Haensel y Gretel

Jacob y Wilhelm Grimm

Haensel y Gretel

Delante de un gran bosque vivía un pobre leñador con su mujer y sus dos hijos; el niño se llamaba Haensel y la niña Gretel. El leñador tenía muy poco a lo que hincarle el diente y, cuando vino una gran escasez por aquella tierra, ni siquiera podía conseguir el pan diario. Por las noches, cuando estaba acostado, como no paraba de dar vueltas en la cama con estos pensamientos y preocupaciones, se lamentaba y le decía a su mujer:

—¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo vamos a dar de comer a nuestros pobres hijos, si ni siquiera tenemos para nosotros mismos?

—¿Sabes una cosa? —contestó la mujer—. Mañana muy temprano llevaremos a los niños al bosque, donde sea más espeso; allí encenderemos un fuego y les daremos a cada uno un pedacito de pan; después nos iremos nosotros a hacer nuestro trabajo y los dejaremos solos. Ellos no encontrarán el camino de vuelta a casa y con esto nos libramos de ellos.

—No, mujer —replicó el marido—. Por ahí no paso. ¿Cómo voy a consentir abandonar a mis hijos en el bosque? Las fieras vendrían enseguida y los despedazarían.

—¡Ah, qué necio! —dijo ella—. Entonces moriremos los cuatro de hambre; ya puedes ir preparando la madera para los ataúdes.

Y no le dejó en paz hasta que aceptó.

—Me dan tanta pena los pobres chicos —decía el marido.

Los dos niños no podían dormir del hambre y oyeron lo que la mala madre había dicho al padre. Gretel lloraba desconsolada y dijo a Haensel:

— Estamos perdidos.

— Tranquila, Gretel —dijo Haensel—. No te aflijas, yo cuidaré de los dos.

Y cuando los mayores se hubieron dormido, se levantó, se puso su trajecito y, abriendo la puertecita inferior, salió afuera. La luna brillaba muy clara y las piedrecitas que había delante de la casa relucían como batzen. Haensel se agachó y se metió en el bolsillo tantas como le cupieran. Después volvió adentro y le dijo a Gretel:

—Cálmate, querida hermanita y duerme tranquila, que Dios no nos abandonará —y se volvió a meter en la cama.

Cuando ya rompía el nuevo día, antes de que el sol saliese, vino la mujer y despertó a los niños:

—Levantaos, holgazanes, que nos vamos al bosque para coger leña.

Dio a cada uno un pedacito de pan y dijo:

—Aquí tenéis algo para el mediodía, pero no os lo comáis antes, porque no habrá nada más.

Gretel guardó el pan en el delantal porque Hensel tenía las piedras en el bolsillo. Entonces se pusieron todos juntos en camino hacia el bosque. Cuando hubieron caminado un trecho, Haensel se paró y volvió la mirada hacia la casa, y esto lo hacía una y otra vez. El padre le dijo:

—Haensel, ¿qué miras, que te quedas parado? Ten cuidado y mira dónde pones el pie.

—Ah, padre —contestó Haensel—. Estoy mirando mi gato blanco, que está en el tejado y me dice adiós.

La mujer replicó:

—Mentecato, eso no es un gato, es el sol matutino que brilla sobre la chimenea.

Pero Haensel no estaba mirando al gatito sino a las piedrecitas blancas que sacaba de su bolsillo y arrojaba al suelo. Cuando se encontraron en medio del bosque dijo el padre:

—Niños, recoged leña, que quiero encender un fuego para que no paséis frío.

Hensel y Gretel hicieron un montó con ramas secas, como una pequeña montaña. Se le prendió fuego a las ramas y cuando las ramas se elevaron lo suficiente, dijo la mujer:

—Eh, niños, echaos junto al fuego y descansad. Nosotros nos vamos por el bosque a cortar leña. Cuando estemos listos volveremos a por vosotros.

Haensel y Gretel estaban sentados junto al fuego y, cuando llegó el mediodía, cada uno se comió su trocito de pan. Y como oían los golpes del hacha, pensaron que su padre se encontraba cerca. En realidad no era un hacha, era una rama que éste había atado a un árbol seco y que el viento agitaba de un lado para otro. Y después de estar largo rato sentados, los ojos se les cayeron de cansancio y se durmieron profundamente. Cuando al fin se despertaron ya se había hecho muy de noche. Gretel se echó a llorar y dijo:

—¿Cómo vamos a salir del bosque?

Pero Haensel la consoló:

—Espera sólo un poquito a que salga la luna y verás cómo encontramos el camino.

