la chica y regaló a ambos niños unas cuantas peras tempranas dulces que le había dado para el camino la mujer del carbonero. Pusiéronse los tres a conversar juntos como si fueran hermanos.
Los niños eran del portero, que en aquel momento miraba por una ventanilla que le permitía desde su casa observar fácilmente lo que pasaba. Le afectó vivamente que una muchacha forastera hablara en tono tan amistoso con sus hijos. Su pronunciación castiza, voz afable y gallardo continente de graciosa lugareña, el limpio y aseado traje de labradora, excitaron su admiración.
— En mi vida—dijo—he visto una aldeana tan apuesta y bien educada.
Salió y condujo a Rosa a su habitación.
— ¿ Qué traes a vender?—le dijo cariñosamente.
Rosa abrió el canastillo y le mostró las setas. El hombre preguntó cuánto pedía por ellas, y Rosa contestó:
—Lo que usted tenga gusto de dar, pues yo creo que a una pobre muchacha no ha de dar demasiado poco.
—Está bien respondido—dijo el hombre—. Aguarda aquí; yo mismo llevaré los hongos a la cocina del castillo y los ajustaré por ti. Hace mucho tiempo que no logran ver ninguno, y yo te respondo de que los venderás bien.
En seguida entró la portera en la habitación con la sopa de mediodía, y dijo a Rosa:
—Atrevida pelandusca, ¿a qué vienes tú aquí? ¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿ Cómo tienes valor, siendo forastera, de meterte de rondón en este cuarto sin pedir permiso ? Toma pronto el pendingue, antes que te tire el plato a la cabeza y te azuce el alano grande.
Los niños intercedieron por Rosa y enseñaron las frutas y flores que les había dado, y en aquel mismo punto volvió también el portero con el canastillo vacío y el dinero en la mano.
— ¡Ea, ea! —dijo—No seas tan huraña. Es muchacha de bien, y ya discurría yo si sería gustosa en servirte a ti, puesto que necesitamos de una criada; pero tú luego te amoscas y nadie quiere estar contigo. Yo, yo mismo he traído al cuarto a esta niña.
— Eso es otra cosa—dijo la portera—, y ya puede quedarse. Y tú, joven, no lleves a mal que yo me arrebatase, pues nosotros nos ganamos la vida teniendo cuidado con la gente de fuera.
— Tiene usted razón—dijo Rosa—, pues usted no podía saber que yo había sido introducida aquí, y también fue falta mía quedarme sola en un cuarto ajeno, y por esta consideración yo alabo el celo de usted y le pido perdón.
Esto agradó a la portera, pues no había más que darle la razón para tenerla contenta.
—Una vez que tú —dijo la portera— partiste con mis hijos tus frutas, tendrás también parte en nuestra comida; ven, siéntate a la mesa a comer con nosotros.
Hízolo así Rosa; pero los dos niños le dieron tanto que hacer, que apenas pudo llevar una cucharada a la boca. Sin embargo, les habló con su afabilidad peculiar, dio satisfacción a todas las preguntas de los chicos y anduvo tan condescendiente con ellos, que dejó encantada a la madre.
Cuando Rosa cogió el canastillo vacío y quiso marchar, ambos niños gritaban :
— ¡Quédate!
—De veras me darías mucho gusto si te quedases—dijo la madre—. ¿No te acomodaría mi casa para servir?
— ¡Oh! De todo corazón—dijo Rosa—, y os serviría con mucha estimación y fidelidad.
—Pues bien—dijo la portera—, vuelve primero a tu casa y dilo a tus padres, y si te lo conceden, puedes comenzar tu servicio el sábado que viene.
La portera le dijo además cuánto le daría de salario, y poniéndole en el canastillo un trozo de pan blanco y carne asada, le dijo:
—Llévalo como saludo a los tuyos, y buen camino.
Rosa dio las gracias por el regalo, y alegre se volvió apresuradamente al bosque. Inés, no lejos de las tres cruces, estaba sentada debajo de un avellano y hacía calceta. Luego que a gran distancia vio venir a la señorita se levantó de un brinco fue corriendo, a su encuentro, diciéndose:
— ¡Gracias a Dios, señorita, que ya estáis aquí! Vendréis cansada y hambrienta; sentémonos en el verde, debajo del avellano donde tengo mi cesta; refrescaos con leche, comed una rebanada de pan con manteca, y contadme todo lo que ha pasado.
Rosa fue con ella y le dijo:
— ¡Oh, buena Inés; has aguardado para comer hasta que yo volviera, y entretanto a nada has tocado! Come, que yo ya he comido, y mientras tanto me sentaré a tu lado algunos momentos, porque luego debemos caminar de prisa por no exponemos a los peligros de la noche. Andando te lo contaré todo, y al paso también tomaré un poco de pan y manteca.
Inés dijo:
—Yo haré lo mismo. — Y sin dilación se pusieron en marcha.
En lo espeso del bosque, estando el sol para ponerse, salieron a encontrarlas el leal carbonero y su mujer, que ya estaban con cuidado por Rosa e Inés. Aquellas buenas gentes mostraron su regocijo de que todo hubiese salido tan bien, y solamente les afligía pensar que ahora habían de perder a su cara señorita. Anduvieron el resto del camino dichosamente y en familiar conversación. Cuando llegaron al valle- cito empezaba la luna llena a descubrirse muy anaranjada por oriente y llenaba de luz la morada del carbonero. Rosa, muy cansada, pero también muy complacida, se dirigió a su cuarto, y puesta de rodillas, antes de acostarse tributó gracias a Dios por cuanto bendecía el principio de su empresa, y le rogó que se dignara llevarla a feliz término.
El sábado siguiente, día en el cual debía partir Rosa, fue tristísimo para todos los de la casa. Era para Rosa muy duro dejar a aquellas buenas gentes que tan entrañablemente la querían y aquel amenísimo valle en que tan tranquila vida llevaba, para ir a la fortaleza de un enemigo en quien no podía pensar sin espanto. También conocía que iba a prestar un servicio en que la esperaban sufrimientos no pequeños; pero llena de confianza en Dios y de amor a su padre, adoptó con fuerte ánimo aquel recurso. El honrado Burkhard y su buena mujer fueron con ella hasta el remate del bosque, despidiéndose entre copiosas y ardientes lágrimas, y haciendo fervorosos votos por su felicidad. Inés, que llevaba el pequeño lío de viaje, la acompañó hasta la portería de Fichtemburgo.
La portera recibió muy afablemente a las dos.
—Muy bien—dijo a Rosa—, has cumplido tu palabra. Sentaos ambas, pues quiero obsequiaros.
Rosa abrió la cesta que traía debajo del brazo y presentó a la portera unos cuantos cerros de finísimo lino, como un modesto recuerdo de sus padres en respuesta al obsequio de ella, con lo cual se puso todavía más afable y dijo:
—Tú y los tuyos os sabéis portar: esto irá bien.
Rosa había llevado consigo peras y ciruelas para los niños, y una gran porción de avellanas y endrinas secas que les causaron extraordinaria alegría, y todos quedaron muy contentos.
Después de comer, Inés, llorando amargamente, se despidió de Rosa.
—Vamos, vamos—dijo la portera—; no llores así; tú puedes visitamos a menudo; siempre me darás con ello mucho gusto; y si cada vez que vengas traes múrguras, me alegraré más y no perderás el viaje.
Inés prometió ir con frecuencia, y sollozando se dirigió a la puerta. La buena Rosa, que ya se veía separada de todos sus buenos amigos y dentro de las murallas de un alcázar enemigo, se halló como sola en el mundo.
Después que Inés hubo salido, la portera se sentó en el gran sillón que tenía al lado de las hornillas, y poniendo una cara algo más seria, dijo señalando al suelo con el dedo:
—Rosa, ven aquí; tengo que hablar contigo cuatro palabritas; pon atención. Sé muy bien cuanto de mí se dice: que conmigo no se puede estar, que soy demasiado violenta y regañona, y que en el espacio de cinco años he tenido más de veinte criadas. Esto dicen por todas las cercanías; pero nada dicen de las faltas que tenían estas muchachas; te diré algo de todas aquellas buenas piezas.
Comenzó entonces en estilo familiar y con mucha furia a retratar sus anteriores doncellas.
—La primera—dijo—, 1a Brígida; pero no las nombraré, a fin de no desacreditarlas, pues sólo quiero ponerte a la vista sus faltas para que te sirvan de gobierno. La Brígida, pues, fue con quien he reñido más; era muy soberbia y arrogante, pretendía saberlo todo mejor que yo, y, según ella, nunca se equivocaba. Una vez me requemó una tortilla y me la hizo carbón como si hubiera aprendido de un carbonero este oficio; y todavía fue tan desvergonzada, que me decía porfiadamente en mi cara que la tortilla estaba de un amarillo tan hermoso como el oro y que nadie en todo el mundo gustaría una cosa mejor. Me exaltó con esto la bilis y la puse en la calle.
La otra era descontentadiza, nada le satisfacía, era respondona y siempre estaba de mal humor. Siempre tenía algo que criticar en la comida, y más de cien veces me echó en cara el mucho trabajo y poco salario. Al fin me fastidié y le dije : «Ahora mismo búscate un acomodo en que tengas más salario y menos trabajo».
La tercera era la misma pereza, y yo temía morirme antes de verla acabar una tarea. Poníase a fregar una olla, y al concluir ya había pasado tiempo bastante para que criase orín; era floja hasta para agacharse. Cuando había barrido el cuarto, soltaba la escoba delante de la puerta y pasaba diez veces por encima de ella hasta que yo la alzaba y la ponía en un rincón. Todas las mañanas tenía que despertarla y darle muchos gritos. Levántate, floja; y casi hubiera sido menester la trompeta del Juicio para despertarla. Me parece que si alguna vez la hubiese dejado estar, aun dormiría. ¿Quién podía estar servido con una muchacha tan holgazana? Le dije que se había de marchar, o que si continuaba tan holgazana la mandaría poner a tirar del carretón.
La cuarta era golosa. La crema y la manteca, la carne y el tocino estaban tan poco seguros de ella como de un gato. Un día de primavera, siendo domingo y después de comer, quise ir basta el lugar más próximo para recibir a mi marido, que estaba en el campo. Por el camino miré alrededor mío y reparé que salía humo de mi chimenea; volví a casa, y al entrar en la cocina, ¿qué vi? Mi repulida Margarita se había sentado junto al fogón y tenía delante un gran plato de buñuelos de manzanas. ¡Ahí Si todo el mundo hiciera como yo... A toda prisa tuvo que salir de casa. ¿ Quién hubiera podido, ni por una noche más, tener consigo un animal tan traidor?
La quinta era desaseada en su traje. Verdad es que los domingos y los días de fiesta se acicalaba como un pavo real; pero en los de trabajo parecía toda hecha de pringue y andrajos. Si se la hubiera rellenado de paja y puesto en el campo, habría espantado a los pájaros, y hasta los jabalíes hubieran huido de ella. A ésta la despidió el amo, diciendo que era indecente consentir a la entrada del castillo semejante espantajo.
La sexta era muy olvidadiza y atolondrada, sin el menor miramiento para mi utilidad. En nada pensaba, y todos los días tenía que repetirle lo que había de hacer a cada hora. Me rompió más platos y pucheros que días tiene el año. Echaba al agua de fregar las cucharas de metal, y un día encontré una tirada en la corraleta y ¡mordiscada por el marrano. A poco de este lance rompió un vaso, oí el ruido y eché a correr a la cocina; pero ya había ocultado los cascos y negó el hecho. Por mucho tiempo los busqué en balde, mas ella no era bastante astuta para mí. Había tirado los cascos en el agua de fregar, en la cual fui a pescarlos, y con el arrebato me herí los dedos. Con esto me encolericé más todavía, diciendo:
« ¡Conque mi marrano hubiera tragado los vidrios del vaso! Pero antes que yo pierda mi marrano, mejor es que te pierda a ti de vista.» Y se fue. La séptima era curiosísima y charlaba más que una cotorra. Siempre estaba escuchando junto a las puertas; publicaba cuanto pasaba en casa, y de esta suerte levantó muchos caramillos y motivó infinitas pendencias. Cuando se quería que una cosa fuese pronto sabida de todos, no había más que confiársela, y sin propina quedaba contenta por el gusto de dar campanadas. Era una espantosa tarabilla que en todo se atravesaba y nada sabía concluir; pero vaya, esto cansa, me detendré aquí por ser asunto fastidioso, a pesar de lo mucho que he abreviado. Por tres horas largas podría estarte contando cosas de aquellas muchachas; reservaremos lo demás para mañana, que es domingo, y tendremos mucho tiempo. Entretanto hazte cargo de estas faltas y guárdate de ellas, así como de todas las restantes que yo te vaya mostrando en el ejemplo de mis criadas, y de esta suerte, como espero, no nos llevaremos mal.
Rosa conoció muy bien que la misma portera exageraba mucho y que no tenía fundamento para criticar la locuacidad de los demás. También pensó Rosa que antes de juzgar a las criadas referidas era preciso oírlas. Entretanto dijo para sí:
—Conque una muchacha tuviera no más la décima parte de los defectos mencionados, ya merecería reprobación, y de ningún modo podría estar contenta con ella una ama de casa que tuviese apego al trabajo, aseo y buen arreglo. Me aplicaré, pues, a evitar todas esas faltas.
Efectivamente, Rosa fue el modelo de una buena criada. Conforme a la doctrina de Jesús y de sus apóstoles, no servía a su amo temporal únicamente por el buen parecer a la vista de los hombres, sino de corazón y por temor a Dios. Cuanto ejecutaba hacíalo siempre de muy buena gana, como si lo hiciese por Dios y no por los hombres. Su aplicación era incansable, y daba gusto verla alegre y diligente emprender el trabajo, dando a todo pronto y buen término. Nada había que mandarle dos veces; desempeñaba a su tiempo oportuno las faenas diarias y no aguardaba a que se las recordasen. Comprendía lo que se había de hacer, y muchas cosas estaban ya. hechas antes de que se pensara en mandárselas. Ponía en su sitio los muebles de la casa y las vasijas cuando ya no hacían falta; tenía la. habitación sumamente limpia, y no descansaba hasta que toda la batería de cocina relucía y deslumbraba, de modo que todos cuantos entraban en ella se regocijaban con aquella curiosidad. Más cuidado ponía en las cosas de sus amos que en las propias, y con igual tiento manejaba una vasija de barro que si hubiese sido de la más fina porcelana. Ni una aguja que viese en el suelo la dejaba sin coger; la tomaba y la metía en el acerico de su ama. Comer a escondidas hubiera sido para ella un horror y hubiera tenido a pecado malgastar una migaja. Era muy frugal y contentadiza, y por lo mismo estaba siempre jovial y afable. Era la misma modestia, y cuando descuidaba, algo confesaba su falta y pedía perdón. Si la reprendían sin culpa, poseía el gran talento de callar a tiempo, y su silencio, juntamente con el dulce mirar de su angelical semblante, tranquilizaba y amansaba a la arrebatada ama más todavía que cuanto Rosa hubiera podido decir en su defensa. La portera se hizo poco a poco más afable, y con no poca extrañeza de su marido llegaron a pasar días enteros sin que regañase ni una sola vez.
Rosa hacía un trabajo muy rudo. En las finas labores de su sexo era para su edad un dechado de perfección; pero muchas de las tareas que le señalaron eran para ella, como noble señorita, demasiado penosas y se le hacían muy cuesta arriba. Todas las mañanas tenía que levantarse antes de amanecer, ir por agua y leña, hacer fuego en la cocina, lavar y fregar las vasijas, limpiar los suelos y otras muchas faenas que por hacerlas por primera vez en su vida no siempre se adaptaban a su voluntad. Por ello hubo de sufrir que su iracunda ama la llamase torpe y desmañada, y que la injuriase con otros muchos dicterios y apodos villanos. La comida era indudablemente buena en su género; pero muchos manjares parecían a la buena señorita tan raros y estrambóticos, que le costó mucho acostumbrarse a comerlos. Su cama era limpia, pero muy incómoda para una señorita.
Aunque hubiese trabajado desde por la mañana temprano hasta muy tarde, y eso en medio de muchas reprensiones e injurias, yéndose cansada y triste a su pequeño dormitorio, tenía, no obstante, el consuelo único de permanecer sola media hora y lamentarse con Dios de sus padecimientos. Muchas veces abría una ventana; con ojos bañados en lágrimas miraba a las estrellas y oraba diciendo :
— ¡Dios mío, gustosa sobrellevaré todos estos padecimientos si al fin son aligerados por ellos los de mi amado padre!
Muchos y penosos días había pasado Rosa en su servicio sin hallar la ocasión de entrar en la prisión de su padre. Érale muy doloroso hallarse tan cerca de él y no verle. Ya desde el principio descubrió un rayo de esperanza observando que el portero era también carcelero y tenía obligación de dar comida a los presos. De cuando en cuando se informaba de él acerca de todos los presos, y supo que su caro1 padre vivía aún y estaba bueno. Rogó frecuentemente al portero que le enseñase la prisión; pero siempre meneaba la cabeza, diciendo:
—No hay que ser tan curiosa.
Muchas veces no podía contener las lágrimas al ver el platito de sopa clara que, juntamente con el pan bazo y el jarro de agua, estaban destinados a su padre.
— ¡Ah! —suspiraba—Nada es lo que yo padezco en comparación de lo que él debe sufrir: nunca pensaré en mis pesares.
Una tarde, al tiempo en que la sopa para los presos estaba dispuesta en la marmita colocada dentro de una capacha, el portero dijo a Rosa:
—Mira, Rosa: mañana tengo que partir a negocios de mi señor; te enseñaré la prisión y tú podrás llevar la comida a los presos: mi mujer tiene para ello poco tiempo y todavía menos voluntad.
Tomó en una mano la capacha en que estaba la marmita y con la otra el rimero de platos, y marchó delante por un largo y lóbrego camine.
Para Rosa fue inesperado el poder ver a su padre en aquel momento; pero tan grande como fue su gozo era también el sobresalto que experimentaba. Temblaba de pies a cabeza, y con el corazón palpitante seguía al portero. Presto, sin embargo, recobró la calma y pensó no darse a reconocer por entonces a su padre.
—Si descubrieran que yo soy su hija, seguramente no me confiarían las llaves de su prisión.
El portero se paró en una pequeña abertura que había en medio de la gruesa pared, y que estaba cerrada con una puertecilla de hierro, y la abrió. Rosa miró adentro con angustia y temblor. Un hombre de pelo y barba enmarañados, con un aspecto horroroso, estaba sentado en un oscuro calabozo.
—Éste—dijo el portero—era un valiente y esforzado guerrero; pero la pasión del juego y la maldita borrachera le pervirtieron, y de un noble y bizarro soldado le trocaron en un bandido. Yo no quisiera partir con él el pago que le espera.
Púsole dentro la sopa hervida y cerró otra vez.
En seguida abrió otro postigo, y por él vio Rosa debajo de la tenebrosa bóveda una figura cadavérica de mujer, cargada de cadenas, con el pelo desgreñado, las mejillas hundidas y en los ojos pintada la más profunda melancolía.
