Heidi

Johanna Spyri

Capítulo 2

Ilustración de Vicent Dutrait

En casa del abuelo

A penas hubo desaparecido Dora, el anciano volvió a sentarse en el banco. Se quedó mirando al suelo en silencio, expeliendo gruesas bocanadas de humo de su pipa, mientras Heidi exploraba los alrededores con deleite. Se dirigió al corral de cabras que había sido construido a un lado de la cabaña, pero lo encontró vacío. Luego dio la vuelta hasta la parte posterior y permaneció un rato inmóvil, escuchando el silbido que producía el viento por entre las ramas de los viejos abetos. El viento amainó y la niña regresó a la puerta de la cabaña, donde encontró al abuelo sentado aún en la misma posición. Mientras ella le observaba con las manos en la espalda, su abuelo levantó la cabeza y preguntó:

— ¿Qué quieres hacer ahora?

— Ver lo que hay en la cabaña —respondió Heidi.

— Entonces ya puedes pasar —invitó el anciano, levantándose y precediendo a la niña—. Coge ese lío de ropas y mételo dentro.

— Ya no las voy a necesitar más.

El viejo se volvió y la miró fijamente; los ojos negros de la chiquilla brillaban de excitación. "No es tonta", se dijo. Y añadió en voz alta:

— ¿Y eso por qué?

— Me gustaría correr por ahí como hacen las cabras.

— Bueno, eso podrás hacerlo — dijo el abuelo—. Pero de todas maneras, trae esas cosas. Las guardaremos en el armario.

Heidi tomó el hatillo y siguió al viejo a una habitación muy amplia que ocupaba toda la extensión de la cabaña. Vio una mesa y una silla y en un rincón el catre donde dormía el anciano. En la pared opuesta estaba el hogar sobre al que colgaba una olla de grandes proporciones. El viejo abrió una puerta en una de las paredes y Heidi vio un espacioso armario donde estaban colgadas las ropas del abuelo. El armario tenía varios estantes. En uno de ellos había camisas, calcetines y pañuelos; otro estaba ocupado por platos, tazas y vasos; en el superior había una hogaza, unos trozos de carne ahumada y queso. Podía decirse que allí estaban todas las pertenencias del anciano. Heidi entró en el armario y empujó el lío de ropa tan adentro como pudo, para que no volviera a verse fácilmente.

— ¿Dónde dormiré yo, abuelo? — preguntó luego.

— Pues... donde quieras.

Esta respuesta le gustó a Heidi, y mientras miraba en torno suyo buscando un buen sitio reparó en una escalera de mano apoyada en la pared cerca del catre del abuelo. Trepó por ella en el acto y se encontró en un desván de heno fresco, de olor dulce y suave, y un agujero redondo en la pared por donde se veía toda la extensión del valle.

— Dormiré aquí —dijo—. Es un sitio muy bonito. Ven y verás abuelo.

— Sí, lo conozco bien —fue la respuesta del anciano.

— Voy a hacerme ya la cama —añadió la niña—, pero tendrás que traerme una sábana. Para preparar una cama hace falta una sábana por lo menos.

— Está bien — dijo el abuelo.

Y fue al armario donde rebuscó entre sus ropas hasta encontrar un trozo de tela gruesa que subió al henil. Vio que la pequeña había formado ya una especie de colchón y una almohada empleando el heno, disponiéndolo todo de manera que pudiera mirar por el agujero cuando estuviera acostada.

— Me parece bien —dijo el anciano—, pero tiene que ser más grueso.

Y esparció más heno sobre el improvisado colchón de modo que no se notara la dureza del piso a través de aquél. El tejido que haría las veces de sábana era tan grueso que Heidi apenas podía levantarlo por sí misma, pero esto mismo representaba una buena protección contra los tallos de heno. Lo extendieron entre los dos, y Heidi remetió los extremos bajo el "colchón" para que estuviera cómodo. Luego se quedó mirando y dijo:

— Hemos olvidado algo, abuelo.

— ¿Qué?

— Una manta para cubrirla y para que yo pueda meterme debajo cuando me acueste.

— Bueno, eso es lo que te crees; pero supón que no haya ninguna.

— Bueno, entonces da lo mismo —dijo Heidi— . Puedo taparme con unos puñados de heno.

Fue a buscar más, pero el abuelo la detuvo.

— Espera un momento.

Descendió por la escalera, tomó de su camastro un gran saco de lino muy fuerte y lo subió al pajar.

— ¿Qué? —dijo, mientras lo ponían entre los dos sobre la cama—. ¿Verdad que es mejor que la paja?

Heidi estaba maravillada ante el resultado.

— Es una manta muy bonita, y mi cama también lo es. Me gustaría que fuera ya de noche para acostarme en ella.

— Creo que podríamos comer algo antes, ¿no te parece? — propuso el abuelo.

Heidi había olvidado todo lo demás en su excitación por la cama, pero ante la sola mención de la comida se dio cuenta de lo hambrienta que estaba; no había comido nada en todo el día, exceptuando un pedazo de pan y una taza de café aguado antes de iniciar el largo viaje.

