Las aventuras de Pinocho
Carlo Collodi
Capítulos 17, 18, 19 y 20
Ilustración de Ferenc Pinter
17. Pinocho se come el azúcar sin querer purgarse; pero al ver que llegan los enterradores para llevárselo, bebe toda la purga. Después le crece la nariz por decir mentiras.
Apenas salieron los tres médicos de la habitación, se acercó el Hada a Pinocho, y al tocarle la frente notó que tenía una gran fiebre. Entonces disolvió unos polvos blancos en medio vaso de agua y se los presentó al muñeco, diciéndole cariñosamente.
— Bebe esto, y dentro de pocos días estarás bueno.
Pinocho miró el vaso torciendo el gesto, y preguntó con voz plañidera:
— ¿Es dulce, o amargo?
— Es amargo, pero te sentará bien.
— ¡Amargo! No lo quiero.
— ¡Anda, bébelo: hazme caso a mí!
— Es que no me gustan las cosas amargas.
— Bébelo, y te daré después un terrón de azúcar para quitarte el mal gusto.
— ¿Dónde está el terrón de azúcar?
— Aquí lo tienes — dijo el Hada, sacándolo de un azucarero de oro.
— Primero quiero que me des el terrón de azúcar, y después beberé el agua amarga.
— ¿Me lo prometes?
— Sí.
El Hada le dio el terrón, y Pinocho, después de comérselo en menos tiempo que se dice, se relamió los labios, exclamando:
— ¡Qué lástima que el azúcar no sea medicina! ¡Yo me purgaría entonces todos los días!
— Ahora vas a cumplir la promesa que me has hecho, y a beberte este poco de agua que ha de ponerte bueno.
De mala gana tomó Pinocho el vaso en la mano, acercando la punta de la nariz y haciendo un gesto; después hizo como que se lo llevaba a la boca; pero se arrepintió y volvió a olerlo, hasta que por último dijo:
— ¡Es muy amarga! ¡Muy amarga! ¡No puedo beberla!
— ¿Cómo puedes saberlo, si no lo has probado?
— Me lo imagino, conozco en el olor. Quiero otro terrón de azúcar primero, y después la beberé.
Con toda la paciencia de una buena madre, el Hada le puso en la boca un poco de azúcar, y después le presentó el vaso otra vez.
— Así no puedo beberlo — dijo el muñeco haciendo mil gestos.
— ¿Por qué?
— Porque me fastidia esa almohada que tengo en los, pies.
El Hada retiró la almohada.
— ¡Es inútil!, tampoco puedo beberlo.
— ¿Qué es lo que ahora te fastidia?
— Me fastidia esa puerta del cuarto que está medio abierta.
Entonces el Hada cerró la puerta.
— ¡Es que no quiero! — gritó, Pinocho llorando y pataleando—. ¡No; no quiero beber esa agua amarga; no quiero; no, no!
— ¡Hijo mío, mira que luego te arrepentirás!
— ¡Mejor!
— Tu enfermedad es grave.
— ¡Mejor!
— Esa fiebre puede llevarle al otro mundo.
— ¡Mejor!
— ¿No tienes miedo de la muerte?
— Ninguno. ¡Antes me muero que beber esa medicina tan amarga!
En aquel momento se abrió de par en par la puerta de la habitación, y entraron cuatro conejos, negros como la tinta, que llevaban sobre los hombros; una caja de muerto.
— ¿Qué queréis? — gritó, Pinocho despavorido, sentándose en la cama.
— Venimos por ti — respondió el conejo más grueso de los cuatro.
— ¿Por mí? ¡Pero si no me he muerto todavía!
— Todavía no; pero te quedan pocos instantes; de vida, por no haber querido beber la medicina, que te hubiera curado la fiebre.
— ¡Oh, Hada mía! ¡Hada mía! — comenzó entonces a gritar el muñeco— . ¡Dame en seguida el vaso! ¡Anda pronto, por favor, que yo no quiero morir, no quiero morir!