— Ésta—dijo el portero mientras le introducía la sopa y cerraba de nuevo el postigo—fue en otro tiempo una doncella hermosa como un ángel, y ¡así hubiese vivido inocente también como un ángel! Pero buscó secretamente las malas ocasiones, y ahora se levanta contra ella la terrible sospecha de que haya asesinado a un niño. Si tal resultare, le cortarán la cabeza. La desesperación le produce a veces un tremendo furor. Por tu vida no abras nunca la puerta de su calabozo, no sea que te haga daño y se escape. Únicamente en éste podemos entrar solos —añadió el portero abriendo una puerta de hierro—; es un buen señor, blando y afectuoso como la paciencia: el caballero Edelberto de Tanemburgo.
La pobre y trémula Rosa no le hubiera conocido, pues estaba muy pálido, flaco y con una larga barba. Su vestido estaba deslucido y echado a perder. Descansaba en un asiento de piedra, junto al cual estaba amarrado con una larga cadena, de modo que sólo podía moverse alrededor del calabozo. Inmediata a él había una mesa labrada en una gran piedra de una sola pieza, con un cantarillo de barro y un pedazo de pan duro. El buen caballero apoyaba el brazo izquierdo sobre la mesa, y en la misma mano su frente, presentando la derecha pesarosamente al carcelero. Junto a la mesa había una vieja camilla de madera apolillada en que servían de jergón y cubierta un poco de paja y una manta ordinaria. La prisión toda era de un aspecto horroroso, aunque, por ser la destinada para caballeros prisioneros, era muy espaciosa, con paredes de mampostería y altas bóvedas, que de tan antiguas y pardas parecían enteramente negras. Una sola ventanilla, angosta y con gruesa reja, se abría en medio de la gruesa pared. La mayor parte de las pequeñas y redondas claraboyas de la prisión estaban interceptadas por fuera con escombros, y las demás cerradas con espesas ortigas, de modo que en aquel tenebroso panteón sólo entraba una débil claridad verdosa que le hacía aún más horrible.
—Caballero—dijo el portero—, mañana mi criada os traerá vuestra comida, pues yo debo partir para unas diligencias.
Edelberto contempló a Rosa, e inmediatamente su aspecto le recordó a su hija, pero no la conoció.
— ¡Dios mío!—suspiró, inundando las lágrimas sus ojos—De la misma estatura y edad es mi Rosa. ¡Ah, querido carcelero! ¿No podríais decirme algo de ella? ¿No tenéis aún noticia alguna de ella, de dónde se halla ni cómo está? Muchas veces os lo he suplicado.
El portero contestó:
—Sólo Dios del Cielo sabe dónde está, pues entre los hombres nadie es capaz de saber adónde habrá ido.
— ¡Oh, Dios! —exclamó Edelberto— ¡ Ni uno solo de aquellos caballeros que durante mi fortuna se titulaban amigos míos se ha compadecido de mi hija ni admitídola en su alcázar.
Edelberto, a la sazón, bien pensaba en su fiel Burkhard y confiaba en que estaría Rosa con él; pero no quería dejarlo traslucir por no hacer desgraciado al buen Burkhard, de quien era enemigo Cunrico, y dijo solamente:
—Confío en que estará con gentes de bien y atentas a conservar su inocencia y bondad. ¡Dios mío, permitid que sepa esto con certeza antes que muera en esta cárcel, y entonces cerraré tranquilo mis ojos sin ver su rostro por la vez postrera! ¡ Oh, carcelero; no podéis pensar cuán cariñosa y buena hija era Rosa para conmigo, cuánto me amaba y cómo hacía por mí todo cuanto conocía que yo deseaba! No me ha dado más que contento, y donde esté ahora se portará igualmente bien. Tú, querida niña—dijo volviéndose a Rosa—; sé para con tus padres, si viven todavía, tan buena y tan dócil.
Rosa, que hasta entonces no había experimentado más que el espanto de la horrorosa prisión y del pálido semblante de su padre, al oír aquel consejo, partiéndosele el corazón, principió a llorar y gemir. Estuvo a punto de echarse al cuello de su padre y le costó mucho trabajo contenerse.
Edelberto se admiró de verla tan conmovida y le dijo :
—¿Tal vez hace poco que han muerto tu padre o tu madre, y lloras por eso tan desconsolada ?
Rosa apenas pudo decir que ya hacía mucho tiempo de la muerte de su madre, que su padre vivía aún, aunque pasándolo muy mal.
—Pues Dios—dijo Edelberto— tenga misericordia de él. Pero tú tienes un corazón muy blando, querida niña. Dios te guarde de seducción.
— Es verdad—dijo el portero a Rosa—; tú eres demasiado blanda de corazón. No llores así, porque entonces no puedo darte esta comisión. Por lo demás—continuó dirigiéndose a Edelberto—, es una excelente niña, tan buena cristiana, complaciente y aplicada, que no se hallará doncella mejor en diez leguas a la redonda. Ni mi mujer ni yo podemos celebrar bastante el mucho amor que tiene a mis hijos y cuanto hace por ellos. Si algún día mi Isabel llega a ser lo mismo, de rodillas todos los días daré a Dios gracias.
Edelberto miró a Rosa con imponderable afecto.
—Dios te bendiga, hija querida — dijo, alargándole la mano encadenada—. Consérvate siempre tan buena, ruega con fervor a Dios y confía en que, sin duda, ayudará a tu padre y reserva para ti un gran gozo.
—Dios lo haga—dijo Rosa con voz alterada, y le dio un beso en la mano, dejando caer en ella sus ardientes lágrimas.
Ya era hora de que saliese el carcelero, pues si se hubiera prolongado más la estancia de Rosa allí, no habría podido contenerse ni decidirse a salir de la prisión. Volvió vacilante a recorrer el largo pasillo, teniendo que apoyarse en las paredes para no caer.
Pasó Rosa muy triste el resto de la noche. La pálida figura de su amado padre, según le había visto cargado de cadenas en la horrenda prisión, vagaba de continuo por delante de sus ojos. Su miseria le penetró hasta el alma, y únicamente la próxima esperanza de descubrirse a él y aliviar su desgracia mitigaba algún tanto su dolor. Luego que, terminadas las faenas de todo el día, entró en su pequeño dormitorio, echóse de rodillas en el suelo, y con ardientes lágrimas rogó a Dios que la asistiera más adelante en la empresa, que hasta entonces había bendecido, de dar consuelo y alivio a su pobre y afligido padre. En seguida se acostó a dormir; pero casi hasta la media noche no pudo pegar los ojos.
Al cabo de una hora fue despertada por la portera para que aderezase una sopa al portero, que pensaba salir a las dos de la madrugada. Encendió fuego e hizo la sopa. El portero la comió, alabando el tino de Rosa para guisar; prometió traerle alguna cosa si durante su ausencia desempeñaba bien sus quehaceres, montó a caballo y partió. Los rastrillos fueron nuevamente alzados, y entregadas por medio de un soldado las llaves de la puerta al caballero Cunrico, que siempre las guardaba de noche.
La portera fuese otra vez a dormir y Rosa se halló sola en la desierta habitación. Con tiento y despacio desató del manojo de llaves la de la prisión de su padre, en la cual se había fijado muy especialmente; tomó la linterna del carcelero, que estaba en un cajón al lado del manojo de llaves, y se fue con ella a su cuarto, donde permaneció todavía un rato. Entonces, habiéndose quedado todo nuevamente tranquilo y silencioso en el castillo, colocó su lamparilla en la linterna, tapándola con su delantal, y después de quitarse los zapatos escurrióse por el largo y horrendo pasadizo hasta la prisión de su padre, que abrió tan quedo como le fue posible.
Alumbró el interior de la prisión con la mustia linterna, más mortecina todavía a causa del mucho hollín, y vio a Edelberto con los brazos cruzados sentado en el escaño junto a la mesa. Admiróse éste cuando al pálido reflejo de la linterna creyó reconocer a la doncella del portero.
— ¿Eres tú, buena niña?—preguntó—¿ Qué quieres tan tarde, a esta hora de la noche, o más bien, tan de mañana? No hace gran rato que el reloj de la torre ha dado las dos.
—Perdonad—dijo Rosa en voz baja—; pero a lo que veo tampoco vos habéis dormido. Deseaba con ansia hablaros a solas, y por eso vengo a esta hora de la noche.
— ¡Oh, niña mía!—dijo Edelberto—Esto es arriesgado y pudiera causarte mucho perjuicio. Una mocita de cordura no debe poner de noche los pies fuera de la puerta de su cuarto, sino más bien cerrarla con una barra mayor que la de mi prisión.
—No tengáis cuidado—dijo Rosa—; en el castillo todos, exceptuando el atalaya y el gallo, están en el más profundo sueño. No vengo aquí sin haber primero meditado y orado. Dios ha guiado mis pasos y está ciertamente conmigo. No deseaba deciros más que dos palabras. Vuestra pesadumbre por vuestra hija me llegó de tal modo al corazón, que no he podido dormir y vengo a daros noticias de ella.
— ¿De mi Rosa?—preguntó vivamente—Si fuera así, me favorecerías como un ángel del Cielo que visitase mi prisión. ¡Ah! ¡Di, di! ¿La conoces tú, la has visto, has hablado con ella misma, está buena y a salvo? ¡Oh! Habla, habla. ¿Puedes decirme algo cierto de ella?
—Os puedo dar de ella las noticias más positivas—contestó Rosa— Ved aquí: ¿reconocéis esta cadena, y venera de oro?
— ¡Dios mío ! —exclamó Edelberto, cogiéndolas con trémula mano—Ésta es, efectivamente, la condecoración de oro que yo para perpetua memoria di a mi Rosa en el momento de despedirnos. Yo le había prevenido muy encarecidamente que nunca se desprendiera de este precioso regalo. Tú, querida niña, debes de tener mucha intimidad con ella, y ella tenerte mucho afecto para confiarte la cadena. Sin duda, no lo hizo con otro fin que el de inspirarme más fe en ti, y seguramente las noticias que me traigas de ella serán importantísimas.
—No la entregó a manos ajenas, querido padre—dijo entonces Rosa—. Miradme, soy Rosa, vuestra hija.
— ¡Tú!...—exclamó Edelberto— ¡Ah! No me engañes. Mi hija era, como su nombre decía, una fresca rosa; y tú... no, no lo eres.
Rosa, antes de presentarse a su padre, había tenido cuidado de lavarse con agua de jabón el color moreno postizo de su rostro. A su tiempo sacó de la opaca linterna la clara lamparilla, y apareció su gracioso y suave semblante, más amable y bello que el que hasta entonces había visto su padre; blanco y encamado como un tierno lirio teñido con la púrpura de la primera aurora. Sus oscuros rizos ondeaban anillados alrededor de su cabeza y las lágrimas relucían en sus ojos, aunque estaba sonriendo con la dulzura de un ángel.
— ¡Tú, Rosa!—exclamó entonces el padre fuera de sí, y cayó de sus manos la cadena de oro—Tú aquí... ¡Ah! Ven a mis brazos. Y ahora que otra vez te hallo, nada importa que sobre mí se hunda esta gran fábrica de enormes piedras.
Dicho esto, la estrechó entre los brazos y con lágrimas regó el semblante de su hija, que también lloró largo rato sobre el cuello de su padre, no pudiendo pronunciar más palabras que las de «¡padre! ¡querido padre! »
—Pero explícame ahora, carísima Rosa—dijo el padre—, cómo has venido aquí: aclárame ese secreto. ¿ Qué horrible fatalidad ha humillado a mi Rosa hasta ser la más vil criada, la criada del último criado de este castillo ?
Rosa contó a su padre toda la historia, refiriéndole cuán amistosamente la había acogido en el bosque el honrado carbonero, la pesadumbre que había tenido por su padre, y cómo había concebido la idea de entrar a servir al carcelero vestida en traje de zagala de carbonero, para lograr ver nuevamente a su padre, y cuán amargamente había suspirado por aquel feliz momento de volver a verle.
—Oyó Dios—decía ella entre sollozos—mis oraciones y ha colmado mis entrañables deseos, proporcionándome ocasiones de veros, ¡ oh carísimo padre I, de veros muy a menudo, de hablaros, partir con vos un alimento mejor y haceros todo género de servicios. ¡Ahí Yo soy la hija más dichosa, y toda mi vida será una incesante acción de gracias.
El padre, llorando, levantó los ojos al cielo y exclamó :
— ¡Oh! No eres la más dichosa, pero sí la mejor hija. ¡Yo sí soy el padre más dichoso! ¡ Cuántas veces me lamentaba del cruel destino que me hizo trocar aquí la cadena de oro por las de hierro! Mas ahora te doy gracias, ¡ah Dios!, por este destino, pues sin él yo no hubiera sabido conocer el corazón de mi hija. Yo me figuré ser extraordinariamente dichoso cuando el Emperador me puso esta cadena de oro, y ahora, cargado con las de hierro que lastiman la antigua herida de mi brazo, soy más feliz; ya no la siento. No daría por todos los tesoros del mundo estos instantes en que te tengo entre mis brazos. Sí—dijo, echando una mirada de desprecio a la cadena de oro, que aún estaba en el suelo—. ¿Qué es el oro? Nada en comparación de la virtud y de la felicidad con que ella recompensa. Pero toma, yo hago un agravio a la condecoración—dijo y la cogió—. Es de sumo precio, no porque esté labrada de oro puro, sino porque nos conserva los bellos emblemas e inscripciones con la pureza de la verdad y el brillo del oro.
Con efecto, querida Rosa, ahora mismo se están cumpliendo aquéllas en nosotros. El poder de Dios ha velado sobre ti escuchándote y devolviéndote a mis brazos inocente y buena. Aquel cuya mirada no tiene estorbos en las paredes miró a mi cárcel se compadeció de la miseria mía, y en medio de tan horrenda prisión nos preparó esta entrevista celestial, porque Dios está de nuestra parte. El caballero de este castillo quiso ir contra nosotros, pero él no ha sido más que un instrumento en manos del Altísimo para prepararme este gozo. En la Cruz está la salvación, y por la pasión llegó Dios a los más nobles gozos; así lo siento yo ahora. Mientras Cunrico pasa las noches entre músicas estrepitosas, borracheras y danzas, me tiene, sin duda, por muy desgraciado; pero yo no me cambio por él cuando resuenan en mi prisión los ecos de la corneta y las algazaras de los ebrios, que a veces oigo a media noche. Aquí, viviendo sólo con pan y agua, soy más feliz que él arriba en los suntuosos salones del castillo, con sus exquisitos vinos servidos en copa de oro y peregrinos manjares en vajillas de plata. Aun no se ha forjado la cadena que sea capaz de amarrar el espíritu e impedirle que se arrobe con Dios, buscando y hallando a cada momento su felicidad.
¡Ah, Rosa mía! Dichosa tú que tan temprano experimentas lo que es la cruz y procuras emplear con tu mortificado padre en la cárcel las horas de la noche que otras pasan en el juego, los bailes, y el bullicio. Con estos sufrimientos quedas preservada de los peligros del vicio y desde muy joven aprendes a conocer la hermosura de la virtud, ¡Oh Rosa! Consérvate buena en lo sucesivo, acógete a Dios, guarda todos sus mandamientos como has guardado el cuarto, permanece fiel a Dios y a la virtud; con la fe en el Crucificado domina el vicio, desprecia los falsos goces del mundo, lleva con paciencia sus tormentos, y serás más feliz que si hubieses sido elevada al primer trono de Europa.
Íntimamente conmovida Rosa por aquel discurso de su padre, le dio la mano, apagó su lamparilla y fuese precipitadamente, porque en aquel momento la corneta del atalaya anunció el rayar del día.
Transformado nuevamente el semblante de Rosa en el de una atezada carbonera, y acabando de sentarse a la mesa con la portera y los dos niños para tomar la sopa del almuerzo, entró inopinadamente en la sala el caballero Cunrico con mucha impetuosidad y precipitación, lo cual causó a Rosa grandes temores. En todo el tiempo que llevaba de servir en la portería nunca había visto allí al señor. ¿Qué podía imaginar ella sino que se le había hecho traición? Cunrico dijo en tono imperioso:
— En adelante no cuidaréis más que de la puerta del alcázar, que confiaré a cuatro de mis soldados, y vosotras dos pasad a la cocina para ayudar en lo que fuere menester, porque hoy y mañana tengo muchos huéspedes.
Respiró nuevamente Rosa, aunque Cunrico había notado perfectamente su espanto; pero creyó que su alteración procedía del sumo respeto que se le tenía. Sonrióse satisfecho y con gran contento la miró por primera vez desde que se hallaba en Fichtemburgo, pues de nada gustaba tanto como de que temblasen delante de él.
Rosa y la portera se dispusieron para la tarea ordenada. Al mediodía llegó un caballero vecino con gran séquito, y al día siguiente otro acompañado de muchos señores montados, y casi a caída hora llegaban a Fichtemburgo gentes de a pie y de a caballo. Además de las habitaciones interiores donde vivía el caballero Cunrico, quedaron también ocupadas por tropas todas las accesorias que había alrededor del espacioso patio del castillo, en el cual hicieron por la noche grandes hogueras para guisar y comieron y bebieron haciendo grande algazara. Rosa conoció muy bien todo lo que aquello significaba, y no se engañó, pues, efectivamente, mientras daba de cenar aquella misma, noche a los dos niños, entró en la habitación la portera, pálida como una difunta, y con ambas manos sobre la cabeza exclamó:
—Hijos míos, rezad; hay guerra. Vuestro padre, que fue a convocar las tropas y acaba de llegar, tiene que marchar también. Mañana muy temprano saldrán.
Al día siguiente, antes de que rayase la aurora, se oyeron los clarines tocando a marcha. Ya estaba armado el portero, que era uno de los más valientes soldados del señor. Ceñidas la coraza y la espada, cubierto con el casco y con la alabarda en la mano, se despidió de su mujer y niños. Madre e hijos lloraban, y también Rosa lloró con ellos tan de veras como si fuera hija suya. Encargó a su mujer y niños que orasen por él todos los días.
—Tú también—dijo—, buena Rosa, ruega por mí para que pueda, ver otra vez a mi mujer e hijos.
Los caballeros forasteros, todos lujosamente armados, la caballería y los infantes con sus largos chuzos, pasaron por la puerta y rastrillo, marchando en orden de formación. Cunrico era el último de la expedición, y cuando todos estuvieron fuera, entregó las llaves de la puerta al antiguo castellano y le dijo:
—Leal viejo, conserva en tu guarda día y noche estas llaves y no dejes entrar ni salir a nadie sin que tú mismo vayas acompañado, por lo menos, de dos soldados de la guarnición; de ello me respondes con tu encanecida cabeza.
Metió espuelas al caballo, pasó delante de los demás, y al punto,, levantados los rastrillos, fueron cerradas las hojas de la puerta y pasadas las barras.
Rosa y la portera tuvieron todo el día que trabajar mucho en la cocina para limpiar la vajilla y poner todas las cosas en su sitio. Por la noche la portera dijo a Rosa:
— Mañana temprano quiero ir con mis niños a visitar a mi anciana: madre, pues con el tumulto de las tropas tengo la cabeza enteramente atolondrada y partido el corazón con la despedida; pero esta visita me distraerá un poco. No vendré a casa hasta muy tarde, por ser el camino bastante largo para los niños; y tú también puedes descansar todo el día, no teniendo ya el cuidado de la puerta. Pero no te olvides de la comida para los presos, y además procura tenernos una buena cena para cuando volvamos a casa.
