El sueño de Wiseli

Johanna Spyri

Capítulo I

El resbaladero

No lejos de la ciudad de Berna, en la ladera de una colina, está situada una aldea cuyo nombre no repetiré aquí; pero voy a describirla para que los que pasen casualmente por allí puedan reconocerla. En lo más alto hay una casa aislada con un jardín lleno de bellas flores de toda clase; es la del coronel Ritter y se llama “La Colina”. Más abajo, en un estrecho repliegue del terreno, se yergue la iglesia, y junto a ella la casa del cura, donde la esposa del coronel pasó una feliz infancia como hija del pastor. Un poco más abajo está la escuela rodeada de un grupo de casas, y a la izquierda del camino una casita separada de las demás. Esta también poseía un jardincito con dos o tres rosales. claveles y un poco de reseda, y en el huerto achicorias y espinacas; lo rodeaba una cerca baja, cubierta de groselleras. Ese jardín estaba siempre muy bien cuidado y no se podía hallar en él un solo hierbajo. Desde allí el camino descendía directamente hacia el flanco de la colina para ir, a orillas del Aar, a unirse a la carretera que serpenteaba en el valle.

Aquella larga pendiente, muy lisa, sin quebradas, cuando nevaba constituía el mejor resbaladero de toda la comarca. En trineo podía efectuar un descenso de diez. minutos, por lo menos, sin la más pequeña interrupción. El primer trozo, muy pino, debajo de la casa del coronel, daba un impulso tal, que los trineos resbalaban luego sin parar hasta la parte inferior de la pendiente y junto al camino del Aar. Este resbaladero incomparable era la felicidad de los muchachos del pueblo. En cuanto se abría la puerta de la vieja escuela salían al exterior, cogían sus trineos amontonados en medio de la plaza, y con la velocidad del viento corrían hacia el resbaladero.

Allí pasaban las horas sin saber cómo. En un abrir y cerrar de ojos se encontraban abajo, y hasta subían sin darse cuenta, de tal modo estaban excitados por la esperanza del próximo descenso. De este modo llegaba siempre la noche sin que nadie lo notase, con gran disgusto de la mayoría de los muchachos, que debían entonces regresar a casa. Por esto, generalmente, era tempestuoso el fin de estas partidas de placer; con la mayor prisa quedan descender una vez más y luego otra, y por fin la última; era necesario tomar lugar sin perder un instante, darse el impulso, deslizarse hasta abajo y volver a subir la colina. Entre las reglas del juego había una que prohibía a todos descender mientras los demás subían y todos debían partir unos tras otros y volver juntos, a fin de evitar los choques y el amontonamiento de los trineos. Sin embargo, más de uno infringía esta regla, sobre todo en la prisa de los últimos resbalones, pues nadie quería correr el riesgo de quedarse atrás o de ser perjudicado en sus derechos.

Esto es, precisamente, lo que ocurría en una clara tarde de enero. El frío intenso hada crujir el resbaladero bajo los pies de los niños y en los campos vecinos la nieve se había helado tanto, que no hubieran tenido ninguna dificultad en correr con los trineos, como si fuese un camino verdadero. Pero los niños, con las mejillas rojas, no tenían frío, pues acababan de subir la cuesta a paso acelerado, arrastrando sus respectivos trineos; era preciso darse prisa porque la luna brillaba ya en el cielo y acababa de sonar la campana del crepúsculo. Todos ellos gritaron a coro: “¡Una vez más, una vez más!” Y como las niñas estuviesen de acuerdo, se apresuraron a disponer los trineos y a ocupar cada uno su sitio respectivo. Tal maniobra ocasionó una gran confusión tres muchachos querían ocupar la misma fila y ninguno de ellos se disponía a retroceder ni un milímetro, ni situarse detrás de los demás. Y se dieron tales empujones, que el grueso Chäppi, de anchos hombros, fue arrojado por los otros dos a la orilla del camino, en donde su pesado trineo, en forma de cajón, se hundió de tal modo en la nieve que no le fue posible sacarlo. La idea de que los demás iban a resbalar sin él le enfureció. Miró a su alrededor y sus ojos se fijaron en una niña muy delgadita, que se hallaba de pie en la nieve, cerca de él. La pobrecilla estaba muy pálida y tenía los brazos cubiertos por su delantal para calentarlos un poco, pero su cuerpecito flaco y delicado temblaba de frío. A Chäppi le pareció conveniente descargar su cólera sobre la niña.

—  ¿No puedes apartarte de mi camino, haraposa? Ninguna necesidad hay de que estés ahí puesto que no tienes trineo. Espera un poco y vas a ver cómo te hago salir.

Mientras así decía, Chäppi dio un fuerte puntapié que arrojó una nube de nieve sobre la niña. Esta quiso retroceder y se hundió en la nieve basta las rodillas, diciendo tímidamente:

— Yo no quería más que mirar.

Chäppi se disponía a mandarle otro nuevo alud de nieve, cuando, por detrás, recibió una bofetada tan bien dada, que a punto estuvo de caerse de su trineo.

— ¡Espera! — gritó fuera de sí, porque le zumbaba el oído a consecuencia del bofetón más vigoroso que había recibido en su vida.

Se volvió con los puños cerrados para caer sobre su adversario, pero éste, que acababa de situar su trineo para el descenso, miró tranquilamente a Chäppi de pies a cabeza.

— ¡Pruébalo! —  respondió.

Era Otto Ritter, de once años de edad y condiscípulo de Chäppi, con quien había tenido numerosas peleas. Otto era alto y bien formado, aunque de aspecto menos sólido que su enemigo; pero sabía manejar sus manos y sus pies con asombrosa rapidez, como a Chäppi le constaba por triste experiencia. Contuvo, pues, el golpe que se disponía a dar y con el puño en alto y el rostro contraído por la cólera, dijo.

— Déjame en paz, que no tengo nada que ver contigo.

— Pero yo sí contigo —contestó Otto en tono belicoso—. ¿Qué necesidad tienes de echar a Wiseli y de tirarle nieve a la cara? Eres un cobarde. Atacas a una niña que no puede defenderse.

Y volviendo la espalda a Chäppi con aire de desprecio, se acercó al montón de nieve en donde la pálida Wiseli temblaba sin osar hacer un movimiento.

— Sal de esta nieve, Wiseli —le dijo Otto con acento bondadoso—. Estás temblando de frio. ¿Es verdad que no tienes trineo? Toma el mío y déjate resbalar una vez. ¡Aprisa! I¡Mira, ya se marchan!

La pobre y tímida Wiseli no se atrevía a creer lo que oía. Muchas veces, al mirar cómo los niños se acomodaban en sus trineos, a veces dos o tres en cada uno, había pensado: “Si me permitiesen sentarme una sola vez detrás del trineo!” Y ahora se le ofrecía la ocasión de deslizarse ella sola, en el trineo más hermoso, aquel que tenía una cabeza de león delante y que aventajaba a todos los demás a causa de su ligera montura de hierro. En su entusiasmo. Wiseli, indecisa, miraba con el rabillo del ojo para ver si Chäppi se disponía a atacarla por detrás, a fin de castigarla por su buena suerte, pero el muchachote estaba ya dominado y hacia como si nada hubiera ocurrido. Otto estaba a su lado con aire protector y esto hizo que ella sintiese el valor de aprovechar la inesperada oferta; sentóse en el hermoso trineo, mientras él la animaba repitiéndole:

— ¡Aprisa, Wiseli! ¡Date impulso!

Y partió como el viento.

Pocos instantes después, Otto oyó al grupo de muchachos, que subían jadeando.

— Wiseli, quédate con los primeros y aprovéchate para bajar otra vez.. Será la última, porque es preciso volver a casa — gritó desde lo más cerca que pudo.

La feliz Wiseli orientó de nuevo el trineo y, por segunda vez, gozó del placer que tanto había ansiado. En cuanto hubo subido otra vez, le entregó el trineo con mucha timidez, dando las gracias a su bienhechor, más con la mirada de sus ojos brillantes de alegría que con sus palabras; luego desapareció apresuradamente en tanto que Otto experimentaba gran satisfacción.

— ¿Dónde está Mitzi? —preguntó alzando la voz, mientras todos los demás se dispersaban.

—  Aquí estoy — contestó una alegre voz de niña.

Se destacó del grupo una niña de redondas y frescas mejillas y se acercó a él. Otto, su hermano y protector, le cogió una mano y se la llevó rápidamente a la casa paterna, porque se hacía tarde y había pasado ya con exceso el tiempo concedido para el juego de los trineos.

Capítulo II

La casa paterna

Al entrar ruidosamente, Otto y su hermana en el gran vestíbulo enlosado, se abrió una gran puerta y apareció la anciana Trine, levantando la luz que tenía en la mano, a fin de ver mejor quién entraba metiendo tanta bulla.

— ¡Por fin! —exclamó con acento entre gruñón y benévolo—. Mamá ha preguntado ya por vosotros, pero hasta ahora no se os ha visto, a pesar de que hace mucho rato que han dado las siete.

La anciana Trine había ya servido en la familia aún antes de nacer siquiera la madre de los niños; por esta razón tenía derechos muy antiguos y se consideraba como de la familia, de la que, por decirlo así, era el jefe por su edad y por su experiencia. Trine adoraba a los hijos de sus amos y, además, estaba muy orgullosa de sus dotes y sus cualidades; pero no lo dejaba advertir, pues creía muy conveniente para su educación el no hablar de ellos más que con tono de descontento.

— Quitaos los zapatos y poneos las zapatillas — ordenó con acento digno de un comandante en jefe.

Y en seguida se dispuso a ejecutar la orden que acababa de dar. Se arrodilló ante Otto, que acababa de dejarse caer en una silla, y le quitó sus zapatos mojados. Mientras tanto la niña permanecía de pie, en el centro de la sala, sin moverse; y como esto no entraba en sus costumbres, Trine le dirigió varias miradas de extrañeza. En cuanto Otto estuvo equipado y le llegó el turno a Mitzi, ésta no se movió, aunque Trine la esperaba arrodillada pacientemente delante de la silla.

— Si te parece conveniente esperaremos hasta el verano próximo — gruñó Trine—. Así los zapatos se habrán secado por sí mismos.

— Calla, Trine. He oído algo. ¿Quién está en el comedor? —preguntó Mitzi levantando su pequeño índice interrogativo.

— En el comedor sólo hay personas con los zapatos secos y los que no los tengan así no entrarán. Vamos, siéntate.

Pero, en vez de obedecer, Mitzi dio un salto de alegría, gritando:

— ¡Ahora ya lo sé! El tío Max es el que ríe así.

— ¿Cómo? —exclamó Otto, a su vez, lanzándose de un salto a través de la puerta.

— ¡Espérame! ¡Espérame! —gritó Mitzi corriendo tras él.

Pero fue cogida al paso y obligada a sentarse en la silla. La anciana Trine empeñó una lucha con los piececitos, que bailaban impacientes; por fin logró terminar su tarea y en cuanto Mitzi se vio libre corrió a abrir la puerta de la estancia vecina y se lanzó sobre el tío Max, que, en efecto, estaba sentado en un sillón. Hubo exclamaciones de alegría, abrazos, besos, gritos de bienvenida en todos los tonos, y el tío Max tomó entusiasmado su parte en aquel alegre escándalo infantil.

Poco a poco se calmó la tumultuosa excitación del primer momento y la fiesta adquirió un carácter más tranquilo. La aparición del tío Max en la casa era, en efecto, una gran fiesta para los niños, y no sin causa. El tío Max era su amigo particular. Como se pasaba la vida viajando, sus sobrinos tan sólo le veían cada dos años, pero cuando estaba allí se entregaba por completo a los niños como si hubiesen sido sus propios hijos. Los bonitos objetos de que siempre tenía llenos sus bolsillos sobrepujaban, por su carácter extraño y maravilloso, a todo lo que los niños vieran en otra parte. Casi siempre eran objetos curiosos, procedentes de todos los rincones de la tierra, porque el tío Max tenía aficiones de naturalista.

Pronto la familia estuvo reunida en torno de la mesa y la aparición de la humeante sopera acabó de calmar los ánimos agitados; los niños traían siempre un apetito espléndido después de sus partidas de trineo.

— Bien —dijo el padre mirando a través de la mesa a su hijita que, con el mayor ardor, cumplía su tarea—; vamos, parece que hoy Mitzi no se acuerda de su papá. Aún no me has dado las buenas noches, y ya es demasiado tarde.

Mitzi, toda confusa, levantó la cabeza, que tenía inclinada sobre el plato.

— Papá, no lo he hecho adrede; te las voy a dar en seguida.

Y empezó a hacer retroceder su silla para bajar, pero el padre la contuvo.

— No, no te molestes ahora. Dame la mano por encima de la mesa y luego acabaremos la ceremonia. Así, Mitzi.

— ¿Cómo bautizasteis a esta niña, María? — preguntó el tío riéndose. Creo que estuve en el bautizo, pero no recuerdo, ni remotamente, el nombre que se le dio. En todo caso, estoy seguro de que no fue Mitzi.

— Claro que estabas en el bautizo, porque eres el padrino de la niña — le respondió su hermana—. Recibió el nombre de María, pero su padre lo ha convertido en Mitzi, y en cuanto a Otto, ha imaginado multitud de variaciones completamente inútiles de este diminutivo.

— ¡Oh, no, mamá, te aseguro que no son inútiles! – contestó Otto con gravedad—. Mira, tío, para eso hay que seguir reglas fijas. Cuando mi hermanita es juiciosa y está de buen humor, la llamo Mitzi; y como eso es muy raro, ordinariamente recibe el nombre de Mitzi. Pero cuando está encolerizada y parece un gato furioso, la llamo Mitz, como conviene a un gatito.

— ¡Mira quién, habló! — dijo una vocecita desde el lado opuesto de la mesa—. En cambio, tú, cuando estás enojado, te pareces a un... a un…

— ¡A un hombre! —acabó Otto.

Y Mitzi, en vista de su fracaso en hacer comparaciones, volvió a dedicarse a su plato con mayor celo que nunca.

En cuanto al tío, se echó a reír y dijo:

— En resumidas cuentas, Mitzi tiene razón; vale más ocuparse de sus propios asuntos que contestar a las injurias. Pero, ahora, niños —añadió después de un corto silencio—, hay que tener en cuenta que he estado ausente más de un año y que aún no me habéis contado nada de lo ocurrido durante este tiempo.

La imaginación de los niños estaba, como siempre, solicitada por los hechos más recientes y así refirieron a coro, y con gran animación, los sucesos de aquella misma tarde, la manera que tuvo Chäppi de tratar a Wiseli, que temblaba en la nieve y sin tener trineo alguno, así como también las dos veces que ésta pudo deslizarse por fin antes de terminar el juego.

— Está bien, Otto — dijo el padre—. Haz. honor a tu apellido  y sé siempre el caballero de los seres indefensos y de los perseguidos. ¿Quién es Wiseli?

— Seguramente tú no conoces ni a esa niña ni a sus padres — respondió la esposa del coronel—. Pero el tío Max conoce muy bien a la madre de Wiseli. Ya te acordarás, Max, de nuestro vecino, aquel tejedor tan delgado. Tenía una hija única, de grandes ojos oscuros, que iba con frecuencia a la casa parroquial y que cantaba muy bien. ¿La recuerdas?

Antes de que hubiese podido continuar el capítulo de los recuerdos, la anciana Trine asomó la cabeza por la entreabierta puerta y anunció:

— Andrés, el carpintero, quisiera hablar a la señora, si eso no la molesta.

Tales palabras ocasionaron la mayor confusión entre los comensales. La madre dejó la cuchara con que se disponía a servir la tío Max y saltó con precipitación, diciendo:

—.s ruego que me perdonéis.

Otto se levantó con tanto ímpetu que su silla se cayó hacia atrás y él por encima. En cuanto a Mitzi, manifestaba intenciones semejantes, pero su tío lo advirtió a tiempo y la retuvo con las dos manos. Ella luchaba con brazos y piernas, chillando:

— Suéltame, tío, suéltame. Te aseguro que tengo necesidad de ir.

— ¿A dónde, Milzi?

— A ver al carpintero Andrés. Suéltame en seguida. ¡Papá, ayúdame!

— Te soltaré si me dices para qué necesitas ver al carpintero Andrés.

— El cordero sólo tiene dos patas y ha perdido la cola, y nadie más que Andrés puede arreglarlo. Ahora, suéltame.

Y Mitzi, a su vez, desapareció ruidosamente.

Los dos hombres se quedaron mirándose y el tío Max se echó a reír, exclamando:

— ¿Quién es ese carpintero Andrés que de esta manera conmueve a toda la familia?

— Deberías saberlo mejor que yo —respondió el coronel—. Es, sin duda, alguno de tus amigos de la infancia y pronto se apoderará de ti el contagio, porque nadie de tu familia se escapa; tu hermana lo ha puesto de moda en esta casa. Todo lo que yo puedo decir es que el carpintero Andrés no es, ni más ni menos, que la piedra angular de mi casa y que en ella se apoya el edificio entero. En todos los desastres del menaje, el carpintero Andrés es el consejo, la salvación y el recurso supremo. Si mi mujer sueña con algún utensilio del que ignora la forma y el uso, el carpintero Andrés lo inventa y lo construye en el acto. Si la cocina se incendia o el agua no corre por el desagüe del lavadero, también Andrés, el carpintero, se encarga de ejercer su poderío sobre los elementos y apaga el fuego o hace correr el agua. ¿Qué mi hijo comete alguna burrada? Pues ahí está Andrés para reparar el mal. ¿Que mi hija destroza todo el mobiliario de la casa? Pues Andrés lo vuelve a encolar todo. Puedes ver, pues, que el carpintero Andrés es, realmente, la columna de la casa, y que si llegase a faltar todo se derrumbaría.

Entretanto, la madre había vuelto a entrar; y precisamente por eso su marido se extendía en referir los méritos del carpintero Andrés mientras que el tío Max estallaba en sonoras carcajadas.

— ¡Reíros, reíros! —dijo la madre—. Yo sé muy bien lo útil que me es el carpintero.

— ¡Y yo también! —replicó el padre con sonrisa burlona.

— ¡Y yo! —afirmó Mitzi de todo corazón, luego de volver a ocupar su sitio.

— Lo mismo digo —murmuró Otto, cuya espinilla se resentía aún de la caída que diera sobre la silla.

— Pues bien, ya que estamos todos de acuerdo —dijo la madre—, los niños pueden irse a la cama en paz.

La mención de la cama amenazó turbar la paz reinante. Pero de nada habría servido la resistencia. La anciana Trine estaba ya en el umbral de la puerta, desde donde vigilaba para que no se transgrediera la ley. Otto y Mitzi no tuvieron más remedio que retirarse, y pocos instantes después, desapareció la madre a su vez; porque los niños no se dormían sin que ella acudiese a sus respectivas camas para escuchar sus oraciones de la noche.

Cuando nuevamente reinó el silencio. la madre bajó al comedor donde estaban los dos hombres y se instaló con comodidad para pasar el resto de la velada sin molestia alguna.

— ¡Por fin! —dijo el coronel, dando un suspiro de alivio, como quien ha logrado vencer al enemigo—. Mira, Max, mi mujer pertenece, en primer lugar, al carpintero Andrés; después a sus hijos y, finalmente, a su marido, si queda algo.

— Pues. mira, Max —replicó la señora riéndose—, por mucho que se burle mi marido, él es el primero en apreciar a nuestro carpintero Andrés. Confiésalo, Otto. Precisamente Andrés acaba de encargarme algo para ti; me ha traído sus economías anuales y ruega que te encargues de ello, como has hecho otras veces.

— Lo cierto es —dijo el coronel—  que nunca he conocido a un hombre más ordenado, más laborioso y más digno de confianza. Sin vacilar un momento le confiaría mi mujer, mis hijos, mi casa y mi fortuna. Es el más honrado y el más digno ciudadano que conozco en muchas leguas a la redonda.

— Ya lo ves, Max —dijo la señora Ritter riéndose—. ¿ Podía yo decir más que él?

Su hermano se rió con ella del ardor con que el coronel acababa de hablar sin darse cuenta. Luego agregó:

— Ahora que en todos los tonos me habéis alabado a ese hombre maravilloso, quisiera saber de dónde sale y cómo es. ¿No le he visto nunca aquí?

— ¡Oh, Max, antes le conocías muy bien! — respondió la hermana—. Sin duda te acuerdas de un Andrés con quien íbamos a la escuela. ¿Recuerdas aquellos dos hermanos que estaban en la misma clase que tú? El mayor ya era entonces una mala persona; no carecía de inteligencia, pero no quería hacer nada. Por eso se quedó en la cola y terminó por encontrarse en la misma clase de su hermano menor, clase en la que estabas tú también. Procura reunir tus recuerdos. Se llamaba Jörg y tenía los cabellos negros y muy rizados. Siempre nos arrojaba cuanto tenía a mano, manzanas o peras verdes, bolas de nieve y otras cosas por el estilo, gritándonos: “¡Malditos aristócratas!”

