Ben Hur
Lewis Wallace
Quinta parte
1. Messala se quita el penacho
La mañana después del banquete en el palacio, los divanes se hallaban llenos de jóvenes patricios dormidos. La ciudad entera esperaba a Magencio agolpada en las calles para recibirle. Pero los jóvenes patricios romanos seguían durmiendo en los divanes, sobre los que se habían desplomado o sobre los que los esclavos, indiferentes, los habían arrojado como masas inertes.
Al asomar el día por las ventanas del salón, Messala se incorporó y despojó su cabeza de la guirnalda que le adornaba. Arregló el desorden de su traje, dirigió una mirada a su alrededor y sin ningún comentario salió de palacio.
Tres horas después dos correos recibían de su mano un despacho lacrado con una carta dirigida a Valerio Graco, el procurador, que residía en Cesárea. Tenía grandísimo interés en que aquella carta llegara a manos de su destinatario lo antes posible y adoptó para ello las mayores precauciones. Uno de los correos iría por tierra, el otro por mar y ambos debían hacerlo con la máxima celeridad que sus medios permitieran.
El mensaje, enviado por duplicado, decía así:
Antioquía, XII Kalendas de julio.
Messala a Graco: ¡Oh Midas! Te ruego en primerísimo lugar que no te ofendas por el apelativo que uso al dirigirme a ti, ya que está inspirado en cariño y gratitud y en el convencimiento de que eres el más afortunado de los hombres.
Te escribo con el propósito de referirte un acontecimiento inusitado que, aunque aparezca envuelto en los velos del misterio, atraerá sin duda alguna y con justo motivo toda tu atención.
Deja primero que refresque tu memoria. Estoy seguro que recordarás, pese a los años transcurridos, a la familia de un príncipe de Jerusalén, antigua pero inmensamente rica, que se llamaba Ben-Hur. Aun cuando tu memoria flaqueara, la cicatriz en tu cabeza, si no me equivoco, contribuirá a recordarte a esta familia y despertará tu interés.
Se trata de la familia que fue castigada por atentar contra tu vida, juzgada sumariamente y despojada de sus propiedades.
El hecho recibió la sanción del César, justo y sabio, y no hay inconveniente ni debe avergonzamos en recordar las cantidades que respectivamente nos correspondieron.
Recuerdo que dispusiste de la familia Ben-Hur, por conveniencia mutua entre tú y yo, de modo que la cosa quedara oculta y que la muerte cortara de raíz toda complicación futura. Tú recordarás lo que hiciste de la madre y de la hermana del malhechor. Uno de los propósitos de esta carta es pedirte me informes si viven o han muerto, y seguro de tu amabilidad, oh Graco querido, estoy convencido de que corresponderás a esta curiosidad.
Deseo recordarte que el criminal fue enviado para toda su vida a galeras. Así lo dispuso el mandato que yo mismo vi y leí, confirmado por el recibo firmado por el tribuno que mandaba la galera, que hacía constar la llegada y recepción del reo. Por eso mi asombro no tiene límites ante el hecho que voy a relatarte.
Si calculamos el límite que puede alcanzar la vida de un galeote antes de que los genios del mar lo arrebaten a su seno, nuestro hombre hace por lo menos cinco años que debiera dormir el sueño eterno. En virtud del amor que le tuve en nuestra juventud, mi ruego era que hubiese caído en los brazos de las diosas más amables del abismo.
Creía que había muerto y he vivido durante estos cinco años con tranquila confianza, gozando de la fortuna, que en parte debo agradecerte, sin la menor preocupación.
Sin embargo, anoche, en un banquete organizado en honor de unos amigos recién llegados de Roma, me contaron una historia singular. Magencio llegará hoy para hacerse cargo de la campaña contra los partos, entre los que le acompañan en su expedición hay uno que se dice ser hijo del difunto duunviro Quinto Arrio. Me he informado sobre este hombre y he aquí lo que he descubierto:
Durante la campaña de Arrio contra los piratas, cuya derrota le reportó grandes honores y el duunvirato, el mismo Ben-Hur, el hombre a quien tú enviaste a galeras, le salvó la vida; y Arrio en agradecimiento le hizo su heredero, porque como sabes carecía de familia. Reaparece ahora con una gran fortuna, rango elevado y poseedor de la ciudadanía romana, lo que le coloca fuera de nuestros ataques.
Yo no dudo que ese mismo Ben-Hur, ese hombre que ha alcanzado tan singular fortuna, estará pensando en estos momentos en la venganza. Una venganza que satisfaga los agravios que ha recibido y la pérdida de su madre y su hermana. Una venganza que le dé seguridad futura y le garantice la tranquilidad de verse libre de enemigos.
Querido bienhechor y amigo: si tienes en cuenta el peligro que corren tus sestercios, cuya pérdida sería una calamidad terrible para un hombre de tanta alcurnia como tú, espero que estarás dispuesto a pensar en lo que te expongo en esta carta y a indicarme lo que hay que hacer en estas circunstancias.
La estancia de Ben-Hur aquí durará tanto como la del cónsul, que por más que active los preparativos no podrá terminarlos antes de un mes. Sabes el enorme trabajo que exige reunir y aprovisionar un ejército, sobre todo cuando tiene que enfrentarse con una campaña en un país desolado y despoblado.
Ayer vi a Ben-Hur en el bosque de Dafne; y si no se encuentra allí no andará muy lejos, lo que me permite vigilarle con facilidad. Si me preguntas dónde habita, creo que puedo asegurarte que en el huerto de las Palmeras, bajo el cobijo de la tienda del jeque Ilderim, traidor redomado que no podrá escapar por mucho tiempo a nuestra mano vengadora.
Te doy todos estos detalles porque creo que es asunto importante para ti y exige que tomemos una resolución sobre lo que hay que hacer con el judío. Como sé que en todo proyecto que implique una acción humana hay que considerar tres elementos, es decir: tiempo, lugar y agente, confío en que si opinas que es éste el lugar de la acción no vacilarás en encargar el asunto a tu amigo más afectuoso, que es, a la vez, tu más aprovechado discípulo
MESSALA
2. Los caballos árabes de Ilderim
Casi a la misma hora en que los correos partieron con los mensajes de Messala, Ben-Hur entraba en la tienda de Ilderim. Acababa de bañarse en el lago. Había almorzado con frugalidad y vestía una túnica ligera sin mangas que apenas le llegaba a las rodillas. El jeque árabe le saludó desde el diván en que se hallaba reclinado:
— La paz sea contigo, ¡oh hijo de Arrio! — dijo mientras su rostro expresaba la admiración que sentía ante el tipo de belleza varonil tan perfecta, la fuerza y la confianza que reflejaba en todos sus movimientos Ben-Hur— . Tengo los caballos dispuestos y yo estoy listo. ¿Lo estás tú también?
— Que la paz que me deseas, jeque amigo, sea contigo igualmente. También yo estoy dispuesto.
Ilderim dio una breve palmada.
— Ahora traerán los caballos. Acomódate.
— ¿Están uncidos?
— No.
— Déjame que yo mismo los prepare — dijo Ben-Hur— . Es necesario que me dé a conocer a ellos, les llame por sus nombres y les trate con intimidad a fin de someter su temperamento. Los caballos, como los hombres, conviene que sean tratados con severidad si se propasan y con cariño si cumplen su deber. Pide a tus criados que traigan los arneses.
— ¿Quieres también el carro?
— Hoy no usaremos el carro. Dispón otro caballo para que yo lo monte sin silla.
Procura que sea tan rápido como los del tronco.
Ilderim, con gesto de asombro, llamó de nuevo a sus criados.
— Que traigan los arneses para los cuatro animales — dijo cuando un siervo hizo su aparición— y la brida para Sirio.
Ilderim se levantó y manifestó a Ben-Hur:
— Sirio es mi amor y yo el suyo. Hemos sido camaradas inseparables durante veinte años, en las tiendas, en el campo de batalla, en jornadas interminables en el desierto. Ven que te lo enseñe.
Levantó la cortina que dividía la tienda en dos e invitó a Ben-Hur a que pasara al otro departamento. Los caballos vivían allí y se acercaron a su amo en grupo. Uno, de cabeza pequeña y ojos luminosos, pecho robusto y cuello gracioso, cubierto de largas crines suaves y finas como la cabellera de una doncella, empezó a relinchar alegremente.
— Caballo mío — dijo el jeque acariciando la cabeza de su favorito— , buenos días. — Volvióse a Ben-Hur y añadió— : Éste es Sirio, padre de los otros cuatro. Mira es la madre, que está en el desierto esperando nuestro regreso. Su posesión es demasiado preciosa para arriesgarme a traerla aquí, lugar donde dominan manos más poderosas que la mía. Además dudo mucho — dijo echándose a reír— que mi tribu me dejara traerla. Mira es la gloria de mi gente, su diosa, hasta el extremo que si galopara por encima de sus cuerpos, mis súbditos se mostrarían satisfechos. Más de diez mil jinetes hijos del desierto preguntan cada día: «¿Cómo está Mira?». Y cuando les contesto que está bien exclaman: «¡Alá es bueno, bendito sea su nombre!».
— Mira y Sirio son nombres de estrellas, ¿no es cierto? — preguntó Ben-Hur mientras acariciaba al padre de los animales y contemplaba el grupo que formaban.
— ¿No has pasado nunca una noche en el desierto? — replicó Ilderim como respuesta.
— No.
— Entonces me explico por qué no comprendes la confianza que los árabes tenemos en las estrellas. Damos sus nombres a nuestros bienhechores en prueba de gratitud. Todos mis antepasados tuvieron favoritos, como yo poseo a Mira. Cada uno de sus hijos lleva el nombre de una estrella. Ese el Rigel, aquél Antarés, ese otro Altair, y ese a quien te diriges es Aldebarán, el más joven de la yeguada. Por mi fe que te llevaría sobre su lomo más rápido que el viento, hasta que sintieras el aire rugir en tus oídos como un huracán.
Llevaron los arneses y Ben-Hur unció los caballos, los sacó de la tienda y les puso las bridas. Luego pidió que le trajeran a Sirio. Ni un árabe hubiera mejorado el salto de Ben-Hur al montar sobre el corcel.
— Ahora las riendas — dijo tomándolas con cuidado y por separado en las manos — . Estoy listo, jeque amigo. Haz que un guía me conduzca hasta el campo y envía después algunos de tus hombres con agua para darles de beber.
Empezó las pruebas sin dificultad. Los caballos se mostraron tranquilos. Entre ellos y su conductor pareció establecerse un acuerdo completo y armonioso. Ben-Hur les hacía ir de un lado a otro con la tranquila seguridad que inspira confianza a los animales. Los dispuso en el mismo orden que tendrían durante la carrera. Ilderim sintió que su confianza en el triunfo se encandilaba. Se acariciaba la barba y sonreía con honda satisfacción. Murmuraba para sí: «No es romano, no. ¡Por la gloria de Dios!».
Había seguido a Ben-Hur hasta el campo de entrenamiento con todos los hombres de su aduar, las mujeres y los niños. En el campo, Ben-Hur empezó a hacer correr a los cuatro caballos en línea recta, a trote corto. Después les hizo describir grandes círculos y poco a poco fue acelerando su paso hasta convertirlo en galope. Luego les obligó a moverse en una y otra dirección sin perder el dominio de los animales.
— Están perfectamente domados — dijo al fin dirigiéndose a Ilderim— . Nada más les falta un poco de entrenamiento en el tiro de la cuadriga. Te doy la enhorabuena por poseer caballos como éstos. Contempla la tersura de su piel — dijo descabalgando — . No se ha empañado de sudor. Respiran con el mismo sosiego que al empezar. Mal tendrán que ir las cosas para que la victoria no sea nuestra…
De pronto se detuvo y enrojeció. Junto al jeque había visto a Baltasar apoyado en el báculo y acompañado de dos mujeres envueltas en velos. Reconoció a una de ellas mientras su corazón latía más de prisa. Pensó para sí: «Es la egipcia».
Ilderim concluyó la frase que Ben-Hur había dejado incompleta.
— ¡La victoria será nuestra y también nuestra venganza! Tengo confianza, hijo de Arrio. Eres el hombre que necesitaba.
— Gracias, jeque amigo — replicó Ben-Hur— . Haz que tus gentes abreven los caballos.
Ben-Hur ayudó con sus propias manos a dar el agua a los animales y les dejó reposar algunos minutos.
Luego, de nuevo sobre Sirio, reanudó el entrenamiento. Obligaba al tronco de animales a que pasaran del trote al galope, luego les ponía otra vez al paso para volver a empezar. Por último puso a los animales a todo galope y les obligó a alcanzar su máxima velocidad. La habilidad del conductor despertó el entusiasmo de todos los árabes que contemplaban el ejercicio, asombrados ante la docilidad con que los animales obedecían al conductor. Se movían como si fueran uno sólo, en un grupo compacto lleno de potencia y de gracia.
Poco después llegó Malluch, sin apenas ser percibido porque la atención de todos estaba fija en Ben-Hur.
— Traigo un mensaje para ti, jeque — dijo en un momento favorable— . Un mensaje de Simónides el comerciante.
— Simónides — murmuró el árabe— . Bien, que Abadón le libre de todos sus enemigos.
— Me encargó que te deseara toda la paz del cielo — siguió Malluch— y te entregara este mensaje con la súplica de que lo leas tan pronto estuviera en tu poder.
Ilderim abrió los sellos de las cartas sin pérdida de tiempo y las leyó. La primera decía así:
Simónides al jeque Ilderim:
Que la paz sea contigo, amigo mío que ocupas un lugar predilecto en mi corazón.
Hay en tu aduar un joven que se llama hijo de Arrio, pese a ser sólo por adopción. Me es muy querido.
Su vida es una historia maravillosa. El día que vengas por aquí te la contaré y pediré de paso tu consejo.
Entretanto, te ruego atiendas sus peticiones, que estoy seguro serán razonables. Yo te salgo fiador de él.
Te ruego guardes secreto el interés que manifiesto por él. Saluda de mi parte a tu otro huésped y a su hija. Todos ellos y tú, junto con los que elijas para formar tu séquito, deberéis estar dispuesto para acompañarme al circo el día de los juegos. He reservado los asientos.
Que la paz sea contigo y los tuyos.
SIMÓNIDES
La segunda carta decía lo siguiente:
Simónides al jeque Ilderim: Que la paz sea contigo, amigo mío. Permite que mi experiencia me dicte hoy unas breves palabras. Para aquellos que no somos romanos y poseemos bienes o dinero que perder, la llegada de algún alto dignatario de Roma es siempre peligrosa. Hoy llega el cónsul Magencio. Estemos prevenidos.
Permíteme además otra advertencia: Se conspira contra ti y entre los que traman tu mal está Herodes. Tienes muchas propiedades que perder en sus dominios. Procura estar en guardia.
Envía a tus fieles servidores hacia el sur de Antioquía y encárgales que detengan todo correo que transite por ese lado. Si encuentran algún mensaje que se refiera a ti o a tus negocios, es necesario que tú lo veas.
Esta carta debieras haberla recibido ayer, aunque creo que no es demasiado tarde, si no pierdes ningún tiempo.
Aunque los correos salieron esta mañana, tus servidores pueden adelantarse a ellos porque conocen los caminos mejor que nadie.
Quema esta carta, amigo mío. Te saluda,
SIMÓNIDES
Ilderim releyó las dos cartas. Luego las dobló y envolviéndolas en un lienzo las introdujo en su cinturón.
El entrenamiento de sus caballos siguió durante algún tiempo. En total estuvieron en el campo de carreras durante dos horas. Al concluir, Ben-Hur puso los caballos al paso y se dirigió a Ilderim:
— Con tu permiso, quiero volver los caballos a la tienda y sacarlos de nuevo esta tarde.
— Los dejo en tus manos, hijo de Arrio, para que hagas lo que gustes hasta después de los juegos. Has obtenido de ellos en dos horas más de lo que nadie hubiera conseguido en muchas semanas. ¡Ganaremos la carrera! ¡Por la gloria de Dios que ganaremos!
Ben-Hur permaneció junto a los caballos mientras los criados los secaban y limpiaban en la tienda. Luego volvió al lago y tomó otro baño. Después se vistió el traje de judío. El jeque manifestaba una alegría incontenible. Ben-Hur y Malluch fueron juntos a dar un paseo por el huerto. Tenían muchas cosas que decirse.
— Quiero hacerte un encargo — dijo Ben-Hur— . Mi equipaje está en el «khan» que hay junto al puente de Seleucis, al lado de acá del río. Tráelo mañana si te es posible, buen Malluch.
Malluch respondió con protestas cordiales, ofreciendo sus servicios de forma incondicional.
— Gracias, Malluch, muchas gracias. Acepto tu oferta. Somos hermanos de la misma tribu y nuestro enemigo común es un romano. Eres sobre todo un hombre de negocios, cosa que dudo sea Ilderim…
— Los árabes son malos comerciantes — dijo Malluch con gravedad.
— No puedo acusarles de negligencia, pero creo que será una buena medida no perderles de vista ni un momento. Quisiera que me hicieras un grandísimo servicio para evitar toda maquinación o dificultad que pudiera surgir contra mí en las carreras. Entérate en el circo de si mi adversario ha cumplido todas las formalidades. Procura obtenerme un reglamento. Infórmate sobre los colores que he de llevar y dime el número de cripta que ocuparé en la salida. Lo mejor sería estar cerca de Messala, a su derecha o izquierda. Si no es así, procura arreglarlo de modo que mi carro se halle junto al del romano. ¿Tienes buena memoria, Malluch?
— Nunca me ha fallado, hijo de Arrio.
— Entonces voy a encargarte otro servicio. Ayer comprobé que Messala está orgulloso de su carro. Hablaba de él como si sólo un emperador fuera digno de conducirlo. ¿Y podrías averiguar sus medidas exactas y su peso? En cualquier caso, hay un dato que me es imprescindible: la altura exacta de su eje sobre el suelo. Te encarezco que hagas todo lo posible por obtenerlo.
— Comprendo — dijo Malluch— . Lo que quieres es la medida en vertical desde el centro del cubo al suelo.
— Exactamente. Alégrate, Malluch, no voy a hacerte más encargos. Volvamos al aduar.
Poco después Malluch regresó a la ciudad.
Durante su corto paseo un mensajero bien montado había salido hacia el sur de Antioquía. Era árabe y no llevaba ningún mensaje escrito.
3. Las artes de Cleopatra
Un siervo acudió a la tienda donde descansaba Ben-Hur y manifestó:
— Iras, la hija de Baltasar, me envía a ti con un saludo y un ruego.
— ¿De qué se trata?
— Pregunta si te complacería acompañarla a dar un paseo por el lago.
— Dile que yo mismo le llevaré la contestación.
Se calzó al punto y en pocos minutos estuvo dispuesto para salir al encuentro de la bella egipcia. Las tinieblas avanzaban desde las montañas anunciando la noche. Se oía el lejano tintineo de las esquilas, el mugido de las vacas y las voces de los pastores.
Ilderim había partido a la ciudad, después de los ejercicios de la tarde, para entrevistarse con Simónides y no volvería hasta la noche.
Ben-Hur se había entretenido largamente junto a los caballos. Se había refrescado después en el lago y se vistió a continuación con el traje habitual, un túnica blanca, como convenía a un saduceo de pura sangre.
La belleza atraía a Ben-Hur, y en aquellos momentos la exótica belleza de la egipcia le interesaba con poder.
La egipcia era una mujer de extraordinaria hermosura. Aparecía en la imaginación de Ben-Hur tal como la había visto por primera vez junto a la fuente. Recordaba el tono de su voz, acentuado y dulce porque estaba llena de gratitud hacia él. Recordaba sus ojos negros, dulces y rasgados, característicos de las mujeres de su raza. Alta, esbelta, bella y elegantemente vestida con su manto flotante, parecía la sulamita del Cantar de los Cantares.
Seducido por aquella imagen y con la esperanza de conocerla mejor, iba de nuevo a su encuentro.
Llegó al embarcadero, constituido por unas sencillas gradas y una plataforma. Al llegar a la escalera Ben-Hur se detuvo para contemplar el espectáculo que se extendía ante su vista.