Por la mañana, al salir el sol, marchó la portera con sus niños.
Ahora, ¿quién había más feliz que Rosa? No pensó en descansar; y si por el mucho trabajo el día anterior no había podido ver a su padre más que unos instantes, en aquella ocasión podía consagrarle un día entero, lo cual colmaba sus más ardientes deseos. Ya desde mucho tiempo antes había pensado ella en prepararle todo cuanto pudiera aliviar su desgracia. Ante todo había pensado en proveerle de ropa blanca nueva, y con el lienzo que la mujer del carbonero le había regalado tenía hechas unas cuantas camisas para su padre, empleando al efecto las pocas horas que le quedaban libres y sobrantes de su pesado servicio, y a veces cosiendo hasta media noche. Igualmente, con hilo trabajado por ella misma, le había hecho un par de calcetas. Fue corriendo a encontrar a su padre y llevar la camisa y las medias nuevas; entró en la prisión una gran jofaina con agua tibia, jabón y toalla, y le dio la llave con la cual podía soltar su cadena. Esto para el buen Edelberto, que amaba extraordinariamente la limpieza, fue un gran consuelo, por el cual en vano había suspirado mucho tiempo.
— Me siento como nacido de nuevo—dijo a Rosa cuando, al cabo de una hora, volvió para sacar el agua de la jofaina.
— Ahora, carísimo padre—dijo Rosa—, conviene que vengáis de nuevo a respirar el aire libre.
En la galería que conducía a la prisión había una estrecha portezuela que daba a un ameno huertecito cedido para su utilidad al carcelero, y que Rosa tenía cultivado con el mayor esmero, y allí llevó a su padre. La mañana era sumamente hermosa, el sol brillaba caliente y agradable. Al salir el buen caballero al aire libre y a la luz del sol, le pareció entrar en el Cielo.
— ¡Dios mío! —decía— Si después de la muerte se encuentra uno tan alegre y complacido, debemos morir con gusto.
Rosa le llevó entonces para su almuerzo una confortable sopa que puso bajo una noguera situada en un rincón del huertecito, junto a una garita donde se hallaban colocados un banco y una mesa, y le dijo que allí podría pasar todo el día en libertad.
— Con mucho gusto—añadió—, queridísimo padre, quedaría yo con vos aquí todo el día, si no tuviera que hacer mucho y muy necesario; pero ahora os veré más a menudo.
Dicho esto salió presurosamente, y el padre anduvo toda aquella hermosa mañana de un lado a otro, disfrutando del esplendor del sol. Sus excitantes rayos le hicieron gran bien y le animaron hasta el punto de creerse renovado. Bañados los ojos en lágrimas, tributó gracias a Dios por el amor de su buena hija.
—El amor es el verdadero sol—decía—en el mundo de los espíritus, y todo lo calienta y anima; sin el amor, el mundo sería una triste y lóbrega prisión.
Rosa, después de haber servido a su padre una excelente comida y visitándole más de diez veces al día, aunque siempre por pocos momentos, volvió a la tarde con el corazón oprimido para llevarle otra vez a la cárcel. Grande fue el asombro del caballero al entrar en el calabozo. Creyó que Rosa se había equivocado y que, en vez de conducirle a su prisión, le había llevado a un aposento del castillo. Las paredes y la bóveda, que de puro negruzcas parecían revestidas con cortezas de alcornoque, estaban limpias y blanqueadas, habiendo quedado enteramente secas con el calor del día. El sombrío pavimento había sido lavado y cubierto de arena seca, dándole un aspecto casi tan hermoso, decía Rosa, como una blanca flor. Las ventanas, desembarazadas por fuera de los escombros y ortigas y limpias, permitían ver al través de ellas el hermoso azul del cielo. La paja del jergón fue mudada, extendiendo sobre él una sábana blanca; también agregó una almohada, de que hasta entonces había carecido, y quedó destinada para cobertor una manta nueva más recia y de lana pura. Sobre la blanca cubierta de la mesa había un jarro lleno de hermosas y fragantes flores, que con su agradable aroma disiparon el denso aire de la prisión.
— ¡Oh! ¡Cuántos goces me das! —dijo Edelberto—El amor filial puede esparcir flores por el camino de la vida de los padres; el amor puede convertir en un edén una lóbrega prisión. Pero—continuó al contemplar las blanqueadas paredes y bóvedas—a ti sola te sería imposible desempeñar esta tarea. ¿Quién en este castillo pudo ser tan generoso que haya consentido en ayudarte?
Rosa contestó:
— Hay en este castillo un anciano soldado que en su juventud fue albañil y aun se ocupa en su oficio. Hace algunas semanas que estuvo unos cuantos días enfermo, y la portera, a ruegos míos, le envió alimentos que fueron provechosos al enfermo. Yo se los llevaba, y siempre que tenía tiempo me sentaba junto a su cabecera a conversar con él. Una vez me habló, por supuesto, sin saber que yo fuese hija vuestra, con mucho respeto y sincera lástima de vos. Me dijo que también había peleado con vos y salido gravemente herido en aquella batalla que estuvo a punto de perderse por Cunrico, pero que fue ganada por vos. A no ser así, él hubiera perecido en el campo de batalla, de donde vos le recogisteis. Ayer tarde, con mucha vergüenza, le regué que me ayudase a poner un poco mejor vuestra espantosa prisión. Yo creí que iba a poner dificultades; pero, muy al contrario, alabó mucho mi proyecto y tomó a su cargo con placer la mayor parte del trabajo. «Ningún cuidado, dijo, me daría que lo supiese Cunrico; no puede llevar a mal que yo honre a los caballeros.»
—Realmente, no me acuerdo de haber hecho bien a ese hombre— dijo Edelberto—; pero su gratitud me afecta en extremo. Ve aquí, cara Rosa, cómo el bien que desde mucho tiempo hemos olvidado todavía puede producir buenas consecuencias al cabo de largos años.
Rosa llevó entonces la cena y dijo:
—Volvamos hoy, carísimo padre, a comer juntos.
Había llevado consigo una silla y se sentó junto a él. La comida era parca, pero muy bien aderezada. Para Rosa fue una dicha servir a su padre sus platos favoritos: una sopa de cebada perlada, un par de perdices asadas y con ensalada de endibia, y para postre un plato de cangrejos primorosamente adornados con verdes hojas de apio. También sirvió a su padre, que hasta entonces no había tenido más que agua y pan bazo, una botella de vino bueno juntamente con un pan blanco.
—Pero, por Dios, cara Rosa—dijo el padre mirando a la mesa y a la cama—, ¿de dónde sacas todo esto, a pesar de tu pobreza?
Rosa contestó que la mujer del carbonero le había regalado el lienzo blanco, y que Inés le había traído precisamente la víspera las perdices y cangrejos; que lo demás lo había costeado con su salario y con la propina que los convidados le habían regalado por abrir la puerta. Pero la buena hija no dejó traslucir a su padre que le había cedido su propia almohada. El noble padre estaba sumamente complacido y decía:
—Algunas veces he comido a la mesa del Emperador; pero nunca en comida alguna experimenté alegría como ésta. Dios, carísima Rosa, premiará tu amor.
Rosa se hallaba aún más feliz, no habiendo disfrutado tampoco en su vida una dicha tal como la de aquellas horas en que podía departir con su padre. Ella experimentaba perfectamente cuánto más gozoso es dar que tomar.
— ¡Ah! —decía— ¡Qué felices pudieran ser los ricos si conociesen esto! ¡Qué felices podrían ser los hijos que son bastante ricos haciendo mucho bien a sus padres! Y en la tierra gozarían del Cielo.
Rosa tenía ya precisión de volver a su tarea para disponer la cena de la portera y de sus hijos, y después de dar las buenas noches a su padre salió velozmente de la prisión. La sensación de gozo en el padre por tener semejante hija le desveló mucho rato, y cuando al fin se durmió logró un sueño dulce y reparador cual nunca lo había disfrutado.
Rosa desde entonces proporcionó cada día a su padre un nuevo placer. Por la mañana le llevaba para almuerzo galleta con un vaso de leche fresca o un par de huevos pasados por agua, o manteca amarilla en una hoja de parra, todo lo cual hacía mucho bien al pobre preso. Cuantas veces le era posible esquivar la curiosidad llevaba a su padre la sustanciosa sopa de mediodía, prefiriendo quedarse ella con la sopa clara para sí. Frecuentemente se quedaba sin cenar y guardaba para su padre un pedacito de carne asada que lograba en los domingos, o los trozos que sólo en ciertos días le daban. De cuando en cuando ponía en la prisión flores frescas, de que él gustaba mucho, y le llevaba algunas frutas. Rosa hizo que el carbonero vendiera el único ¡adorno que llevaba consigo al tiempo de prender a su padre, y consistía en un par de pendientes de oro con piedras preciosas, y con el dinero obtenido pudo comprar para su padre muchas cosas necesarias, y especialmente buen vino, que claramente se veía que le hacía mucho bien. Rosa vivía sólo para él.
Un día, regresando de la campaña a su casa el carcelero a poco tiempo de su salida, para evacuar ciertos asuntos, fue a ver al preso y quedó muy asombrado cuando abrió la puerta de la prisión de Edelberto. Meneando la cabeza, decía:
—El caballero Cunrico no podría ver esto, pues si lo viera también me daría una celdita semejante con ventanilla enrejada, y a buen seguro que no sería tan alegre como ésta. No obstante, me agrada mucho. No hay cosa como la limpieza. Un par de puñados de cal y arena con un poco de- fatiga y trabajo han transformado esta lóbrega prisión en un aposento limpio y claro, al paso que muchas personas, por su descuido y suciedad, hacen de sus aposentos tristes calabozos.
Pero al salir del pasillo dijo el portero muy seriamente a Rosa:
—Oye, Rosa, no te reprenderé por tu compasivo corazón para con este caballero, y aunque ya sospecho que todavía le harás mayor bien, te lo disimularé; pero ¡cuidado con que tu lástima llegue al punto de favorecer su fuga! Tampoco lo conseguiría, pues para eso están bien guardadas las puertas del alcázar con barras, cerrojos y puente levadizo; pero sólo la tentativa me haría infeliz, perdiendo el empleo y el sustento, siendo para siempre arrojado de este castillo con mujer e hijos. No hay duda: mi amo en su furia sería capaz de matarme, pues con mi cabeza le respondo de la buena custodia de los presos. Por tanto, no causes mi desgracia ni pongas mi vida en tamaño riesgo.
Rosa se lo prometió solemnemente, y el carcelero partió de nuevo.
Mientras Edelberto hallaba tanto consuelo en el amor de su hija, y Rosa en las cariñosas miradas de su padre, acaecían cosas muy diversas en Fichtemburgo. Hasta entonces el castillo del caballero Cunrico había sido el asiento del júbilo, mas ahora había tomado su residencia en aquellos suntuosos aposentos el pesar, que no haya estorbo en las puertas aherrojadas ni en los rastrillos. Cundían malas noticias acerca de la guerra que Cunrico había emprendido con arrogancia contra un caballero muy poderoso. Cunrico había sido herido, saqueado todo su bagaje y casi perdido. Su herida le tenía postrado en un castillo muy distante, y así como otras veces habían venido al suyo carros cargados de botín, esta vez era preciso enviarle dinero v efectos. Su esposa no podía ir a visitarle una sola vez por hallarse sin tropas para hacer el viaje. No se atrevía a salir de las murallas y estaba muy convencida de que su marido conservaba los hombres a su partido solamente por miedo y de ninguna manera por amor. Además, los enemigos de Cunrico ejercían la mayor vigilancia y toda suerte de tropelías en las inmediaciones. Algunas veces se habían apoderado de los mejores víveres comprados en una aldea cercana y encamino para el castillo; de modo que la señora y sus hijos tenían que contentarse con alimentos ordinarios y sufrir muchas privaciones. Los niños contrajeron las viruelas, y por muchos días fue dudoso su restablecimiento. Al fin, la misma señora cayó enferma a consecuencia de pasar tantas penas y cuidados.
Por la locuaz portera, Rosa había sabido todo esto, y hasta las más menudas ocurrencias, pues ella raya vez, y solamente cuando se lo mandaban sin poderse excusar, subía a las habitaciones altas y corredores del castillo, que habitaban el señor y su familia. A cada escalón que pisaba crecía su repugnancias y si le era posible bajaba otra vez precipitadamente la escalera de piedra. Cada vez que había visto al caballero o a cualquiera de su familia, le habían impresionado coma un dardo metido en el corazón, y sin conocerlo bien ella misma alimentaba en su interior una aversión profunda, no sólo contra Cunrico, que tan horrendo ultraje había cometido en su padre, robándole hacienda y libertad, sino también contra la esposa e hijos de Cunrico.
Rosa contó a su padre todo lo que pasaba en el castillo, y una sonrisa apenas perceptible asomaba en su semblante al expresarse en estos términos :
—Ahora ellos también pueden experimentar lo que son desgracias y aprender a abatir su orgullo. Esta señora, que siempre vivía en esplendor y abundancia, vistiendo a sus hijos lujosamente, visitada de continuo por nobles amigas a quienes pagaba sus visitas, tiene ahora que vivir sola y en silencio como en una celda y familiarizarse con sus nuevas relaciones : las lágrimas y suspiros. El altivo y arrogante caballero que a nosotros y a muchos más ocasionó grandes pesares experimenta hoy la verdad de aquella sentencia : «Cada cual será tratado según trate a los demás» .
Pero el magnánimo padre no aplaudió los sentimientos de su hija.
— ¿Cómo es posible, Rosa mía, que hables tú así? ¿Cómo es posible que yo vea pintada en tu dulce y benigno rostro la sonrisa de una maligna alegría? ¡Ah, hija mía, de ninguna manera! ¡Esos sentimientos no son buenos! ¡Oh, no emponzoñe el odio tu noble corazón! Verdad es que ese caballero me ha tratado como no es justo; me aborrecía sin motivo y me ha causado mucho mal. Pero ¿de tal modo has olvidado la doctrina y ejemplo de nuestro divino Redentor ? ¿No estamos obligados a amar a los que nos aborrecen y hacer bien a los que nos hacen mal? ¿ Por qué has de querer tú que del mal venido sobre nosotros por causa de Cunrico sufra la pena su esposa? Bastante habrá padecido de continuo con el áspero genio de su marido, y quizá no aprueba su comportamiento con nosotros. ¿ Por ventura quisieras tú, por lo que el padre ha delinquido, vengarle en sus hijos, que son inocentes y nada saben de injurias ni de agravios? Rosa, cuida de que el amor a tu padre no te lleve al odio contra su enemigo. Para que veas, yo tampoco le odio. En verdad, Dios mío—continuó poniéndose la mano en el pecho y alzando los ojos al Cielo—, Tú sabes que cuando yo vi amenazada la vida de este caballero en lo más recio de la pelea, me precipité entre las espadas y lanzas enemigas para salvarle la vida y hasta hubiera sacrificado la mía. Y tú, Rosa, si volvieses a vivir en la prosperidad de antes, y hallándose en apuro y miseria la esposa e hijos de Cunrico viniesen a pedirte amparo, ¿les cerrarías el corazón y las puertas, y dejarías marchar sin socorro a perecer en la miseria a los pobres niños y a la afligida madre que ningún mal nos hicieron?
—Nunca —respondió Rosa, conmovida—, nunca haría yo eso, ni sería capaz de ello. De todo corazón partiría con ellos cuanto tuviese.
—Lo dudo—dijo el padre—, porque si tú nunca les diste una cosa tan pequeña cual es una mirada afable o una palabra buena, ¿cómo les darías una cosa mayor? Si tú siempre huiste hasta de la ocasión de verlos, ¿cómo podrías hallar la ocasión de hacerles bien? Desde ahora muda tu proceder con ellos, ve a su encuentro con afabilidad sincera, y sólo de esa suerte les harás mayor beneficio cuando se presente la ocasión.
No te aconsejo esto por humano cálculo, para ganar la voluntad de nuestro enemigo, en cuyo poder estamos, ni a fin de que nos devuelva lo que nos ha usurpado. Si sólo por eso fuésemos afables con ellos, ningún mérito tendría la amabilidad y sería una miserable y rastrera hipocresía de que deberíamos avergonzamos.
No, querida hija; la verdadera caridad, flor celestial, no puede nacer ni prosperar en la sórdida raíz del interés, y tiene asiento únicamente en un corazón puro y benéfico: no es más que el reflejo del amor celestial que constituye la esencia de nuestra sacrosanta religión y debe ocupar todo corazón verdaderamente piadoso.
Dios es el mismo amor y ama a los hombres como hijos propios. Envía sol, rocío y lluvia hasta para los que se han depravado, pues quiere que también éstos se hagan mejores y que un día vayan todos con Él al Cielo. Por salvarlos entregó su vida y derramó su sangre el Hijo de Dios. Así también es preciso que sea nuestro legítimo amor: amando a todos los hombres como hermanos nuestros, haciéndoles bien sin excluir de nuestro amor a los enemigos ni a los perversos. Prontos debemos estar a. dar hasta nuestra vida por ellos y amarlos como a nosotros mismos; porque nuestro amor debe remontarse de la tierra al Cielo. No sólo debemos amar sobre todas las cosas a Dios, que es amabilísimo sobre todo, sino también debemos aspirar a igualarle en amor.
Únicamente este sacrosanto amor a Dios y a los hombres, y hasta para con los enemigos, nos hará capaces para ser admitidos algún día en el Cielo. Un espíritu humano sin amor, hasta en el Cielo sería desgraciado; el que odia no sirve para entrar allí. El amor es el manantial de toda bienaventuranza, y se forma únicamente para el Cielo.
La misión de muestra vida en la tierra es cultivar en nuestro corazón, como planta preciosa, este amor celestial, cuidarlo y elevarlo a la perfección. El amor a las cosas vanas, el falso honor, los placeres sensuales y bienes perecederos no permiten arraigar en el corazón del hombre el amor celestial, y en su germen lo ahogan como punzante abrojo. Para eso nos envía Dios los padecimientos, y a fin de que purifiquemos nuestra ánima del orgullo, el interés y los apetitos y deleites terrestres, nos despoja del lustre de nuestra condición y nuestros bienes temporales, que forman los placeres mundanos y las riquezas. Cree, pues, amada hija, que cuando Dios nos envía sufrimientos es porque algo nos quedaba que no puede purificarse sino padeciendo. Reconozcamos, querida Rosa, el inapreciable y paternal designio de Dios, sin desconcertarlo con el odio a nuestro ofensor ni desviarnos de la bendición que Dios nos prepara por medio de los sufrimientos.
Rosa escuchó atentamente a su padre, y mirándole afectuosamente con los ojos arrasados en lágrimas, dijo :
— Tenéis razón, querido padre. ¡Ah! ¡Cuán lejos estoy de merecer el Cielo! Desde ahora, Dios mediante, seré mejor. Yo aspiraré a amar a Dios sobre todas las cosas, como a mí misma a todos los hombres, y también a Cunrico, su esposa e hijos. Si el sufrimiento me puede hacer mejor y más amorosa, yo sufriré con gusto hasta que Dios quiera. ¿Qué es este corto tiempo pasado entre sufrimientos en comparación de una eterna bienaventuranza?