— ¡Ah, sí, ya recuerdo! —exclamó el tío Max, muy divertido—. Me parece que lo estoy viendo. Es el que nos llamaba siempre “malditos aristócratas”. Me gustaría mucho saber dónde aprendió semejante expresión. ¡Qué muchacho tan desagradable era! Recuerdo que una vez le vi maltratar despiadadamente a un muchacho mucho menor que él y cuya defensa tomé a mi cargo; él entonces me dirigió varias veces su insulto habitual con fa mayor cólera. Y también recuerdo ahora a su hermano, un muchachito muy delgado, que se llamaba Andrés. Sin duda, es el famoso carpintero. Y, naturalmente, será también Andrés el de las violetas. Ahora ya comprendo esa gran amistad.

Y el tío Max se echó a reír con más ganas que antes.

— ¿Qué es eso de las violetas? — preguntó el coronel—. Me gustaría saberlo.

—.h, toda esa historia la recuerdo ahora con tanta claridad como si hubiese ocurrido ayer — contestó el tío, excitado por sus recuerdos—. Voy a referírtela, Otto. Tal vez sabrás por tu mujer que en el tiempo feliz de nuestra infancia, teníamos en el pueblo un viejo maestro de escuela que sostenía el principio de que los palmetazos sirven igualmente para dos saludables fines: quitar a los muchachos todos los defectos y vicios, y hacer penetrar en ellos todos los talentos y cualidades. Por eso distribuía palos con gran frecuencia, para lograr uno u otro fin o bien ambos a la vez. Un día el débil Andrés fue la víctima, pues el maestro le aplicó con tanta fuerza sus buenas intenciones en la espalda, que Andrés empezó a gritar con toda su alma. En el mismo momento mi hermanita, que acababa de entrar en la escuela y aun no había tenido tiempo de acostumbrarse a los usos que en ella estaban en vigor, se alzó de su lugar, en el primer banco, y apresuradamente se encaminó hacia la puerta. El maestro interrumpió su tarea para preguntarle: “¿A dónde vas corriendo de ese modo?” María se volvió con las mejillas bañadas en lágrimas y sin vacilar, respondió: “Quiero ir a casa a contárselo a papá”. “Espera un poco”, le dijo el maestro muy excitado, soltando a Andrés para ir tras de la pequeña María. Pero se guardó bien de pegarle; se contentó con cogerla del brazo para volverla al asiento que acababa de abandonar: “Espera un poco”. Así acabó el incidente; y gracias a él, Andrés no recibió más palos y la paz. reinó de nuevo. Pero el muchacho no olvidó jamás las lágrimas que María derramara por él, ni tampoco su protesta contra el palmetazo de aquel tirano. A partir de aquel día ella encontraba todas las mañanas en su sitio un ramito de violetas que embalsamaban toda la clase. A tal perfume siguió otro más agradable aún, y María encontró en su banco un buen puñado de fresas, las más hermosas y las más rojas que se habría podido imaginar. Y así, desde el primer día del año hasta el último. Pero en cuanto al grado sorprendente que ha alcanzado esa amistad de que me hablabas, nadie podrá explicárnoslo mejor que mi propia hermana.

Al coronel le hizo mucha gracia la historia de las lágrimas y de las violetas y rogó a su mujer que la terminase. Ella sonrió y dijo:

— Cualquiera que oyese a Max, diría que las violetas y las fresas florecen y maduran todo el año; y aunque no sea así, aquel buen Andrés nunca se cansaba, cualquiera que fuese la estación, de buscar en los campos o en el bosque alguna cosilla que pudiera darme gusto y que dejaba luego en mi sitio. Esto duró mientras asistimos juntos a la escuela; sin embargo, cuando salió, mucho tiempo antes que yo, entró de aprendiz en una carpintería de la ciudad; pero como venía con frecuencia a nuestro pueblo, nunca lo perdí de vista por completo. Más tarde, algún tiempo después de nuestro casamiento, cuando mi marido hubo comprado esta propiedad, se trató de que Andrés comprase también algo para establecerse por su cuenta. Habían muerto sus padres y estaba solo en el mundo, pero gozaba de la reputación de ser un excelente obrero. Se había fijado en esa linda casita rodeada de jardín que está un poco más abajo de la iglesia, pero no podía comprarla, porque el propietario no quería más que dinero contante y sonante, y Andrés estaba empezando y aun no había podido ahorrar nada. Nosotros le conocíamos muy bien y también estábamos enterados de su buen trabajo. Mi marido compró la pequeña propiedad en su nombre y jamás ha tenido que arrepentirse de ello.

— No, es verdad —interrumpió el coronel—. El honrado Andrés hace ya mucho tiempo que me ha pagado su casa y, a partir de entonces, todos los años, en esta época, me trae una buena suma que representa sus economías. Yo le coloco ese dinero, porque me gusta mucho ver prosperar a ese hombre activo y obrero hábil. Ahora es un hombre acomodado y su fortunita aumenta todos los años; de manera que de su casita podría hacer una casa bastante grande si lo desease. Lo triste es que viva solo y no goce un poco más del dinero que ha adquirido por medio de su trabajo.

— ¿De modo que no tiene mujer ni hijos? ¿Y qué se hizo al fin de aquel malvado Jörg? —quiso saber el tío Max.

— No, no tiene a nadie —contestó su hermana—. Vive completamente solo, como un verdadero ermitaño. En su vida hubo una larga y triste historia, cuyas peripecias he podido seguir y a causa de eso, sin duda, perdió los deseos de casarse. En cuanto a su hermano Jörg, empezó por vagabundear algunos años por la comarca; no trabajaba, pero sin duda esperaba hacer fortuna pasando el tiempo ocupado en injuriar a todos aquellos que no eran unos bandidos como él. Mas como este medio no le dio ningún resultado y en vista de que el buen Andrés no podía ni quería ayudarle ya más a pagar sus deudas y a reparar el mal que hacía, un buen día desapareció para ir no se sabe dónde y todos se alegraron mucho de su desaparición ya que nadie le quería.

— Y ¿cuál era esa triste historia de que hablabas, María? –preguntó su hermano—. Quisiera conocerla.

— Y yo también —añadió el coronel encendiendo un cigarro y disponiéndose a escuchar atentamente.

— Pero ¿no te acuerdas? —le dijo su mujer—  de que te la he referido seis veces por lo menos?

— En tal caso —respondió tranquilamente el coronel—  habré de confesar que me gusta mucho.

— Vamos, comienza —  dijo el tío para animarla.

— ¿Te acuerdas aún de esa niña de quien te hablaba hace poco, Max? — empezó diciendo la hermana—. Vivía en nuestra vecindad y era hija de aquel pálido y flaco tejedor cuya lanzadera oíamos ir y venir sin interrupción desde nuestro jardín. La niña era delicada y simpática, tenía ojos muy grandes, alegres y brillantes y un cabello bellísimo, castaño. Se llamaba Eloísa.

— Nunca he conocido a nadie que se llamara así – interrumpió el tío Max.

— Ya lo sé —prosiguió la hermana—, pero es que nosotros no le dábamos ese nombre, y tú menos que nadie. La llamábamos Wisi, con gran escándalo de nuestra buena madre. ¿No recuerdas que con frecuencia, cuando nos congregábamos en torno del piano para entonar algunos cánticos con mamá, si el canto era demasiado débil, tú eras el primero es decir: “Hay que ir en busca de Wisi, porque, de lo contrario, esto no irá bien”?

Tales detalles despertaron los recuerdos del tío Max, que exclamó:

— ¿De modo que era Wisi? ¡Ya lo creo que la conozco! Me parece verla claramente, con su alegre rostro, en pie junto al piano y cantando con toda su alma. Yo la quería mucho a Wisi; es verdad que era muy simpática. Nuestra buena mamá se enojaba cada vez que yo decía “Wisi”. Pero la verdad es que nunca supe cuál era su verdadero nombre.

— No hay duda de que lo sabías —observó su hermana—, porque mamá nunca dejaba de decir que era un acto de barbarie el mutilar así un nombre tan bonito como el de Eloísa.

— Con seguridad no la oí nunca cuando lo decía. Pero ¿qué ha sido de Wisi?

— Ya sabes que estaba en la misma clase que yo; estudiamos juntas hasta la sexta clase. Me acuerdo de que, durante aquellos años, Andrés fue siempre el más fiel amigo y el protector reconocido de Wisi, con la cual compartía todas sus penas y todas sus alegrías. Ella se aprovechaba muy bien; con frecuencia. cuando llegaba a la escuela, no había en su pizarra una sola cifra, a pesar de que habría debido tener allí algún problema como los demás; pero dejaba la pizarra sobre el banco, poniendo la cara más cómica que te puedes imaginar, y un rato después, la pizarra estaba llena de cálculos, porque Andrés se había apoderado de ella para copiar allí todos los problemas. Ocurría también que Wisi, con un movimiento brusco, rompía con el codo uno de los vidrios de las ventanas de la clase; o bien, daba una pequeña sacudida al ciruelo del maestro, y cuando se trataba de sufrir el castigo por tales travesuras, éste caía siempre sobre Andrés. No porque nadie le acusara, pero él mismo decía en voz baja “que era muy posible que hubiese roto el vidrio”, o bien “que se acordaba de haber sacudido una vez el ciruelo”. Así le castigaban siempre. Los demás niños sabíamos la verdad, pero dejábamos hacer y estábamos ya acostumbrados a aquello. Además, como todos quedamos a la alegre Wisi, nos parecía muy bien que se librase de los castigos. Ella llevaba siempre los bolsillos llenos de manzanas, de peras y de nueces que Andrés le metía en su cestito. Muchas veces yo me extrañaba de que el tranquilo Andrés mostrase, precisamente, su preferencia por la niña más aturdida, traviesa y despierta de toda la escuela y a veces me preguntaba si ella, por su lado, tenía alguna preferencia por el tranquilo Andrés; con él se mostraba muy amable, pero hacía lo mismo con los demás. Una vez en que me propuse profundizar seriamente este asunto con nuestra madre, ella meneó la cabeza, diciendo: “Temo mucho que esa simpática Eloísa sea demasiado ligera y reciba un día alguna severa lección”. Estas palabras me dieron mucho que pensar y las recordaba constantemente. Durante el tiempo en que recibimos nuestra instrucción religiosa, Wisi asistía con regularidad los domingos por la tarde a nuestra casa, a fin de entonar los cánticos al piano. Para ella era una diversión muy grande, porque sabía de memoria los cánticos más hermosos y los cantaba con su voz tan cristalina. A mamá y a mí nos gustaban mucho aquellos ratos y nos agradaba ver que Wisi aprendía con el mayor empeño las lecciones del pastor. Entonces ya era una bella jovencita y sus ojos continuaban teniendo la mismo alegría de siempre; y a pesar de que nunca fue tan robusta como las demás muchachas del pueblo, gracias a sus frescos colores resultaba la más linda de todas. En aquella época Andrés seguía su aprendizaje en la ciudad, pero venía a pasar los domingos al pueblo. Cada vez hacía una visita a la casa parroquial y acostumbraba hablar conmigo de la escuela y de los tiempos pasados; esto nos llevaba muy pronto a hablar de Wisi, hasta que, por último, era ella el único objeto de nuestra conversación. Tales recuerdos parecían abrir el corazón y los labios de Andrés; y así como todo el mundo ya hacía mucho que había cesado de llamar a Wisi con un diminutivo, él seguía llamándola Wiseli invariablemente y, cuando pronunciaba tal nombre, en su voz había un acento de ternura muy especial. Por fin, cierto domingo, y cuando Wisi no había cumplido aún los dieciocho años, ésta entró en casa, hacia la tarde, con el rostro muy excitado. Mamá estaba con nosotras. Wisi nos anunció que acababa de prometerse con un joven obrero de la fábrica, que habitaba en el pueblo desde hacía poco tiempo, y que podrían casarse en seguida, porque él tenía un buen empleo, de modo que habían fijado la boda para dentro de quince días. A mí me sorprendió tanto aquello y me hizo una impresión tan triste, que no pude pronunciar una sola palabra. Nuestra madre se extrañó también por algunos instantes y parecía estar muy afligida. Luego habló en serio a Wisi y le demostró la ligereza con que se había comprometido con aquel obrero de la fábrica, a quien apenas conocía, en tanto que existía otro que la amaba desde muchos años atrás y que le había probado repetidas veces cuánto la quería. Nuestra madre le preguntó por fin, con insistencia, si no existiría medio de romper aquel compromiso, debiendo aplazar su cumplimiento, y entre tanto Wisi viviría algún tiempo con su padre, porque era todavía muy joven. Wisi se echó a llorar, diciendo que había dado su palabra, que todo estaba convenido para el día fijado y que, además, su padre estaba conforme. Mamá no dijo nada más, pero en vista de que la pobre Wiseli lloraba cada vez. con más fuerza, la tomó de la mano, la llevó junto al piano, al lugar en que solía situarse para cantar con nosotros, y con su bondadoso acento, en tanto la acariciaba, le fue diciendo:

“— Seca tus lágrimas y vamos a cantar juntas una vez más”.

Luego abrió el libro por el cántico siguiente:

“Ruega a Dios que te defienda

si tu angustia es infinita:

su omnipotencia bendita

ha de marcarte la senda.

El suelta al viento la rienda

y con su poder divino

traza a la nube el camino;

y Él señalará a tu planta

alguna vereda santa

que conduzca a tu destino”.

“Cuando Wisi nos dejó, después de este cántico, parecía consolada. Mamá le dirigió aún algunas palabras bondadosas. En cuanto a mí aquello me habia puesto triste y tuve el presentimiento muy claro de que habían terminado ya los alegres días de Wisi. Además sentía gran compasión por el pobre Andrés. “¿Qué diría?”, me preguntaba. Pero él no dijo nunca nada acerca de este asunto, ni una sola palabra. Únicamente, durante los años que siguieron se le vio ir y venir como una sombra; a partir de entonces fue más silencioso que antes y ya no le he vuelto a ver la expresión de tranquila alegría que con frecuencia reflejaba su rostro.

— ¡Pobre muchacho! —exclamó el tío Max—. ¿Y no se ha casado?

— ¡Max! — replicó su hermana con acento de reproche—. ¿Cómo quieres que hiciera eso? Y ¿cómo me haces semejante pregunta? Andrés es la fidelidad personificada.

— He aquí algo que ignoraba, querida hermana —se apresuró a contestar el tío para apaciguarla—. Yo no podía prever que tu amigo, dotado de tantas y tan distintas cualidades, fuese, además, un modelo de constancia. ¿Y Wisi? Cuéntame algo más acerca de ella. Espero que la alegre Wisi no habrá sido desgraciada, porque eso me causaría mucha pena.

— He podido observar, Max —dijo su hermana—, que, secretamente, tomas el partido de Wisi y que no tienes ninguna compasión hacia el fiel Andrés. Sin embargo, el pobre quedó con el corazón destrozado, al ver que Wisi estaba ya perdida para él.

— Sí, sí —afirmó el tío—. Siento toda la simpatía del mundo hacia ese hombre de honor. Pero dime qué fue de Wisi. ¿No habrán llegado las lágrimas a empañar el brillo de sus ojos?

— Así lo creo, desgraciadamente — continuó la señora Ritter—. Pocas veces la he visto desde entonces, pues, desde los primeros tiempos de su boda, la pobrecilla tuvo mucho que hacer. No creo que su marido fuese, precisamente, un mal hombre, pero sí algo rudo, grosero, y hasta incluso brutal con sus propios hijos. Estoy segura de que Wisi no ha gozado de muchas alegrías en su propia casa. Tuvo muchos y muy lindos hijos, pero todos muy delicados, de modo que los perdió uno tras otro; la pobre tuvo el dolor de ver cómo se le llevaban cinco al cementerio. No le quedó más que uno, una niñita muy flaca, muy delicada, una pequeña Wiseli como su madre. Apenas es más grande que nuestra Mitzi, aunque tiene, por lo menos, tres años más que ella. Además, la salud de Wisi está tan quebrantada que no es difícil prever lo que sucederá; cada día se desmejora más y temo que ya no haya esperanza para ella.

— ¡No —exclamó el tío Max, alarmado—, no es posible! ¿No te engañarás, María? ¿Crees que nada puede hacerse ya? Mañana mismo iremos a ver si es posible ayudarla.

— ¡Ay, no! —respondió tristemente la señora Ritter—. Nada se puede hacer. No es posible auxiliarla ya: Wisi era demasiado delicada para tantos trabajos y tantos esfuerzos.

— Y su marido, ¿qué hace? —preguntó el tío Max.

— Lo había olvidado por completo. Esa es una de las desdichas que ha tenido que sufrir la pobre Wisi. Pronto hará un año que tuvo la desgracia de sufrir un accidente en la fábrica, a consecuencia del cual quedó con un brazo y una pierna aplastados; lo llevaron medio muerto a su casa. Y quedó en un estado tristísimo e incapaz de trabajar en cualquier cosa. Además, parece que no era un enfermo muy paciente y Wisi tuvo que cuidarlo a pesar de su propia debilidad. En fin, murió cosa de seis meses después del accidente y desde entonces Wisi vive sola con su hija.

— ¿De manera que, en resumidas cuentas, no queda más que una pequeña Wiseli? ¿ Qué haremos de ella? Pero no; esperemos que eso no termine tan mal, que Wisi se pueda curar aún y que las cosas se arreglen para volver a como habrían debido ser desde un principio.

— No, ahora ya es demasiado tarde. La pobre Wisi ha expiado duramente su ligereza. Pero aquí también se hace tarde.

La señora Ritter se levantó, muy asustada, al ver que eran ya las doce de la noche. Hacía ya un buen rato que el coronel no se movía; tenía la cabeza apoyada en su sillón y dormía profundamente. En cuanto al tío Max, no experimentaba ningún sueño, porque la historia de Wisi había despertado todos los recuerdos de su infancia y le habría gustado seguir hablando aún de multitud de personas y de cosas. Desgraciadamente, su hermana fue inexorable. Con las palmatorias en la mano predicaba la retirada, de modo que no había nada que hacer. Max, para no ser el único en soportar el enojo de aquel encierro, despertó a su cuñado, sacudiendo con rudeza el sillón, de modo que el coronel se levantó de un salto como si hubiese estallado a su lado una bomba enemiga. El tío Max le golpeó amistosamente el hombro, diciéndole:

— No ha sido más que una ligera advertencia. de tu mujer para invitarnos a que nos retiremos.

Todos se dirigieron a sus respectivas habitaciones y muy pronto reinó el silencio en la casa y sobre la colina iluminada por la luna.

Más abajo, en el extremo de la aldea, otra casa iba a sumirse también en el silencio. Ardía aún una lamparilla y, a través de la estrecha ventana, proyectaba una débil luz en la claridad de la noche.

Capítulo III

Otra casa paterna

En tanto que los hijos del coronel entraban en su casa con sus trineos, la pequeña Wiseli echó a correr velozmente para bajar al pueblo. Sabía que había permanecido fuera un rato mucho más largo del que su madre se imaginara; pero aquella tarde la gran alegría que sentía le hizo olvidar la hora del regreso. Corría con toda su alma y, en su prisa, estuvo a punto de chocar con un hombre que salía de su casita, en el instante en que ella se disponía a entrar. El se echó a un lado para dejarla pasar y Wiseli se llegó de un salto al lado de su madre. que estaba sentada junto a la ventana, en una silla baja y sin haber encendido la luz, con gran asombro de Wiseli.

— ¿Estás disgustada, madre, porque he estado fuera tanto tiempo? —le preguntó, abrazándola.

— No, no, Wiseli, aunque me contenta mucho de que ya estés aquí —respondió la madre con acento de ternura.

Wiseli empezó a referirle el gran suceso de la tarde, dándose cuenta de la bondad de Otto para con ella y de su felicidad por haber podido deslizarse dos veces en el trineo más hermoso de todos. Cuando hubo acabado le llamó mucho la atención el silencio de su madre, que no tenía por costumbre permanecer sentada y en la oscuridad. Por eso le preguntó muy asombrada:

— Pero ¿por qué no has encendido la luz, mamá?

— ¡Estoy tan cansada esta tarde, Wiseli —contestó—, que no habría tenido fuerzas para levantarme a encenderla! Ve a buscar la lamparilla y tráeme un poco de agua, porque tengo mucha sed.

Wiseli se dirigió a la cocina y volvió en seguida llevando en una mano la luz y en la otra una botella, en la que relucía un jarabe rojizo tan transparente y de aspecto tan sabroso, que la enferma exclamó con alegría:

— ¿Qué me traes, Wiseli?