Y tomando el vaso con ambas manos, se lo bebió de un sorbo.
— ¡Paciencia! — dijeron entonces los conejos— . Por esta vez hemos perdido el viaje.
Y echándose de nuevo sobre los hombros la caja, que habían dejado en tierra, salieron del cuarto refunfuñando y murmurando entre dientes. Claro es que a los pocos minutos pudo Pinocho saltar de la cama completamente curado; porque ya se sabe que los muñecos de madera tienen la particularidad de ponerse muy enfermos de pronto y de curarse en un santiamén. Cuando el Hada le vio correr y retozar por la habitación, listo, y alegre como un pajarillo escapado de la jaula, le dijo:
— ¿De modo que mi medicina te ha sentado muy bien?
— ¡Ya lo creo! ¡Me ha resucitado!
— Entonces, ¿por qué te has resistido tanto para beberla?
— Porque los niños somos así. Tenemos, más miedo de las medicinas que de la enfermedad.
— ¡Pues muy mal hecho! Los niños debierais recordar que una medicina a tiempo puede evitar una grave enfermedad, y aun la misma muerte.
— ¡Ah! Otra vez no me resistiré tanto. Me acordaré de esos conejos negros con la caja de muerto al hombro, y entonces cogeré en seguida el vaso, y adentro.
— ¡Muy bien! Ahora vente aquí, a mi lado, y cuéntame cómo caíste en manos de los ladrones.
Pues fue que Tragalumbre me dio cinco monedas de oro y me dijo: "Llévaselas a tu papá", y en el camino me encontré una zorra y un gato, dos personas muy buenas, que me dijeron: ¿Quieres que esas monedas se conviertan en mil o en dos mil? Vente con nosotros y te llevaremos al Campo de los Milagros.
Y yo les dije: "Vamos". Y ellos dijeron: "Nos detendremos un rato en la posada de El Cangrejo Rojo, y cuando sea media noche seguiremos nuestro camino." Cuando yo me desperté ya no estaban allí, porque se habían marchado. Entonces yo me marché también. Y hacía una noche tan oscura que apenas se podía andar. Y me encontré con dos ladrones metidos en dos sacos de carbón, que me dijeron: ¡Danos el dinero!" y yo les dije: "No tengo ningún dinero". Porque me había escondido las monedas de oro en la boca. Y uno de los ladrones quiso meterme la mano en la boca, yo se la corté de un mordisco; pero al escupirla me encontré con que, en vez de una mano, era la zarpa de un gato. Y los ladrones echaron a correr detrás de mí; y yo corrí y corrí, hasta que me alcanzaron y entonces me colgaron por el cuello en un árbol del bosque, diciendo: "Mañana volveremos, y estarás bien muerto y con la boca abierta, y entonces te sacaremos las monedas de oro que tienes escondidas debajo de la lengua".
— ¿Y dónde tienes las cuatro monedas de oro?— le preguntó el Hada.
— ¡Las he perdido! — respondió Pinocho; pero era mentira porque las tenía en el bolsillo.
Apenas había dicho esta mentira, la nariz del muñeco, que ya era muy larga, creció más de dos dedos.
— ¿Dónde las has perdido?
— En el bosque.
A esta segunda mentira siguió creciendo la nariz.
— Si las has perdido en el bosque— dijo el Hada— , las buscaremos, y de seguro que hemos de encontrarlas, porque todo lo que se pierde en este bosque se encuentra siempre.
— Ahora que me acuerdo bien— dijo el muñeco, embrollándose cada vez más— , no las he perdido, sino que me las he tragado sin querer al tomar la medicina.
A esta tercera mentira se le alargó, la nariz de un modo tan extraordinario que el pobre Pinocho no podía ya volverse en ninguna dirección. Si se volvía de un lado, tropezaba con la cama o con los cristales de la ventana; si se volvía de otro lado, tropezaba con la pared o con la puerta del cuarto, y si levantaba la cabeza, corría el riesgo de meter al Hada por un ojo la punta de aquella nariz fenomenal. El Hada le miraba y se reía.