— Oh, sí, sí —replicó ansiosamente.

— Entonces, si estamos de acuerdo, vamos a ver si encontramos algo que llevamos a la boca...

Diciendo esto, el viejo siguió a Heidi por la escalera. Se encaminó al hogar, quitó la olla grande de la cadena y puso otra más pequeña en su lugar; luego se sentó en un taburete de tres patas y avivó el fuego con el fuelle hasta que se puso otra vez rojo y brillante. Cuando la olla empezó a humear, puso una rebanada de queso en una larga horquilla y la fue pasando de un lado a otro por delante del fuego hasta que se puso dorada. Al principio, Heidi se limitó a observar con gran interés, pero después pareció recordar algo y corrió hacia el armario. Cuando el abuelo llevó la olla y las tostadas de queso a la mesa, vio que ésta se hallaba puesta con dos platos, dos cuchillos y la hogaza de pan. Heidi había reparado en estas cosas cuando metió sus ropas en el armario y sabía que eran necesarias para la comida.

— Celebro que pienses por ti misma en las cosas –dijo el abuelo—; pero todavía falta algo.

Heidi miró la olla humeante y volvió al armario. Vio allí un jarro y dos vasos, de manera que tomó el jarro y uno de los vasos y lo trasladó a la mesa.

— Así me gusta, que sepas ser útil — añadió el anciano— . ¿Pero dónde te vas a sentar?

Él ocupaba la única silla, pero Heidi, sin pensarlo mucho, fue en busca del taburete y tomó asiento en él.

— Ese taburete es muy bajo... Creo que ni siquiera con mi silla alcanzarías a la mesa. Espera un poco.

El viejo se levantó y empujó su silla hasta ponerla delante del taburete de Heidi, colocando luego en ella el jarro con la leche y un plato con una rebanada de pan cubierta por el queso tostado. Añadió:

— Ahora ya tienes una mesa para ti y puedes empezar a comer.

Él se sentó en un ángulo de la gran mesa e hizo lo propio.

Heidi tomó el jarro y apuró su contenido sin descansar. Luego respiró profundamente — había estado demasiado ocupada mientras bebía para respirar— y dejó el jarro vacío en la mesa.

— ¿Es buena la leche? — preguntó el abuelo.

— La mejor que he bebido en mi vida — repuso Heidi.

— Entonces te pondré un poco más.

Dicho esto, el anciano llenó nuevamente el jarro.

La niña comía el pan y el queso que estaba riquísimo, y de vez en cuando bebía un sorbo de leche. Parecía tan feliz y contenta como nadie pudiera estarlo.

Después de comer, el abuelo fue al corral y Heidi le observó mientras barría el suelo y lo cubría de paja fresca para que los animales durmieran en ella. Cuando hubo terminado, se dirigió al pequeño cobertizo, levantado al otro lado de la cabaña, y aserró unos cuantos palos redondos. Finalmente hizo cuatro agujeros en un pedazo de madera lisa y, cuando hubo acabado, el resultado fue una silla algo más alta de lo normal. Heidi le miraba trabajar asombrada y silenciosa.

— ¿Sabes lo que es esto? — preguntó el viejo, así que dio fin a su trabajo.

— Una silla para mí — respondió ella, admirada— ¡Y qué pronto la has hecho!

"Tiene ojos en la cara y sabe servirse de ellos", pensó el viejo. A continuación procedió a efectuar pequeñas reparaciones en la cabaña, clavando una puntilla aquí y allá o ajustando un tornillo en la puerta. Heidi le seguía pisándole los talones, observándole con la mayor atención, porque todo aquello era nuevo e interesante para ella.

Así transcurrió la tarde. Volvió a levantarse un fuerte viento, que silbaba y susurraba por entre los abetos. Aquel sonido complacía tanto a Heidi que empezó a bailar y a saltar, mientras el abuelo la contemplaba desde la puerta del cobertizo. De pronto se oyó un agudo silbido y Pedro apareció con su rebaño de cabras. Heidi dejó escapar un grito de alegría y corrió a recibir a sus amigos de aquella mañana. Cuando las cabras llegaron a la cabaña se quedaron inmóviles, salvo dos de ellas, una negra y otra blanca, que se destacaron de entre las demás y avanzaron hacia el viejo. Los animales empezaron a lamerle las manos, porque él tenía en ellas un poco de sal, como solía hacer cada tarde cuando las recibía.

Pedro se fue con el resto de la manada, y Heidi corrió hacia las dos cabras para acariciarlas suavemente.

— ¿Son nuestras, abuelo? — preguntó— ¿Las dos? ¿Duermen en el corral? ¿Se estarán siempre con nosotros?

Sus preguntas eran tan rápidas que el abuelo no hubiera tenido tiempo de contestarlas por separado. Cuando las cabras terminaron de lamer la sal, el anciano manifestó.

— Ve a buscar tu jarro y el pan.

La niña obedeció y estuvo de vuelta en un santiamén. El viejo ordeñó la cabra blanca y tendió el jarro a Heidi junto con la rebanada de pan.