— No lo sé —respondió la niña—. Estaba en la mesa de la cocina. Mira qué bonito es este brillante color.

La madre cogió la botella y aspiró el perfume del contenido.

— ¡Oh! — dijo saboreándolo—, parece como si fueran frambuesas frescas cogidas en el bosque. Dame en seguida un poco de agua, Wiseli.

La niña echó un poco de aquel hermoso jarabe rojo en un vaso y lo acabó de llenar de agua. La madre se bebió hasta la última gota de aquel jugo del refrescante fruto.

— ¡Oh, cómo me ha quitado la sed! —dijo, entregando a Wiseli el vaso vacío—. Déjalo ahí, pero no muy lejos, porque tengo tanta sed que me parece que podría beberme toda la botella. ¿Quién me habrá traído este refresco? Sin duda habrá sido Trine. Esto debe de proceder de casa del coronel.

— ¿Ha entrado aquí Trine, mamá? —  preguntó la niña.

La enferma contestó negativamente.

— Entonces estoy segura de que no ha sido Trine —dijo Wiseli, convencida—. Cada vez que trae algo entra en la habitación. Pero como Andrés el carpintero salía de aquí, tal vez haya sido él quien lo ha traído.

— ¿Qué dices, Wiseli? —exclamó la madre con gran agitación.

— El carpintero Andrés no ha venido nunca a nuestra casa. ¿En qué piensas?

— Pues sí, estoy segura, muy segura de que ha entrado —afirmó Wiseli nuevamente—. Precisamente cuando yo llegaba él salía con tanta prisa y agitado que casi tropecé con él en la puerta. ¿No has oído nada?

— Si, oí que alguien abría despacio la puerta de la cocina y, en el primer momento, me figuré que eras tú, pero ahora me doy cuenta que entraste luego. ¿Estás segura, Wiseli, de que era el carpintero Andrés?

Wiseli estaba tan segura de ello y describió con tanta exactitud el gorro y el traje de Andrés, así como lo turbado que se quedó al encontrarla, que la madre acabó por convencerse. Y, como si hablara consigo misma, dijo:

— Entonces era Andrés. Habrá ido en busca de algo que podría serme beneficioso.

— ¡Oh, ahora me acuerdo de otra cosa, madre! —exclamó de pronto Wiseli con la mayor animación—. Ahora ya sé quién puso últimamente en la cocina el enorme pote de miel que tanto te ha gustado. Y hace dos días, acuérdate, que encontramos aquellas tortas de manzanas. ¿Recuerdas, madre, de que querías hacer dar las gracias a la señora Ritter por todo aquello, cuando Trine te trajo el caldo y dijo que no sabía de qué hablabas? No hay duda de que el carpintero Andrés lo puso todo secretamente en la cocina para complacernos.

— Yo también lo creo —  dijo la madre, secándose los ojos.

— Pues esto no es nada triste, madre —  dijo Wiseli, algo alarmada al ver que, repentinamente, se secaba las lágrimas.

— Convendrá que le des las gracias, Wiseli. Yo no podría. Le dirás que le agradezco tanta bondad. Siempre me ha querido bien. Ven a sentarte a mi lado —prosiguió con voz débil—. Dame de beber otra vez y luego vendrás a recitarme la estrofa y el cántico que te he enseñado.

Wiseli fue en busca de otro vaso de agua y en él echó un poco de jarabe que la madre bebió con la misma avidez. Después apoyó su fatigada cabeza en el reborde de la ventana, e hizo seña a Wiseli para que se acercase. Observando ésta que su madre apoyaba la cabeza en algo muy duro, fue en busca de una almohada de su propio lecho y la puso con suavidad bajo la cabeza de la enferma. Luego se sentó en un taburete a su lado y, cogiendo las manos de su madre, le recitó con recogimiento la estrofa del cántico a que ella se había referido:

Ruega a Dios que te defienda

si tu angustia es infinita;

su omnipotencia bendita

ha de marcarte la senda.

El suelta al viento la rienda

y con su poder divino

traza a la nube el camino;

y Él señalará a tu planta

alguna vereda santa

que conduzca a tu destino.

En cuanto Wiseli terminó observó que su madre estaba a punto de dormirse.

— Fíjate en eso, Wiseli —dijo la enferma en voz baja—. Si alguna vez te parece que no tienes ningún camino delante de ti o sufres una pena muy grande, repite en tu corazón:

y Él señalará a tu planta

alguna vereda santa

que conduzca a tu destino.

Dicho esto, la madre reclinó la cabeza en el respaldo de su asiento y se durmió. Wiseli, que no quería despertarla, se acurrucó con suavidad contra ella y, a su vez, quedó sumida en profundo sueño. En la estancia silenciosa continuó ardiendo la lamparilla de temblorosa luz. Poco a poco disminuyó su resplandor hasta que se apagó y la casita se destacó sombría en el claro de luna que blanqueaba el camino.

A la mañana siguiente, cuando la vecina dio la vuelta junto a la casa para ir a la fuente, asomó la cabeza por la ventanita para mirar, al interior de la estancia, como solía hacer todos los días al pasar y vio a la madre de Wiseli dormida sobre la almohada y a la niña que lloraba en pie junto a la madre. Esto le pareció raro y comprendió que era necesario averiguar lo ocurrido. Entreabrió, pues, la puerta y preguntó:

— ¿Qué tienes, Wiseli? ¿Está peor tu madre?

Wiseli lloraba tan acongojada, que apenas pudo articular:

— No sé lo que tiene.

La pobre niña presentía muy bien lo que le había ocurrido a su madre, pero aún no se resignaba a creer que verdaderamente acababa de perderla. Su madre estaba allí, pero ya no se despertaría jamás en la tierra, ni oiría cómo la llamaba su pequeña Wiseli.

La vecina acercóse a la ventana y miró el rostro que se destacaba sobre la almohada. Luego retrocedió asustada y dijo:

— Mira, Wiseli, corre a buscar a tu padrino y dile que venga en seguida. Ya no te queda más que él y es necesario que alguien se ocupe de esto. Ve pronto; yo esperaré a que vuelvas.

Wiseli obedeció, pero no pudo correr largo rato. Sentía en su corazón un peso tan enorme, que tuvo que detenerse a la mitad del camino para echarse a llorar, comprendiendo claramente que su madre no se despertaría ya. Por fin reanudó su carrera, pero sin dejar de llorar. La casa de su padrino estaba situada junto al bosque de hayas, a más de un cuarto de hora de distancia de la iglesia. Cuando llegó Wiseli y se presentó llorosa en el umbral de la cocina, la mujer de su padrino que, al mismo tiempo, era su prima, le preguntó con sequedad:

— ¿Qué quieres?

Wiseli, a través de sus sollozos, murmuró que la vecina la había enviado a decir a su padrino que fuese en seguida a su casa, al lado de su madre. La prima miró a la niña; sin duda creyó que la madre debía de estar peor, porque le contestó en tono un poco más suave:

— Ya se lo diré. Tú vuélvete a casa, porque él ahora no está aquí.

Wiseli emprendió el regreso y la esperanza de ver otra vez a su madre le dio fuerzas para correr. La vecina estaba ante la puerta de la casa, porque no quiso esperar en la habitación, pues allí no estaba a gusto. Pero Wiseli, en cambio, entró en la estancia y se sentó al lado de su madre como la noche anterior. Permaneció allí mucho rato, sin moverse, llorando y llamando a intervalos a su madre. Pero ésta no le respondía. Entonces Wiseli se acercó a ella y murmuró:

— ¿No es verdad, madre, que tú me oyes muy bien, aunque estés en el cielo y yo no pueda oírte?

Poco después del mediodía Wiseli seguía en el mismo lugar, estrechando entre las suyas una mano de su madre. Por fin entró el padrino en la estancia, echó una mirada a su alrededor y llamó a la vecina.

— Convendrá arreglar un poco a esta mujer. ¿Me entiende usted?— dijo—. Es decir, arreglarla para que se la puedan llevar. Además, hágame el favor de llevarse la llave para que no desaparezca nada.

Dirigiéndose a Wiseli, le dijo:

— ¿Dónde está tu ropa, pequeña? Recógela toda, haz un paquete y nos marcharemos en seguida.

— ¿ Y a dónde iremos? — preguntó Wiseli, temerosa.

— A mi casa, a “Las Hayas”; podrás quedarte allí. Ya no tienes en el mundo a nadie más que a tu padrino.

Wiseli se quedó muda de terror. ¿Ir a “Las Hayas” para vivir aquí? Siempre había tenido mucho miedo de la prima y cada vez que iba a dar algún recado al padrino, esperaba un momento detrás de la puerta antes de entrar, por miedo de ser apostrofada. Además estaba aquí el hijo mayor de la casa, aquel Chäppi tan grosero. Y también sus hermanos, Hans y Rudi, que apedreaban a todos los niños. Y a la sazón, tenía que habitar en su casa. Wiseli se quedó pálida e inmóvil a causa del susto.

— No has de temer nada, pequeña —le dijo con bondad el padrino.— Es verdad que hay más gente en nuestra casa que en ésta, pero así será más divertido para ti.

Wiseli, en silencio, empaquetó su ropa en un pañuelo que ató por las cuatro puntas. Luego se puso en la cabeza un pañolito que se ató por debajo de la barbilla y así quedaron listos sus preparativos.

— Bien, vámonos —dijo el padrino, dirigiéndose hacia la puerta.

De pronto, Wiseli se echó a llorar.

— ¡Entonces mamá va a quedarse sola! — exclamó angustiada.

y se dirigió hacia su madre, a la que se abrazó.

El padrino se quedó perplejo, pues no sabía cómo hacer para explicar a la niña la situación, toda vez que no la comprendía por sí misma. Además las explicaciones no eran su fuerte y nunca había intentado darlas. Por eso dijo sencillamente:

— Anda, vámonos. Las niñas como tú han de obedecer. Ven y procura no llorar, porque eso no es de ninguna utilidad.

Wiseli contuvo sus sollozos lo mejor que pudo y siguió a su padrino sin decir palabra. Cuando estuvo en el umbral se limitó a volverse una vez más y murmuró:

— ¡Dios te guarde, madre!

Luego, llevando bajo el brazo el lio de ropa, abandonó la casa paterna para no volver.

Apenas habían cruzado el camino para ir a campo traviesa, cuando Trine llegaba, por su lado, llevando un cesto cubierto. La vecina estaba todavía delante de la puerta y desde allí miraba alejarse al padrino y a la niña. Trine se le acercó y le dijo:

— Hoy traigo algo bueno para la enferma. Es ya un poco tarde, pero está en casa el señor tío y eso hace que estemos algo retrasadas.

— Aunque hubiese usted venido muy temprano, ya habría sido demasiado tarde —contestó la vecina—, porque la pobrecilla se ha muerto esta noche.

— ¡No es posible! —exclamó Trine, asustada—.¿Qué va a decir la señora?

Y, sin esperar más, Trine dio media vuelta y se volvió apresuradamente.

La vecina entró en la silenciosa estancia y arregló a la madre de Wiseli para que pudieran acostarla en su último y triste lecho.

Capítulo IV

La casa del padrino

Cuando Wiseli franqueó el umbral de la granja de “Las Hayas”, siguiendo a su padrino, llegaron a ella corriendo los tres muchachos, entraron en la casa tras de la niña y se pararon en el centro de la sala, fijando sus tres pares de ojos, muy abiertos, en la pobre Wiseli, que estaba muy asustada. La prima vino, a su vez, de la cocina, y también empezó a examinar a Wiseli como si nunca la hubiese visto. El padrino se sentó a la mesa y dijo:

— Me parece que podríamos comer algo. Supongo que esta pequeña no habrá comido hoy gran cosa. Veo, siéntate —agregó, volviéndose a Wiseli, que seguía en pie en el mismo sitio y con su lío de ropa en la mano.

Ella obedeció. La prima trajo sidra y queso, y colocó sobre la mesa un enorme pan moreno. El padrino cortó una gran rebanada, puso sobre ella un trozo de queso y lo dejó todo delante de la niña.

— Toma y come, pequeña. Con seguridad tienes hambre.

— No, gracias —respondió Wiseli en voz baja, porque el pesar, el miedo y la inquietud le contraían la garganta y no le habrían permitido tragar un solo bocado, pues casi no podía respirar. En cuanto a los muchachos, no habían cesado de mirarla ni un solo momento.

— No hay que tener miedo —dijo el padrino con objeto de animarlo —. Come un poco.

Pero Wiseli no se movió y tampoco tocó el pan. La prima, con los puños apoyados en la cintura, se había quedado en pie para examinar a la niña de arriba abajo.

— Si eso no te gusta —dijo—, puedes dejarlo.

Luego le volvió la espalda y entró en la cocina.

Cuando el padrino hubo comido bastante, se levantó de la mesa diciendo:

— Guárdate eso en el bolsillo. Pronto tendrás ganas de comer. Y no tengas miedo.

Y, a su vez, se metió en la cocina. Wiseli quiso obedecer y guardarse el pan y el queso en el bolsillo, pero éste era muy pequeño y volvió a dejarlo todo sobre la mesa.

— Yo te ayudaré —  dijo Chäppi

Y cogiendo el pan y el queso, los llevaba ya a su boca muy abierta, cuando se le cayeron a causa de un violento empujón que Hans le dio en las manos para hacerle soltar la presa y apoderarse de ella. En el mismo momento, Rudi, arrastrándose por el suelo, cogió rápidamente el pan y el queso. Los dos mayores se lanzaron sobre él y los tres cayeron unos encima de otros; se revolcaban por el suelo, peleándose al mismo tiempo, y dando tales gritos que Wiseli se echó a temblar de terror. El padre abrió la puerta de la cocina y gritó:

— ¿Qué ocurre?

Los tres pilluelos empezaron a gritar a la vez y en distintos tonos:

— Es que Wiseli no quería... Wiseli no podía... Como Wiseli no quería...

Pero el padre gritó con más fuerza, para dominar el tumulto,

— ¡Si no os calláis inmediatamente, voy a buscar el garrote!

Dicho esto cerró la puerta. El ruido, en vez de disminuir, siguió más fuerte que nunca. Hans descubrió que el mejor modo de desconcertar al adversario era agarrarlo por los cabellos; los otros dos comprendieron instantáneamente la maniobra y se revolcaron de nuevo por el suelo, tirándose con toda su fuerza de los cabellos y dando, al mismo tiempo, terribles gritos. En la cocina, la prima, sentada en un taburete, mondaba patatas. Cuando su marido hubo cerrado la puerta de la sala, dijo:

— ¿Qué vas a hacer con esa niña? ¿Por qué te has dado tanta prisa en traerla?

— Es preciso que viva en casa de alguien; yo soy su padrino y la pobre no tiene ningún pariente. Podrás encontrarle algo que hacer; por ejemplo, podría dedicarse a lo que tú haces en este momento, y así tendrías más tiempo para otras ocupaciones. Dices siempre que los chicos te dan mucho que hacer y que no puedes con el trabajo.

— ¡Sí! ¡Vaya una ayuda! —exclamó la prima—. Hace sólo un cuarto de hora que ha llegado y ya puedes ver cómo marcha todo en la sala.

— Otras veces he oído el mismo escándalo, y, sin embargo, no estaba la niña. No creo que tenga ninguna culpa de lo que ocurre.

— ¿De veras? — preguntó su mujer—. ¿No has oído que todos decían algo contra Wiseli?

— Algo han de gritar. En cuanto a esa niña, podrá servirte para algo; no es mala, según he podido observar, y sabe obedecer mucho mejor que los muchachos.

Esto era ya demasiado para la prima.

— Me parece que no hay necesidad de empezar con rivalidades con los chicos — dijo, arrancando cada vez con mayor prisa las mondaduras de las patatas—. Además, me gustaría saber dónde dormirá.

El padrino hizo dar dos o tres vueltas al gorro que tenía en la cabeza y añadió tranquilamente:

— No se puede hacer todo en un día. Como hasta ahora ha dormido en una cama, no hay duda de que necesitará otra. Mañana iré a casa del señor pastor. Esta noche podrá acostarse sobre el banco de la estufa, en donde no tendrá frío. Luego se podrá hacer una división al lado de la entrada de nuestro dormitorio y allí colocaremos su cama.

— Jamás en la vida he visto llevar una niña a una casa y ocho días después la cama en que ha de dormir. Además, me gustaría saber quién pagará los gastos, en caso de que sea necesario construir algo para esa pequeña.

— Si el Ayuntamiento nos confía a la niña, no tendrá más remedio que dar algo para su manutención —dijo el padrino—. En todo caso yo me encargaré de ella por menos dinero que otro, y en nuestra casa estará mejor que en cualquier otra.

Convencido de lo que acababa de decir, el padrino salió para ir a la cuadra, gritando desde fuera para que lo acompañase Chäppi. Cuando la prima entró en la sala para transmitir esta orden, le costó bastante hacerse oír. Los tres muchachos se hallaban en lo más recio de la pelea y ensordecidos casi por sus gritos de guerra.

— No comprendo cómo puedes estar aquí mirando esta pelea sin decir una palabra para ponerlos en paz—  dijo la prima a Wiseli.

Chäppi fue mandado a la cuadra y los otros dos lo siguieron.

— ¿Sabes hacer media? —  preguntó la prima a Wiseli.

Ella contestó tímidamente que sí sabía.

— Entonces toma esta media —dijo la prima, sacando del armario una gran media de color pardo e hilo de algodón tan grueso como el dedo meñique de la niña.

— Está en el pie; cuida de no hacerlo demasiado pequeño, porqué es para tu padrino.

Luego se volvió a la cocina. Wiseli se sentó en el banco, junto a la estufa, y se puso la larga media sobre las rodillas; la labor le pesaba tanto que tiraba de sus manos hacia abajo y no podía manejar bien las agujas. Apenas hubo empezado a trabajar cuando la prima entró de nuevo.

— Ven a la cocina —le dijo—. Verás todo lo que yo hago y así aprenderás a ayudarme.

Wiseli obedeció y observó cuanto le fue posible el trabajo de su prima, pero a cada momento se le llenaban los ojos de lágrimas y apenas podía ver nada. Sin cesar pensaba en lo diferente que era aquello de cuando miraba a su madre ocupada en sus quehaceres, quien le dirigía, de vez en cuando, la palabra y le hacía una caricia. No obstante, comprendiendo que no debía llorar, se esforzaba por contener los sollozos que a cada momento le venían a la garganta.

— Fíjate bien —dijo una o dos veces la prima—. Así podrás hacerlo tú sola.

Pero no le encargó ningún trabajo y sin cesar daba vueltas por la cocina. Al cabo de algún tiempo se oyó un espantoso ruido causado por gruesos zapatones en la puerta de entrada y en seguida la prima dijo:

— Ve a abrir la puerta. Ya han regresado.

En efecto, el ruido era causado por el padrino y sus hijos, que sacudían la nieve de sus zapatos, dando puntapiés en el umbral. Wiseli abrió la puerta que daba a la sala, la prima sacó del fuego la enorme sartén y, atravesando apresuradamente la cocina y la sala, dejó sobre la mesa de pizarra un buen montón de patatas bien cocidas. Siempre corriendo, llevó en seguida un gran cuenco de leche agria y ordenó:

— Pon en la mesa lo que encontrarás en el cajón para que puedan sentarse a comer.

Wiseli abrió el cajón y en el encontró cinco cucharas y otros tantos cuchillos, que puso en la mesa, que así quedó lista para la cena.

El padrino y sus hijos, que acababan de entrar, se instalaron en los bancos que había junto a las ventanas. En una de las extremidades de la mesa veíase una silla y señalándola, el padrino dijo:

— Me parece que Wiseli podrá sentarse ahí.

— Por supuesto —contestó la prima, cuya silla estaba en el otro extremo, al lado de la puerta.

Apenas hacía un segundo que se había sentado, se levantaba para ir a la cocina; luego volvía y se sentaba otra vez; tomaba una cucharada de leche y se marchaba nuevamente. Nadie habría podido comprender para qué servía aquel ir y venir, porque no había nada en el fuego; pero siempre hacia lo mismo y si el padrino, de vez en cuando le decía: “Siéntate y come” ella fingía estar más ocupada que nunca y respondía que no tenía tiempo de permanecer sentada, pues alguien debía ocuparse de las cosas que tenía que hacer.

Aquella noche, cuando entraba por segunda vez en la sala para comerse apresuradamente una patata, observó la inmovilidad de Wiseli, que estaba sentada y con las manos sobre las rodillas. En seguida le preguntó:

— ¿Por qué no comes?

— No tiene cuchara —contestó Rudi, que estaba a su lado y que ya había notado cómo se puede estar a la mesa sin comer aun cuando haya algo que tragar.