— ¿Por qué te ríes?— preguntó el muñeco, confuso y pensativo, al ver cómo crecía su nariz por momentos.
— Me río de las mentiras que has dicho.
— ¿Y cómo sabes que he dicho mentiras?
— Las mentiras, hijo mío, se conocen en seguida, porque las hay de dos clases: las mentiras que tienen las piernas cortas, y las que tienen la nariz larga. Las tuyas, por lo visto, son de las que tienen la nariz larga.
Sintió Pinocho tanta vergüenza, que no sabiendo donde esconderse, trató de salir de la habitación. Pero no le fue posible: tanto le había crecido la nariz, que no podía pasar por la puerta.
18. Pinocho vuelve a encontrarse con la zorra y el gato, y se va con ellos a sembrar sus cuatro monedas en el Campo de los Milagros.
Como podéis suponer, el Hada dejó que el muñeco llorase y gritase durante más de media hora porque con aquellas narizotas no podía salir de la habitación. Lo hizo así para darle una lección y para que se corrigiera del vicio de mentir, el vicio más feo que puede tener un niño. Pero cuando ya le vio tan desesperado que se le salían los ojos de las órbitas, tuvo lástima de él y dio unas palmadas. A esta señal entraron en la habitación unos cuantos millares de esos pájaros que se llaman picos o carpinteros, porque pican en la madera de los árboles y posándose todos ellos en la nariz Pinocho, empezaron a picarla de tal manera, que en pocos minutos aquella nariz enorme volvió a su tamaño anterior.
— ¡Qué buena eres, Hada, y cuánto te quiero!— dijo el muñeco, enjuagándose los ojos.
— ¡Yo también te quiero mucho!— respondió el Hada— ; y si quieres quedarte conmigo, serás mi hermanito y yo seré para ti una buena hermanita.
— Yo sí quisiera quedarme; pero; ¿y mi pobre papá?
— Ya he pensado en eso. He ordenado que le avisen y antes de media noche estará aquí.
— ¿De veras? — grito Pinocho saltando de alegría— . Entonces, Hada preciosa, si te parece bien, iré a buscarle ¡Tengo muchas ganas de darle un beso al pobre viejecito que tanto ha sufrido por mí!
— Bueno; pues vete. Pero cuidado con perderte. Toma el camino del bosque, y así le encontrarás seguramente.
Salió Pinocho, y apenas llegó al bosque empezó a correr como un galgo. Pero al llegar cerca del sitio donde estaba el gran encino se paró de pronto, porque le pareció que había oído ruido de gente entre la maleza. En efecto: vio aparecer...¿No sabéis a quién? Pues a la zorra y el gato; o sea a aquellos dos compañeros de viaje con los cuales había cenado en la posada de El Cangrejo Rojo.
— ¡Pues si es nuestro querido Pinocho!— gritó la zorra, abrazándole y besándole.
— ¿Qué haces por aquí?
— ¿Qué haces por aquí?— repitió el gato.
— Es largo de contar— dijo el muñeco— . Pero ante todo os diré que la otra noche, cuando me dejaron en la posada, me salieron al camino unos ladrones.
— ¿Unos ladrones? ¿Pero es de verdad? ¡Pobre Pinocho! ¿Y qué querían?
— Querían robarme las monedas de oro.
— ¡Qué granujas!— dijo la zorra.
— ¡Qué grandísimos granujas!— repitió el gato.
— Pero yo me escapé— continuó contando el muñeco— , y ellos siempre detrás, hasta que me alcanzaron y me colgaron en una rama de aquel encino.
Y Pinocho señaló el gran árbol, que estaba a dos pasos de distancia.
— ¡Que atrocidad!— exclamó la zorra— . ¡Qué mundo tan malo! ¡Parece mentira que haya gente así! ¿Dónde podremos vivir tranquilas las personas decentes?
Mientras charlaban de este modo observó Pinocho que el gato estaba manco de la mano derecha porque le faltaba toda la zarpa, con uñas y todo.