Rosa cumplió fielmente su palabra. Dejó de apartarse con intención -de los hijos del caballero, que ya se habían puesto buenos y acompañados de su camarera solían bajar a jugar en el patio. Nunca volvió a fingir que no los veía. Los saludaba con afable sonrisa, trabando con ellos conversaciones y procurando demostrarles todo género de complacencias. Hizo que Inés le trajera el corzo domesticado y el par de tórtolas, y regaló el primero al niño del señor y las tórtolas a las dos pequeñas señoritas. Conoció que uno y otras eran niños muy amables, y se acusó a sí misma de haberse conducido hasta entonces con tanta esquivez con aquellas criaturas.
—Yo misma—decía— me he privado de muchos goces, y mi falta fue a la vez mi castigo. ¡Ah! ¡Cuánta razón tiene mi padre! Mejor es estar amigos y reconciliados, que enemigos y deseosos de venganza.
Pero presto se le ofreció a Rosa ocasión de dar a la lección de su padre un extenso cumplimiento.
Después de copiosas lluvias amanecieron de nuevo días de estío hermosos y benignos sobremanera. Había salido el sol tan claro y penetraba tan agradablemente por entre las elevadas paredes del castillo, que todo parecía animarse con nueva vida. Los moradores del alcázar se habían aventurado a salir al campo para recoger los restos de los frutos y encerrarlos. La camarera, llamada Tecla, después de comer había bajado al patio del castillo con los tres niños de Cunrico. En medio del espacioso patio del castillo había un magnífico pozo,, circuido de un hermoso brocal de mampostería con seis pilastras que sostenían en alto el cimborrio de piedra, adornado muy primorosamente, al estilo de las torres de las antiguas catedrales, con todo género de adornos. El pozo era de una profundidad extraordinaria, tanta,, que casi se necesitaba un cuarto de hora para sacar sólo un gran cubo por medio de una especie de torno. Todos los forasteros que frecuentemente acudían a visitar el castillo admiraban el pozo como la obra más digna de atención de la fortaleza. Para darles una idea de la monstruosa hondura del pozo, se echaban piedrecitas, y ningún viajero había que no se pasmara del largo tiempo que tardaba en oírse arriba el sonido de la piedra echada. También se ponía en el. cubo un cirio encendido, y al bajarle producía una vista maravillosísima la luz en las paredes del pozo, sobre las cuales crecían esparcidas entre las piedras muchas plantitas verdes. Iluminadas de aquel modo, se pintaban graciosamente en las gotas de las húmedas paredes, y al fin la luz parecía con sus rayos una rojiza estrella en lóbrega noche. Los albañiles, que a veces bajaban al pozo para hacer algún reparo o limpieza, se valían de una multitud de escalas que aseguraban debidamente en las paredes. Existía una vieja tradición de que metiéndose en el oscuro pozo antes que lo hubiesen cubierto se veían relucir en lo azul del cielo las estrellas en mitad del día. El pozo estaba rodeado por una extensa alfombra de césped que hacía muy buen efecto en el piso del patio, y de un cerco de serbales bravíos.
Jugaban los tres niños sobre la verde alfombra junto al pozo. Las jóvenes Ita y Emma se recreaban mirando las hermosas serbas, rojas como la escarlata y ya maduras. Tecla tuvo que cogerles algunos racimos, y ellas, muy afanosas, hicieron sartas con las serbas, que llamaron sus collares de coral; con cierta juvenil vanidad se los pusieron por adorno de cuello y brazos, y se mostraban muy satisfechas con aquel raro adorno.
Everardo, el niño, echaba guijarros al pozo por pasatiempo; buscaba siempre los más gordos que podía encontrar, poníase a escuchar con atención hasta que la piedra sonaba en el agua, y luego saltaba de contento. Cuando estuvo cansado de este juego y se desvió algún tanto del pozo, vino volando un pajarillo al cubo, en el cual solía quedar un poco de agua, y en él se metió el animalito a beber y bañarse. El niño, que vio colarse dentro al pajarillo, dijo con su infantil sencillez a una de sus hermanitas:
— Aguarda y verás qué pronto cojo al pajarito; ten mucho cuidado, porque nos servirá de linda diversión.
Brincó sobre el brocal del pozo, extendió su bracito hacia el cubo, y cuando advirtió que su brazo era demasiado corto para aquella distancia se atrevió a salir un poco más, perdió el equilibrio y cayó en la espantosa sima.
Las dos hermanitas, que se hallaban junto al pozo, dieron un terrible grito. Tecla, la camarera, que se había deslizado a golosinear en la cocina, acudió asustada. Con sorpresa oyó todavía quejarse y gritar al niño en el pozo y miró adentro. El niño había quedado a bastante hondura, colgando de una escarpia por el faldón de su vestido; pero Tecla no sabía qué hacer. La señora estaba aún enferma en cama, sin poder salir del aposento, y los demás moradores del castillo estaban en el campo. La doncella, trémula y pálida, levantaba sus manos al Cielo, y a voz en grito clamaba pidiendo auxilio a Dios y a todos los santos.
Entonces presentóse repentinamente Rosa. Había tenido precisión de quedar en casa, porque la niña menor de la portera había enfermado la noche anterior, al parecer con viruelas.
—Pronto—dijo Rosa a Tecla—, ayúdame a subir el cubo para meterme en él, y después déjalo bajar con cuidado. Dios mediante, confío en salvar al niño.
Rosa dirigió al cielo una mirada llena de fe, se encomendó al amparo de Dios y trepó al cubo. Según iba descendiendo a mayor profundidad sentía escalofríos; la humedad del pozo se le hacía muy repugnante, el sol parecía apagarse y alrededor de ella crecía por momentos la lobreguez. Por último llegó cerca del niño y gritó:
— ¡Para!
El cubo quedó quieto. Rosa puso entonces todo su cuidado en coger al niño por sus brazos y desenredarle de la escarpia, lo cual era muy arduo y arriesgado sobremanera. No podía valerse completamente de ambos brazos, porque para librarse ella misma de caer en el abismo había de mantenerse constantemente asida por un brazo a la cadena. No salían bien sus intentos, y una indecible ansiedad se apoderaba de ella y hacía correr un sudor frío por su frente. Desde la oscura y horrorosa profundidad rogaba a Dios con fervorosos suspiros que no la abandonase en aquel apuro, y al cabo logró sus deseos. Cogió por un brazo al niño, que con ambas manecitas se le abrazó fuertemente al cuello, temiendo siempre soltarse, y cesó de llorar. Rosa gritó entonces:
— ¡Arriba, tira!
Tecla, llena de ansiedad, tanteó el considerable peso del cubo y empezó a izarlo.
La madre del niño había salido a la ventana al oír los lamentos difundidos por todo el castillo. Con un espanto que la hirió como un rayo oyó gritar en el patio: «Everardo ha caído en el pozo», palabras terribles que parecieron a la madre resonar como un trueno por todo el castillo. La desdichada señora, pálida como la cera, se apoyaba en el bastidor de la ventana, y aunque le flaqueaban las rodillas y le temblaban las manos, no podía separarse de aquel sitio, pues los latidos de su corazón narecían rasgar su pecho.
Tecla le gritó:
— ¡Everardo se ha quedado colgado y la criada del portero se ha echado a sacarle!
Un débil destello de esperanza iluminó entonces su corazón y se puso a orar. La voz le faltaba; pero desde lo más íntimo de su alma rogaba a Dios por la salvación de su hijo primogénito y único varón. Sus ojos miraban fijamente al pozo, en cuyo brocal apareció al fin Rosa asida con un brazo a la cadena y abrazando con el otro al niño, que agarrado firmemente a ella parecía dormitar sobre sus hombros. Luego que el cubo estuvo bastante elevado y Rosa oscilaba con el niño en el centro del gran brocal de piedra, Tecla aseguró el tomo, subió a la orilla del pozo y con un garabato destinado a este uso tiró del cubo hacia sí, queriendo coger al niño entre sus brazos; pero a la endeble muchacha, siempre trémula y agitada, le faltaban las fuerzas y agilidad necesarias para tener firme el cubo y al mismo tiempo recibir el niño de los brazos de Rosa en los suyos. En balde se afanó mucho tiempo en este intento; para la madre era un espectáculo horroroso, creyendo a cada momento que todos tres se precipitaban en el pozo.
Rosa conoció que de aquel modo no saldría bien y mandó a Tecla soltar el cubo, queriendo entonces desde él alargarla el niño; pero por más que Tecla se inclinaba con los brazos extendidos, siempre le faltaba un poco para llegar. La madre desde la ventana no podía ya contemplar aquel espectáculo, y su vista se oscurecía. Procuró gritar tan recio como le permitían sus agotadas fuerzas:
— ¡Así no, así no!
Rosa no entendió sus palabras; pero al punto echó de ver que de aquel otro modo era más peligroso aún.
Rosa se mantuvo quieta un rato, miró al cielo, meditó y dijo en seguida:
—Tecla, empuja el cubo suavemente con el garabato para que balancee de un lado a otro del brocal.
Ella obedeció sin saber de qué serviría aquello.
—Ahora—dijo Rosa infundiendo ánimo con su sonrisa a la trémula Tecla,— ahora, cuando el cubo llegue junto a ti, coge prontamente y con fuerza al niño con ambos brazos; pero aguarda todavía hasta que yo te lo diga... ¡Ahora, ahora!
Tecla entonces, un poco más animada, cogió al niño en sus brazos y lo puso en el suelo. Ofreció a Rosa la mano para ayudarla a salir; pero ella le dijo:
— Empuja el cubo de modo que se acerque a las pilastras.
Tecla lo hizo así, y cuando el columpiado cubo se aproximó a una de las pilastras Rosa se abrazó a ella, puso los pies en el brocal del pozo y saltó al suelo. ¡Ah! ¡Cuál fue su alegría al sentir que pisaba otra vez tierra firme! Regocijóse nuevamente con la clara luz del sol. Se hincó de rodillas y elevó sus ojos a Dios, que la había salvado a ella y al niño, y su primer pensamiento fue:
— ¡Buen Dios, gracias te sean dadas! ¡ Qué regocijo será para mi padre! —pensó en seguida— ¡Qué satisfecho quedará de su Rosa!
Inmediatamente corrió a llevarle la grata noticia de la salvación del niño. Edelberto, con gran júbilo, la abrazó, y con las lágrimas más dulces que hayan vertido los ojos de un padre le dijo:
— Has ganado la más hermosa victoria; te has vencido a ti misma y has hecho bien al enemigo. Esa acción es más meritoria que la del valeroso caballero que vence sobre el campo al más fuerte enemigo: has salvado la vida a un semejante tuyo. Pero no te envanezcas por eso, querida Rosa; Dios es quién te ha dado ocasión y valor para ello; cede todo el honor a Él.
Al mismo tiempo, Tecla llevó a la madre el niño salvado. Desde aquel instante la madre nada sentía ya de su enfermedad. Corrió hacia su hijo, le estrechó entre sus brazos, le regó con lágrimas de gozo y se preguntó cien veces si algo le dolía. Ningún daño había recibido, y únicamente estaba muy pálido a consecuencia de la angustia y espanto. Teniendo el niño en sus brazos, hincóse de rodillas y exclamó llorando:
— ¡Oh Dios! Tú me lo has regalado; lo criaré para Ti.
Se levantó y, hallándose muy fatigada, se sentó en la cama temiendo el niño en su regazo y exclamando:
— ¡Ah, mal niño, qué susto me has dado! ¡Cuántas veces te he prohibido arrimarte al pozo, estar cerca de los caballos y trepar por los árboles! Has estado a punto de perder la vida por tu desobediencia. ¿Qué hubiera dicho tu padre si te hubiese perdido yo de esa manera? Sé, pues, en lo sucesivo más obediente. Has vuelto a mis brazos de milagro y da gracias a Dios que te ha salvado por medio de su santo ángel. Pero el ángel que te ha salvado—dijo mirando a su alrededor— es la pobre zagala del carbonero. ¿No está ella aquí, buen niño? Tecla, ve a buscarla; corre y hazla subir para que le dé las gracias: semejante acción no debe quedar sin recompensa.
Tecla bajó presurosa a la portería, donde ya estaba Rosa sentada otra vez junto a la cama de la niña enferma y haciendo media.
—Vamos—exclamó Tecla—, has de subir al momento a ver a la noble señora. Alégrate, que de seguro tendrás una buena propina.
Esto último ofendió la delicada sensibilidad de Rosa. Ningún gusto tenía en acompañar a Tecla, pues no quería recompensa alguna. No obstante, creyó que, si no aceptaba la invitación, pasaría por descortés y podría afligirse la regocijada madre. Fue, pues, y entró en el aposento turbada de modestia y con las mejillas encendidas. La noble señora, que se hallaba sobre el lecho junto al adormecido niño, salió presurosa a su encuentro y, sin cuidarse de diferencias de clase, estrechó tiernamente en sus brazos a la azorada muchacha.
— ¡Oh, hija mía—dijo—, de cuántas gracias te soy deudora! ¡Qué noble acción la tuya, de qué interminable pena me has librado y qué imponderable gozo me has causado! Sin ti, mi niño, que tan dulcemente reposa ahora en el lecho, yacería frío y muerto en el abismo de aquel pozo. Has arrancado de la muerte a mi hijo y me lo has regalado. Desde ahora serás mirada como una hija mía, y en mí hallarás una verdadera madre. Quédate a mi lado para siempre. Y tú—dijo, volviéndose a Tecla con seriedad, aunque afablemente y sin arrebato de cólera—, no puedes permanecer por más tiempo a mi servicio; has cumplido mal el facilísimo deber, que debiste desempeñar como sagrado, de no perder de vista al niño. En vez de cuidar del niño, por poco no has sido su asesino. Hoy mismo te mandaré pagar el salario y mañana saldrás de este castillo.
Tecla lloraba y gemía, implorando perdón y gracia. Se echó a los pies de la señora, diciendo que, como pobre huérfana, no sabía adónde acogerse, y que se enmendaría de todas veras.
Pero la señora repuso:
—Eso lo has prometido muchas veces, y aun no lo has cumplido. Para nada puedo ya fiarme en ti; y aunque me cuesta sentimiento despedirte, yo no puedo, por complacerte, exponer a mis hijos a un continuo peligro de muerte. Vete, pues, y condúcete con más juicio.
Rosa replicó :
—Permitidme, noble señora, que diga una sola palabra en favor de Tecla, y no llevéis a mal mi atrevimiento.
— Es cierto y tenéis mucha, razón en que Tecla ha faltado. Su distracción ha ocasionado a vuestro corazón maternal un doloroso golpe y por poco más hubiera costado la vida a vuestro hijo; pero Tecla, que por desgracia no lo pensó antes, recibirá como un aviso este terrible acontecimiento, y de seguro no volverá en toda su vida a obrar de ese modo.
—¿No ha procurado repararlo eficazmente? ¿No ha trabajado juntamente conmigo, y hasta, como vos misma habéis presenciado, expuesto su vida para; salvar a vuestro hijo? ¿Ha de hablarse solamente de su falta, y nada absolutamente se ha de decir de su ayuda? Después de habernos mostrado verdaderamente como una alma buena y leal en la salvación de vuestro hijo, ¿querríais sin compasión echarla de aquí y mandarla despedir llorando?
Ved cómo Dios ha oído ahora mismo vuestra súplica. ¿Desdeñaríais en la misma hora las súplicas y ruegos de una desgraciada? Os ha mostrado Dios compasión; mostradla también con los demás. Dios os ha regalado vuestro caro hijo; no os sustraigáis ahora, de ser la buena madre que cuide de esta pobre huérfana desamparada. Dios perdona al arrepentido que de corazón desea volverse mejor; perdonadla también vos. Dios os presenta una bella ocasión de acreditar prontamente con hechos las gracias de que le sois deudora, perdonando a la afligida Tecla y admitiéndola nuevamente en vuestra gracia.
¡Ah! ¡Cuánto nos hemos alegrado Tecla y yo por la feliz; salvación del niño, vertiendo como vos lágrimas de regocijo! Vos, la más dichosa de nosotras, pues nos superáis en el regocijo de madre, ¿quisierais labrar una desdicha? ¿Seríais capaz, antes de enjugarse en vuestras mejillas las lágrimas de contento, de hacer brotar por los ojos de la pobre Tecla lágrimas de dolor, sin enjugarlas nuevamente- con benigna mano ? De ningún modo, noble señora, no seríais capaz de ello.
Por lo que a mí toca, no acepto la plaza que se me ha ofrecido. Temería cometer un pecado con desalojar de su colocación a una pobre doncella y construir mi dicha sobre la ruina ajena.
La señora, con los ojos muy abiertos, miraba a la supuesta zagala del carbonero, y dijo:
—No sé verdaderamente si admire más tu heroísmo o tus magnánimos sentimientos. ¿Quién sería capaz de resistir a semejante intercesora? Tecla no perderá su plaza; pero, sin embargo, tú estarás a mí lado, y ya no te apartarás de mí, joven a quien casi llamaría milagrosa. No me hallo ahora en estado de remunerarte cumplidamente, puesto que mi esposo está muy lejos y yo me veo encerrada en este castillo como una pobre cautiva; mas espero que presto amanezca el día en que mi esposo vuelva de la campaña y te recompense magníficamente. Entretanto, deja tu servicio en casa de la portera, y ven a ser mi hija, mi compañera y amiga. Te mandaré vestir de nuevo, pues tú has nacido para un estado mejor que el de criada.
Rosa quedó conmovida con el proceder de la benigna y afable señora, que con tanto cariño la trataba y con tal generosidad perdonaba también a Tecla arrepentida. Sintió una cordial estimación hacia la señora, y gustosa habría quedado a su lado. Pero se acordaba de su padre, a quien entonces no podría ver tan a menudo, ni confiarlo a manos ajenas, y vacilaba en descubrir el secreto de ser hija de Edelberto. Quiso primeramente pedir consejo a su padre, y con este objeto dijo:
—Perdonadme si tampoco puedo aceptar vuestras ofertas. Agradecida reconozco vuestros favores; pero cuando hemos hecho en la tierra algún bien con ayuda de Dios, mejor es que no admitamos ninguna gracia y la esperemos para después en el Cielo. Por otra parte, me hallo tan satisfecha y contenta en mi servicio, que no anhelo otro puesto. El estado no desdora al hombre, sino la manera de cumplir sus deberes. Yo, como criada del carcelero, tengo ocasión de hacer algunos pequeños beneficios a los presos; con esto soy dichosa; no me hagáis desgraciada con vuestros favores.
—Criatura singular—dijo la señora—, no te comprendo. Cuanto dices de felicidad en tu lóbrega portería y de desgracia junto a mí me parece cosa muy rara. ¿ Nada hay en que yo pueda serte útil? Pide lo que quieras, y yo te prometo por mi honor que, si es posible, lo tendrás.