— ¿Ah, es por eso? —dijo la prima—. ¿Quién habría podido imaginar que necesitaríamos seis cucharas? Hasta ahora cinco nos han bastado. Y además, habrá necesidad de un cuchillo. ¿Por qué no dices nada? Creo que ya sabrás que para comer hace falta una cuchara.

Estas últimas palabras iban dirigidas a Wiseli. Esta, intimidada, miró a la prima y respondió en voz baja:

— Es igual. No necesito nada, porque no tengo hambre.

— ¿Por qué? ¿Estás acostumbrada a otras cosas? Pues, mira, no tengo intención de cambiar nada.

— Me parece observó el padrino en tono conciliador—, que durante los primeros días convendrá dejar tranquila a esta niña; no hay que empezar por asustarla. Poquito a poco se acostumbrará.

Dejaron, pues, en paz a Wiseli, mientras los demás maniobraban con la mayor actividad cucharas y cuchillos. Por fin se levantó el padrino; cogió su gorro de pieles, que estaba colgado de un clavo, buscó el farol de la cuadra y salió para ir a ver la ternera, que estaba enferma. No costó mucho quitar el servicio de la mesa; la prima recogió con la mano las mondaduras de patata en un cacharro vacío, fregó la pizarra y en cuanto estuvo hecho se volvió a Wiseli para decirle;

— Ya has visto cómo se hace; en adelante tú te encargarás de esto.

Chäppi Se instaló de nuevo en el banco después de sacar su lápiz y su cuaderno de aritmética y se dispuso a escribir sus cálculos sobre la mesa. Comenzó por mirar a Wiseli unos instantes; la niña había vuelto a tomar la media, pero se veía que estaba a la fuerza en su rincón, en donde era imposible que pudiera divisar los puntos de su labor; pero no se atrevía a sentarse junto a la mesa alumbrada por la lámpara humeante.

— Tú podrás hacer algo también —le dijo Chäppi, de pronto, muy enojado—. Ya eres de las últimas en la escuela.

Wiseli se sobresaltó al oír estas palabras. Aquel día no había ido a la escuela y no sabía lo que había de hacer. Por otra parte se encontraba completamente fuera de su centro.

— Si yo he de hacer estos cálculos, también tú debes hacer otros o no trabajaré más — agregó Chäppi.

Wiseli guardó silencio.

— Está bien —siguió diciendo Chäppi a gritos—. no haré un solo número más.

Y arrojó su lápiz a alguna distancia.

— Pues, en ese caso, yo tampoco quiero hacer nada —dijo a su vez, Hans, muy satisfecho, guardándose su cuaderno de multiplicar, porque no conocía nada más amargo que el estudio.

— Ya diré al maestro quién es la culpable — añadió Chäppi—, y ya verás lo que te costará eso.

Probablemente Chäppi se disponía a continuar en la exposición de sus quejas y de su mal humor si en aquel instante no hubiese vuelto su padre. de la cuadra. Llevaba en el hombro dos grandes sacos de avena, vacíos, y se aproximó a la mesa.

— ¡Apártate! — dijo a Chäppi, que apoyaba sus dos codos en la mesa para sostener la cabeza.

Luego estiró los dos sacos, los dobló en cuatro y dirigiéndose hacia la estufa, los extendió sobre el banco.

— Así estará bien —dijo con satisfacción—. ¿Dónde está tu ropa pequeña?

Wiseli sacó el lío del rincón en que lo dejara al llegar y miró con asombro a su padrino, quien puso el lío de ropa en uno de los extremos, aplanándolo un poco con la mano para que no fuese tan redondo.

— Mira —dijo dirigiéndose hacia Wiseli—, podrás acostarte aquí esta noche; no tendrás frio, porque la estufa, está muy caliente. Apoyarás la cabeza sobre el lío de la ropa y estarás tan bien como en una cama. Y vosotros tres, id en seguida a dormir.

Después, llevándose la lámpara, se metió en la cocina, seguido por sus tres hijos. Antes de cerrar la puerta se volvió, para recomendar:

— ¡Que duermas bien! Procura no pensar en nada hoy. Más adelante todo irá mejor.

Dicho esto salió. La prima entró casi en seguida llevando en la mano una lamparilla, para examinar la cama de Wiseli.

— ¿Podrás dormir ahí? — preguntó—. Por lo menos tendrás bastante calor al lado de la estufa. Hay mucha gente que no tiene dónde acostarse y que se muere de frio. Aun podría ocurrirte algo semejante, de modo que puedes estar contenta de que, por lo menos, estás abrigada en una buena casa. ¡Buenas noches!

— ¡Buenas noches! —respondió Wiseli en voz muy baja.

Pero la prima no pudo oírla, porque después de dar ella misma las buenas noches, cerró la puerta.

Wiseli se quedó sola en la oscura sala. De pronto todo quedó sumido en el silencio y no se oía el más pequeño rumor. La luna alumbraba la estancia a través de una ventana y Wiseli pudo ver el lugar en donde debía dormir, al lado de la estufa. Se acercó y se tendió en su camastro. Por vez primera, desde que dejara a su madre, estaba sola y podía reflexionar acerca de lo ocurrido. Hasta entonces había estado en tensión continua y todo lo que vio u oyó después de salir de su casa la llenó de terror y de angustia, de modo que en aquellas horas no pudo hacer más que sentir miedo, sin poder pensar en nada. Ahora, por primera vez en su vida, no tenía madre. La idea de que ya no volvería a verla, que no podría hablarle más y que no la oiría se le apareció con la mayor claridad. Entonces la comprensión del abandono en que se hallaba se apoderó de su mente de tal manera, que se creyó completamente sola y perdida en el mundo. Le pareció que nadie, absolutamente nadie, se cuidaba de ella, y que iba a quedar abandonada en la oscuridad para morir. En su enorme dolor oprimió la cabeza contra el lío de ropa que le servía de almohada y comenzó a llorar amargamente, repitiendo desesperada:

— ¡Madre! ¿No me oyes? Madre, ¿no puedes oírme?

Su madre le había dicho con frecuencia cuán feliz se es al rogar a Dios que está en el cielo, cuando todo anda mal y nos encontramos angustiados, porque Él nos oye siempre y está dispuesto a venir en nuestra ayuda cuando nadie más es capaz de hacerlo. Wiseli recordó aquellas palabras de su madre y sentándose en su camastro dijo con voz entrecortada por los sollozos:

— ¡Dios mío que estás en el cielo, ven en mi ayuda! ¡Tengo mucho miedo de que mi madre no pueda oírme!

Después de haber repetido varias veces sus oraciones, quedó un poco más tranquila. Ya no se sentía tan sola, puesto que en el cielo estaba Dios, a quien había dirigido sus oraciones.

Luego se acordó de las últimas palabras de su madre: “Si alguna vez te parece que no tienes ningún camino delante de ti, o sufres una pena muy grande, repite en tu corazón:

“Y Él señalará a tu planta

alguna vereda santa

que conduzca a tu destino”.

Y ocurrió lo que su madre le dijera, aunque entonces Wiseli no comprendiese cómo podría llegar a suceder. Comprendió, de pronto, el sentido de las palabras que hasta entonces recitara sin darse cuenta de ellas, pues nunca había sido víctima del infortunio. Ahora era, realmente, desdichada, y no advertía ningún camino ante ella, pareciéndole que todo había terminado, puesto que no tenía otra perspectiva que la de permanecer en casa de su padrino, en donde, a cada instante la esperaban nuevos motivos de terror. Y un gran consuelo penetró en su corazón mientras repetía:

“Y Él señalará. a tu planta

alguna vereda santa

que conduzca a tu destino”.

Antes de aquel día jamás Wiseli se dio cuenta del consuelo que se experimenta de tener a Dios en el cielo y lo que alivia y conforta el poder dirigirse a Él cuando nadie nos escucha ya. Con las manos unidas repitió una vez más su cántico, desde el primer verso, feliz de poder rogar a Dios misericordioso y hablar como si Él estuviese ante ella. Por eso cada una de las palabras que pronunció parecía salir de su corazón, como nunca le ocurriera antes de perder a su madre:

“Ruega a Dios que te defienda

si tu angustia es infinita y

su omnipotencia bendita

ha de marcarte la senda.

El suelta al viento la rienda

y con su poder divino

traza a la nube el camino;

y El señalará a tu planta

alguna vereda santa

que conduzca a tu destino.'

Con estas últimas palabras volvió a reinar la confianza en el tranquilizado corazón de la niña; apoyó de nuevo la cabeza en el de ropa que hacía las veces de almohada y se durmió casi en seguida. En un sueño Wiseli vio un hermoso camino blanco, muy seco y lleno de sol; estaba bordeado por rojos claveles y por unos rosales llenos de flores, y resultaba tan agradable que cualquiera habría querido saltar por él alegremente. Y al lado de Wiseli estaba su madre, que la cogía tiernamente por la mano, y le mostraba el lindo camino diciendo: “Mira, Wiseli, mira tu camino. ¿No te lo dije?:

“Y Él señalará a tu planta

alguna vereda santa

que conduzca a tu destino”.

Y Wiseli fue muy feliz en su sueño; y durmió también en su banco como pudiera haberlo hecho en el más mullido lecho.

Capítulo V

El tiempo pasa y llega el verano

Cuando Trine regresó a “La Colina” con la nueva de la muerte de la madre de Wiseli y que a ésta se la había llevado su padrino, hubo gran conmoción en la casa. La mamá se entregó a grandes 1amentaciones y a su pesar de no haber visitado antes a la enferma, como se lo había propuesto desde hacía varios días; la verdad es que no pudo sospechar siquiera que estuviese tan cercano el fin de la pobrecilla, y por eso la buena señora se afligió mucho. Otto, excitadísimo, recorría a grandes pasos la habitación, y, sin detenerse, repetía:

— ¡Es injusto! ¡Es injusto! Pero si le hace lo más mínimo, tendrá que verse conmigo, y luego podrá contarse las costillas para ver cuántas le han quedado enteras.

— ¿De quién estás hablando, Otto? —preguntó su madre, viendo la excitación de su hijo.

— De Chäppi —respondió Otto—. ¡Cuando pienso en lo que podrá hacer a la pobre Wiseli, ya que la pobrecilla ha de quedarse en su casa...! ¡Es una injusticia! ¡Pero que lo pruebe, nada más!...

En aquel instante Otto fue interrumpido por un repetido ruido de violentos puntapiés que ahogó su voz. Aquello distrajo su indignación.

— ¡Mitz! ¿Qué escándalo estás armando detrás de la estufa? ¡Eres capaz de marear a cualquiera! —exclamó, volviéndose hacia el lugar de donde procedía el ruido.

Mitzi salió de detrás de la estufa, golpeando el suelo con todas sus fuerzas y haciendo grandes esfuerzos para meter nuevamente los pies en las botas mojadas que Trine acababa de sacarle, a costa de mucho trabajo. La niña estaba con el rostro enrojecido y, jadeando, contestó:

— No tengo más remedio que hacer ruido, pues nadie es capaz de calzarse estas botas sin golpear sobre el tacón.

— Pues yo quisiera saber por qué has de querer ponerte otra vez las bolas que tanto me ha costado quitarte —dijo entonces Trine, que no había salido de la estancia.

— Voy a “Las Hayas” para traerme en seguida a Wiseli a casa. Podrá dormir en mi cama—  dijo Mitzi muy decidida.

La anciana Trine, no menos decidida, levantó a Mitzi, la sentó en una silla y le quitó de un tirón la bota que tanto le había costado calzarse a medias. Pero creyó conveniente calmar a la excitada niña.

— Bueno, bueno; yo misma me encargaré de eso en tu lugar. No es necesario que me estropees dos pares de botas y otras tantas medias. Podrás darle tu cama y así tendrás que ir a dormir al granero, en donde hay bastante sitio.

Pero Mitzi pensaba de distinta manera. Acababa de descubrir el medio de substraerse a su grande enemigo de todos los días y estaba dispuesta a ejecutar su proyecto con la mayor firmeza. He aquí de qué se trataba: todas las noches, cuando Mitzi tenía más ganas de jugar, sonaba la orden de recogerlo todo y de irse a dormir. Esta orden iba siempre seguida de una lucha interior y de otra escena penosa, que, a pesar de todo, no servían para nada. Pero si ella daba su cama a Wiseli, la cuestión quedaba solucionada de una vez; Mitzi ya no tendría cama y podría permanecer despierta para siempre más. Esta perspectiva la hacía tan feliz que ni siquiera notó el engaño de Trine, quien se esforzaba entonces en quitarle, no sin dificultades, sus botas mojadas, pero sin la menor intención de ir a buscar a Wiseli.

Cuando Trine, muy satisfecha, abandonó la estancia llevándose las botas, Mitzi advirtió el engaño y armó tal escándalo, que su hermano se vio obligado a taparse los oídos y su madre no tuvo más remedio que intervenir seriamente. Prometió a Mitzi hablar del asunto con su padre en cuanto éste llegara a casa. Habíase marchado aquel mismo día con el tío Max para hacer una visita, proyectada desde hacía algún tiempo, a un viejo amigo. Esta promesa restablecido la tranquilidad y la paz en la casa.

Ambos hombres no volvieron hasta cuatro días más tarde, pero la madre cumplió la palabra dada a su hija. Lo primero de que habló a su marido, la misma noche de su llegada, fue del fallecimiento de la madre de Wiseli y de la instalación de ésta en casa de su padrino. Se decidió en seguida que el coronel iría a la mañana siguiente a casa del pastor, para ponerse de acuerdo con él acerca de lo que podría hacerse en beneficio de Wiseli.

Así se hizo. El coronel volvió a su casa con la noticia de que dos días antes, el domingo, el consejo municipal había tomado acuerdos definitivos sobre el particular. Además, como la madre de Wiseli nada había dejado, la niña viviría a costa del Ayuntamiento, el que debería pagar su manutención hasta que estuviese en edad de ganarse la vida. Su padrino se ofreció a guardar a la niña por muy poca cosa, sin duda con la idea de hacer, por su parte, una obra de caridad. Como tenía reputación de ser un hombre de bien y sus condiciones resultaban muy ventajosas, el consejo se apresuró a entregarle la niña. Por lo tanto, no se podía hacer nada y Wiseli había abandonado definitivamente la casa materna por la de su padrino.

— En resumen, vale más que sea así —dijo el coronel a su mujer—. A la niña nada le faltará en “Las Hayas”. ¿Qué podría hacerse de ella? Es demasiado pequeña para dedicarla a cosa alguna, y tú no puedes meterte en casa a todos los niños que se queden huérfanos. Valdría más fundar en seguida un orfelinato.

A pesar de estas palabras, su mujer tuvo un disgusto al saber que el asunto estaba terminado. Había abrigado la esperanza de que se pudiese hallar otro asilo para Wiseli, y le daba pena el saber que aquella niña tan delicada estaba en una casa en donde no dejaría de estar en contacto con gente muy ruda. Pero como no sabía qué proponer, no había más remedio que aceptar aquella solución e informarse de vez en cuando de cómo le iba a la niña.

A la mañana siguiente, cuando Otto y Mitzi se enteraron de lo ocurrido, estalló una nueva tempestad en la casa. Otto declaró que la suerte de Wiseli era semejante a la de David en el foso de los leones. Dio un puñetazo en la mesa, sin duda con el secreto deseo de hacer lo mismo en la espalda de Chäppi. Mitzi aulló y hasta lloró un poco, tanto por compasión hacia Wiseli como hacia sí misma, porque veía desvanecerse así todas sus esperanzas de evitar la hora de acostarse. Pero tal agitación pasó, como todo lo que la había precedido, y la vida recobró su curso habitual.

Entre tanto, Wiseli se familiarizó lentamente con su nueva vida en casa de su padrino. Como ya había llegado su cama, no dormía en el banco inmediato a la estufa, sino, como dijera el padrino, en un rinconcito que se hizo entre la habitación del matrimonio y la de los muchachos. Había el espacio necesario para su cama y para una caja en que guardaba su ropa y por la cual debería encaramarse para llegar al lecho, porque todo el espacio disponible quedaba ocupado por los dos objetos. Por la mañana, para lavarse, veíase obligada a ir hasta la fuente; cuando hacía mucho frio la prima le decía que la dispensaba de lavarse hasta que el tiempo fuese menos crudo. Pero Wiseli no estaba acostumbrada a eso; su madre le había enseñado a ir siempre muy limpia y le parecía preferible pasar frio antes que llevar la cara y las manos tan sucias que su misma madre no habría querido mirarla.

¡Qué diferente era todo en su propia casa, cuando podía vestirse y prepararse en la habitación, mientras su madre ponía el café en la mesa, a la que se sentaban una al lado de otra y Wiseli saboreaba con placer cada uno de los bocados antes de salir para la escuela! Todo había cambiado mucho. Toda su vida, desde la mañana a la noche, era tan distinta, que, muchas veces, el recuerdo de su madre y de los días que pasaron juntas, llenaba de lágrimas los ojos de Wiseli. Y se oprimía su corazón, pareciéndole que no podría seguir viviendo de aquella manera. Sin embargo, luchaba con el mayor valor, porque al padrino no le gustaba verla triste o llorosa, y su mujer, que aún lo sufría menos, le regañaba entonces más que nunca. El momento que Wiseli prefería era aquel en que, substrayéndose a todas las miradas, podía meterse en su cuchitril para recordar libremente a su madre y recitar su cántico. Cada vez que lo hacía caía sobre su corazón el mismo consuelo que ya experimentara. Entonces pensaba en su hermoso sueño; estaba muy segura de que Dios hallaría para ella un camino parecido al que su madre le había mostrado. Y si, algunas veces, al pensar que en el mundo hay tanta gente de que Dios ha de cuidar y para la que prepara su respectivo camino, sentía por un instante, el temor de que se olvidara del suyo propio entre todos los demás, se decía que su madre estaba en el cielo y recordaría a Dios que preparase un camino para su pequeña Wiseli. Esta idea bastaba para llenarla de confianza y de alegría. Ya no estaba tan desesperada como la primera noche, cuando se acostó en el banco de la estufa; sino que, al terminar cada día, se dormía sintiendo en su corazón la alegre certeza de que

“El señalará a tu planta

alguna vereda santa

que conduzca a tu destino”.

Así terminó el invierno y llegó la primavera con su brillante sol. Habían reverdecido los árboles, todos los prados estaban cubiertos de primaveras y de blancas anémonas; en el bosque resonaba el alegre canto del cuclillo y las tibias brisas circulaban por el ambiente, alegrando corazones, de tal manera que todos sentían la alegría de vivir. El corazón de Wiseli se estremecía de placer al ver las nuevas flores y los brillantes rayos del sol cuando iba a la escuela o volvía de ella. A otras horas no le era posible entretenerse en tales cosas, porque tenía que trabajar mucho. Todo su tiempo fuera de la escuela, debía emplearlo en un trabajo u otro, y más de una vez a la semana, veíase obligada a no ir a la escuela para quedarse en casa “en donde había que hacer cosas de mucha más utilidad” según decía el padrino y, sobre todo, su mujer. Habíase reanudado el trabajo en los campos y, además, era preciso ayudar en el jardín para preparar las plantaciones y los semilleros. Cuando la prima trabajaba fuera, Wiseli tenía que encargarse de la cocina, fregar toda la vajilla, llenar la artesa para los marranillos y llevarla al establo; luego tenía que zurcir y coser las camisas y los pantalones de los muchachos, y tantas otras cosas, además, que no alcanzaba a ver el fin de todas ellas. Desde la mañana a la noche oía decir en cuanto había algo que hacer.

Y, a veces, se sentía sobrecogida por el vértigo, pues no sabía cómo empezar y cómo podría terminar con todo el trabajo. Sabía que si se iba al campo a llevar la simiente de patata al padrino que la reclamaba, la prima no dejaría de regañarle por no haber hecho antes los preparativos para la cena. Y si comenzaba por encender el fuego, Chäppi gruñía porque no le había zurcido el agujero de la manga de su chaqueta “después de habérselo encargado tanto”. Y unos u otros decían a cada instante:

— ¿Por qué no has hecho tal cosa? Y eso que no tienes nada más de que ocuparte.

Por eso, Wiseli estaba muy contenta cuando podía asistir a la escuela; por lo menos era una hora de descanso, durante la cual sabía perfectamente lo que debía hacer. Además, la escuela era el único sitio en donde oía palabras cariñosas. Todos los días, durante el recreo o a la salida de las clases, Otto se acercaba a ella, le hablaba bondadosamente y le reiteraba la invitación de su madre, de que un domingo, por la tarde, fuese a “La Colina” para intervenir en toda clase de juego. Wiseli no pudo ir nunca allí, porque el domingo, por la tarde, era preciso hacer el café y la prima no le permitía que se marchara “el único día, según decía, en que podía ayudarla un poco”. No obstante, a Wiseli le gustaba mucho que Otto la invitase; y tenía para ella mucho valor el oír palabras de afecto.