— Cómete eso y luego vete a la cama — dijo—. Si quieres ponerte una camisa de dormir o algo parecido, lo encontrarás en las ropas que trajo tu tía. Ahora debo ocuparme de las cabras. Que duermas bien.

— Buenas noches, abuelo —se despidió la niña, mientras él se alejaba con los animales, pero luego corrió detrás de su abuelo para preguntar cómo se llamaban.

— La blanca se llama "Margarita" y la negra "Morena" — Contestó el abuelo.

— ¡Buenas noches, "Margarita"; buenas noches, "Morena"! — dijo Heidi a las cabras.

Se puso a cenar en el banco de la puerta de la cabaña. El viento soplaba con tanta fuerza que amenazaba con llevársela, de modo que engulló rápidamente el pan y la leche y subió a acostarse. No tardó en quedarse profundamente dormida, como si se hubiera acostado en el lecho más fino y mullido del mundo.

El abuelo se fue también a la cama antes de que anocheciera porque siempre se levantaba con el sol y éste, en verano, asomaba muy temprano tras los picos de la montaña. Durante la noche, el viento era tan fuerte que hacia estremecer la cabaña y crujir las vigas; entraba por la chimenea y a veces rompía algunas ramas de los abetos. Por eso, al rato de acostarse, el viejo se levantó pensando. "La niña estará asustada."

Trepó por la escalera y se acercó al lecho de heno. En aquel preciso instante, la luna, que había estado cubierta por las nubes, penetró a través del agujero de la pared e iluminó el rostro de Heidi. La niña dormía como un tronco bajo el pesado cobertor, con una de sus rosadas mejillas descansando en su brazo regordete y una expresión tan feliz que seguramente debía tener sueños muy agradables. El abuelo la estuvo contemplando hasta que las nubes cubrieron otra vez la luna, oscureciendo el desván. Entonces volvió a su cama.

FICHA DE TRABAJO

CUESTIONES

1. ¿Qué forma tenía la ventana del desván de la cabaña?

2. ¿De qué material era el colchón donde Heidi iba a dormir?

3. ¿Cuántos asientos tenía el abuelo en su cabaña? ¿Qué podía significar eso?

4. ¿Qué comió Heidi aquel primer día en casa del abuelo?

5. ¿Cómo dice Heidi que era la leche que bebió?

6. ¿Qué fabricó el abuelo para Heidi?

7. ¿Por qué las cabras al regresar lamían las manos del Viejo de los Alpes?

8. ¿Cómo se llaman las cabras del abuelo?

9. ¿A qué hora se despierta el abuelo?

10. ¿Por qué crees que el abuelo empieza a tomar cariño por Heidi?

VOCABULARIO

Aguado: Que tiene más agua de lo que es normal.

Amainar: Perder fuerza o intensidad un fenómeno atmosférico.

Avivar: Hacer que una cosa sea más viva o intensa.

Bocanada: Cantidad de aire, de humo o de líquido que se toma en la boca o se expulsa de ella de una sola vez.

Camastro: Cama incómoda, pobre y en mal estado.

Catre: Cama individual, ligera, sencilla y generalmente plegable.

Cobertor: Colcha o manta de una cama.

Desván: Parte más alta de una casa, inmediata al tejado, que generalmente tiene el techo inclinado; se utiliza para guardar cosas viejas o que no se usan habitualmente.

Encaminar: Indicar a alguien el camino que debe seguir.

Engullir: Tragar algo precipitadamente, de golpe o sin moderación.

Expeler: Sacar o hacer salir una cosa del interior de algo.

Fuelle: Instrumento que atrapa aire del exterior y lo lanza con fuerza en una dirección.

Hatillo: Paquete o envoltorio pequeño que generalmente se hace liando prendas de ropa y que normalmente contiene ropa u objetos personales.

Henil: Lugar donde se guarda el heno.

Hogaza: Pan grande de forma redondeada.

Horquilla: Vara o palo terminado en dos puntas que sirve para sujetar, colgar o descolgar una cosa.

Lino: Materia textil que se saca de los tallos de esta planta.

Mención: Recuerdo o memoria que se hace de una persona o cosa, nombrándola, contándola o refiriéndola.

Mullido: Material blando y esponjoso que se utiliza para rellenar un almohadón, un colchón, un sillón, etc.

Preceder: Estar o ir antes en el tiempo o delante en el espacio de otra persona o cosa.

Rebanada: Trozo delgado, alargado y de grosor uniforme que se corta de una pieza de pan u otro alimento.

Remeter: Meter los bordes de una cosa más adentro para sujetarla bien.

Santiamén: Período de tiempo muy breve.

Taburete: Asiento individual sin brazos ni respaldo.

Talón: Parte posterior del pie humano.

Trepar: Subir a un lugar alto y de difícil acceso valiéndose de los pies y de las manos.

ILUSTRACIONES

Ilustración de Gustaf Tenggren

Ilustración de Jessie Willcox Smith

Ilustración de Jessie Willcox Smith

Ilustración de Gustaf Tenggren

Ilustración de Paul Hey

Ilustración de Sonja Wimmer

Ilustración de Margaret Armstrong

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