Sobre el agua del lago, transparente como el cristal, se mecía una barquichuela ligera como la cáscara de un huevo. Un etíope manejaba los remos. El bote estaba alfombrado en la popa, cubierta de almohadones y telas de brillantes colores. Al timón estaba sentada la egipcia, envuelta en chales de la India semejantes a una vaporosa nube de encajes. Tenía los brazos desnudos, que movía con gestos atractivos. Llevaba los hombros y el cuello protegidos del aire de la noche con un amplio chal que la cubría a medias.
Ben-Hur apreció todos los detalles de una primera ojeada. Recordó de nuevo las palabras de alabanza del Cantar de los Cantares.
— Ven — dijo ella al observar que Ben-Hur se detenía— o pensaré que tienes miedo al agua.
Ben-Hur se sonrojó. ¿Sabría ella algo de su vida de galeote? Descendió a la barquichuela.
— Temía echar a pique este cascarón — dijo sentándose frente a ella.
— Por lo menos, espera a que nos adentremos en aguas más profundas — contestó la egipcia haciendo una señal al etíope, que empezó a remar alejándose de la orilla.
— Dame el timón — dijo Ben-Hur.
— No — replicó ella— . Fui yo quien te invité a pasear conmigo. Soy tu deudora y quiero pagarte. Habla y te escucharé; o déjame hablar a mí y tú escucha, como mejor te parezca; pero yo elegiré el camino que hemos de seguir.
— ¿Dónde piensas llevarme?
— ¿Vuelves a alarmarte de nuevo?
— Te hago la pregunta que siempre hace el esclavo.
— Llámame «Egipto».
— Te llamaré Iras.
— Piensa en mí con ese nombre, pero llámame Egipto.
— Egipto es un país y me recuerda a grandes multitudes.
— Sí, sí. Un hermoso país.
— ¿Acaso vamos a Egipto?
— Ojalá pudiera disfrutar de semejante placer.
La egipcia suspiró al pronunciar aquellas palabras.
— Si fuéramos allí, veo que te olvidarías de mí — dijo Ben-Hur.
— Veo que no has estado nunca en Egipto.
— No, jamás.
— Es el país en el que no hay ningún desgraciado. El país envidiado por todo el resto de la Tierra. La patria de todos los dioses, bendecido por todos ellos. Allí, hijo de Arrio, la felicidad es doble que en ningún otro lugar de la Tierra, y el desgraciado que bebe por primera vez las aguas del río sagrado ríe y se torna como un niño. Es el mejor país que existe.
— ¿No hay pobres, como en todos los lugares?
— Los pobres de Egipto tienen pocas necesidades. No tienen más deseos que satisfacer las más apremiantes. Se contentan con muy poco, con mucho menos de lo que un griego o un latino pudiera sospechar.
— Pero yo no soy ni griego ni latino.
Ella se echó a reír.
— Tengo un jardín lleno de rosales donde existe uno más frondoso que los otros, cuajado siempre de rosas. ¿De dónde crees que fue traído?
— De Persia, la patria del rosal.
— No.
— ¿De la India?
— Tampoco.
— Entonces, de alguna isla griega.
— Te lo diré — dijo la egipcia por fin— . Lo encontró un viajero junto a un camino, en la llanura de Refain. Estaba marchito y lo recogió.
— ¡En Judea!
— Sí. Lo planté en tierra del Nilo. Allí creció y floreció. Ahora me da su sombra y me demuestra su gratitud con un perfume exquisito. Lo que sucede con mi rosal ocurre con los hijos de Israel. En Egipto alcanzaron la perfección.
— Podemos citar a Moisés como ejemplo.
— Sin duda.
— Los faraones buenos han muerto ya.
— Sí. El río a cuyas orillas duermen los arrulla con sus murmullos. Pero el mismo sol templa la tierra que respiraron y caldea al mismo pueblo.
— Sí. Pero Alejandría es hoy una ciudad romana.
— No, no lo creas. Ha cambiado de cetro. César le quitó el poder por medio de la espada, pero no pudo arrebatarle el cetro del saber. Ven conmigo al Bruchcio. Te mostraré la escuela de las naciones. En el Srapeo verás la función suprema de la arquitectura. En la biblioteca leerás los libros de los inmortales. En el teatro oirás las hazañas heroicas de los griegos y de los indios. En el muelle encontrarás naves de todos los países y el triunfo del comercio. Si vinieras conmigo por sus calles, después que los filósofos hubieran desaparecido con sus discípulos y los devotos se hubieran cobijado en los templos, oirías historias que han alegrado el corazón de los hombres desde los orígenes del Mundo y cantos que jamás morirán, jamás.
Ben-Hur recordó en aquellos momentos que por la noche, en su casa de verano de Jerusalén, su madre le cantaba con el mismo entusiasmo y poesía las glorias del viejo Israel.
— Ahora comprendo por qué deseas que te llame Egipto. Si te llamo con ese nombre ¿me cantarás una canción? Anoche te oí cantar.
— Era el himno del Nilo — respondió la muchacha— . Es un lamento que surge de mi alma cuando respiro los aires del desierto y me parece oír el murmullo de las olas de mi amado río. Te cantaré mejor un himno hindú… Seguramente sabes que Kapila fue uno de los sabios más venerados de la India.
Después, como si para ella fuera la forma más natural de expresarse, comenzó a cantar casi sin transición.
¡Oh, Kapila, tan joven y sincero,
yo aspiro a una gloria semejante a la tuya!
Al volver del combate te pregunto de nuevo:
«¿Cómo podré emular con mi valor el tuyo?».
Kapila cabalgaba en su pardo corcel;
su porte era tan grave como majestuoso.
«Quien lo ama todo — dijo— nada le infunde miedo:
es el amor quien arma mi bravura.
Una mujer me dio un día su alma entera
y desde entonces fue como el alma de mi alma.
El valor que me anima a ello lo debo.
¡Haz la prueba, haz la prueba, y ya verás!».
¡Oh Kapila, Kapila, tan viejo y tan canoso,
la reina pregunta por mí;
pero antes de partir deseo que me digas por qué medios lograste llegar a
ser tan sabio!
Kapila permanece a la puerta del templo
con el tosco sayal de un sencillo eremita.
«No me vino el saber como a los demás hombres:
de la fe me proviene.
Una mujer me dio todo su corazón
y desde entonces fue corazón del mío.
De este modo aprendí la ciencia de la vida.
¡Haz la prueba, haz la prueba, y ya verás!».
La quilla del bote rozó el fondo arenoso de la orilla sin que apenas Ben-Hur se hubiera dado cuenta.
— Ha sido un viaje corto — exclamó el joven.
— La parada lo será más aún — replicó ella al tiempo que el etíope remaba de nuevo y se adentraban en el lago.
— Déjame el timón.
— De ninguna manera — replicó la egipcia riendo— . Para ti la cuadriga, para mí el bote. Puesto que hemos estado en Egipto, vayamos ahora al bosque de Dafne.
— ¿Sin otra canción por el camino? — preguntó él suplicante.
— Cuéntame tú algo sobre el romano de quien nos hablaste hoy — replicó Iras.
A Ben-Hur le desagradó aquella petición.
— Quisiera que éste fuera el Nilo — dijo evadiendo la pregunta— . Los reyes y las reinas surgirían de las tumbas para ayudarnos a bogar.
— Eran colosos y harían zozobrar nuestra navecilla. Háblame del romano. Es muy malo, ¿verdad?
— No quiero decirte nada.
— ¿Es de familia noble y rica?
— No quiero hablarte de sus riquezas.
— ¡Qué caballos más hermosos los suyos! Su carro era de oro y las ruedas de marfil. ¡Qué atrevido! Todos reían cuando se marchó. Hasta los que estuvieron a punto de ser aplastados bajo sus ruedas.
La egipcia rompió a reír al recordar la escena.
— Era la plebe — dijo Ben-Hur con amargura.
— Debe de ser uno de esos monstruos que produce Roma — dijo la muchacha, y esperó una respuesta— . Apolos voraces y codiciosos como cancerberos. ¿Vive en Antioquía?
— Tiene sangre oriental en sus venas.
— Egipto le gustaría más que Siria.
— No lo creo — replicó Ben-Hur— . Cleopatra ha muerto.
Divisaron en aquellos instantes unas lámparas que ardían ante las puertas de las tiendas.
— El aduar — exclamó Iras.
— Entonces no hemos estado en Egipto. No hemos visto Karnak, ni File, ni Abidos. Esto no es el Nilo. Sólo he oído un canto de la India y he bogado en sueños.
— File, Karnak…, lamenta no haber visto el templo de Ramsés en Abu Simbel. Es muy fácil al contemplarlo sentir la presencia de Dios, que hizo el Cielo y la Tierra.
¿Por qué te quejas? Acerquémonos a la orilla; y aunque no puedo cantar, porque he dicho que no quiero, podré contarte más cosas de Egipto.
— Empieza y sigue hasta que llegue la mañana y la noche del día siguiente — exclamó con pasión Ben-Hur.
— ¿De qué quieres que te hable? ¿De matemáticas?
— Oh, no.
— ¿De filosofía?
— No, no.
— ¿De magos y genios?
— Si quieres…
— ¿Sobre la guerra?
— Bueno.
— ¿De amor?
— Sí.
— Voy a contarte una historia que habla del remedio que cura el amor. Es la
historia de una reina. Fue escrita en un papiro por la propia heroína y guardado por
los sacerdotes de File.
NE-NE-HOFRA
I
Ne-Ne-Hofra moraba una casa próxima a Asuán, cerca de la primera catarata, cuyo ruido llegaba hasta su morada. Era tan bella de joven que de ella decían, como de las amapolas del jardín de su padre: ¿qué será cuando florezca por entero?
Cada año parecía el comienzo de una nueva canción, más bella que la anterior.
Nacida entre el Norte limitado por el mar y el Sur detenido por el desierto, que se dilataba más allá de los montes de la Luna, recibió de uno su pasión y de otro su genio.
Todos los dones de la naturaleza habían contribuido a su perfección. Al pasear por el jardín, los pájaros parecían saludarla moviendo las alas. Los vientos la envolvían con sus brisas frescas y acariciadoras. Los blancos lotos surgían de las profundidades del agua para contemplarla. El río, solemne, retardaba su paso para que ella pudiera contemplarse en sus cristales. Las palmeras agitaban sus penachos y se inclinaban prestándole homenaje.
El agua, las flores, las aves y todos los seres de la creación parecían decir: «Yo le di mi gracia, yo le di mi pureza». Y así en ella se reunían todas las virtudes.
A los doce años, Ne-Ne-Hofra era la delicia de Asuán. A los dieciséis su fama y belleza habían alcanzado resonancia universal. A los veinte apenas si transcurría un solo día sin que a su casa llegaran príncipes del desierto cabalgando sobre rápidos camellos, o señores de Egipto navegando sobre doradas barcas. Todos partían desconsolados y decían: «La he visto. No es una mujer, es la misma diosa Athor».
II
El rey Menes tuvo trescientos sucesores, dieciocho de los cuales fueros etíopes. Uno de ellos, Oretes, tenía entonces ciento diez años de edad. Había reinado setenta y seis años y su pueblo prosperó bajo su gobierno y los campos se encorvaron bajo la carga de la cosecha. Era sabio porque había visto muchas cosas y conocía los secretos de los corazones. Moraba en Menfis, en un palacio lleno de arsenales y tesoros, pero hacía frecuentes viajes a Butos para conversar con Latona.
El nombre de Oretes siempre era alabado por sus súbditos.
La esposa de Oretes murió. Era muy vieja para poder realizar con ella un embalsamamiento perfecto. La quería mucho y se vistió de luto y quedó desconsolado. Ante su desconsuelo, un habitante de Cólquida se atrevió a hablarle un día:
— ¡Oh, Oretes! Nos asombra que un rey tan sabio y poderoso no sepa curarse de su pena.
— Explícame cómo lo harías tú — respondió el rey.
El colquideño besó tres veces el suelo antes de responder y luego dijo con temor de que la muerta le oyera:
— En Asuán mora Ne-Ne-Hofra, bella como la misma diosa Athor. Ve a buscarla.
Ha rechazado a príncipes, señores y a muchos reyes. Pero ¿quién puede decir que rechace también a Oretes?
III
Por el Nilo descendía Ne-Ne-Hofra, en una nave magnífica, como nunca se vio otra jamás. Una flota de naves la seguía como escolta. La Nubia y Egipto y más de diez mil almas de Libia, junto a una hueste de trogloditas y macrobios de más allá de los montes de la Luna, se agolpaban en las orillas, llenas de tiendas, para ver el cortejo que descendía impulsado por perfumados vientos y dorados remos.
Al final de una larga avenida de esfinges se hallaba Oretes, ante quien fue llevada la bella Ne-Ne-Hofra, frente a un trono esculpido que se alzaba en el pórtico del palacio. Oretes la cogió en sus brazos y la sentó a su lado. Abrochó el brazalete real en su brazo, la besó y Ne-Ne-Hofra fue la reina de las reinas.
Pero el anciano rey Oretes no tenía bastante con aquello: necesitaba amor. Trató a su consorte con ternura, le mostró sus posesiones, sus ciudades, sus palacios, sus pueblos. Hizo galas y fiestas ante ellos con sus ejércitos y flotas. La condujo de la mano a las cuevas donde guardaba sus tesoros mientras decía: «¡Oh Ne-Ne-Hofra! Dame un beso de amor y todo será tuyo».
Y ella lo besó una, dos, tres veces…, creyendo que podía ser feliz.
Fue feliz los dos primeros años, pero pasaron muy pronto. El tercer año fue desgraciada y transcurrió muy largo. Supo entonces que el amor por Oretes no era más que admiración ante su poderío. Su espíritu quedó abatido y tuvo largos días de lágrimas. Sus esclavas olvidaron su sonrisa. Las rosas de sus mejillas quedaron transformadas en cenizas. Se agostaba y perecía de día en día.
Malas lenguas dijeron que la perseguían las Erinias por su frialdad hacia el esposo. Aseguraban que un dios envidioso de Oretes la había herido. De nada sirvieron los encantamientos de los magos y las prescripciones de los médicos para curarla de su languidez. Ne-Ne-Hofra estaba condenada a morir.
Oretes erigió una cripta para ella y llamó a los maestros escultores y a los mejores pintores de Menfis. Les hizo ponerse a la obra, guiados por los diseños y las creaciones más admirables.
— Bella reina, hermosa como la misma Athor, ¡oh reina mía! — clamaba el rey desconsolado— . Dime, explícate, te lo ruego: ¿qué enfermedad sufres que te hace languidecer de esa forma tan lenta como irresistible?
— Si te lo dijera no me amarías — contestaba la bella Ne-Ne-Hofra presa del temor y la incertidumbre.
— Te amaré más aún. Lo juro por los genios de Amentor, por el ojo sagrado de Osiris. Lo juro. ¡Habla! — exclamó el anciano rey con el ardor de un amante y la autoridad de un rey.
— Óyeme, pues — replicó Ne-Ne-Hofra— . Existe un anacoreta, el más santo y viejo de todos, que habita en una caverna cerca de Asuán. Se llama Menofa. Fue mi guardián y maestro. Manda que vayan a buscarlo y él te dirá lo que quieres saber; te ayudará a buscar el remedio a mi aflicción.
Oretes sintió que su espíritu se llenaba de regocijo. Que de pronto se sentía joven.
IV
— Habla, dime lo que aqueja a mi reina — dijo Oretes a Menofa en su palacio de Menfis.
Y Menofa respondió:
— Poderoso señor, si fueras joven no me atrevería a responder, porque todavía deseo seguir viviendo. Tu experiencia me permite decirte que la reina paga la pena de su crimen.
— ¿Un crimen? — exclamó Oretes enfurecido.
Menofa se inclinó profundamente ante la ira del poderoso rey.
— Sí, un crimen contra sí misma.
— No estoy para soportar enigmas — replicó el rey enfurecido.
— Dejará de ser enigma cuando te lo explique. Ne-Ne-Hofra creció bajo mi tutela y me confiaba hasta los más nimios detalles de su vida. Por eso llegué a conocer que amaba al hijo de un jardinero de su padre, cuyo nombre es Barbec.
Oretes empezó a calmarse y su ceño desapareció ante aquellas palabras.
— Con ese amor en su corazón — siguió Menofa— vino ella misma hasta ti. Ahora muere a causa de ese amor.
— ¿Dónde está el hijo del jardinero? — preguntó Oretes.
— En Asuán.
El rey salió precipitadamente y dijo a uno de sus siervos:
— Marcha a Asuán y trae aquí a un joven jardinero llamado Barbec. Lo encontrarás en el jardín del padre de la reina.
A otro siervo ordenó:
— Reúne trabajadores, animales, máquinas. Construye en el lago Chemmis una isla sobre la que edificarás un templo, un palacio y un jardín con árboles frutales y flores y abierto al capricho de los vientos. Que la isla quede dispuesta del todo cuando la luna inicie su mengua.
Luego acudió junto a la reina y anunció:
— Alégrate. Lo sé todo y he enviado a buscar a Barbec.
Ne-Ne-Hofra le besó las manos.
— Será tuyo y tú serás de él y nadie turbará vuestro amor durante un año.
Ne-Ne-Hofra le besó entonces los pies. Oretes la levantó y la besó a su vez. Las rosas volvieron a las mejillas de Ne-Ne-Hofra. La escarlata de sus labios renació y la risa afloró otra vez a sus labios.
V
Un año completo vivieron Ne-Ne-Hofra y Barbee, el jardinero, en la isla que flotaba sobre la superficie del agua al impulso de los vientos. Aquella isla fue una de las maravillas del Mundo, el retiro de amor más delicioso jamás imaginado. Así transcurrió un año, durante el cual no vieron a nadie y existieron el uno para el otro. Al expirar el año, Ne-Ne-Hofra volvió como reina al palacio de Menfis.
— ¿A quién amas más ahora? — preguntó el rey.
Ne-Ne-Hofra le besó y le dijo:
— Vuelvo otra vez contigo, oh buen rey, porque estoy curada.
Oretes se echó a reír.
— ¿Es cierto lo que dice Menofa? ¿Es cierto entonces que el remedio contra el amor es el amor? — preguntó entre carcajadas.
— Es cierto — replicó la reina.
Mas de pronto las facciones del rey se alteraron. Adquirió un aspecto terrible.
— No estoy de acuerdo con ello — exclamó.
Ne-Ne-Hofra retrocedió asustada.
— El hombre perdona tu ofensa criminal contra Oretes — manifestó el rey— , pero la ofensa contra el rey ha de ser castigada.
Ne-Ne-Hofra se postró suplicante a sus plantas.
— Silencio — gritó el rey— . Has muerto ya.
Dio una palmada y en la estancia entró una procesión de embalsamadores, cada uno con un instrumento terrible y un ingrediente de su arte repugnante. El rey señaló a Ne-Ne-Hofra:
— He aquí la muerta. Cumplid vuestro deber.
La bella Ne-Ne-Hofra fue conducida sesenta días después a la cripta escogida para ella el año anterior y depositada junto a sus antecesoras. No hubo funerales en su honor en el lago sagrado.
Ben-Hur permanecía a los pies de la bella egipcia al terminar esta historia. Su mano descansaba sobre la de la joven que gobernaba el timón.
— ¿Por qué estaba equivocado Menofa? — dijo el joven.
— El amor vive cuando se ama.
— Entonces no existe remedio contra él.
— Sí. Oretes descubrió el remedio.
— ¿Qué remedio?
— La muerte. Escuchas bien, ¡oh hijo de Arrio!
Pasaron las horas insensiblemente entre historias y conversaciones. Por fin atracaron en la orilla y ella dijo:
— Mañana volvemos a la ciudad.
— ¿Asistirás a los juegos? — preguntó Ben-Hur.
— Sí.
— Te enviaré mis colores.
4. Messala en guardia
Al día siguiente, cercana la hora tercia, Ilderim volvió a su aduar. Al desmontar un hombre de su propia tribu se acercó a él y le dijo:
— ¡Oh jeque! Me han ordenado que te entregue este pergamino con la súplica de que lo leas al instante. Si hay contestación esperaré el tiempo que te plazca.
El sello del mensaje estaba roto. Ilderim comenzó a leer al instante. El mensaje comenzaba así: «A Valerio Graco, en Cesárea».
— ¡Que Abadón cargue con él! — exclamó el jeque al ver que la carta estaba escrita en latín.
En griego o en árabe hubiera podido leerla. No leía latín y sólo pudo descifrar la firma: «Messala», ante la cual sus ojos chispearon vivaces.
— ¿Dónde está el joven judío? — preguntó.