Había otra razón que justificaba el que Wiseli deseara ir a la escuela; y es que tenía que pasar por delante del jardincito tan bien cuidado del carpintero Andrés. Le agradaba tanto contemplarlo. Que cada vez que daba la vuelta en torno de la tapia baja, acechaba la ocasión de ver al carpintero para darle el recado de su madre, que no había olvidado. Pero era demasiado tímida para atreverse a entrar en la casa de un hombre a quien conocía tan poco; además, el carácter silencioso de éste le inspiraba cierto temor; y en las raras ocasiones en que la había encontrado, se contentó con mirarla cariñosamente, pero casi nunca le dirigió la palabra. Y aunque ella se detuvo muchas veces junto a la tapia, buscándolo con la mirada, jamás tuvo ocasión de verle.

Habían pasado los meses de mayo y junio, corrían entonces los largos días de verano, durante los cuales hay siempre mucho que hacer en los campos, a pesar del fuerte calor. Wiseli tenía frecuentemente ocasión de comprobarlo, cuando el padrino se la llevaba al prado para coger el heno con un rastrillo muy pesado o para ponerlo a secar al sol extendiéndolo con una larga horquilla. Cuando tenía que trabajar en el campo durante todo el día, al llegar la noche estaba tan cansada que apenas tenía fuerza para mover los brazos. Por su parte no le habría dado importancia, persuadida de que ello era muy natural, pero en cuanto, durante la velada, estaba un segundo sin trabajar, Chäppi empezaba a gritar:

— Me parece que tienes que hacer, problemas como yo. ¿Crees que puedes quedarte cruzada de brazos y luego en la escuela no saber nunca nada?

Estas palabras apenaban mucho a Wiseli, quien no habría querido nada mejor que poder dedicarse a estudiar sus lecciones, ir regularmente a la escuela y comprenderlo todo como los demás. Sabía muy bien que estaba muy atrasada en muchas cosas, porque, con tan frecuentes ausencias, no daba las lecciones con la debida sucesión y, por otra parte, jamás sabía la tarea que el maestro había encargado. Mucho la avergonzaba llegar a la clase sin haber hecho aquélla y contestar tartamudeando o quedarse callada, por no saber una palabra de lo que le preguntaban. Y cuando el maestro le decía delante de sus condiscípulos: Nunca habría esperado esto de ti, Wiseli; antes eras la primera en la clase”, habría querido hundirse en la tierra para ocultar su confusión y volvía a su casa llorando.

Si contestaba a Chäppi que no sabía lo que se tenía que hacer, él empezaba a injuriarla y a gritar hasta que venía su madre. Y ésta, haciendo caso a las acusaciones de Chäppi, regañaba a Wiseli por su negligencia. Entonces la pobrecilla tenía que contener las lágrimas que, más tarde, con la cabeza apoyada en la almohada, corrían ardientes y abundantes. En aquellos momentos le parecía a Wiseli que tanto Dios como su madre la habían olvidado y que nadie en la tierra se ocupaba de ella, de manera que su pena le impedía, muchas veces, recitar su cántico. Sin embargo, no habría logrado dormirse sin haber repetido aquellas palabras con el mayor recogimiento, aunque hubiese perdido un poco de su alegre confianza.

Así se durmió Wiseli una noche del mes de julio. A la mañana siguiente, después de desayunar, estaba en pie junto a la mesa, mientras los muchachos preparaban sus libros y sin atreverse a preguntar si ella podía ir también a la escuela, porque la prima estaba demasiado atareada para responderle, y en cuanto al padrino había salido de la estancia. Los chicos, una vez dispuestos, se marcharon. Wiseli los miraba por la ventana abierta mientras se alejaban corriendo a través de las altas hierbas del prado, y las mariposas blancas, borrachas de sol, revoloteaban por encima de sus cabezas. La pobre niña tenía en perspectiva una enorme colada de ropa y temía tener que pasar toda la semana al lado del cubo. La prima la llamó desde la cocina, pero, en el mismo momento el padrino, que se había detenido cerca de la fuente, viendo su cabeza junto a la ventana, le gritó:

— Apresúrate, Wiseli. Los chicos ya están lejos. Y como ya hemos entrado el heno, puedes ir a la escuela.

No tuvo necesidad Wiseli de que se lo dijeran dos veces. Rápida como el rayo, cogió el saquito en que llevaba los libros, y salió corriendo.

— Dile al maestro que, durante algún tiempo, irás con regularidad. Es necesario que te dispense, porque hemos tenido mucho que hacer con el heno.

Wiseli se alejó muy feliz de no tener que quedarse junto al cubo de la colada y satisfecha con la esperanza de ir a la escuela toda la semana. ¡Estaba todo tan hermoso! En los árboles cantaban los pajarillos, la hierba perfumaba el ambiente, las margaritas rosadas y las yemas de oro se abrían en pleno sol. Wiseli no tenía tiempo de entretenerse, pero gozaba con la belleza de todo lo que la rodeaba y corría con el corazón muy alegre.

Aquella misma tarde, cuando los escolares se preparaban tumultuosamente para salir de la escuela a fin de ir a jugar a la luz del sol, el maestro, con cara seria, preguntó a través del ruidoso enjambre:

— ¿Quién está de semana?

— ¡Otto! ¡Otto! — respondieron a coro los niños apresurándose a salir.

— ¡Otto! — dijo el maestro con severidad—. Ayer la clase no quedó con el orden debido. Por una vez te perdonaré, pero que no ocurra más porque de lo contrario, recibirás un castigo.

Dicho esto el maestro salió por otra puerta. Otto contempló por un momento las cáscaras de nuez, los trozos de papel y las pieles de manzana que ensuciaban el suelo, en espera de que él lo limpiara; luego, volviendo la espalda a la clase, se dirigió. a su vez, a la puerta. Detúvose en el lugar que alumbraba el sol poniente y contemplando aquella hermosa tarde pensó:

— Si ahora pudiese volver a casa comería cerezas, montaría a caballo en la Morena cuando el criado fuese al prado en busca del heno, pero en vez de eso no tengo más remedio que quedarme aquí para recoger la basura de la clase.

Tal idea enojaba a Otto, que añadió furioso:

— ¡Ojalá llegase ahora el Juicio Final y la escuela y todo lo que la rodea se dispersara por el aire en mil pedazos!

Pero a su alrededor continuó todo muy tranquilo y no se manifestó ningún síntoma de terremoto final. Otto, cada vez más furioso, se acercó a la puerta de la escuela; sabía que no tenía más remedio que tragarse aquel amargo fruto sino, de lo contrario, al día siguiente sufriría el castigo denigrante de quedarse: Entró, pero apenas hubo dado un paso, cuando se detuvo asombrado. En la clase reinaba un orden perfecto y en el suelo no quedaba el más pequeño papel y ni un gramo de polvo, y por las abiertas ventanas penetraba agradablemente el aire fresco de la tarde. En el mismo momento el maestro abrió la puerta que conducía a su estancia. Paseó a su alrededor una mirada de asombro y se fijó, por fin, en Otto. siempre en el mismo lugar y, acercándose, le dijo amablemente:

— En realidad. tienes derecho a admirar tu obra, de la que no te habría creído capaz. Eres un buen escolar, pero hoy has aventajado a todos por tu orden, cosa que hasta ahora no habías demostrado.

Retiróse, de nuevo, el maestro y una vez Otto se hubo asegurado de la agradable realidad, bajó la escalera en tres saltos y, apresuradamente, se  encaminó hacia “La Colína”. Y al referir el hecho a su madre, fue cuando empezó a preguntarse cómo había podido ocurrir aquello.

— Puedes estar seguro de que nadie lo ha hecho por equivocación —le dijo su madre—. ¿Tienes algún amigo capaz de sacrificarse con esa generosidad? A ver, piensa un poco. ¿Quién pudo haberlo hecho?

— ¡Ya lo sé! —declaró Mitzi después de haber escuchado muy atentamente.

— ¿Quién? —preguntó Otto curioso e incrédulo a la vez.

— Juanito, el topera —respondió Mitzi muy convencida—. Acuérdate de que le diste una manzana hace ya bastante tiempo.

— O tal vez Guillermo Tell, en premio de que no le he quitado, en tantos años, la suya. También podría ser eso, tontísima Mitzi.

Y Otto echó acorrer, con la esperanza de llegar aún a tiempo para la carrera que esperaba darse en el carro de heno.

Entre tanto, Wiseli bajaba hacia el pueblo con el corazón alegre y, por fin, llegó ante el jardín del carpintero Andrés. Un poco más lejos se volvió y regresó al jardín para admirar una vez más los bellos claveles rojos que viera al pasar; era ya un poco tarde, pero confiaba en alcanzar todavía a los chicos que jugaban a los bolos a lo largo del camino. Los claveles tenían tan hermosos colores a la luz de la tarde y su aroma llegaba tan penetrante a su olfato, que Wiseli no se resolvía a alejarse de aquel hermoso lugar. De pronto el carpintero Andrés salió de la casa al jardín, y se encaminó directamente hacia Wiseli. Le tendió la mano por encima de la cerca y amistosamente le dijo:

— ¿Quieres un clavel, Wiseli?

— ¡Oh, sí! —contestó la niña—. Además tengo que dar a usted un recado de parte de mi madre.

— ¿De parte de tu madre? —repitió Andrés. Y en su asombro dejó caer los claveles que acababa de cortar.

Wiseli dio la vuelta a la tapia y los recogió. Luego miró a Andrés, que se había quedado silencioso y agregó:

— Sí, en sus últimos momentos, cuando ya nada le gustaba, mamá bebió el excelente jarabe que dejó usted en la cocina. Le hizo mucho bien y me encargó decir a usted que se lo agradecía mucho, y que le estaba muy obligada por su bondad. También dijo: “Siempre me ha querido bien”.

Mientras hablaba Wiseli miraba a su interlocutor y observó que por sus mejillas corrían algunas lágrimas. El quiso responder algo, pero no le fue posible hablar; estrechó con fuerza la mano de Wiseli y volvió a entrar en la casa.

La niña se quedó muy asombrada. Nadie había llorado a su madre, y ella misma no se atrevía a hacerlo más que cuando estaba sola, porque su padrino le había advertido que no quería lágrimas, y en cuanto a la prima. aún le daba más miedo. Y ahora había encontrado una persona cuyas lágrimas corrieron al oír las palabras que le transmitiera su madre.

A partir de aquel día le pareció a Wiseli que el carpintero Andrés era su mejor amigo y comprendió que le quería con todo su corazón. Alejóse corriendo llevando en la mano los claveles, y en menos de un minuto llegó a “Las Hayas”. Ya era tiempo, porque divisó a los chicos cerca de la casa y bajo ningún pretexto debía llegar después de ellos.

Aquella noche. Wiseli recitó sus oraciones con el corazón alegre y no pudo comprender cómo había estado tan triste la víspera, hasta el punto de perder toda confianza en su cántico. Por cierto, Dios no la había olvidado y se prometió no pensar nunca más semejante cosa, después de la alegría que acababa de tener aquel día. Y, al dormirse, Wiseli creyó seguir viendo ante ella el bondadoso rostro de Andrés, por el que corrían gruesas lágrimas.

Al día siguiente, miércoles, Otto observó el mismo fenómeno sorprendente de la víspera. No pudo contenerse y abandonó la clase con los demás para gozar de un momento de libertad y dar dos o tres saltos en la plaza. Cuando quiso volver a la escuela para hacer su trabajo, con el corazón muy oprimido, abrió la puerta y ¡oh, sorpresa!, todo estaba ya limpio y en la escuela reinaba el mayor orden.

Aquella vez la cosa excitó su curiosidad; y, además, sintió tan vivo agradecimiento hacia el bienhechor desconocido, que tenía grandes deseos de comunicárselo. Resolvió, pues, que el jueves, o sea el día siguiente, se esforzaría en averiguar cómo ocurría aquello. Al día siguiente, después de las lecciones, mientras se escapaba el grupo de escolares, Otto se quedó un momento indeciso, no sabiendo cómo haría para descubrir a su bienhechor. De pronto se sintió cogido y arrastrado por algunos vigorosos amigos, sus compañeros de clase, que le gritaban a la vez:

— Ven, ven, vamos a jugar a ladrones y tú serás el capitán.

Otto se defendió un poco, alegando que estaba de semana, pero los demás le contestaron que sólo era cuestión de un cuarto de hora, y así se dejó llevar.

En realidad, contaba un poco con su amigo desconocido, que, con seguridad, le evitaría el castigo, y por lo demás, hallaba muy agradable poder confiar en aquella misteriosa providencia.

El cuarto de hora se convirtió en una entera y en algo más. En circunstancias ordinarias su situación hubiera sido muy comprometida. Jadeante llegó a la escuela para cerciorarse de la suerte que le esperaba y abrió la puerta con tanto ímpetu que el maestro se apresuró a entrar en la clase.

— ¿Qué quieres, Otto? — preguntó.

— He venido a mirar si todo continúa en buen orden —  balbuceó el muchacho.

— El orden es ejemplar y tu celo muy digno de loa, pero no hay necesidad de desquiciar las puertas.

Otto se fue de muy buen humor. Estaba decidido a no moverse de la clase al día siguiente, viernes, sin haber puesto en claro aquel asunto, porque, de lo contrario, ya no le quedaría más que el sábado por la mañana, con su gran limpieza general.

— Mira, Otto —dijo el maestro cuando daban las cuatro—. Lleva en seguida este billete a casa del señor pastor y tráeme los papeles que te entregará. Dentro de cinco minutos puedes estar de regreso para hacer la limpieza.

Esto contrarió bastante a Otto, pero era preciso obedecer y, además, contaba con estar pronto de regreso. En cuatro saltos llegó a la casa del cura. El pastor estaba ocupado con alguien; su esposa llamó a Otto al jardín y le pidió noticias de su mamá, de su papá, de Mitzi, del tío Max y de sus primos de Alemania. El pastor llegó en seguida y Otto tuvo que explicarle el encargo que le había hecho el maestro y todo lo que éste le dijo además. Por fin le dieron los papeles. Partió como una flecha, llegó a la escuela, cuya puerta abrió rápidamente, y vio que todo estaba ordenado y en silencio y que no había huella de ser humano.

— Pues bien —se dijo Otto satisfecho—. Ha terminado casi la semana y ni una sola vez he tenido necesidad de inclinarme al suelo para recoger todas estas porquerías. Pero, ¿quién habrá podido hacerlo sin tener obligación alguna?

Y resolvió averiguarlo a toda costa.

El sábado terminaban las lecciones a las once. Otto dejó salir a todos sus compañeros y una vez la clase estuvo completamente desocupada, salió a su vez, cerró la puerta y se adosó a ella, completamente seguro de que vería a cualquiera que se dispusiera a entrar. Prefería esperar aquel suceso antes que dedicarse en seguida a la odiada tarea. Esperó y esperó, pero nadie venia. El reloj dio la media... y nadie. Como tenía proyectada una excursión para la tarde, tenía que comer bastante temprano. Era preciso, por lo tanto, apresurarse para regresar a casa. A pesar de lo que le repugnaba volver a entrar en la clase para desempeñar su cometido, Otto abrió la puerta y se quedó mis asombrado que la primera vez, al advertir. que todo estaba en perfecto orden y más limpio que nunca. Otto subió una impresión extraña y algo parecido a una historia de misteriosos espíritus flotó por un instante en su imaginación. Salió de la clase sin hacer ruido, cosa que no estaba en sus costumbres. Precisamente en el mismo momento algo se deslizaba no menos silenciosamente por la puerta de la cocina del maestro y, de pronto, se le apareció Wiseli. Los dos se estremecieron de miedo y la niña enrojeció hasta la raíz de los cabellos, como si Otto la hubiese sorprendido realizando alguna mala acción. De pronto, Otto lo comprendió todo como si lo hubiera visto.

— Estoy seguro de que has sido tú la que ha hecho, la limpieza durante toda la semana. Wiseli —dijo—. Nadie más habría sido capaz de hacer eso sin estar obligado.

— Pues no puedes imaginarte cuanto me ha agradado hacerlo —contestó Wiseli.

— No, no, no puedo creerlo, tratándose de cosas como ésas, Wiseli.

A nadie puede gustarle eso —contestó Otto con gran convicción.

— Pues sí, te lo aseguro. No sabes lo contenta que he estado de poder hacerlo. y cuando lo limpiaba todo, me decía, muy satisfecha:

“Ahora Otto vendrá y al hallar todo hecho estará contento”.

— Pero, oye, ¿cómo se te ha ocurrido hacer eso por mi? —  preguntó Otto, que no lo comprendía.

— Sé muy bien que no te gusta estar de semana. Y hace ya mucho tiempo que me preguntaba qué podría darte a cambio de aquello del trineo, ¿recuerdas? Pero no tenía nada.

— Pues esto que has hecho por mí vale mucho más que el prestar un trineo. No lo olvidaré nunca, Wiseli —exclamó Otto muy conmovido y ofreciéndole la mano.

Hacía ya mucho tiempo que no habían brillado los ojos de Wiseli con tanta alegría.

Pero Otto quiso saber cómo se arreglaba para entrar de nuevo en la clase, pues él había esperado a que salieran todos los niños.

— Pues, sencillamente, no salía —respondió Wiseli—, sino que me escondía detrás del armario figurándome que permanecerías fuera unos momentos como los demás días.

— Y ¿cómo te ibas sin que yo lo viese?

— Eso no era nada difícil. pues aprovechaba los momentos en que tú estabas corriendo con los demás; ayer y hoy, como no estaba muy segura de que hubieses salido, pasé por la habitación del maestro para preguntar a la señora si tenía que darme algún recado, cosa que ha hecho otras veces. Luego salía por la cocina. Y ayer estaba justamente detrás de la puerta de la cocina cuando entraste corriendo en la clase.

Otto había descubierto ya a los espíritus. Volvió a tender la mano a Wiseli y le dio las gracias con la mayor cordialidad.

Después se alejaron corriendo cada uno por su lado y ambos de excelente humor.

Capítulo VI

Siempre lo mismo y, por fin, algo nuevo

El verano ya había pasado y también tocaban a su fin los bellos días de otoño. Por las tardes el tiempo era frio y brumoso. En los húmedos prados las vacas acababan de comerse los últimos tallos de hierba. Esparcidas por los campos veíanse vacilar algunas llamas; eran las hogueras que encendían los pastorcillos para asar las patatas y calentarse las manos.

En una de esas tardes grises, Otto llegó corriendo a su casa, diciendo a su madre que iba a ver lo que era de Wiseli. No había ido a la escuela, después de las vacaciones de otoño, por lo menos durante ocho o diez días seguidos. Se metió en el bolsillo las manzanas de su merienda y se alejó corriendo.

Cuando llegó a “Las Hayas” encontró a Rudi sentado en el suelo delante de la puerta y dispuesto a morder una tras otra las peras que, en un gran montón, estaban delante de él.

— ¿Donde está Wiseli? —  le preguntó Otto.

— Fuera.

— ¿Dónde es fuera?

— En el prado.

— ¿Cúal?

— No lo sé.

Y Rudi siguió mordiendo sus peras.

— No te matará la inteligencia —gruñó Otto yendo hacia el gran prado que se extendía detrás de la casa y hasta el límite del bosque.

A lo lejos divisó tres puntitos negros bajo un árbol, y se encaminó directamente hacia allí. No se había engañado. Wiseli, encorvada, recogía unas peras mientras Chäppi estaba a caballo sobre su canasta y Hans, tendido sobre el cesto lleno, se balanceaba fingiendo que se disponía a volcarlo. Chäppi le miraba y se reía a cada una de las sacudidas que daba.

Cuando Wiseli vio a Otto pareció como si un rayo de sol iluminase su rostro.

— Buenas tardes, Wiseli —saludó el muchacho desde lejos—. ¿Por qué has estado tantos días sin ir a la escuela?

Wiseli, muy alegre, tendió la mano a Otto.

— No he podido ir, porque hemos tenido mucho que hacer —respondió— Mira cuántas peras hay. Desde la mañana a la noche tengo que recoger todas las que puedo.

— Pero tienes los zapatos y las medias completamente mojadas dijo Otto—. No es aquí el tiempo agradable. ¿No tienes frío cuando estás mojada?

— A veces siento un escalofrío, pero, al fin y al cabo, el trabajo da algún calor.

En aquel momento Hans dio tal sacudida al cesto, que se volcó por completo y el muchacho, el cesto y las peras rodaron en todas direcciones.