— ¿Qué has hecho de tu zarpa?— le preguntó.
Quiso contestar el gato pero se hizo un lío, y entonces intervino la zorra con destreza diciendo:
— Mi amigo es demasiado modesto, y por eso no se atreve a contarlo. Yo lo contaré. Sabrás cómo hace una hora próximamente que nos hemos encontrado en el camino un lobo viejo, casi muerto de hambre que nos ha pedido una limosna. No teniendo nada que darle, ¿sabes lo que ha hecho este amigo mío, que tiene el corazón más grande del mundo? Pues se ha cortado de un mordisco la zarpa derecha, y se la ha echado al pobre lobo para que se desayunara. Y al terminar su relato la zorra se enjugó una lágrima. También Pinocho estaba conmovido. Se acercó al gato y le dijo al oído:
— ¡Si todos los gatos fueran como tú, qué felices vivirían los ratones!
— ¿Y qué haces ahora por estos lugares? — preguntó la zorra al muñeco.
— Esperando a mi papá, que debe de llegar de un momento a otro.
— ¿Y tus monedas de oro?
— Las tengo en el bolsillo, menos una que gasté en la posada de El Cangrejo Rojo.
— ¡Y pensar que en vez de cuatro monedas podrían ser mañana mil o dos mil! ¿Por qué no sigues mi consejo? ¿Por qué no vamos a sembrarlas en el Campo de los Milagros?
— Hoy es imposible; iremos otro día.
— Otro día será tarde— dijo la zorra.
— ¿Por qué?
— Porque ese campo ha sido comprado por un gran señor, que desde mañana no permitirá que nadie siembre dinero.
— ¿Cuánto hay desde aquí hasta el Campo de los Milagros?
— No llega a dos kilómetros. ¿Quieres venir? Tardamos en llegar una media hora; siembras en seguida las cuatro monedas, a los pocos minutos recoges dos mil, y te vuelves con los bolsillos bien repletos. ¿Qué? ¿Vienes?
Pinocho vaciló antes de contestar, porque se acordó de la buena Hada, del viejo Gepeto y de los consejos del grillo-parlante; pero terminó por hacer lo mismo que todos los muchachos que no tienen pizca de juicio ni de corazón; acabo por rascarse la cabeza y decir a la zorra y al gato:
— ¡Bueno; me voy con vosotros!
Y marcharon los tres juntos. Después de haber andado durante medio día llegaron a un pueblo que se llamaba "Engañabobos". Apenas entraron, vio Pinocho que en todas las calles abundaban perros flacos y hambrientos que se estiraban abriendo la boca, ovejas sucias y peladas que temblaban de frío, gallos y gallinas sin cresta y medio desplumados, que pedían de limosna un grano de maíz; grandes mariposas que ya no podían volar por haber vendido sus preciosas alas de brillantes colores, pavo reales avergonzados por el lastimoso estado de su cola y faisanes que lloraban la pérdida de su brillante plumaje de oro y plata. Entre aquella multitud de mendigos pasaba de vez en cuando alguna soberbia carroza llevando en su interior ya una zorra, ya una urraca ladrona o algún pajarraco de rapiña.
— ¿Y dónde está el Campo de los Milagros?— preguntó Pinocho.
— A dos pasos de aquí.
Atravesaron la ciudad, y al salir de ella se metieron por un campo solitario, pero que se parecía como un huevo a otro a todos los demás campos del mundo.
— Ya hemos llegado — dijo la zorra al muñeco— ; ahora haz con las manos un hoyo en la tierra, y mete en el las cuatro monedas de oro.
Pinocho obedeció: hizo el hoyo, colocó dentro las cuatro monedas que le quedaban y las cubrió con tierra.
— Ahora — dijo la zorra— vete a ese arroyo cercano y trae un poco de agua para regar la tierra en que has sembrado.
Pinocho fue al arroyo; pero como no tenía a mano ningún cubo se quitó uno de los zapatos y lo llenó de agua, con la cual regó la tierra del hoyo. Después preguntó:
— ¿Hay que hacer algo más?