— En el campo de entreno con los caballos — respondió un siervo.
El jeque guardó la carta en su cinturón y volvió a montar a caballo. En aquel momento apareció un extranjero con aspecto de llegar de la ciudad.
— Busco al jeque Ilderim, llamado El Generoso — manifestó.
Su acento y vestidura proclamaban que era romano. Aunque Ilderim no leía latín, lo hablaba, y respondió con dignidad:
— Yo soy el jeque Ilderim.
El romano bajó la mirada hacia el suelo y replicó con fingida gravedad:
— He oído decir que necesitas un auriga para tus caballos en los juegos próximos.
— Sigue tu camino — replicó Ilderim— . Ya tengo auriga.
El romano iba a partir, pero se detuvo un momento y habló de nuevo:
— Jeque, me han dicho en la ciudad que tus caballos son los mejores del mundo.
El anciano árabe se sintió ablandado; retuvo su montura halagado por la lisonja y replicó:
— Hoy no puedo enseñártelos. En cualquier otro momento lo haría, pero hoy estoy muy atareado.
Se dirigió al campo de entreno mientras el extranjero se dirigía a la ciudad con la sonrisa en los labios. Había cumplido su misión.
Desde aquel día hasta el señalado para los juegos todas las mañanas llegaba un hombre, a veces dos o tres, al huerto de las Palmeras, preguntaban por Ilderim y solicitaban al jeque que les admitiera como aurigas de su cuadriga.
Messala vigilaba a Ben-Hur.
5. Ilderim y Ben Hur deliberan
El jeque esperó a que Ben-Hur regresara con los caballos del campo de entrenamiento para unirse a él en la tienda. Estaba muy satisfecho, porque los pocos días de entreno habían demostrado que los cuatro caballos corrían como si fueran uno solo, a la misma velocidad.
— Esta tarde podré devolverte a Sirio.
Ben-Hur dijo estas palabras al tiempo que acariciaba el cuello del animal.
— Te lo devolveré y engancharé el carro.
— ¿Tan pronto? — preguntó Ilderim.
— Con caballos como éstos bastaría un día. No se asustan, tienen una gran presencia y les gusta el ejercicio. Éste — y señaló el lomo del más joven de los cuatro — , este que se llama Aldebarán es el más ligero. En una sola vuelta podría sacar a cualquier otro caballo por lo menos tres cuerpos de ventaja.
Ilderim se mesó la barba y contestó con los ojos brillantes de excitación:
— Sí; Aldebarán es el más nervioso de los cuatro. Pero ¿qué me dices del más lento?
— Es éste — dijo Ben-Hur señalando a Antarés— . Sin embargo, con él ganaremos, porque puede estar todo el día corriendo, hasta que el sol se pusiera, y alcanzaría a cualquier otro caballo más ligero.
— De nuevo tienes razón — replicó Ilderim.
— Sólo temo una cosa.
Ilderim se puso serio.
»En sus deseos por triunfar, los romanos son capaces de violar todas las leyes del honor. En los juegos usan infinitos ardides; en las carreras de cuadrigas sus trampas no perdonan ni se detienen ante nada ni nadie, ni a caballos ni a conductores. Te ruego, por lo tanto, jeque amigo, que vigiles con cuidado tus caballos. Desde hoy hasta después de la gran carrera no dejes que se acerque a ellos ningún extraño. Si quieres estar seguro coloca junto a ellos guardas armados. Si haces este te garantizo la victoria.
— Todo lo que me dices será hecho según tus deseos — respondió al tiempo que desmontaba frente a su tienda— . ¡Por la gloria de Alá! Ninguna mano que no sea la de un fiel los ha de tocar. Pondré guardas por la noche. Ahora, hijo de Arrio, mira esto y ayúdame a entender su contenido, porque está escrito en latín. Lee en voz alta y tradúcelo a la lengua de tus padres.
Ben-Hur empezó a leer con aire descuidado: «Messala a Graco». Se detuvo bruscamente. Un presentimiento pareció acelerar el ritmo de su corazón. Ilderim, que le miraba con atención, observó su turbación.
— Estoy esperando.
Ben-Hur se excusó y comenzó de nuevo la lectura del pergamino, uno de los duplicados del mensaje enviado por Messala a Graco al día siguiente de la fiesta en el palacio.
Leyó los primeros párrafos con voz temblorosa, sin poder contener la emoción que le embargaba al leer la injusticia sufrida por su familia. En un momento de la lectura fue incapaz de proseguir y el pergamino cayó de sus manos. Se cubrió el rostro con ellas y exclamó:
— ¡Han muerto, muerto…! ¡Sólo yo quedo con vida!
Ilderim le había observado silencioso, respetando el dolor del joven, desde el comienzo de la lectura.
— Hijo de Arrio — dijo levantándose con solemnidad— : quiero pedirte perdón.
Lee ese mensaje para ti y cuando vuelvas a ser dueño de tus emociones dime lo que resta por leer. Avísame cuando estés listo y volveré.
Con estas palabras salió de la tienda y Ben-Hur quedó solo dando suelta a su dolor.
Luego, recobrando el dominio sobre sí mismo, reanudó la lectura de aquel trágico documento. Llegó al párrafo que decía:
«Recuerda lo que hiciste de la madre y hermana del reo e infórmame si viven o están muertas».
Ben-Hur sufrió otro sobresalto. Leyó el párrafo en medio de exclamaciones contenidas.
— ¡No sabe si han muerto! ¡Bendito sea el nombre del Todopoderoso! ¡Todavía hay esperanza!
Concluyó la carta y volvió a releerla con más serenidad, lo que confirmó su opinión de que acaso su madre y hermana aún vivieran. Luego llamó al jeque.
— No tenía intención de hablarte de mi vida al acudir a cobijarme bajo tu hospitalidad, sino que sólo pretendía demostrarte mi habilidad con los caballos para que pudieras confiármelos en la carrera. Puesto que esta carta ha llegado a mis manos, me siento obligado a confiártelo todo. Además, por lo que Se deduce de este escrito, los dos estamos amenazados por el mismo enemigo, por lo que creo que tendremos que hacer causa común. Voy a leerte la carta y a explicarte por qué he dado signos de debilidad.
El jeque escuchó en silencio la lectura del documento hasta que llegó al párrafo en que le nombraba a él. Al oír lo que Messala decía no pudo dejar de exclamar en un tono de cólera contenida:
— ¡Ah, conque bajo la tienda del traidor jeque Ilderim…! ¿Yo traidor? — siguió el anciano jeque mientras sus labios y barba temblaban de cólera y las venas de su cuello se hinchaban y latían como si fueran a estallar.
Ben-Hur le detuvo con un gesto de súplica.
— Un momento, jeque; oye las amenazas de nuestro enemigo:
»“…bajo la tienda del traidor jeque Ilderim, que no podrá escapar por mucho tiempo a nuestra mano poderosa. No te sorprendas mucho si uno de estos días oyes decir que Magencio, como medida provisional, embarca al árabe y lo manda a Roma”.
— ¡A Roma! ¡A mí, a Ilderim, jefe de diez mil jinetes armados con lanzas! ¡A mí, enviarme a Roma!
Se puso en pie con un gesto violento mientras sus ojos destellaban de ira.
— ¡Oh Dios…! ¡Un hombre libre como yo, libre como mi pueblo! ¿Cuándo terminarán estas insolencias, cuándo dejarán de tratarnos como esclavos, cuándo pondremos fin a esta vida de perros que parecen arrastrarse a los pies del amo? ¡Sólo quisiera quitarme de encima cinco años, nada más cinco años!
La ira se había adueñado por completo de él y rechinaba los dientes sin poder contenerla. Algún pensamiento cruzó por su mente, porque se detuvo y dirigiéndose a Ben-Hur le asió por un brazo con gesto enérgico y le dijo con pasión:
— Si yo fuera como tú, hijo de Arrio, joven, fuerte, diestro con las armas, y tuviera los motivos que me impulsaran a la venganza… Te digo… ¡Aparta todo disimulo, hijo de Hur! ¡Hijo de Hur, escucha…!
Al oír aquel nombre la sangre de Ben-Hur pareció detenerse en sus venas. Sus ojos llamearon entonces como los del árabe.
— ¡Hijo de Hur! ¡Te digo que si yo estuviera en tus circunstancias no podría ni querría estarme quieto!
Empezó luego a hablar atropelladamente, sin detenerse, como las aguas que escapan de una presa contenida.
— A mis ofensas personales uniría las que ha hecho al Mundo entero y consagraría mi vida a la venganza. Recorrería país tras país y encendería el odio del género humano contra el romano. Participaría en todas las guerras que hubiera por la libertad y participaría en todas las batallas que se dieran contra Roma. Si me faltaran los hombres haría causa común con lobos, leones y tigres, con la esperanza de alzarlos contra Roma. Usaría toda clase de armas, toda clase de intrigas, y me regocijaría en toda matanza de romanos. No daría cuartel ni lo pediría. De noche imploraría a los dioses, buenos y malos por igual, que me prestaran su ayuda para abatir a Roma: las tempestades, los diluvios, el calor, el frío, las mil epidemias que nos trae el aire y de las que mueren los hombres en el Mundo.
El jeque se detuvo falto de aliento, sin dejar de moverse nerviosamente, lleno de apasionada indignación.
Ben-Hur siguió embargado por la emoción que le había producido oírse llamar por su propio nombre. Por lo menos un hombre le reconocía y aceptaba sin despreciar el nombre de sus padres. Y el hombre era aquel árabe primitivo salido del desierto, a quien no conocía pocos días antes.
¿Cómo habría sabido su secreto? ¿Por la carta? No, la carta hablaba de las injusticias sufridas por su familia. Pero no decía que él fuera la víctima escapada milagrosamente de una suerte terrible.
— Jeque amigo, dime: ¿cómo ha llegado esta carta a tus manos?
— Mis hombres vigilan los caminos que unen las ciudades importantes — respondió Ilderim— . Se la han quitado a un correo.
— ¿Se sabe que esos hombres obedecen tus órdenes?
— No. Todo el mundo cree que son ladrones a quienes yo tengo la obligación de cazar y castigar.
— Tú me has llamado hijo de Hur; me has designado con el nombre de mi padre.
Creía que nadie en la Tierra me conocía. ¿Cómo lo has sabido tú?
Ilderim pareció turbarse, mas respondió tras un momento:
— Yo te conozco, pero no puedo decirte más.
— ¿Es que alguien te obliga a callar?
El jeque se dispuso a marchar sin responder a aquella pregunta. Luego, al observar el disgusto del joven, se volvió hacia él y dijo:
— Te ruego que no hablemos ahora de este asunto. Vuelve a la ciudad, y a mi regreso quizás pueda hablarte abiertamente. Dame la carta.
Ilderim enrolló el pergamino y volvió a cubrirlo con su envoltura. Luego, con nueva energía, manifestó:
— ¿Qué contestas a mis palabras? Te he explicado lo que yo haría en lugar tuyo, pero no me has respondido.
— Pienso contestarte, jeque, y lo haré.
El rostro, el tono de voz y hasta el gesto de Ben-Hur cambiaron, llenos de una pasión más intensa y de un odio más implacable que el que el jeque había demostrado momentos antes.
»Haré todo lo que has dicho, haré todo lo que un hombre pueda ser capaz de hacer. Hace muchos años consagré mi vida a la venganza. Los cinco años pasados en Roma estuvieron presididos por este pensamiento. Quise que me educaran para la venganza. Acudí a las clases de los más famosos maestros y profesores en el arte de la guerra. Traté a gladiadores y triunfadores de circos y de ellos aprendí. En los campamentos militares aprendí táctica y disciplina. Todos mis instructores se sintieron orgullosos de mí. Soy soldado, pero aspiro a que me hagan capitán para alcanzar mis fines. Esta idea me impulsó a enrolarme en la campaña contra los Partos. Cuando termine, si el Señor me conserva la vida y la fortaleza…, entonces… ¡seré el enemigo de Roma más implacable! Roma pagará con la sangre de sus hijos todas sus maldades. He aquí mi respuesta, jeque.
Ilderim puso una mano sobre el hombro del joven y dándole un beso de paz respondió:
— Tu dios te apoyará, hijo de Hur. Toma de mí todo cuanto quieras; hombres, caballos, camellos. Ven conmigo al desierto e instalaremos allí nuestro campo de preparación. Juro que mi promesa es fiel y firme. Y ahora, basta. Antes de que la noche caiga oirás hablar de mí otra vez.
Dijo aquello y dando media vuelta brusca se encaminó hacia la ciudad.
6. Entrenando a los caballos
La carta interceptada era una completa revelación. Descubría los propósitos homicidas y la intriga tramada para aniquilar a la familia de Hur. Al joven le sirvió como un aviso de lo que le amenazaba. Cuando Ilderim salió de la tienda, Ben-Hur comprendió que necesitaba proceder a una acción inmediata y enérgica.
Se enfrentaba con los enemigos más poderosos que existían en Oriente. Tenía mucha razones para temerlos. No podía permitir que la emoción velara sus pensamientos. Le embargaba un sentimiento de satisfacción al pensar en la posibilidad de que su madre y su hermana vivieran aún.
Sólo una persona podía decirle dónde estaban. Después de tanto tiempo, aquella revelación que ponía punto final a sus investigaciones le parecía un descubrimiento.
Por otra parte, le asombraba que Ilderim conociera su origen: ¿Quién le habría informado? ¿Malluch? No, sin duda que no. ¿Simónides? Menos, porque tenía gran interés en mantener su secreto oculto. ¿Messala? No; hubiera sido peligroso para él.
Salió a pasear por el huerto de las Palmeras. Se detuvo junto al lago sin poder retraerse al recuerdo de los ojos centelleantes de la egipcia y de su maravillosa belleza. No podía olvidar el paseo de la noche anterior, los cantos, las historias deliciosas e inolvidables que le había contado. Sus pensamientos se encaminaron hacia Baltasar, y Ben-Hur descubrió que esto le conducía a pensar en aquel Rey de los judíos que Baltasar esperaba con devoción y paciencia. Un Rey de Judea. Su orgullo le decía que aquello era normal, la llegada de un rey más sabio y poderoso que Salomón, y que junto a él acaso encontrara la ocupación que satisficiera su venganza.
Después de la comida del mediodía Ben-Hur se entregó al examen minucioso de su cuadriga, lo que le entretuvo durante largo rato. Vio con gran placer que era de modelo griego. Era preferible aquel tipo a las cuadrigas romanas. Era un carro de eje ancho, bajo y fuerte, aunque algo más pesado que el romano, inconveniente que compensaba la potencia de los cuatro corceles árabes.
Después del examen sacó los caballos, los enganchó al carro y los condujo al campo de ejercicios, donde los hizo correr durante más de una hora arrastrando la cuadriga.
Por la noche se hallaba lleno de confianza, embargado por el pensamiento de aplazar el asunto pendiente de Messala hasta después de la carrera. Tanto si ganaba como si perdía, alcanzaría su venganza. Le complacía la idea de enfrentarse a su adversario ante los ojos de todo Oriente. No se preocupaba de los demás competidores. Tenía plena confianza en el triunfo. Confiaba en su habilidad y en los cuatro caballos, que como fieles compañeros le darían la victoria.
A la caída de la tarde, Ben-Hur esperó a la puerta de la tienda la llegada de Ilderim. Quería oír lo que el jeque le diría. Sintió una gran satisfacción tras un baño fresco en el lago y después del ejercicio físico. De pronto oyó el galope de un caballo y tras unos instantes apareció Malluch.
— Hijo de Arrio — le gritó sin desmontar aún— : te saludo en nombre de Ilderim, que te suplica montes a caballo y me acompañes a la ciudad. Te espera.
Ben-Hur no se entretuvo a preguntar. Entró en el departamento de los caballos y Aldebarán se adelantó como si quisiera ofrecerle sus servicios. Ben-Hur le acarició con cariño, pero eligió otra montura distinta de las destinadas a la carrera. Poco después los dos amigos partían hacia la ciudad.
Cruzaron el río en barcaza a poca distancia del puente de Seleucis, y tras cabalgar un gran trecho por la orilla volvieron a cruzar el río de la misma forma y entraron en la ciudad por el Oeste. Por fin llegaron a la casa de Simónides. Malluch se detuvo.
— Hemos llegado — dijo.
Ben-Hur reconoció el lugar.
— ¿Dónde está el jeque? — preguntó.
— Te guiaré. Ven conmigo.
Un servidor se hizo cargo de los caballos, y antes de cruzar la puerta Ben-Hur oyó que decía:
— Entra, en él nombre del Señor.
7. Simónides rinde cuentas
Entraron en la estancia en la que Ben-Hur había conferenciado con Simónides algún tiempo atrás. Ben-Hur dio algunos pasos hacia el interior y se detuvo. En la habitación se hallaban tres personas que le miraron con atención. Eran Simónides, Ilderim y Esther.
El joven los contempló y por fin su mirada se posó en Esther. Al ver de nuevo a la muchacha sintió que en el fondo de sus recuerdos surgía la imagen de la egipcia y no pudo evitar la comparación entre una y otra, aunque sólo por un instante. Luego la imagen se desvaneció.
— ¡Hijo de Hur!
El joven miró hacia quien le dirigía la palabra.
— Hijo de Hur — repitió Simónides con lentitud, para imprimir toda la importancia que el nombre tenía— : que la paz del Señor, Dios de nuestros padres, sea contigo…
Hizo una pausa y añadió:
— Éste es mi deseo y el de los míos.
Simónides estaba sentado, con aire señero y dominador, y alzaba su cabeza digna de un emperador. Al contemplarle era fácil olvidar los miembros quebrantados y el cuerpo maltrecho del anciano israelita. Cruzó las manos sobre el pecho. Aquella acción y el saludo tenían un significado que Ben-Hur comprendió al instante.
— Simónides — respondió conmovido— : acepto la paz que me ofreces. Como si fuera tu hijo, te la deseo a mi vez. Sólo pido que entre nosotros reine el acuerdo y la igualdad.
Quiso apartar con aquellas palabras la sumisión del comerciante, la relación que mantenía de amo a criado, y establecer otra de igualdad más noble y elevada. Simónides se volvió hacia Esther y dijo:
— Trae un asiento para el amo, hija mía.
La muchacha se apresuró a poner un escaño a disposición de Ben-Hur y se mantuvo en pie, con el rostro arrebolado, contemplando a su padre y al joven. Tras una pausa embarazosa, Ben-Hur avanzó unos pasos, tomó con suavidad el escabel de manos de Esther y lo colocó a los pies del comerciante diciendo:
— Quiero sentarme aquí.
Su mirada se cruzó con la de Esther, y aunque sólo fue por un instante ambos parecieron comprenderse. Ella supo por aquella mirada la gratitud y magnanimidad de Ben-Hur.
Simónides lanzó un leve y quedo suspiro.
— Esther, hija mía, trae los documentos.
La muchacha se dirigió a una alacena y extrajo un rollo de papiros que entregó a su padre.
— Comencemos por aclarar la situación — dijo éste a Ben-Hur— . Aquí tengo el estado de cuentas que puede darte idea de la situación de tu fortuna.
Simónides desenrolló el primer papiro y comenzó:
»Éste indica las riquezas que pertenecían a tu padre y que pude salvar de la codicia romana. Sólo era dinero; y no lo confiscaron porque, siguiendo una costumbre judía, estaba empleado en letras de cambio sobre los mercados de Roma, Alejandría, Damasco, Cartagonova, Valencia y otras ciudades. Tal suma ascendía a ciento veinte talentos en moneda hebrea.
Entregó el papiro a Esther y tomó el segundo.
»Yo me hice cargo de esos ciento veinte talentos, y ahora verás a cuánto ascienden las ganancias que obtuve con esa cantidad.
La suma que leyó en varios papiros podía resumirse así:
En naves… 60 talentos
Mercancías almacenadas… 110
Cargas en tránsito… 75
Camellos, caballos, etc… 20
Almacenes… 10
Letras de cambio……… 54
Metálico… 224
TOTAL…………… 553 talentos
— Añade a estos quinientos cincuenta y tres talentos los ciento veinte del capital original y tendrás seiscientos setenta y tres talentos, lo cual, hijo de Hur, significa que eres el hombre más rico del Mundo.
Volvió a tomar los papiros de manos de Esther y los entregó a Ben-Hur, reservándose uno. El orgullo que reflejaba su rostro provenía de la satisfacción de haber cumplido con su deber.