— ¡Oh! — exclamó Wiseli en son de queja—. Ahora tendré que recogerlas otra vez.

— Y ésta también —  chilló Chäppi echándose a reír y le tiró una pera que fue a dar a Wiseli en la sien. La niña palideció y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Otto, apenas lo hubo visto, cuando se arrojó contra Chäppi, lo derribó con su cesto y lo cogió por el cuello.

— ¡Déjame, que me ahogas! — gritaba Chäppi.

— Quiero que recuerdes que tendrás que habértelas conmigo si te portas de ese modo con Wiseli — gritó Otto encendido de cólera—. ¿Tienes bastante? ¿Te acordarás?

— ¡Sí, sí, pero suéltame! — suplicaba Chäppi, que ya no se resistía.

Otto le soltó.

— Pues ya lo sabes —repitió—. Si se te ocurre, alguna vez, hacer el menor daño a Wiseli, te daré tal paliza que la recordarás cuando tengas setenta años. Adiós, Wiseli.

Y volviendo la espalda a Chäppi, Otto, aún furioso, tomó el camino de su casa. Al llegar fue en busca de su madre y ante ella desahogó la indignación que le causaba la idea de que Wiseli tuviera que soportar aquellos tratos. Estaba muy decidido a ir inmediatamente en busca del pastor, a fin de quejarse del padrino y de toda su familia, para lograr que substrajera a Wiseli de sus manos. La madre escuchó a Otto tranquilamente, hasta que se hubo calmado un tanto y después le dijo:

— Eso no serviría de nada, querido hijo. No podrás sacar a Wiseli de casa de su padrino, con lo que no se conseguiría más que enojarle. Piensa que él no tiene ninguna mala voluntad a la niña y, por otra parte, no hay razones suficientes para quitársela. Sé que la pobre Wiseli se ve obligada a soportar una dura prueba ¡pobrecilla!, y por mi parte no la he olvidado. Sigo esperando y creo que Dios me indicará el modo de ayudarla de un modo definitivo. A mí también me preocupa este asunto, Otto, créeme. Mientras tanto, estoy completamente de acuerdo contigo para que protejas a Wiseli y escarmientes un poco a ese bruto de Chäppi, con la condición de que, a su vez, no te conviertas en un muchacho tan bruto como él.

Lo que más tranquilizó a Otto fue la idea de que su madre se preocupaba de mejorar la suerte de Wiseli. Por su parte empezó a imaginar toda suerte de medios de salvación, pero ninguno tenía sólido fundamento y tuvo que reconocer que no serían de ningún provecho para Wiseli. Cuando se acercó Navidad y el muchacho escribió la lista de cosas que deseaba, con enormes letras, tal vez a fin de que pudieran leerse desde el cielo, escribió en el papel: «Deseo que el Niño Jesús liberte a Wiseli”.

Enero y el frío habían vuelto ya. El resbaladero estaba tan compacto y tan duro que los niños podían divertirse allí con sus trineos.

Habían llegado las noches de luna clara y Otto comprobó que sería muy agradable dejarse resbalar por la pendiente a la luz de la luna. Así, pues, un día citó a todos sus amigos para las siete de la tarde, para aprovechar la luna llena y celebrar una magnífica partida de descensos. La proposición fue acogida con entusiasmo y al separarse a las cinco, como de costumbre, los muchachos se dieron cita para las siete de la misma tarde. La idea de Otto halló una aprobación menos entusiasta por parte de su madre, a quien se la comunicó; ésta no compartía la excitación con que sus hijos empezaron a describirle las maravillas de su proyecto. Les dio a entender el frío que haría a una hora tan avanzada, el inconveniente de ir en trineo a una luz incierta, y los peligros que, principalmente, podrían amenazar a Mitzi. Pero tales objeciones no consiguieron más que avivar su ardiente deseo, y Mitzi suplicó como si la única alegría de su vida dependiese de aquella partida de trineos. Otto aseguró con gran seriedad que Mitzi no corría ningún peligro y que él, por su parte, permanecería a su lado. Por fin la madre dio su consentimiento. Dos horas más tarde los niños, satisfechos a más no poder y bien abrigados, salieron de la casa. La noche era hermosa, fría y clara; todo fue perfectamente; el resbaladero estaba magnífico y la impresión misteriosa que daban algunos lugares sombríos, no iluminados por la luna, añadía un encanto más a la expedición. Gran número de muchachos se habían reunido para tomar parte en la diversión y entre ellos reinaba excelente humor. Otto dejaba que todos se lanzaran en primer lugar, luego se situaba él detrás y colocaba a Mitzi a su espalda, a fin de que nadie pudiese chocar contra ella con un trineo; de esa manera podía cerciorarse, de vez en cuando, de que la niña descendía sin ningún inconveniente.

El juego marchaba perfectamente, cuando uno de los muchachos propuso unir los trineos en fila para descender juntos. Esto iba a proporcionar una diversión extraordinaria a la luz de la luna. Se aceptó unánimemente tal proposición y con gran alboroto empezaron los preparativos. Otto juzgó que tal modo de descender sería demasiado peligroso para Mitzi, •porque a veces terminaba con un choque formidable de todos los trineos y de sus ocupantes, de modo que el riesgo era demasiado grande para una niña pequeña. Puso, pues, su trineo en último lugar y dejó libre el de Mitzi, quien descendería como de costumbre, detrás de su hermano; sólo había la diferencia de que éste, arrastrado por el impulso general, no podría moderar su marcha si Mitzi se quedaba atrás.

Una vez dada la señal empezaron a moverse los trineos y la larga fila resbaló sin encontrar obstáculo alguno a lo largo de la lisa pendiente. De pronto, Otto oyó terribles gritos; conocía muy bien la voz: que los profería, pues era la de Mitzi. ¿Qué habría sucedido? Otto no podía detenerse, a pesar de su terror, y no tuvo más remedio que terminar el empezado descenso. Pero apenas llegó abajo arrancó casi la cuerda que sujetaba su trineo y subió corriendo la colina. mientras lo seguían todos los demás para averiguar lo ocurrido. A la mitad de la cuesta hallaron a Mitzi en pie y al lado de su trineo, gritando con toda su fuerza y derramando torrentes de lágrimas. Sin aliento, Otto se acercó a ella exclamando:

— ¿ Qué tienes? ¿Qué te ocurre?

— Pues que me ha... me ha... me ha... — sollozó Mitzi, a quien el susto impedía explicarse mejor.

— ¿Qué es lo que te ha hecho? ¿ Quién? ¿ Dónde? —  preguntó Otto con precipitación.

— Aquel hombre... allá abajo... aquel hombre me ha... quiso matarme y me ha... me ha gritado unas cosas espantosas.

Estas explicaciones mezclábanse a nuevos sollozos entrecortados.

— Bueno, no llores ahora. Oye, Mitzil no grites así. Seguramente no ha querido matarte. ¿Acaso te ha pegado?—  preguntó alto con cariño y suavidad, pues había pasado un susto terrible.

— No —respondió Mitzi echándose a llorar otra vez— ; pero quería pegarme con un palo y lo ha levantado así. Y luego exclamó:

“Espera un poco” y, además, me ha gritado unas palabras terribles.

— ¿Pero no te ha hecho nada ?— preguntó Otto respirando satisfecho.

— Pero quería hacerme... quería... vosotros estabais muy lejos y yo aquí sola... Mitzi, conmovida por sus infortunios y sintiendo nuevo terror reanudó cuidadosamente su llanto.

— ¡Cállate! ¡Cállate! — dijo Otto tratando de tranquilizarla—. Ahora cállate y no te dejaré más, de modo que aquel hombre ya no se acercará. Si no lloras más te daré el gallo de azúcar rojo del árbol de Navidad. ¿Recuerdas?

Esta promesa tuvo un efecto inmediato. En un segundo, Mitzi se secó las lágrimas y dejó de llorar, porque el gato de azúcar rojo era, desde el día de Navidad, el objeto de sus más ardientes deseos. Durante el reparto de bombones del árbol de Navidad, aquel gallo correspondió a Otto y Mitzi no se había consolado aún de semejante pérdida. Resuelto, pues, aquel motivo de alarma, los muchachos se reunieron, preguntándose quién podía haber sido el hombre que quiso reatar a Mitzi.

— ¡Bah! ¡Matar! — interrumpió Otto—. Me parece que ya sé lo que ha sucedido. Mientras bajábamos vi a un individuo con un bastón y, seguramente, tuvo que meterse en la nieve para evitar los trineos. Esto debió de enojarle y al encontrar a Mitzi sola, le habrá hecho un poco de miedo para descargar su cólera.

Esta explicación parecía tan natural, que todos la admitieron. El incidente se olvidó pronto y siguieron la interrumpida partida. Por fin fue necesario resolverse a terminar la diversión, porque habían dado las ocho y era pasada con exceso la hora del regreso.

Al volverse a su casa, Otto recomendó a su hermana que no refiriese lo ocurrido, porque su madre podría asustarse y ya no les permitiría más ir a divertirse con los trineos a la luz de la luna. Le prometió darle en seguida el gallo de azúcar con la condición de que no contase nada. Mitzi le dio su palabra, y como ya había desaparecido la huella de sus lágrimas, nada podría hacerle traición.

* * *

Otto y Mitzi, con la cabeza sobre la almohada, dormían profundamente; el gallo de azúcar figuraba en los sueños de Mitzi y le llenaba el corazón de tal alegría que hasta en sueños la manifestaba. De repente, llamaron a la puerta de entrada con redoblados golpes, de modo que tanto el coronel como su mujer abandonaron precipitadamente la mesa en torno de la cual se entretenían hablando de sus hijos, mientras la vieja Trine, asomada a una de las ventanas del primer piso, gritaba malhumorada:

— ¿Qué modo de llamar es ese?

— Ha ocurrido una gran desgracia —respondieron desde fuera—. Es necesario que el señor coronel vaya en seguida al pueblo, porque acaban de encontrar muerto al carpintero Andrés.

Dicho esto, el mensajero se marchó apresuradamente. El coronel y su mujer, que se habían acercado a la ventana, pudieron oír el aviso. El señor Ritter se echó la capa sobre los hombros y en seguida se encaminó a casa del carpintero. Al entrar encontró una masa de gente reunida allí; habían ido en busca del juez de paz y del alcalde, y tras estos dos personajes entraron en la casa muchos curiosos. En el suelo yacía Andrés bañado en sangre y sin dar señales de vida. El coronel se acercó.

— ¿Ha avisado alguien al médico? —preguntó—. Sin embargo, era la primera persona a quien debía llamarse.

— Pues no ha ido nadie, porque nos figurábamos que no había nada que hacer.

— Mira, ve a casa del médico tan aprisa como puedas —ordenó el coronel a un muchacho que estaba allí—. Dile de mi parte que venga inmediatamente.

Ayudó a levantar a Andrés y a transportarlo a su cama, que estaba en la habitación inmediata. Hecho esto se acercó a los curiosos que hablaban con gran animación y se informó de lo que sabían acerca del hecho. El hijo del molinero refirió que, cosa de media hora antes, vio luz al pasar ante la ventana de Andrés y se le ocurrió la idea de entrar para preguntarle si sus muebles estarían terminados a tiempo para el día de su boda. La puerta de la sala estaba abierta y, al entrar, encontró a Andrés tendido en el suelo y bañado en sangre, y a su lado a Joggi, el idiota, que riendo, le ofreció una moneda de oro. Entonces se apresuró a pedir auxilio y a encargar que llamasen al alcalde y a las demás autoridades.

Joggi, el idiota, solía habitar en el fondo pantanoso del valle y era un pobre anormal que se ganaba la vida haciendo pequeños recados en las granjas, tales como transportar piedras y arena, recoger frutos o atar haces de leña en invierno. Pero hasta entonces nunca se había oído decir que llevase a cabo ningún acto violento ni malvado. El hijo del molinero le había ordenado quedarse allí hasta que llegase el alcalde y Joggi se quedó en un rincón, riéndose tranquilamente, y con un puño cerrado. Llegó el doctor, y tras él el alcalde; inmediatamente se reunió el Consejo en la sala para deliberar, mientras el médico iba a visitar al herido, seguido por el coronel. Examinó atentamente al desgraciado y después de un instante de silencio, dijo:

— El pobre Andrés ha recibido un garrotazo en la parte posterior de la cabeza. Tiene ahí una gran herida.

— Pero no está muerto, ¿no te parece? —  preguntó el coronel.

— No. Respira débilmente. Sin embargo, ya veremos •si sale de ésta.

El médico empezó a pedir cosas, tales como agua, esponjas, lienzos y material de cura, y los presentes iban de un lado a otro, abriendo los armarios de la cocina y los cajones de todos los muebles, apresurándose a presentar multitud de cosas, pero ninguna de las que pedía el facultativo.

— Aquí conviene una mujer inteligente que sepa lo que es un enfermo —  exclamó por fin el médico, ya impaciente.

Entonces todos quisieron hablar a la vez para proponer a alguien, pero no lograban ponerse de acuerdo.

— ¡A ver! Que vaya alguien en seguida a “La Colina” — dijo por fin el coronel—  y diga a mi mujer que me mande a Trine.

Uno de los presentes se alejó instantáneamente corriendo.

— A tu mujer no le hará ninguna gracia —dijo el doctor—, porque si viene Trine, no podrá salir de aquí durante tres o cuatro días.

— No tengas cuidado — contestó el coronel— ; en obsequio de Andrés, mi mujer sería capaz de hacer bastante más que ceder a Trine.

Esta, jadeante y muy cargada, llegó mucho más pronto de lo que nadie se creía. El mensajero la encontró la dispuesta, con un gran cesto colgando del brazo y a su lado la señora Ritter que esperaba la llegada de alguien. No creyendo que Andrés estuviese muerto, empezó a preparar todo lo que probablemente necesitarían para cuidarlo; por eso llenó un cesto de todo el material de cura que halló y añadió vino, aceite y unos paños de franela, de modo que Trine estaba a punto de ponerse en camino cuando apareció el mensajero que habían enviado.

El doctor se manifestó muy satisfecho al verla.

— Ahora, que se marche todo el mundo. ¡Buenas noches, Ritter! Arréglate para que salgan todos estos curiosos —  dijo, cerrando la puerta detrás del coronel.

El Consejo Municipal seguía deliberando, pero como el señor Ritter declaró que era preciso salir de la casa en seguida, decidieron encerrar a Joggi y tomar otras medidas más tarde. Dos hombres quedaron encargados de llevar a Joggi, bien cogido por los brazos, para que no pudiese huir, al Ayuntamiento, en donde quedaría encerrado. Joggi no opuso ninguna resistencia: se reía con gran satisfacción y, de vez en cuando, miraba lo que guardaba en la mano.

A la mañana siguiente la esposa del coronel se dirigió a la casita de Andrés. Trine salió de la estancia sin hacer ruido, para darle la buena noticia de que el herido había recobrado el conocimiento aquella misma mañana. El doctor le había visitado ya y le había hallado mejor de lo que esperaba, pero dio la orden a Trine de que no dejase entrar a nadie en la estancia y de impedir que Andrés pronunciase una sola palabra.

— Tan sólo el doctor y yo podemos estar a su lado —  dijo Trine con el mayor celo.

La señora Ritter se manifestó conforme y, muy satisfecha, se volvió a su casa en espera de otras noticias.

Así pasaron ocho días. Todas las mañanas la esposa del coronel se iba a casa del enfermo, para informarse exactamente acerca de su estado y ver si le faltaba algo, para proporcionarlo en el acto. Todos los días, antes de salir, tenía que apaciguar a Otto y a Mitzi, que, a todo trance, querían ir a visitar a su amigo enfermo, a pesar de que el médico no lo permitía aún. Trine continuaba siendo indispensable para el herido y el doctor le dirigía frecuentes alabanzas por sus atentos cuidados. Al cabo de ocho días éste propuso a su amigo el coronel a ir a hacer una visita al enfermo, cuando él mismo se encontrase a su lado; porque Andrés podía hablar ya y el doctor deseaba interrogarle en presencia del coronel acerca del suceso de que había sido víctima. Andrés pareció muy satisfecho de poder estrechar la mano del coronel; hacía ya mucho tiempo que se había dado cuenta de la procedencia de todas las buenas cosas y de todos los cuidados que se le prodigaban para su restablecimiento. Después trató de reunir sus recuerdos para contestar a las preguntas de los dos caballeros: Acababa de completar la suma que todos los años solía dar al coronel para que la colocase debidamente; para estar seguro de ella se puso a contarla a última hora de la noche, dando la espalda a la puerta y a la ventana. Cuando estaba ocupado en ello, oyó entrar a alguien y antes de tener tiempo de averiguar quién era, recibió un terrible garrotazo. A partir de aquel instante no supo nada más. Andrés había tenido sobre la mesa una suma que no se halló, a excepción de la moneda de oro que Joggi conservaba en la mano. ¿A dónde había ido a parar el resto de la suma, si el idiota era, realmente, el autor del ataque? Cuando Andrés supo que encontraron a Joggi en la habitación y que luego lo encarcelaron, se impresionó mucho.

— Lo mejor será que suelten al pobre Joggi — decía—. Es incapaz de hacer daño a nadie y estoy seguro de que no fue él quien me golpeó.

Sin embargo, Andrés no podía sospechar de nadie más. Estaba seguro de no tener enemigos y no conocía a nadie capaz de semejante acción.

— También pudo ser un forastero —observó el doctor al fijarse en las ventanas bajas de la sala—. Si estaba usted ocupado en contar un montón de monedas de oro, a plena luz, todos pudieron verle al pasar y alguien debió experimentar el deseo de apoderarse del dinero.

— Es muy posible — respondió Andrés—. Yo nunca pensé en eso y siempre lo dejaba todo abierto.

— Por fortuna, la mayor parte de sus economías están en lugar seguro, Andrés — dijo el coronel—. Por lo tanto, no hay que preocuparse, ya que lo principal es recobrar la salud.

— Tiene usted razón, señor coronel —contestó Andrés estrechando la mano que el señor Ritter le tendía para despedirse—. Tan sólo puedo dar gracias a Dios, que me ha dado mucho más de lo que necesito.

Los dos hombres dejaron al buen Andrés y, al salir, el doctor dijo:

— Más tranquilo está él, seguramente, que quien le hirió.

En cuanto a Joggi, circulaba acerca de él una historia que preocupaba a los muchachos de la escuela, y les inspiraba gran compasión. Otto la contó en su casa varias veces, porque le había impresionado mucho. La misma noche del suceso, cuando llevaron a Joggi, siempre riente, a la casa del Ayuntamiento, uno de los que le escoltaban, el hijo del juez de paz, le pidió la moneda de oro que llevaba en la mano, pero Joggi apretó más el puño y no quiso entregarla. Sus dos guardianes, más vigorosos que él, le abrieron la mano a la fuerza y el hijo del juez de paz, que había recibido durante la operación más de un arañazo del pobre loco, le dijo al arrancarle por fin la moneda de oro: “Bueno, espera un poco, Joggi; recibirás el castigo que mereces. Espera que vengan ellos y ya verás”. Entonces el pobre Joggi empezó a gritar y a gemir de un modo lastimero, por creer que le cortarían la cabeza. A partir de entonces se negó a beber y a comer y no cesaba de gemir y llorar a causa del miedo de ser decapitado. Por dos veces el alcalde se acercó a él, asegurándole que si lo decía no le cortarían la cabeza. Pero él repetía siempre que vio a Andrés por la ventana tendido en el suelo; que entró después y, al empujarlo con el pie, vio que el carpintero estaba muerto. Luego recogió algo que brillaba en un rincón, y por fin, entraron el hijo del molinero y otros muchos. Y, después de decir esto, Joggi reanudaba sus gemidos y se quejaba sin cesar.

Capítulo VII

El enfermo mejora y alguien más también

Desde el día en que el coronel visitó a Andrés, su mujer no se contentaba con detenerse al pasar, cuando iba a adquirir noticias, sino que penetraba en su habitación, se sentaba un momento a la cabecera del lecho para entretenerle un rato y se alegraba mucho al observar su constante mejoría. Otto y Mitzi habían ido dos veces y llevaron a su amigo un montón de cosas confortantes; por eso Andrés. emocionado, decía a Trine que si el mismo rey estuviera enfermo no podría gozar de mayores pruebas de simpatía. El doctor estaba muy satisfecho del curso de la enfermedad y un día, al encontrarse en la puerta con el coronel, observó:

— Esto marcha muy bien. Tu mujer puede llevarse otra vez a Trine, y he de confesar que aquí han prestado valiosos servicios. Sin embargo, convendría que viniese alguien, aunque sólo fuese durante el día. Este pobre hombre no tiene familia, ni hijos, ni nadie y es preciso que coma. Tal vez tu mujer podrá solucionar eso.