Y cuando la luna llena salió del todo, Haensel cogió a su hermanita de la mano y se puso a seguir las piedrecitas, que centelleaban con batzen recién acuñadas y les mostraban el camino. Caminaron durante toda la noche y llegaron de nuevo a casa de su padre al amanecer. Llamaron a la puerta y cuando la mujer abrió y vio que eran Haensel y Gretel dijo:

—¡Malos hijos! ¿Por qué os habéis quedado durmiendo en el bosque? Pensábamos que ya no queríais volver.

Pero el padre se alegró, pues le había apenado mucho haberlos dejado abandonados en el bosque.

No mucho tiempo después volvió la escasez y los niños, ya acostados por la noche, escucharon cómo la madre le decía al padre:

—Todo ha vuelto a volar y sólo nos queda un pan; después de esto se acabó lo que se daba. Los niños tienen que largarse y los llevaremos más lejos por el bosque, para que no vuelvan a descubrir el camino de vuelta. De lo contrario no habrá salvación para nosotros.

Al marido le apenaba mucho esto y se decía:

—Estaría mejor que compartieses el último trozo con tus hijos.

Pero ella no hacía caso de lo que decía, sino que le reñía y le hacía reproches. Quien dice A, ha de decir también B, y como la primera vez había cedido, tenía que ceder otra vez ahora. Los niños habían permanecido despiertos y se habían enterado de la conversación. Cuando los mayores se hubieron Hensel se volvió a levantar con la intención de recoger piedrecitas como la vez anterior. Pero la mujer había cerrado la puerta con llave y Haensel no pudo salir. Mas él consoló a su hermanita y le dijo:

—Gretel, no llores y duerme tranquila. El bueno de Dios nos ayudará.

Muy de mañana vino la mujer y levantó de la cama a los niños. Recibieron sus trocitos de pan, que eran más pequeños que la otra vez. En el camino hacía el bosque Haensel iba haciendo migas de su pan en el bolsillo y con frecuencia se paraba y tiraba una migaja al suelo.

—Haensel, ¿Qué haces ahí parado y mirando? —preguntaba el padre—. Sigue tu camino.

—Miro a mi palomita, que está sobre el tejado y me dice adiós —contestó Haensel.

—Ignorante —dijo la mujer—. Eso no es una palomita, es el sol de la mañana que brilla arriba sobre la chimenea.

Mas Haensel iba echando una a una las migajas por el camino. La mujer llevó a los niños a un lugar aún más profundo en el bosque, en el que no había estado en su vida. Allí se volvió a encender un gran fuego y la madre dijo:

—Niños, quedaos aquí sentados y, si os cansáis, podéis echaros a dormir un poco. Nosotros nos vamos por el bosque a cortar leña y por la tarde, cuando hayamos terminado, vendremos a recogeros.

Cuando llegó el mediodía, Gretel compartió su pan con Haensel, que había esparcido el suyo por el camino. Después se durmieron y transcurrió la tarde, pero nadie vino a por los pobres niños. Ellos no se despertaron hasta que ya era noche cerrada y Haensel consoló a su hermanita diciendo:

—Gretel, espera un poco a que salga la luna y entonces veremos las migas de pan que he estado echando al suelo; nos señalarán el camino a casa.

Cuando salió la luna se pusieron en camino, pero no encontraron miga alguna, pues los miles de pájaros que vuelan por el bosque y el campo se las habían comido.

Haensel le dijo a Gretel:

—Encontraremos el camino.

Pero no lo encontraron. Estuvieron caminando toda la noche y también al día siguiente, desde la mañana a la tarde, mas no conseguían salir del bosque y, además, tenían mucha hambre; no tenían más que un par de bayas que había en el suelo. Y como estaban tan cansados que las piernas ya no les sostenían, se echaron bajo un árbol y se durmieron. Y llegó el tercer día desde que salieron de casa de su padre. Ellos volvieron a ponerse en camino, pero no hacían más que perderse aún más en el bosque, de modo que, si no encontraban pronto ayuda, se desmayarían. Al mediodía vieron sobre una rama un hermoso pajarito, blanco como la nieve, que cantaba tan bien que se detuvieron para escucharlo. Cuando terminó, agitó las alas y se marchó volando. Ellos le siguieron hasta llegar a una casita sobre cuyo tejado se posó. Cuando ya estaban muy cerca vieron que la casita estaba construida con pan y recubierta con bizcocho; las ventanas eran de puro azúcar.