— Nada más respondió la zorra— ; ahora ya podemos irnos. Tú te vas a la ciudad, y cuando hayas estado allí unos veinte minutos, vienes otra vez, y encontrarás que ya ha nacido el arbolito, con todas las ramas cargadas de monedas de oro.
Lleno de gozo, el pobre muñeco dio efusivamente las gracias a la zorra y al gato, ofreciéndoles un magnífico regalo.
— No queremos ningún regalo — respondieron aquel par de bribones— ; sólo con haberte enseñado el modo de hacerte rico sin trabajo alguno, estamos más contentos que unas Pascuas.
Dicho esto saludaron a Pinocho, y deseándole una buena cosecha, se marcharon.
Ilustración Roberto Innocenti
19. Roban a Pinocho sus monedas de oro, y además le tienen cuatro meses en la cárcel.
Cuando Pinocho volvió a la ciudad, empezó a contar los minutos uno a uno y ya que creyó que había pasado el tiempo necesario, se puso de nuevo en marcha hacia el Campo de los Milagros. Andaba con paso rápido, y sentía que su corazón palpitaba con más fuerza que de costumbre, haciendo "tic-tac, tic-tac", como un reloj en marcha. Mientras tanto, pensaba en su interior:
— ¡Qué chasco, si me encontrara con que las ramas del árbol tienen dos mil monedas en vez de mil! ¿Y si en vez de dos mil fueran cinco mil? ¿Y si en vez de cinco mil fueran cien mil? ¡Entonces sí que sería un gran señor! ¡Tendría un magnífico palacio, y mil caballitos de cartón en muchas cuadras, automóviles, aeroplanos, y una despensa llena de mantecadas, de almendras garapiñadas, de bombones, de pasteles y de caramelos de los Alpes!
Así fantaseando vio de lejos el Campo de los Milagros, y lo primero que hizo fue mirar si había algún arbolito que tuviera las ramas cargadas de monedas; pero no vio ninguno. Anduvo unos cien pasos más, y nada; entró en el campo, y llegó hasta el mismo sitio donde había hecho el hoyo para enterrar sus monedas de oro; pero, nada, nada y siempre nada. Entonces se quedó pensativo e inquieto y, olvidando las reglas de urbanidad y de buena crianza, sacó una mano del bolsillo y se rascó largo rato la cabeza. En aquel instante llegó a sus oídos una gran carcajada volviéndose y vio en las ramas de un árbol un viejo papagayo que estaba arreglándose con el pico las escasas plumas que le quedaban.
— ¿Por qué te ríes?— le preguntó Pinocho encolerizado.
— Me río, porque al peinarme las plumas me he hecho cosquillas debajo del ala.
No respondió el muñeco. Se fue al arroyo, y llenando de agua el mismo zapato de antes regó la tierra que había echado encima de las monedas. Otra carcajada mayor y más impertinente que la anterior se oyó en la soledad de aquel campo.
— ¡Pero, vamos a ver, papagayo grosero!— gritó exasperado Pinocho— , ¿se puede saber de qué te ríes?
— ¡Me río de los tontos que creen todas las patrañas que se les cuenta, y que se dejan engañar estúpidamente por el primero que llega!
— ¿Lo dices por mí?
— Sí, lo digo por ti, pobre Pinocho, por ti, que eres tan simple, que has podido creer que el dinero se siembra en el campo y se recoge después, como se hace con las judías y con las patatas. Yo también lo creí una vez, Y por eso estoy hasta sin plumas. Ahora ya sé, aunque tarde, que para tener honradamente unas pesetas hay que saber ganarlas con el propio trabajo, sea en un oficio manual o con el esfuerzo de la inteligencia.
— No te comprendo— dijo el muñeco, que empezaba a temblar de miedo.
— Me explicaré mejor— continuó el papagayo— . Sabes, pues, que mientras tú estabas en la ciudad, volvieron a este campo la zorra y el gato, desenterraron las monedas y escaparon después como si los llevase el viento. ¡Lo que es ya, cualquiera les alcanza!