El coronel transmitió a su casa la recomendación del doctor y al día siguiente la señora Ritter, al ir a hacer su diaria visita a Andrés, le dijo:

— Tengo que hablarle de un asunto, Andrés, ¿está dispuesto a escucharme?

— Más que dispuesto, señora —respondió él, apoyándose en un codo para escuchar mejor.

— Ya que ahora puede usted pasarse sin los servicios de Trine, haré que vuelva a casa — comenzó diciendo la señora Ritter.

— Puede usted creer, señora, que, por mi gusto, se habría marchado mucho antes, pues sé cuánta falta ha debido hacerle.

— Pues si ella le hubiese obedecido, yo no la habría dejado entrar; ahora que el doctor lo permite, es distinto. Pero ha añadido algo que hace mucho tiempo estoy pensando yo, y es que, por lo menos durante quince días, usted necesitará alguien que le prepare la comida o que vaya a buscarla a mi casa y le preste una serie de pequeños servicios. Y he pensado, Andrés, que, por algún tiempo, podría usted tomar a Wiseli.

Andrés en cuanto oyó el nombre de la niña, se incorporó rápidamente en la cama.

— No, no, señora. De ningún modo — exclamó con una energía que tiñó su rostro—. No hay que pensar en semejante cosa. ¡Cómo! ¿Estaría yo tendido en esta cama mientras una débil y delicada niña trabajaba para mí en la cocina? ¿Cómo me atrevería yo a pensar en su madre, que está en la tumba? No, no, señora, mientras viva no haré tal cosa. Antes prefiero no comer o no curarme.

La señora Ritter le dejó terminar tranquilamente. Cuando él se calló y volvió a apoyar la cabeza en la almohada, le contestó con suavidad:

— Pues mi idea no es tan mala como usted cree, Andrés. Medite con calma. Ya sabe usted dónde han recogido a Wiseli. ¿Se figura acaso que allí no tiene nada que hacer o que su trabajo es muy descansado? Le aseguro que ha de trabajar con toda su alma y que, además, no le dirigen muchas palabras afectuosas. Y usted, Andrés, ¿sería capaz de negárselas? ¿Sabe usted lo que haría la madre de Wiseli si estuviera ahora a nuestro lado? Pues, con lágrimas en los ojos, le daría las gracias por tomar a la niña en su casa. Le aseguro que aquí la pobrecilla viviría muy bien, y usted vería pronto cuán contenta estaría ella— de poder prestarle estos pequeños servicios.

De pronto, Andrés consideró la idea desde un punto de vista completamente distinto. Se secó los ojos y con cierto desaliento, dijo:

— Pero ¿cómo quiere usted que yo pueda tener esa niña a mi lado? Su padrino no la dejará marchar. Además, ignoramos si ella querría venir.

— Pues, bien, Andrés, no tenga cuidado por eso — respondió la señora Ritter levantándose—. Voy a averiguarlo yo misma, porque este asunto me interesa extraordinariamente.

Dicho esto, se despidió de Andrés. Estaba ya en el umbral cuando, con cierta inquietud, él le dijo:

— Pero sólo consentiré en caso de que la niña quiera venir. Se lo ruego, señora.

Esta prometió nuevamente que la niña iría por su gusto o no iría y se fue.

Luego, en vez de dirigirse al pueblo, descendió en dirección de “Las Hayas”, deseosa de hacer cuanto antes una tentativa para llevar a Wiseli a la casa en donde deseaba verla vivir.

Al llegar a “Las Hayas”, la señora Ritter encontró al padrino cuando se disponía a entrar en la casa. Este la saludó un poco sorprendido de su visita, y ella abordó inmediatamente el asunto, añadiendo que no esperaba una negativa, porque le interesaba mucho que Wiseli se encargase de reemplazar a Trine al lado de Andrés, cosa de que la creía muy capaz. Como la prima oyese hablar en la sala salió de la cocina y se sorprendió más que su marido por aquella inesperada visita. Cuando él le explicó la razón de la presencia de la señora Ritter, observó en el acto que no podía esperarse grande ayuda por parte de aquella niña. Pero el padrino creyó que era preciso ser justo y reconocer la verdad; Wiseli era capaz de ser muy útil en una casa, y, por lo que a él se refiere, no la cedería a gusto, porque era muy obediente y dócil para aprender. Sin embargo, no se opondría a que fuese a cuidar a Andrés durante quince días; entonces el enfermo ya podría levantarse y pasarse sin la niña. De todos modos, no habría que pensar en cederla por más tiempo, porque luego habría que hacer una serie de quehaceres y llevar a cabo los preparativos de la primavera.

— Sí, sí —interrumpió su mujer—. Ahora que ya se lo he enseñado todo, no me gustaría tener que comenzar de nuevo. Y si Andrés necesita una niña, que la busque y que la eduque.

— ¡Bah, quince días pasan pronto! —observó el marido en tono conciliador—. Por esta vez no nos negaremos, porque hay que saber hacer un favor.

— Le agradezco mucho su amabilidad —dijo la señora Ritter, levantándose—, y en cuanto a Andrés, estoy segura de que también lo agradecerá. mucho. ¿Puedo llevarme a Wiseli ahora mismo?

La prima gruñó que no había ninguna prisa, pero su marido fue del parecer que la dejase marchar en seguida. Cuanto más pronto se fuese, más pronto volvería. Pero, en cambio, no quiso conceder un día más de los quince prometidos. Llamaron a Wiseli, y el padrino, sin darle otra explicación, le ordenó que hiciese un lío con su ropa. La niña obedeció en el acto, sin atreverse a preguntar a dónde iba. Aunque ya hacía un año que estaba en la casa, no había añadido nada a su mísero equipo, a excepción del traje negro que llevaba y que ya estaba destrozado. Así, pues, la niña con su pequeño fardo bajo el brazo, dirigió a la señora Ritter una mirada interrogadora que ésta entendió.

— Mira, Wiseli, ven conmigo. No vamos muy lejos.

Luego se despidió apresuradamente. Cuando Wiseli tendió la mano a su padrino, éste le dijo:

— Volverás pronto, de modo que no es necesario despedirse.

Así, Wiseli salió sin decir una palabra, pero muy asombrada. Seguía a la señora Ritter, que se alejaba rápidamente por el camino cubierto de nieve, como si temiese que alguien se dispusiera a ir tras ella. Cuando perdieron de vista “Las Hayas”, se volvió y se detuvo.

— Wiseli —preguntó bondadosamente—,¿conoces a Andrés el carpintero?

— ¡Oh, sí! — respondió la niña, cuyos ojos brillaron de alegría al oír tal nombre.

La señora Ritter la observó con alguna sorpresa.

— Está enfermo —añadió—. ¿Quieres cuidarle un poco y hacer por él lo que puedas, durante quince días!

— ¡Oh, sí! — contestó apresuradamente la niña con el rostro radiante de júbilo, que era mucho más elocuente que sus palabras.

La señora Ritter quedó muy satisfecha, aunque asombrada de la alegría que testimoniaba Wiseli. Ignoraba lo que había ocurrido entre ella y Andrés, pero, en cambio, Wiseli no lo había olvidado.

Continuaron su camino y, al cabo de un instante, la señora Ritter añadió:

— Conviene que digas a Andrés que vas por tu gusto a su casa, porque, de otro modo, Wiseli, no lo creería. No lo olvides.

— No, no — contestó la niña—, no tema usted ¡que lo diré así.

Como ya habían llegado ante la casa, la señora Ritter creyó conveniente que Wiseli saliera sola del apuro, porque comprendió que lo haría perfectamente. Se despidió de ella ante la puerta del jardincito, anunciándole que volvería al día siguiente, muy temprano, para ver cómo se hallaba en su nueva morada. Además, le recomendó que fuese a su casa en busca de todo lo que necesitara Andrés.

Con alegre corazón Wiseli atravesó el jardincito y abrió la puerta de la casa. Sabía que Andrés estaba acostado en la habitación posterior. Entró sin hacer ruido en la sala, en donde no había nadie, pero que la anciana Trine había dejado en perfecto orden. Wisely lo examinó todo muy atentamente. En el fondo de la estancia, contra la pared, veíase el gran lecho a cuadros de madera que los campesinos llaman “la carroza”. Aunque las cortinas estaban cuidadosamente corridas, pudo ver que la cama estaba hecha con sábanas muy blancas y se preguntó quién dormiría en ella. Andrés le dijo en voz alta que entrase y ella se quedó en el umbral, algo intimidada, mientras el enfermo se incorporaba en la cama para ver quién era.

— ¡Ah! —exclamó entre contento y asustado—. ¿Eres tú, Wiseli? Ven a darme la mano.

La niña obedeció.

— ¿No te han obligado a venir a mi casa?

— No, no —se apresuró a contestar Wiseli.

Pero Andrés no estaba aún tranquilo.

— Lo que quiero decir, Wiseli — añadió—, es que tú habrás querido dar gusto a la señora Ritter, que es tan buena, pero que, de no ser por eso, habrías preferido no venir.

— No, no —repitió con energía la niña—; ella no me ha dicho que esto la complacería; tan sólo me ha preguntado si yo queda venir, y a ninguna casa del mundo habría venido con más gusto que a ésta.

Estas palabras parecieron convencer a Andrés, quien ya no preguntó nada más. Tendióse de nuevo en la cama y en silencio miró a Wiseli; luego volvió la cabeza y se secó repetidas veces los ojos.

— ¿ Qué debo hacer ahora? —  preguntó Wiseli, observando que el enfermo Se movía.

— En verdad, no lo sé, Wiseli; haz lo que te parezca, con tal de que estés un poquito a mi lado.

Wiseli sentía algo raro. Desde que dejó de oír la voz querida de su madre, nadie le había hablado de este modo. Parecíale sentir, en las palabras y en el modo de ser de Andrés, todo el amor de su madre. Cogió una mano del enfermo, que conservó entre las suyas, como hiciera en otro tiempo con su madre, y sintiéndose demasiado feliz para poder hablar, pensó:

“Mamá lo sabe y seguramente se alegra de ello”.

En cuanto a Andrés, con el corazón lleno de silenciosa dicha, se decía en voz baja en el mismo instante:

“Su madre lo sabe y se alegra de ello”.

De pronto, Wiseli exclamó:

— Ahora estoy segura de que conviene cocer algo para su comida; han dado ya las doce del mediodía. ¿Qué debo preparar?

— Lo que quieras —respondió Andrés.

Pero Wiseli estaba empeñada en hacer tan sólo lo que más pudiera convenir al enfermo. A fuerza de preguntas logró averiguar lo que él había de comer; una buena sopa y un pedazo de carne que estaba en el aparador. El insistió también para que la niña se hiciera una sopa de leche. Wiseli sabía manejarse muy bien en la cocina, porque, aparte de los malos modos que tuvo que soportar, el hecho es que había aprendido muchas cosas en casa de su prima, y era llegada la ocasión de aprovechar sus conocimientos. En pocos momentos todo quedó listo; el enfermo le pidió que llevase una mesa para comer cerca de su cama, a fin de poder verla y cerciorarse de su presencia. Hacía mucho tiempo que Wiseli no había comido con tanta alegría, y, sin duda, Andrés habría podido decir lo mismo. En cuanto hubieron terminado, Wiseli se levantó en seguida, pero Andrés le preguntó:

— ¿Adónde vas, Wiseli? ¿No quieres quedarte ahí un momento, o es que te aburres a mi lado?

— Nada de eso —respondió la niña con vehemencia— ; pero después de comer hay que lavar la vajilla y ordenarlo todo en la cocina.

— Ya lo sé —contestó él—, pero me figuraba que, por ser el primer día, podrías dejar todo eso sin lavar hasta mañana.

— Sí, pero si lo viese la señora Ritter, yo me moriría de vergüenza — replicó Wiseli muy seria.

— Tienes razón — se apresuró a contestar Andrés con objeto de tranquilizarla—. Haz. lo que quieras y como quieras.

Wiseli comenzó a trabajar y lo limpió todo tan bien, que la cocina quedó resplandeciente. Detúvose para contemplar su obra y se dijo que ya podría venir la señora Ritter. Desde la cocina pasó a la sala, en donde dio una mirada de satisfacción al hermoso lecho, pues Andrés ya le había dicho que ella se acostaría allí. Le dijo también que la pequeña cómoda que había en el rincón era para su uso y que en ella podría guardar todas sus cosas. Por eso la niña deshizo el lío y guardó su contenido en los cajones. No fue tarea larga, pues tenía muy poca ropa. Hecho esto, volvió muy satisfecha a la cabecera del enfermo, que ya estaba hacía rato con los ojos fijos en la puerta para verla entrar. Apenas Se hubo sentado, cuando la niña preguntó:

— ¿Tiene usted alguna labor de calceta?

— No —respondió Andrés—; ahora ya vienes de trabajar. Vamos a charlar de muchas cosas.

— No debo estar sentada así sin hacer nada, porque no es domingo; además, puedo charlar mientras hago calceta.

La cosa fue del gusto de Andrés, quien repitió, sin embargo, a Wiseli, que hiciera lo que mejor le pareciese; pero no tenía ninguna labor de calceta. En vista de ello, Wiseli fue en busca de la suya y volvió a sentarse al lado de la cama, Como dijo, podía charlar perfectamente mientras trabajaba. Andrés empezó la conversación que más agradable podría ser a Wiseli: le habló de su madre, de quien la niña no había oído hablar a nadie, aunque, por su parte, pensara siempre en ella y en todo lo que ocurriera en su casa. Y como Andrés quería conocer toda suerte de detalles, Wiseli se animaba a cada momento y le contaba cosas de su madre, sin que ella se cansara de hablar o Andrés de escuchar.

Así pasaron los días para Wiseli. Andrés le daba las gracias por el más pequeño servicio, como si se tratase de una cosa extraordinaria; todo lo que ella hacía le parecía muy bien a aquel buen hombre, que no cesaba de alabarla. En pocos días se encontró tan bien, que quiso levantarse de todas maneras; el doctor se sorprendió de verlo en tan buen estado y al mismo tiempo tan alegre. Desde entonces pasaba el día sentado junto a la ventana y a la luz del sol, aunque sin perder de vista a Wiseli, a la que seguía con la mirada en todas sus idas y venidas. No se cansaba de verla abrir y cerrar los armarios y de tocar mil cosas a las que sus manos parecían dar un nuevo aspecto de orden y de limpieza; por lo menos, así se lo imaginaba Andrés. En cuanto a Wiseli, se encontraba muy bien en aquella casa, en la que no oía más que palabras afectuosas y sentía siempre sobre ella fija la mirada de aquellos ojos bondadosos. Por eso no se atrevía siquiera a pensar en el próximo fin de aquellos quince días, en que tendría que volver a “Las Hayas”.

Capítulo VIII

Algo inesperado

En “La Colina” se hablaba muy frecuentemente de Andrés y de Wiseli. La señora Ritter seguía yendo cada mañana a la casita, a fin de informarse del estado del enfermo, y cada vez recibía nuevas más satisfactorias. Por eso todos estaban contentos. Otto y Mitzi habían proyectado una fiesta para celebrar la convalecencia, en la misma casa de Andrés, y aprovechando los días en que Wiseli permaneciera allí. Tal idea les entusiasmaba tanto más cuanto que quedan dar una sorpresa a Andrés y a Wiseli.

Entretanto, se celebraba otra fiesta en “La Colina” había llegado el cumpleaños del coronel y desde que amaneció sucediéronse las sorpresas agradables, inventadas por Otto y por Mitzi. Pero el momento solemne del día había de ser la comida. Otto y Mitzi se habían sentado ya a la mesa, con la expectación solemne de las buenas cosas que iban a servir; el padre y la madre llegaron a su vez y comenzó la alegre fiesta. Una vez hubieron desaparecido los primeros manjares, con gran satisfacción general, trajeron un plato cubierto que, sin duda, debía de contener una legumbre favorita o impropia de la estación. Alzaron la tapa y apareció una coliflor magnifica, tan blanca y fresca como si acabaran de cogerla en el huerto.

— Es una coliflor espléndida —dijo el padre—. y merece una alabanza. Pero, a decir verdad — añadió desilusionado—, esperaba otra cosa; bajo esta tapadera creí que habría alcachofas. ¿No se pueden encontrar en esta época del año? Ya sabes, querida María, que para mí un plato cubierto significa siempre alcachofas.

En el mismo momento Mitzi dio un salto sobre la silla.

— ¡Eso, eso es lo que me dijo! Me amenazó con el palo y gritó: “¡Malditas alcachofas!”

Y Mitzi, muy excitada, gesticulaba con ambos brazos. Pero de pronto se calló, escondió las manos debajo de la mesa y enrojeció. Otto, sentado frente a ella, le dirigía miradas fulminantes.

— ¿Qué significa ese modo de celebrar mi cumpleaños? — preguntó el padre muy sorprendido—. Mi hija se pone a gritar como si la desollaran y mi hijo me da tan fuertes puntapiés, que seguramente me habrá provocado algún cardenal. Me gustaría saber. Otto, dónde has aprendido esas amables maneras.

A Otto le llegó la vez de ponerse encarnado basta la raíz de los cabellos. Su intención fue la de avisar a Mitzi con los pies para que se callara, pero, equivocándose en la dirección, había empezado a golpear a su padre. Y al advertirlo, ya no se atrevió a levantar los ojos.

— Vamos a ver, Mitzi, cuéntame esa historia de ladrones, porque no la has terminado. De manera que, según dices, un hombre espantoso te gritó “¡Malditas alcachofas!” Y, además, levantó su garrote. ¿Qué más ocurrió?

— Después... después ... —balbució Mitzi desconcertada, al darse cuenta de que acababa de hacer traición a Otto y que éste tendría derecho a quitarle su gallo de azúcar rojo—, pues. entonces ... pero no quiso matarme.

— Hay que reconocer que se portó muy amablemente —dijo el padre riéndose—. Y ¿qué más, Mitzi?

— Pues nada más — gimió la niña.

Es una historia que termina. Ahora vamos a beber en honor de todas las alcachofas grandes y pequeñas y también a la salud del carpintero Andrés.

Así diciendo, el padre levantó la copa y los demás siguieron su ejemplo. Sin embargo, abandonaron silenciosos la mesa, pues cada uno estaba preocupado a su modo. Sólo el padre parecía estar tranquilo; sentóse para leer el periódico y encendió un cigarro. Otto se dirigió a otra habitación y se acurrucó en un rincón para pensar en la pena que le causaría el ver que los demás se divertían por las noches con sus trineos, sin que a él le fuese permitido ir, pues de antemano sabía que su madre se lo prohibiría. Mitzi se metió en su cuartito y, sentada en un pequeño taburete, estrechaba entre sus manos el gallo de azúcar rojo, mirándolo tristemente por última vez. En cuanto a la madre, se quedó unos instantes pensativa, junto a la ventana, ocupada en ideas que debían de absorberla sin duda, porque después empezó a pasear por la estancia. Poco después fue en busca de Mitzi y la encontró sentada en el taburete, sumida en su triste contemplación.

— Mitzi —dijo su madre—, ven ahora a contarme dónde y cuándo te amenazó un hombre y cuáles fueron las palabras que te dijo.

Mitzi le refirió lo que sabía, pero la madre no adquirió muchas más noticias de las que ya tenía. Mitzi aseguraba que aquel hombre le había gritado: “¡Malditas alcachofas!” En vista de eso, la señora fue al encuentro de su marido y, dirigiéndose a él con alguna agitación, le dijo sin preámbulos:

— Te aseguro que cada vez me parece más probable.

El coronel puso a un lado el periódico y miró sorprendido a su mujer.

— Mira —dijo ella—, la escena de la mesa ha despertado en mí una idea, y cuanto más pienso en ella, más clara y evidente me parece.

— Siéntate y comunícamela —  dijo el coronel muy intrigado.

Su mujer se sentó a su lado y siguió:

— Ya habrás observado la agitación de Mitzi. Sin duda debió de asustarse mucho del hombre a quien se ha referido. No se trata, pues, de una broma y es evidente que no pudo decirle: “¡Malditas alcachofas! ¿No crees que debió ser: “¡Malditos aristócratas!”? Ya sabes quién, en otro tiempo, nos dirigía estas palabras a mi hermano y a mí. Acabo de saber por Mitzi que la aventura tuvo lugar el primer día que los niños fueron de noche a jugar con los trineos. Justamente la misma noche encontraron al pobre Andrés medio muerto. Hacía ya muchos años que desapareció el malvado Jörg. Pero en el mismo instante. en que se tiene un ligero indicio de su presencia, se comete un acto violento en la persona de su hermano, a quien nadie más que este Jörg ha odiado. ¿No te da qué pensar esta coincidencia?