—Aquí tenemos para empezar —dijo Hensel— y darnos un banquete. Yo tomaré un trozo del tejado y tú, Gretel, puedes coger de la ventana, que sabe dulce.

Hensel se encaramó al tejado y arrancó un trozo para ver qué sabor tenía, y Gretel se acercó a las ventanas y mordió los cristales. Entonces una voz suave salió de la casa:

Crunch, crunch, crunch,

¿Quién está royendo mi casita?

Los niños respondieron:

Es el viento, el viento,

el niño del cielo,

y siguieron comiendo sin prestar más atención. Hensel, a quien el tejado le gustó mucho, arrancó un trozo grande y Gretel desencajó completamente el cristal de una ventana, se sentó, y se dispuso a disfrutarlo. Entonces se abrió la puerta y una mujer muy mayor, que se apoyaba en un bastón, salió fuera. Haensel y Gretel se asustaron tanto que se les cayó lo que tenían en las manos. La vieja, sin embargo, movió la cabeza y dijo:

—¡Eh, queridos niños! ¿Quién os ha traído aquí? Pasad adentro y quedaos conmigo. No os pasará nada.

Cogió a los dos de la mano y los llevó dentro de la casa. Dentro había preparada buena comida: leche y bollos de azúcar, manzanas y nueces. Después de esto fueron preparadas dos bonitas camitas con sábanas blancas. Haensel y Gretel se acostaron en ellas, creyendo encontrarse en el Cielo.

Pero esto era que la vieja sólo se había mostrado amable, ya que era en realidad una bruja malvada, que acechaba a los niños y había construido la casita de pan simplemente para atraerles. Cuando uno caía en su poder lo mataba, lo cocinaba y se lo comía; y esto era para ella todo un festín. Las brujas tienen los ojos rojos y no pueden ver bien de lejos, pero tienen un olfato muy fino, como los animales, y notan al hombre cuando éste se acerca. Cuando Hensel y Gretel se pusieron a su alcance se rió maliciosamente, diciendo de forma burlona: «ya los tengo y no se me escaparán». A la mañana siguiente, muy temprano, antes de que los niños se despertaran, ella ya se había levantado y al verlos a ambos descansar plácidamente, con las mejillas tan rojas, murmuró:

—¡Qué buen bocado!

Entonces agarró a Hensel con su mano seca y lo llevó a un pequeño establo, encerrándole tras una reja: por mucho que éste gritara no le servía de nada. Después fue adonde estaba Gretel, la despertó violentamente y le dijo en voz alta:

—Levántate, holgazana, ve a por agua y prepara algo bueno de comer para tu hermano, que están en el establo y tiene que engordar. Cuando esté gordo me lo comeré.

Gretel se puso a llorar amargamente, pero todo fue inútil: tenía que hacer lo que la bruja malvada le mandaba. Y así, para Haensel se preparaba la mejor comida mientras que Gretel no recibía más que despojos. Todas las mañanas la vieja se acercaba al establo y llamaba:

—Haensel, extiende tus dedos para que vea si estas engordando.

Pero Haensel le mostraba los huesecillo y la vieja, que tenía mal la vista, no se daba cuenta y pensaba que era el dedo de Haensel, y se asombraba porque veía que no engordaba. Después de cuatro semanas, como Haensel seguía delgado, se le acabó la paciencia y ya no quiso esperar más.

—¡Eh, Gretel! —gritó a la niña—. Espabila y trae agua: ya puede Haensel estar gordo o flaco, mañana lo mataré y lo guisaré.

¡Ah, cómo se dolía la pobre hermanita al traer el agua y cómo le caían las lágrimas por las mejillas!

—Buen Dios, ayúdanos, por favor —exclamó ella—. Si las fieras del bosque nos hubieran devorado, al menos habríamos muerto juntos.

—Ahórrate el lloriqueo —dijo la vieja—. No te servirá de nada.

Por la mañana temprano Gretel tuvo que salir, colgar el caldero con agua y encender el fuego.

—Primero vamos a hacer pan —dijo la vieja—. Ya he encendido el horno y tengo preparada la masa.

Y entonces empujó a la pobre Gretel hacia el horno, del que ya salían llamas.

—Métete dentro —dijo la bruja— y mira a ver si ya está bien caliente para meter el pan.

En realidad quería ella cerrar el horno cuando Gretel estuviera dentro, para que se asara y entonces comérsela también a ella, pero la niña se dio cuenta de su intención y dijo:

—No sé cómo hacerlo; ¿Cómo puedo entrar ahí dentro?