—Pues bien—dijo Rosa—, recojo vuestra palabra; pero concededme todo el tiempo que necesite para pensar lo que os deba pedir. Creo que no tardará el momento en que podáis hacerme un gran favor ; entretanto, dejadme en mi feliz oscuridad. Perdonad, por tanto, que me ausente ahora: no puedo dejar sola por más tiempo a la niña enferma de la portera. — Y bajó presurosamente a la portería.
La señora, cuyo nombre era Hildegarda de Fichtemburgo, se distinguía tanto por su noble corazón como por su ingenio; supo estimar los nobles sentimientos de Rosa y sintió la más íntima benevolencia para con ella; pero no veía bien claro su proceder, y no sin fundamento creyó notar en todas sus maneras algo misterioso, y apoyada la mano en su cabeza se puso a meditar.
—¿Cómo esta pobre zagala de carbonero—decía la señora—ha adquirido tales sentimientos y tal manera de expresarlos? ¿De dónde le viene el continente con que ella entró en el aposento y los ademanes con que se condujo en todo? Habló conmigo con tanto desembarazo como si desde mucho tiempo estuviese familiarizada con los nobles y hubiera recibido la más esmerada educación. Todo esto me causa una extrañeza casi mayor que mi maravilla por su heroísmo, discreción y presencia de ánimo. ¿Cuál puede ser la causa que, sin duda, medie para no desear ella estar constantemente a mi lado, puesto que así se hallaría tan mejorada? Alguna cosa debe de ocultarse aquí. ¿Habrá cometido esta muchacha algún extravío, poseerá algún secreto de cuyo descubrimiento deba ruborizarse? No lo creo. Sin embargo, la examinaré más de cerca.
Dio inmediatamente comisión al viejo castellano de observar con cuidado todos los pasos y movimientos de Rosa. El hombre lo hizo y nada tenía que noticiar sino cosas sumamente loables. Pero una mañana, con el rostro sofocado vino a traer la nueva de que Rosa, a deshora de la noche, cuando todos estaban en el más profundo sueño, visitaba en la prisión al caballero enemigo y permanecía con él largas horas.
—El caso—dijo—me parece extraordinariamente delicado y peligroso, y esta muchacha pudiera acarrearnos una gran calamidad si favoreciese la fuga del caballero, para lo cual no le falta valor a la decidida doncella. Yo, con todo, ignoro lo que ellos conciertan entre sí, pues habiendo escuchado con el mayor ahínco junto a la puerta de la prisión, no pude percibir más que un murmullo ininteligible.
Mas esto no procedía de que Edelberto y Rosa hablasen en voz baja, sino de que el viejo era medio sordo.
La señora de Fichtemburgo quedó no poco admirada y dijo:
—Edelberto es nuestro mayor enemigo, nuestro enemigo de muerte, lo cual me ha protestado muchas veces mi esposo cuando le rogaba que no atormentase tanto a este desgraciado caballero. Mi Cunrico me ha contado de Edelberto tantos agravios, que yo no puedo dudar de la gran enemistad que Edelberto nos ha guardado. No me place que esta joven forastera trate con tal confianza a nuestro más encarnizado enemigo: yo misma iré a oírlos un día.
Mandó al castellano que tuviese cuidado de avisarla si Rosa volvía a visitar al caballero, pero sin hablar de tal cosa con nadie en el castillo. Entretanto veía .casi diariamente a Rosa, la trataba con especial bondad y hacíale todo género de regalitos.
Al cabo de algunas días, el castellano vino por la noche a decir
—Ahora ha ido, señora.
Envolvióse ésta con un negro manto de seda y se fue corriendo junto a la puerta de la prisión.
—Seguramente —decía consigo mismo— no es loable lo que yo hago, y escuchar es cosa reprensible. Sin embargo, lo hago porque sinceramente busco el bien de esta pobre muchacha, y al mismo tiempo no puedo descuidar la seguridad de los míos.
La puerta había quedado entornada solamente y había una luz en la prisión; podía oír palabra por palabra cuanto se hablaba. Así, pues, se colocó a escuchar lo que decían Edelberto y Rosa.
—Los melocotones son excelentes —dijo el caballero preso— y de la misma calidad que los daba en nuestro castillo aquel árbol criado junto a la torre. Siempre han sido mi fruta favorita; son agradables a la vista por su animado y suave color encarnado, confortantes para el olfato, jugosos y delicados al gusto.
— ¡Oh, Dios mío! —dijo Rosa— Se me saltan las lágrimas siempre que veo melocotones como ésos. Si algún día pudiera yo, amado padre, coger las lindas frutas de aquel árbol, y como en tiempos pasados llevarlas a vuestro aposento en una limpia cestita, cubierta con hojas de parra...
—Da gracias a Dios, querida hija —dijo Edelberto—, de que me las puedas traer aquí. Creo que me dijiste que este año apenas se han cogido diez en este castillo, y de ellos te ha dado tres la señora. Es muy buena, muy buena para contigo.
—Por eso—dijo Rosa—pienso de continuo en que debo decirle algún día que soy vuestra hija. Me parece que el secreto estará bien guardado en su pecho, y ella mejor que nadie podría implorar de Cunrico la gracia de poneros en libertad.
—Yo no lo creo así —dijo Edelberto—; no tienes la menor idea de cuánto me odia. El corazón de esta excelente señora puede ser blando y suave como la tierna y esponjosa carne de este melocotón; pero el Corazón de Cunrico es duro como este hueso, que antes de partirlo te romperías los dientes.
— Pero, sin embargo, me parece—dijo Rosa—que sabiendo Cunrico que vuestra hija fue quien, con ayuda de Dios, salvó la vida a su. hijo, no os dejará perecer en esta prisión. Si yo me arrojo a sus pies y se lo pido... ¡ah! seguramente no me desoirá.
—No lo creas tan fácilmente—dijo Edelberto— le conozco demasiado bien. Aunque juzgue muy bella tu acción por el beneficio que le produjo, y aunque piense mostrarse agradecido contigo, no podrá resolverse a apagar su odio contra mí, porque lo tiene muy arraigado; antes sacarías de cuajo una encina.
—Pero, querido padre— dijo Rosa—, si se le pudiera convencer de que vos, a quién él de todo ha despojado, le amáis, sin embargo, y bendecís, y gustoso le colmaríais de bienes; de que vos me habéis enseñado a amarle a él y a todos los suyos, a bendecirlos y hacerles bien; de que yo, sin vuestras amonestaciones, quizá no me hubiera apresurado con los gritos del niño a bajar al pozo ni a salvar a su hijo, y de que vos, por tanto, sois la causa primera de su salvación, ¿no desharía todo esto su duro corazón, como el templado aire de la primavera derrite las moles de hielo? ¿Sería absolutamente imposible ablandarle?
—Quizás—dijo pausadamente Edelberto—, quizás sea posible, mas para mí no es siquiera verosímil. Sea como fuera, por ahora nada hay que hacer, y he de estar en la, prisión hasta que él venga; aunque la señora me diese la libertad, yo no la aceptaría sin su consentimiento pues a ella le costaría muy cara; dejarme andar libre no más por el castillo sería bastante para atraer mil inquietudes sobre ella... Calla, pues, Rosa; yo, en nombre de Dios, continuaré preso, pues no quiero acarrear ningún pesar a esta magnánima señora. Dios, al fin, lo dispondrá bien todo, y puesto que esta conversación nos enternece a entrambos, dejémosla por hoy.
Edelberto y Rosa se pusieron a hablar de otros asuntos. Pero la señora ya había oído bastante, y a toda prisa regresó a su aposento.
En toda la noche no pudo conciliar el sueño, y constantemente se sucedieron en su corazón el pasmo, la admiración y el dolor.
—Luego la supuesta zagala de carbonero —decía— es una señorita noble, que por estar cerca de su padre ha elegido este ruin traje y abrazado tan penoso servicio. Se ha quitado de la boca, para dárselos a su padre, las frutas y regalos semejantes que le he hecho, y por amor a él rehusó la dicha que le ofrecí, prefiriendo ¡soportar todo el peso de su actual miseria. ¡Qué corazón tiene esa niña! ¡Ah, qué dichosa sería su madre si aun viviese! ¡Y esa zagala, la hija de un padre a quien nosotros tenemos entre cadenas y ligaduras, ha salvado la vida a mi hijo! ¡Y ese padre enseñó a su hija „ pensar y obrar de tal suerte! ¡Qué impulsos de generosidad abrigará su corazón!
Prorrumpió en lágrimas y continuó:
—Sí, sí, es preciso que quede libre ese excelente hombre. Debe recobrar su castillo y sus bienes, porque tan sublime padre y tan buena hija deben disfrutar toda la dicha que merecen. ¡Ah! ¡Ojalá estuviese en mi mano sacarle inmediatamente de la prisión y devolverle todo lo suyo! Esta misma noche saldría de su triste morada y mañana haría su entrada en Tanemburgo; pero esto es imposible. Este viejo y sordo castellano, siempre terco en sostener que las mujeres no entienden en cosas de gobierno o de guerra, no acataría mis órdenes ni soltaría a Edelberto, no ya fuera del alcázar, ni aun fuera de la prisión. Tampoco admitiría nuestro castellano la idea de volver a ver a Edelberto en Tanemburgo, y si mi esposo supiera no más que yo había deseado semejante cosa, no me lo perdonaría en toda la vida. Sin embargo, si las mujeres son demasiado débiles para ayudar por sí mismas, pueden también muchas veces proporcionar ayuda con su intercesión. Probaré un día, tan luego como vuelva mi esposo de campaña, lo que influyen en él las súplicas y las lágrimas, invocando para ello la bendición de Dios. Mas entretanto —pensaba ella consigo misma—, ¿cómo me conduciré con la señorita Rosa? ¿Le diré que la conozco? Si las hostilidades entre mi esposo y su padre nada tienen que ver con ella, ¿no debo yo tratarla en absoluta conformidad con su estado, vestirla como una noble señorita, hospedarla en un aposento del castillo y traerla a mi mesa? ¡Qué extrañeza produciría esto en todo el castillo! El viejo y terco castellano, sostenido por sus antiguos camaradas, nunca consentiría que Rosa hablara con su padre ni una sola palabra, la mandaría vigilar con sumo rigor, y no habría que pensar en un encierro más suave. En tal caso, yo no lograría más que aumentar las penas de la buena señorita. No, no; nadie por ahora puede saber en el castillo que Rosa es hija de Edelberto, ni aun a ella misma le diré que lo sé. Ella y su padre, ¿qué ganarían con esto? ¿En qué apuros me pondría yo? Lo mejor es que, sin llamar la atención, haga secretamente cuanto bien pueda a esa señorita, y por medio de ella a su padre, y confíe el descubrimiento del secreto a alguna feliz coyuntura que no puede tardar.
Al día siguiente, la señora de Fichtemburgo mandó llamar a Rosa y la trató con mucha mayor benevolencia que antes.
—Sé—le dijo—que tienes gran lástima del buen caballero que hay preso en nuestro castillo y que le haces mucho bien; esto me place sobremanera y te lo alabo; pero tú, hija mía, nada tienes para ti misma.
Yo contribuiré prudentemente a tu caridad con mi cocina y mi bodega. Desde ahora vendrás a buscar a mi mesa la comida y bebida para el caballero.
Diariamente daba para Edelberto a la regocijada Rosa los manjares más selectos de su propia mesa y el vino más exquisito, mejor que el que bebía la misma señora. Todo esto lo suministraba de modo que el castellano nada supiese, y tranquilizó perfectamente al viejo acerca de las sospechas que había concebido contra Rosa. Todos los días bajaba con sus niños a la habitación del portero para visitar, como decía, a la salvadora de su hijo, y por la distinción con que trataba a ésta y la autoridad que tenía sobre la portera consiguió aliviar el pesado servicio de Rosa, la cual, en las horas libres, tenía que subir a visitar a la señora en su aposento, pudiendo llevar consigo los niños de la portera, favor con el cual se envanecía ésta y se conceptuaba dichosa con tener una criada que había sabido simpatizar de aquella manera con la noble ama. Entretanto, la señora de Fichtemburgo aguardaba con doble ansia la vuelta de su esposo; y, a no recibir noticias de que se hallaba nuevamente en paz y de su pronto regreso, se habría determinado a partir para el teatro de la guerra. Al fin volvió el caballero Cunrico a Fichtemburgo con dos caballeros más y la mayor parte de las tropas que habían salido con él a campaña. Los soldados habían adornado sus yelmos y alabardas con hojas verdes de encina, y entraron por las puertas del alcázar con grande aparato al son de los clarines. Cunrico se apeó del caballo, saludó con gozo a su esposa e hijos, que se hallaban en el patio del castillo, pasando con ellos al salón de ceremonias, seguidos de los caballeros, escuderos y más valientes soldados. Luego que hubo pasado el estrepitoso júbilo de los primeros saludos, y mientras el caballero Cunrico miraba todavía sin cansarse a su hijo, que era un lindo y florido pimpollo, la madre le contó el lance de la caída del niño al pozo y su salvación debida a Rosa. Refirió el caso con tales pormenores y lo pintó tan a lo vivo, que estremeciéndose el caballero exclamó: v
— ¡Ah, querido Everardo, en qué poco estuvo ahogarte y perderte para siempre de mi vista! ¡Qué desgracia hubiera sido para mí y para tu madre! Sólo de pensarlo se hiela la sangre en mis venas. Niño, sé más juicioso.
La madre sacó el vestido que a la sazón llevaba el niño y que guardaba para memoria de aquel lance. Enseñó al padre el rasgón que había hecho la escarpia, y Cunrico, observándolo muy atento, dijo con espanto:
—El socorro llegó en el momento más preciso, y sólo con que se hubiesen rasgado unos pocos hilos más, Everardo estaba perdido. Esta pobre criada nos ha prestado un señalado servicio, y a fe mía que obró gallarda y noblemente. Hizo mucho para ser una zagala: fue una heroicidad. La veloz resolución y ánimo de la muchacha me complacen muy singularmente. ¿La has recompensado?
—Eso—dijo su esposa—lo dejo para ti. Todo cuanto hubiera podido -darle me pareció poco, nada realmente, porque expuso su vida. Casi perdí el sentido cuando yo la vi en el cubo mecerse sobre el abismo, y esto no- alcanzan a pagarlo algunos escudos de oro. Preferí aplazar para tu regreso su recompensa, y espero que no me dejarás avergonzada.
El caballero experimentó una emoción cual nunca había sentido en su vida, y a fuer de hombre impetuoso quiso al momento ver a la muchacha. Rosa fue llamada, y con modesto porte entró en el salón. El caballero la saludó con halagadoras exclamaciones:
— ¡Salve, joven heroína, salvadora de mi hijo! Pero ahora recuerdo que ya nos conocemos. Sí, sí; yo te vi una vez en la habitación del portero; mas entonces no había notado en ti que encerrases semejante valor. Te soy, pues, deudor de las más eminentes gracias, porque sin ti sería un padre desgraciado, y este día se me habría convertido en el día del más amargo pesar. Pide lo que quieras y lo tendrás. Sí —exclamó altamente en el exceso de su gozo paternal y como hombre que nunca había aprendido a moderar sus ímpetus—, te juro bajo mi palabra de honor, como caballero, que si tú deseases uno de mis dos castillos de Fichtemburgo o Tanemburgo, te lo cedería.
Rosa, tranquila y con virginal modestia, dijo:
— Gran palabra habéis empeñado, señor, y bien lo han oído estos •dos nobles caballeros. Yo os pudiera pedir un gran favor sin que os fuera posible negármelo; pero yo no deseo favor alguno, solamente os pido justicia. Devolvedme a mi padre y restituidnos lo que nos habéis quitado.
— ¡Cómo! ¿Qué quiere decir eso? —preguntó Cunrico sorprendido— . ¿Os he robado yo y saqueado? ¿Quién eres tú, quién es tu padre?
—Soy Rosa de Tanemburgo—contestó—, y Edelberto es mi padre. Soltadle de la prisión y restituidle sus bienes.
Los dos caballeros forasteros, todos los escuderos y soldados que se hallaban en el salón quedaron atónitos. Pero el caballero Cunrico retrocedió un paso y permaneció como una estatua. Tan profunda y vehemente como fue su emoción por la hazaña de la hija, se levantó brutal y violentamente su fuerte y envejecido encono contra el padre, y una espantosa lucha de sentimientos contrapuestos se agitaba en su corazón. Blanco estaba como la pared, miraba ferozmente con sus ojos negros en derredor de sí y murmuraba entre dientes:
— Gustoso daría uno de mis dos castillos si me hubiese hecho el favor cualquiera otra persona que no fuera la hija de ese hombre.
Todos los del salón se sobresaltaron con aquella repentina mudanza del caballero, y silenciosos se miraban unos a otros con ojos extraviados.
Entonces la esposa de Cunrico, hablando con dulce voz, dijo:
— Sólo desde hace muy pocos días sé que esta infeliz muchacha pobremente vestida es hija de Edelberto. En ese pobre traje, impulsada por el más acendrado amor a su padre, vino a nuestro alcázar para poder visitarle en la prisión, consolarle en su triste soledad, servirle y partir con su amado padre el alimento que se quitaba de la boca. Al efecto entró a servir al carcelero, y ha soportado con celestial paciencia todas las extravagancias de la carcelera, en cuya casa no había podido subsistir la más infeliz doncella de la comarca. Tomó a su cargo las más duras faenas, que para ella debían de ser cien veces más duras que para una muchacha cualquiera. El corazón se me partía siempre que desde mi ventana veía a Rosa, una señorita de nacimiento igual al nuestro, cómo llevaba sobre la cabeza un pesado cubo de agua, o cómo barría el patio del castillo, llevando una escoba lo mismo que la más inferior criada. No he dejado traslucir que estuviese yo enterada de su condición, porque sin aprobación tuya nada me atrevo a determinar sobre este asunto. Con ansia esperaba tu regreso; pero ahora, carísimo Cunrico, no causes por más tiempo la infelicidad de padre e hija. Aunque la señorita Rosa no hubiera librado de la muerte a tu hijo, solamente el encendido amor que profesa a su padre debería conmoverte y reconciliarte con el padre de semejante hija.
— Por mi espada —exclamó entonces Sigeberto, uno de los dos caballeros forasteros—, lo que la señorita ha hecho por su padre vale infinitamente más que cuanto aventuró por el niño. Para la salvación del niño bastaba un momento de valor, que también pueden tener a veces los corazones menos nobles; pero los prolongados y amargos padecimientos que con prodigiosa constancia ha soportado la señorita por amor a su padre revelan un alma grande; semejante amor, tan puro y tan fortalecido, es una verdadera joya. En tu lugar, Cunrico, yo no pensaría por más tiempo en lo que debiera hacer.
— Cunrico —dijo Teobaldo, el otro caballero—, si Edelberto se hubiera conducido torcidamente contigo, bastante daño podría haberte hecho. ¡Por Dios! Mientras con los enemigos exteriores peleabas ahora en el campo, aquel a quien tú tenías por tu mayor enemigo era el que en medio de tu castillo y con su hija tenía las llaves de su prisión. Mil ocasiones habrán tenido, si hubiesen querido aprovecharlas, de incendiar el castillo por la noche y escaparse con el tumulto. Cunrico, Cunrico, ningún motivo legítimo tienes para ser enemigo del bizarro Edelberto.