— Ya no hay nada — añadió bajando la voz, pero no la mirada— , ya no hay nada que no puedas hacer…
El momento era solemne. El mercader cruzó los brazos. Esther estaba ansiosa. El árabe acariciaba nerviosamente sus largas barbas. Recibir una gran fortuna es la prueba más decisiva para el carácter de un hombre.
Ben-Hur tomó los documentos y, luchando con su emoción, dijo con voz ronca:
— Esto es como una luz del cielo enviada para alumbrar mi camino en una noche oscura y tan larga que ya me figuraba que sería eterna. Doy gracias al Señor, que no me ha abandonado, y después a ti, Simónides. Tu fidelidad compensa la crueldad de los demás y redime la naturaleza humana. «Nada hay que no puedas hacer», has dicho. Tienes razón. No quiero que nadie me venza en generosidad en este momento. Serás mi testigo, jeque Ilderim. Escúchame, también, Esther…
Ofreció los papiros a Simónides.
»Te devuelvo la fortuna registrada en estos documentos, Simónides. Hazla tuya y séllala como donación mía a ti y a tus descendientes.
Esther sonreía con los ojos llenos de lágrimas; Ilderim, cuyas pupilas refulgían como brasas, se mesaba la barba nerviosamente. El único que permanecía tranquilo era Simónides.
— Pero ha de ser con una condición — añadió el joven.
Sus interlocutores estaban pendientes de sus palabras.
»Que me devuelvas los ciento veinte talentos que pertenecieron a mi padre.
El rostro de Ilderim se iluminó. Ben-Hur prosiguió:
»Y que me ayudes, con tu inteligencia y tus bienes, en la busca de mi madre y de mi hermana.
Simónides, emocionado, se apoderó de su mano y dijo:
— ¡Bendiga el Señor tu buena voluntad! Jamás te faltaré, como nunca falté a tu padre ni a su memoria; pero me es imposible aceptar tu generosidad.
Desplegó el papiro que había empuñado durante la anterior conversación:
— Aún falta algo más. Lee este rollo en voz alta.
Ben-Hur lo leyó:
«Lista de los esclavos de Ben-Hur, bajo la custodia de Simónides, administrador de sus bienes:
1. Amrah, egipcia, guardiana del palacio de Jerusalén.
2. Simónides, administrador de la casa, en Antioquía.
3. Esther, hija del anterior».
Ben-Hur no había pensado que la hija de Simónides heredaba legalmente la condición de su padre, pues sólo había pensado en ella como una rival en belleza de la egipcia, de la que posiblemente se enamoraría. No podía en modo alguno admitir la esclavitud de Esther. Miró a la joven, que se había ruborizado, y devolvió el papiro exclamando:
— Con setecientos talentos, un hombre es infinitamente rico y puede hacerlo que se antoje. Pero más precioso que este dinero es la inteligencia que lo cosechó y el corazón que supo soportar tanta riqueza sin corromperse. Esther, Simónides, no temáis. El jeque Ilderim es testigo de que os declaro libres, libertad que pretendo legalizar por escrito. ¿Puedo hacer algo más? ¡Decídmelo!
— Hijo de Hur — le contestó el anciano— , contigo la esclavitud es agradable. Pero ten en cuenta que una de las cosas que no puedes hacer es darnos la libertad legalmente. Soy tu esclavo perpetuo. Un día tu padre horadó mi oreja en la puerta de tu casa con su lezna.
— ¿Mi padre hizo eso?
— No pienses mal de él — explicó apresuradamente Simónides— . Yo le rogué que me hiciera esclavo suyo de por vida, y nunca me he arrepentido, Fue lo que pagué a Raquel por casarme con ella. Era esclava perpetua.
Ben-Hur paseaba por el aposento, irritado por su impotencia. De súbito se detuvo y exclamó:
— Ya era rico por lo que heredé de Arrio, y ahora obtengo una fortuna mayor y la inteligencia que lo ha logrado. En esto hay un designio divino. Aconséjame, Simónides, lo que debo hacer. Quiero ser digno de mi apellido; y si tú me perteneces legalmente, yo seré tuyo de hecho hasta que muera.
Los ojos del anciano se iluminaron:
— Hijo de mi querido amo: seré tu consejero y te serviré con todas mis facultades. No puedo ofrecerte este cuerpo inútil, pero mi inteligencia y mi amor son tuyos. Sólo te ruego que me confirmes en el sitio que hasta ahora he ocupado.
— ¿Cuál es?
— El de Administrador de tus bienes.
— Lo eres desde este momento. ¿Quieres el nombramiento por escrito?
— Eres como tu padre, y me basta tu palabra. Y si nos entendemos…
— Por mi parte no hay duda — anunció Ben-Hur.
— Habla, hija de Raquel — ordenó entonces Simónides apartando la mano de la
joven de su hombro.
Esther se turbó, cambió de color y al fin, con encantadora dulzura, dijo a Ben-Hur:
— Mi condición es la de mi madre. Te suplico, amo mío, que, puesto que ella ha muerto, me dejes atender a mi padre.
Ben-Hur se apoderó de su mano y la condujo junto al asiento de Simónides.
— Eres una buena hija. Haz lo que quieras — exclamó.
La muchacha abrazó de nuevo a su padre y el silencio reinó en la sala durante unos segundos.
8. ¿Espiritual o político? La intervención de Simónides
Con un gesto que no había perdido nada de su imperio, Simónides levantó la cabeza.
— Dado que la noche está muy avanzada — dijo con calma a Esther— , y puesto que todavía nos queda mucho trabajo por hacer, ordena que nos traigan un refrigerio.
A la llamada de Esther acudió un criado, al que ordenó ofreciese a los presentes pan y vino.
Después que todos se hubieron servido, Simónides continuó:
— No es aún perfecto el acuerdo, amo mío. A partir de ahora nuestras vidas irán unidas, como van las aguas de los ríos que se entremezclan al unirse. Correrían mejor, buen amo, si se pudieran alejar las nubes que puedan impedir el curso de su corriente. El otro día saliste de esta casa creyendo que yo no deseaba reconocer los derechos que ahora acabo de atribuirte. No es así, ciertamente. De que te reconocí es testigo Esther, y de ello puede darte fe Malluch.
— ¡Malluch! — exclamó Ben-Hur.
— Cuando un hombre, como en el caso mío, se ve sujeto a un sillón, debe procurar contar con manos que lleguen adonde él no puede llegar. Ciertamente, Malluch es uno de mis servidores más fieles. — Mirando agradecidamente al jeque prosiguió— : En ocasiones acudo a hombres de corazón bueno, tal como Ilderim el Generoso, de probada lealtad y esforzado valor. Él puede decir si alguna vez te he olvidado o negado.
— La persona de quien me hablabas ¿es éste, buen Ilderim? — dijo Ben-Hur mirando al árabe.
El jeque afirmó con un movimiento de cabeza.
— Difícil es decir lo que un hombre es sin someterle previamente a prueba, ¡oh, buen amo mío! — dijo Simónides— . Yo te vi y creí reconocer en ti a tu padre. Hay a quien la fortuna resulta una maldición disfrazada. ¿Eras tú uno de ésos? Por ello envié a Malluch, a fin de que en este asunto fuera mis ojos y mis oídos. Sus informes dieron fe de que tú eras bueno; por tanto no debes censurarle.
— En tu gran bondad hay mucha sabiduría — contestó Ben-Hur de modo cordial.
— Tales palabras son para mí como melodiosa música, que me deleita y alegra grandemente — replicó a su vez el comerciante— . Como nube pasajera que oculta el sol ha desaparecido para mí la incertidumbre de no poder entenderme contigo. Dejemos, pues, ahora que nuestras vidas transcurran como los ríos al fundirse y formar uno sólo, y que sea Dios quien las dé la dirección precisa.
Después de guardar silencio durante breves momentos, siguió diciendo:
»A impulsos de la verdad, quiero hablarte ahora en nombre de Dios. Al igual que el tejedor piensa en sus proyectos mientras la lanzadera va de un lado a otro y teje, así fue cómo creció en mis manos la fortuna; muchas veces pienso en la causa de tal aumento y quedo asombrado. En verdad que alguien más dotado que yo ha estado cuidando por mí, llevando a feliz término todo cuanto emprendía. El feroz simún, que aniquilaba caravanas enteras, respetaba las mías sin ocasionar el menor daño. Si en el mar alguna borrasca encontraban mis barcos, únicamente servía para hacerlos arribar más pronto al puerto. Y todo ello sin yo poder moverme de este sillón. De mis dependientes nunca pude decir que no me sirvieran y me fueran fieles.
— Es para asombrarse, ciertamente — dijo Ben-Hur.
— Tal cosa he pensado yo siempre, y lo seguiré pensando. Ahora, ¡oh mi buen amo!, por fin te he encontrado, tal como yo deseaba. No hay duda de que Dios ha querido que así sucediera, y al igual que tú no dejo de preguntarme: ¿cuál es su propósito? Dios no hace las cosas sin algún motivo, y por ello espero la respuesta a mis preguntas.
Con extraordinaria atención Ben-Hur escuchaba las palabras del buen comerciante.
»Hace muchos años, cuando toda la familia permanecía aún reunida, y tu madre, ¡oh Esther!, estaba todavía conmigo, bella entre las bellas, me encontraba cierto día en el camino que conduce a la puerta Norte de Jerusalén, reposando junto a las tumbas de los reyes, cuando tres hombres sobre sendos camellos pasaron cerca de mí. Eran extranjeros y venían de lejanas tierras. Sus camellos eran grandes y blancos como nunca se habían visto en la Santa Ciudad. El que iba en primer lugar me preguntó: “¿Sabes tú dónde está el que ha nacido Rey de los Judíos? Venimos a adorarle”. Yo, sin comprender, les seguí hasta la puerta de Damasco, y pude oír cómo la misma pregunta que me hicieran se la hacían a cuantas personas encontrábamos, incluso al guardián mismo de la puerta. Igualmente, tal como yo, todos se extrañaban. Poco después olvidé lo ocurrido, a pesar de que durante algún tiempo se habló de ello como de un presagio del Mesías. ¡Aún los sabios nos comportamos a veces como niños! ¿Has visto a Baltasar?
— Le he oído contar su historia — contestó Ben-Hur.
— ¡Un milagro, un verdadero milagro! — exclamó Simónides— . Cuando me lo contaba parecía estar oyendo la respuesta tan largamente esperada del cielo, ¡oh amo mío! El propósito de Dios era bien patente a mis ojos. El Rey quiere aparecer pobre, sin amigos, sin séquito ni ejército, sin ciudades y sin ciudadelas. Sólo quiere fundar su Reino y destruir el de Roma. ¡Considera por un momento, oh mi buen amo, qué gran oportunidad se te ofrece! ¡Tú con tu fuerza, diestro en el manejo de las armas, lleno de vigor! ¿Pudo algún hombre aspirar a una gloria mayor?
— ¡Pero el Reino, el Reino! — decía Ben-Hur con ansiedad— . ¡El buen Baltasar dice que será un Reino de almas!
— Baltasar ha sido testigo de cosas admirables, ¡oh amo mío!, y yo creo en cuanto dice porque lo ha visto. Pero es hijo de Mizraim, y ni siquiera prosélito. No podemos suponer ni por un momento que tenga un especial conocimiento por el que debamos inclinarnos ante él en un asunto exclusivo entre Dios e Israel. Él recibió directamente, al igual que los profetas, la luz del cielo. En todo caso, son muchos contra uno, pero el Señor es siempre el mismo. Mi obligación es creer en los profetas. Esther, tráeme el Torah.
Sin aguardar el regreso de su hija, prosiguió:
»¿No es de tener en cuenta el testimonio de un pueblo entero, oh mi amo? Desde Tiro, en la orilla del mar por el Norte, hasta la capital de Edón, al Sur, no encontrarás ni un lector del Sema, ni un limosnero del Templo, ni uno que haya comido del cordero pascual, que pueda decirte que el reino que ha de fundar para nosotros, los hijos de la Santa alianza, el Rey que ha de venir, no sea de este mundo y semejante al de nuestro padre David. Me preguntarás de dónde hemos sacado esta fe. Ahora lo vamos a ver.
En aquel momento apareció Esther cargada con numerosos pergaminos cuidadosamente envueltos en lienzo oscuro y adornados con primorosos rótulos dorados.
— Sostenlos y dámelos según te los pida, hija mía — dijo Simónides con el acento tierno que usaba siempre que se dirigía a Esther— . Sería muy largo para mí citar a todos los santos que han sucedido a los profetas, ¡oh amo mío!, los de los videntes, los de los predicadores que enseñaron desde la cautividad, o de los mismos sabios que recibieron las luces de la antorcha de Malaquías, el último de su linaje. ¿Quién es el Señor del rebaño en el libro de Enoch? ¿Quién sino el Rey de quien estamos hablando? Un nuevo Reino se alza para Él, conmoviendo la Tierra y haciendo caer a los demás reyes de sus tronos. Igual dice el cantar de los Salmos de Salomón: «Mira, ¡oh Señor! y haz surgir un Rey en el momento que creas oportuno. ¡Oh Dios!, un hijo de David que gobierne a Israel, a tus hijos. Y uncirá bajo su yugo para que lo sirvan a los pueblos de los paganos. Y será justo, criado en el temor del Señor… porque gobernará para siempre toda la Tierra con las palabras de su boca». Pregúntale a Esdras, el segundo Moisés, quién es el León que con voz de hombre dice al Águila (que es Roma): «Amaste a los embusteros y has derribado las ciudades de los trabajadores y arrasado sus murallas, aunque daño no te hicieron. Por lo tanto, huye lejos, que la Tierra pueda regocijarse y reponerse, y esperar en la justicia y en la piedad de Aquel que la creó. Y desde entonces no se volvió a ver el Águila». Seguramente sería bastante el testimonio de éstos, ¡oh mi buen amo! — Luego añadió — : Sírvenos un poco de vino, mi buena Esther. Después me darás el Torah.
Esther le acercó un jarro de vino.
Después de haber bebido, preguntó a Ben-Hur:
— ¿Tú crees en los profetas, mi amo? Por ser ésta la fe de tus progenitores crees en ellos. Dame, hija mía, el libro que contiene las visiones de Isaías.
Desenrollando a medias el rollo entregado por Esther, leyó:
— «El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que moraban en la sombría tierra de la muerte, luz resplandenció sobre ellos. Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el gobierno pesará sobre sus hombros. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrá término sobre el trono de David, y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre». — Luego volvió a preguntar a Ben-Hur— : ¿Tú crees en los profetas? Entrégame el libro en el que están las palabras del Señor a Miqueas, hija mía. — Tomándolo en sus manos volvió a leer:
— «Pero tú, Belén Efreta, pequeña entre las miles de Judá, de ti me saldrá el que será el señor de Israel». Éste es, sin duda, el Niño que vio Baltasar en la cueva, y al que adoró. Dame ahora, Esther, el libro de Jeremías. — Tomándolo leyó de esta forma:
— «Considera los días que han de venir, dijo el Señor. Saldrá de David en esos días una rama justa y de ella surgirá un Rey que reinará y prosperará y ejecutará la justicia en la Tierra. Judá se salvará en sus días e Israel habitará seguro; como un rey reinará». Lo mismo que un rey, ¡amo mío! ¿Crees en los profetas? Dame el rollo de los dichos de Judá, en quien jamás hubo mancha alguna.
Después de recibir de manos de Esther el libro de Daniel, Simónides prosiguió leyendo:
— «Oíd, maestros. Yo vi en la noche visiones, y vi a uno semejante al Hijo del Hombre que venía sobre las nubes del cielo… Y se le dio el dominio y la gloria y el Reino para que todo pueblo y nación y lenguaje le sirviera. Su dominio será un dominio eterno que no acabará nunca, y su Reino no perecerá jamás». — Después de leídas estas palabras volvió a preguntar— : ¿Crees tú, amo mío, en los profetas?
— Es bastante. Creo — respondió Ben-Hur.
— Y si el Rey viene pobre, ¿le darás, ¡oh amo mío!, de tus riquezas?
— Le daré hasta el último siclo. Pero dime: ¿por qué ha de venir pobre?
Antes de contestar, Simónides pidió a Esther el libro de Zacarías; luego leyó:
— «¡Alégrate mucho, hija de Sion! ¡Da voces de júbilo, hija de Jerusalén!! He aquí que tu Rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna». Así entrará el Rey en Jerusalén. ¿Qué ves, amo mío?
— Veo a Roma y a sus legiones — replicó Ben-Hur.
— Serás el amo de las legiones del Rey. Podrás escoger, puesto que tendrás millones.
— ¡Millones!
— No debe turbarte el poder, ¡oh mi amo! No sabes cuán fuerte es nuestro Israel. Lo crees como un anciano afligido; pero ve a Jerusalén en la Pascua próxima y verás lo que es. Para medir el poder de Israel debes medir con la regla de la fe, no con la del crecimiento natural.
— ¡Oh, si yo tuviera tu juventud! — intervino el jeque Ilderim.
Ben-Hur quedó pensando en las palabras de su amigo, las que le invitaban a consagrar su vida al misterioso Ser. La exaltación de Simónides produjo en Judá la sensación de que una puerta se hubiese abierto en su interior, ofreciéndole lo que siempre había soñado. Al fin habló:
— Admitamos que el Reino del Rey que ha de venir sea igual al de Salomón.
Estoy dispuesto a sacrificar cuanto tengo y valgo por esta causa. Mas ¿he de esperar a que Él venga? Tú que tienes edad y sabiduría, contesta.
— La carta de Messala a Graco es la señal para empezar las hostilidades. No somos lo suficientemente fuertes para contrarrestar su alianza. Si permanecemos con los brazos cruzados nos matarán; de su poder guardo yo pruebas en mi pobre cuerpo. Deseo, sin embargo, saber si tu ánimo es fuerte, ¡oh amo! Recuerdo lo agradable que era para mí el Mundo cuando tenía tu edad.
— Pero a pesar de ello fuiste capaz del sacrificio — dijo Ben-Hur.
— Fue por amor.
— ¿Y acaso existe algo más fuerte?
— Sí. La ambición — fue la respuesta del comerciante.
— Cosa prohibida para un buen hijo de Israel.
— Si no la ambición, puede ser la venganza.
— ¡La venganza es la ley del judío!
— Hasta los perros y los camellos recuerdan las injusticias — intervino nuevamente Ilderim.
— Algo puede hacerse en tanto llega el Rey. Déjame a mí que siga cuidando de que la fuente de tu fortuna no se seque. Dirígete tú, ¡oh amo mío!, a Jerusalén y desde allí al desierto, a fin de organizar a los hombres de armas de Israel. Llámales por centurias, escoge capitanes, ejercítales en las armas y procura almacenarlas en sitios seguros y secretos. Empieza por Perea; ve luego a Galilea y de allí estarás a un paso de Jerusalén. Desde Perea tendrás a Ilderim al alcance de la mano. Él es dueño de los caminos y te informará de todo lo que en ellos ocurra y pase. ¿Qué contestas, mi amo?
— Pienso que las puertas por donde entré a mi hogar se cerrarán para siempre. Roma no me perdonará, y sus secuaces me perseguirán; las tumbas cerca de las ciudades y las cuevas de los montes serán mi única morada.
Un sollozo de Esther cortó las palabras del joven Ben-Hur. Todos volvieron el rostro hacia ella, quien ocultó el suyo en el pecho de su padre. Simónides, conmovido, abrazó a su hija diciendo:
— Perdona, no tuve en cuenta tu presencia.
— Dejadla. Un hombre puede soportar mejor su suerte si hay alguien que se compadezca de él. Dejad que concluya.
Todos los presentes volvieron a prestar atención a las palabras de Ben-Hur, que prosiguió:
— Puesto que no hay opción para mí, me pondré inmediatamente a cumplir lo que habéis asignado, ya que el permanecer aquí es esperar una muerte innoble.
— ¿Es preciso que el compromiso que ahora contraemos se haga constar por escrito?
— Con vuestra palabra basta.
— Así opino yo también — dijo Ilderim.
— Lo dicho, dicho está — añadió Ben-Hur, cerrando de esta sencilla forma el convenio que iba a cambiar por completo el destino de su vida.
— ¡Que nuestro Dios nos ayude! — dijo Simónides.