— Es posible que tengas razón —respondió el coronel, pensativo—, y por consiguiente, voy a ocuparme de eso en el acto.

Se levantó, llamó al criado y pocos momentos después partía al galope hacia la ciudad inmediata, y durante muchos días seguidos hizo el mismo camino para enterarse de si había alguna novedad. Por la tarde del cuarto día, cuando llegó a su casa, su mujer estaba junto al lecho de Mitzi; la hizo llamar en seguida para comunicarle noticias importantes. Marido y mujer se instalaron en el comedor y el coronel le refirió lo que había averiguado en la ciudad. A consecuencia de su declaración la policía empezó a buscar secretamente a Jörg, y no tuvo ninguna dificultad en hallarlo. Como él creía que nadie lo vio en su excursión nocturna al pueblo, se limitó a dirigirse a la ciudad, en donde se pasaba el tiempo de taberna en taberna. Cuando le interrogaron después de su captura, comenzó por negarlo todo, pero así que supo que el coronel había proporcionado contra él pruebas irrecusables, le faltó el valor, pues se figuró que le habría visto el coronel en persona. No sospechó, ni por un momento, que le hubiesen hecho traición las palabras que gritara a la niña. Y por eso empezó a dirigir toda suerte de insultos al coronel, añadiendo que siempre se figuró que aquellos “malditos aristócratas” acabarían por traerle desgracia.

En un segundo interrogatorio, Jörg acabó por confesar que su primera intención fue ir al encuentro de su hermano para pedirle dinero, pero cuando lo vio a través de la ventana, mientras Andrés contaba aquella importante suma, se le ocurrió la idea de golpearle y de robarle el dinero. No quiso matarle, sino tan sólo dejarlo atontado para que no le reconociese. Le encontraron encima una gran parte de la suma robada, y así Jörg fue encerrado en la torre de la cárcel.

Cuando circuló la explicación del atentado, en el pueblo hubo la mayor excitación, porque nunca había ocurrido nada parecido. Especialmente en la escuela estaba todo trastornado, de tal modo los escolares se interesaban por aquellos relatos. Otto se pasó varios días jadeando, porque se pasaba las horas corriendo de un lado a otro para enterarse oportunamente de todas las nuevas peripecias de la historia. La tercera tarde llegó a su casa tan excitado que su padre tuvo que obligarle a que se sentara un poco para recobrar el aliento; no podía hablar, pero de todas maneras quería dar cuenta de una noticia. Por fin recobró la palabra con el aliento y contó lo que tanto le había impresionado.

Cuando quisieron poner en libertad a Joggi, el idiota, que hasta entonces estuviera encerrado; el pobre diablo, a impulsos de su primer terror, creyó que querían decapitarlo y opuso terrible resistencia a cuantos querían hacerlo salir. Por fin dos hombres. lograron sacarlo de la habitación, pero sus gritos de espanto atrajeron a todos los habitantes del pueblo y se lanzó como una flecha a la primera granja que encontró metiéndose en el último rincón de la cuadra, de donde nadie fue capaz de hacerle salir. Desde la noche anterior permanecía en el mismo rincón, aterrorizado y sin hacer un movimiento; y en cuanto al granjero, declaró que si no se marchaba pronto le obligaría a hacerlo por medio de una horquilla.

— Esa es una triste historia, hijos míos —dijo la madre en cuanto Otto hubo terminado su relato—. Ese pobrecillo debe de sufrir mucho con su miedo, que nadie es capaz de disipar, porque no comprende lo que quieren explicarle. Y, sin embargo, el pobre Joggi es completamente inocente. ¡Ah, hijos míos! ¡Si hubieseis referido en seguida lo ocurrido aquella noche, al volver de vuestra partida de trineos! Vuestro silencio ha tenido tristes consecuencias. Me gustaría mucho poder hacer algo por ese desgraciado Joggi y devolverle la tranquilidad.

Mitzi se sentía llena de compasión y, llorando, dijo:

— ¡ Quiero regalarle mi gallo de azúcar!

El mismo Otto estaba bastante avergonzado, pero eso no le impidió exclamar:

— ¡Qué boba! ¡Dar un gallo de azúcar a un hombre hecho y derecho! Más vale que te lo guardes.

Pero luego pidió permiso a su madre para ir con Mitzi a llevar algo que comer al pobre Joggi, porque desde hacía dos días que estaba allí y no había comido ni bebido nada.

La madre le concedió el permiso de muy buena gana y en el acto fueron en busca de un cesto, en el cual pusieron salchichón, pan y queso. Luego los niños emprendieron camino hacia la granja, en cuya cuadra estaba Joggi.

Este, con el rostro blanco de terror, continuaba acurrucado en su rincón sin moverse. Los niños se acercaron un poco y Otto le mostró el cesto descubierto, diciendo:

— Ven, Joggi, sal. Todo esto es para ti. Podrás comer.

Pero Joggi no se movió.

— Ven, Joggi —siguió Qtto—. Mira, si no sales, el amo de esta casa vendrá con su horquilla y te pinchará para que salgas.

Joggi dio un grito de terror y trató de meterse aún más adentro en su agujero.

Mitzi se adelantó, a su vez, y acercándose a Joggi le dijo al oído:

— Ven conmigo, Joggi. No se atreverán a cortarte la cabeza. Papá no lo permitida. Y, además, mira. El niño Jesús te ha traído un gallo de azúcar rojo.

Y Mitzi sacó misteriosamente de las profundidades de su bolsillo el gallo de azúcar, que tendió a Joggi.

Estas sencillas palabras de consuelo produjeron un efecto milagroso. Joggi miró a Mitzi sin ningún miedo, contempló el gallito de azúcar y luego se echó a reír, cosa que no había hecho en muchos días. Por fin se levantó y los niños salieron de la cuadra, en tanto que Joggi los seguía paso a paso. Cuando estuvieron fuera, Otto le dijo:

— Puedes llevarte todo eso. Nosotros nos volvemos a casa y tú puedes irte a la tuya.

Pero Joggi hizo un gesto negativo y se acercó a Mitzi. Por consiguiente, reanudaron los tres la marcha. Otto iba delante, luego Mitzi y finalmente marchaba Joggi. La madre divisó la comitiva que avanzaba y se sintió aliviada de un gran peso. Joggi iba detrás de Mitzi, llevando en la mano el gallo de azúcar y sin cesar de reírse. Así penetraron los tres en el comedor. Mitzi fue en busca de una silla, se apoderó del cesto de provisiones e hizo seña a Joggi para que se acercara. Cuando se sentó a la mesa, le puso delante el contenido del cesto, diciéndole con acento protector:

— Come, Joggi, cómetelo todo, si quieres, y ponte contento.

Joggi seguía riendo. Devoró los dos salchichones, el pan entero y el enorme pedazo de queso. Pero no abandonaba el gallo de azúcar, que tenía en la mano y no dejaba de mirarlo, riéndose muy satisfecho, porque si bien comió otras veces salchichón y pan, nadie le había hecho, desde que nació, un regalo tan bonito como aquel gallo de azúcar rojo. Por fin Joggi se decidió a bajar “La Colina”. La madre y los dos niños lo observaban muy satisfechos; Joggi no abandonaba el gallo de azúcar, riéndose sin cesar y olvidado ya de sus terrores.

Hada tres días que la señora Ritter no había visitado a Andrés. Tantas cosas hablan ocurrido, que no comprendía cómo pudo pasar tan aprisa el tiempo. Sin embargo, sabía que podía estar tranquila, porque Andrés estaba bien cuidado y en vías de curación completa.

Al día siguiente de su regreso de la ciudad, el coronel fue a visitar a Andrés para comunicarle en persona el descubrimiento y la prisión de su hermano. Andrés lo escuchó muy tranquilo y contestó sencillamente:

— El lo ha querido. Mejor habría hecho pidiéndome dinero, porque yo no se lo hubiese negado; pero le pareció mejor apelar al garrote que a las buenas palabras.

Una bella mañana de invierno la señora Ritter salió de su casa y empezó a bajar “La Colina”, con el corazón alegre, pues estaba ocupada en una idea que le era muy agradable. Al entrar en casa de Andrés, salía Wiseli de la estancia, con los ojos hinchados y llenos de lágrimas. Detúvose la niña para saludar a la señora Ritter y luego, tímidamente, fue a esconderse en la cocina. La señora Ritter no había visto jamás a Wiseli de aquella manera. ¿Qué habría sucedido? Entró en la habitación de Andrés y halló a éste sentado junto a la ventana, con el aspecto de un hombre a quien acaba de ocurrirle una desgracia.

— ¿Qué ha pasado aquí? —  preguntó la señora Ritter, olvidándose, en su alarma, de dar los buenos días.

— ¡Ah, señora! — gimió Andrés—. ¡Ojalá no hubiese venido nunca esa niña a mi casa!

— ¡Cómo! ¿Wiseli? — exclamó la señora, cada vez más alarmada—. ¿Es posible que esta niña le haya dado un disgusto?

— No, señora, nada de eso. No quiero decir eso —respondió Andrés con viveza—. Pero ahora que esta niña ha pasado en casa unos días y ha convertido mi existencia en algo delicioso, me veo obligado a devolverla, de modo que todo será para mi más triste y desierto que antes. No puedo soportar esta idea. No puede imaginarse cuánto quiero a Wiseli y no me resigno a que me la quiten. Mañana mismo ha de irse y su padrino ya ha mandado dos veces a uno de sus chicos para decir que ha de regresar, pues mañana es el último día. Y, además, otra cosa me destroza el corazón; desde que su padrino la ha hecho llamar, la niña está muy silenciosa y llora a solas. No quiere darlo a entender, pero ya se ve que también le. disgusta volver allá. Y ha de ser mañana. No exagero, señora, al decir, que daría al padrino mis economías de treinta años si quisiese dejarme a la niña.

La señora Ritter dejó que el convaleciente terminara de hablar y luego contestó tranquilamente:

— Si yo estuviese en lugar de usted, arreglaría el asunto de otro modo y no así.

Andrés la miró con extrañeza.

— Mire, Andrés. Yo, en su lugar, diría: “Quiero dejar cuanto tengo, el fruto de mi trabajo, a una persona querida. Por lo tanto adoptaría a Wiseli y a partir de hoy mismo sería su padre y ella permanecería en mi casa como hija mía”. ¿No le gustaría eso, Andrés?

El escuchó en silencio, pero sus ojos se abrían más a cada momento. En su emoción cogió la mano de la señora Ritter y la oprimió con fuerza, mientras decía con voz que ahogaba la emoción:

— ¿Puede hacerse eso? ¿Sería posible que yo pudiera llegar a decir: Wiseli es hija mía, mi propia hija, nadie tiene ya ningún derecho sobre ella, y nadie puede quitármela ya?

— Sí. Andrés. precisamente como dice usted. Desde que Wiseli sea su hija, nadie tendrá derecho alguno sobre ella y usted será su padre. Y como ya me imaginaba que quería usted conservar a Wiseli, he rogado a mi marido que no se marchara hoy, a fin de que pueda llevar a usted en coche a la ciudad, con objeto de poner en regla este asunto, en vista de que todavía no puede ir a pie.

Andrés estaba fuera de sí mismo por la alegría y la emoción. Iba y venía por la estancia y buscó su traje de los domingos, repitiendo varias veces:

— ¿Será verdad eso? ¿Es posible hacer tal cosa?

Y poniéndose en pie ante la señora Ritter, le preguntó:

— ¿Puede hacerse en seguida? ¿Hoy mismo?

— Ahora mismo —afirmó la señora.

Y se despidió para ir a informar a su marido de que Andrés estaba dispuesto.

— Valdría más que esperase usted a la noche para decírselo a Wiseli, una vez la cosa esté hecha y usted esté otra vez en su casa —recomendó la señora Ritter desde el umbral—. ¿Qué le parece?

— Sí, tiene usted razón —respondió Andrés—. Además, ahora no podría decírselo.

Cuando se cerró la puerta Andrés se sentó en su sillón, temblando de pies a cabeza y como incapaz de moverse, de tal modo era presa de la alegría.

Media hora después llegó el coche del coronel y con extraordinario asombro de Wiseli, bajó el criado y entró en la casa. Poco después le vio salir sosteniendo a Andrés, a quien ayudó a subir al coche. Wiseli lo miró alejarse sin acabar de convencerse de que era verdad. Andrés no había tenido tiempo de decirle una sola palabra, ni siquiera de advertirle que se disponía a salir en coche. A partir del instante en que se marchó la señora Ritter, permaneció en el mismo lugar, y en cuanto a Wiseli, estuvo escondida. Entró luego en la estancia, se sentó junto a la ventana, en el lugar acostumbrado de Andrés, y no pudo hacer más que repetirse:

— Hoy es el último día, y mañana será preciso regresar a casa del padrino.

Al mediodía Wiseli entró en la cocina y preparó la comida de Andrés; pero éste no vino y ella no se atrevió a tocar nada basta que volviera. Fue a sentarse al mismo lugar, siempre obsesionada por la misma triste idea. Por fin se sintió tan cansada, que inclinó la cabeza en el antepecho de la ventana y se durmió profundamente. Pero, incluso, en su sueño se repetía: “Mañana tendré que regresar a casa del padrino”. Y Wiseli no veía el brillante sol de la tarde que entraba dulcemente en la estancia, anunciando un hermoso tiempo para el día siguiente.

Levantóse Wiseli, sobresalta, al oír abrir la puerta de la estancia. Era Andrés el carpintero. La felicidad iluminaba su rostro como un brillante rayo de sol. Nunca le había visto Wiseli de aquel modo y por eso lo miró asombrada. El se sentó en su sillón para recobrar el aliento, porque la emoción y no la fatiga le hada jadear. Luego, con voz triunfante, exclamó:

— ¡Es verdad, Wiseli, todo es verdad! Todos aquellos señores me han dicho que sí. Tú me perteneces ya, yo soy tu padre. Dime, pues, una sola vez “padre”.

Wiseli se había puesto pálida como la nieve. Permaneció inmóvil ante Andrés, incapaz de hablar y de moverse.

— ¡Ah, es verdad! — siguió Andrés—. No puedes comprenderme. La alegría me hace embrollarlo todo, ¡torpe de mí! Voy empezar por el principio. Escucha, Wiseli, ahora vengo de la cancillería, en donde he firmado; tú eres ahora hija mía y yo tu padre. Te quedarás aquí viviendo conmigo y no volverás nunca más a casa de tu padrino. Esta es tu casa y tu lugar está a mi lado.

Wiseli comprendió al fin. Se arrojó al cuello de Andrés, exclamando:

—  ¡Padre! ¡Padre!

Andrés no pudo responderle ni Wiseli añadir una sola palabra.

Tantas cosas acudían a su corazón y a su mente, que se sentía como sofocada. Mas, de pronto, le pareció ver un rayo de 1uz y mirando a Andrés, con los ojos brillantes, dijo alegre:

— ¡Oh, padre! ¡Ahora ya sé cómo ha ocurrido eso y quién ha ayudado!

— ¿De veras? ¿Quién, Wiseli? —  preguntó él.

— Mi madre —contestó la niña sin vacilar.

— ¿Tu madre? —repitió Andrés, sorprendido—. ¿Qué quieres decir, Wiseli?

La niña le contó entonces que, en sueños, había visto a su madre que la llevaba de la mano y que le mostró un camino alumbrado por el sol, diciendo: “Mira, Wiseli, ese es tu camino”.

— Ahora, padre — continuó diciendo Wiseli, cada vez más animada—, ahora recuerdo cómo era aquel camino: era, precisamente, igual que el camino del jardín cuando lo alumbra el sol. A un lado estaban los claveles rojos como el fuego, y al otro el gran rosal. Estoy segura de que mi madre lo conocía ya y que durante todo el año ha pedido a Dios que me permitiese entrar en ese camino, pues ella sabía muy bien que aquí estaría mejor que en ninguna parte del mundo. Tú crees también que esto ha ocurrido así, ¿ verdad, padre?, ahora que sabes que mi madre me mostró el camino junto a los claveles.

El buen Andrés no pudo decir nada, porque las lágrimas se deslizaban a lo largo de sus mejillas. Pero al mismo tiempo brillaba en sus húmedos ojos tan extraordinaria alegría que Wiseli no se asustó. Cuando, por fin quiso decir algo, no pudo oírse nada, pues en el mismo momento se abrió la puerta con gran ruido y Otto se plantó de un salto en medio de la estancia. Y dando otro salto por encima de una silla, añadió:

— ¡Hurra! ¡Hemos ganado, y Wiseli ha sido libertada!

Mitzi, que había entrado tras él, se acercó a su amigo y guiñando los ojos de un modo significativo, le dijo:

— ¡Ya verás, Andrés, lo que sucederá en la fiesta de la convalecencia!

Antes de que terminase de hablar, apareció el aprendiz del pastelero con una enorme bandeja sobre la cabeza y se vio obligado a detenerse en la puerta, pues no podía entrar. Pero, por detrás, le ayudó una mano vigorosa, sosteniendo, empujando y levantando el mal asegurado edificio, hasta que, felizmente, reposó sobre la mesa, que cubría por entero. Otto y Mitzi utilizaron el dinero de sus huchas en hacer confeccionar, para la fiesta de la convalecencia, el mayor pastel de crema que se viera en la comarca. Para que fuera más grande, quisieron que fuese cuadrangular, de modo que llenase el horno y después la mesa. Trine, que había acudido en auxilio del aprendiz pastelero, dejó en el suelo su cesto, del que sacó un hermoso asado y una botella de vino generoso, porque la señora Ritter pensó que Andrés no habría comido nada durante todo aquel día y que, con seguridad, a Wiseli le ocurría lo mismo. Así era, en efecto, y de ello se dio cuenta Wiseli al ver tantas cosas apetitosas. Todos se sentaron, pues, a la mesa y difícil habría sido decir quién estaba más alegre. Ante todo fue preciso cortar el pastel en dos y poner en otro lado la mitad, a fin de dejar un poco de sitio. Entonces empezó un alegre festín, como pocos ha habido en el mundo, porque todos los comensales veían realizados sus más caros deseos.

Como se hacía tarde, no hubo más remedio que dejar la mesa. La anciana Trine ya había llegado en busca de los niños, y entonces Andrés dijo:

— Hoy habéis dispuesto vosotros esta fiesta, pero el domingo prepararé yo una a la que quedáis invitados. Será la fiesta de bienvenida de mi hijita Wiseli.

Todos se dieron la mano ante tan agradable perspectiva, no tan sólo por la fiesta prometida, sino también por la seguridad de que Wiseli se quedaría ya para siempre en casa del carpintero. Cerca de la puerta Wiseli tendió su mano a Otto, diciendo:

— Te doy mil veces las gracias por tu bondad, Otto. Chäppi no volvió a arrojarme nada a la cabeza, pues no se atrevía, y a ti te lo debo.

— Y yo también te doy las gracias, Wiseli —respondió Otto—. Ya nunca más he tenido que limpiar la clase y a ti te lo debo por tu bondad.

— Y yo también —exclamó Mitzi, a su vez, pues no quería ser menos que nadie en los motivos de regocijo.

En la habitación volvió a reinar el silencio; la luna alumbraba la ventana junto a la cual se había sentado Andrés, mientras la niña ponía todo en orden. Wiseli se acercó a él y uniendo las manos, le dijo:

— ¿Quieres, padre, que te diga en voz alta el cántico de mamá? Durante toda la velada me lo he repetido a mí misma. Y estoy segura de que no lo olvidaré en toda mi vida.

Andrés se dispuso q escuchar el cántico, y Wiseli, levantando los ojos al cielo, en el que brillaban las estrenas, recitó con la mayor unción:

Ruega a Dios que te defienda

si tu angustia es infinita;

su omnipotencia bendita

ha de marcarte la senda.

El suelta al viento la rienda

traza a la nube el camino;

y con su poder divino

y El señalará a tu planta

alguna vereda santa

que conduzca a tu destino.

Desde aquel día la casita con su jardín lleno de claveles y de sol, fue la más feliz de todo el pueblo. Todo el mundo se mostraba tan bondadoso con Wiseli, que ésta se asombraba, porque en otro tiempo nadie se había fijado en ella. Y el padrino y su mujer nunca pasaban ante la casa sin entrar a estrecharle la mano y a invitarla a ir alguna vez a su casa. Wiseli, que había sentido algún temor por lo que podría decir su padrino, estaba muy contenta al ver el cariz que tomaba el asunto. Libre de todo temor seguía alegremente su camino, pero, de vez en cuando, se decía en voz baja:

—Otto y los suyos fueron buenos para mi, cuando yo era muy desgraciada y sin nadie en el mundo; en cuanto a los demás, han empezado a ser amables desde que tengo padre y no me falta nada. Por lo tanto, sé muy bien quiénes son mis verdaderos amigos.

FIN

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