Cunrico, con la vista inmóvil, permanecía como absorto. Alentaba con pena y se pasaba la mano por la ardorosa frente. Estaba como si nada entendiese de cuanto le decían su esposa y los dos caballeros. Llenos de inquieta esperanza se hallaban clavados en él los ojos, de todos. Rosa, suspirando, miraba al cielo, y en el salón reinaba un imponente silencio.
Entonces su esposa se acercó más a él y con gran ternura le dijo :
—Querido Cunrico, una sola cosa más te diré. ¡Ah! Dígnate oírme. Cunrico, tú crees que Edelberto es tu más furibundo enemigo; pero vives muy equivocado. ¡Ah! Si él lo fuese para contigo, ¿cómo había, de ser posible que yo, tu fiel consorte, intercediera por su libertad? Más bien te aconsejaría que le mandases vigilar en la prisión con mayor cuidado. Pero nada hay de lo que tú te has figurado, y presto te convenceré de ello. Atiende: yo he sido la única que descubrió que Rosa era hija de Edelberto, y hasta este momento en que ella misma, se te ha dado a conocer, nadie sino yo lo ha sabido en todo el castillo. Las gentes a quienes tú confiaste el alcázar nunca lo han sospechado, ni tú mismo lo hubieras presumido. A no ser por mí, nadie, ni tú mismo leal castellano, habría sabido por qué Rosa visitaba por las noches al caballero preso. Quise conocer qué objeto tenían estas visitas, y (no puedo confesarlo sin rubor delante de ti y de estos insignes caballeros y escuderos) una noche bien tarde me puse a escuchar junto a la puerta cuando hablaban padre e hija en la prisión. Más solícita por ti y por tu castillo que por mí, di este paso que yo misma me afeaba; y hasta ese punto llegaron mis desvelos por ti. Yo quería saber por mis propios oídos si algún plan se tramaba contra, ti. Ni el padre ni la hija pensaban ni podían pensar que yo escuchase sus palabras; pero ¡ gran Dios! ¡Qué hube de oír! ¡Cuán avergonzada quedé! ¡ Qué buenas, qué buenas son estas personas! El desdichado preso ningún rencor ni deseo de venganza siente respecto a ti. No sólo aplaudió la hazaña de su hija, sino que la excitó eficazmente a realizarla. Él fue quien paternalmente la amonestó para que nos amase y nos hiciera cuanto bien estuviese de su parte. Sin estas cordiales amonestaciones del padre, acaso Rosa no habría salvado a tu hijo. A él, al buen Edelberto, antes que a nadie, tienes que agradecer aquella salvación. ¿ Podía ser él enemigo tuyo? ¡Ah! ¿Cómo has de ser tú capaz de irritarte nunca más contra él? Mas ¿ cómo es que estás dudoso e irresoluto ? ¡Ah, Cunrico! De ningún modo, tú no quieres ni puedes dejar a la señorita Rosa que sin ser oída se ausente de esta sala. ¡Por Dios, calma su corazón! Cunrico dijo con voz oscura y entrecortada:
— Rosa puede volver a tomar posesión de Tanemburgo con todas sus pertenencias, y yo en nada me opongo; pero Edelberto debe permanecer donde está.
Ni una vez volvió a mirar a su esposa.
Ésta entonces se volvió a su hijo y conmovida íntimamente exclamó, anegada en llanto:
—Ven, Everardo, empéñate con tu padre en favor de tu salvadora, para que, no a medias, sino completamente oiga sus ruegos. Ponte de rodillas y eleva hacia él tus manecitas. Mira, yo delante de él me arrodillo contigo, yo te ayudaré a suplicar, yo te iré diciendo palabra por palabra; repite tú.
La encantadora criatura, viendo afligida a su madre y también a Rosa, a quien estimaba casi tanto como a su madre, ambas con ademán tan triste y corriendo las lágrimas de sus ojos, comenzó igualmente a llorar. El severo semblante de su padre le asustó, y comprendió perfectamente que importaba mucho amansar al encolerizado padre. Hincóse de rodillas en el suelo, trémulo alzó las manecitas, y con firme y clara voz que penetraba al corazón fue diciendo lo que la madre le dictaba:
—Querido padre: No seas rígido, no vaciles tanto en libertar al padre de Rosa. Rosa no vaciló nada en exponer su vida por mí. Mira a esta buena señorita que me sacó del pozo; libra tú ahora también de la cárcel al caballero Edelberto. Ella me libró de horrible muerte; no permitas tú que su padre sucumba en la prisión. Ella, carísimo padre, te hizo conmigo, hijo tuyo, un regalo; devuélvele tú también a ella, hija amadísima, su caro padre. ¡Oh, querido padre! No mires a un lado: mira no más que a mí, a tu hijo. Escucha: si no hubiese sido por la señorita Rosa, tú nunca más habrías visto este mi semblante, ni estos ojos míos que brotando lágrimas se elevan hacia ti. Estas manos que yo levanto hacia ti ahora estarían corrompidas en la tumba...
— Detente, ya es demasiado —exclamó entonces el caballero Cunrico.
En vano se esforzó para reprimir las lágrimas que, en concepto suyo, no estaban bien vistas en un caballero. Habló dirigiéndose a Rosa:
—Vuestro padre, señorita Rosa, está libre y le devuelvo su castillo con todos los bienes: cometí con él una injusticia. Hombre que ha educado tal hija no puede ser malo.
— ¡Ah, loado sea Dios! —exclamó entonces la noble Hildegarda, y vertiendo raudales de lágrimas echóse al cuello de su esposo y mandó a Everardo besar la mano de su padre. Rosa vio el cielo abierto, y ambos caballeros, sin poder contener sus lágrimas, presentaron a Cunrico en estilo caballeresco su mano derecha.
—Sois un verdadero noble —dijo el caballero Teobaldo—, y desde ahora os estimo doble que antes.
—Habéis obrado—díjole Sigeberto—cual convenía a un bizarro caballero. Ser justo es más que ser valiente, y vencerse a sí mismo vale más que vencer a los enemigos.
Los escuderos y demás soldados, muchos de los cuales enjugaron algunas lágrimas, gozosos susurraban entre sí, y en voz alta alabaron al caballero.
—Esto es hermoso, noble —decían unos tras otros, y al fin todos a una voz gritaron de todo corazón—: ¡Vivan Cunrico, Hildegarda y Everardito! ¡Vivan Edelberto y Rosa!
El caballero Cunrico, a consecuencia del ascendiente que desde aquel instante adquirieron en su corazón los sentimientos nobles, se hallaba como transformado en un hombre nuevo. La conciencia de haber vencido su pasión y escuchado la voz de la razón le llenaba de un sublime contento nunca experimentado; y del mismo modo que la calma viene después de la tempestad, nacieron en su pecho por la vez primera la paz y el sosiego. Su semblante se había alegrado y el júbilo asomaba a sus ojos. Hasta el pequeño Everardo advirtió esta feliz mudanza y dijo:
—Ahora, querido padre, miras tan afablemente como mi madre y la señorita Rosa: ahora puedo contemplarte con mucho gusto y tenerte mucho amor.
La señorita Rosa se acercó al caballero y le dio las gracias con muy encarecidas expresiones.
—Vamos, vamos—dijo Cunrico—, mi apreciable señorita, no deis tanto valor a mi resolución. Yo no merezco alabanzas ni gracias, y habría sido un inhumano en obrar de otra suerte. Dejad eso aparte y no lo recordéis más. Anhelamos ver a vuestro padre fuera de la prisión, y ya tendría por un crimen hacerle pasar ni un solo instante más en ella. Puesto que a vos tiene que agradecer su libertad, vos también se la debéis anunciar; pero al tiempo de realizarlo decidle también algo en mi favor para que me perdone la injusticia que le hice.
La señora Hildegarda hizo entonces una seña a su esposo y fuese con él a la ventana para hablar en secreto. Cunrico hizo con la cabeza dos alegres inclinaciones de aprobación a Hildegarda, y ésta dijo en seguida a Rosa:
— Venid primero conmigo, estimada señorita. — Y la llevó a un suntuoso aposento, en el que ya desde algún tiempo antes estaban dispuestos los vestidos y joyas para el momento en que Rosa pudiera ser rehabilitada.
Rosa limpió el color moreno de su semblante, y la señora Hildegarda, después de haberle arreglado su abundante cabellera, le puso un lujoso vestido blanco con valona levantada y hecha de los más finos encajes. Rosa apareció entonces indeciblemente bella, y su florido rostro aventajaba al hechicero blanco y encarnado de una fresca flor de manzano; caíanle por sus espaldas los espirales rizos, y todo su continente y figura publicaba su nobleza nativa. La señora la miraba con la más placentera sonrisa, pero guardaba silencio, por creer indiscreto envanecer a una señorita con pomposos elogios de su hermosura.
La señora Hildegarda sacó en seguida un lindo cofrecito de lustroso ébano muy bonitamente esmaltado de oro.
—Ved aquí —dijo al abrir el cofrecito—, querida señorita, el aderezo de vuestra difunta madre. Mi marido, que lo estimaba como una rica presa, me lo había regalado; pero nunca llevé estas joyas, pues hubiera creído una ignominia engalanarme con alhajas robadas. El aderezo, como propiedad vuestra, ha sido sagrado para mí y siempre anhelé el momento de restituíroslo. Recibidlo ahora de mi mano: no le falta ni una sola piedra, ni una perla.
Rosa, con franco agradecimiento, tomó el aderezo. Contempló las hermosas piedras y perlas, pero no mostró un gozo tal como la señora Hildegarda esperaba, dada la juventud de Rosa.
— ¡Oh, bienaventurada madre mía! —dijo Rosa, inundados sus ojos en lágrimas— ¡Qué vivo recuerdo tuyo son para mí estas piedras, que me son preciosas únicamente como una memoria tuya! ¡Ah, nobilísima señora—dijo a Hildegarda—, mirad este anillo de diamantes, que fue el de desposorio de mi buena madre; como regalo de boda recibió de la princesa este collar de perlas, y estos pendientes de diamantes fueron un regalo que mi padre le hizo el día de mi nacimiento! ¡Oh, Dios mío! Todavía me parece que estoy viendo a mi cara madre adornada con estas perlas y piedras. ¡Ah! ¡Qué caducas criaturas somos! Estas perlas y piedras aun brillan con inalterable esplendor, en tanto que la figura de aquella majestuosa señora ya se corrompió y es polvo. ¡Qué sería del hombre, la criatura más magnífica de Dios sobre la tierra, si no esperase en otra vida de más larga duración que estas centelleantes piedras!
La señora Hildegarda dijo:
—Querida señorita, esas lágrimas que relucen en vuestros ojos tienen más valor que todas estas perlas, y vuestros nobles sentimientos son de más estima que estas piedras preciosas. Cuando también se halle convertido en polvo vuestro florido semblante y cuando el poder del tiempo haya igualmente desmoronado estos sólidos diamantes, aun serán vuestros nobles sentimientos el ornato de vuestro esclarecido espíritu y le darán gracias mayores que cuantas puede prestar a vuestro cuerpo este suntuoso aderezo.
La señora Hildegarda adornó la cabellera y cuello de Rosa con aquellas perlas de dulce esplendor, le puso los relumbrantes pendientes y le colocó en el dedo el rico anillo de diamantes; pero el anillo le venía demasiado ancho y Rosa dijo sonriendo:
— Podemos dejar el anillo, porque además no cuadra a mis pocos años, y sólo una señorita prometida puede llevar anillo.
Mas la señora Hildegarda contestó:
— Mirad; el anillo, que es demasiado ancho para el penúltimo dedo, ajusta perfectamente en el dedo índice; llevadlo, pues, en éste. La mano de la hija que tanto bien ha hecho por su padre, sin duda merece ir adornada con piedras preciosas.
La señora Hildegarda acompañó entonces a la señorita Rosa hasta la puerta de la prisión. Rosa abrió prontamente la puerta y al entrar exclamó:
— ¡Loado sea Dios! ¡Querido padre, ya estáis libre!
Pero Rosa quedó en extremo sorprendida al ver a su padre vestido como otras veces en días feriados, con traje de caballero, de terciopelo negro, adornado con la cadena de oro de la cual pendía la condecoración, y puestos a su lado los dos caballeros Sigeberto y Teobaldo.
La señora Hildegarda, al hablar en secreto con su esposo, le había dicho que mientras ella vestía a Rosa como señorita, él también debía mandar vestir en traje de caballero a Edelberto, y que Sigeberto y Teobaldo podían entretanto preparar algo al buen Edelberto para evitarle la fuerte impresión de un goce inesperado, si bien no debían dejarle traslucir que estuviese tan próxima su libertad, a fin de no privar a la noble hija del júbilo de ser la primera en anunciársela. Los dos caballeros con mucho placer se encargaron de aquella comisión, y ellos mismos llevaron a Edelberto el traje y le ayudaron a vestirse.
Edelberto abrazó a su hija y le dijo:
— ¡Ah, idolatrada Rosa mía! Tú, con ayuda de Dios, has alcanzado una victoria que un ejército entero no habría arrancado con espada en mano. La violencia de las armas hubiera podido demoler el alcázar del caballero Cunrico y triunfado solamente de su cuerpo; pero el suave poder de tu amor a tu padre y a todos los hombres ha conquistado el corazón de Cunrico, y de enemigo que era le ha convertido en amigo. Demos gracias a Dios. Él lo ha dirigido todo prodigiosamente; Él es quien bendijo tu amor filial y ha coronado tus esfuerzos con el éxito más dichoso.
Inmediatamente advirtió Edelberto cuán ricamente adornada venía Rosa con perlas y pedrería.
—Bien—dijo—; Dios no sólo ha concedido lo que tú tantas veces le pediste y dado la libertad a tu padre, sino que, además, te ha regalado nuevamente el aderezo de tu bienaventurada madre. Frecuentemente con el corazón enternecido he pensado en que por amor a mí vendiste tus pendientes, última joya que te había quedado de todo el esplendor de tu clase; y Dios, sin que tú lo esperases, ahora te da una copiosa recompensa. Dios es leal remunerador, y en sus recompensas tiene presente aquello en que nosotros nunca habíamos pensado.
Ambos caballeros, Sigeberto y Teobaldo, quedaron sumamente admirados de la hermosura de Rosa.
— Verdaderamente, graciosa señorita—dijo Teobaldo—, no habéis hecho a vuestro padre pequeño sacrificio ocultando ese hechicero rostro bajo el color atezado y desfigurando vuestro talle por medio de aquel pobre traje. Sois realmente bella como un ángel.
Rosa se ruborizó y tomó aquello por una lisonja que no merecía, Sigeberto, el otro caballero, dijo:
— La hermosura es la menor dote de esta señorita, y vale infinitamente más el acendrado amor a su padre. Como un ángel descendió a la prisión de éste para mitigar su quebranto, y hoy aparece como un ángel para anunciarle la libertad que ella misma le ha procurado.
Rosa manifestó los ruegos de Cunrico para que su padre le perdonase, y conmovido en extremo Edelberto, dijo:
—Tú ves mis lágrimas y sabes que hace mucho tiempo que le he perdonado.
En aquel instante en que así hablaba se abrió la puerta de la prisión y entraron el caballero Cunrico y su esposa, con el niño Everardo en medio. Edelberto y Cunrico se dieron las manos, a usanza de caballeros, y se abrazaron con la más intensa emoción. Desapareció todo odio; probaron la dicha de la reconciliación y solemnemente se prometieron amistad eterna.
El bondadoso Edelberto tuvo un particular gozo en ver a la encantadora criatura cuya vida había salvado Rosa. Fatigado por las impresiones precedentes, sentóse en el escaño de la prisión, tomó el niño en su regazo, mirándole tiernamente con ojos anegados en lágrimas, le dio su bendición y dijo:
—Cara y hermosa criatura, permita Dios, para gozo de tu padre y de tu madre, que crezcas y llegues a ser un gentil caballero.
— ¡Ah, mi estimado caballero! —dijo la madre del niño—Dios haga que esta criatura nos ame tanto como a vos vuestra hija y que le iguale en nobles sentimientos. Entonces seremos los padres más felices de la Tierra.
Acabó el día con una festiva cena en el salón de ceremonias, vistosamente alumbrado. Edelberto y Rosa fueron invitados a ocupar el puesto preferente en la mesa. Cunrico se sentó al lado del primero, e Hildegarda junto a Rosa. Todos los convidados estuvieron muy alegres, pero sobre todo Cunrico, a quien no se había visto en muchos años tan complacido. Él mismo lo encareció expresándose así:
— En mi vida estuve tan contento de ánimo como hoy me encuentro.. Mi loca enemistad contra ti, querido Edelberto, envenenaba mis mejores deleites. ¡Qué puede haber más venturoso que la confianza y la paz! Bien conozco ahora que el rencor y la enemistad provienen, del infierno, y del Cielo el amor y la amistad.
Cunrico mandó para aquel día sacar los grandes vasos de plata magníficamente dorados por dentro y llenarlos con los vinos más exquisitos y añejos que había en la bodega. Pero Edelberto tenía junto a sí la linda copa de plata con que solía beber en su propio castillo y que estimaba como un precioso recuerdo de su abuelo. Rosa inmediatamente reparó en la copa, y con sólo una mirada dio gracias por la atención a la señora Hildegarda.
Cunrico tomó antes que todos el vaso de plata y brindó por la salud de Edelberto y Rosa. Los dos caballeros Sigeberto y Teobaldo siguieron su ejemplo. Edelberto bebió también y dijo muy significativamente:
— Con este fuerte vino, señores caballeros, debemos tener mucho- cuidado, pues sería capaz de echar al suelo a unos guerreros todavía no vencidos por enemigo alguno y que no temen los alfanjes turcos.
Rió Cunrico de la gracia con que le hizo el elogio de su vino, y al mismo tiempo, habiendo comprendido la indirecta, dijo a Edelberto:
— Tengo muy presente que, siendo pajes en la corte del Príncipe, tú siempre nos aconsejabas la templanza, a mí y a nuestros camaradas de juegos; y, efectivamente, razón tenías para ello. Pero ahuyentemos los cuidados y alegrémonos hoy entre nosotros con todo placer hasta saciarnos. Lo haremos con orden, y cada cual antes de beber dirá un brindis. Tú, Hildegarda, y vos, señorita Rosa, debéis entrar asimismo en el brindis.
Hildegarda y Rosa brindaron también, aunque apenas tocaron con los labios aquellos ardientes vinos. Los brindis y saludos que obtuvieron más aplauso fueron:
El de Edelberto: «A que todos los alemanes vivan en paz e intimidad. »
El de Teobaldo: «A que todas las señoras y señoritas igualen en sus amabilísimas virtudes a la señora Hildegarda, a la encantadora Rosa y a la bienaventurada Matilde.»
Y el de Sigeberto: «A que todos los padres eduquen a sus hijos como Edelberto y Matilde han educado a su hija, y a que todos los 'hijos reverencien y amen a sus padres como Rosa al suyo.»
Cunrico finalizó con estas palabras:
«Brindo para que todos los padres experimenten con sus hijos tantos goces como Edelberto los ha experimentado por causa de su hija.»