— Sólo una cosa más, queridos amigos. Es mi deseo permanecer libre hasta pasados los juegos. Antes de siete días Messala no recibirá contestación de Graco, y para mí será un placer encontrarle en el circo, a pesar de que en ello arriesgue la vida.
— Estos siete días me servirán para arreglar los bienes que según me has dicho te ha legado Arrio. ¿Son bienes inmuebles?
— Una casa de campo cerca de Miseno y varias más en Roma.
— Mi proposición es que las vendas. Yo colocaré el producto en sitio seguro.
Entrégame una relación de todo para que yo pueda disponerlo de la forma más conveniente.
— Mañana mismo te entregaré la relación que me pides.
— Bien. Creo que no hay más que tratar, por lo que por esta noche hemos concluido. Ofrécenos más pan y vino, hija mía. Ilderim nos proporcionará el honor de tenerle como huésped hasta mañana o hasta que lo desee. En cuanto a ti, amo mío…
— He de volver al huerto de las Palmeras. Tengo que sacar mis caballos y a esta hora difícilmente me descubrirá el enemigo.
Apenas había amanecido cuando Ben-Hur y Malluch descabalgaban a la entrada de la tienda.
9. Esther y Ben Hur
Al anochecer del día siguiente Ben-Hur contemplaba desde la azotea del almacén un navío que levaba anclas, en el que iba un pasajero autorizado para disponer y ordenar libremente los bienes heredados de Arrio. Al lado de Judá permanecía Esther, los dos en silencio, admirados por el espectáculo ofrecido por la luz de las antorchas que alumbraban a los cargadores y les daban en ocasiones aspectos de genios de algún cuento.
Ben-Hur parecía ensimismado, pensando quizás en todo lo que iba a perder, él que disponía de riquezas, juventud, salud. Una voz interior le inducía a rechazar las propuestas de Simónides, diciéndole que su porvenir estaba junto a la dulce Esther.
— ¿Has estado en alguna ocasión en Roma? — preguntó a Esther.
— No. Creo además que no habría de gustarme.
— ¿Qué motivos tienes para ello?
— No sé. Roma me infunde pánico — fue la contestación tenue de ella.
Al mirarla recordó el fatal accidente ocurrido con Graco. Tirzah, su hermana, permanecía en aquella ocasión también a su lado. Tal pensamiento le inclinó a ser más afectuoso con Esther.
— Cuando pienso en Roma, me imagino a un monstruo devorador de hermosos paisajes, que atrae a los hombres para conducirlos a la ruina y a la muerte.
— Sigue — solicitó Ben-Hur cuando la joven hubo enmudecido.
— Habiendo sobrevivido a tanto infortunio, ¿por qué has de enfrentarte a ella? ¿No sería mejor que vivieras tranquilo, disfrutando de lo mucho que posees?
— ¿Qué deseas que haga?
— ¿Es muy hermosa la propiedad que Arrio te legó en Roma?
— Muy hermosa en verdad — contestó Ben-Hur— . Está rodeada de bellos jardines y frondosas alamedas. Ni aun la villa del césar puede compararse a la mía.
— ¿Es apacible la vida allí?
— Habiendo muerto Arrio y estando yo aquí, no hay nada comparable con la quietud que en estos momentos debe de rodear la villa. ¿Por qué tales preguntas, mi buena Esther?
— ¡Mi buen amo!
— Llámame hermano, Esther, o amigo; pero no amo, cosa que no deseo ser.
Por causa de la oscuridad Ben-Hur no pudo darse cuenta del rubor de su compañera, ni tampoco del brillo de sus ojos.
— No comprendo cómo, pudiendo vivir tranquilo, prefieres…
— La sangre y el exterminio — dijo él terminando la frase inconcluida de Esther — . Correría los mismos peligros en Roma, y quizás más, toda vez que no sabría de dónde podría venir la muerte ni en qué forma. Dudo que la paz del Mundo se haya hecho para mí. No puedo disfrutar de ella mientras ignore la suerte de mi familia. Por otro lado, ¿no he de castigar a todos los causantes del mal que sobre mí y mi familia ha caído? Imposible sería vivir tal como tú dices sin que la conciencia me reprochase mi falta de valor.
— ¿No hay nada que nosotros podamos hacer para mitigar tu desdicha? — dijo Esther.
— ¿Tanta preocupación sientes por mí? — contestó Ben-Hur mientras oprimía entre sus manos una de ella.
— Sí — fue la respuesta de la joven.
Al sentir que Esther temblaba, Ben-Hur recordó a la egipcia, tan seductora, bella, insinuante. Besó la mano que oprimía y dijo:
— Tú serás para mí como una segunda hermana; igual que Tirzah.
— ¿Quién es ella?
— La hermana que los romanos me robaron, y a quien debo encontrar si deseo alcanzar la dicha completa.
La conversación fue interrumpida por la llegada de Simónides, a quien un criado llevaba empujando su sillón.
Los tres contemplaron la partida del barco, mientras en el corazón de Ben-Hur se hacía por completo la luz: se dedicaría por entero a la causa del Rey del que tanto le había hablado su fiel amigo Simónides el comerciante.
10. Preparado para la carrera
Ilderim había encerrado sus caballos en un «khan» cercano al circo. Con él había llevado a sus criados, hombres de armas, camellos; todo lo que poseía. Cuando llegara el nuevo día estaría cerca de su verdadera patria, el desierto.
Judá y él no daban más valor a Messala del que tenía. Creían que no les perseguiría hasta después de la carrera en el circo. Si Ben-Hur le vencía, el vengativo romano no esperaría a la contestación de Graco. Por ello decidió ponerse lejos del alcance de su enemigo.
Malluch les esperaba en el camino, y no daba muestras de estar en el secreto de Judá hablado noches antes en la casa de Simónides. Cuando llegaron junto a él el fiel dependiente entregó un pergamino al jeque, mientras decía:
— Por esta proclama que te entrego verás que tus caballos han sido admitidos en la carrera, así como el orden que seguirán los espectáculos.
Mientras Ilderim leía la proclama, Malluch se dirigió a Ben-Hur diciendo:
— Nada se opondrá a tu lucha con Messala, hijo de Arrio. Igual que tú, él ha llenado todas las condiciones necesarias. Todo, pues, está en regla. Tu color es el blanco y el de Messala oro y escarlata. He puesto mil sidos a disposición de un amigo que estará cerca del cónsul, con el fin de que admita las apuestas de tres por uno, o cinco a diez.
— Bien, fiel Malluch. Hay un romano que sólo apostará en moneda romana. Procura verle esta noche y pon a su disposición los sestercios que te parezca a fin de que busque apuestas con Messala. Quiero que esté centrado en nosotros todo el interés de la lucha. Si deseas complacerme, Malluch, debes hacer todo lo posible para que el público advierta con claridad la oposición entre Messala y yo.
— Cosa fácil es, ciertamente.
— Pues no dejes de ponerlo en práctica.
— Si todas las apuestas son aceptadas, tanto mejor.
— Con todo, no ascenderán a todo lo que me ha robado. Debo además doblegar su orgullo, quebrantarlo, herirlo. No creo que nuestro padre Jacob se ofendiera por ello.
Si el caso llega, haz las apuestas hasta con talentos. Diez, veinte, cincuenta…
— Sumas enormes; debo tener garantías.
— Tendrás todas las que precises. Ve a ver a Simónides y dile que así es mi deseo.
Dile que no quiero dejar perder esta oportunidad. Además, a nuestro lado está el Dios de nuestros padres. No pierdas tiempo, buen Malluch.
— Antes de partir — dijo Malluch— quiero hacerte saber que alguien ha tomado las medidas del carro que utilizará Messala y ha comprobado que el eje es un palmo más alto que el que tú utilizarás.
— ¿Un palmo? — dijo Ben-Hur, en una explosión de alegría— . No quiero decirte nada ahora, Malluch; sólo que consigas un asiento en la galería sobre la puerta del Triunfo, cercano al balcón que hay frente a los pilares, y mires con mucha atención.
En aquel instante se acercó el jeque Ilderim, con la proclama en la mano, y señaló las últimas líneas.
— ¿Qué es esto? Léelo, Ben-Hur.
Así lo hizo Judá. En el pergamino pudo leer todo el programa de la función: una procesión de inusitado esplendor; los honores al dios Conso; carreras; saltos; pugilatos. En cada especialidad se daba cuenta de los nombres y ciudades de los participantes. Se indicaban también los premios en litigio. ¡Cuán lejos se encontraban ya aquellos tiempos en que los romanos se conformaban con una corona de laurel!
La atención de Ben-Hur se centró en las carreras de cuadrigas. El director de los juegos prometía algo nunca visto en Antioquía. Los premios ascendían a cien mil sestercios y una corona de laurel, y eran seis los participantes.
Sólo se permitía la participación de carros de cuatro caballos, y para mayor aliciente debían correr todos a la vez. La descripción de las cuadrigas era así:
La de Lisipo, de Corinto. Corrió el año pasado en Alejandría y luego en Corinto, en donde fue vencedor. Estaba compuesta de dos tordos, un bayo y un negro. Auriga: Lisipo. Color: amarillo.
Cuadriga de Messala, de Roma; dos blancos y dos negros. Vencedor en los juegos circenses celebrados en el circo Máximo el año pasado. Auriga: Messala. Color: escarlata y oro.
Cuadriga de Cleanto, el ateniense; tres tordillos y un bayo. Vencedor en los juegos ístmicos del año último. Auriga: Cleanto. Color: verde.
Cuadriga de Diceo, el bizantino; dos negros, un tordo y un bayo. Ganó este año en Bizancio. Auriga: Diceo. Color: negro.
Cuadriga de Admeto, de Sidonio; tordos los cuatro. Ha corrido durante tres años en Cesárea, ganando siempre el premio. Auriga: Admeto. Color: azul.
Cuadriga de Ilderim, jeque del desierto. Todos bayos. Corren por primera vez. Auriga: Ben-Hur, judío. Color: blanco.
¿Qué significaba el nombre de Ben-Hur, judío, en lugar de Arrio? En ello se veía la mano de Messala, conclusión a la que llegaron Ben-Hur y el jeque.
11. Apuestas
Cuando apenas había caído la noche sobre Antioquía, grandes multitudes de gentes se entregaban al culto de Baco y Apolo. Se notaba cierta particularidad entre las diferentes razas que discurrían por las grandes vías cubiertas. Todos usaban los colores de las cuadrigas que al día siguiente tomarían parte en las carreras. Entre todos ellos predominaban tres colores: el verde, el blanco y el escarlata-oro.
En el interior del palacio de la isla podía verse el espectáculo habitual: la juventud patricia y oficial romana; los jugadores de azar; los perezosos en los divanes. En resumen: tedio y aburrimiento por doquier. Sus tablillas están llenas de apuestas sobre todas las competiciones menos la carrera de cuadrigas, ya que ninguno se quiere arriesgar en apostar en contra de Messala. En el salón sólo se ve el color escarlata-oro. Y nadie duda de la victoria del romano, que se encuentra en un diván rodeado de sus admiradores y secuaces, que le agobian a preguntas:
Entran en aquel momento Druso y Cecilio.
El joven príncipe se echa a los pies de Messala diciendo:
— ¡Por Baco, que me encuentro cansado!
— ¿De dónde vienes? — pregunta Messala.
— De las calles; de Onfalo y de más allá. Nunca he visto tanta gente. Dicen que mañana veremos al Mundo entero reunido en el circo.
— ¿Y qué has encontrado en ellas, Druso?
— Nada.
— Por lo visto Druso no tiene ganas de divertirse — intervino Cecilio— . Pero yo sí. Hemos encontrado a un hombre con menos carne en su cara que una pica, que…¡Ja, ja, ja, ja!, que ha apostado por Ben-Hur el judío. Yo le pregunté… ¡ja, ja, ja! Perdona, Messala, que la risa me impida continuar.
— Termina de hablar.
— Apostó un siclo.
— ¿Un siclo? — dijo alguien mientras todos los reunidos alrededor de Messala prorrumpían en carcajadas.
— ¿Y qué hizo Druso? — quiso saber Messala.
— Pues guardar sus tabletas y perder un siclo.
En aquel momento alguien gritó:
— ¡Un representante del color blanco! ¡Un blanco aquí!
— ¡Que entre! ¡Que venga! ¡Por aquí! ¡Dejadle pasar!
Exclamaciones análogas podían oírse por toda la asamblea, mientras los jugadores abandonaban los juegos, los dormilones despertaban y todos se lanzaban hacia donde el recién llegado se encontraba, con las tablillas de las apuestas en la mano.
— Yo te ofrezco…
— Y yo…
— Y yo…
— Y yo…
El llamado blanco era el judío que había acompañado a Ben-Hur desde Chipre. Había entrado en el salón con mucha tranquilidad, dirigiéndose a la mesa central; y después de recoger su manto con solemnidad gritó:
— ¡Yo os saludo, mis nobles romanos!
— ¿Quién es el que con tanto desparpajo habla? — quiso saber Druso.
— Un perro de Israel llamado Sanbalat; vive en Roma y posee inmensas riquezas.
El personaje así tratado hablaba:
— Estoy aquí dispuesto a sacrificarme a apostar. Vamos al grano: ¿qué apuestas queréis hacer? Os ruego prisa, ya que tengo un compromiso con el cónsul.
— Tres a uno.
— ¿Solamente tres?
— Cuatro, pues — dijo alguien herido por la insolencia de Sanbalat.
— Cinco, dadme cinco; cinco a uno.
Un profundo silencio se adueñó de la multitud, roto de nuevo por la voz del judío, que decía:
— El cónsul me espera… Despachad aprisa.
— Yo te ofrezco cinco.
Era Messala quien hablaba.
— ¿Tú, poseedor del espíritu preciso para sustituir al césar si muriese? Tú me ofrecerás seis a no dudar.
— Sean seis, si así lo queréis — respondió Messala lleno de orgullo.
Concertada la apuesta, Sanbalat extendió un escrito que decía:
Memorándum. Carrera de cuadrigas. Messala, de Roma, en apuesta con Sanbalat, también de Roma, afirma que vencerá a Ben-Hur, el judío. Importe de la apuesta: veinte talentos. Ventajas para Sanbalat: seis por uno.
Testigos
SANBALAT
Una vez que Sanbalat leyó el memorándum se adueñó de la sala el silencio, roto al fin por Messala, que obligado por las miradas de los presentes a tomar una determinación y firmar dijo:
— ¿Cómo sé que tú eres dueño de veinte talentos? Dame prueba de ello.
Sanbalat extrajo un pergamino y se lo ofreció a Messala al tiempo que le decía:
— Tú mismo puedes leerlo.
— «El portador, Sanbalat, de Roma — leyó Messala— , tiene en mi poder y a su orden la cantidad de cincuenta talentos, moneda del césar. Simónides».
Llena de asombro, la concurrencia exclamaba una y otra vez:
— ¡Cincuenta talentos, cincuenta talentos!
Druso quiso contrarrestar el golpe de efecto dado por el judío diciendo:
— ¡Únicamente el césar puede disponer de cincuenta talentos! ¡Este judío es un embustero! ¡Fuera con él!
— Tú, perro circunciso: te apostaba veinte talentos, pero ahora te ofrezco cinco, en la misma proporción de seis a uno. Escríbelo así.
Después de rectificado el memorándum, Sanbalat retó:
— Apuesto cinco talentos contra cinco talentos a que el blanco vence. ¡Os desafío colectivamente!
— ¡Acaba ya, insolente! — gritó Druso— . Deja ya escrita la apuesta; y si mañana confirmo que dispones de tanto dinero, te doy mi palabra de admitirla.
Aquella misma noche corrió por toda la ciudad la historia de las prodigiosas apuestas y de la rivalidad entre Messala y Ben-Hur, quien durmió toda la noche con un sueño profundo.
12. El circo
El circo de Antioquía se hallaba en la orilla meridional del río, precisamente enfrente de la isla, y presentaba la disposición que por lo general ofrece el plano de estos edificios.
Según la costumbre imperial romana, los juegos eran una concesión al pueblo, y por consiguiente todos podían asistir. Por eso, a pesar de ser tan grande la capacidad de semejantes edificios, mucho antes del anochecer del día anterior a los juegos la multitud ocupaba los alrededores como un ejército acampado.
A medianoche se abrían todas las puertas y las gentes pasaban a ocupar la parte que les estaba asignada, para desalojarlas de la cual hubiera sido preciso un terremoto o un ejército armado de lanzas. Echaban un sueño, si podían, sobre los bancos, hasta que llegaba el día, y almorzaban allí. Cuando el espectáculo empezaba, se les encontraba tan ávidos de ver y oír como si estuvieran frescos y bien reposados.
Los de clase acomodada tenían sus asientos fijos reservados y solían dirigirse al circo a primera hora de la mañana: los más ricos procuraban distinguirse por la riqueza de sus literas o por el séquito de criados y siervos que les seguían.
En el preciso instante en que el gnomon del reloj del sol de la ciudadela marcaba las dos y media, una legión, con armadura completa y desplegando sus águilas y estandartes, bajaba del monte Sulpio; y cuando la última cohorte desaparecía en el puente podría decirse que Antioquía quedaba literalmente abandonada; no porque el circo contuviese a toda la población, sino porque ésta la había abandonado para, por lo menos, presenciar el espectáculo que ofrecían los alrededores.
En la margen del río una gran muchedumbre presenciaba el momento en que el cónsul abandonaba la isla, en una barca del Estado, y era recibido por la legión, espectáculo que por algún tiempo atraía todas las miradas.
A la hora tercera estaba el circo lleno y un toque de clarines imponía silencio anunciando el principio del espectáculo. Las miradas de más de doscientos mil espectadores se dirigían hacia un cuerpo del edificio que formaba el costado oriental.
Allí un basamento se abría en ancha puerta de arco; era la Puerta Magna, sobre la cual se encontraba bastante alta una tribuna magníficamente decorada con las insignias y estandartes de la legión, la tribuna de honor, donde en lugar preferente se sentaba el cónsul. A ambos lados de la Puerta estaban las cuadras llamadas cárceles, protegidas por macizas verjas de hierro soldadas a los pilares. Sobre estas cárceles corría una comisa coronada por una fuerte balaustrada, detrás de la cual empezaba una gradería que se elevaba en anfiteatro, lugar destinado a los dignatarios, ataviados con esplendidez. Aquel cuerpo de edificio ocupaba toda la anchura del circo y estaba flanqueado de torres que, además de darle gracia, servían para mantener los velaría; es decir, los doseles o toldos de púrpura que procuraban frescura a aquella parte en lo más caluroso del día.
A derecha e izquierda de la tribuna del cónsul se hallaban las entradas principales, muy amplias, protegidas por puertas de hierro que se abrían en las torres de los lados de la tribuna.
La palestra era una superficie llana, de extensión considerable, cubierta de fina y blanca arena, donde se verificaban todos los juegos, excepto el de las carreras pedestres.
No muy lejos de la tribuna se levantaba en la arena un pedestal de mármol que soportaba tres pilares bajos y cónicos, de piedra gris, ricamente esculpidos. Todas las miradas se dirigían en los momentos decisivos hacia ellos, porque marcaban la primera meta, el principio y fin de la carrera. Detrás de este pedestal se veían un altar y un pequeño pasaje.
Las paredes que limitaban la arena formaban un muro liso de quince o veinte pies de alto, con una balaustrada encima semejante a la que coronaba las cárceles, Aquel balcón, que daba la vuelta completa al circo, sólo estaba cortado en tres puntos, para permitir la entrada o salida: dos al Norte y uno al Oeste, llamado Puerta del Triunfo, porque, terminado el espectáculo, salían por ella los vencedores, coronados y acompañados de una escolta triunfal.
Al extremo opuesto de la tribuna consular el balcón, como la muralla, tomaba la forma de un semicírculo, sobre el cual se levantaban dos grandes galerías.
Detrás de la balaustrada, a un lado del circo, se hallaba la primera fila de asientos; desde ella se levantaban los siguientes en forma de anfiteatro. Las galerías del Oeste estaban ocupadas por el vulgo.
Suenan las trompetas y la multitud, inmóvil, guarda un profundo silencio presa de intenso interés.
Entre cantos y música aparece por la Puerta Magna el coro de la procesión con que se abren los juegos. El director y las autoridades cívicas de la ciudad abren la marcha, vestidos con largas túnicas y guirnaldas en la cabeza. Luego siguen los dioses, algunos en andas, otros en grandes carros de cuatro ruedas ricamente decorados; detrás van los campeones, en las ropas con que han de tomar parte en el espectáculo.