Pinocho se quedó como quien ve visiones; mas, no queriendo creer lo que le había dicho el papagayo, comenzó a cavar con las manos la tierra que había regado, y cava que cava, abrió un boquete tan grande como una cueva. Pero las monedas no parecían. Lleno de desesperación, volvió corriendo a la ciudad, y se fue derechito a presentarse ante el juez para denunciar a los dos ladrones que le habían robado sus monedas. El juez era un mono de la familia de los gorilas; un mono viejo; muy respetable por su aspecto grave, por su barba blanca, y sobre todo por unos anteojos de oro sin cristales, que usaba desde hacía dos años, porque padecía una enfermedad de la vista. Cuando Pinocho estuvo en presencia del juez, contó el engaño de que había sido víctima; dijo los nombres y apellidos y señas personales de los ladrones, y terminó por pedir justicia. El juez le escuchó con mucha bondad, poniendo gran atención en lo que el muñeco refería. Notándose claramente que se enternecía con aquel relato y que sentía verdadera compasión. Cuando Pinocho hubo terminado, alargó la mano y tocó una campanilla. A esta llamada aparecieron dos perros mastines, vestidos de guardias. Señalando el juez a Pinocho, les dijo:
— A este pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro; así, pues, atrápenlo, y a la cárcel con él.
Quedándose Pinocho estupefacto al oír esta sentencia. Quiso protestar; pero no pudo, porque los guardias, para no perder el tiempo inútilmente, le taparon la boca y le llevaron a la cárcel. Allí permaneció cuatro meses, cuatro interminables meses, y aún hubiera estado mucho más tiempo, si no hubiese sido por un acontecimiento afortunado. Pues, señor, sucedió que el joven emperador que reinaba en la ciudad de Engañabobos, para solemnizar una gran victoria que había conseguido: sobre sus enemigos, ordenó que se celebrasen grandes festejos públicos: iluminaciones, fuegos artificiales, carreras de caballos y de bicicletas; y para demostrar su clemencia, dispuso que se abrieran las cárceles y que se pusiera en libertad todos los bribones. Entonces dijo Pinocho al carcelero:
— Si salen de la cárcel los demás presos, yo también quiero salir.
— Tú no puedes salir, porque no figuras en el número de los...
— Discúlpeme usted— interrumpió Pinocho— ; yo soy también un bribón.
— ¡Ah, ya! En ese caso, tiene usted mucha razón — contestó respetuosamente el carcelero, quitándose la gorra.
Y abriendo la puerta de la cárcel, dejó salir a Pinocho, haciéndole una profunda reverencia.
Ilustración Ferenc Pinter
20. Libre ya de la prisión, trata de volver a la casa del Hada; pero encuentra en el camino una terrible serpiente y después queda preso en un cepo.
Figuraos la alegría de Pinocho al encontrarse en libertad. Sin detenerse un momento salió corriendo de la ciudad, y tomó el camino que debía conducirle a la casita del Hada. Había llovido mucho, y el camino tenía muchísimo fango. Los pies de Pinocho se hundían en barro hasta el tobillo. Pero el muñeco no hacía caso de esto. Con el deseo de volver al lado de su padre y de su hermanita, la hermosa niña de los cabellos azules, corría a saltos como un galgo, y las salpicaduras del barro le llegaban hasta el gorro. Mientras así corría, iba diciéndose:
— Pero, ¡cuántas desgracias me han ocurrido! ¡Y todo me lo tengo merecido, porque soy un muñeco testarudo y travieso! ¡Siempre quiero salirme con la mía, sin atender los consejos de los que me quieren bien, y tienen además mil veces más juicio y más experiencia que yo! ¡Pero lo que es ahora sí que me propongo cambiar de vida y ser un niño bueno y obediente! Ya estoy convencido de que los chicos desobedientes acaban siempre mal. ¿Me estará esperando mi papá? ¿Estará en la casita con el Hada? ¡Pobrecillo! ¿Cuánto tiempo hace que no le veo y que no tengo ni siquiera el consuelo de darle un beso? ¿Y mi preciosa hermanita? ¿Me habrá perdonado lo malo que he sido? ¡Y pensar que le debo tantos favores, que me ha cuidado tan bien, y que me salvó la vida!... ¡No; si es imposible que haya niño más ingrato y descastado que yo!