Al otro día, muy de mañana, Cunrico, vestido de viaje, calzado con botas y espuelas, fue al cuarto de Edelberto.
—Edelberto —gritó—, ya hace rato que he mandado a mis gentes tomar los arcabuces y ensillar. Quisiera a toda rienda partir contigo para Tanemburgo a restituirte tu fortaleza y tus bienes. Pero mi Hildegarda opina que, como un castillo en que se ha alojado por algún tiempo la soldadesca no podía ofrecer el mejor aspecto, era preciso arreglarle primero. En esto—añadió Cunrico sonriendo— tiene muchísima razón, y a mí no se me hubiera ocurrido. Quédate, pues, querido Edelberto, algún tiempo más cerca de mí con tu Rosa. Entre estas murallas has tenido días muy pesarosos: pasemos, por Santo, juntos algunos alegres.
Edelberto quedó muy satisfecho de la propuesta. Cunrico pasó con ¿d al gran salón, adonde presto vinieron también Sigeberto y Teobaldo con sus escuderos, y todos reunidos sentáronse a la mesa para tomar el desayuno. En seguida los dos caballeros forasteros, que ansiaban volver a sus casas, se despidieron de Cunrico y Edelberto y partieron con sus tropas, que los aguardaban en el patio del castillo. Cunrico al momento dijo a Edelberto:
—Ante todo es menester que veas mi alcázar y después de comer saldremos a cazar. Primeramente observa los retratos de mis antepasados que adornan este salón.
Edelberto contempló los antiguos caballeros con sus armaduras, que estaban pintados, así como las señoras, en traje vetusto. En los más se detenía Cunrico largo tiempo a contar largas cosas de ellos. Después enseñó a Edelberto la armería, en la cual había armas de todo género conservadas con el mayor pulimento y esplendor, estando colocados con igual esmero, tanto los arneses completos para jinetes -como también algunas armaduras para caballos. De allí pasaron a. recorrer todo el alcázar, y Cunrico le hacía fijarse con particularidad en las abovedadas galerías adornadas con escenas de caza pintadas y primorosamente talladas, en las que había cabezas naturales de ciervos con astas en número de diez hasta veinte. También le enseñó los establos y los valerosos y bien mantenidos caballos. Igualmente hubo de bajar Edelberto a la bodega, admirar las grandes cubas y probar de los mejores vinos. Por último, visitaron el pozo del patio del castillo, y con cierta sensación de espanto miraron al fondo ambos caballeros. Edelberto se alegró de nuevo por la noble hazaña de su hija, y Cunrico, por la salvación de su hijo. Ambos padres se abrazaron junto al pozo y dieron gracias a Dios por la salvación lograda.
La señora Hildegarda, entretanto, había enseñado a la señorita todo su menaje de casa, sus arcas llenas de blanquísima lencería, sus más hermosos y ricos bordados, la gran batería de cocina, cuyas piezas relumbraban, y otras muchas cosas notables. Después de esto abrió algunas arcas colocadas en aposentos aparte, y en las cuales estaba guardado todo cuanto de telas finas, buenos vestidos y cosas semejantes había traído Cunrico de Tanemburgo a Fichtemburgo.
—Todo lo he conservado con el mayor esmero —dijo la noble señora—, y sin dilación lo mandaré conducir a vuestro castillo. Vuestra bienaventurada madre, según me han dicho, había trabajado con sus propias manos las más hermosas de estas prendas. Todavía atestiguan su infatigable aplicación y amor a vos, pues ya en aquel tiempo la cariñosa madre pensaba en vuestra dote. Ni una sola prenda, como muy bien me consta, se halla entre ella ilegítimamente adquirida. Por tanto, acompáñalas- una bendición y nunca podréis ser despojadas de ellas.
Rosa quiso entonces hacer una visita a la portería, y fue acompañada por la señora Hildegarda. Al llegar al patio del castillo se les agregaron Edelberto y Cunrico. En aquel momento el portero se había sentado en la gran poltrona de su habitación y descansaba del viaje. Pero luego que percibió la voz de Cunrico dejó la silla, y al abrir la puerta se le presentó Rosa.
— ¡Oh, Rosa! —exclamo— Pero, perdonad, señorita Rosa, quise decir. ¡Cuánto, cuánto regocijo me dais! Entrad en la habitación con los nobilísimos señores. ¡Ah! Primero hubiera creído que se desplomaba el cielo que figurarme tener como mi criada a toda una señorita de Tanemburgo, y esto ha sido enteramente inesperado. Casi no puedo acabar de comprender cómo una noble señorita haya sido quien barriese el suelo que piso. Pero lo que más me aturde es mi torpeza en no haber advertido antes que erais vos la hija del caballero Edelberto. Hasta ayer tarde, cuando de pronto se esparcieron los estrepitosos rumores de esta rara historia por entre los habitantes del castillo y supe que erais vos su objeto, no distinguí una fuerte luz que me aclaró el motivo de vuestra compasión con el caballero preso. Ahora celebro vuestro amor filial, y según veo os lo han recompensado Dios y mi noble amo. En cuanto a mi Eduvigis, no es para dicho todo lo que demostró: casi perdió el juicio y por poco se rompe la cabeza. Ahora desea pediros perdón de las injurias que os hizo.
Los dos niños del portero estaban como espantados en un rincón. Rosa fue hacia ellos ,y les habló con su afabilidad acostumbrada, y los niños recobraron el ánimo.
La Bertita dijo :
—Señorita Rosa, estás muy bien compuesta; todo lo que llevas es bonito y nuevo, hasta la cara.
—Este engaño me habría gustado—dijo el pequeño Omar—siempre que la señorita Rosa se quedara con nosotros, porque otra tan buena no volveremos a tener en nuestra vida.
Riéronse Cunrico y los demás : Rosa preguntó a los niños dónde estaba su madre, y la Bertita respondió :
—Ahora mismo estaba aquí cortando el pan para la sopa, y aun está el plato sobre la mesa.
—Sí, sí—dijo el pequeño Omar—; cuando oyó que venían los amos escapóse por aquella puerta como si huyera del lobo.
Rosa salió por la puerta que comunicaba aquella habitación con la cocina y trajo a la portera.
La pobre mujer quedó muy avergonzada cuando vio en su presencia magníficamente vestidos al caballero Edelberto y a la señorita Rosa, con sus amos el noble caballero Cunrico y la señora Hildegarda.
—En un ratonero—dijo—me hubiera metido para no ser vista de los nobles amos, pues muy bien sabrán qué lindas palabras uso yo y qué lindos dictados he dado muchas veces a la noble señorita. Pero si yo hubiese sabido de qué alto nacimiento era mi Rosa y qué grande honor había de alcanzar, me hubiera portado de otro modo con ella.
La señora de Fichtemburgo dijo:
—Mi buena portera, el último de los hombres es de nacimiento divino, que es la más alta nobleza, y con la cual ninguna otra puede compararse. El más pobre mendigo, si es honrado, alcanzará en el otro mundo una majestad a cuyo lado nada es todo el esplendor de este mundo. Hay, por tanto, una razón para que tratemos bien hasta al último de los hombres. Vos sentís arrepentimiento y vergüenza por haber sido áspera con vuestra anterior criada, que ahora, cambiada su figura, se os presenta como una noble señorita. Nosotros estaríamos atormentados por un arrepentimiento más cruel, y aun tendríamos más vergüenza, si con orgullo y menosprecio tratásemos a los pobres en este mundo, y después en el otro quedásemos eclipsados por su majestad.
La portera se mostró muy persuadida de aquel razonamiento, y con muchas palabras y copiosas lágrimas pidió perdón a la señorita. Rosa le dijo:
—Mi querida Eduvigis, mucho os podría haber dicho; pero entonces no lo tuve por cuerdo y lo reservaba para un momento oportuno que ha llegado ya, y por tanto necesito ahora deciros cuatro palabras. Pero untes debo manifestaros delante de vuestros nobles amos y de mi padre que tenéis muchas buenas prendas. Sois buena esposa para vuestro marido, una buena madre para vuestros hijos y una excelente ama de casa. Sois incansable, aplicada, y en vuestro ajuar reinan el orden y la limpieza. Sois económica sin ser mezquina y hacéis mucho bien a los pobres. Sois servicial, afable y obsequiosa para con todos, como no se excite vuestra cólera; pero entonces, vos misma no sabéis reprimiros, diciendo y haciendo cosas que a nada bueno conducen. Esa ira vuestra llena de amargura vuestra vida y la de cuantos os rodean, y os ha dado una mala fama, como si fueseis mujer muy perversa. Efectivamente, no careciendo vos de talento, se afirma generalmente que tenéis muy poco, porque apenas os aprovecháis de él, y en vez de gobernaros por el entendimiento os dejáis subyugar por la cólera. Dominaos alguna vez a vos misma para haceros dueña de vuestra cólera, valeos de vuestro entendimiento, y creed que con mucha razón se ha dicho de la ira que es un pequeño ataque de delirio. Acordaos de que la paciencia y mansedumbre son deberes del cristiano, y tomad desde ahora la más seria resolución de mejorar en estas cualidades. Renovad esta resolución todas las mañanas y todas las noches, y aun más frecuentemente de día a la presencia de Dios, e implorad su auxilio. No os desaniméis si por el pronto no lo recibís, ni os canséis de renovar una y mil veces con la mayor seriedad vuestros propósitos. El árbol no se derriba al primer golpe. Perseverad, y al fin venceréis vuestra cólera, que, en efecto, es vuestro más cruel enemigo. Si volvéis a tener una criada que no carezca de buena voluntad, no exijáis que al momento haga todas las cosas tan hábil y mañosamente como vos. Tomaos el trabajo de instruirla a vuestro modo, tened paciencia para enseñarle muchas veces todas las cosas; reprendedle con dulzura sus faltas, y ella aprenderá a acomodarse a vos, reverenciaros y amaros. Si vos deponéis estos vuestros ordinarios defectos, todo el mundo os estimará como una excelente mujer, y si yo no os estimase, no os habría dicho ni la mitad de estas cosas. Tomad mis consejos, y así tendréis honra, alegría, felicidad y contento.
—Eso se llama hablar con talento y probidad—dijo Cunrico—. Ha sido una exhortación que deberían aprender de memoria muchos hombres y también muchas mujeres, exceptuando, sin embargo, a la mía. ¡Qué señorita tan instruida sois, mi estimada Rosa! Yo mismo me aplicaré una parte de vuestro discurso, pues cuanto acabáis de decir está de acuerdo con lo que me había dicho frecuentemente mi difunto padre, aunque regularmente me lo expresaba con una breve sentencia; «Cunrico, Cunrico, decía, más juicio y menos arrebato, y de este modo se vive mejor en el mundo.»
Al cabo de algunos días, el caballero Cunrico y su esposa partieron para Tanemburgo con Edelberto y la señorita Rosa, seguidos de un crecido acompañamiento de gente armada y de sirvientes galanamente vestidos. La fama de cuanto había ocurrido en Fichtemburgo estaba ya difundida por todas partes. En todas las aldeas y lugarcillos de Cunrico por donde pasaban, de cada casa y de cada choza salían con alegres semblantes que mostraban su contento por la intimidad de los caballeros; pero sobre todo querían ver a la señorita que había cuidado a su padre tan amorosamente y con su heroísmo sacado al niño del pozo. Cuando Edelberto llegó a su territorio, todo estaba muy tranquilo y los lugares parecían inhabitados, de lo cual se maravillaba e infería mil consecuencias, hasta que, entrando por la puerta de su alcázar, observó el patio lleno de gente. Todos sus dependientes se habían reunido y colocado allí en orden: a un lado estaban situadas en hileras las niñas, las doncellas y las casadas, todas vestidas como en días de fiesta. Burkhard, el carbonero, habló por los hombres, y su esposa Gertrudis a nombre de las mujeres. Burkhard se había hecho ejercitar por el viejo castellano en una larga y prolija arenga, empezando a relatarla en estos términos:
—Visto que, mientras que y a medida que ha sucedido, acontecido y acaecido... que... que..
Y aquí se perdió. Pero recobrándose dijo:
—Perdonad, carísimo y noble señor; en el momento de veros he olvidado todo el estudiado aparato de mi discurso, que hubiera sido muy hermoso, y ahora no sabré deciros más que una cosa : en este día me cabe tanto gozo, que sin pena moriría.
También la buena Gertrudis, en vez de las palabras aprendidas de memoria, saludó a su amo y señorita Rosa casi únicamente con lágrimas de gozo, pues era tan extremado el enternecimiento de todos los aldeanos, que entre sus llantos apenas podían percibirse más voces que las de «¡Viva, viva!» Los mismos Edelberto y Rosa, al ver aquellas hileras de contentísimas personas, se afectaron hasta derramar lágrimas. En un sitio elevado, y delante de la puerta interior del patio por donde se entraba a las viviendas del amo, se hallaban los caballeros Sigeberto y Teobaldo, entre otros muchos, con sus esposas e hijos vestidos de gala y rodeados de una numerosa servidumbre. Delante de todos estaba Inés, la buena hija del carbonero, coronada de flores y vestida de blanco, teniendo en un cojín de púrpura las llaves de la fortaleza.
—Noble señorita —dijo—, vos, después de haber sacado de la cárcel a vuestro querido padre, con vuestro amor filial le habéis abierto nuevamente las puertas de su castillo; recibid estas llaves para entregarlas vos misma a vuestro padre.
Rosa presentó el cojín a su padre, quien tomó las llaves, dirigiendo una piadosa mirada al cielo. Acordóse de aquella espantosa noche en que se halló delante de aquella misma puerta en medio de la tempestad y de la lluvia echado en una carretilla y sacado de su alcázar al mismo tiempo que Rosa, gimiendo y llorando, le seguía. El grato recibimiento que había dispuesto la esposa de Cunrico le hizo singular impresión, y dijo:
—Antes de pisar las escaleras del castillo, pasemos a la capilla. Dios ha encaminado a lo mejor todo cuanto ha sucedido y transformado el pesar en júbilo. Cantemos de todo corazón alabanzas al Señor.
Todos los caballeros y damas le dieron su aplauso y siguieron a la capilla.
Después pasaron a la mesa, que estaba ya preparada en el gran salón. El pueblo fue obsequiado en el patio; mas Edelberto no pudo esperar hasta acabar de comer, sino que en medio del banquete bajó al patio del castillo y se colocó entre sus servidores tan complacido como un padre en medio de sus hijos. Antes que a nadie, buscó al honrado carbonero Burkhard y a su buena esposa.
—Tú—le dijo—, antiguo y leal servidor, que con tu buena mujer tan placenteramente acogiste en tu casa a mi hija; tú desde ahora nunca más dejarás esta mi fortaleza y para siempre habitarás aquí. Hágote desde luego mi caballerizo, para cuyo empleo eres más idóneo que para el de carbonero, puesto que desde joven serviste en caballería, y todavía sabes montar a caballo con aire marcial. Tú, buena Gertrudis, que en mi prisión me surtiste de ropa blanca, serás desde, ahora la guardiana de mi castillo. Pero la buena Inés, que en la desgracia sirvió de tan leal compañera a mi hija, ahora en la prosperidad también estará constantemente a su lado; es imposible que mi hija halle una servidora y amiga más fiel.
Edelberto en seguida recorrió todas las mesas y habló con todos los convidados uno por uno, teniendo siempre algo importante que decir a cada cual. Cunrico, que también había bajado y seguido al lado de Edelberto, dijo:
—Es cierto, pues, que los beneficios pueden más que la autoridad, y es mucho mejor ser amado que temido.
Edelberto añadió :
—Un soberano a quien temen los malos y aman los buenos, en mi concepto es el mejor.
Edelberto y Cunrico, Rosa e Hildegarda se visitaban muy a menudo. Cunrico en todas ocasiones tomaba para provecho suyo y de sus vasallos el consejo de su amigo Edelberto. Rosa veneraba a la noble Hildegarda como a una segunda madre, y siempre procuraba aprender algo de ella. La amistad que todos mutuamente se profesaban contribuía mucho a embellecer y realzar la vida de todos.
Pero llegó una temporada en que Cunrico dejó de venir a Tanemburgo y hasta excusaba con frívolos pretextos las visitas que Edelberto y Rosa le anunciaban. Un día, inesperadamente, se apeó de su caballo blanco en el patio del castillo e invitó a Edelberto y a la señorita Rosa a que sin dilación pasasen a Fichtemburgo. Bien conocieron que había ocurrido alguna novedad, mas no alcanzaban a penetrar el secreto. Partieron, no obstante, con él, y luego que hubieron llegado a Fichtemburgo, sin darles apenas tiempo Cunrico para saludar a su esposa, dijo:
—Edelberto, es preciso que vengas conmigo, y Rosa también.
Se dirigieron al lóbrego pasillo de la prisión de Edelberto.
— ¡Por Dios! —exclamó éste asombrado—¿Adónde me llevas?
—Me horrorizo—decía Rosa—.¿Para qué iremos a la triste prisión?
Cunrico guardaba silencio; abrió la puerta de la prisión y quedaron pasmados al entrar en una hermosísima capilla, magníficamente adornada al estilo de aquellos tiempos. Recibía la luz por unas cuantas claraboyas cerradas con vidrios de colores; la bóveda y paredes estaban pintadas de azul celeste y salpicadas con estrellas doradas; el altar brillaba ricamente con esculturas doradas.
Edelberto y Rosa manifestaron su admiración y aplauso.
—He creído—dijo Cunrico—que esta transformación os agradaría. Quise sorprenderos con ella, y al efecto me privé de vuestras visitas durante la construcción. ¿No es verdad que la capilla ha resultado muy hermosa? Pero este honor corresponde todo a mi piadosa Hildegarda. Ella ha sabido con mucha discreción inclinarme a que mandase erigir este pequeño templo.
—Y mañana —continuó la señora Hildegarda—, el abad Norberto, como obispo sufragáneo, vendrá a consagrar la capilla. Sigeberto, Teobaldo y otros muchos caballeros que nos profesan amor y estimación, concurrirán a esta festividad con sus señoras e hijos; pero nuestros más caros y estimados huéspedes sois vosotros, insigne Edelberto y amada Rosa mía. Nosotros estamos igualmente seguros de que tomaréis un interés especial en la consagración de esta capilla, que debe su existencia a vosotros. Ciertamente asistiréis con la más. religiosa emoción a esta hermosa ceremonia.
La consagración de la capilla al culto divino fue, efectivamente, una función muy hermosa y solemne. Los caballeros invitados llegaron puntualmente con todos los suyos a la hora señalada. En traje de ceremonia, según estilo de aquellos tiempos, se colocaron los caballeros a un Lado v otro del altar, cubiertos con yelmo y arnés y ceñida La espada. Las damas, según costumbre en las grandes fiesta de aquellos siglos, se presentaron vestidas de negro con adornos dorados, y las señoritas iban de blanco y coronadas de flores. Todos guardaban el más profundo acatamiento ante Dios. Everardito v sus dos hermanitas, con sus manos elevadas, estaban arrodillados delante del altar con tanto fervor, que parecían unos angelitos.
La capilla había sido adornada con elegancia y el altar con flores frescas; lucían hachas de cera pura y se levantaban nubes de incienso.