Las aclamaciones y los aplausos de la muchedumbre agitada se dejan oír en el ámbito del circo, y el director y sus adjuntos saludan al público entusiasmado.
La recepción de los atletas es aún más apasionada, porque apenas se cuenta en el concurso quien no haya apostado por su favorito.
Al esplendor de los carros y a la belleza de los caballos y de sus arneses se une la apostura y elegancia de los aurigas, vestidos con túnicas cortas sin mangas, de lana fina, con los colores señalados en el programa. Cada cual va acompañado de un jinete, excepto Ben-Hur, que, por desconfianza sin duda, prefiere ir solo; además, todos llevan yelmo excepto él.
Cuando pasan ante las graderías los espectadores se levantan en sus bancos y se eleva un inmenso clamor, en el que se distingue la aguda entonación de las mujeres y de los niños; al mismo tiempo una verdadera lluvia de rosas cae sobre los campeones, amenazando llenar las cuadrigas. Hasta los caballos participan de la ovación, y se puede asegurar que no tienen menor consciencia que sus amos de los honores que reciben.
Pronto se hizo patente el favor que gozaban del público algunos de los aurigas. Veíase en las graderías que casi todos los espectadores — hombres, mujeres y niños— llevaban un color, por lo general una cinta, que clavaban en el pecho o se ponían en la cabeza. Había muchas verdes, amarillas y azules, pero predominaban los colores blanco y el escarlata con oro.
Si el bizantino y el sidonio tenían pocos seguidores, era porque sus ciudades respectivas tenían escasa representación en los bancos. Por su parte los griegos, aunque muy numerosos, estaban divididos entre el corintio y el ateniense, y por esta causa abundaban poco el verde y el amarillo.
El escarlata y oro de Messala no habría predominado tanto si los habitantes de Antioquía, proverbialmente serviles y cortesanos, no hubieran adoptado el color de sus amos, Los campesinos, los sirios, los judíos y los árabes, en parte por la fe que les inspiraban los caballos del jeque, y sobre todo por su odio a los romanos, a quienes deseaban con ardor ver vencidos y humillados, eran del partido blanco, quizás el más numeroso y, de seguro, el más ruidoso.
El interés y el entusiasmo llegó al más alto grado en la segunda meta, en donde, especialmente en las graderías, el color blanco dominaba; el pueblo arrojó todas sus flores y atronó el aire con sus gritos:
— ¡Messala! ¡Messala!
— ¡Ben-Hur! ¡Ben-Hur!
Cuando el desfile hubo terminado los partidarios volvieron a sentarse y continuaron sus conversaciones.
— ¡Ah, por Baco! ¡Qué hombre tan hermoso! — exclamó una mujer, cuyo romanticismo se revelaba por los colores que flotaban de sus cabellos.
— ¡Y qué caballos! — añadió un vecino que llevaba una insignia del mismo color.
— Todo de oro y marfil. ¡Júpiter permita que gane!
La nota dominante en el bando de atrás era muy diferente.
— ¡Cien sidos por el judío! — gritó una voz aguda.
— No seas tan impresionable — le dijo un amigo que pretendía calmarle— . Los hijos de Jacob no son muy partidarios de los espectáculos gentiles, que a menudo son malditos a los ojos del Señor.
— Es verdad. Pero ¿has visto nunca un hombre más sereno y más frío?
— ¡Y qué brazo!
— ¡Y qué caballos! — añadió un tercero.
— Y aseguran también — dijo un cuarto— que conoce al dedillo las argucias y estratagemas de los romanos.
Una mujer completó el elogio.
— Sí; y es más guapo que el romano.
Así apoyado, el judío gritó de nuevo:
— ¡Cien sidos por el hebreo!
— ¡Cállate, imbécil! — le increpó uno de Antioquía, desde un banco algo más separado y delantero— . ¿No sabes que han apostado cincuenta talentos contra él, a seis por uno, en favor de Messala?
— ¡Guárdate tus sidos, no sea que venga Abraham y cargue con ellos!
— Oye, tú, ¡asno de Antíoco! Cesa ya de rebuznar. ¿No sabes que es el mismo Messala quien los juega?
Así se elevaban disputas por todas partes y se entablaban controversias que no siempre acababan bien.
Cuando terminó, al fin, la marcha y la procesión desapareció por la Puerta Magna, Ben-Hur comprendió que había logrado su deseo ferviente.
Todo el Oriente tenía fijos sus ojos en su rivalidad con Messala.
13. La salida
A cosa de las tres de la tarde, hablando según el estilo de nuestra época, sólo quedaba del programa la carrera de cuadrigas.
Hubo un descanso entre la primera y segunda parte del espectáculo. De pronto, a una señal del director de los juegos, se abrieron las puertas y cuantos pudieron se apresuraron a salir de los pórticos, donde se habían establecido vendedores de comestibles de toda clase. Los que permanecían sentados bostezaban, charlaban, consultaban sus tabletas y, olvidadas ya las discusiones, no quedaban más que dos clases: la de los que ganaban, que se mostraban contentos y satisfechos, y la de los que perdían, que fruncían el ceño.
Sin embargo, quedaba una tercera clase: espectadores que sólo deseaban presenciar la carrera de cuadrigas y se aprovechaban del intervalo para ocupar sus asientos sin incomodar a nadie. Entre ellos estaban Simónides y sus acompañantes, cuyos asientos se hallaban cerca de la entrada principal del lado Norte, enfrente del cónsul.
Cuando cuatro robustos criados atravesaron la gradería llevando al comerciante en su sillón se produjo un movimiento general de curiosidad. Quienes le conocían pronunciaban su nombre, Los que se encontraban cerca lo oyeron y lo transmitieron a lo largo de los asientos, hacia el Oeste, y pronto el público empezó a ponerse de pie en los bancos para ver al hombre del que se contaba en Antioquía una historia fabulosa.
Ilderim fue igualmente reconocido y aclamado; pero nadie supo quiénes eran Baltasar y las dos mujeres cubiertas de velos.
El pueblo les abría paso con respeto y los acomodadores les colocaron en la primera fila, detrás de la balaustrada que daba a la arena, donde se sentaron sobre almohadones y apoyaron los pies en taburetes.
Las dos mujeres eran Iras y Esther.
Después de acomodadas, la segunda dirigió una medrosa mirada a la pista y a las galerías y cerró más aún el velo que cubría su rostro, mientras la egipcia, dejando caer sobre los hombros el velo que la cubría, se dejó contemplar y miró la escena con la aparente indiferencia con que las mujeres acostumbradas al trato social acogen, como si no lo advirtieran, las miradas que se dirigen hacia ellas.
Entretanto unos criados del circo comenzaron a tender una cuerda blanca a través de la arena, de balcón a balcón, enfrente de los pilares de la meta de partida; y otros seis, que salieron de la Puerta Magna, se colocaron ante cada una de las células o cárceles ocupadas por las cuadrigas. Por todas las galerías se levantaba gran vocerío:
— ¡Mirad, mirad! ¡El verde ocupa el número cuatro de la derecha! ¡Allá está el ateniense!
— Y Messala, sí, el número dos.
— El corintio…
— ¡Mirad el blanco! Ahora cruza por delante de todos, se detiene; es el número uno, el último de la izquierda.
— No es el negro el que se detiene allí; el blanco es el número dos.
— Sí, es verdad.
Los seis porteros vestían el color correspondiente al auriga a quien les correspondía abrir la puerta; y así, cuando cada cual se situó en su puesto vieron en qué célula estaba encerrado cada uno de los seis competidores.
— ¿No has visto nunca a Messala? — preguntó la egipcia a Esther.
La judía se estremeció al responder con una negativa. Si el romano no era enemigo de su padre, lo era de Ben-Hur.
— ¡Es un hermoso Apolo! — exclamó Iras, y sus grandes ojos brillaron al mover su abanico incrustado en pedrería.
Esther la miró, pensando: «¿Es acaso tan bello como Ben-Hur?».
En aquel momento oyó que Ilderim decía a su padre:
— Sí, su célula debe de ser el número dos.
Y suponiendo que hablaban de Ben-Hur, sus ojos se volvieron hacia ellos.
Al lanzar una rápida mirada sobre la enrejada puerta se cerró más aún el velo y musitó una corta oración.
En aquel momento Sanbalat se acercaba al grupo.
— Vengo precisamente de las cárceles, ¡oh jeque! — dijo, saludando con gravedad a Ilderim, que empezaba a mesarse la barba mientras sus ojos brillaban con ávida curiosidad— . Los caballos están en perfecto estado.
Ilderim replicó:
— Si son derrotados, ruego a Dios que no sea Messala, por lo menos, su vencedor.
Volviéndose luego a Simónides, Sanbalat sacó una tableta y dijo:
— Te traigo algo interesante. Ya recordarás, supongo, la apuesta cruzada anoche con Messala y la que te anuncié que quedaba pendiente; la cual, si al fin era aceptada, me sería entregada, firmada ya, antes de la carrera. Aquí está.
Simónides tomó la tablilla y leyó cuidadosamente el memorándum:
— Sí — dijo— : su emisario vino a preguntarme si tenía tanto dinero tuyo en mi casa. Conserva bien esta tableta. Si pierdes, ya sabes lo que has de hacer. Si ganas — su rostro expresó una gran dureza— , si ganas, ¡oh amigo!, ten mucho cuidado. ¡El firmante querrá escapar! ¡No lo abandones hasta que suelte el último siclo! ¡Esto es lo que ellos harían con nosotros!
— Ten confianza en mí — replicó Sanbalat.
— ¿No quieres sentarte con nosotros? — le preguntó Simónides.
— Eres muy amable — replicó— ; pero si abandono al cónsul, la joven Roma que le acompaña lo tomará a mal. La paz sea con vosotros.
Terminó el intermedio. Los clarines dieron un toque, y al oírlo acudieron los que habían abandonado sus asientos con el fin de ocuparlos de nuevo. Algunos criados del circo treparon al muro divisorio y se dirigieron a la extremidad occidental, cerca de la segunda meta: colocaron siete bolas de madera sobre un tablado, mientras otros criados ponían en otro tablado análogo, al otro extremo — es decir, cerca de la meta primera— , otras siete piezas de madera que representaban delfines.
— ¿Qué piensan hacer de esas bolas y de esos peces, jeque? — preguntó Baltasar.
— ¿No has presenciado nunca una carrera?
— Nunca hasta ahora; y aún no sé por qué estoy aquí.
— Son para llevar bien la cuenta. Al final de cada vuelta, verás cómo echan abajo una bola y un delfín.
Los preparativos estaban ya hechos; a indicación del director, un trompeta, en traje de gran gala, dio la señal del comienzo. El movimiento y las conversaciones cesaron al instante. Todas las miradas se dirigieron hacia el Este y se clavaron en las seis puertas que cerraban las seis células de los campeones.
Un leve carmín, que coloreó las mejillas de Simónides, dio prueba de que también él se dejaba llevar de la excitación general. Ilderim se acariciaba rápida y nerviosamente la barba.
— Mira ahora cuando salga el romano — dijo la bella egipcia a Esther, quien ni siquiera la oyó porque, con su velo apretado a la cara y con las manos sobre él corazón, que latía apresuradamente, sólo esperaba la aparición de Ben-Hur.
El toque del clarín fue corto y penetrante. Al oírlo los encargados de dar la salida, uno por cada carro, se retiraron de detrás del pilar de partida, dispuestos a prestar auxilio a alguna de las cuadrigas si parecía mal dirigida.
Sonó de nuevo el clarín y, a un mismo tiempo, los porteros abrieron las seis verjas.
Aparecieron primero los cinco ayudantes de los conductores, montados. Ben-Hur había rechazado aquel servicio. La cuerda blanca fue echada a tierra para que pasaran, pero fue izada de nuevo a la altura de un hombre. Los porteros aguardaban la señal del palco consular para transmitirla a los conductores respectivos. De pronto los acomodadores de la galería hicieron una señal con la mano y los porteros gritaron con todas sus fuerzas:
— ¡Fuera! ¡Fuera!
Como un huracán, o más bien como proyectiles lanzados de otras tantas ballestas, salieron las cuadrigas. En un momento el circo entero se puso en pie, como electrizado, y los espectadores llenaron el espacio de un clamor inmenso.
Aquél era el momento que tanto y tan pacientemente habían estado todos esperando y del que tanto se venía hablando.
— ¡Ahora está allí, allí; mira! — exclamó Iras, señalando a Messala.
— Ya lo veo — respondió Esther, que no miraba más que a Ben-Hur.
El velo se le había caído sobre los hombros. Por un instante la hebrea fue valerosa. Acudió a su mente la idea del gozo que se experimenta al ejecutar un hecho heroico en presencia de tantos espectadores; y entonces comprendió cómo en tales ocasiones es posible que el alma del hombre, en el frenesí por conseguir la victoria, se burle de la muerte.
Los seis contrincantes estaban a la vista de casi todos los espectadores; pero la carrera propia aún no había empezado, pues habían de tocar la cuerda tendida en primer lugar, con el propósito de igualar el tiempo de partida. Si hubiese sido arrojada sobre los caballos, habría podido producir una confusión entre los hombres y los animales; por otra parte, si las cuadrigas se aproximaban a ella con timidez, corrían el albur de quedarse atrás desde el principio de la carrera; y además perdían la ventaja, siempre disputada, de correr junto al muró, es decir, en la línea interior de la pista.
Esta prueba, con todos sus peligros y consecuencias, era bien conocida del público. La opinión del viejo Néstor, manifestada en el momento en que entregaba a su hijo las riendas de la cuadriga, era verdadera: «No es la fuerza, sino el arte, quien gana el premio: y el ser ligero vale menos que ser cuerdo». Todos esperaban con ansia el resultado de la prueba, que era como un indicio sobre quién sería el vencedor.
Al salir cada conductor miró al principio la cuerda y, después, la codiciada posición junto al muro; así, como se dirigían los seis al mismo punto con furiosa velocidad, parecía inevitable una colisión. Pero no era esto todo. ¿Qué ocurriría si, en el último instante, el director de los juegos no daba la señal de bajar la cuerda?
La pista tenía unos doscientos cincuenta pies de longitud. Se requería vista rápida, mano firme y juicio pronto. ¡Ah, sí se distraía uno echando una mirada! ¡Si su entendimiento vagaba por otra parte! ¡Si se escapaba una rienda!
Las cuadrigas se adelantaban juntas hacia la cuerda. En un momento dado el trompeta que se encontraba al lado del director dio un vigoroso toque; y aunque los jueces no pudieron oírlo, por el inmenso clamoreo de la multitud, vieron la acción y aflojaron la cuerda en el momento preciso en que el casco de uno de los caballos de Messala la pisó el primero.
El romano, adelantado, sacudió su largo látigo, aflojó las riendas y con un grito triunfante tomó el puesto contiguo a la muralla.
— ¡Júpiter está con nosotros! — gritaron los del partido romano en el frenesí del primer triunfo.
Al propio tiempo la cabeza del león de bronce con que terminaba el eje del carro del romano alcanzó un remo delantero de uno de los caballos del ateniense y lo arrojó sobre los caballos de lanza. Éstos vacilaron, tropezaron y perdieron la ventaja que llevaban. Millares de espectadores, horrorizados, quedaron mudos; sólo los que se sentaban alrededor del cónsul aplaudieron.
— ¡Júpiter está con nosotros! — decían sus amigos al ver a Messala dueño de la posición preferente.
— ¡Ganará! ¡Júpiter está con nosotros! — gritó con frenesí Druso.
Con sus tabletas en la mano, Sanbalat se volvió hacia ellos; mas un crujido que procedía de la pista le cortó la palabra y no pudo menos de volverse a mirar.
Después de haberse adelantado Mes sala, el corintio era el único que disputaba al ateniense el derecho de pasar primero, y éste procuraba conservar al galope su quebrantada cuadriga. Era fatal que la desgracia lo eliminase de la carrera. La rueda del bizantino, que estaba muy cerca a la izquierda, chocó con la pieza posterior de su carro, la destrozó y magulló los pies del ateniense. Algo crujió, resonó un grito de dolor y de rabia y el desgraciado Cleante cayó bajo los pies de sus propios caballos. Ante aquel espectáculo terrible se cubrió Esther los ojos. El corintio, el bizancio y el sidonio pasaron sobre él; Sanbalat miró a Ben-Hur y volvió de nuevo a Druso y a su facción.
— ¡Cien sestercios por el judío! — gritó.
— ¡Aceptados! — contestó Druso.
— ¡Otros cien sestercios por el judío! — gritó Sanbalat de nuevo.
Nadie pareció oírle. Gritó de nuevo, pero la situación era absorbente en la pista y nadie pensaba más que en gritar.
— ¡Messala! ¡Messala! ¡Júpiter está con nosotros!
Cuando la hebrea se aventuró a mirar de nuevo, algunos criados se ocupaban en arrastrar apresuradamente los caballos y el destrozado carro; otros llevaban a Cleante, privado de sentido. De todas las gradas donde se hallase un griego brotaban gritos de execración y de venganza. De pronto vio a Ben-Hur, cuya cuadriga corría al lado de la del romano; detrás de ellos, en grupo, seguían el sidonio, el corintio y el bizantino.
La carrera fue disputada con ardor desde el principio. Los corredores ponían en ella toda su alma; millares y millares de personas estaban pendientes del menor de sus movimientos.
14. La carrera
Ben-Hur, como hemos visto, estaba en el extremo izquierdo de los seis al ocurrir el accidente en la lucha por el puesto privilegiado. Por un momento quedó, como los otros, cegado por la reverberación de la arena; sin embargo, procuró no perder de vista a sus antagonistas y adivinar sus propósitos. Lanzó una mirada escrutadora sobre Messala, que era algo más que un competidor para él, y lo vio impasible; la altanería característica del noble patricio aparecía, como siempre, en su rostro, más bello quizás entonces a causa del yelmo que realzaba su varonil hermosura. Ben-Hur, guiado por una imaginación celosa, o bien por efecto de la sombra que sobre el rostro del romano extendía su casco, creyó ver reflejada en sus facciones, como en un espejo, el alma entera de su rival; negra, cruel, falaz. Un clima resuelta a todo con tal de conseguir sus propósitos.
Ben-Hur sintió afirmarse su resolución de aniquilar a toda costa a su enemigo. Aun a riesgo de su vida, le humillaría. Premio, apuestas, amigos, honores, todo aquello que excitaba a los demás no tenía para él ningún interés; todo se borraba ante su implacable venganza. Y, sin embargo, no había pasión por su parte; por lo menos esa pasión que ciega, hace perder la cabeza, acelera los latidos del corazón y nubla la vista. No; en él no había ningún impulso de lucha contra la fortuna; no creía en la suerte. Había formado su plan fríamente y, confiado en sus fuerzas, se había puesto a la obra con la mayor minuciosidad; nunca sintióse más dueño de sí mismo, jamás se encontró menos alterado por pasión alguna.
Al ver en la salida que Messala ocupaba el puesto privilegiado, por una especie de rápida e infalible intuición, comprendió que aquél sabía que caería la cuerda con el fin de darle la preferencia. ¿Qué cosa más acorde con el carácter romano sino que sus compatriotas y amigos procurasen ayudar a Messala, primero por el honor nacional y después porque estaban en juego sus fortunas?
Prudentemente, Ben-Hur no se obstinó en luchar en tales condiciones y cedió al punto el puesto a su rival. La cuerda cayó, como ya hemos dicho; y al punto todas las cuadrigas, excepto la suya, saltaron a la carrera, impulsa dos los caballos por el látigo. Se inclinó a la derecha y, con toda la velocidad que le ofrecían sus corceles árabes, se lanzó tras las huellas de su contrincante, formando un ángulo sabiamente calculado para perder el menor tiempo posible y ganar el mayor espacio. Así, mientras los espectadores se lamentaban de la desgracia del ateniense y el sidonio, el bizantino y el corintio se esforzaban con toda su destreza en evitar un choque, Ben-Hur los alcanzó, torció después en otro ángulo igualmente hábil y se situó al fin junto a Messala. La maravillosa destreza que demostraba aquella maniobra no escapó a los ojos de los espectadores experimentados. Esther misma, imitando a los demás, palmoteo con alegre sorpresa. Sanbalat, sonriente, ofrecía sus cien sestercios por segunda vez, sin encontrar quien aceptase el envite. Y en aquel punto los romanos empezaron a sospechar que Messala había encontrado un competidor tan experto como él, si no mejor. ¡Y éste era un judío!