—Niña tonta —contestó la vieja—, la apertura es suficientemente grande, ¿no ves? Yo misma puedo meterme dentro.

Se encaramó y metió la cabeza en el horno. Y entonces Gretel le dio un empujón, que la metió del todo, cerró la puerta de hierro y corrió el cerro. ¡Uf! Y entonces la bruja comenzó a aullar de manera terrible, mas Gretel salió corriendo mientras la bruja despiadada se abrasaba miserablemente. Gretel fue corriendo hacia Heansel, abrió el establo y exclamó:

—¡Haensel, estamos salvados, la vieja bruja está muerta!

Entonces Haensel saltó afuera como un pájaro de la jaula cuando abren la puerta. ¡Cuánto se alegraron! Se abrazaron, saltaron de júbilo y se besaron. Y como ya no tenían nada que temer, entraron en la casa de la vieja y allí encontraron por todas partes cofres con perlas y piedras preciosas.

—Son mejores que las chinitas —dijo Hensel, y se metió en el bolsillo las que cupieron.

Gretel dijo:

—Yo también quiero llevarme algo a casa.

Y cargó su delantal hasta arriba.

—Y ahora vámonos —dijo Haensel—. A ver si salimos de este bosque embrujado.

Cuando llevaban ya un par de horas caminando llegaron a un gran lago.

—No podemos cruzarlo —dijo Haensel—. No veo ningún embarcadero ni puente.

—Por aquí no pasa ningún barquito —replicó Gretel—, pero por ahí va un pato blanco y, si se lo pido, nos ayudará a cruzarlo.

Y entonces gritó:

Patito, patito,

aquí están Gretel y Haensel.

No hay embarcadero ni puente,

llévanos sobre tu lomo blanco.

El patito se acercó, Haensel se sentó sobre él y pidió a su hermanita que se sentara a su lado.

—No —replicó ella—. Es demasiado para el patito; que nos lleve uno a uno.

Esto hizo el buen animalito y, después de cruzar el lago sin contratiempos y de caminar durante un ratito, el bosque les iba resultando cada vez más familiar, hasta que al final divisaron la casa de su padre. Entonces echaron a correr, entraron de golpe en la casa y abrazaron a su padre. Desde que abandonó a los niños en el bosque, el padre no había vuelto a sentir alegría y la mujer había muerto ya. Gretel soltó su delantal y entonces las perlas y piedras preciosas se desparramaron por la casa, mientras Hensel arrojaba un puñado tras otro de su bolsillo. Con esto se acabaron todas las preocupaciones y vivieron juntos muy felices. Mi cuento se ha acabado y por ahí corre un ratón; quien lo atrape podrá hacerse una capa de piel grande, grande con él.

FIN

Cuentos para la infancia y el hogar 1812-1857

FICHA DE TRABAJO

VOCABULARIO

Basquiña: Falda

CLAVES PARA LA REFLEXIÓN

Hänsel und Gretel (KHM 15) es uno de los cuentos de los hermanos Grimm más difundidos y mejor conservados en sus posteriores adaptaciones, tal vez porque es uno de los cuentos más infantiles o adaptados que recopilaron los hermanos alemanes. La historia es la que todos conocemos, solo que aquí os presento el texto completo. En las primeras ediciones de Cuentos para la infancia y el hogar sufrió algunas variaciones hasta la edición de 1857, la séptima, que consideramos la definitiva. No entra dentro de la clasificación ATU, como tantos otros cuentos de los Grimm, debido a que estos se ordenan según el orden en que los hermanos los fueron publicando. En la edición de 1812, la primera de Cuentos para la infancia y el hogar (Kinder-und HausMärchen), Hansel y Gretel ocupan el cuento número 15.

ILUSTRACIONES

Alexander Zick (1845-1907)

Alexander Zick (1845-1907)

Carl Offterdinger (1829-1889)

Carl Offterdinger (1829-1889)

Paul Hey (1867-1952)

Frank Adams (1930-1989)

Otto Kubel (1868 – 1951)

Otto Kubel (1868 – 1951)

Paul Hey (1867-1952)

Otto Kubel (1868 – 1951)

Otto Kubel (1868 – 1951)

Otto Kubel (1868 – 1951)

Otto Kubel (1868 – 1951)

Richard Scholz (1860-1939)

Richard Scholz (1860-1939)

Richard Scholz (1860-1939)

Richard Scholz (1860-1939)

Richard Scholz (1860-1939)

Richard Scholz (1860-1939)

Richard Scholz (1860-1939)

Richard Scholz (1860-1939)

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