Al terminar de decir esto se detuvo asustado y dio unos pasos hacia atrás. ¿Qué había sucedido? Pues que había visto en medio del camino una terrible serpiente de piel verde con los ojos de fuego, y cuya cola, dirigida hacia el cielo, echaba humo como una chimenea imposible describir el terror que sintió el muñeco. Se alejó algo más de medio kilómetro, y se sentó sobre un montón de grava esperando que la serpiente tuviera que marcharse a sus quehaceres o tuviera que ir a algún recado y dejara libre el paso. Esperó una hora, dos horas, tres horas; pero la serpiente, por lo visto, vivía de sus rentas y no tenía nada que hacer en todo el día. El caso es que continuaba allí, y Pinocho veía desde lejos el brillo de sus ojos de fuego y el humo que salía de su cola. Entonces Pinocho, creyendo que tendría valor suficiente, se acercó hasta pocos pasos de distancia, saludó a la serpiente con una ceremoniosa reverencia, y con vocecita insinuante y afectuosa le dijo:
— Dispense usted, señora serpiente, ¿sería usted tan amable que se apartara un poquitín para dejarme pasar?
¡Cómo si se lo hubiera dicho a una pared! Pinocho insistió con tono aún más amable:
— Usted me perdonará, señora serpiente, pero es que vuelvo a mi casa, donde está esperándome mi papá, y ya ve usted... ¡hace tanto tiempo que no le veo! ¿Me permite usted que pase?
La serpiente no sólo no contestó, sino que de pronto quedó inmóvil casi rígida. Sus ojos se cerraron, y la cola cesó de echar humo.
— ¡Uy! ¡Parece que se ha muerto! ¡Ole! ¡Ole¡ — pensó Pinocho contentísimo y, restregándose las manos de alegría, fue a pasar por encima de la serpiente. Pero aún no había terminado de levantar la pierna, cuando la serpiente se erigió de pronto como un muelle que salta. Pinocho, aterrado, dio hacia atrás un salto tan rápido, que tropezó y dio una voltereta como en el circo, cayendo al suelo de cabeza. Como Pinocho la tenía muy dura, y el camino tenía demasiado fango, se quedó clavado en el suelo con los pies en el aire.
Al ver el muñeco en aquella postura tan ridícula, que daba patadas a diestro y siniestro, como si le hubieran dado cuerda, la serpiente empezó a reírse estrepitosamente, a carcajadas enormes. Pero, ¡qué risa! Se ponía mala. En fin, a fuerza de reír, y reír, y reír, se le reventó una vena del pecho, y entonces sí que quedó muerta de verdad. Pinocho se incorporó con gran trabajo, y volvió a emprender la carrera para llegar a la casa del Hada antes de que cayera la noche. Pero por lo largo que iba siendo el camino, no podía ya resistir los pinchazos que el hambre le daba en el estómago, y saltó a un viñedo lindante para coger algunos racimos de uva moscatel. ¡Nunca lo hubiera hecho! Apenas penetró en el viñedo, crac..., sintió que dos cortantes aros de hierro le aprisionaban las piernas, haciéndole ver todas las estrellas del cielo. El pobre muñeco había caído en un cepo colocado allí por el dueño del campo con objeto de cazar alguna garduña o cualquiera otra alimaña de las muchas que había, y que eran el azote de todos los gallineros del contorno.
VOCABULARIO
ILUSTRACIONES
Los textos e imágenes que se muestran en esta web se acogen al derecho de cita con fines didácticos, que pretenden fomentar el conocimiento de las obras y tienen como único objetivo el análisis, comentario o juicio crítico de las mismas.