Corrieron juntos, con un pequeño espacio entre los dos carros, y se aproximaron a la segunda meta.
El pedestal de los tres pilares, visto desde Poniente, aparecía como una muralla en forma de semicírculo, en exacto paralelismo con las paredes del circo y de la pista. Dar la vuelta era considerado, bajo todos los aspectos, como la prueba más evidente de la habilidad de un conductor de cuadriga; en una vuelta semejante cayó Orestes. El interés subió de punto y se produjo un silencio general. Por primera vez pudo oírse el rodar de las cuadrigas, vigorosamente arrastradas por los caballos, que apenas tocaban la arena.
En aquel momento Messala pareció percatarse de la presencia de Ben-Hur y su audacia se manifestó de un modo imprevisto.
— ¡Muera Eros y viva Marte! — gritó, y restallando su fusta la dejó caer sobre los cuatro caballos de Ben-Hur, envolviéndoles en un latigazo como jamás habían sufrido los generosos animales— . ¡Muera Eros y viva Marte! — repitió triunfante.
El latigazo fue visto por la mayoría de los espectadores, y el asombro se hizo general. Siguió el silencio. Detrás del cónsul los más atrevidos, temiendo algo inusitado, contuvieron el aliento. El resultado no se hizo esperar mucho tiempo. Como una explosión repentina, la indignación popular estalló en un clamoreo inmenso y prolongado. Lo realizado por Messala era una infamia y una deslealtad nunca vista en los fastos del circo.
Los cuatro corceles árabes saltaron espantados. Hasta entonces nadie había puesto las manos sobre ellos sino para colmarlos de caricias; fueron criados por el cariño de su amo, y su confianza en la bondad del hombre era absoluta, ofreciendo a éste la más admirable lección. ¿Qué habían de hacer seres tan mimados bajo un trato tan indigno sino saltar como si se vieran acosados por la muerte?
En un solo impulso se precipitaron, arrastrando consigo el carro como si fuera una pluma. Llegada la ocasión, toda experiencia es útil. ¿Dónde pudo adquirir Ben-Hur aquella mano, aquella poderosa fuerza, aquel puño de hierro que ahora le había servido de modo tan cumplido? ¿Dónde sino manejando el remo en lucha constante con el mar? ¿Y qué fue para él aquel brusco salto de su cuadriga, salto que hubiera derribado a otro cualquiera que no hubiera sufrido los continuos vaivenes de una galera juguete de las olas?
No perdió su puesto; dio libre rienda a la cuadriga y, con voz llena de caricias, procuró calmar a los corceles, tratando sólo de guiarlos en la peligrosa vuelta; y antes de que la fiebre popular empezara a decrecer había conseguido hacerse de nuevo dueño de ellos. Y no sólo esto, sino que al aproximarse a la meta de partida Ben-Hur había recobrado su posición al lado de Messala y atraído la simpatía y admiración de todo el que no era romano.
Messala, a pesar de su osadía, no creyó oportuno ni seguro burlarse por segunda vez del público, que con tanta claridad había demostrado su simpatía por el judío.
Esther pudo ver la frente de Ben-Hur cuando los caballos daban la vuelta a la meta. Vio de lleno su rostro, un poco pálido, noblemente erguido, pero sereno y hasta plácido. Se dio cuenta de que sólo pensaba en la lucha.
Terminada la primera vuelta, un criado bajó una de las bolas de madera, mientras en el otro extremo bajaban uno de los delfines.
De igual forma, en la segunda vuelta, dejaron caer la segunda bola y el segundo delfín, y lo mismo la tercera bola y el tercer delfín de la tercera vuelta.
En la cuarta, Messala conservaba aún el lado interior y Ben-Hur todavía se mantenía junto a él, mientras los otros tres competidores les seguían como antes. La lucha tenía el aspecto de una de aquellas dobles carreras tan populares en Roma durante el mandato del último césar.
El sidonio consiguió ponerse al lado de Ben-Hur en la quinta vuelta, pero pronto perdió aquel lugar. La sexta comenzó sin un cambio de posición en los contendientes.
Sin embargo, había ido aumentando de modo gradual la velocidad de los caballos y se había calentado y exaltado la sangre de sus conductores, que sentían acercarse el momento decisivo. Hombres y bestias conocían que era necesario desplegar en la etapa final el esfuerzo supremo.
El interés que casi desde el principio se había concentrado en el romano y el judío, con profunda y general simpatía por este último, parecía trocarse en ansiedad y desaliento. Los espectadores se inclinaban hacia adelante, inmóviles, siguiendo ansiosa, penosamente, a los aurigas. Ilderim se olvidaba de mesarse la barba y Esther de sus temores.
— ¡Cien sestercios por el judío! — gritó Sanbalat a los romanos que se cobijaban bajo el dosel del cónsul.
Nadie respondió.
— Un talento… Cinco talentos… Diez… Lo que queráis…
Y sacudía sus tabletas hacia ellos en son de desafío.
— Acepto tus sestercios — contestó un joven romano, preparándose a escribir.
— No hagas tal cosa — le aconsejó un amigo.
— ¿Por qué?
— Mira, Messala ha llegado al máximo de velocidad. ¿No ves cómo se apoya en el borde de su carro y afloja las riendas? Mira ahora al judío.
El primero observó, en efecto, a éste.
— ¡Por Hércules! — replicó, presa de desaliento— . Ese perro parece que tira con todas sus fuerzas de las bridas. ¡Lo veo! ¡Lo veo! Si los dioses no protegen a nuestro amigo, el judío va a adelantarse cuando se le antoje… Pero ¡no!… Aún no… ¡Mira! Júpiter está con nosotros. ¡Júpiter nos protege!
Aquel grito brotó espontáneamente de todos los pechos latinos.
En verdad, si Messala había alcanzado el máximo de velocidad, su esfuerzo no le había dado ventaja alguna; lenta, pero seguramente, empezaba a aflojar. Sus caballos empezaban a agachar las cabezas. Desde lo alto parecía que sus cuerpos, tendidos en la carrera, rozaban la pista; las ventanas de la nariz, abiertas, mostraban sus membranas inyectadas de sangre; los ojos parecían rodar en las órbitas. Los nobles brutos hacían todo Jo que podían; pero ¿cuánto tiempo sostendrían aquel paso? ¡Sólo estaban al principio de la sexta vuelta!
Pero he aquí que, al aproximarse a la segunda meta, Ben-Hur quedó tras el carro de Messala. Esto fue lo que levantó el ánimo de los romanos.
La alegría de Messala y su facción llegó al colmo; gritaban, aullaban y agitaban al aire sus colores, y Sanbalat llenó sus tabletas con las apuestas que hacía y que eran aceptadas.
A Malluch, que se encontraba en la galería inferior, sobre la Puerta del Triunfo, se le hacía duro conservar la serenidad. Recordaba la vaga indicación que le hiciera Ben-Hur de que algo sucedería al bordear la meta occidental; pero habían transcurrido cinco vueltas sin que ocurriese nada. Había creído que en la sexta vería la señal del éxito; pero he aquí que Ben-Hur perdía su puesto y apenas conseguía mantenerse a la zaga de su adversario.
Simónides y sus amigos esperaban serenos y silenciosos. El comerciante, inclinado sobre la balaustrada, seguía todos los incidentes. Ilderim estiraba con ansiedad su barba y fruncía las cejas de tal modo que apenas dejaba perceptible un punto brillante de sus ojos, como una chispa de fuego. Esther apenas respiraba. Sólo Iras estaba alegre.
Y así se dio fin a la sexta vuelta: Messala delante e inmediatamente detrás Ben-Hur, tan cerca que recordaba la antigua epopeya: «Volaba delante Eumelo sobre sus caballos fereceos; con los de Troya viene detrás el atrevido Diomedes; junto a la espalda de Eumelo dejan oir su resoplido, como si fueran montados tras él en su propio carro. En la lucha sintió el ardiente hálito y vio sobre él las flotantes sombras de los caballos».
Así llegaron a la meta de partida y dieron la vuelta. Temeroso Messala de perder su puesto, se acercaba cuando podía rasando casi el muro con grave riesgo; un pie más hacia la izquierda y su cuadriga se hubiera hecho astillas. Cuando acabó la sexta vuelta nadie, al mirar las huellas de ambos carros, hubiera podido decir: «Ésta es la de Messala y ésta la del judío». Se confundían en una sola.
Esther vio de nuevo el rostro de Ben-Hur, al doblar la primera meta, más pálido que al principio. Simónides, más perspicaz que su hija, dijo a Ilderim, en el momento que pasaba por delante de ellos:
— Yo no soy buen juez, jeque, pero juraría que Ben-Hur intenta dar un golpe decisivo. Basta con ver su rostro.
A lo cual contestó Ilderim:
— ¡Qué frescos y qué vigorosos están sus caballos! ¡Por el esplendor de Dios, amigo, parece que no han empezado aún a correr! ¡Mira, mira ahora!
En los dos tablados sólo quedaban una bola y un delfín. De todas las galerías surgió un rugido y el pueblo aspiró ampliamente el aire, porque ya se acercaba el principio del fin. El sidonio fustigó furiosamente sus caballos, que, precipitados por el dolor y el miedo, se lanzaron desesperados, prometiendo por unos instantes colocarse al frente, mas este esfuerzo sólo se quedó en promesa. Luego el bizantino y el corintio hicieron un supremo esfuerzo, con el mismo resultado negativo. En realidad ya habían perdido la carrera. Así lo comprendieron todos los espectadores y, con un acuerdo maravilloso y perfectamente explicable, todas las facciones, excepto la romana, pusieron sus esperanzas en Ben-Hur, a quien demostraban sus simpatías.
— ¡Ben-Hur! ¡Ben-Hur! — gritaban; y el poderoso clamoreo dominaba las voces que se alzaban en favor de Messala en la tribuna consular. De las graderías, bajo las cuales pasaba en su carrera, descendió sobre él la simpatía en forma de imperativos y fieros votos.
— ¡Aviva, judío! ¡Vuela!
— ¡Suelta los caballos! ¡Dales más rienda! ¡Pégales!
— ¡No consientas que se adelante a la vuelta! ¡Ahora o nunca!
Sobre la balaustrada, a riesgo de caer a la arena, se inclinaban, extendiendo hacia él los brazos, suplicando, amenazando, implorando el triunfo.
El judío nada oyó; nada pudo hacer mejor en todo el trayecto hasta la segunda meta. Continuaba detrás sin cambio alguno.
Messala empezó a tirar de sus caballos de la izquierda, al dar la vuelta, lo que les hizo menguar velocidad. Estaba muy animado; en su imaginación, más de un altar iba a enriquecerse con sus votos y ofrendas. El genio romano debía quedar satisfecho. Desde los tres pilares sólo faltaban seiscientos pasos para alcanzar la fama y acrecentar su fortuna, sus honores y obtener un triunfo inefable sobre el objeto de su odio.
Desde la galería Malluch vio a Ben-Hur inclinarse hacia sus cuatro corceles y soltar toda la rienda. Su mano vigorosa agitó la larga fusta, que silbó como una serpiente sobre las cabezas de sus caballos, y silbó de nuevo y se agitó amenazadora, aunque sin tocarlos; pero si no cayó sobre sus lomos, sintieron la amenaza y el aguijón y se lanzaron como el huracán. El rostro encendido y los ojos llameantes de Ben-Hur parecían querer infundir en los caballos una irresistible voluntad; y los cuatro, como uno solo, respondieron saltando tras el carro romano.
Entonces Messala, cerca de la meta y a tiempo de dar la peligrosa vuelta, oyó pero no se atrevió a mirar. Dominando los ruidos de la pista sobresalía una voz, la de Ben-Hur. En el antiguo dialecto arameo excitaba a sus caballos como lo hubiera hecho el propio jeque.
— ¡Oh Altair! ¡Oh Rigel! ¿Qué te pasa, Antarés? ¿Vas ahora a flaquear? ¡Buenos caballos…! ¡Animo, Aldebarán…! Oigo cantar en las tiendas. Ya oigo a las mujeres y a los niños que cantan a las estrellas. Altair, Antarés, Rigel, Aldebarán, ¡victoria…! ¡Bien hecho…! Mañana a casa, a vuestra tienda…, a casa… ¡Oh, Antarés! ¡La tribu os está aguardando y el amo os desea…! ¡Ya está! ¡Ya está! ¡Eso es…! ¡Hip! ¡Hip! ¡Hip…! ¡Hemos derribado al orgulloso! ¡En el polvo yace la mano que nos hirió! ¡La gloria es nuestra…! ¡Ánimo…! La obra está cumplida… Soo… ¡Basta! ¡Quietos!
Lo ocurrido no pudo ser más sencillo, pero tampoco más breve.
Era el momento elegido por Messala para girar y dar la vuelta hacia la meta. Para adelantarle, Ben-Hur había de inclinarse a la izquierda y la buena estrategia requería que aquel movimiento fuese lo estrictamente preciso para no quedar retrasado. Todos entre el público lo comprendieron así, y vieron la señal dada a los caballos y la soberbia salida de éstos. Vieron girar a la cuadriga de Ben-Hur, casi rozando la rueda exterior de la de Messala, en tanto que la rueda interna de Ben-Hur tocaba casi la parte posterior del carro del romano. Esto lo vieron todos; pero, de pronto, oyóse un gran estallido y, más rápidamente que el pensamiento, volaron sobre la pista cien astillas brillantes blancas y doradas, y se vio inclinarse sobre el costado derecho al carro del romano. Arrastrado en la carrera saltó una vez, y otra, y luego otra, y al fin se le vio caer destrozado. Messala, trabado por la cintura, cayó de cabeza hacia adelante.
Como para aumentar el horror de la escena y hacer cierta su muerte, el sidonio, que rasaba el muro detrás de él, no pudo detenerse ni desviarse. Su cuadriga cayó a toda velocidad sobre los restos de la de Messala y sobre su mismo cuerpo.
Como movido por un resorte, el pueblo entero saltó sobre los bancos y aplaudió y gritó frenéticamente.
Algunos echaron una ojeada a Messala. Estaba inmóvil y le creyeron muerto. La mayoría siguió la triunfal carrera de Ben-Hur. No pudieron advertir el diestro tirón de riendas por el cual, haciendo inclinar su carro hacia la izquierda, había alcanzado la rueda de Messala con la extremidad ferrada del eje de su carro, haciéndola astillas.
Sólo vieron la súbita transformación del judío y sintieron el ardor que lo enardecía, como una llamarada de su espíritu, en la heroica resolución y la frenética energía que con los ojos, con la palabra y con los ademanes infundía a sus corceles árabes invencible furia. ¡Y qué carrera! ¡Parecían más bien leones saltando sobre su presa! De no haber sido por el carro, hubiérase dicho que volaban. Cuando el bizantino y el corintio aún estaban a la mitad de la pista, Ben-Hur daba la vuelta a la meta de partida.
¡Y la carrera estaba ganada!
El cónsul se levantó. El público gritó hasta enronquecer; el director de los juegos descendió de su asiento y coronó a los vencedores.
Entre los pugilistas, el afortunado vencedor era un sajón de cabellos y cejas color lino y rostro tan brutal que atrajo una segunda mirada de Ben-Hur, que reconoció en él a un maestro del que fue favorito en Roma. Después echó una ojeada y vio a Simónides y a sus compañeros, que le miraban y le saludaron con la mano. Esther no dejó su asiento, pero Iras se levantó y le dirigió una sonrisa y un saludo con su abanico.
Organizóse el cortejo y, en medio de las aclamaciones de la multitud, que había conseguido sus deseos, atravesaron la Puerta del Triunfo:
Y la fiesta terminó.
15. La invitación de Irás
Ben-Hur paseaba a orillas del río con Ilderim, esperando que llegase la medianoche; habían determinado con anticipación que a tal hora se pondrían en camino en seguimiento de la caravana, que les llevaba treinta horas de ventaja.
El jeque sentíase feliz. Quiso hacer regios presentes a Ben-Hur, pero éste lo había rehusado todo, insistiendo en que estaba satisfecho con la humillación de su enemigo. La generosa disputa continuaba todavía.
— Piensa — le decía el jeque— en todo lo que has hecho por mí. En lo sucesivo, en toda negra tienda, desde El Akaba hasta el océano, a través del Eufrates y más allá del mar de los Escitas, el renombre de Mira y de sus hijos aumentará; y los que ahora los cantan me ensalzarán y olvidarán quizás que ya me encuentro en el declive de mi vida. Las lanzas del desierto que hoy no tienen amo vendrán a mí y mis hombres de espada se multiplicarán. No sabes lo que es tener el imperio del desierto, como ahora lo tendré yo. Me traeré considerables tributos del comercio y amplias inmunidades de los reyes. ¡Ah, por la espada de Salomón! Si mis mensajeros buscan para mí el favor del césar, esto será lo que lo traiga… Pero ¿no aceptarás nada?
Ben-Hur repuso:
— Nada, buen jeque. ¿No tengo ya tu mano y tu corazón? Deja que el acrecentamiento de tu poder e influencia pueda servir al Rey que viene. ¿Quién podrá decir que no te lo ha permitido Dios para que lo emplees en su favor? En la obra a emprender puedo tener algún día necesidad de ti; negándome ahora, quedo en libertad para pedirte algo mañana.
En el transcurso de esta conversación llegaron dos mensajeros: Malluch y un desconocido. El primero fue recibido en seguida.
El buen hombre no podía ocultar su alegría por el triunfo del día anterior.
— Pero vayamos a lo que importa — dijo— . El amo Simónides me envía a deciros que, en la reunión de los jugadores en palacio, algunos de la facción romana se apresuraron a protestar contra el pago de las apuestas.
Ilderim dio un brinco y gritó con su voz penetrante.
— ¡Por el esplendor de Dios! ¡Oriente decidirá si la carrera fue ganada en buena ley!
— Ciertamente, buen jeque — dijo Malluch— ; el director ha pagado el dinero.
— Está bien.
— Cuando le dijeron que Ben-Hur chocó con la rueda de Messala el director se rio y les recordó el latigazo que asestó aquél a los caballos al dar la vuelta a la meta.
— ¿Y cómo sigue el ateniense?
— ¡Ha muerto!
— ¡Muerto! — gritó Ben-Hur.
— ¡Muerto! — le hizo eco Ilderim— . ¡Qué suerte tienen todos esos monstruos de romanos! ¿Messala escapó con vida?
— Sí, ha salvado la vida, jeque; pero ésta siempre será una carga para él. Los médicos dicen que vivirá, pero que no podrá volver a caminar.
Ben-Hur elevó los ojos al cielo. Tuvo como una visión de lo que sería de Messala, amarrado como Simónides a un sillón y como él llevado en hombros de sus criados cuando deseara salir. El mercader había resistido bien la prueba; pero ¿qué sería del romano, con todo su orgullo y ambición?
— Simónides me encargó, además, que os dijera que Sanbalat ha tropezado con algunas dificultades. Druso y los que con él se comprometieron al pago de los cinco talentos han puesto el caso en conocimiento del cónsul Magencio, quien ha enviado el asunto al Cesar. Messala también rehúsa pagar, y Sanbalat, siguiendo el ejemplo de Druso, fue a ver al cónsul, y el asunto está pendiente de resolución. Los romanos dicen que a los que protestan del pago no se les debe dispensar, y todos los partidarios de todas las facciones son de igual opinión. La ciudad anda revuelta y escandalizada.
— ¿Qué dice Simónides? — preguntó Ben-Hur.
— El amo ríe y se muestra satisfecho. Dice: «Si el romano paga se arruina, pero si se niega al pago queda deshonrado. La política imperial decidirá. Mala táctica sería comenzar la guerra con los Partos infiriendo una ofensa a Oriente. Si disgustan al jeque Ilderim, se atraerán la enemistad del desierto, en el cual tiene el cónsul Magencio que establecer su línea de operaciones». Por tanto Simónides me encarga que os diga que no paséis cuidado. Messala pagará.
Ilderim recobró su buen humor:
— Vámonos ya — dijo, frotándose las manos— . El negocio andará bien si queda a cargo de Simónides. La gloria es nuestra. Voy a dar orden de que nos preparen los caballos.
— Aguarda — dijo Malluch— . Te espera un mensajero. ¿No quieres verlo?