El venerable abad Noberto subió al altar con mitra y báculo y rodeado de muchos eclesiásticos que llevaban ricos ornamentos; se volvió hacia el concurso, cuya fervorosa actitud y continente advirtió con piadoso regocijo, e hizo un pequeño sermón, cuyo sustancial contenido fue como sigue:
—Amados hijos míos en el Señor : El amor de unos buenos padre con su hijo, que fue salvado de un gran peligro, y el amor de una buena hija con su padre, a quien en este mismo lugar hizo mucho bien, han sido los motivos para que este lugar, antes espantoso, haya. sido transformado en esta hermosa capilla y hoy sea consagrada a la adoración de Dios en agradecida memoria de los beneficios del Señor.
La historia que ha ocasionado la fiesta de este día motiva igualmente el asunto de mi oración. Sin embargo, por no ofender la modestia de algunos de mis oyentes no mencionaré más el caso, harto sabido de todos. Recordaré únicamente varias máximas que con esta historia reciben un fuerte realce; y una vez que veo reunidos ante el altar a muchos reverenciados padres con sus caros hijos, no haré más que dirigirme brevemente a unos y otros.
Ojalá todos los padres se esmeren en poner a la vista de sus hijos un fiel retrato del Sumo Bien; ojalá imiten a Dios, quien, además de darnos alimento, bebida y vestidos, atiende también por muchos medios a nuestra instrucción, nos encamina al bien por medio de las recompensas y castigos, y en lodo lo que dispone procura ennoblecer al hombre. Ojalá el amor de los padres a los hijos, como llama celestial, nunca fuese turbado ni oscurecido por el soplo de las pasiones terrestres, ni degenerase jamás en inclinación ciega que, disimulando las faltas, corrompe a los niños; y ojalá esta llama celestial, esta ternura de los padres para con sus hijos, nunca fuese apagada por el amor mundanal, por los placeres sensuales, por las disipaciones y deseos indómitos.
Reconoced en las sabias disposiciones de Dios su amor y benevolencia para con vosotros. Honradle en vuestros padres, por cuya mano os envía tamaños beneficios. Amad a los padres que os ha dado Dios; sedles obedientes y seguid las indicaciones de ellos, pues que os aventajan tanto en entendimiento y meditan mucho bien para vosotros. Llene vuestro corazón el más tierno reconocimiento hacia ellos, y huya de vosotros la ingratitud filial, uno de los vicios más escandalosos. Tened confianza sincera en vuestros padres, y cuando hayáis cometido alguna falta evitad el engaño y el disimulo, que son los primeros pasos hacia una eterna corrupción. Procurad contentara vuestros padres, y aunque nunca podáis pagarles del todo los innumerables beneficios que os hicieron, aspirad al menos a manifestaros agradecidos con ellos. Así como ellos en los desamparados días de vuestra niñez se interesaron por vosotros, de la misma suerte vosotros cuidad también de ellos en el tiempo venidero de la desvalida vejez, y dulcificadles los postreros momentos de su vida. Debéis contentaros con pan y agua y vestiros de más ordinario terliz antes que consentir que sufran penuria vuestros padres. Sólo así cumpliréis con el cuarto mandamiento y os irá bien en esta y en la otra vida. La bendición de Dios os acompañará hasta el sepulcro, y más allá el Señor partirá con vosotros su majestad.
En todos los padres que cordial e íntimamente aman a sus hijos, este amor, destello del amor de Dios, Padre celestial, se extiende a todos los hombres. ¡Qué consuelo en todos los padecimientos será para un padre o una madre esta idea: Dios me ama infinitamente más que yo a mis hijos! ¿Cómo dejará de cuidarme, ni cómo podrá olvidarse de mí?
También los hijos cuyo corazón haya sido formado en la veneración, amor, confianza y obediencia a los padres podrán de esta suerte con verdad y pecho conmovido apellidar a Dios Padre. Sólo hijos tales pueden lograr amar sobre todas las cosas a Dios, el mejor de los padres, en la tentación del mal mantenerse con firme obediencia a Dios, y ser verdaderos hombres de bien. Únicamente los hijos que hayan sido educados en su casa paterna con el amor de sus hermanos, y preservados del odio, de la envidia y de la discordia, pueden al entrar en él mundo amar a todos los hombres como hijos del único Padre celestial y como hermanos. No más que estos hijos, en los muchos padecimientos de que no se halla libre la vida de nadie, hallarán un firme apoyo en la confianza en el Padre celestial, y cuando les sobrevenga la muerte no la temerán, pues Dios los lleva consigo a la casa paterna, donde los hijos hallan la felicidad.
¡Oh, Dios, buen Padre celestial! Concédenos que todos los hombres se amen como hermanos, a Ti sobre todas las cosas, que se interesen por los pobres huérfanos y viudas y se conserven libres de la corrupción del mundo, que destruye todo verdadero amor. Éste es para Ti el culto más agradable, y de esta suerte todas las familias de la tierra constituirían una sola familia de Dios, a la que Tú, Padre de los hombres, mirarías complacido. Tu voluntad es que a ello contribuya el culto para el cual hoy es consagrada esta capilla; ayúdanos Tú a conseguir esto mismo por medio de Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Después de consagrada la capilla y celebrado en ella el primer oficio divino, pasaron todos a comer en el gran salón. Apenas se habían sentado a la mesa resonaron clarines en el patio del castillo. Muchos sirvientes se agolparon a la puerta de la casa y gritaron:
— ¡El Príncipe!
Los caballeros quisieron presurosamente salir a recibirle : pero en el mismo instante entró en la sala acompañado de muchos caballeros. Era hombre de hermosa y alta estatura y de gentil presencia; sus cabellos eran ya algo canosos, pero sus ojos estaban llenos de fuego. Saludó primero a Edelberto, le presentó la mano derecha y dijo:
—He querido traeros la primera noticia de la paz gloriosamente ganada, daros las gracias de mi parte y de la del Emperador por los auxilios con que a ello habéis contribuido y devolveros en persona vuestras valientes tropas, que han ayudado a ganar la paz. Ayer noche llegué a Tanemburgo, donde supe que estabais en Fichtemburgo, y al romper el día he partido con mis guerreros, persuadido de que también hallaríamos en el caballero Cunrico un leal y fiel amigo. ¿No es verdad—dijo, volviéndose a Cunrico y presentándole la mano—que no esperabais semejante sorpresa? Os aseguro al mismo tiempo por expreso mandato del Emperador su gran satisfacción por vuestra reconciliación con el bizarro Edelberto, y os manifiesto igualmente mi complacencia por hallar aquí juntos en paz y concordia a tan denodados caballeros.
Cunrico estaba de gozo casi fuera de sí, pues la gracia del Emperador y del Príncipe obró en él los efectos de una embriaguez.
Reparó entonces en el piadoso abad, se dirigió a él, le manifestó su sincero gozo por encontrarle y sentóse junto a él.
— Mucho me alegro de encontraros aquí, porque esta dicha rara vez nos cabe a las gentes del mundo.
En seguida se volvió el Príncipe a la esposa de Cunrico y dijo:
—Confiado, noble señora, en vuestros generosos sentimientos, yo, sin ser llamado a la consagración de la iglesia, me convido por mí mismo a la mesa, y por mí, y a nombre de los caballeros que han venido conmigo, os saludo, amable huésped. Para vos, mi amabilísima señorita —dijo a Rosa—, tengo una misión particular, que sabréis después de comer. Ahora saludaré a todos estos señores caballeros, damas y señoritas aquí reunidos, para no diferir por más tiempo la comida y empezar con buen ejemplo; porque, a decir verdad, con el gran trote siento un fuerte apetito. Comamos un día juntos amistosamente y sin ceremonias. Desearía tener a mis dos lados a la señora de Fichtemburgo y a la señorita Rosa. Con mucho gusto desearía teneros enfrente a vos, respetabilísimo abad, entre los dos caballeros reconciliados. Desde antiguo ha sido vuestro cargo predilecto el procurar la paz, y, por tanto, ese lugar no puede menos de seros grato. Así también tendremos distribuidas alrededor nuestro las cuatro personas a quienes corresponde la parte principal de la historia que nos ha reunido aquí, y así podremos hablar con mayor intimidad. Los demás conocen sus puestos.
El Príncipe ocupó el primer lugar de la mesa, donde se le acababa de poner un cubierto nuevo y una copa de oro; los demás se sentaron como él lo había ordenado.
Luego que se hubo satisfecho el primer apetito de los huéspedes, habló el Príncipe :
—Aunque las hostilidades entre Edelberto y Cunrico, así como cu reconciliación y cuanto para ello han hecho la señora Hildegarda y principalmente la señorita Rosa, ya se nos habían noticiado en el campamento imperial, la historia me ha excitado tal interés, que aun desearía saber algo de sus circunstancias.
Fue preguntando, ya por unas, ya por otras, y Edelberto y Rosa, Cunrico e Hildegarda se las referían alternativamente. El Príncipe escuchaba muy atento, y manifestó muchas veces su lástima al bizarro Edelberto y su aplauso a la gentil Rosa. También dispensó las merecidas alabanzas a la señora de Fichtemburgo, y por el actual proceder de Cunrico tuvo una satisfacción singular. Edelberto y Rosa, por respetos a Cunrico, querían callar en sus narraciones muchas cosas o tocarlas muy ligeramente, pero Cunrico las contaba por sí mismo con franqueza.
—Yo he obrado brutalmente —decía—; lo sé, y aunque la falta ya pasó, el ocultarla no basta para borrarla. Más recomendable es confesar francamente las faltas y repararlas cuanto sea posible, lo cual creo sinceramente haber hecho, y también aconsejo que hagan cuantos hayan faltado. Ningún mal sobrevendrá por esto, y por cualquier otro camino nunca entrará en el corazón el reposo y el contento.
Al acabarse la narración, el Príncipe, complacido, miró a todos y dijo:
— A esta apreciable señorita debemos agradecer el regocijo de hallarnos aquí reunidos. Sin su intervención ahora nos hallaríamos empeñados en rencoroso y sangriento combate, pues claro está que no habríamos dejado permanecer en la prisión al caballero Edelberto. Ya estaba determinado en el campamento imperial que, luego después de hecha la paz con los enemigos exteriores, yo, con la mayor parte de la fuerza, debía embestir el castillo de Cunrico para apoderarme de él. Cunrico, ciertamente, nos habría opuesto una resistencia muy tenaz, y bajo las murallas de esta fortaleza se habría derramado mucha sangre. Ensalzado sea Dios, que por medio de una interesante joven, de esta noble señorita, ha dispuesto las cosas de otra suerte.
La modestísima Rosa se avergonzó y dijo :
— ¡Oh, poderosísimo señor, tanta honra no me corresponde! Dios únicamente lo ha dirigido. El pajarillo que revoloteó por el brocal del pozo ha tenido tanta parte como yo en el desenlace de las discordias entre el caballero Cunrico y mi padre. Por tanto, en el mismo instante de quedar Everardo junto al pozo, hallándose Tecla ausente, se evitó la guerra.
El abad Norberto, muy conmovido, habló en estos términos :
— La ingeniosa y delicada observación que ha hecho la señorita Rosa no es un oropel; como lo ha dicho, así es efectivamente. Todos los días acaecen en la vida mil pequeñas circunstancias de las cuales no hacemos aprecio, y que, siendo de importantísimas consecuencias, deciden a veces la suerte de muchos hombres; semejantes circunstancias se hallan muy repetidas en esta historia. ¿Quién creería; por ejemplo, que su suerte depende de si hoy llueve o hace sol?
Con todo, si en aquel día en que tan oportunamente brilló para esta población un benigno sol de otoño, hubiera llovido, Everardito no habría bajado al patio del castillo, ni Rosa tenido ocasión de salvarle y enternecer el corazón de su padre, y quizá en el asedio hubieran perdido su vida más de cien valientes guerreros, causando1 a sus viudas y huérfanos interminable llanto. ¿Quién juzgaría posible que el tener esta o la otra especie de manjar en su mesa fuese capaz de introducir una gran mudanza en la historia de su vida? Con todo, si no hubiese quedado en la mesa del carbonero aquel plato lleno de hongos, no habría ocurrido a esta señorita buscar acomodo en casa de la portera. Aquellos hongos, por disposición divina, conjuraron la terrible desgracia que amenazaba a este Castillo, y que tal vez, en lugar de la fiesta que hoy celebramos, habría motivado un asalto y convertido esta fortaleza en un montón de escombros. Así es como campea la divina previsión en los varios sucesos de la vida humana. A la manera que un hábil músico sabe, concordar mil tonos y hasta disonancias entre sí, de modo que resulte un armonioso concierto, de la misma suerte la omnipotencia y sabiduría divina conduce a un resultado perfectamente concorde los acontecimientos de nuestra vida, ora halagüeños, ora agradables. Si nosotros en este sentido examinásemos más frecuentemente nuestra vida, ¡cuántas ocasiones hallaríamos de alabar y ensalzar a Dios con alegre corazón por sus sabias y amorosas disposiciones!
Todos le aplaudieron, y el Príncipe, tomando entonces con entusiasmo la copa de oro, se levantó y dijo:
— ¡A la salud del Emperador!
Todos, el abad, los caballeros, escuderos, damas y señoritas, se levantaron respetuosamente, repitieron en voz alta la proclamación y bebieron. En seguida el Príncipe puso la copa de oro en la mesa, se volvió a Rosa y le dijo:
— En este feliz momento voy a desempeñar, cara señorita mía, un mensaje del Emperador para vos. El Emperador ha sabido con suma complacencia el grande amor de vos para con vuestro padre, afecto que, después de dichosamente acabada la guerra exterior, nos ha librado de una sangrienta discordia intestina. Con su sabiduría ha dispuesto, estimable señorita, lo que a vos y a vuestro amado padre noticiaré y haré saber.
El Príncipe hizo seña a uno de los caballeros que habían venido con él y era portador de una gran carta, escrita con muchos adornos en pergamino, guarnecida de terciopelo carmesí y de la cual pendía con cordones de seda y oro un gran sello imperial en caja de marfil. El Príncipe presentó la carta a la asombrada señorita y le dijo:
— Mi adorada señorita : Como, no teniendo vuestro padre hijo varón, Tanemburgo, en calidad de feudo masculino, recaería con todos sus bienes en el Emperador y en su reino, en vista del servicio que habéis prestado al Emperador y al reino, servicio quizás más importante que cuanto hubieran podido hacerles diez hijos varones, este feudo, como circunstanciadamente explica la carta, se os cede por el Emperador y Príncipe del reino. Ahora podéis, según vuestro corazón os dicte, elegir para esposo entre los más nobles herederos de Alemania, sin imponerle otra condición que la de tomar el título de Tanemburgo. ¡Ojalá el glorioso nombre de Tanemburgo se transmita a remotos descendientes y esta noble familia perpetúe por mucho tiempo su bendición sobre la tierra!
Edelberto quedó profundamente afectado por aquella singularísima gracia del Emperador, y Rosa, que no se creía digna de semejante distinción, apenas pudo hallar palabras con que expresar su agradecimiento . Pero, en consecuencia de aquella gracia, el deseo del Príncipe fue completamente logrado. Muchos nobles y jóvenes caballeros aspiraron a la mano de Rosa; pero ella, entre todos los más nobles,, escogió a Egberto, hijo menor del Príncipe, y con él vivió en el más dichoso consorcio, aunque esto tardó en suceder algunos años.
El Príncipe manifestó entonces que al levantarse de la mesa tendría gusto en visitar el pozo y la capilla. Hildegarda mandó inmediatamente que antes de bajar el cubo se le pusieran alrededor hachas de cera encendidas para iluminar la lóbrega profundidad del pozo.
A él se dirigió el Príncipe con toda la concurrencia, celebró aquella primorosa construcción, y al paso que observaba relumbrar cada vez; más honda la rueda de resplandecientes luces, decía:
—Verdaderamente, mi estimadísima señorita, estoy pasmado de vuestro valor para aventuraros a bajar allí. Mientras exista este castillo se hablará de la denodada señorita de Tanemburgo, y en este pozo habéis erigido un monumento duradero.
— ¡Oh, poderosísimo señor! —dijo la señorita—El pozo es más bien un monumento de la omnipotencia y misericordia de Dios. Harto experimento en este instante, mirando a lo hondo, que el valor de arriesgarme a bajar no estuvo en mí. Dios me inspiró el ánimo y salvó al niño; sólo a Él, todo misericordioso y de quien todo bien procede, dé las gracias, alabe y ensalce cualquiera que mire este pozo.
El Príncipe pasó entonces a la capilla, se arrodilló por algunos minutos en las gradas del altar, levantóse después y dijo:
—Puesto que en rigor el cariño de Rosa para con su padre preso- ha convertido su cárcel en una capilla, debe ponerse sobre el altar coa caracteres dorados esta inscripción : EN MEMORIA DEL AMOR FILIAL.
Pero Rosa, llena de modestia y rubor, contestó;
— ¡Ah, no, no; eso sería demasiado honor para una criatura humana! Este altar y capilla queden consagrados sólo al Todopoderoso, que ha obrado en nosotros grandes cosas.
El respetable abad celebró la modestia de Rosa, y añadió :
—Sin embargo, en lugar de la inscripción que con razón ha desechado esta humilde señorita, yo propongo que con grandes caracteres dorados se escriban estas palabras: Honra a tu padre y a tu madre, y así vivirás mucho tiempo feliz en la tierra.
Hízose en estos mismos términos, y aun por mucho tiempo Rosa siguió cumpliendo con el divino precepto contenido en aquellas palabras.
FIN
Christoph von Schmid, cuyo nombre completo era Johann Christoph Friedrich von Schmid, ?nacido el 15 de agosto de 1768 en Dinkelsbühl, y fallecido el 3 de septiembre de 1854 en Augsbourg, fue un escritor alemán de libros para niños y de escritos religiosos, quien también se desempeñó como sacerdote católico. Este escritor en lengua alemana es reconocido como un precursor en lo que se refiere a la literatura infantil, ya que sus obras reflejan el vocabulario y el modo de expresión espontáneo y verbal de los niños, alejándose del lenguaje utilizado hasta ese momento en los libros orientados a los más pequeños, una época en la que además, pocos autores se dedicaban a escribir para niños y jóvenes. Sus obras sin duda fueron exitosas, pues entre otras cosas fueron traducidas a varias diferentes lenguas. Particularmente en Francia, sus escritos comenzaron a difundirse a partir de 1816, y fueron reeditados varias veces, y en el año 2013 fue publicada una recopilación de sus cuentos. Sus obras pronto alcanzaron gran popularidad en Alemania, donde es considerado como el príncipe de los escritores de historias para niños y jóvenes. Corresponde destacar también que en el ámbito religioso, unas cuantas diócesis todavía usan sus libros sobre temas religiosos, incluidas algunas diócesis católicas de América del Norte.
...echóse a mis plantas, y con las manos cruzadas me pedía protección.
Rosa abrió el canastillo y le mostró las setas.
Rosa presentó .a su padre el almuerzo, consistente en una substanciosa sopa, que puso bajo una hoguera...
Rosa fué llamada y entró en el salón con modesto aspecto. El caballero la saludó, diciéndole con tono gozoso...
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