— ¡Por el esplendor de Dios! Se me había olvidado.
Malluch se retiró y acto seguido entró un apuesto mancebo de maneras delicadas y gentil apariencia.
— Iras, hija de Baltasar, que también conoce al buen jeque, me encomienda que felicite a Ilderim por el triunfo de sus caballos.
— La hija de mi amigo es muy amable — dijo Ilderim con ojos centelleantes de alegría— . Entrégale este anillo, en prueba del placer que me proporciona su mensaje.
Y sacándose del dedo un valioso anillo, lo puso en manos del mensajero.
— Lo haré como dices, ¡oh jeque! — replicó el adolescente, y continuó— . La hija del egipcio me ha encargado además, que hagas la merced de avisar al joven Ben-Hur que su padre ha ido a residir por algún tiempo en el palacio de Iderneo, donde ella recibirá al joven judío después de la hora cuarta de mañana. Y si el jeque Ilderim le hace este favor, ella le quedará muy agradecida. ¿Qué respuesta debo darle?
El jeque miró a Ben-Hur, cuyas facciones estaban rojas de placer.
— ¿Qué piensas hacer? — le preguntó.
— Con tu permiso, ¡oh jeque!, veré a la egipcia.
Ilderim rio. Luego dijo:
— ¿No es lícito que un hombre goce de su juventud?
Ben-Hur contestó al mensajero:
— Dile a quien te envía que yo, Ben-Hur, iré a verla al palacio de Iderneo, mañana al mediodía.
El adolescente se levantó, hizo una reverencia y partió.
A medianoche Ilderim emprendió la marcha, tras haber convenido con Ben-Hur en dejarle un caballo y un guía que le indicara el camino para reunirse con él después de la cita del siguiente día.
16. En el palacio de Iderneo
Al día siguiente Ben-Hur se dirigió desde el Onfalo, que era como el corazón de la ciudad, al punto en que Irasle había citado. Por la columnata de Herodes llegó pronto al palacio de Iderneo.
Primero entró en un vestíbulo de escalinatas laterales, cubierto y flanqueado de alados leones, que le condujeron a un pórtico. La arquitectura, los leones, los muros, el pavimento y el ibis, que en el centro de la escalinata esparcía una menuda lluvia de agua, recordaban el arte egipcio.
En el pórtico, de graciosas y ligeras columnas de blanco mármol, se adivinaba, en cambio, la concepción griega.
Ben-Hur se detuvo a la sombra del pórtico para admirar su delicada ejecución, y luego pasó al interior del palacio. Ante él se abrió una gran puerta de dos hojas y se encontró en un pasaje alto de techo, pero angosto. El pavimento y las paredes, de un color rojizo, eran, no obstante, en su propia sencillez, como un aviso de las bellezas que le esperaban.
Avanzaba despacio, saboreando por anticipado el encuentro con la bella egipcia. Como siempre, le encantaría con sus historias, con cantos, con su tono festivo, con su talento brillante, caprichoso y lleno de fantasía, con sus sonrisas y sus miradas, que sugerían todas las voluptuosidades de Oriente. Era feliz y su alma se cernía en la región de los sueños.
Aquel pasaje le condujo a una puerta cerrada, que se abrió por sí misma apenas llegó a ella sin ruido de cerrojos, en un silencio maravilloso. La extrañeza que le produjo este hecho desapareció en seguida frente al espectáculo que se ofreció a sus ojos.
Desde la sombra del silencioso pasaje, y bajo el dintel de la puerta, contemplaba el atrio de una casa romana, amplio y suntuoso en grado sumo. No podría decirse con certeza la magnitud de la estancia, pues se prolongaba hasta dar la ilusión de una perspectiva infinita, como en un escenario maravilloso. Jamás había visto un interior semejante.
Ben-Hur vagó en silencio por la estancia, perdido en sus sueños y esperando, como encantado por lo que veía, algo supremamente delicioso. No se sorprendió, al principio, de la soledad de la estancia. En toda casa romana de importancia, el atrio era la sala de recepción de los visitantes. Pensó que cuando Iras estuviese arreglada acudiría en persona o le haría avisar por una esclava. Dos y tres veces dio la vuelta a la estancia.
Sentóse y se entretuvo en examinar un candelabro de bronce delicadamente afiligranado. En la base, sobre un plinto, una sacerdotisa celebraba en un altar. Nada. El silencio que reinaba le inquietaba; escuchaba, sin dejar de contemplar el candelabro, pero no percibía el más ligero ruido. El palacio estaba silencioso como una tumba.
¿Habría algún error de su parte? Imposible. El mensajero había sido enviado por la egipcia y aquél era el palacio de Iderneo.
Entonces recordó la forma en que, misteriosamente, fue abierta la puerta y cuán silenciosamente volvió a cerrarse por sí misma.
— ¡Voy a ver! — murmuró.
Observó puertas, a derecha e izquierda del atrio, que sin duda conducían a los dormitorios, y quiso abrir alguna, pero todas estaban cerradas. Pensó en llamar, en hacer ruido para atraer a alguien; pero avergonzóse de sus temores. Dirigiéndose, pues, a un lecho, se recostó y trató de reflexionar.
Según todas las apariencias, era un prisionero. Pero ¿con qué fin? ¿Y de quién? ¡Si fuese Messala! Miró a su alrededor, sonriendo con aire de desafío. Cada mesa podría ser un arma terrible en su mano. Pero muchos pájaros han muerto de hambre en dorada jaula…
Ben-Hur se levantó, y de nuevo trató de abrir las puertas. Después gritó y llamó una vez, y el eco que devolvió el salón le hizo estremecer. Con toda la calma de que fue capaz se propuso esperar todavía, antes de forzar una de las puertas.
Media hora habría pasado, cuando la puerta por la que había entrado se abrió y volvió a cerrarse tan silenciosamente como antes y sin atraer su atención. En aquel momento estaba sentado en el extremo opuesto de la habitación.
El ruido de unos pasos le hizo estremecer.
«¡Al fin viene!», pensó con cierto estremecimiento, y se puso en pie.
El paso era pesado, como de unos pies calzados con groseras sandalias. Las doradas columnas que estaban entre él y la puerta le impedían ver; se adelantó sin ruido y se apoyó en una de ellas.
Ahora oía voces masculinas, una de ellas bronca y gutural. No podía entender lo que hablaban, porque su lenguaje no era ninguno de Oriente ni del sur de Europa.
Los extranjeros se desviaron hacia la izquierda y se ofrecieron a la vista de Ben-Hur. Eran dos, uno sumamente robusto, ambos altos y vestidos con túnicas cortas. No tenían aspecto de amos de casa ni de criados. Todo lo que veían parecía maravillarles; se paraban delante de cada objeto para examinarlo y tocarlo. Eran dos seres groseros y vulgares. El atrio parecía profanado con su presencia. La tranquilidad y seguridad con que se adelantaban declaraban que estaban allí por alguna determinada finalidad. ¿Cuál era?
A cada momento se acercaban más a la columna en que Ben-Hur se apoyaba. Una estatua que resplandecía, bañada en la aureola de un rayo de sol, atrajo su atención. Se acercaron a ella y se pusieron a plena luz.
Y he aquí que Ben-Hur sintió correr por su espalda un escalofrío al darse cuenta del peligro en que estaba, pues el hombre más alto y robusto de los dos que habían entrado, de abultada faz y miembros desnudos, cubierto de cicatrices y de anchos hombros hercúleos, era el normando a quien el día anterior coronaron como vencedor en el pugilato.
El instinto le advirtió que la oportunidad de cometer un asesinato era demasiado buena para ser considerada como una mera casualidad. Allí estaban los sicarios, y la víctima no podía ser nadie más que él. Dirigió una mirada ansiosa al compañero del normando, un joven de ojos y cabellos negros, judío en apariencia, y observó que, como el coloso, llevaba el traje que suelen ponerse los púgiles para los combates en la arena. Reuniendo, pues, todas las conjeturas, Ben-Hur no pudo abrigar ya duda alguna; sin que nadie pudiera socorrerle, estaba condenado a morir en aquel espléndido lugar.
Miraba a uno y a otro, y en su interior se verificaba ese fenómeno mental en que la vida entera pasa ante los ojos de nuestra consciencia y la contemplamos como si fuera la vida de un ser extraño. Desde el fondo de esa ignota profundidad, y como sacada por mano invisible, se le ofrecía la visión de una vida nueva en que acababa de entrar, que difería de la antigua en que si en aquélla había sido él la víctima, en adelante serían otros sus víctimas. ¿No había inmolado la primera el día anterior? Este recuerdo habría producido remordimientos a un alma puramente cristiana. Pero el espíritu de Ben-Hur se había amamantado en las enseñanzas del primer legislador judío, y éste no era el último ni el más grande. Había infligido un duro castigo a Messala, pero no cometió con él ninguna injusticia. Había triunfado por permiso del Señor y tenía una gran fe, esa fe que es manantial de fuerza, especialmente ante un peligro inminente.
La vida nueva en que ahora entraba se le aparecía como una misión tan santa como santo era el Rey que había de venir; una misión en que la fuerza aparecía como legal, aunque no fuera sino por ser absolutamente inevitable. ¿Por qué amedrentarse en el umbral de su carrera? Adelante, pues.
En un instante desabrochó la faja de su cintura, destocó su cabeza y se despojó de todos sus distintivos judíos, quedando vestido únicamente con una túnica semejante a la de sus enemigos. Estaba ya dispuesto en cuerpo y alma. Cruzándose de brazos, apoyó la espalda contra el pilar y esperó el desarrollo de los acontecimientos.
El examen de la estatua fue breve. El normando se volvió y dijo unas palabras en aquel desconocido lenguaje; los dos miraron a Ben-Hur, pronunciaron unas cuantas palabras más y se adelantaron hacia él.
— ¿Quiénes sois? — preguntó Ben-Hur en latín.
El normando sonrió con una sonrisa que no hizo perder a su rostro nada de su brutal grosería.
— Dos bárbaros — respondió.
— Éste es el palacio de Iderneo. ¿A quién buscáis? Deteneos y contestad.
Los extranjeros se detuvieron y, a su vez, el normando preguntó:
— ¿Y tú quién eres?
— Un romano.
El coloso echó atrás la cabeza.
— ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! He oído decir cómo vino Dios al mundo, en cierta ocasión, por haber lamido una vaca una piedra de sal; pero ni Dios puede hacer romano a un judío.
Cuando cesó de reír dirigió de nuevo la palabra a su compañero y ambos avanzaron.
— ¡Quietos! — dijo Ben-Hur, abandonando su columna— . Escuchadme una palabra.
Los dos se detuvieron.
— ¡Una palabra! — replicó el sajón, cruzándose de brazos, mientras una nube amenazadora empezaba a ennegrecer su rostro— . ¡Una palabra! ¡Habla!
— Tú eres Thord el normando.
El gigante abrió sus ojos azules.
— Eras lanista en Roma.
Thord hizo una señal afirmativa.
— Yo fui discípulo tuyo.
— No — dijo Thord, negando con la cabeza— . ¡Por las barbas de Herminio, nunca he tenido ningún judío para convertirlo en gladiador!
— Pero yo probaré lo que te digo.
— ¿Cómo?
— Vosotros venís a matarme.
— Verdad es.
— Entonces deja que tu compañero combata conmigo y te demostraré que es cierto lo que te he dicho.
Una llamarada de buen humor brilló en la ancha faz del normando. Se dirigió a su compañero y le habló; éste contestó en la misma lengua extraña y luego, con la ingenua alegría de un niño que quiere divertirse, el coloso exclamó:
— Esperad hasta que yo dé la señal de empezar.
Acercó un lecho de reposo hasta el punto que le pareció oportuno, se acomodó sobre él extendiendo su enorme cuerpo y, cuando estuvo con toda comodidad, dijo sencillamente:
— ¡Vamos, empezad!
Ben-Hur avanzó hasta su antagonista y le dijo:
— Defiéndete.
El hombre, sin hacérselo repetir, puso en guardia sus brazos.
Así plantados uno frente al otro, en la postura académica del pugilista ante su adversario, no parecía existir gran desigualdad entre ambos; por lo contrario, parecían hermanos gemelos. A la confiada sonrisa del extranjero oponía Ben-Hur una seriedad que era anuncio de una destreza que el otro no podía prever. Ambos sabían que el combate sería mortal.
Ben-Hur amagó con su derecha un golpe que el extranjero paró; se guardó con la izquierda, avanzando ligeramente el brazo. Pero ocurrió algo sorprendente. Antes de que pudiera retirarlo a su posición, Ben-Hur, con la rapidez del rayo, le agarró por la muñeca con aquel terrible puño que tres años de remo habían hecho irresistible y experto. La sorpresa fue tan grande y completa como fulminante la acción. Lanzarse hacia adelante, impulsar aquel brazo hacia la garganta y hombro derecho del extranjero, haciéndole así ejecutar media vuelta que dejó al descubierto su costado izquierdo, golpear con su puño derecho, hiriéndole en la nuca, detrás de la oreja, fueron los rápidos y diversos movimientos de una sola acción irresistible y terrible. No hubo necesidad de un segundo golpe. El púgil cayó pesadamente sin lanzar un grito y con la inmovilidad de un cadáver.
Ben-Hur se volvió entonces a Thord.
— ¡Ah! ¿Qué? ¡Por las barbas de Herminio! — gritó éste, asombrado, incorporándose en el lecho y echándose a reír a carcajadas— . Yo mismo no lo hubiera hecho mejor.
Contempló a Ben-Hur con frialdad de pies a cabeza y, levantándose, se acercó con una admiración que no pretendía disimular.
— Es mi treta, la que he practicado durante diez años en las escuelas de Roma. Tú no eres judío. ¿Quién eres?
— ¿Conociste a Arrio, el duunviro?
— ¡Quinto Arrio! Sí; era mi patrono.
— Tenía un hijo.
— Sí — dijo Thord, y sus abotagadas facciones se animaron con una ligera expresión de inteligencia— . Conocí al hijo; hubiera sido un magnífico gladiador. El mismo césar le ofreció su patrocinio. Yo le enseñé el golpe que tú has dado a ése; una treta imposible de ejecutar a no tener un brazo como el mío, y que me ha hecho ganar más de una corona.
— Yo soy el hijo de Arrio.
Thord se le acercó más y le examinó con atención. Sus ojos brillaron al fin con un placer ingenuo y, riendo, le ofreció la mano.
— ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y él me había dicho que encontraría aquí a un judío, un perro judío cuya muerte sería el mayor servicio hecho a los dioses!
— ¿Quién te dijo eso? — preguntó Ben-Hur, estrechando su mano.
— Él. Messala. ¡Ja! ¡Ja!
— ¿Cuándo, Thord?
— Anoche.
— Yo creí que estaba herido.
— Nunca volverá a caminar. En la cama estaba cuando me lo dijo entre lamentos.
Una vivida imagen del odio había sido expresada en pocas palabras. Ben-Hur comprendió que el romano, mientras viviera, sería siempre peligroso y le perseguiría sin descanso. A Messala no le quedaba nada más que le endulzara la vida sino la venganza; él le había arrebatado la gloria y la salud y Sanbalat le había despojado de toda su fortuna. Ben-Hur paso revista en su imaginación, con gran clarividencia, a los distintos modos en que su enemigo podía ser un estorbo peligroso en la obra a emprender por el Rey que iba a llegar. ¿Por qué no acudir a los medios que el romano empleaba? El hombre alquilado para matarlo podía a su vez ser alquilado para deshacerse de aquella bestia feroz: sólo tenía que ofrecer mayor salario. La tentación era fuerte y casi cedió a ella. Pero al mirar a su enemigo, tendido de espaldas, formó en seguida un plan y preguntó al coloso:
— Thord, ¿cuánto te ha dado Messala para matarme?
— Mil sestercios.
— Todavía podrás cobrarlos, si haces lo que voy a decirte; y añadiré, por mi parte, tres mil más.
El gigante reflexionó en voz alta:
— Ayer gané cinco mil; los mil del romano hacen seis mil. Dame cuatro mil, buen Arrio, sólo cuatro mil, y me tendrás a tu servicio, aunque el viejo Thord, mi tocayo, me mate con su martillo. Dame los cuatro mil y mato al patricio si te parece bien.
Sólo tendría que taparle la boca con la mano… Así…
Ilustrando la acción con el ejemplo, puso su mano sobre su propia boca.
— Comprendo — contestó Ben-Hur— : diez mil sestercios son una fortuna. Podrás volver a Roma y abrir una taberna cerca del circo Máximo y vivir como conviene al primero de los lanistas.
Hasta las cicatrices de la cara del normando enrojecieron de placer al oír la pintura del porvenir soñado.
— Te daré los cuatro mil — continuó Ben-Hur— , y por ese dinero no tendrás que manchar de sangre tus manos. Escúchame, Thord: ¿no es cierto que se me parece tu compañero?
— Hubiera dicho que era una manzana del mismo árbol.
— Bien; si me pongo su túnica, y le visto con mi traje, y tú y yo nos vamos juntos, dejándole aquí, ¿no cobrarás tus sestercios de Messala igualmente? Poco trabajo te costará decirle que ya estoy muerto.
Thord reía hasta saltársele las lágrimas.
— ¡Ja, ja, ja! ¡Diez mil sestercios! Jamás gané tal suma con tanta facilidad. ¡Y una taberna junto al Máximo! ¡Todo por una mentira y sin una gota de sangre! ¡Ja, ja, ja!
Dame tu mano, hijo de Arrio. Vete descuidado ahora… Si alguna vez vas a Roma, no dejes de preguntar por la taberna de Thord el normando. ¡Por las barbas de Herminio! ¡Tendrás el mejor vino, aunque haya de quitárselo al césar!
Se estrecharon la mano de nuevo y procedieron al cambio de vestidos. Acordaron que, por la noche, un mensajero iría a la morada de Thord con los cuatro mil sestercios. Cuando concluyeron, el coloso llamó a la puerta de entrada, que abrieron en seguida. Salieron ambos del atrio y se dirigieron a una habitación adyacente, donde Ben-Hur completó su atavío con los groseros vestidos del pugilista muerto. En el Onfalo se separaron.
— No faltes, ¡oh hijo de Arrio! ¡No faltes a mi taberna del circo Máximo! ¡Ja, ja, ja! Por las barbas de Herminio, ¡en mi vida pensé ganar una fortuna con tanta facilidad! ¡Que los dioses te guarden!
Antes de abandonar el atrio, Ben-Hur había echado una ojeada sobre el púgil tendido en el pavimento, y quedó satisfecho al verlo en traje de judío, pues su semejanza con él era notabilísima. Si Thord cumplía con la palabra que le había dado, el engaño quedaría siempre en secreto.
Por la noche, en casa de Simónides, Ben-Hur contó lo que le había ocurrido en el palacio de Iderneo. Ambos convinieron en que, pasados algunos días, se haría una deposición ante la autoridad para que se procediese a la busca del hijo de Arrio. En caso preciso acudirían al propio Magencio, y si no se descubría el misterio dejarían en paz a Messala y a Graco, que se considerarían libres de su enemigo y felices. BenHur podría con toda libertad dirigirse a Jesuralén y hacer investigaciones sobre la suerte y paradero de su familia.
Al despedirse los dos, Simónides estaba sentado en su sillón, en la azotea, mirando al río, y le deseó buen viaje y la paz del Señor con la ternura de un padre. Esther fue a despedirle hasta la escalera.
— Si encuentro a mi madre, Esther, vendrás con ella a Jerusalén para que seas la hermana de Tirzah.
Y al pronunciar estas palabras, la besó.
¿Fue sólo de paz aquel beso?
Cruzó el río cerca del último campamento de Ilderim, donde encontró al árabe que había de servirle de guía.
Sacaron los caballos.
— Éste es el tuyo — dijo el árabe.
Ben-Hur le reconoció. ¡Era Aldebarán! El más ligero y magnífico de los hijos de Mira, el más querido del jeque después de Sirio. Comprendió que tras aquel don había quedado sangrando el corazón del buen jeque.
El cadáver encontrado en el atrio del palacio de Iderneo fue enterrado de noche; y como parte del plan de Messala se envió a Graco un correo anunciándole la muerte de Ben-Hur para su satisfacción.
No mucho tiempo después, cerca del circo Máximo de Roma, se veía una taberna con la siguiente inscripción sobre la puerta:
THORD, EL NORMANDO
VOCABULARIO
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